Prólogo Porque es necesario, que los hechos tengan sitio, fecha y criaturas, escribo estos capítulos del libro, que lleva por esto mismo en la entraña la simiente de su muerte, porque en el arte, no tienen vida duradera, sino las cosas sobrehumanas, que en todo tiempo y lugar sean reflejo de verdad. Requiescat in pace. Se irá en el montón, en buena compañía, a descansar en la huesa, que el olvido abre todos los años para los que escriben. Yo tengo conmiseraciones, llenas de respeto, por todas las ideas, que se arrojan a la pelea diaria, y muy en mucho los campeones esforzados, que defienden iracundos la brecha, erguidos sobre el escombro... Me acerco a ellos siempre, leo sus libros y veo cómo se enflaquece el vigor intelectual, que echa a la hoguera sus aristas de diamante pulido y cómo sepulta el hombre todas las exuberancias pasionales de nuestro espíritu. >Escribo, a pesar de todo, con caricias en la frase y plasmo, en los soliloquios de creación, las figuras, que cruzan sonriendo la zona sombría del pensamiento. No hay frío en la pluma, ni desesperaciones; y, cuando resbala y cruje sobre el papel, saltan chispas de alegría, porque otros se emborrachan de alcohol y nosotros de visiones: es lo mismo. Lo importante es que el tiempo, que no puede llenarse siempre de trabajo material, pase en alguna forma, aunque sea poblado de deleznables fantasmagorías; -el tiempo, que es tan largo, cuando la inercia y el tedio penetran los huesos... No importa lo que suceda después; escribamos. Sé que el sepulcro está siempre con la tapa de mármol levantada y pendiente en actitud de caer... pero yo digo, que esos libros muertos, que han enriquecido nuestra inteligencia con el esplendor de sus pasiones, son los amigos desinteresados de las horas solitarias; y a medida que se van borrando de la memoria humana, se concentran y se retiran en tropel y entran por las puertas iluminadas de nuestras casas, como hijos pródigos, que vuelven moribundos de la lucha a buscar otra vez el seno tibio de nuestros cariños. Yo los he visto después, en las urnas, donde están guardadas las cenizas de los dioses tutelares, al lado de los retratos, sobre el escritorio de los hijos. ¡Sobrado galardón es este! ¡Qué bien están los libros muertos allí!... Por qué el arte no vive, si es estéril vanidad y exhibición burda y fugaz; pero es eterno, cuando es fragua calentada en todos los amores del corazón, cuando, hecha de dolor y de recuerdos, diseca una por una las tristezas del espíritu humano. ¡No haya miedo, hermanos míos; dejad esta síntesis a vuestros hijos, aunque no viva fuera nunca! Allí guardados, dentro de las cuatro paredes, donde han sido escritos, tienen la vida inmortal, a pesar de todos; y, cuando suenan las alegrías de íntimos festivales, siempre hay quien estira la mano a recogerlos. Yo he visto estas familias... En la noche del santo de los padres, se reúnen todos alrededor de la mesa con esos libros, que son a veces la única herencia... Los genios amables del hogar, con alas blancas y grandes, se ciernen en la atmósfera tibia y la vieja sobreviviente está sentada en la cabecera. Tiene en los ojos pensativos toda su historia de alma resignada y tranquila, mientras los mayores, con tez morena y ojos negros, leen en voz alta las páginas adorables... Pasa el alma del padre en los rasgos extraños y los arabescos y las curvas y los círculos y las líneas de las letras... formando rayas pequeñas y grandes, separadas por blancos espacios, que van contando apresuradas, las unas después de las otras, las distintas estrofas, mientras su sombra melancólica vaga por los comedores, donde se sienten ruidos de besos cariñosos. Yo canto como el poeta y veo las líneas elocuentes de los objetos y escribo el alma de la naturaleza de mi comarca... y hay tinieblas y poemas de luz y temblores de corazones en sus páginas. Hay símbolos, porque ciertas horas juveniles de amor se parecen en todos los que han nacido, y más símbolos, porque está allí el pueblo, que tiene el gran espíritu sintético, la efigie deslumbradora y gloriosa, mezcla de artista, de filósofo y de gaucho indomable... ¡Oh Grecia, que tienes a Esquilo y al Partenón y has echado a las estrellas el perfil divino y eterno de la Venus celeste; diosas de las ondas del mar y de los bosques, que camináis el mundo antiguo, destilando perfumes salinos de algas y deliciosa ambrosía; observad este pueblo de poetas, que encuentra el himno a la belleza inmortal en la infinita y dilatada planicie de la pampa, templo abierto de sus glorias, sepulcro de su ciclo heroico! Monta su potro alazán con cambiantes de terciopelo, la cabeza altísima, anhelando las fragancias exquisitas de los jardines silvestres. Tropieza adelante en el huracán bravío de la carrera y de noche vela -de los picachos, que blanquean en la negrura- la integridad del territorio, armado, con plumaje de cóndores en la renegrida cabeza, la daga brillante y el ojo redondo y oscuro del fusil... Habrá en el libro pasiones, de esas que por casualidad se visten de carnes; zonas de fuego, que marchan en la vida, sin que la educación roce y atenúe ninguna de sus cosas salvajes; corazones sacudidos por todos los instintos, tétricos actores de la catástrofe horrenda... Y hombres, que viven la vida humana -redimidos- y hogares con luz de sol, sombras de arboledas y trinos armoniosos de pájaros y penumbras de alcobas y cánticos tiernísimos de madres, al lado de las cunas y uno que otro cajoncito de ébano, que se va para siempre por la puerta con llantos y plegarias... Y locos, mártires de la ambición de renombre, bregando por la luz en sus extravíos intelectuales, con las puertas del manicomio abiertas de par en par... para concluir muriendo todo ese mundo en la forma en que las cosas todas concluyen. Yo escribo, porque en la vida hay madrugadas, noches, casas, caracteres, pobrezas y dolor... porque se vive al lado de las muchedumbres que se agitan y se revuelven y gritan bulliciosas el cántico de la existencia vertiginosa; porque hay cielo y sol y niñas enamoradas, que iluminan los vergeles sonrientes de heliotropos y pasionarias y balbuceos de chicos y padres que se sientan por la noche a contarles cuentos para hacerlos dormir. Yo grabo todas estas cosas con los fragmentos lastimados de mi corazón y se derraman en las páginas del libro todas las afectuosas soledades del espíritu, porque si yo no escribiera, tendría siempre reverencias en las pupilas de mi alma, para esas pobres criaturas consagradas en las congojas inacabables. Yo me arrodillo, con la frente hasta el suelo, peregrinas melancólicas del libro doloroso, porque he encontrado para vosotras, de esta manera, las estrofas de las gratitudes eternales. Aquí estoy sentado en mi comedor. Oigo el reloj, que marca con cadencia monótona los pasos del hombre cansado hacia el sepulcro, y asimismo, sediento de recuerdos, ebrio de beatitudes seráficas, evoco las inefables visiones... ¡Oh Eros paradisíaca, blanca flor de alabastro, tronchada en edad temprana; numen y síntesis de todos los amores!... ¡Bohemio, símbolo, creador huraño de poemas, que tienen todas las armonías de la comarca, filósofo y soldado, que construyes en la cumbre tu castillo de piedra, como baluarte indomable y bravío! Vengan las frases y los deliquios de los amores inmortales... y Genaro y Enrique y Paloche, pasiones desnudas, zonas de fuego enloquecidas, que cruzan el LIBRO EXTRAÑO como regueros de muerte... y criaturas humildes que viven en los conventillos... y tú ¡oh Carlos Méndez! Hombre, que me has prestado tu nombre y apellido, para que yo dijera la forma, como tú cierras contra tu pecho redimido a la chiquita deliciosa de los cuentos... Ellos van a sostener el libro en su camino azaroso y cuando vuelvan a mi hogar, tal vez encuentren la urna que guarde mis cenizas y habrá plegarias de niños arrodillados en el comedor, cuando levanten la tapa y allí lo encierren, como para significar a los intelectuales, hermanos míos, que los fragmentos lastimados del corazón, al corazón de los hogares vuelven... Libro primero - I - Carlos Méndez Carlos Méndez era médico. En un tiempo eso significaba alguna cosa excelsa. Ahora que se ha llegado, hasta creer en la alquimia y se han establecido consultorios nigrománticos, mejor es doblar la hoja. Antes podía decirse: «los médicos» así como suena. Hoy está uno obligado a distinguir: ¿Cómo es el Dr. Fulano?... No es extraño, desde que estamos en la década del análisis y del detalle. Eso es bueno, entre otras cosas, tiene este progreso del arte, porque siquiera enseña, con quién tiene uno que habérselas y en lo que se refiere a este gremio, debemos congratularnos, porque los sumos pontífices de la literatura han declarado, que no puede escribirse hoy, si no se sabe medicina. Han conseguido así echar baldones sobre muchas obras de labor y de genio; han diluido en páginas interminables la hermosa síntesis de las pasiones y refugiados en los manicomios, pedagogos afectados, han construido con sus piedras enloquecidas el edificio de la vida humana. -¡Pobre Shakespeare! ¡Te han mandado con la música de tus creaciones a otro planeta! Vivía en Almagro, si comer y tener cuartos y dormir a veces en ellos, quiere decir vivir en alguna parte. Hace tiempo de esto ya, cuando ese barrio era un suburbio lleno de quintas y cercos de moras e higos de tuna, y hornos, -las hileras de ladrillos apilados- y montones de cardos y el túmulo en forma de pirámide truncada y pequeñas casitas aquí y allá y ranchos y ombúes corpulentos y enormes charcos cenagosos... Vivía en la única casa de altos del barrio solitario, en cuatro cuartos. Tenía una cocinera negra, que le decía: su merced, y Genaro era su cochero, hacía tiempo y su sirviente a la vez. Ejercía su profesión de médico pobre, con muchas dificultades a pie, a caballo y muy rara vez en un pequeño cupé... Su día era el trabajo, su noche el estudio... pero sin duda por no ser de nuestro tiempo, leía pocos los libros de medicina y pasaba esas horas escribiendo. Tenía una fantasía vivísima y era un extraño y salvaje poeta, que acometía todos los libertinajes del arte con extraordinaria audacia, rompiendo en sus escritos forma y ritmo. Sus cosas no eran leídas, sino por algunos amigos y echaba al fuego todo, sombrío y huraño, enemigo de que hablaran de él y salvándose inconscientemente de que lo lapidaran en la calle. Era una desenfrenada inteligencia, calentada y enloquecida a veces por violentas pasiones y vivía mártir, sin embargo, de las muchas horas de inacción, caminando con los brazos abandonados, pensativo y escéptico. Es muy posible, que aquellos excesos bruscos y repentinos y el estallido formidable de las ideas en su cabeza, le arrebataran el vigor varonil y lo precipitaran en las hondas y amargas tristezas que lo sorprendían a veces. Lejos de la madre, a quien visitaba poco, concluyó por tener el corazón muerto y el labio mudo y fue su espíritu una cosa desventurada y yerma. Se aisló más todavía, hasta casi no salir de su casa y todo este admirable mundo, divino por la luz, la línea y la armonía y las ráfagas exquisitas del sentimiento y las creaciones, que resuenan en nosotros, como alboradas parleras, habían perdido su esplendor. La criatura humana era una sombra triste, sin fe y sin esperanzas, vagando sin rumbos, ni objetivos por el espacio. Tenía tedio, disgusto de todas las cosas, tedio negro e implacable -esa inercia gigantesca, que desgasta y contamina átomo por átomo. Su casa estaba desnuda. No había alfombra, ni cortinas. Sus paredes no tenían sino los cuadros de familia, que él no miraba nunca en medio de aquella helada atmósfera. Andaba por esos cuartos, como un espectro, buscando una mano amiga y una sonrisa, como el ciego, que va bamboleando a tantear trecho a trecho las cosas, para encontrar algo, en que apoyar su camino. Sentía latigazos en la frente, burlas y palabras socarronas, que le decían: cobarde, ¡y los libros! ¡Hasta ellos! esos sublimes dolores de sus años juveniles, saliendo con sus dorsos de colores, fuera de la biblioteca, reían y reían con los dientes largos de esqueleto. En el día interminable y aburrido, buscaba con avidez los altos problemas, para resolverlos, los enigmas desolados, que rodean el destino humano, sin tener fuerzas para salir del ensueño estéril y trágico. Meditaba el horrendo desastre; las furias arrastrando por los aires su cuerpo muerto y miserable y el destino siniestro, con máscara lóbrega, que otras veces había aguzanado sus intuiciones y precipitado su mente en todos los abismos del saber, la esfinge eterna caía hecha pedazos en la indiferencia del que ya no puede pensar, ni sentir. Estaba vencido: ¡era un suicida, que tenía la pasión dolorosa del eterno descanso! Esa noche del mes de abril, en medio de un vaho abrasador, estaba el cielo lleno de tormentas y la atmósfera procelosa. De cuando en cuando, un relámpago, que rasgaba la noche y el trueno, retumbando a saltos. A lo lejos, zumbidos extraños, y nubes oscuras enroscadas en alto como serpientes y vertiginosas de polvo, un olor a tierra húmeda y unas cuantas gotas gruesas, flagelando los vidrios. Después relámpagos más frecuentes, más breves y centelleantes, zig-zags ardientes y rápidos aquí, allá y más allá, incendios súbitos y estallidos de luz, abriendo grietas y cráteres y el trueno más cerca y más fulmíneo sacudiendo con espantoso fragor las espesas montañas de aire negro. Los ruidos del huracán, trasformados en estampidos, con una enorme nota central, grave y formidable y por dentro gemidos lúgubres y lastimeros, chirridos, una tempestad de voces coléricas, una zambra tumultuaria llena de bramidos de bestias feroces apaleadas y de todas las desesperaciones demoníacas del sonido y después el agua a torrentes, se desploma a torrentes, inunda las aceras y levantan en las calles un mar embravecido... Una pequeña lámpara de queroseno iluminaba el dormitorio de Méndez, mientras los fogonazos sucesivos de los relámpagos saetaban los vidrios y la casa solitaria parecía temblar, en aquella perversa furia de los vendavales de afuera. El médico estaba sentado al lado de su escritorio, con el ceño hondo y la cara oscura y escribía «las sombras» un poema terrible y macabro, en que como siempre, en todas sus cosas, grabó con profunda sinceridad la estereotipia de ese lóbrego momento. Escribía y de cuando en cuando, miraba una pistola, que tenía al lado con los gatillos levantados en son de fúnebre amenaza, sobre los dos cañones oscuros. «Fuegos fatuos, decía el poema, vuelan brillantes y aparecen como estrellas en la punta de las cruces del cementerio -¡Adiós! Corren, saltan y ruedan sobre las calaveras, sucias de barro y se desvanecen en la tiniebla. Iluminan poco los sepulcros a flor de tierra. Son huacas de pobres y descansan siquiera tranquilos, sin plegarias hipócritas, ni flores, ni recuerdos... Moriré así yo también, sin que nadie se aperciba, llevándome todo (el bien y el mal) para que no quede en el sitio que yo ocupaba, sino una vacía y oscura caverna, donde no brille jamás pupila humana.» «¡Veo blanquear el mármol de las tumbas en la noche y las estatuas caminan y hacen tiritar al aire, maullando las agrias lamentaciones de los que no tienen paz! Buscan aquí y allá alguno, que haya sido virtuoso, para arrodillarse y entregarle las caricias de la blanca cabellera y el abrigo de sus mantos y la plegaria, que consuela a los esqueletos estirados en los negros cajones. Las veo empinarse a las rejas y mirar los altares y las coronas, que se han secado, colgadas de la pared y reunirse en conciliábulo y cantar el siniestro coro: este no ha sido virtuoso... adelante... este no ¡adelante! Y todas las noches siguen la peregrinación los fantasmas blancos, cruzando los entenebrados senderos y repiten el estribillo lúgubre: este no ¡esto no! Hasta que el alba los rodea con sus claroscuros y los arroja derechos y desconsolados sobre los pedestales. «Porque yo he perdido la fe, como ellos, girando dentro del círculo oscuro de mi pensamiento y en la hoguera del tedio, que me abrasa la cabeza, he dejado caer todos los átomos creadores y una tras otra las sensibilidades pasionales y se ha hecho un torbellino de cenizas. No queda sino este cuerpo, cuyas células palpitan sin virtud, como las tumbas, dentro del gran lago de mi sangre y debe morir disgregado y desvanecido al fin en la vida de la materia, que no tiene término...» Yo me detuve muchas veces a mirar, tendiendo los brazos y manoteando todavía las últimas quimeras de la imaginación, que marchaban rápidas a la hornaza y vi crecer y hacerse honda la sombra, que me envolvía, y me busqué sin encontrarme ya, deshecho en hilos negros flotando dentro de la tiniebla... Giré entonces en remolino con ella, cansado y melancólico, envolviendo a las estatuas en su peregrinación. Me alargué, doblándome en líneas serpentinas para entrar en el pecho y ver el corazón de esos que están allí acostados mirando las tapas negras y veía la víscera irse de un lado a otro, como un péndulo y sentía la voz de los espectros noctámbulos chicotearme los oídos con el grito rechinante: ese no ¡adelante! Sigue tu camino cuerpo esfacelado ¡otro! Otro más ¡hasta que esta noche las he visto a todas circundar mi escritorio danzando y señalándome con las manos oscuras y han mordido mi cerebro con la salmodia fatídica: tú tampoco eres virtuoso! ¡Adelante! ¡Muere! ¡Muere! Méndez se levantó y tomó con violencia la pistola, mientras seguía la tormenta estrepitando. Avanzó con el arma a la altura de la sien y con la izquierda dio vuelta la falleba y el huracán atropelló adentro brutal y bárbaro. Sonó un tiro y él se precipitó con su cuerpo convulso en medio de aquel fúnebre torbellino, cayendo sobre la baldosa del balcón, mientras sentía que el frío de la salvaje escena le trituraba los huesos y le quitaba la vida... - II - D. Manuel de Paloche y otras alcurnias Genaro llegó como Siempre a las nueve a pedir órdenes y al intentar entrar al dormitorio, fue casi rechazado por la violencia del huracán. Tanteando entre la oscuridad y llamando a Méndez al salir al balcón, tropezó con sus pies en el cuerpo tirado del médico. Se agachó temblando para moverlo y enseguida creyéndolo muerto sintió un gran frío y dos lágrimas dolorosas que asomaban. Rodeó la cintura del suicida y lo levantó para acostarlo en la cama, mientras el viento se arremolinaba furioso contra las paredes del dormitorio y la lluvia había inundado el cuarto hasta el medio. Enseguida tomando las batientes, que se sacudían aquí y allá con estrépito, con ese extraordinario vigor de sus músculos, los cerró y parecía entonces que todos los rumores se habían alejado gran trecho... En la atmósfera quieta con la luz, que había prendido lo mudó Genaro; mirando la cara y el cuerpo ensangrentados y tuvo miedo de estar solo allí y corrió hasta el fondo dando alaridos, para llamar gente... Nadie contestaba. Él debía dejarlo para llamar un médico y en la urgencia del caso misérrimo, sabiendo que los amigos de Méndez vivían en el centro de la ciudad, se dirigió después de haber tapado cariñosamente el cuerpo del patrón, bajo el torrente de la tempestad, hacia la casa de D. Manuel de Paloche y otras alcurnias, curandero con fama en el barrio de excelente componedor de huesos rotos y articulaciones dislocadas y especialista en la curación de las heridas. A medida que iba llegando, oía la voz de Paloche hacerse cada vez más fuerte y lo vio a través de los vidrios empañados en su estudio iluminado y distinguía apenas las hijas sentadas, escuchándole con gran atención y la luz saltaba fuera asimismo alumbrando el fangal tembloroso de la calle y la cadena, que iba de poste a poste... -¿Quién es? Salió preguntando Paloche y otras alcurnias, enarbolando un fémur largo y blanco. ¿Tú, Genaro? ¿Qué quieres a estas horas? ¿El doctor necesita acaso mis servicios profesionales? ¿Quiere que lo acompañe en alguna difícil operación? -No, señor, contestó Genaro: es para él que vengo a buscarlo; está herido. -¿En qué región? Preguntó Paloche, muy serio. -No sé... en la cabeza... vamos pronto. -¿Cómo no sabes? Todo el mundo debe saber eso. -Así será... apure, señor, porque el patrón está lleno de sangre. -¿Una hemorragia? ¿Y no has cohibido tú la hemorragia, Genaro, y no has hecho la antisepsia, practicante liliputiense? -Yo no sé lo que Vd. dice... vamos de una vez, exclamó con tono enérgico e impaciente Genaro, y lo tomó del brazo izquierdo, mientras D. Manuel amenazaba a las hijas, todavía vociferando: dentro de una hora vuelvo... tú Clarisa... el maxilar inferior; tú que vas a estudiar odontología y toda la patología del hueso... para dentro una hora... cuidado con no saberlos. Y a Vd., D. Enrique... Genaro tembló todo oyendo ese nombre... «le recomiendo, seguía Paloche, me la perfeccione. Ya fuera D. Manuel, conversaba todavía: Tú lo conoces pues a ese Valverde, buen médico, le enseña anatomía a mis hijas... un poco calavera...» Genaro seguía caminando con tétrico silencio, porque sabía todo el mal que esa figura lúbrica de Enrique Valverde venía haciendo en el barrio de tiempo atrás. D. Manuel de Paloche y otras alcurnias tenía grima y dolor por la condición oscura de su origen y allá en los vericuetos de su desencuadernada inteligencia empezó a crecer el fantasma de las grandezas. Miraba a su familia, que vivía hasta entonces con la honrada pobreza de su trabajo y deseó para ella riquezas y renombre. Entró a soñar y a moverse como sonámbulo y su fantasía a calentarse en las visiones de todo ese brillo efímero de la gran vida moderna, que él leía afanosamente descrita en los periódicos. Esos apellidos de clásica herrumbre, que suenan asimismo como ecos de las añejas glorias, le hacían perder el juicio, y miraba con emulación esas gentes venturosas, que pasan tan despreocupadas en los festivales espléndidos y ruedan en el torbellino de los corsos, y entran de noche entre el esplendor de los comedores, lucientes del brillo diáfano de la cristalería y de los chispazos de las cosas de plata. Tienen muebles oscuros y grandes, con columnas y chapiteles, y molduras graciosas, y flores en festones y bajorrelieves maravillosos y pequeños, veteada de manchas y rasgos raros y alabastrinos; la rosada piedra de mármol... y las sillas de marroquí negro y cabezas de amarilla tachuela, arrimadas al borde de la mesa y el gran centro de oro fragante de las guirnaldas multicolores y el crujir de las sedas del traje largo con caireles de azabache y damas y señores del brazo llegando al comedor en la línea del frac elegante y alto... y después el teatro; sus hijas en un palco, el pecho desnudo palpitando en la brillante luminaria y debajo el hemiciclo oscuro de la platea y butacas y claros, y más butacas y claros atrás, atrás y muchedumbres hormigueantes en las desazones pasionales, suscitadas desde la enorme boca abierta del escenario y ondear de tules los vestidos y brotar chispas de fuego blanco y tembloroso de gargantillas y solitarios. Hundido en estas meditaciones y para conseguir tamaña bienandanza, dio en la rara manía de creer que su profesión de curandero tenía con la medicina lógicos engranajes. Empezó a pasar noches enteras en la lectura de los libros de esta ciencia, con tan mala suerte y atascamiento tan extraordinario, que se transformó en un ser extraño y ridículo y llenó su casa de tristezas. Creyó de esta manera llegar a descubrir algún remedio, que fuera como la panacea universal y asomó entonces sus crestas el masaje, que, en vez de darle fortuna y renombre, debía más tarde echarlo a rodar perseguido por los corredores y los patios cuadrados del manicomio... Y empeoró la dolorosa locura, obligando a sus hijas al estudio de la medicina y se las veía en las mañanas heladas acercarse tiritando al banco a repasar sus lecciones. Abandonó a sus viejos amigos y buscó la sociedad de estudiantes, cayendo en la amistad del peor de todos: ese Enrique lúbrico, cuya siniestra silueta esbozaremos más tarde... El pobre hogar fue muriendo en aquel ventarrón de la demencia y empezaron sus pisos, y las alfombras y los muebles a llenarse de polvo, y los rincones de la caliginosa y sucia tela de araña, y a cubrirse de musgo resbaladizo el patio y a levantarse espesos y verdes los cicutales y los abrojos, mientras caminaba por los cuartos la madre como melancólico duende, asistiendo al doloroso derrumbe... Los dos hombres caminaban debajo de los paraguas, hundiendo los pies en el barro, iluminado de repente por el chisporrotear de los relámpagos, mientras el horizonte negro se rasgaba hecho trizas aquí y allá en las deslumbradoras iluminaciones y el agua iba cayendo sorda y rumorosa sobre las combas huecas de seda, que se movían a un lado y a otro, sacudidas por el viento. Caminaban mirando al suelo para buscar los pasos, a beneficio de los repentinos incendios, detenidos y titubeantes a veces en medio de las tenebrosas y enceguecidas oscuridades. Pasaban las boca-calles con los botines pesados del barro denso, mientras los charcos achatados, salpicaban a todo viento chorros de líquido fango y los zig zag de las centellas se reflejaban por todas partes en el espejo de las aguas detenidas. Y como si aquella luz se fracturase en prismas escondidos detrás de la negrura, estallaban por todas partes zonas de vivos colores y celajes con formas de monstruos maravillosos y aterradores, mientras las oscuridades, mezcladas con los estampidos del trueno, giraban lejos, como si fueran mundos sacudidos en las alturas y arrojados de astro en astro. Llegaron a la casa de Méndez y subieron la escalera, que sonaba en el chapaleo de pies y botines de fango y entraron en la atmósfera tibia, tranquila y cariñosa del dormitorio, en medio de las penumbras, en el vago y tembloroso rayar de la vela de estearina... Estaba Méndez acostado en su cama insensible y yerto, con los párpados cerrados y el rostro sucio de grumos apelotonados de sangre rojiza y largas hebras fijas se diseñaban hasta abajo sobre el planchado blanquísimo de la camisa. Había puntos y puntos escarlatas por todas partes, manchando la pared y las sábanas y aparecían aquí y allá zonas húmedas y rosadas y se veían, cerca de la ventana, a los grandes espacios oscuros de la primera hemorragia. Méndez respiraba, dormido en aquel silencio, detrás de los bigotes negros y aglutinados, mientras Paloche con su cartera de cirugía desplegada y lucientes y bruñidos los instrumentos, lavaba la herida y desprendía con gran cuidado los coágulos. A medida que estos iban cayendo aparecía más purpurina y húmeda la superficie y se veían allí mismo estrías de un rojo vivísimo, hasta que se destacó como en estereotipia la herida profunda y negra. Paloche levantó un poco la esponja y dejó caer un hilo de agua largo y tibio un gran rato y tomando un estilete, sintió que tropezaba adentro con las rugosidades de una fractura. -¿Qué hay, señor? Preguntó Genaro, que vio pasar una nube por el rostro del curandero. ¿Es grave la herida? -¡Oh! Muy grave. -Entonces voy enseguida a buscar un médico. -¿Médico? Contestó Paloche. ¿Con esta perversa furia de afuera? ¿Estás loco, Genaro? Tú no los conoces... y este frío de Judas... a ellos que están calentitos entre las frazadas. -No importa eso, D. Manuel... yo lo traeré, si Vd. cree necesario. Porque si sucediera una desgracia, ¡con qué coraje me presentaría yo a la madre! -No se trata de tanta cosa, pues... Curará con la rigurosa antisepsia... yo lo curaré... para eso estudio cinco horas diarias y tus desconfianzas me irritarán, señor Genaro. -Pido disculpa, contestó este... pero Vd. sabe todas las gratitudes del corazón que tengo para él. -Bueno, bueno, dijo Paloche. Mañana que venga la señora y los médicos amigos de él, tendremos consulta... yo diré, discutiré, probaré y resolveremos, y trajo enseguida un gran colchado de algodón fenicado, con que envolvió la cabeza de Méndez, que comprimió con una venda larga encontrada en el estudio del médico. - III - Genaro Genaro, sentado a los pies de la cama, lo veló esa noche... Aquella escena, producida como corolario lógico de las profundas desolaciones del espíritu, sorprendían su voluntad enérgica y resuelta... Era un sombrío misterio. ¿Por qué morir sin razón, tan joven, viviendo, entre el agasajo humano? Con esa niña Dolores que lo miraba pasar por su casa con tanta tristeza en el semblante hermoso de mármol y D. Carlos no la miró nunca, nunca más, orgulloso, cruel y frío después de una noche de baile y todo porque donde está ese Valverde indecente, entra la desgracia con sus lutos... ¿y por sonseras? Porque ella es el ángel bueno de la casa y la virtud misma... ¿Por qué morir sin razón tan joven y hacerse pedazos la frente donde la madre cariñosa lo besa siempre?... esa gran madre de sesenta años con la cabeza blanca de nieve y las mejillas rosadas y frescas todavía... porque solamente se debe hacer eso cuando uno está deshonrado y las gentes cuchichean en voz baja, cuando pasa y nos señalan con el dedo las manchas sucias, que llevamos en la cara... entonces sí... se clava uno el puñal en el corazón, y se acabó todo... pero así como D. Carlos, no, ¡nunca! Porque se dejan lágrimas y lutos y no se sabe la razón. Él había observado en Méndez algunas cosas extrañas. Había perdido la voluntad para el trabajo y no le importaba nada -y se acordó que alguna vez le dijo: yo soy Genaro, como los presos. Arrastro dentro del pecho una larga y pesada cadena, que me aplasta y ya no puedo con ella. Qué cosa curiosa son estos señores, seguía meditando Genaro en aquel silencio del dormitorio, con esos trajes lindos y limpios parecen vestir a la felicidad, pero no es así... ninguno de ellos goza paz y sosiego en el corazón, como si tuvieran un martillo adentro, que les machacara una alegría cada minuto. Cuántas veces yo lo he dicho a Santa: si pudiéramos entregarle a D. Carlos un poco de esta bienaventuranza que tenemos. Así iba pensando Genaro en la ingenuidad varonil y fuerte de sus veinte años, mientras los rumores del viento se desvanecían lejos y los ecos de la lluvia volaban perdidos en el espacio y los nubarrones gruesos se habían dispersado, arrojados de allí con el ímpetu del huracán... El cielo azul y limpio tenía plácida semblanza y los astros maravillosos, innumerables y fijos, titilando en la mansa tranquilidad de la atmósfera, envolvían la tierra dormida, en las medias tintas tenues de la difusa luz. Había paz profunda y húmedas frescuras, y en aquellas vagas claridades se distinguían lejos, lejos en las calles las aguas detenidas y quietas, que reflejaban la comba inmensa y apacible. Era una de esas noches serenas del cielo de nuestra patria, tan espléndido y tan bueno a veces en las castas y religiosas resignaciones de su color azul, suave y blando descanso al ojo humano, exacerbado en las reverberaciones fulmíneas de las tormentas. Es el cielo, que reza como arrodillado la eterna y dulce plegaria y derrama la luz de las estrellas en el ambiente tranquilo de la naturaleza, y el fecundo rocío sobre hojas y flores que mitiga como bálsamo las tristezas de la noche tenebrosa. Así era también bueno y amable con aquel pobre herido el corazón de Genaro y sobre él la desventura ya se cernía con las garras de sus tempestades y sus venganzas de muerte. Miraba los vidrios, velados de la humedad ligera del vapor de agua y detrás las gotas colgantes, como cristalizadas de la tersa superficie y oía en aquel silencio caminar y crujir el reloj en el tic tac monótono y una infinita piedad se apoderó de su espíritu y de rodillas rezó por Carlos Méndez, dentro de su alma casi con llanto. En ese momento empezaron a formarse líneas blancas en la puerta, que daba al balcón dibujando un rectángulo luminoso: eran las penumbras de la aurora que iban entrando empujadas de afuera, mientras la vela temblorosa esfumaba en las nuevas claridades su luz mortecina y fugitiva. Genaro tenía veinte años, el organismo robusto y alto y los ojos grandes, serenos y serios. Hablaba poco y había en su carácter dulzuras y abnegaciones e intrepideces terribles. Todas sus cosas estaban en orden; las guarniciones bien negras, bruñidos los platinos, luciente y sin manchas la caja del coche, los caballos limpios; un doradillo brioso y una yegua oscura de manos finas y largas, ágil y nerviosa. Todas las mañanas a la misma hora estaba el coche a la puerta y a fuerza de conocer los menores detalles de esa vida azarosa del médico, concluyó por experimentar los mismos sufrimientos y sentía hondamente las cosas irascibles, que atormentaban el espíritu de Méndez. Alegrías pocas, malas noches muchas; siempre vivir entre el dolor, exasperarse en la impotencia, tener las intuiciones de muchas perfidias y alguna vez un poco de gratitud... habas contadas. La hermana se llamaba Santa. Vivía con la madre trabajando en una pieza del conventillo largo, estrecho y hondo, con patio de ladrillo, que estaba cerca de la casa de altos. Allí se veían frente a cada puerta unas y bateas y braseros de hierro y cuerdas extendidas con ropas colgantes y húmedas, y chicos sucios por todas partes, y mujeres descalzas de brazos arremangados. Genaro estaba acostumbrado a defenderla desde chico y no hubiera consentido sin pelear que nadie le tocara el ruedo del vestido; y a misa y a los paseos del domingo la acompañaba siempre y su sueldo servía para sus juguetes y los graciosos vestidos; y así crecía hermosa y morena, envuelta la efigie en los reflejos de sombra de su cabellera negra. -Tú vas a ser buena siempre, le decía, como si tuviera el presentimiento de alguna cosa funesta. -Sí, Genaro; buena como tú dices que era tata. -Tata era bueno y honrado, contestó Genaro y la besó en la frente. Tú no te acuerdas porque eras muy chica... pero cuando murió yo estaba arrodillado cerca de la cama y le mojaba la mano derecha con mis lágrimas... Todavía tengo en el corazón las cosas que me dijo... «Esa chiquita va a ser tu hija, no olvides nunca tu nombre». Después yo vi entrar al cura, que le puso la extremaunción en los pies y en las manos y él te tomó en sus brazos todavía y te miraba largo tiempo sin hablar ya, ni respirar, con una gran gota de llanto, que no resbaló nunca de sus ojos con los párpados abiertos y las pupilas grandes y fijas. Tú no te acuerdas porque eras muy chica... Tenía los ojos azules... -Como los míos. Genaro, ¿no es cierto? Así me lo has dicho otras veces. -Sí, como los tuyos, con ese color del cielo en los días serenos de sol... y muchas veces, cuando volvía de noche de su trabajo y yo estaba al lado de la vela de sebo, leyendo la cartilla, él me contaba las cosas de su tierra,-un pueblito todo blanco, al lado de la playa, donde los pescadores cantaban con las piernas desnudas hasta la rodilla, sacando en hileras paso a paso la red, que traía agua verde y pescados -y a mí me enseñaba las cantinelas que tenían como rumores y estruendos de borrascas y bofetadas del mar contra los barcos perdidos y solitarios... -Yo lo conozco al hermoso pueblito por el retrato que está en la cabecera de la cama, repuso la niña, con su mar grande adelante y la corona de las montañas que lo sostienen. -Algunas veces, continuaba Genaro, temblándole la voz de ternura, él me decía con tristeza: tal vez ya no vuelva yo a mi país y, cuando yo entonaba los versos del himno, ese que tú también cantas en la escuela, me abrazaba estremecido y me decía: «Es necesario quererlo mucho al pedazo de tierra donde has nacido como yo al de allá»... y apuntaba lejos con el dedo, como si quisiera alcanzarlo... Porque parece, que esa tierra era hermosa y desgraciada y sus hijos fueron todos a morir en las batallas de gloria, como dice nuestro himno; y por eso mismo todo el mundo sentía lástima por ella, pisoteada por extranjeros, porque uno quiere siempre mucho a los que sabe, que están sufriendo y tiene odios de puñaladas para los otros, y yo no sé porqué te miraba tanto a veces y se ponía sombrío. -Tú también me miras así a veces Genaro, interrumpía la niña, y me das mucho miedo. Eran las cariñosas pláticas a menudo en los paseos de los domingos o sentados en el cordón de la vereda del conventillo, y así fue haciendo Genaro en su corazón un altar grande para ella, iluminado de todas las auroras místicas de la pureza como esos de las iglesias con columnas y nichos y vírgenes de blanca vestimenta. La llamaba Santa desde chiquita. Él la protegía con el molde férreo de su alma y cuando en el día y durante su trabajo se acordaba de ella, le parecía oír las notas largas y quejumbrosas del órgano achatarse, como en adoraciones, delante de su persona y serpear inacabable la modulación, que va revelando en sus sonidos las pasiones de la muchedumbre arrodillada. ¡Oh entraña dolorida a quien sacuden los vientos de los fuelles! ¡Cómo danzan dentro del armazón de tu madera los gritos de la vida humana, y cómo se rompen en las vibraciones de tus lengüetas y en la convulsión rumorosa y estridente de los tubos de lata las largas carcajadas de los que acechan la inocencia y apuran en la orgía beoda el momento de morir!... ¡Qué pronto vas a cantar, entraña dolorida, para la pobre Santa, la fúnebre elegía que tiene manchas en las estrofas virginales y suenan en el ardor de las cosas lúbricas!... porque yo he visto las canas de las viejas de cincuenta años cubrirse con el crespón de la deshonra y sentadas en los rincones de sus casas, llenar los largos silencios solitarios con las lágrimas del recuerdo lastimoso... aquellas criaturas ideales, el amor de los amores del alma materna, extraviadas en los charcos cenagosos, y los hermanos caminar con la cabeza erguida y feroz, hundidos los ojos allá lejos en el negro infierno, iracundo de los rencores inmortales... - IV - Catalina Méndez Cuando despertó el médico dos días después, estaba su cuarto en la luz. Veía enfrente el retrato del padre que pendía oblicuo de la pared de su gran cordón azul y sentía como si una cosa le apretara las sienes y levantando la mano para tocar, observó que estaba flaca y las uñas negras y sucias. Quedó suspenso y como soñando, cuando se apercibió que tenía un pañuelo grande de seda atado a la cabeza. ¿Por qué? Dijo para sí... y trató de incorporarse y no pudo, porque el cuerpo le dolía y no tenía fuerzas. Miraba alrededor, como un sonámbulo, con cierta inconciencia, la mesita de noche llena de libros, al lado de su cama y las cuatro o cinco sillas que estaban por allí. Vio los ojos negros, serenos y tristes de Genaro, que ponía su dedo índice sobre los labios como para imponerle silencio. No la recuerde, señor, por favor le dijo en voz baja, no la recuerde. ¿Y a quién? Contestó el médico, abriendo los ojos. Entonces sonó en el silencio una voz -una voz que él conocía- un arrullo dulcísimo lleno de ternuras inefables. Hablaba lentamente, como persona dormida, con alguien que estuviera muy cerca. Decía con el ruido leve de un murmullo: este hijo vivió siempre solo... saben ustedes... nunca quiso estar con nosotros... tanto que lo queremos... ¿por qué no busca su casa?... los niños adorables... las cunas de pino bajitas que se mecen con el pie... las cunas pobres... en las noches de invierno sentada al lado de la mesita cosiendo el percal... la lámpara de queroseno con pantalla, que ilumina mi regazo y hecha un manto de sombras al techo de zinc yerto... yo tomo mi rebozo de lana y lo arrojo sobre sus piececitos blancos y desnudos que tiritan... mi niño y mi sol... pedazo... Genaro, gritó el médico: ¡ven pronto, álzame! La vio entonces acostada sobre el catrecito de hierro con la cabeza blanca y los ojos cerrados en el abandono celestial del ensueño. La vio a través de un velo con transparencias tenues y seráficas, como cuando se tienen lágrimas en los ojos silenciosos. Tenía un vestido negro y largo, que la cubría toda y un pañuelo de espumilla en el cuello, el mismo que se ponía para adorar a Dios con los hijos, cuando eran chicos. Dormía; la mejilla rosada en la palma de la mano izquierda, mirando hacia él santa y tranquila, moviendo los labios, como si conversara todavía: corazón... amor mío... Genaro se había arrodillado con la frente hasta el suelo y el médico hacía por incorporarse de nuevo, cuando sintió crujir el catre y elevarse su espléndida figura divinizada. Avanzaba lentamente, temblando, agarrándose de todos los muebles, y, cuando estuvo cerca de él que besaba sus cabellos blancos, en medio de sonrisas llenas de lágrimas, ella le hundió el rostro en el pecho -todo su rostro- como si quisiera buscarle el corazón con sus sollozos. Movía a cada momento su cabeza blanca y adorada y todo su cuerpo estremecido para rechazar la impetuosa congoja de aquel prodigio de alegría infinita. Habíale rodeado la cintura con sus brazos temblorosos y sobre su pecho, más cerca, más cerca todavía, tenía los gritos de la pasión sobrehumana en sus palabras ininteligibles: este mi hijo solo... quería morir... ¡dulce amor mío!.. todavía mi niño y mi sol... Largas veladas fueron esas de las noches de invierno. La madre se lo pasaba sentada a los pies de la cama, cabeceando a veces y rehaciendo otras en la memoria toda aquella vida, que hubo de concluir de tan lúgubre manera. Hacía tanto tiempo que no había vivido con Carlos, que su voz, sus ideas, y todo aquel mundo nuevo, en que ella había entrado tan de repente, le producía sobresaltados. Lo veía muchacho juguetón y alegre, amigo de todas las pendencias, audaz en la pelea y temerario en el entrevero: más de una vez lo habían traído a su casa con la cabeza rota. Se acordaba del día aquel en que le encontró en el patio al lado do las higueras, delante de un gran fuego: estaba pálido y sonriente y a ella le pareció, que temblaba y que aquella blancura tenía los matices fugitivos de desvanecimiento. Lo sentó en sus faldas con lágrimas en los ojos, para preguntarle muchas cosas; pero, a poco, la infantil y tostada efigie fue tomando la estupefacción inmóvil de los muertos. Se asustó ella, buscó inquieta por todas partes y vio que un hilo de sangre salía del pecho, colorado, largo y silencioso, y caía gota, a gota, a gota... Fue una lucha a trompadas. Él le había deshecho el rostro al adversario, que le hundió un cortaplumas en el pecho... En estos casos, él quemaba sus ropas, callado la boca, en el último rincón del patio... En los días de tormenta, cuando el huracán se hacía pedazos, como animal bellaco, contra las piedras, y resaltaba lejos, con sus parábolas borrachas y enloquecidas de reboatos, a estrellarse en las paredes como furiosa catapulta, él se arrojaba entero, entero, perdido su cuerpo en las órbitas raudas del remolino, y echaba su cabeza gozosa entre el diluvio de las aguas, en los charcos hasta la rodilla... el huracán que revienta los techos de los ranchos, levanta por los aires las chapas de zinc y arranca los álamos de cuajo que se acuestan en la calle largo a largo. Honda fascinación ejercía sobre su espíritu el peligro. Montaba en pelo cualquier caballo, siquiera fuese un potro, y se arrojaba adelante con él en desenfrenada carrera, cacheteándole el pescuezo a un lado y otro para dirigirlo; y de noche, en el comedor, cuando estaba sacando cuentas en la pizarra, salía fuera corriendo a entrar en la tiniebla lleno de desazones... Algunas veces, desde la ventana, lo miraba jugar a la rayuela, ese símbolo con que los chicos pintan con tiza sobre la piedra la imagen de la vida humana... Están los primeros pasos alegres sobre los dos rectángulos acostados, de donde tan fácil es sacar el tejo, y después la cruz de los años juveniles, sobre la cual uno marcha a horcajadas. Están los primeros ensueños y las sonrientes imaginaciones y allí se agitan los ojos negros y los perfumes celestiales de la primera mujer, que acaricia el espíritu con sus alas de seda blanca de ángel dormido. Las dificultades para sacar el tejo a puntapiés, y el martirio del primer cariño -todos los ritmos del alma enamorada para el ensueño paradisíaco, y las estrofas de la inteligencia, y después la tortura del amor despreciado con su congoja sorda y terrible, y los primeros horizontes, surcados de oscuridades funerarias y el cuerpo arrojado al fin en la desesperación de la noche sombría y loca... ¡Cruz de la rayuela! ¡Cuántos meditabundos de dieciocho años te llevan a cuestas en este fragoso Calvario, en la primavera de la vida; que tiene el color rojo de la cereza y la transparencia deliciosa de las hojas verdes! ¡Qué poco dura la maravilla de tu cielo, cruz de la rayuela! ¡Y los esplendores de la vegetación, en el prado de la existencia, lleno de leticias deliciosas! Vienen los cajones, dos cuadrados, que se sientan sobre los años juveniles, como torres de bronce, y los bonetes que nos envuelven la cabeza, porque así marchamos a guisa de galeotes en esta mazmorra del mundo tan extensa y el cono agudo del infierno, donde los que juegan no pueden hablar, como si para llegar hasta allí hubiera sido necesario dejar trozo a trozo las hebras del alma y los fragmentos de la lengua en el camino. Parados en un pie sacan los muchachos el tejo de una sola leche como para significarnos, que de los más inconsolables dolores no se triunfa sino merced a titánico esfuerzo y contemplado detrás girones de la carne en los zarzales del camino. Llegan al fin a la amplia curva del cielo, donde se sientan, y pasean tranquilos, y se mandan, como los astros, rayos de luz, y conversan, y sonríen y salen a paso lento como los triunfadores, porque solamente los chicos pueden jactarse de haber vivido alguna vez en las regiones de la eterna dicha. Y si algunos de vosotros, que tenéis barbas negras y canas en la cabeza, habéis llegado al cielo antes de morir, levantad la mano, porque habréis realizado el milagro de la salamandra, que en las consejas de antaño pasaba a través del fuego sacando ilesa su alma, llena de brillazones, y su caparazón roja y negra de deslumbradoras escamas. En esas noches pasaban por la inteligencia de la madre todas las escenas de la niñez. Aquella vez que ella había tomado un látigo iracunda para castigarlo y Carlos pateando el piso de madera tuvo las palabras de la rebelión sacrílega... Ella se sentó en su silla de hamaca, con el corazón lleno de dolor, y él, dominado, se acercó despacio, con los brazos caídos, temblándole los labios, a pedirle perdón, y se estuvo muchos días así, haciéndole caricias, y la noche lo encontraba arrodillado al lado de ella para acompañarla a rezar. Recordaba los días de Semana Santa, cuando el viejo sacaba de la biblioteca el drama de la pasión, escrito por él en versos sencillos. Reunidos en la sala, leía en voz alta las estrofas, e iban pasando las escenas de aquel sublime apostolado y a través de ellas, las virtudes y el trabajo de sacrificio, con que se habían construido ladrillo sobre ladrillo las paredes del hogar bendito. ¡Oh las viejitas adorables, que usan manto negro, porque se quedan solas y vagan por la casa buscando las memorias de los que ya se han ido al cielo a esperarlas! Él dormía a esas horas su sueño todavía agitado de convaleciente y ella sentaba delante del candelero con pantalla azul, lo veía a los catorce años volver con los botines llenos de tierra, de las zanjas lejanas con enormes ramos de violetas. La Virgen de Dolores, con el corazón atravesado de muchos puñales, recibía la ofrenda piadosa y más tarde, cuando creía que podía tener frío, se acercaba en puntitas de pie a la cama, como hacía ahora que tenía treinta años, a mirarlo dormir. Después se había hecho muy estudioso: parecía que un mundo de luz iba entrando en su inteligencia, a medida que sus hilaridades infantiles se desvanecían. Todo leía; los poemas indios, las leyendas graníticas de los tiempos prehistóricos, el salmo, el himno y la epopeya, la crónica y la historia, ese romance doloroso, en que los pueblos se abrazan para marchar como síntesis hacia la muerte conquistando y redimiendo una por una las cosas ideales en las ásperas bregas de sangre. Veía a los de su tiempo mojar la pluma en los estercoleros del hueco y en el cajón de basuras, que amanece todas las mañanas en la puerta de las casas con papeles y barro aceitoso, inmunda col y caracuces con tendones y puntas negras de carne. Esa pluma la mojaban los viejos caballeros con espuela de oro en los torbellinos azules diáfanos del firmamento y estallaban de sus puntas astros y auroras y síntesis sublimes de la vida humana, donde la pasión cruje y castañetea su sempiterna danza macabra. ¡Oh progreso! A veces se ponía a escribir y de allí lo arrancaban los brazos suaves de la madre, que llegaba despacio en la alta noche, llevando en la mano derecha el candelero de vidrio. La luz de la vela de estearina entraba con sus rayos amarillos y temblorosos en las tenues iluminaciones del quinqué, con su esfera redonda y azulada y la pantalla de blancas opacidades. Luchaba con la forma y cantaba espectáculos de la naturaleza y las intuiciones de su espíritu juvenil y al rato, descontento y huraño, colocaba sobre el tintero grande de bronce montoncitos de papel y poco a poco el fuego los iba devorando, para no dejar sino negras superficies, que se retorcían irguiéndose como si tuvieran vida, y se desmenuzaban llenas de crujidos. Así su espíritu en esas precocidades intelectuales iba perdiendo de su energía, hasta tornarse sombrío y amargo, entrando cada vez más en los hondos desfallecimientos, que son como el prólogo de la catástrofe futura. Un día se fue de la casa y anduvo mucho tiempo errante hasta que los padres oyeron decir que se había hecho médico. Veía todos los enfermos, porque era bueno en el corazón, y entró por mucho tiempo en el rancho pobre y en el cuarto desmantelado del conventillo. Echó su cuerpo a morir en las epidemias, cansado de estar solo, sin más objetivo que el tran-tran monótono de todos los días, y se apoderó de su alma un profundo disgusto. Vivió mucho tiempo, contemplando la degeneración de aquella gran nobleza del ejercicio de su profesión. Veía algunos médicos arrebatarse los enfermos, hacer alquimia, murmurando el día entero de los demás, perder en las lubricidades del comercio vil las insignias caballerescas del sacerdocio. Entonces lo aferró con su garra fría el tedio y vivió con ese gran personaje sombrío en el corazón. La madre había oído después que se había ido de la casa paterna hablar mucho de su hijo; la chismografía del lugar se había apoderado de su cabeza de soñador dolorido y había hecho de él un misántropo. Era un irascible, un perdido insoportable y hasta brujo, por lo que veían filtrar tarde la luz de sus ventanas. ¿Qué importaba eso? Si ella tenía en el corazón todos los alborozos y habían en aquel cuarto como deslumbramientos de cielo, porque la cama, donde estada el enfermo podía muy bien ser aquella su cuna de la niñez, que tenía colcha de raso blanco y cortinas azules, y ella encontraría en su alma las encantadoras armonías para hacerlo dormir como entonces. Porque los muchachos suelen ser malos y se van de la casa como si eso no lo hiciera sufrir a uno -pero después, si caen enfermos, los vamos a buscar siempre, porque ellos se han llevado todas nuestras alegrías. Qué feliz era ¡Cómo le temblaba el corazón cuando él en su delirio pronunciaba su nombre... ¡Si ella lo hubiera podido despertar y mecerlo el día entero contra su pecho y abrigarle la frente herida con el calor de su seno tibio! Miraba su tez cobriza y recia, sus ojos grandes y castaños y el surco aquel de la frente tan hondo y tan movible... Ella le conversaba muchas veces en la noche tan larga, en aquel profundo silencio, partido por el tic-tac del reloj y el rechinar agudo de las carretas que venían entrando. Eran las melancólicas historias aquellas, los recuerdos inefables de los que ya no existían, que se iban desatando poco a poco y poblando de ternezas el dormitorio... la casa donde él nació, las higueras, el comedor y el padre muerto, -todo aquel mundo de inolvidable amor, que iluminó su fantasía de muchacho. Eso estaba tan atrás, allá tan en la sombra, lleno de hojas secas, extraviado en el tiempo todo su perfume... Así eran también ahora, llenos de amable delicadeza, los ritornelos en esa voz de la madre, que sonaban en aquella atmósfera fría de su cuarto como los ecos del hogar perdido. -¿Te acuerdas, Carlos, de la leyenda de Pedro de Valbuena, el negro caballero? -No, madre, no me acuerdo. -Sin embargo yo tela conté muchas veces en el comedor de casa, en las noches de invierno, al lado de la estufa, cuando eras chico. -He olvidado tantas cosas, en esta vida estúpida de fastidio. -Si tú quieres, voy a leértela, para matar las horas tan largas. -Desde que tú has venido, contestó Carlos, tengo una cosa tan dulce en el espíritu, que desearía oírte siempre. -Tanto más, repuso la vieja, en cuanto que eso tiene contigo mucho que ver. Escucha. - V - Leyenda Eran los condes de Valbuena señores de fértiles campiñas y alpestres cordilleras y Pedro, el último vástago de la noble estirpe. Tenían su castillo en lo más abrupto de la roca sobre despeñaderos, de cuyas piedras filosas cuelgan las águilas sus nidos. Por el sendero escarpado en la parda y desnuda peña, habían padres y abuelos vuelto más de una vez victoriosos de las reyertas de sangre con los vecinos y el laúd de los ministriles cantaba en heroicas silventenses las hazañas y las glorias. Su armadura de hierro tenía negro color y yelmo de visera levantada y penacho de plumaje oscuro y sobre la banda de seda roja extendida y atravesada el ala del cuervo, recamada en seda negra, emblema de su casa y colores de la dama de sus pensamientos. Su bridón de guerra, un moro robusto, solía acercarse al amo, retozando en la explanada y moviendo aquí y allá la cabeza, cuando él lo montaba, la maza colgada del arzón, escudo de luciente acero y la enorme espada al cinto con empuñadura de oro. Muchas veces, al caer la tarde, solían verlo perderse lentamente en las tortuosidades de los desfiladeros, sentando con violencia su casco sobre el fragoso sendero con retumbamientos, que morían en el báratro por donde saltan los torrentes. Iban lejos, al poniente, al feudo de Isabel, la hermosa castellana, de negra y larga cabellera, como el ala del cuervo, que vestía rojo cendal y traje largo de cola de brocato blanco y paje de oro a la rodilla, de donde colgaba el bolsillo de terciopelo azul. Fueron amores en los grandes salones del castillo, en medio de las estupefactas panoplias de los abuelos, que tuvieron la magia de los cánticos de la cítara de bronce y el perfume agreste de los líquenes de la helada cumbre y se cantó la divina poesía del coloquio de la fiereza y de la gracia, en elegantes trovas, en las mansiones señoriales de entonces. Gran tropel y rumor hubo un día en el castillo. Iban llegando los viejos escuderos del padre, que conservaban en las miradas de águila la tradición. de las feroces contiendas, la manopla de aros de hierro sobre la guardia de la espada y pajes, y halconeros y juglares de traje de malla roja y jubón grotesco, el birrete con visera en punta y soldados y siervos de la gleba. Sentada Isabel en el gran sillón de enero negro con relieve de endriagos y feroces vestiglos y arabescos extraños y espaldar altísimo, de cuyo centro surgían grabadas en escudo de oro las armas de la familia, saludaba con graciosa sonrisa al cortejo de vasallos, que desfilaba a rendirle homenaje. A su lado, de pie, las damas de su compañía y Ricardo, el rubio paje, que hacía vibrar del laúd la sinfonía estremecedora de los ecos de la montaña y narraba las leyendas intrépidas y los sombríos conciliábulos de lo conseja. Fue llegando Valbuena a paso lento en medio de la doble fila, el yelmo en la mano izquierda, la efigie hermosa varonil y de luciente azabache la ensortijada melena. Dobló sobre mullido cojín la rodilla y dijo: porque esta espada está cubierta de la hoja de encina, con que se teje al gallardo guerrero la corona, esta espada gloriosa de mis abuelos, que yo arrojo a tus pies, reina de la hermosura y de la virtud, concédeme que a tierra de Palestina llegue a redimir con mi sangre, si hubiere menester, el Santo Sepulcro de la ira musulmana... -Nunca fue albergue mi casa, ¡oh Valbuena!, de cobardes sentimientos y a mengua tendrían los dioses tutelares, que en cuadros nos contemplan, que en el castillo de Insuriz se aconsejaran jamás cosas que a caballero no correspondan. Dios proteja tus armas, Pedro mi señor, y se canten tus empresas en estrofas de inmortal epopeya. ¡Vosotros todos, dijo el caballero negro levantándose, que habéis escuchado fuertes palabras de divino labio, inclinad como yo la frente ante la majestad de Isabel, la magnánima! ¡Oh mi viejo castillo! ¡Sombras gloriosas que vagáis por corredores y patios en la noche serena del cielo, velando la verecundia inmaculada de vuestras memorias, si estáis de pie todavía, arrayanes y rosas, id arrojando por el áspero sendero por donde pasa la castellana heroica! Himnos de mi juventud, montañas de la patria mía, vientos que de gemidos llenáis el abismo donde el torrente muge, y aguas de esmeraldas que rompéis las notas de vuestras gaitas quejumbrosas en el arrecife lejano -te acompañen estos rumores de la naturaleza, excelsa criatura ¡porque eres divino celaje, mecida en el arrullo de abandonada tórtola solitaria! ¡Así tú puedas, Isabel, mientras yo combato por el honor y la fe, vivir todas tus horas entre la alegría del sol de la aurora, cuna de los mares de oro, que descienden sobre la tierra, en hilarantes haces fecundos, aquel sol, que iluminó esplendente las hazañas temerarias y las cortes de amor de nuestros abuelos! Así los bardos, que llevan la lira de la congoja salvaje a cuestas y van cantando de tierra en tierra el esplendor de los amores inmortales y los dolores del adiós, lleguen a tu castillo, dulce dueña, y te cuenten en la noche de los salones melancólicos, que el negro caballero los colores de Isabel de Insuriz en soberbias lides triunfar hiciera, este Valbuena que te da el alma hasta la muerte y sus dominios señoriales. Las notas del ángelus entraban por puertas y ventanas y, arrodillados, rezaban todos y fueron desapareciendo sus pasos férreos lejos entre la cantinela monótona de las letanías. Ya sola Isabel, se asomó al grande ajimez del centro del castillo y vio lejos desaparecer al caballero como abandonado sobre su moro, el penacho de negro plumaje, oblicuo hacia el horizonte. Pasó mucho tiempo: una tarde estaba Isabel sentada, mirando los senderos lejanos perderse en los valles y reaparecer culebreando, enhiestos otra vez en la falda le enfrente. A sus pies el paje rubio, compañero de las horas solitarias. -¿Tu crees, dijo Isabel, que volverá pronto el caballero de la negra armadura y cendal con ala de cuervo? -Yo no sé, gentil señora, pero muchos que van a Tierra Santa a pelear por la fe, a morir van. Mucho dijo de estas cosas Pedro el Ermitaño en sus predicaciones. -¿Por qué hablas así, paje? -Porque Rodrigo, el feroz castellano del barranco, ha muerto a manos de musulmanes, y los hijos de Almodivar, el viejo loco que tiene luengas las greñas e impreca como un endemoniado en los días de tormenta, han mordido el polvo también y porque además... y se detuvo Ricardo, titubeando, a mirarla. -Tú no sigues. ¡Qué cosa lúgubre te pasa por los ojos! -Nada, doña Isabel, contestó el niño; imaginaciones juveniles, que me conturban. -Pienso que si escudero fuese, yo también estaría vengando tanta inicua muerte. Esta ambición de renombre quita sueño, señora. -Yo te conozco, Ricardo: pretendes engañarme. Tú eres alegre, como la alondra que se cierne cantando lejos en la altura y como los ruiseñores, que trinan y gorjean en la maleza le la selva. Tu rostro ha tenido siempre los rayos deslumbradores del regocijo, menos hoy... ¿Qué te han contado los pastores de la comarca? Tú has ido a tomar lenguas... -Fábulas, señora; fábulas melancólicas, que ellos recogen de boca de los romeros, que vuelven de Tierra Santa con fantaseos de cuentos inverosímiles. -¿Y qué te narraron, pues? Era un juglar, Isabel, un viejo de barba de oro, ropas raídas y desvencijado laúd que recitaba en monótonos cantares como el caballero negro, indomable en sus ímpetus temerarios, la vida noble rindiera en desigual combate. ¡Qué barahúnda aquella! Y derrumbe de mazas sobre turbantes y fulgurar de curvas cimitarras con empuñaduras de rubíes y blasfemias y alaridos de muerte. Fue chisporroteo de hojas bruñidas hechas pedazos en el hierro de la coraza y el magnífico caballero, como arrasadora tormenta, derribando huestes de sarracenos. Y su penacho de plumas de cuervo, volando aquí y allá blandamente, mecidas en el ambiente, sonante de los bramidos de la batalla     y el puñal traidor, que le dividió la roja banda y el ala negra, mientras sus brazos caían adelante para ceñir el pescuezo del moro. Entonces el corcel estremeció los valles con su relinchar iracundo y precipitó su cuerpo en el torbellino de la carrera. Tú ves, Isabel, cómo estas hazañas, cantadas por el juglar, están fuera de lo humano y son fábulas y leyenda. -No debe ser tal, contestó entristecida la castellana de Insuriz, porque los valerosos son los primeros que mueren en las batallas. Se arrodilló a orar y sus rezos se perdieron con los quejidos del Ave María. Era el momento en que el sol se esconde detrás de la última abra, en el desfiladero más lejano, y en que salen de los valles las brumas tristísimas del Ángelus; la hora de la plegaria, cuando las cosas sosegadas de la naturaleza han perdido vivacidad, cánticos y color. Suenan en la profunda quietud de la dilatada campiña los tañidos plañideros, que mueren lejos en la garganta de la montaña estéril y triste, debajo del cielo de indefinido color... Entonces vienen los heraldos de la noche, como pueblos innumerables a desplegar en silencio en el espacio sus enormes banderas, que tienen para el ojo humano transparencias cenicientas que flotan y van y vienen. Las auras cansadas de volar libando néctares de las margaritas del prado, se quedan dormidas en las cavernas del monte y los pájaros se esconden debajo de las ramas, que pierden sus intersticios luminosos y los torrentes ahogan sus rumores en el pedregal de su cauce. A esa hora vuelven también los labradores del trabajo, la azada al hombro y la campana que vuelca su copa arriba y abajo los sorprende en el medio del campo con sus vibraciones argentinas... Se arrodillan con el sombrero en la mano un gran rato, mientras en el occidente hay todavía una franja, que tiene el color desvanecido, de las rosas pálidas y detrás se levanta como esfinge siniestra la superficie extendida de las sombras. Volvió Valbuena a su castillo, después de mucho tiempo, una noche de invierno en que largos copos de nieve venían cayendo por la atmósfera quieta como alas cándidas de muertas palomas. Empezó a subir la cuesta con sandalias y bordón de peregrino, helados los pies que se hundían en la crujiente y húmeda escarpa. Miraba las faldas de las montañas blancas de aquella triste mortaja y los árboles, que pretendían sus ramas, cubiertas de las frías cristalizaciones. No se oía en aquel silencio, sino sus pasos y los borbotones del torrente descendiendo a saltos. Era una de esas noches, en que la luna atraviesa asimismo las densas capas de nubes grises e inunda la campaña de tenues claridades, aunque su disco apenas puede distinguirse detrás de la inmensa bóveda cenicienta. Veía aquí y allá la mancha negra de la cabaña de los pastores de su feudo, de techos blanqueando en la atrevida línea oblicua. Apareció al fin enfrente la enorme zona oscura de su castillo con almenas y torreones y flechas agudas y altas de minarete. Llegó al foso y se detuvo: nadie había levantado a esas horas el puente levadizo, ni la esquila del cuerno de caza había dado aviso de la llegada de un caballero, ni había guerreros para recibir al huésped según sus merecimientos. Entró en la oscura boca del zaguán con tinieblas y oscuridades de subterráneo y pasó por cuartos y corredores... Silencio. Cruzó los patios blancos y llegó al gran comedor, donde siempre lo esperaba la roja y amplia lumbre de la chimenea en sus días ateridos. Ni fuego, ni voces humanas. Todo era silencio tétrico. Subió escaleras, entró en los torreones, cubiertas las paredes de musgo en verdes tapices y dio voces estentóreas, que se desvanecieron eco tras eco, mientras seguían bamboleándose en el aire y cayendo largos y silenciosos a millares los copos de nieve. Llegó al fin a la gran sala del castillo, donde estaban alineadas las armaduras de hierro de los abuelos. Allí entró su espíritu en los ensueños tenebrosos de la desesperanza y se sentó resuelto a dejarse morir. Aquel silencio era el luto que sus dominios vestían por la sublime criatura fenecida, la dueña heroica de Inzuris y aquel hondo sosiego tenía todos los soliloquios del rezo funerario. A poco de estar allí, empezó a sentir en aquella lobreguez como leves chillidos, rechinamientos y choques metálicos y crujidos sordos, como de articulaciones de hierro que se desplegaran y ruidos de pasos cautelosos a un lado y otro. Después vio, que las panoplias se iban moviendo con caminar de rítmicos estampidos, como si fueran marchando a compás de invisible y misteriosa música y sentía claramente, que pasaban cerca de su persona y le decían cosas como susurros de enigmas. ¡Qué hondos pesares lo invadieron: el hastío entró con sus garfios a rasgarle el corazón! ¡Qué miserable y bellaca existencia la suya! ¡Qué vacío profundo y qué helada sordomudez tenían todas aquellas memorias! Cuando él venía subiendo la cuesta, encontraba gentes mustias que se retiraban de su presencia y cuando, tomando del brazo a uno de esos fugitivos, quiso lenguaje de verdad, oh señor, le contestaron, ¿que no sabéis? Ha muerto en las torturas del abandono de amor la castellana de Inzuris y todos los lugareños cantan la leyenda elegiaca y las gentes de vuestra casa al feudo de Isabel partieron... Sacó su espada Valbuena y hubiérase dado muerte a no haber las panoplias levantado voces y rumores tumultuarios. Mejor era no haber nacido, Pedro, gritaban los abuelos de hierro, o haber muerto a heridas de yatagán infiel en Tierra Santa. Cobardía no usaron jamás los condes valerosos de Valbuena, ni sagrilegio, ignominia o mengua contemplaron las paredes vetustas de esta morada. ¡Anda, mal caballero! Se acabará contigo tu casa y la historia de muchos siglos de gestas y de renombre. Muere: eso es mejor, que tener en vida dolorosa brega o poblar otra vez las calladas cortes del castillo de gritos y cantos infantiles. Echa de esta manera lodo y baldones sobre los sacrificios y la sangre derramada por los abuelos, para darte casa y prosapia. Muere: te has quedado solo; de todas maneras no rehagas el hogar moribundo de tus padres. Estos viejos huirán para siempre la deshonrada mansión, páramo yerto, donde no flotan siquiera, como hebras de luz, las rubias cabelleras de los niños, ni hay castellanas altivas, hermosura de la casa, virtud, gracia y ornamento. -Pero la muerta Isabel, rugió el caballero levantando amenazador la espada, ¿quién me devuelve, genios airados de mi castillo glorioso, la celestial criatura? ¿Este silencio, que me perturba la inteligencia, no es acaso silencio de muerte? La voz corrió, contestaron las panoplias solemnes, que Isabel, de letal morbo afectada y próxima al descanso eterno, al confesor pidiera ver tus viejos escuderos y tus siervos. Estos partieron en la madrugada. -Un caballero, de extraño continente y ademán descompuesto, quiere gracia obtener de ser traído a vuestra presencia, oh señora. -¿Su nombre? Dijo Isabel, con su voz débil de enferma. -Que en las batallas de Palestina lo había hecho inmortal, contestó. -¿Y sus armas? -Sobre negra casaca la cruz de la guerra santa. -Y dime, Ricardo, ¿sobre el escudo, acaso, no traía roja banda? -Como si luto vistiera, no trae colores ni emblema. -Yo no quiero que ese caballero entre... Dile que gracias le mando por su cortesía... que esta moribunda sus hijos bendice... Tú ves, paje, lo que pasa... el otro día al lado de este fuego, aquí en el aire tibio del comedor de mis padres, un trovador cantó las estrofas de la esperanza y la alondra delante de mis ojos levantaba tan alto el vuelo, lo que dicen que trae la buenaventura. Y, sin embargo, yo no lo veré más a mi glorioso señor. -Pero ese caballero, este bolsillo de terciopelo me entregaba, contestó el paje... Reliquias son, me dijo, de un compañero de armas, herido en Tierra Santa. De rodillas delante de ella lo abrirás, y me despidió casi con voz sollozante. Alto, la tez tostada, en la puerta apareció Valbuena, mientras Ricardo sacaba del bolsillo la roja banda y el ala negra del cuervo, dividida por yatagán sarraceno. Se acercó lentamente con los brazos rígidos, temblando dentro de aquel mundo de sus adoraciones inmortales. -¡Oh contristada flor de la montaña, dijo el caballero, que tienes el color de las nieves y fríos pétalos, pálida visión de mis noches solitarias de Tierra Santa! ¡Alma criatura, que has perdido gota a gota tu sangre en las horas de dolor!... -Gracias sean dadas, Valbuena, al Dios de los ejércitos, que otra vez hasta aquí te ha conducido, contestó Isabel. -Yo beso tu mano de mármol, ¡oh divina mártir! Y así entren en tus dominios los tepores primaverales y resurjan en tu pálida efigie los colores de la vida. -¿Por qué tanto tiempo glorioso señor, sin llegar a mi abandonado castillo? -Estas heridas, enfermo mi cuerpo tuvieron, frágil y moribundo. -¡Ay! Sollozó Isabel, no mentía el juglar de la barba de oro. La noticia de tu desventura las fibras de mi alma rompieron y poco a poco este cuerpo fue cayendo, hasta el borde del sepulcro. No, tú vivirás, contestó el caballero. Pronto la nieve disuelta hará que los picachos tengan su pardo color y en los senderos de la montaña bordes habrá de flores cubiertos y crecerán en el prado las yerbas silvestres, que derraman en el ambiente exquisitos perfumes. Así fue: los senderos de la montaña los vieron otra vez caminar del brazo y las auras tibias despertaron la vida en la juvenil pareja enamorada y alondras y ruiseñores saludaron los admirables coloquios con su eterno cantar. Una noche Eros paradisiaca entró en el dormitorio de Isabel con su cuerpo extraño de alabastro y sobre su traje de novia colocó rojo cendal y negros azahares que recamaban en el brocato las alas extendidas del cuervo y... después las cortes del castillo de Valbuena resonaron de cánticos y de gritos infantiles y flotaron negras cabelleras y fue apellido de larga y gloriosa historia. - VI - Corolarios En ese momento los dos leían, la mejilla cerca de la mejilla, mientras la vieja hacia resbalar el índice debajo de las últimas líneas de la leyenda y la luz azulada se difundía sobre sus rostros fijos en el cuento maravilloso. Era uno de esos libros de papel áspero y granujiento, veteado de manchas amarillentas, encuadernado en la tapa de cera de pergamino, con hojas corroídas aquí y allá... libros viejos que van desapareciendo, como los monumentos a quienes el tiempo lima las aristas y borra a trechos las inscripciones y ennegrece el mármol. -¿Tú crees entonces, empezó Carlos, que no hay vida posible, si no se rehace el hogar paterno? -Sí, creo. -¡Y que es necesario que haya muchachos incómodos, que llenen la casa de ruidos, como dicen los abuelos aquellos! -¡Incómodos los niños ajenos, contestó la vieja, los propios nunca! -De acuerdo: pero tú no piensas, madre, que los tiempos han cambiado, y las castellanas del día, se mueren de amor, casándose con otro... A veces... Yo he visto, pobres mártires, que llevan a cuestas la cruz del abandono y la riegan con lágrimas, que no se ven, esas que se derraman para dentro y caen gota a gota a horadar el corazón. -Rara avis, vieja, muy rara, repuso Méndez... -No tanto como tú crees. Has vivido muy poco y metido demasiado en ti mismo... yo te aseguro que en el mundo hay más virtud de lo que Vds. se imaginan. Hablo en plural, porque conozco toda una generación de indecisos, que piensan que pueden estar solos y justifican la vida estéril, murmurando de la de la mujer, como de traste viejo. Encuentran al fin una, a quien quieren y de ella se avergüenzan y tienen niños, a quienes no se atreven a dar su apellido. Se les ve caminar agazapados contra la pared, mirando para atrás y meterse a hurtadillas en el silencio de la media noche a visitar su familia -esa que los demás arrojan a la calle en la luz plena... -¿Y quién te ha dicho todo esto? -preguntó Carlos, que sentía su espíritu y el mundo de su inteligencia derrumbarse ante la palabra serena y triste de la madre. -Aquí te esperaba, dijo la vieja sonriéndose: tú eres también de los que piensan, que se puede vivir cuarenta años, sin salir del limbo y que cada familia que va desapareciendo en la muerte, no deja un caudal de enseñanza, porque estas viejas a quienes ustedes conmiseran y asisten al desfile sombrío, no han salido de sus ingenuidades infantiles. ¡Ah! ¡Pobres muchachos, enfermos de la imaginación dolorosa, que pretenden torcer la lógica de la existencia, en pos de engañadoras quimeras y que leen demasiado los libros de otros enfermos!... Así van después caminando y entran cada vez más en la helada filosofía de las desesperaciones sin consuelo, para morir solos y abandonados, sin que haya nadie que lleve flores a sus sepulcros el día de los muertos. Y con los brazos de temblores rodeó el cuello del hijo y lo miraba, abrazándolo fuerte como si alguien estuviera en la sombra acechando para arrebatárselo. -No, madre, dijo Méndez, yo no quiero hacerte sufrir. Tus congojas me hacen mal. -Yo tiemblo, Carlos, pero no por ti solo, por todos esos hermanos tuyos, que de repente abandonan el hogar y los padres y tienen grima atroz que los tortura... Si ellos supieran, que este libro de la vejez, que tiene hondas arrugas, está escrito con las cosas marchitas y mustias que uno va encontrando en el camino desventurado y que los hijos graban en las últimas páginas blancas el epitafio lapidario... -¡Oh, santa y divina! Gritó Carlos, estrechándola contra su corazón... -Porque es así. Cada hijo empieza y cierra un capítulo y allí descansa uno, como el caminante al lado de la piedra miliaria; pero si los hijos se van, se llena de lágrimas la copa de alabastro de nuestras almas, que tiene diafanidades de cristal y que van cayendo y tañendo las armonías de la misma romanza que nos habla siempre del hijo, que está lejos. Y después, ¿sabes tú lo que sucede? Continuaba la vieja transfigurada, tomando al hijo de las manos y mirándolo cerquita; sucede, que cuando no hay un hogar escondido, caminan los hombres a los cincuenta años sin rumbo y de noche nunca les llega la hora de la retirada. La casa está fría y sola, y en invierno, cuando ellos sienten la necesidad temprana del calor de la cama, cuando cae la lluvia helada y frecuente y hace cantar los vidrios con su monótono tamborileo y zumba el viento afuera, y es tan delicioso sentir su propio cuerpo rodeado de las perezas cariñosas de nuestras casas... Oh, cómo piensan entonces, que serían felices, si hubieran muchachos altos y delgados, que prendieran las astillas del espinillo estridente en la chimenea del tibio comedor y niñas de grandes ojos azules, leyéndole las historias suavemente ideales del tiempo viejo... Y después está el café, que los atrae, el club que los llama, la orgía que pagan para que otros se diviertan y ellos no pueden ir, porque tienen frío y están achacosos. Entonces entran a la cama y llega el sirviente que está borracho del vino, que roba de la bodega... ese es él, que les sirve el té de la noche, que ellos no duermen, la noche interminable, donde no se oye más ruido que los golpes secos y sordos de la tos, que les fractura el pecho, exasperada en las oscuridades solitarias. Y la escarcha sube y hiela las rodillas y se siente que la sangre se va deteniendo y cualquier día es bueno para morirse solos, sin que haya, quien se arrodille y rece y llore, cuando nos traen la eucaristía... porque yo he visto a esos otros viejos, que han adquirido el derecho de morir como justos, levantar tan alta y solemne la cabeza en ese momento en medio de los hijos arrodillados y sollozantes... -Pero ¡¿dónde está, oh, mi madre santa la castellana de Insuris?! Eso no se plasma con el barro de la calle, interrumpió Carlos. Es necesario encontrarla, tenerla en el corazón y vivirla... Esos tiempos han muerto para siempre. ¿Dónde están los bardos que cantan de tierra en tierra el esplendor de los amores inmortales? ¿Sabes tú lo que hacen hoy? Cantan la blasfemia. -Ya lo sé. -Y pretenden resignar en santuario extranjero el yo intelectual de todo un pueblo, la efigie deslumbradora, que nos tipifica y nos separa de los demás y todas las maravillas de los orbes de luz, que pueblan e iluminan este espacio que es nuestro y la inmensa sábana verde y el cielo azul que se derrumba a pique, que son nuestros y de nadie más. Porque Méndez era así: tenía sus cuartos de hora impetuosos, en que se movía su tez y el surco de su frente como si lo cruzaran relámpagos. Su palabra se desenvolvía irritada en atroz sarcasmo y agitando la mano derecha, como quien arroja anatemas, estigmatizaba todos los vasallajes. Creía que los pueblos iban fatalmente a la creación de su propio idioma, los pueblos que tenían tradiciones gloriosas y confines de baluartes alzados hasta el cielo enfrente de las razas conquistadoras y ríos que achatan hasta el horizonte la superficie de plomo movediza en el vaivén sempiterno del oleaje. Yo quiero con esto significarte, continuó Méndez, que hay muchas necesidades hoy, intereses sórdidos tal vez; no entro a juzgar; pero seguramente existe una manera especial de apreciar la vida, que nos aleja de la lira Imaginativa de la edad media. No son los tiempos, que han cambiado: es que ustedes han perdido la ingenuidad, continuaba la madre, en su cavilación estéril y sempiterna y han roto el divino instrumento del espíritu en el choque inerte de todas las desconfianzas. No son hombres: no tienen voluntad y no aman, porque para eso es necesario tener niñerías y fe y abandonos en la suprema dulzura. Son los negros caballeros, que han perdido la virtud del creyente y que ya no vuelven de Tierra Santa. Esas son leyendas, mi madre, que tienen la melancólica semblanza de los siglos muertos, y se echan a través de la existencia desastrada y despiertan en el espíritu el anhelo inmortal de vivirlas con sus amores y sus heroísmos; pero la vida es otra. Es trivial y desolada y achatan los cánticos que germinan gloriosos en la inteligencia. -Porque Vds. filósofos de la desesperación, alejan de sí las flores de la dicha, seguía la madre, y rechazan el regocijo que las enamoradas de veinte años les presentan. Y mientras graban cada día una nota agria del epitafio suicida, ellas a la tarde, las suaves criaturas riegan los prados de violetas y heliotropos, con la cruz del abandono a cuestas y quedan así pensativas un gran rato, rezando por los que las hacen sufrir... y se levantó la vieja para retirarse. Era la media noche: el reloj tañendo a intervalos iguales las notas argentinas de la hora, partía el silencio del dormitorio y de toda aquella lóbrega naturaleza, que dormía afuera. La madre envuelta en el triángulo del chal de espumilla con relieve de negras rosas y mórbido fleco, caminaba acompañada paso a paso por aquellos sonidos, pero Carlos extendiendo su mano derecha y resbalando hasta los pies de la cama, alcanzó a tomar con las palmas suavemente aquella blanca cabeza de sesenta años. -No te vayas, le gritó, yo te voy a decir de Dolores del Río, porque es a ella a quien tú te has referido en tus últimas palabras. -Ya lo sé, Carlos; no va a ser la tuya una historia de amor, como la de Isabel de Inzuris, sino leyenda de orgullo, que retoba y oculta la nativa generosidad de tu espíritu. -No, madre, yo te voy a contar todo, para que tú veas, que he tenido razón. Yo había traído hasta acá adentro, a su espíritu, ¿ves? Y se apretaba el corazón con su mano en garra, -yo era dueño de todo ese esplendor... mi casa se había llenado de todos los júbilos... pero una noche en un baile, como te cuento, pongo a Dios por testigo, le apreté de tal manera la muñeca, que se dejó caer pálida sobre una silla... ya hace dos años... un momento antes yo le había regalado un ramo de violetas y ella me contestó que éramos muy jóvenes todavía y que yo estaba loco y que no debía pensar en casarme... Yo me acuerdo bien; porque esa noche vestía un traje de seda celeste y escote de encajes y tenía un cinturón de moaré blanco con aguas de nácar, que se movían en la luz... Sus ojos tenían el azul oscuro del cielo de la noche y su efigie de mármol parecía cosa de alegría celestial. Así yo me fui a mi casa con un gran luto en el corazón y me venían acompañando, como con susurros las hebras negras de su cabellera abundosa y todas aquellas músicas y los rumores del sarao esplendente y yo tenía como abrojos que me raspaban el pecho y una cosa tonta, que me aturdía la inteligencia... Yo recuerdo que caí sobre la cama y escondí la cabeza bárbara dentro de las almohadas y lloré, lloré con un sollozo de adentro que me fracturaba las costillas y que no se acababa nunca. Así se ve a veces los rayos del sol de verano rajar la tierra árida y los arbustos doblegar sus hojas mustias debajo del incendio, mientras las flores dejan caer lánguida sobre el gajo la corola ardida y en la desolada estepa el silencio y las tristezas de aquella inmensa hoguera... y el que observa más tiempo ve desaparecer arrugadas las flores y las hojas y perderse las yerbas del prado y sobre la tierra blanca, endurecida y desnuda, caminar apresuradas las hormigas formando doble línea quebrada y negra, mientras pasan saludándose las unas a las otras y siguen la marcha interminable... Después cae por mucho tiempo la lluvia abundante y cristalina, que infiltra, ablanda y ennegrece la tierra y se esparce por todas partes un vaho húmedo de deliciosa frescura. Los pétalos resurgen y se avivan; los colores reaparecen; el prado cargado de semillas brota otra vez y se cubre de los hilos chatos y filosos de la yerba verde y por el ambiente corren por todas partes a miríadas los átomos de invisible perfume. Así el llanto a veces, de clemente piedad, llena el espíritu, -el llanto formidable en la oscura noche, que no tiene testigos y aplaca y endulza la pasión enloquecida y los amores desaparecen casi, detrás de nosotros en la vaga penumbra de las reminiscencias. - VII - Dolores del Río Esa noche fría del baile estaba el dormitorio de Dolores iluminado por una pequeña lámpara que difundía penumbras azuladas a través de la pantalla de seda. Aparecía la cama en el centro, como una zona larga de negra y luciente madera, alto el espaldar y la curva, que lo terminaba, tallada en artísticos relieves de hojas y flores, y extendida la verde colcha de raso. En los espejos del tocador y ropero, allá en el fondo, se veía la imagen luminosa de la lámpara, cuya copa de plata blanqueaba brillante sobre el negro mármol de la mesa de noche, jaspeado de vetas y bizarras figuras de nácar. Pendía sobre la cabecera el dosel y colgaba el cortinaje elegante de un solo costado recogido abajo en un moño gracioso y abollonado, mientras del otro costado, se erguía augusto y derecho el reclinatorio -el almohadón de terciopelo arriba, cariñoso en la superficie cuadrada del verdinegro color y enfrente colgado de la pared el crucifijo de ónix. Pero lo que llamaba la atención en aquel dormitorio era un gran cuadro de marco de bronce, singular en sus caprichosos arabescos. Era una parda cruz de gruesa y cuadrada piedra, destilando humedades salinas sobre la cumbre de escarpada rompiente, flagelada por la borrasca embravecida, espumoso el oleaje gigantesco. Abrazada del pedestal, colgante el cuerpo en las aguas revueltas y salvada del naufragio eterno, la blanca y semidesnuda pecadora, la cabellera rubia de oro muerto crujiente y sedosa en el estallido crepitante de las espumas albas del mar... Llegó Dolores muy tarde en la noche -los ojos grandes y oscuros de apagada lumbre, suavísimos y húmedos de azabache y hecho de gentil delicadeza el óvalo del semblante pálido y perfecto. Estuvo un rato, como absorta mirando las paredes, tapizadas de lampás rosado y los anchos pliegues rígidos del techo mientras dejaba, sobre el sofá de terciopelo granate, la capa larga de paño blanco y en la guantera de cristal de dorados bordes, arreglaba los guantes de piel de Suecia largos y angostos en su color madera y movía al rato su cuerpo alto, negra la espalda de la voluminosa y ondulante cabellera... Sentada después en la orilla de la cama, desabrochó el corpiño, que tenía pintado a mano en la tersura del raso maravilloso ramo de lilas y sus manos fueron cayendo abandonadas y como inertes a lo largo de la falda cubierta de encajes y más allá de la blanquísima urdimbre de filigrana, se veían adelante dos caireles de rosas vellosas, que descendían hasta el ruedo... Quiso rezar y arrodillada en el reclinatorio, volvió a su memoria entristecida toda aquella escena del baile, que le había herido el corazón de muerte... porque Carlos era malo y no debió nunca cerrarle el brazo con enojos en la mirada, ni decirle las frases sarcásticas. Después se acercó lentamente a la cama y se acostó así vestida, mirando aquel cuadro y los cabellos rubios de esa mujer, salvada del naufragio eterno, hundida en el almohadón cuadrado, sobre el terciopelo negro de su cabellera suelta, ¡espléndida la efigie de mármol y melancólica el alma, sollozante por la desventura del injusto abandono! ¡Cuántas de vosotras, elegantes criaturas, que camináis el sendero floreciente de la vida, en medio de los festivales de luz y de corolas, ebúrneo el brazo desnudo y el escote, cuántas llegáis en las madrugadas a los dormitorios iluminados, con la garra de la pesadumbre en el pecho y las amarguras de la pasión escarnecida!... Se durmió después... Soñaba que todas las visiones que flotaban en aquel ambiente enamorado, habían perdido las alegrías frescas. Hacía frío en su cuarto a pesar del abrigo de los cortinados y de las alfombras, el frío de muerte que arruga la piel y hace doler el corazón... como sucede, cuando se hace pedazos y se oscurece la luz, que ilumina los panoramas acariciados con esperanzas y plegarias en los soliloquios de la mente -esas vastas naturalezas, pobladas de fantasmas angélicos, que cantan la égloga y el idilio, danzando carolas alrededor de las cunas soñadas. ¡Qué poemas cruzaban su inteligencia en aquel agitado dormir!... El dúo que se canta de lejos y los rayos de las pupilas, que se encuentran en el aire sereno y diáfano, los rayos que llevan en su seno titilar de almas... ¡Santo! ¡Santo! Echan a vuelo las campanas, porque las glorias del cielo circundan las sensitivas enamoradas y hay auroras y soles y primaveras, que tiemblan por el cruzar turbulento de la divina sinfonía. Yo riego los prados todas las tardes, allí donde crece la diamela, porque quiero mandarle en una bandeja de plata flores, que tengan pétalos blancos. Tan sombrío... porque la lucha le ha grabado un surco en la frente; pero yo tengo alegrías de ángeles y todas las serenidades azules del cielo en mi alma. ¡Ven conmigo dentro de estas aureolas, Carlos! Yo te tomo la cabeza y te beso y lloro y tengo los ojos contentos, detrás de las lágrimas. No vas a decirlo... yo estoy herida... escucha cómo se queja la tórtola, que me da picotones, tubando dentro del pecho. ¡Santo! ¡Santo! Porque las campanas tocan el Ángelus, la melancólica trova de amor, porque yo rezo y cubro de flores a tu retrato, ese que guardo en turíbulo de oro... -¿Te acuerdas, aquella noche de estío? Los mansos canales del Tigre y las costas verdes y opulentas de vegetación y los sauzales, que arrojan las hebras largas en las aguas oscuras y los remeros bogando en el silencio de aquella naturaleza tenebrosa y cruzar de luciérnagas luminosas con arrullos de arpas lejanas y perdidas en las sombras, vibrando endechas inmortales... Porque Dios es bueno y deja caer fragmentos de celajes sobre la tierra para los que aman; por eso nos decíamos de cerca todos los cánticos divinales y yo sentía en el corazón tu voz, como dulcísima esquila, temblando, repetirme los ritmos de la pasión enamorada. Te acuerdas cómo pasaba la luz fugitiva de las casas debajo de nuestra canoa y cómo quedan detrás ondulando los reflejos. Tú me decías: yo iría contigo, Dolores, en pos del esplendor de los astros, envuelto en la paz serena de tu espíritu, porque tú eres angelical en el seno tranquilo de este escondido rincón del Paraíso. -Escucha, Carlos. Las melodías de la noche llegan en la brisa leve, que corre saturada de húmedos perfumes y los deliciosos arpegios suenan en los comedores felices. ¿Ves? Pasa la mancha oscura de un palacio rodeada del tupido ramaje, como una enorme cosa de luto, salpicada de chorros de luz. ¡Oh! ¡Las penumbras amables que defienden las cunas de los ardores del sol! -Como la sombra de tu negra y larga cabellera y la lumbre suavísima de tus ojos mitigan las visiones tormentosas del espíritu. Yo te amo, Dolores... he dicho al fin la divina palabra. Yo me acuesto en esta pasión, buscando, como en el seno de mi madre, la lluvia de rocío blando, que baña la frente con el murmullo quieto de los besos. -Pasan cantando, Carlos... Son felices. Parece un coro y dicen los versos, que tiemblan en el ambiente, con susurros de aguas y hamacarse de canoas, que se deslizan... -¡Sí, alma divina! ¿Sabes tú lo que narran? -¡Oh, no! Ya están muy lejos... se han desvanecido en la sombra. -Narran leyendas y entregan a la guitarra melancólica los poemas del sentimiento. ¿Sientes, Dolores, las fragancias de la madreselva? -¡No, no! Tú te acercas demasiado a la costa verde con la canoa. Yo tengo miedo, que las ramas sollozantes me lastimen el rostro. ¿Qué es esta flor que he arrancado flotante en las aguas oscuras? -¡A ver, alma divina! Esta es la flor del seibo, que adorna la ribera por todas partes... Son los rubíes de la enmarañada y verde maleza, que dicen sus amores a los bosques infinitos de juncales, esas líneas negras, allí paraditas y rígidas, que reciben la sombra corpulenta de los sauces. -¿Porqué nos detenemos? -Son camalotes, Dolores, que traen festones y hojas de calas y panojas de flores azules, que besan la proa de la barca y se buscan entre ellos en su nadar lento y silencioso. ¿Qué son esos gigantes negros que avanzan allá lejos? -Son los álamos que tocan las estrellas con las copas y se tuercen y se abaten en los días de tormenta, zumbando las hojas. -¡Oh, la divina naturaleza donde cantan los zorzales escondidos y tejen los benteveos el nido de sus amores! ¡Cómo pasan las luciérnagas luminosas, como astros perdidos en la noche oscura y cómo zumban los grillos! ¡Dios mío! Tú has abandonado los remos, Carlos... los he sentido tocar la popa... Yo tengo miedo... Qué pequeña es la barca y qué chicos somos debajo de esta inmensidad celeste, con toda la muchedumbre innumerable de soles luminosos. -Somos pequeños... pero Dios hizo la pasión más grande, que sus creaciones. Deja, Dolores, que la sublime majestad de la noche envuelva la canoa y la arrebate consigo la tormenta, que ya empieza. -El canal se abre, ¡qué aterradora negrura! Yo voy a rezar, porque la plegaria es suavísima, como la bondad de la mirada de Dios. -Reza, si tú quieres, mientras la corriente nos lleva a fracturarnos contra las murallas lóbregas del cielo. -Vuela la barca... Detenla por las lágrimas de tu madre... Las costas desaparecen y las luces de las casas se han transformado en vislumbres, que aletean, como si quisieran apagarse. -¡Eh! ¡No, nunca! Porque yo he perdido las sonrisas y tengo la mueca horrible... ¡Nunca! Porque las alegrías de mi alma las ha cubierto la vida con el manto de esta noche infinita. Yo quiero morir contigo dentro de este nubarrón de tinieblas. Tú ves lo que pasa... ¡las estrellas han disparado del cielo y llegan las rachas violentas: las olas se agitan, la canoa salta enloquecida de cresta a cresta y cruje como si quisiera hacerse pedazos! -¡Piedad! Toma los remos y volvamos a las orillas mansas. No te muevas, haces tambalear la barca... -Yo me acerco a ti, Dolores, mientras corremos por las oscuridades del río de luto y vamos a entrar en la zona de los relámpagos... -¡Qué frío estás! -Ya tengo las manos muertas... déjame, que toque siquiera tu traje blanco de raso y me las abrigue... Yo quiero descansar mi cabeza sobre tu pecho para que tú me beses así... así... -¡Dios mío de misericordia! Hemos entrado en las nubes del cielo y nos precipitan lejos en las hondonadas de las aguas profundas... Mira cómo se parten y se nos vienen encima las montañas de las aguas del río malo... Yo me siento morir... -¡Sí, Dolores! ¡Muere, muere! Yo te voy a mirar así estirada y rígida en el fondo de la barca -como estatua de nácar, blanqueando luminosa entre las oscuridades de la tormenta. -Adiós, Carlos. Mi cuerpo se seca en el hielo moribundo; adiós mis amores juveniles, mis muertos amores... -¡Qué hermosa eres! ¡Ángel celeste que tienes el rostro blanco, cincelado en el mármol de tus carnes por divino artista! ¡Oh, Dolores! ¡Que te has dormido para siempre! Cómo beso de rodillas tus labios, que ya no se mueven y cómo veo, en el fulgurar del cielo irritado, tus ojos negros y grandes y abiertos en la tranquila contemplación de los horrores de estas soledades vastas... Qué linda y hecha de negra espumilla, tu cabellera, cuyas hebras suavísimas me acarician el rostro, calentado por los incendios bruscos de esta negra y sobresaltada caverna y azotado por el látigo del ciclón iracundo. Cómo descansas, dentro de la paz infinita, con tus manos de alabastro reposando a lo largo del cuerpo... ¡Yerta! ¡Sublime mártir! ¡Cómo tiemblo aquí al lado tuyo! ¡Luz y candor de mi alma solitaria! ¡Envuelto asimismo por el perfume delicioso y frío de tu muerta persona! ¡Quiero perecer yo también en este supremo desgarramiento y que me fulminen las centellas del cielo con sus atronadoras reverberaciones y me sacudan las bruscas pavuras de la noche y los saltos de las tormentas arremolinadas en los vértigos oscuros, porque yo soy el réprobo, que abrazo este cuerpo de mármol adorado, que tiene el corazón cubierto por los crespones allí tejidos por mi sombría inteligencia! Yo me acuesto para siempre a tu lado en la cavidad de esta cripta que se bambolea, entre las nenias del huracán, como una cuna enloquecida... ¡Flores del ceibo, rojas flores de terciopelo, que venís adornando el ataúd flotante, que llega a los canales con la marejada cenicienta y turbia en la mañanita fresca, corolas celestes de los verdes camalotes y sombra mansa de los sauzales, que protegéis del sol a la canoa funeraria!... cómo se inclinan rezando todas estas maravillas, y cómo se doblan los juncos verdinegros para saludarlos. ¡Qué gorjeos, y qué cánticos de dulzura infinita, qué admirables sinfonías de la verde espesura y qué gritos de los matorrales, tripudiantes en el éxtasis de la vida, acompañan el lento nadar de la barca!... A ella misma le decían los isleños que tienen la tez de bronce, que en la tormenta nocturna, habían muerto Carlos y Dolores y que ellos habían visto pasar los cuerpos rígidos en la canoa de cedro. Se despertó Dolores con el sol alto y los ojos llenos de lágrimas, abatida por la pesadilla dolorosa... y vio sobre la mesa de noche una carta, cuyos bordes tenían ribete negro. La abrió y vio la firma, mientras una lluvia de pétalos cenicientos y secos cayeron sobre su pecho desnudo. De pie ya y con la carta desplegada en la mano temblorosa, empezó a vagar por el cuarto, sin leerla de miedo de aquel luto y su rostro se cubrió de las sombrías arrugas de las corolas mustias, mientras el sol del invierno llenaba de alegrías calientes el señorial dormitorio, deslizándose sus rayos entre los encajes aéreos y juguetones de su vestido largo de baile... Decía la carta... «Con este lapicero de oro que yo le devuelvo, escribo a V. las últimas palabras. En adelante lo usaré de acero, con que se gravan las resoluciones irrevocables. Le mando también esas flores, que no han tenido casi tiempo de secarse. Han durado sin embargo lo necesario para convencerme, que habían sido regaladas por el cariño mentido. Mejor: volveré otra vez a entrar dentro de los panoramas de mi corazón, donde tengo el derecho de viajar solo y no saldré más de ellos, para no entregarle a nadie ni una sola de sus palpitaciones. Esos regalos míos, que Vd. tiene, hágalos ceniza o lo que Vd. desee... pero fíjese, que guardados en sus roperos, habrán empezado desde hoy a ser cosas, habiendo sido antes perfumes y éter sutil y vibraciones enamoradas del espíritu... Sea Vd. feliz... me parece que no le podría augurar nada pero... consiguiéndolo, habría entrado Vd. en la más supina vulgaridad.- Carlos Méndez .» Dolores, con la carta abierta en la mano, se quedó tonta, como si un peso enorme se hubiera precipitado brusco sobre su cabeza, mientras los pétalos secos se habían ido desparramando en silencio sobre las alfombras. Sin saber cómo, se encontró cerca del ropero, extendió el brazo y sacó el cofre esmaltado en elegante mosaico. Dio vuelta la llavecita y miró adentro, sobre terciopelo azul, el relicario de oro muerto y solitario en el centro, que guardaba las primeras flores secas dadas y recibidas y la piocha de estrellas luminosas, moviéndose sobre el dorado resorte con temblores de chispas, que él le había regalado el día de su santo y el collar con hileras de perlas ovaladas de lucientes y blancas opacidades y ramos marchitos exhalando el perfume agreste del heno. Pero ella vio también lo que se había desvanecido para siempre: las estrofas escritas y recitadas en los íntimos y enamorados coloquios y esplendores de naturalezas contempladas del brazo y oyó susurros de plegarias castas y cánticos de inmortales esperanzas y vio todo ese mundo de almas pensativas, eslabonadas con cintillos de diamantes, ese mundo vivido y adorado, que tenía fechas y besos de sus labios y que ella había calentado tanto tiempo en los amores de su corazón. ¡Adiós, congojas de los cariños fenecidos para siempre! Sobre papel de seda fue disponiendo en silencio, solitaria siempre, los estuches de alhajas y los ramos de flores; pero cuando tomó de su pecho el ramo de violetas, que Méndez le había regalado la noche del baile, sintió como abrirse la fuente cristalina de sus lágrimas que cayeron a empapar aquellos recuerdos. Hizo con ellos un montoncito, que contuvo con vueltas de una cinta ancha y celeste, y como si temiera que fueran profanados, caminó ella misma hacia la verja con la efigie tristísima, inclinada sobre ellos. Allí estaba Genaro con el sombrero en la mano y un pañuelo suyo de seda azul, que extendió para recibir aquello. ¡Pobre alma de angustias! Pensaba en aquel profundo silencio Genaro y cuando fue a dar vuelta la esquina, vio a Dolores, que lo miraba todavía, salir a la vereda, caminando despacio hacia él, siguiendo esos recuerdos, olvidada en su traje de raso lila, cinturón de moaré y maravilloso encaje... - VIII - Alegrías de Genaro Habían pasado dos años. Un día Genaro estrelló contra la verja de la casa Del Río al doradillo desbocado... marchando por las quintas con el cupé para caminarlo. De repente empezó el animal a erguir la cabeza con brusco movimiento y a saltar a un costado resoplando y a temblar todo su cuerpo, como invadido por visiones pavorosas. Genaro, alto sobre el pescante, trató al principio de calmarlo con frases cariñosas, pero el animal como enloquecido levantó la grupa y retumbó el coche de la coz formidable, se sintió el crac un tiro cortado y entre las ruedas y el animal vertiginosamente tendidos, se levantaron nubarrones de polvo, que iban quedando atrás, mansamente suspendidos en la atmósfera, como un largo cortinaje ceniciento. El caballo había mordido el freno, el espumarajo rojo en la boca, babeando aquí y allá los copos, indócil a la rienda, tensísima en los puños robustos de Genaro, que volaba con su alto cuerpo, arrebatado en aquella tormenta. El tren hizo un ángulo... el coche se precipitaba contra un enorme álamo, al cual estaba apoyada Dolores, mirando como petrificada la escena. Genaro soltó una rienda y echando el cuerpo adelante, empezó a gritar: «guarda, niña Dolores, guarda», y con las dos manos aferró la otra rienda y todos los músculos de sus brazos dieron un brinco, contraídos en endurecida comba, el dorso de Genaro encorvado hacia atrás enseguida, rozando el techo del coche y domada la boca en medio de los alaridos salvajes de triunfo, que se atropellaban, saliendo de su garganta enronquecida. Fue arrojada la fiera cuatro varas más lejos, contra un pilar con sangre y bramidos en la feroz sacudida, crujientes y descompaginados los elásticos y largo a largo en un prado, cayendo el cochero con todo el peso de su cuerpo por encima de las lanzas agudas de la verja... Dolores, temblando se acercó a Genaro a preguntarle si se había herido. -No, niña; poca cosa, contestó éste; no ha pasado de un buen susto, y se acercó al caballo, sacudiéndose el polvo del saco, lo desprendió con la mano derecha de las varas y empezó más lejos a hablarlo dulcemente, palmeándole el pescuezo y el lomo, y acariciándole las crines. Poco a poco fue el doradillo sosegando sus estremecimientos y acallando los bufidos de terror y empezó a relinchar luego cuando lo hubo reconocido. -Cómo se ha quedado quieto, niña Dolores; fíjese, empezó Genaro un poco sobresaltada su inteligencia, nerviosa por el peligro corrido y por la brusca caída, mala comparación como los hombres que nos sosegamos, cuando nos hacen cariños... Si yo le pego, me mata este bárbaro, como cuando uno recibe una bofetada, ve por todas partes luces de sangre. -¿Y en el coche no había nadie? Preguntó Dolores en voz baja. Parece destino de la providencia, niña... de las pocas veces, que no sale la señora. -¿Y está buena ella? Añadió tímidamente Dolores. -¡Oh! Muy buena... y muy contentos todos... Figúrese, que el otro día me dijo D. Carlos: estoy aburrido de esta oscuridad; abre las ventanas. ¿Y los médicos, D. Carlos, dije yo, que han mandado eso? Yo soy tan médico como ellos, abre no más; lo que pasa es que se dan unos sustos fenomenales, cuando asisten algún compañero. Yo entonces obedecí y le juro, niña, que conforme vio la arboleda de las quintas y entró el sol a su cuarto, le vino como una grande alegría en la cara y me estrechó contra su pecho y yo sentí que me picaban los ojos y que dos gotas calientes me caían por la cara. -Todos los enfermos, que mejoran se ponen contentos, murmuró Dolores, y él es igual a todos. -No, niña, es que D. Carlos es bueno y ahora sabrá usted que ha cambiado mucho. Usted se acuerda que tenía cosas impetuosas y ese surco, que parecía se lo hubieran hecho de una puñalada y eso le oscurecía la cara. Bueno: ahora ni rastros: la frente limpia y clara, y blanca y serena, como se pone el corazón, cuando uno reza el rosario... Y antes él estaba siempre solo y no hablaba jota... con esos librajos de medicina y otros grandes con grabados que asustan: un poeta que dicen, que estuvo en el infierno y un príncipe, que a fuerza de cavilar tristezas, nunca hacía nada, hasta la última lámina en que le dio rabia mató a toda la familia y murió él también... Todo eso, ve usted niña, lo tenía disgustado y con cansancios, porque yo sé que él tiene la cabeza un poco turbia, un poco no sé cómo; pero su corazón es de oro, y yo lo he visto apretarle un día la muñeca a un hombre, que azotaba un chico y doblarlo como un junco y tenía una rabia tormentosa en los labios y en las pupilas negras y todo su cuerpo se levantó como un gigante. Pero desde que está la madre, tiene unas alegrías de chico juguetón, de esos que retozan por los campos boleando cachirlas con los alambres largos o los que se atropellan en las peleas del rescate... -Entonces es ella, interrumpió Dolores, la que le alegra la vida, ¡oh mi pobre madre que has muerto! -Bueno, niña, no se entristezca así, dijo Genaro. Yo tengo muchas cosas lindas que contarle... Es por la madre y por otras razones también y casi estoy contento, que se haya estrellado el doradillo contra el pilar... Pues como le venía diciendo, desde que está la señora, se entretienen de noche en leer historias... -¿Y qué historias? Preguntó Dolores con curiosidad, fascinada su inteligencia por aquella charla ingenua y llena de imágenes sonrientes. -Figúrese Vd., niña... la otra noche, una de un caballero que usaba armadura de hierro... Yo lo oí enterita, desde el vestíbulo, donde me estoy de noche esperando por si me necesitan... Es el caso, pues, según parece, que en aquel tiempo no se peleaba como hoy a cuerpo gentil, sino que usaban unas defensas, a las cuales llamaban yelmo y coraza, según seguía leyendo la señora, y otras cosas que deben ser como los parapetos de hoy. Pero lo curioso es, que ese señor iba a partir para una tierra a quien llamaban Santa a cada rato, sin duda porque allí no se cometen pecados mortales. -Pero, Genaro, fíjate que estoy muy deseosa de saber esa historia y tú no me la cuentas nunca. -¡Ah! Bueno: ¿no la incomodo? Niña Dolores -Absolutamente, Genaro: sigue no más. -Si tendría asuntos el tal caballero: figúrese, que hablaban de las armas de la familia, que yo no sé lo que es, pero se me figura que ha de representar eso, como una marca con garabatos, de esas que usan los estancieros, o como esas figuras, corazones, mujeres y calaveras que se pintan los marineros en el brazo y en el pecho con tinta azul. -Nunca te he visto tan conversador, Genaro, dijo Dolores riéndose. -Es que Vd. no sabe, niña, que yo tengo siempre en el corazón tantas cosas cariñosas, que lo aturden y ahora más que don Carlos ha vuelto a la vida y que sé que Vd. va a tener alegrías. -¿Por qué me dices eso, Genaro? Preguntó Dolores con amargura. -Porque ha de saber Vd. que ese caballero tenía atravesada en el pecho una ala de cuervo y rojo cendal, según leían esa noche, que eran los colores de la dama de sus pensamientos y que después, sin saber yo cómo, resultó ser su novia, que tenía la cabellera de ébano lustrado, espléndida como la suya, niña Dolores. -¿Y qué aconteció después? -Él se fue a despedir para irse a Tierra Santa, porque en ese tiempo se usaban esas cortesías... no como ahora, que se van sin decir nada y se enojan a veces sin razón y no piensan que sombras de luto y que lágrimas quedan solitarias, según le decía la vieja a don Carlos en unos consejos que le dio. -¿Hubieron consejos también, Genaro, esa noche? -Sí, niña... y qué consejos... pero espérese un momento... porque el caballero aquel parece que no volvía y corrieron voces, que había muerto allá lejos, a estar a lo que le dijo a la niña un payador rubio en unas décimas, que tenían furor de batallas, que parecía el muchacho como si las estuviera peleando... Y ella a entristecerse y a caminar largas horas pensativa, mientras el invierno venía con sus ventarrones y la montaña a desnudarse de sus pastos y la escarcha helada a bajarse desde arriba, disparando los pájaros y volando lejos las golondrinas, que cruzan como flechas y todo el campo a quedarse como muerto en la fría dormidera y los árboles sin hojas con las ramas duras y puntiagudas como chuzas e inmóviles como los esqueletos... por lo que pienso que el invierno de entonces era más o menos parecido al nuestro... -¿Y después qué sucedió? Preguntaba Dolores, temblando de emoción. -Sucedió... espérese, un poquito... déjeme recordar... El caballero volvió a su castillo, cubierto de nieve, pero por el camino ya le habían dicho unos hombres que la niña Isabel había muerto. -Había muerto, gritó Dolores sin poderse contener. ¿Y era cierto eso Genaro? -Déjeme que le cuente... no se aflija tanto. Él se metió en la sala y sacó la espada para matarse; pero entonces hubo un acontecimiento, que yo no entendí muy bien... porque los abuelos lo retaron, y como eran muchos me hago cargo que podían vivir en ese tiempo los años de Matusalén, que según decía mi padre, es el hombre más viejo que se ha conocido. Lo cierto del caso es, que el caballero entró otra vez en la casa de la niña Isabel, que estaba moribunda, y desde entonces empezó a mejorarse y le vino como de perilla una primavera, que según el cuento, hizo saltar la yerba y las flores de entre las piedras y cubrió de alondras bulliciosas... ¿Quiere Vd. hacerme el servicio, niña Dolores, de decirme qué bichos son esas alondras? -Son unos pájaros muy hermosos, que se ciernen cantando en las alturas. -Eso mismo leyó la señora y habló de un mundo de soles espléndidos y de estrellas a montones, que iluminaban las noches silenciosas de la montaña. Y después se casaron y tuvieron chicos muy gritones en las cortes del castillo, como dice el cuento que ya se acabó... -Pero faltan los consejos, Genaro, dijo Dolores. -Ah, bueno, niña... porque don Carlos se quedó muy pensativo y se pusieron a conversar. Ella le decía, que es necesario tener familia, porque si no anda uno en el mundo, como decimos en nuestros refranes de pobres, como pan que no se vende, sin tener quien le haga la comida y le tienda la cama y sin que haya quien lo acompañe a rezar las oraciones y se vive así tiritando de frío en los cuartos oscuros, abandonados y solitarios. Después él le contó otro cuento al oído, pero parece que la señora no le dio la razón y yo me acordé mucho de Vd. sobre todo cuando ella le decía: «No va a ser la tuya historia de amor como la de D. Pedro, porque así se llamaba aquel caballero, sino leyenda de orgullo de esas que maltratan la nativa generosidad de tu espíritu»: palabras que no entendí, pero que deben haber sido muy fuertes, porque D. Carlos se quedó como en la misa y como con nubes de tristeza en cara... -Todo eso será muy bueno, Genaro, replicó la niña, pero yo no veo hasta ahora las alegrías que me prometiste. -Si me permite, niña Dolores, me voy a sentar un rato en el cordón de la vereda, porque no me siento bien. -No, Genaro, aquí en el banco del jardín, porque se está reuniendo mucha gente. -Muchas gracias: qué buena es usted, contestó Genaro, y atando al poste con la mano derecha a duras penas al doradillo, fue con la cabeza descubierta a sentarse... Pues, como le venía diciendo, prosiguió el joven, después de eso la señora se fue a dormir con ese su pelo blanco, lleno de reflejos de luz, como esas nubes, que van como volando, hinchadas de escarcha, delante del cielo y con ese modo de caminar, que parece una gran santa tranquila y divina. D. Carlos, entonces, se sentó en la cama y me llamó. Y vea usted, niña Dolores, hace tiempo que tengo deseos de contarle esto y yo pasaba a menudo por aquí y la miraba con esas intenciones del alma y con alegría en los ojos... porque Santa, mi hermana, me había dicho, que Vd. tenía en el corazón, como el luto de las ánimas esas, que vagan en los cementerios de noche y cantan las canciones de la pena dolorosa y llaman a las personas queridas, que no van a visitarlas. Pero yo tenía vergüenza y no me animaba y al rato ya me daba un gran sentimiento de no haberlo hecho; hasta que una noche, yo pasé cantando, una de esas noches llenas de las aromas de las quintas y claras como la luz de la plata... Vd. estaba en el jardín con su abuelito. -Es cierto, Genaro, tú cantabas no sé qué cosas tristes, con tu voz dulce y purísima. -Y le aseguro, niña Dolores, que en los temblores de mi garganta me pegaba sacudones el corazón, porque no puedo ver sufrir injustamente y más vale que Dios le parta a uno de una vez el alma de una puñalada, si no se ha de vengar. -Pero esas melodías tuyas, Genaro, eran muy melancólicas, yo lo recuerdo muy bien. -¡Qué esperanzas! Niña Dolores, cómo se conoce que la música fue cayendo sobre su corazón, que está de luto. Eran las alegrías de todas las cosas, que yo hacía cantar en la guitarra y yo veía, como de día, los mistos saltar contentos de rama en rama y besarse las torcazas en los caminos, donde, según dicen, hablan de los amores que no acaban sino con la muerte y se me aparecían muchachos, remontando barriletes derechitos y fijos, de cola larga, con gritos y algazaras de mandinga y la veía a mi madre y a Santa en el cielo mecidas por las alegrías de los ángeles... Entonces yo le quería decir con esos cantos, que alguna vez se acaban también las penas sobre la tierra. -Qué bueno eres Genaro. Y D. Carlos también, niña Dolores, y para seguirle el cuento, me llamó y me dijo: alcanza Genaro esas cosas, que están en el cajón de la cómoda, y yo le traje el atadito aquel que Vd. me dio, ¿se acuerda? Él sacó el relicario y lo abrió, mirando las flores secas con los ojos atentos, mientras la luz hacía saltar chispas del brillante de la tapa y tomó el collar de perlas y lo extendió sobre sus rodillas. Yo me había sentado en el vestíbulo y estaba en la oscuridad, mirando todo aquello y lo vi temblar con un ramo de violetas secas en la mano y acostarse y quedar dormido con todo eso cerca de sus labios como si lo hubiera estado besando. Un rato después, la llama de la vela dio dos o tres saltos rápidos, iluminando su cara pálida y tranquila y se hundió al fin en el tubo de bronce del candelero y se hizo todo alrededor una cosa de tinieblas... - IX - Enrique Valverde Las gentes de los alrededores se habían ido aglomerando poco a poco, extraviadas en los comentarios de aquel extraño acontecimiento y formaban grupos, de donde salían diálogos animados y llenos del gracejo nativo de nuestros hombres del pueblo. No se atrevían a arrimarse a la verja por la reverencia, que les inspiraba el rostro augusto de Dolores del Río y la miraban de lejos, muchos de ellos sacándose el sombrero con alegría... Narraban la cosa, atribuyendo a milagro los unos y a pericia los otros, aquel hecho heroico y contemplaban sobrecogidos la bizarra figura de Genaro, que tenía en ese momento el dulce premio de aquel diálogo afectuoso con la celestial criatura, que le escuchaba como arrobada y estática, la cabeza inclinada hacia el pobre cochero... y ellos estaban acostumbrados a respetarlo por su fama de temerario y por las hazañas terribles, que se contaban por allí en los fogones de los ranchos. Llegó también don Manuel de Paloche, jinete en un rocinante tordillo blanco, con pestañas y ojos lagañosos de albino y traía en un pañuelo las yerbas, con las cuales preparaba sus pócimas y hacía sus prodigios de alquimista y acercándose a Genaro, que ya salía con un brazo caído y pálido el semblante, ofreció hacerle no sé qué emplasto que en un santiamén lo pondría como nuevo. Genaro le dio las gracias y don Manuel se perdió entre los corrillos y se oía su voz pregonar las mágicas virtudes y deslumbradores efectos de sus métodos de curación y en su razón despeñada por aquella locura, siguió bullendo un gran rato el estribillo de sus seis horas de estudio y los libros de medicina y el elogio de sus panaceas. Los grupos se fueron dispersando poco a poco a sus quehaceres cada uno y saludaban a Santa, que llegó toda acongojada a estrechar al cochero entre sus brazos. Este caminaba a paso lento, al lado de la hermana, riente y dichosa, en los quince años de sus ojos azules, crujiente el vestido de percal planchado, mientras el doradillo, traído de la rienda por sus amigos, arrastraba pesadamente el coche desvencijado, y Genaro miraba con cariño angustioso la hermosa efigie de Santa ¡y tenía como celos de aquellas reverencias!... Cuántas veces las espléndidas orquídeas, que se guardan en el invernáculo tibio y profundo de nuestras almas, allí donde tiene su nido de religiones el honor del hogar paterno, cuántas veces doblan marchitas las hojas y las flores delicadas y juveniles, abrasadas en los rayos del sol, que filtran a través de su techo de vidrio... Así Genaro tuvo temblores de los músculos de la frente y sus ojos brotaron siniestra luminaria pavorosa, como la llama atornasolada de los ojos felinos en la oscuridad, al ver que Enrique Valverde había acudido detrás de Santa y se acercaba a ellos. Cancha cuando yo paso, D. Enrique, pensaba el alma atormentada de Genaro, y, sobre todo, acuérdese lo que yo le digo en este momento: conmigo y con los míos... pocas polkas... e involuntariamente echó mano a la cintura y descubrió el mango de un puñal, de níquel bruñido, del cual estallaban chispas. Enrique siguió su camino sin inmutarse, pero dejó por allí el calor de sus ojos de sátiro. Este Enrique Valverde cruza de cuando en cuando las páginas del libro, como tañido de nota siniestra, a semejanza de esos toques lentos de campanas, que se oyen a veces a la tarde y van señalando como con piedra miliaria, los últimos minutos de los moribundos y entran ondulando a las casas donde la gente sencilla reza la oración de la agonía. Es la mala pasión, la zona de fuego, que suscita en su camino chisporroteo de relámpagos, esos que preparan allá abajo, en el horizonte las grandes y tormentosas catástrofes de la naturaleza, ángel del mal, que va diseminando en su camino los gérmenes de muerte. Murió en sus manos el honor de Paloche y el idilio de amor de Dolores del Río tuvo en sus vínculos fracturas, siquiera sean momentáneas, y el corazón de Genaro entró por él en las lóbregas oscuridades del rencor y de las venganzas. Siguió el facineroso elegante hacia la casa le don Manuel de Paloche, moviéndose con los contoneos de un sátiro y despedían sus ojos lubricidades calientes, mientras cantaban en su inteligencia las frases de la ironía amarga. Sin haber vivido casi, era a los treinta años un escéptico deshonesto y las mujeres se sentían mal al lado de él y tenían terrores y desvanecimientos secretos, cuando las miraba. Nunca encontró en su inteligencia nada, que fuera virtud. Veía a los hombres trabajar, sufrir y morirse y las mujeres atareadas cuidar con lágrimas los hijos y decía: todo lo arreglan estos para vivir en paz: uno trabaja y el otro paga; no tienen ni siquiera el valor de los brutos, que se exponen a ser apaleados o heridos, si cogen por ahí un poco de carne o pasto... Me quieren hacer creer que a través de los tributos que pagan a sus instintos, está el alma cumpliendo su misión sobre la tierra, cuando yo sé que el hombre trabaja para tener con qué satisfacer sus sensualidades y la madre vela para que el hijo no muera, no por sus gracias encantadoras, ni por necesidades de cariño, sino porque no tiene ganas de sufrir, y esas muertes producen más dolor que si le amputaran a uno una pierna sin cloroformo. Yo sé que a la noche le dan aquí y allá, meciéndolos en las cunas, pero no creo que hagan eso para que los hijos descansen... Mentira... están fastidiadas de los gritos desazonados de los chicos y quieren descansar ellas y tirarse a la cama largo a largo... No creo en necedades ideales... ni en ángeles de cabello de oro, ni en fantasmas celestes, que pueblen sus viviendas, ni en ensueños melancólicamente imaginativos, porque yo veo palpitar y arder la carne detrás de toda esa estéril metafísica y sigo mi camino. Hay que verlas en sus cuartos iluminados, resplandecientes los espejos, echar sus trajes sobre el sofá, como la hetaira griega el peplo desabrochaba de arriba abajo, para arrojarlo al pie de la tribuna de los jueces. Miran la blanca piel de mórbidas y alabastrinas ondulaciones y levantan alto los pechos de mármol y tiemblan sobrecogidas, mirando a la puerta, si se producen ruidos en las casas, como si alguien llegara a sorprenderlas en sus desmayos... Entran a la cama a pasitos cortos y en las sombras y en el sueño de la noche cruzan los perfumes del ámbar y las visiones afrodisiacas de los paraísos orientales. Este era Enrique Valverde, médico, a pesar de no haber estudiado nunca, de estatura mediana, flaco y pálido de cara, gran bigote negro y patilla recortada en punta. Llegó Valverde al estudio de Paloche, a esa pieza cuadrada, que recibía luz de dos ventanas, que daban a la calle, por donde entraba en ese momento el sol moribundo, dibujando en el piso alfombrado la imagen oscura de la reja. Allí había matraces y alambiques y tubos de ensayo y grandes bolsas de yerbas en revuelta confusión frascos dispuestos en hileras, llenos de líquidos negruzcos. En la pared se veía una copia del cuadro de Rembrandt, la lección de anatomía y rojas caras de cera, con músculos, nervios y arterias al descubierto y dos esqueletos frente a frente... Estaban allí estupefactos -blanca la desnudez del hueso- con sus cráneos redondos en la muda seriedad de la órbita enorme y oscura, bipartida la nariz en sus huecos sucios, horrible la mueca de las arcadas dentarias de brillante marfil, rechinando todavía el caquino lúgubre de la muerte... y el tubo de las vértebras encorvadas del cuello, erizadas de puntas y las curvas rígidas de las costillas con sus grandes intersticios, por donde pasaban en ese momento, jugando los esplendores del sol, inmóvil y arrojada adelante la base del tórax, que hacía pensar en los tiempos, en que el ritmo de la respiración y el sincronismo de los latidos sacudían en sus células las tormentas de la vida. Más abajo el vacío del vientre y la cuenca de la pelvis amplia y la línea de los huesos largos, parados sobre el pie deforme y ennegrecido en sus ligamentos resecos y las dos manos descarnadas con rigideces de tentáculo, pendientes y abiertas adelante, como implorando, por misericordia la paz eterna, allá en el descanso oscuro del cementerio, donde comieron sus carnes los gusanos, que van y vienen, suben y bajan, ondulan y serpean, temblando, entrando, saliendo, húmedos, escurridizos, colmenas de la muerte que tienen color de nácar y palpitan apuradas hacia las regiones tenebrosas del no ser... Cómo se están ahora quietas estas dos, pensaba Valverde... yo las he conocido en vida. Eran lindas pecadoras, que juzgaron necia la miseria helada e insomne del conventillo y salieron del brazo a la calle, caminadoras de las veredas oscuras, chistando de acera a acera. Mejor para ellas; se envolvieron en la seda trasparente de la noche orgíaca y entregaron la vida a la copa del vino, que tiene el color del sol, crepitante de espumas y que concluye siempre en la bacanal sombría y funeraria... ¡Cuanto antes! Mejor eso, que ver a cada paso la desventura y dorsos encorvados como animales en el trabajo rudo y ser mujeres de borrachos, que tienen la mirada lóbrega y baba en los labios azulados y les flagelan las mejillas al lado de las cunas, donde están con los ojos abiertos los hijos infelices... antes que     ser madre de criminales, que nacen malditos, y viven desde niños entre las congojas del hambre y la lonja del látigo silbando sobre sus cabezas, repelidos a puntapiés de las moradas ricas, donde se acercan a veces a pedir luz y calor y cariños y aliento para continuar la salvaje odisea... para no bajar nunca la dignidad y la frente, sirviendo señoras que tienen las frías crueldades y las exasperaciones inmotivadas de la histeria, perras sarnosas de las cocinas y de los patios, tratadas como heraldos siniestros de todos los desastres y arrojadas a dormir en las covachas del fondo... Ser madre así, con toda la infinita y lacrimosa ternura, para ver a los hijos más tarde tambalearse de vereda a vereda escarnecidos por la befa de la multitud cobarde o extender la mano ladrona y desazonada y marchar hacia los techos bajos de los presidios con las ropas salpicadas de sangre... Mejor es entrar, como ustedes en las regiones frías de la muerte prematura y cambiar la morbidez opulenta de las carnes pecadoras por las líneas del esqueleto rígido... A esta Luisa, que está aquí a mi derecha, la he visto muchas veces arrebatar hombres con el esplendor de sus grandes ojos oscuros y la otra,     con el contoneo del cuerpo flacucho y alto, prometer deleites inconfesables... hasta que una noche de invierno, de esas que tienen la serena y helada inmovilidad, salían del brazo con las carcajadas juveniles de jolgorio... Tosieron las dos y después con breve intervalo, sintieron en la boca un líquido salado y caliente y llegando al farol de la esquina escupieron sangre en el pañuelo de seda blanco y se miraron con la palidez del terror y a su casa volvieron en silencio y más sangre y tos áspera y raspante de esa, que lastima las entrañas y poco a poco el abandono y el frío de las estepas inhospitalarias en sus cuartos y la tez lívida en las demacraciones sombrías... Yo las he visto después en la sala del hospital, cerca las dos, tener las alegres alucinaciones de la tisis y conversar de esperanzas y dejar caer al rato la cabeza muerta sobre las almohadas y mirarse, así todavía, como se miran ahora, con los párpados abiertos y las pupilas empañadas e inmóviles... Muchas razones había, para que D. Manuel de Paloche tuviera con Enrique disgustos acres y esas repetidas visitas lo molestaban sobremanera. Él había sorprendido algunas cosas, que le tenían irritado; y así que cuando, al entrar con Clarisa a su casa, lo vio sentado en el estudio, no pudo disimular su impaciencia. -Buenas tardes, dijo secamente. ¿Qué hace Vd. por aquí, doctor? -Ya lo ve, D. Manuel. -Hacía dos días que teníamos el gusto de no verlo. -Gusto que se prolongará, señor Paloche, porque pienso hacer un largo viaje. Clarisa se estremeció... -Según parece, doctor, a Vd. no le agrada su profesión, dijo Paloche, que se alegraba de la noticia y dispuesto ya a ser menos violento. -Ni me agrada ni creo en ella, contestó Enrique recio y frío. -Le habrá dado a Vd. muchos malos ratos. -¡Bah! La observación me ha enseñado a no tener sensaciones intelectuales. -¿Ni entusiasmos por la misión sublime del médico? Interrumpió Paloche. -¿Misión sublime? ¡Qué disparate! Cómo se conoce, que Vd. vive siempre en sus megalomanías. La medicina es una religión, que no tiene apóstoles y un culto sin sacerdotes. -¿Cómo así? Dijo Paloche poniéndose serio... -A no ser que Vd. crea tales a los mercaderes del templo y conjeture, que son martirio las apostasías ridículas de los que huyen los furores del contagio, como turba de conejos, asaltada por una jauría de perros. -¿Y los que quedan? ¿Y lo que arrostran la epidemia y rinden la vida noble y generosa? -¡Oh diablos! Replicó enseguida Valverde; esos han tenido la desgracia de no huir a tiempo... a estar a lo que se dice de ellos, en los conciliábulos, donde se dilanian las mejores reputaciones y se enlodan los caracteres más caballerescos cuando no agregan, que esos pseudo-heroísmos son hijos de la vanidad de renombre. -¡Qué infamia! Exclamó don Manuel, que empezaba a cansarse de tanta blasfemia y no podía tolerar que se mancharan así sus ídolos. ¡Qué infamia! Es necesario, señor, pensar entonces, que aún entre las personas ilustradas hay mucha maldad... -Sin duda, porque nacen malos y agigantan con el saber y la elocuencia la perversa pasión. Y se complacen en la mentira vulgar, llenando de muertos y de domicilios falsos las listas de enfermos, que ostentan a cada rato y llamados a consulta, dejan caer el veneno de la desconfianza en el seno de la familia atribulada y algunos son capaces de meterse en las casas a hurtadillas, a concluir la obra de la difamación maligna. -¿Sabe Vd., señor, le dijo Paloche, irritado, que no estaría Vd. mal en el capítulo de los perversos? -No niego, contestó fríamente Enrique. Porque al fin, en vez de ser los enfermos pobres desventurados, como suele Vd. decir, son cosas, señor Paloche y cuando mucho problemas, que sirven para establecer la superioridad de un médico sobre otro... Allí están los grandes salones de los hospitales, donde se pierde el apellido y donde se sienten todas las mudas desesperaciones del dolor, que no encuentra cariños. Allí tiritan en invierno casi sin cobijas los miembros desfallecidos y enfermos, temblando en los escalofríos húmedos... En la noche yerta imploran a veces la misericordia de un vaso de agua, tímidos y delirantes de fiebre, mientras pasa soñoliento y rezongón el sirviente y se acerca la hermana pálida y diáfana la cara del reflejo de la toca rígida y blanquísima, para hablarles con el crucifijo de bronce ennegrecido de las glorias de la vida eterna... a ellos, que anhelan el sol y la sangre roja, que les caliente las entrañas y desean los besos y el amor de los hijos y piensan en la vieja madre que morirá en el sucucho del conventillo de dolor y de miseria... y siguen siendo problemas y sobre sus rostros mismos, se agitan las discusiones de los médicos y se irrita el amor propio de cada uno. -¡Calumnias! Señor, gritó Paloche pálido de terror... Hasta que una mañana, siguió Valverde con su tono glacial, amanecen estirados sobre la mesa de mármol del anfiteatro en la rígida tensión del cadáver con los párpados entreabiertos y el ojo opaco y frío, mientras la gruesa tijera de disección les divide las costillas, que crujen y el cuchillo corta el abdomen inmundo y la sierra raspa, roe y raja la calavera, que se mueve de aquí para allá con impotentes y horrendos vaivenes, mientras pueblan el ambiente las risotadas juveniles que tienen la saña del sarcasmo y la voluptuosidad brutal de la carnicería... Paloche seguía retrocediendo, mientras temblaban los claroscuros de los rincones al centro y se esfumaban los contornos de los objetos y la tiniebla invadía el ambiente, con fantasmas sordos y terribles vagando y envolviendo todo en crespones impenetrables y se destacaba con siniestra y vaporosa transfiguración el rostro de Enrique. Poco a poco sus labios se habían puesto gruesos y negros en la contracción agria de la befa y las mejillas abotagadas y violáceas y el cráneo tomaban dimensiones monstruosas, chato sobre el cuello infiltrado y reventaban por todas partes los montones pálidos de gusanos en rapidísimas espirales corriendo y con llamaradas de fuego exhalaba su boca el calor de la osamenta en el hervidero de la putrefacción de sus carnes. Paloche corría perseguido por aquella horrible alucinación, que caminaba a saltos por la atmósfera y lo alcanzaba en los rincones y se deslizaba con él por las paredes negras y lo circuía implacable en su zona mefítica. Clarisa acongojada, le seguía de cerca, asegurándole que ya no había nadie en el cuarto, pero este caminaba acurrucado y dando tendidas violentas, se asomaba por encima del hombro de la hija, las pupilas revueltas y extraviadas y bajaba otra vez la cabeza entre los estertores del terror helado, siguiendo la lúgubre carrera. Apareció al fin una luz en el fondo de la casa que avanzaba lentamente con el sigilo esquivo de las apariciones y empezó a iluminarse una figura de luto altísima con las mejillas excavadas y llenas de sombras, los ojos fijos de vidrio y la espalda cubierta de la toca gris de la enmarañada cabellera y seguía dibujándose cada vez más cerca, hasta que resplandeció en la tiniebla del cuarto, con todas las afonías del dolor imbécil la efigie macilenta y muda de la madre. Clarisa la abrazó temblando, la arrastró cerca del padre, que estaba todavía en cuclillas en un rincón y se vio entonces serenarse a D. Manuel de Paloche y a las arrugas del terror, sucederle en la cara las amargas tonalidades del desprecio. Besó a la melancólica y desventurada sonámbula, peregrina de la noche inconsciente del espíritu y lejos puso la mano amplia y rígida, que se acható sobre el pecho de la niña, que con la cabeza agachada empezó a caminar lentísima hacia su dormitorio... Algunos días después de este suceso, una noche fría de esas, que a fin de otoño, ya tienen todas las ásperas crudezas del invierno encogido y tiritante, en el silencio de aquel barrio solitario, iluminado apenas por la difusa claridad mortecina de los faroles de las bocacalles, una de esas noches, que se sueñan, para los comedores virtuosos, en que el caño de la estufa resopla apurado y sacudido por la llamarada, que se levanta de la hoguera, se sintieron sonar en el estudio de Paloche los chasquidos de la bofetada seca y se oían rumores de pasos precipitados, que se arrastraran con violencia sobre la alfombra. De los postigos entreabiertos, saltaba a la calle un chorro de luz y en ese resplandor, se dibujaban a cada rato dos sombras con encogimientos y saltos de tigres y se veía la zona larga de los brazos extenderse y contraerse con rumores de golpes de mazas y pasar enredados los bultos en un remolino vertiginoso y se sentía afuera el tan, tan, tan de los cuerpos retrocediendo lejos en las embestidas feroces... De repente, en la luz oblicua, se vio dibujarse en el suelo los contornos lóbregos de un cráneo altísimo y los arcos de las costillas, con sus curvas oscuras inclinadas adelante en rápida y temblorosa carrera, mientras saltaban por la otra ventana las manchas tenebrosas de las órbitas funerarias del otro cráneo, que se movía sobre la línea de las vértebras como un péndulo enloquecido y maldito. Desaparecieron enseguida y mientras la luz volvía a extenderse tranquila y a iluminar el colchón de polvo de la calle, sintiose un crujido, como de fracturas de huesos largos, que se hubieran hecho añicos con horrísono y prolongado castañeteo y el rumor de mil pedazos azotándose en el ambiente en todas direcciones, quebrados y pulverulentos los revoques y retumbando las figuras de cera desvencijadas en el piso y entre la polvareda de las viejas alfombras sacudidas, el ruido de los dos cráneos fofos rodando y sonando lúgubres por el pavimento. Hubo entonces un grito como un largo lamento de dolor. Parecía en el silencio tenebroso de la calle, como la protesta contra aquella lucha sacrílega, como si hubieran derramado lágrimas las órbitas de aquellos dos espectros mudos y los pulmones se hubieran despedazado en el supremo sollozo de la muerte y anduvieran pupilas por allí apagadas y frías, mirando la escena macabra y de los cráneos doloridos en los choques sucesivos, vibraran satánicas sinfonías. Eran como estampidos de inteligencias, que estallaran en aquel salvaje y último martirio y brincos de corazones petrificados por el granito, que las congojas fijan en sus fibras cada minuto, mientras llegan todavía los ecos desfallecientes y moribundos de las algazaras hilarantes de la orgía bulliciosa, frenética de danzas y besos... ¡Dulces criaturas, amables pecadoras de la noche, flores de luto de los ciénagos oscuros! Acaso los átomos de vuestro cuerpo hayan volado a dar vida a los pétalos de las rosas de mayo en las primaveras de otros continentes y las camelias, que adornen el traje blanco de alguna novia, le cuenten al oído la balada sombría de vuestra vida... mientras los cráneos con su mueca inmóvil, miran a un lado y otro el rostro herido de D. Manuel de Paloche y el facineroso Valverde cruza la luz oblicua, que sale de las ventanas arrastrando de la cintura a Clarisa y la madre acurrucada en un rincón, solloza la desventura del hogar deshonrado y se oye lejos, lejos el ruido del carro de basura, que va llegando despacio a recoger en la madrugada las astillas del esqueleto blanco, para que tengan en el osario el descanso eterno y la paz infinita de las cosas muertas... - X - Genaro enfermo Esa tarde fría de junio, llegó al conventillo Genaro, acompañado de Santa y mientras le conversaba con dulces palabras, como siempre, entró la madre acongojada. Lo abrazó, retrocediendo enseguida, porque el joven sintió un crac doloroso, como si se le hubiera roto un hueso. ¿Qué hay? Hijo mio, preguntó Teresa. Nada, mamá, aquí en el hombro... me parece que la eslilla no anda bien... ¿Llamaremos un médico? Bueno... ya veo, contestó Genaro, que esto es algo más de lo que yo creía... Santa, corre pronto y trae el primero que encuentres. No, mamá... mejor es que vayas vos... dejala a Santa aquí, dijo Genaro, como si tuviese miedo de pensar, que la hermana iba a salir sola y podía sorprenderla la noche. Estuvieron un gran rato solos. Genaro la miraba contento y le conversaba todos los episodios que habían sucedido en ese tiempo de la enfermedad de Méndez. Casi estaba alegre de aquello, porque le permitiría estarse unos días con su familia, así hablando y jugando con la hermana y acordándose de cuando eran más chicos y el padre los llevaba a pasear por la ciudad cerca del río. ¿Te acuerdas Santa, cuando yo bajaba a las toscas, decía Genaro y me arremangaba los pantalones hasta la rodilla y entraba al agua, lejos, lejos como si quisiera alcanzar los botes y tú entonces me llamabas y te ponías a llorar? Mamá siempre dice, que tú eras muy travieso, Genaro, y que ahora ya no sos como antes. Es cierto: a veces me miro en la cabeza tantas cicatrices, que me quedan de las peleas con los muchachos. ¡Oh! Qué vida aquella, Santa, que parece que a uno le andan hormigas y corre y salta por la calle y mira a todas partes como si tuviera una tormenta adentro y se pelea y se ensangrenta la cara por cualquier sonsera y se corre en pandillas, haciendo barullo y rompiendo a pedradas los faroles de las esquinas; pero después que tata murió, ya tenía catorce años y me dijo que tú ibas a ser mi hija, me entró una cosa seria y me puse a trabajar con don Carlos, que era tan bravo y áspero entonces. Él tenía veinticuatro años y parecía un viejo de setenta. Yo me acuerdo, Genaro, que me daba miedo andar con vos por la calle. Entonces yo era muy ladino y me trenzaba a cachetadas y a tajos con una cortapluma vieja, que parecía un serrucho con cualquier muchacho que te mirase fuerte -porque a veces son muy burlones y atrevidos y a las chicas no las dejan quietas. Qué susto tuvo mamá, aquella vez que entraron los serenos a buscarte, añadió Santa. Oh, ya me acuerdo, contestó Genaro, riéndose y se comprimió el hombro con una contracción de dolor. Los fragmentos de la clavícula habían crujido. Me acuerdo, siguió Genaro al rato... Era porque el alcalde nos apaleaba a cada momento, porque le matábamos los teros del patio y nosotros le teníamos rabia y cuando uno está así, mejor es vengarse de una vez... Entonces había unos hombres, que según decían, eran enemigos del gobierno y nos dijeron que ningún argentino debía dejarse pegar... y una noche de lluvia y barro, que Dios lo mandaba, caminaba el alcalde medio encogido, como si fuera a robar. Lo enlazamos y empezamos como veinte a cinchar y lo tiramos al charco de la calle y eran unos refregones en la arrastrada aquella y unos aullidos, como cuando le sientan una pedrada en el lomo a un perro flaco. Así llegabas también a casa a veces todo rotoso y sucio, dijo Santa. Porque los muchachos andan a gusto entre los barriales y se ponen como locos y gritan de contento cuando están metidos en las lagunas hasta la cintura. ¿Te acuerdas del hijo de Rosa, la vecina, que se ahogó en uno de los charcos? Dijo Santa, como con tristeza... Porque así son, Santa... Adonde hay peligro entran y son capaces de subirse a la puntita de un álamo a robar un nido por dos reales y cuando disparan hay que verlos... cualquiera dice que es de miedo y no es así... Corren por los callejones y les golpean la boca a carcajadas a los hombres y les arman una guerrilla del diablo a cascotazos. Cómo me gusta conversar con vos, Genaro, interrumpió Santa, dándole un beso y mirándolo con admiración, como si comprendiera que era su amparo... Y a mí también... y estas cosas de los chicos me dan alegría... y después a uno ya le parece imposible que haya sido de ese modo... porque donde hay un barullo, allí van todos corriendo y marchan con los músicos siempre adelante mirando con envidia los fusiles de los soldados y se juntan sin hablarse antes en que parte, como esos pájaros, que andan sueltos y de repente vuelan derecho, como si sintieran de lejos la gritería de la bandada... Pero mirá en algunas cosas, se parecen a los chacareros, que siembran la tierra... porque para cada mes, según me cuenta el hijo de Paloche, hay sus semillas y ellos son así para sus juegos. Remontan barriletes todos a un tiempo y después parece que se aburren y se cansan de lo mismo. Juegan al rescate y a la rayuela y después viene la moda, como dicen ustedes del trompo y de otras diversiones y están siempre como enojados pensando alguna diablura para pasar el día... Mientras nosotras, dijo Santa, nos estamos con la costura en la falda y hacemos andar la máquina el día entero. Cuando son grandes, como vos, sí, interrumpió Genaro... pero antes peinan y miran las muñecas rubias y les conversan muchas cosas y las ponen al sol, para que se calienten en invierno y las acuestan con ustedes, haciéndolas dormir con sus cantos. ¿Te acuerdas, cuando yo me sentaba al lado tuyo y me obligabas a tocar la guitarra y cantar décimas para hacerlas dormir? Tú tocas la guitarra siempre en lo de D. Carlos y nosotros te oímos desde aquí... Eso no lo puedo dejar... Todas las noches... y la he adornado con cintas azules y yo no sé si será una barbaridad, que voy a decir pero yo la quiero, como si fuera otra hermana, que yo tuviese y sé todas las canciones del barrio y a veces me siento a tomar mate con los gauchos, bajo las carretas de noche al lado de la fogata y les aprendo todo lo que cantan. Genaro se calló un rato mirándola. Enseguida su abierto y simpático semblante se puso oscuro con una expresión de odio y de pena. ¿Quién te regaló ese moño de seda, que te has puesto en la cabeza? Pero ¿ya no te acuerdas, Genaro? Vos mismo, el día de mi santo. Pero cómo no. Sí. Ya me acuerdo, contestó Genaro, serenándose. Y ese día le dimos a la bordona un gran rato... y a ver... ¿A que no sabes el cuento, que acompañé cantando esa noche? Ya lo creo que lo sé. A ver, decilo... Santa tenía doce años, los ojos azules, la tez y el perfil bellísimos, nítido y rosado el color. Se destacaba en el marco de su cabello oscuro el moño de seda, -delgada y alta, en su traje largo de percal. Esperate, dijo Santa. Era una linda mujer que tenía la cara de seda y los ojos como el mar... ¿Tú sabes, qué color tiene el mar? Preguntó Genaro. No sé. Nunca lo he visto. Tata me lo ha dicho muchas veces... el color del campo, cuando anochece y decía, que cuando está quieto, tiembla por arriba el agua como los pastos en el viento. Y después, ¿que sigue Santa? Tenía una casa muy grande de piedra, alumbrada por farolitos de papel. Bueno. ¿Y qué más? Y había un mago con una capa de terciopelo negro con estrellas y un par de alas grandes de murciélago. La niña tuvo miedo y le pidió, que al cielo con Dios se la llevara y después ya no me acuerdo. El mago la alzó sobre las alas, siguió Genaro y llegaron de noche. Sí, interrumpió Santa. Ahora sí sé. Pero las estrellas los miraban y no los dejaban pasar. Si me dejas ir hasta el cielo, yo te doy mi vida, estrellita, le dijo la mujer llorando. No, porque vienes con el hombre malo. Persinate, contestaron... La niña se hizo el nombre del Padre y el mago se deshizo en la oscuridad y ella se cayó rodando, pero las estrellas a millones, alumbraron sus largos vestidos de tules y la acostaron atravesada en el cielo estirada y salpicada de brillantes, donde duerme siempre en el silencio de la noche... Teresa entraba al concluirse el cuento, seguida del Dr. Valverde, que estuvo un rato, mirando a Santa. La cara de Genaro tembló y cuando el médico se acercó a preguntarle qué tenía, contestó recio y violento: Nada, señor... ¿Cómo nada? Me han dicho que te has roto la clavícula. No es cierto. Tu madre lo ha dicho... No es cierto, le repito. De manera que no tengo nada que hacer aquí. Nada. Pues se necesita audacia, para incomodarlo a uno de esta manera. Yo no lo he mandado buscar a Vd. Pero es tu madre... Bueno: últimamente, saltó Genaro levantándose con ímpetu... ¿cuánto se le debe? Valverde se mordió los labios y contrajo todos los músculos de su fría cara y se retiró envolviendo a Santa en una mirada procaz y cínica. La niña tembló... ¿Por qué eres así con el doctor? Preguntó la madre. ¿Por qué? No quiero deberle nada a ese hombre... ¿entiendes? Rugió Genaro, porque lo odio. Mañana vas a pagarle la visita, ¿entiendes? ¿Y qué hacemos ahora Genaro? Dile a D. Manuel de Paloche que venga. La madre salió, volviendo al rato con el curandero y especialista en fracturas cuya voz venía oyéndose desde lejos. A ver, Genaro, dijo D. Manuel. Aquí está... este hueso señor Paloche. D. Manuel cortó la manga de la camisa y tanteó con su mano derecha la clavícula. Hizo una mueca... ¡Hum! Dijo, fractura... masaje suave, emplasto y vendas. Y procedió. El pobre Genaro sudaba debajo de la mano del curandero que iba y venía lentamente sobre los fragmentos. Aguántate, Genaro, estoy haciendo la coaptación, murmuró Paloche... Pero al rato se detuvo, porque lo vio palidecer de dolor, mientras con voz irritada le decía el joven que cesara. No me extraña, exclamó Paloche... Siempre hay incrédulos, para estas maravillosas invenciones. Enseguida hizo traer un brasero y en un gran cucharón puso pez y minio hasta que hirvió todo y sobre una badana cuadrada lo derramó, extendiéndolo con un cuchillo. Una vez enfriado el emplasto, lo colocó sobre el sitio de la fractura y puso el brazo de Genaro en cabestrillo, sujetándolo al tórax y al hombro con una larga venda... Ya está, Genaro, treinta días de inmovilidad. Pero D. Manuel, contestó Genaro, me ha quedado mucho dolor en la rotura. Oh eso no es nada. Son los efectos premonitorios del masaje, que exacerban las puntas del hueso y apresuran la cicatrización. Sí señor, contestó el joven sin entender una palabra. Muchas gracias... Y otra vez Genaro, es necesario tener más fe en los hombres de ciencia. Siento, que el Dr. Méndez esté enfermo porque este sería caso de consulta, y dio vuelta D. Manuel tranquilo y satisfecho y Genaro oyó que le decía a la madre: posibles complicaciones... vértice del pulmón... Méndez, que supo lo sucedido con Paloche, llegó esa noche, apoyado en un bastón, envuelta la cabeza en un pañuelo de seda y después de haber arreglado aquel pobre brazo, le preguntó a Genaro cómo habíale sucedido eso. Fue así, señor... que el doradillo se desbocó y se tiró derechito contra la niña Dolores. ¡Eh! ¡Bárbaro! No puede ser. ¿Qué estás diciendo, Genaro? Lo que oye, D. Carlos... pero yo largué una rienda y con la otra en las dos manos, lo quebré en la boca y lo saqué lejos, muy lejos... ¿Y ella? Preguntó con empeño el médico. Nada, patrón, un buen susto y me hizo sentar en el jardín y estuvo conversando un rato, tan buena ella, que parecía un ángel... Y ya me olvidé de todo, hasta que me enfrié y entonces me apercibí que no podía mover el brazo... ¡También yo creo que nadie que converse con ella se ha de ir sin quedar prendado! ¿Estuviste allí mucho tiempo? Preguntó Méndez como distraído. No sé cuánto, patrón -pero los minutos se fueron pronto, porque yo le estuve contando el cuento de la niña Isabel y D. Pedro. ¿Tú le has contado la leyenda? La que, patrón... Eso que la señora leyó una noche en su cuarto, fue lo que le dije, y había de ver, cómo se ponía ella de todos colores y cómo sufría con las tristezas de la niña Isabel, hasta que vino lo de los muchachos, que gritaban en los patios del castillo y entonces fue un coloquio, D. Carlos, porque se le puso la cara serena y los ojos con luz de alegría y me repetía muy risueña y contenta a cada rato que le dijese los consejos que le dio su mamá. ¿Y? ¿Contestó Méndez, vos le contaste eso? ¿Por qué no? ¿Y qué malos consejos le podía dar la señora, que habla siempre con palabras de Santa? Supongo que allí se habrá concluido el diálogo, dijo el médico con inquietud. Pero que, patrón, si yo estaba como borracho del golpe y como con un deseo de hablar de todo y me fui no más en la conversación más ligero, que un reloj a quien se le rompe la cuerda y cuando le hablé de que Vd. me había pedido el collar y el relicario... ¿Qué te dijo? Interrumpió Méndez sin poderse contener. No, no me dijo nada, D. Carlos; de juro que no podía hablar en ese momento -porque le temblaban los labios y el cuerpo y le blanquearon los ojos como si se fuera a desmayar... Pero después de su dictamen, me ofreció, que me quedase y que me iba a hacer curar y qué sé yo cuántas otras cosas lindas me dijo, que ya el servicio que yo le había hecho, no valía dos reales. -¡Qué lástima, D. Carlos, que yo no pueda tocar la guitarra. No, Genaro, eso no debes ni intentarlo siquiera... contestó Méndez enternecido. Porque le aseguro, patrón, que esas bondades me hacen entrar en calor el corazón; y le había de componer a la niña Dolores unas décimas, más lindas que el cielo. Gracias, Genaro. Él había dicho: gracias. ¿Por qué? ¿Acaso las sombras que lo conducían esa noche a su casa, enflaquecido y débil, estaban llenas del viejo mundo de amor, que no había muerto y aquel pobre muchacho había penetrado en su espíritu con la ingenua bondad y había arrancado el crespón, con que él había cubierto la memoria de Dolores del Río? Ella caminaba con él con los grandes ojos iluminando el sendero, y sentía las hebras de su larga y negra cabellera rozarle el rostro -ella misma con su hermosa efigie de mármol... Había adquirido fuerzas. Se apoyaba en aquel brazo mórbido; y miraba su mano blanca extendida sobre el traje de seda oscura, embriagado y estático en aquella contemplación... Dos años habían pasado, desde la noche del baile, sin alegrías preparando en su vida solitaria en aquel abismo de la eterna cavilación, la última hora irreparable... y ella había perdonado, porque le temblaban los labios y el corazón, cuando Genaro le conversó de aquellos recuerdos... Hubieran sido preferibles todos los martirios, antes que aquella honda cosa vacía del tedio. Era mejor, aunque fuese de lejos conservarla consigo para lastimarla a cada rato y maldecirla... y después él se miró en el espíritu y encontró que ella se había ido para siempre, al rato, al día siguiente, porque esos ángeles frágiles y buenos tienen miedo de morir en las criptas oscuras del rencor y del odio y extienden las alas y vuelan lejos, besándonos la frente a pesar de todo. Si se fueran solas y nos dejaran siquiera el recuerdo de la luz de sus ojos y el timbre de la voz argentina o algún fragmento del amable espíritu... para tener algo en que pensar... pero no... Se llevan todo y cuando estamos solos y agachamos la cabeza para escribir, no las encontramos ya, ni ruedan más con la pluma como antes, entre los negros rasgos. Tal vez no son ellas, que se van. Es el orgullo, que pulveriza esos mundos diamantinos y las animadas estatuas, enamoradas de aquellos fulgores, para quedarse solo, sombrío y gigantesco, señor... Después pasa el tiempo. La sangre cae como una gran ría mansa y se detiene sobre el arenal desierto y lo fecunda y las lágrimas de las madres son la fuente del rocío fresco; y crecen las yerbas y reaparecen cantando las angelicales criaturas. ¡Cómo lo acompañaba Dolores esa noche, susurrando las dulces palabras del amor y de la esperanza, mientras él se acercaba a la mancha oscura de su casa de altos y veía de lejos brillar la luz en su dormitorio! Cuando entró, estaba la vieja sentada a los pies de la cama, leyendo el libro con tapa de pergamino, corroído en sus bordes, lleno de viejos cuentos... el volumen de la leyenda. ¿Qué libro es? Preguntó Carlos. Un libro que tiene cien años, contestó la madre, inútil por consiguiente... Bueno, viejita, dijo el médico dándole un beso. No vas a ser irónica esta noche. Escúchame, y se acercó al oído de ella y le dijo cosas, que la hicieron estremecer de alegría... Iré sí, exclamó la madre, mañana si tú quieres, yo le pediré para ti su mano. Una hora más tarde, Catalina llegaba de su cuarto con una vela, hasta la cama del hijo, que dormía tranquilo. La luz iluminaba su rostro y la blancura de su cabello y se estuvo un gran rato, con la cabeza inclinada mirándolo y poco a poco acercó sus labios y lo besó apenas en la frente, cubierta del negro pañuelo de seda... - XI - Conferencias Estaba el abuelo del Río, sentado en el comedor, el viejo guerrero de ochenta años, que tenía en su corazón, como la síntesis de diez generaciones de nobleza. Hizo él también la Patria en las batallas ciclópeas, rojas las laderas de sangre, cuando la razón y el derecho humano dirimieron con la conquista el gran problema. Entró envuelto en su capa en la tiniebla de los cuartos esquivos y misteriosos de las conspiraciones, donde los ecos del sentimiento común se fundían en rojo crisol, transformados en propósitos heroicos y sombríos hasta la muerte. Fue agitador después de las turbulentas asambleas populares, cuando en el vaivén formidable de las muchedumbres tumultuarias, estrepitaban las rabias libres y salvajes. ¡Eran los años juveniles aquellos, en que el ojo ríe y se tiene la barba de seda y oro! Bajo la fría garúa, en la inmortal mañana gris, amaneció la ciudad más temprano y llegaron sus hijos en tropel a la gran plaza. Un murmullo de voces aquí y allá, un rumor largo y sordo, grupos y corros y confundirse de gente y correr agitado de un lado a otro y puños que se levantaban amenazadores y sigilosas y violentas disputas y de repente sonar de un costado griterías atronadoras... Y se oían la diatriba acre, el comentario sarcástico y las palabras burlonas y los epítetos feroces. Iban llegando nuevos grupos y arrojando a la hornaza el vigor de las palabras ardorosas y se veían como ondulaciones en la masa apiñada y ralear de repente y recomponerse en otra parte, no resistiendo a veces el nuevo empuje del gentío rebozante. Estallaban risotadas numerosas y diálogos rápidos y dicharachos plebeyos y mordaces, con silenciosos apretones de manos aquí y allá y palabras de esperanzas y de gloria. Había silencios repentinos y luego palmoteos y reboatos bramando de punta a punta, creciendo hasta el colosal rimbombo, que rodaba en vértigos con la turba heroica y arremolinada, mientras los oradores pululan en medio del tumulto y arrojan el verbo apocalíptico del espíritu nuevo e irritan la pasión generosa. Los gritos de godos, hijos de tal por cual, hendían el aire sibilando y más lejos apóstrofes, que eran como alaridos de rencores seculares y fulminaciones de odios sobre la frente de todos los déspotas del mundo, manchados de sangre y de exterminio. Eran réprobos y aglomeraciones de cosas nefandas y fragmentos del caos ignominioso y miserable, abominaciones incestuosas, que tronchan las alas fulgurantes de los pueblos en marcha hacia el ideal y menguados anacrónicos, que enlodan del honor humano la inmaculada vestimenta, hasta que se hizo una barahúnda, con resonancios prolongados de colmenas enfurecidas, mientras la gente sube y baja las escaleras del cabildo y es atropellada por la muchedumbre, circuida, interrogada, azotada de aquí para allá y se pedía a gritos la presencia de los tribunos, hasta que fueron libres... Asistió a las batallas gigantescas y la victoria bendijo a los soldados, que marchaban cumbres abajo, las filas brillantes, empinadas y movedizas de las bayonetas de cuatro en cuatro. Escribió la Biblia después en el Congreso de Tucumán, emanación ese libro de todas las justicias, fragoroso raudal de la poesía de todos los derechos y más glorias todavía y dilatadas sombras después... Los hermanos contra los hermanos, la lucha de años, bregando todos en las batallas de muerte, por encontrar la fórmula de la vida nacional perenne, porque el edificio de la libertad, se ha hecho con el fosfato de cal de los huesos y con los grumos de sangre, de la mitad de los pueblos, que se despedazan en sus vorágines y la conquistan muriendo... Todos sus hijos habían desaparecido, entenebrada la mente en las luchas civiles, y cuando él construyó su casa en el barrio de Almagro, que era un rincón solitario de aquella patria, que él había cobijado con su cuerpo herido más de una vez, solamente Dolores lo vinculaba a la tierra, de nívea tez de mármol y negra y abundosa cabellera de raso. Tenía la cabeza blanquísima y las canas finas y sedosas corrían echadas hacia atrás, descubriendo la frente amplia, surcada de arrugas transversales. Eran sus ojos negros, rasgados y chispeantes, a pesar del círculo ceniciento y opaco, que había rodeado la córnea y el arco de la ceja izquierda grueso y abultado, sombreaba la órbita, bajando rapidísimo y levantándose cuando conversaba. La barba larga y rizada, y el bigote invadían la mejilla y los pómulos, a semejanza de hermosa cristalización, límpida y nítida y transluciente, que dejaba ver la línea recta de la nariz fina y levantada, esa barba que él solía acariciar, con la mano de piel escamosa, amarillenta y seca jaspeada de manchas pequeñas de cobre viejo. Era su cuerpo encorvado y alto y caminaba con un bastón por la casa, que Dolores había convertido en un nido tibio para abrigarlo. La estufa del comedor estaba prendida en esa noche de invierno. El carbón enrojecido dejaba levantarse a millares lenguas ardientes y azuladas, que volaban rápidas, como a quererse escapar por el caño de zinc negro. Una nube de chispas estallaba dentro de la cuenca de hierro, castañeteando, mientras aparecían llamas más largas y amarillentas, víboras triangulares, que se erguían serpeando y lamiendo un rato la circunferencia y se hundían en brasa. Cada una de ellas murmuraban roncas canciones, que sonaban dentro del caño, como si evocaran viejos rezongos de algún conciliábulo siniestro y doloroso. Al rato se extendió vivísima y quieta, sobre la reja de la estufa, la lumbre escarlata y de cuando en cuando aparecían hilos de fuego en el aire rápidos y fugitivos, en medio del gran reflejo purpurino y crujían chispas a veces, a semejanza de esos tiros lejanos, que se sienten a largos trechos en la noche, que sigue a los combates. Caliente y cariñoso estaba el comedor, con su gran quinqué de queroseno que pendía sobre la mesa, envueltas las barras de hierro, que lo sostenían en tul transparente y azulado, que lo circuía todo, difundiendo las medias tintas de suavísima luz sobre la alfombra espesa, blanda y señorial en su color hoja muerta. Iluminaba el negro cristalero de jacarandá, elevado como una gran torre de ancha base, con columnas y espejo en el centro y elegantes y artísticos tallados de bajorrelieves, a través de cuyos vidrios aparecía la superficie iluminada de los utensilios de plata. Los cortinajes, que descendían desde lo alto de las puertas, que daban al jardín, estaban recogidos en graciosa curva a un lado y otro y dejaban ver los vidrios opacos de humedad, a través de los cuales se discernía lejos en el patio, como en una penumbra, la imagen del comedor y la luz tenue del quinqué y las sombras desvanecidas de los retratos de la familia y la línea tenebrosa y larga de la vieja espada... Dolores, de pie, cerca de una de esas puertas y el abuelo en su sillón de siempre al lado de la estufa. Inclinaba ella un poco su cabeza sobre el pecho y parecía mirar la enmarañada mancha informe de la arboleda del fondo, mientras él jugaba tranquilo y risueño con el borde de su capa, que caía en abollonados pliegues hasta el suelo. Contempló este un rato aquella angelical criatura, que lo rodeaba el día entero con sus cuidados y que lo retenía contento sobre la tierra; y le hacía amar el sol y la vida a él, que solía tener el deseo de dormir en paz al lado de sus hijos, mientras el reloj movía en aquel silencio el péndulo redondo de bronce, arrancando en cada tic-tac un segundo al tiempo, para arrojarlo al pasado. ¿Qué piensas Dolores?, preguntó Del Río. Parece que estuvieses triste. ¡No, papá! (así lo llamaba siempre). Miro la noche serena y fría y veo a través de los vapores del vidrio, levantarse blanca la luna allá lejos, y pienso qué felices somos nosotros, que tenemos fuego y alfombras. Tienes razón. Cuántos hay que trabajan a esta hora con los miembros ateridos y cuántos no saben si habrá mañana pan y calor para sus hijos... Y mientras uno es joven no es nada; la estufa está en la sangre, que hierve. Se sale a la calle, se trabaja y se corre y se toma alcohol como nosotros en las guerras. Pero después ya no es lo mismo; el cuerpo se hace pesado. Tú eres robusto y ágil, papá, interrumpió Dolores. Sí, pero me dan ganas a menudo de quedar quieto y de encogerme en un rincón, para aprovechar todos los átomos de calor, que irradia mi cuerpo. Parece que haciendo eso, pensáramos en la otra quietud más grande y más profunda que está por llegar. Oh, papá querido, tú vivirás muchos años dijo la niña, mirándolo con inquietud. ¡Eh! No tanto, Dolores. Fíjate cómo me gusta estarme al solcito -Te aseguro, que eso me abrasa la ropa y mirá qué diferencia hay entre los que van a vivir mucho y yo... Esta mañana a las doce, estaba yo sentado al sol, con mi sobretodo de pieles y lo vi pasar a Genaro, contento en sus veinte años y en mangas de camisa. ¿A Genaro? Preguntó Dolores con ímpetu. Cómo no: y con un brazo en cabestrillo. Entonces ¿ya está bueno papá? Así parece y yo le pregunté si lo había asistido Valverde, que es el único médico que anda por acá desde que Méndez está enfermo. Ese no, me contestó, como si tuviera rabia. Me vio D. Manuel de Paloche y una vez D. Carlos, que ya está casi bueno. Yo le dije entonces que si Méndez volvería, y me replicó enseguida emocionado: yo lo aseguro, señor del Río, que volverá. Y yo lo extraño mucho, Dolores, y me gusta su carácter impetuoso y sus exaltaciones y oírlo conversar irritado y arrojar anatemas violentos sobre todo lo que es malo..., un poco como yo en aquel gran día, cuando culebreaba como un endemoniado entre los grupos y azuzaba las iras de los amigos. ¿Y cuándo vendrá? Dijo Dolores echándole los brazos al cuello, como si quisiera ocultarse. Con ese mismo tono tuyo me hablaba Genaro. Es que yo te voy a hacer una confesión. ¿Tú, confesiones? Sí, yo. ¿Y cuál? Preguntó sorprendido el viejo. Yo también lo extraño a él... Tú ¿y qué maravilla es esa? Es un caballero a pesar de lo que ha hecho, y un amigo nuestro, y además hace falta que vengan a visitarnos, porque los dos nos quedamos callados un largo rato, como si ya nos hubiéramos dicho todo y los viejos, que vivimos aislados del mundo, necesitamos que nos traigan los ruidos de afuera. ¡Oh papá! Ojalá venga pronto, exclamó Dolores. Y yo también deseo que tú vuelvas a la sociedad, que hace tiempo no frecuentas. Es necesario, porque la vida solitaria entristece y apoca nuestra inteligencia. Y uno se hunde en su propio orgullo y se hace huraño y misántropo y cuando llega a viejo, recién se apercibe, que todo aquel mundo de nuestro espíritu era una ficticia fantasmagoría. Las honestas conversaciones enseñan, corrigen y enaltecen. Sí, contestó la niña, iré otra vez a las fiestas y te llevaré bien abrigadito, encerrado en el coche. Así me gusta que seas siempre; no como este tiempo pasado, en que tú caminabas tan melancólica por la casa y llenabas de pena el corazón de este pobre y viejo amigo tuyo. Dolores lo abrazó y le prometió todo. Ella iba A ser alegre y a cantar el día entero como los pájaros. Volvería a su tocador y a sus trajes ricos y sería la elegante mujer adorable de antes. Asimismo que en invierno había fuego en toda la casa, ella iba a separar las cortinas para que entrara el sol a inundar de luz las habitaciones, porque se piensa mejor y se ama la vida más intensamente entre las claridades tibias. Desde entonces, arrojadas fuera las penumbras y los silencios, las notas del piano correrían de un lado a otro, desatando las divinas armonías, esas filigranas melodiosas, que cuentan baladas de amor y hablan el misterioso y patético lenguaje del cielo lleno de brumas y describen la serena y etérea transparencia de la noche. Porque ella pensaba desde entonces pasear del brazo con su viejo abuelo por las alfombras y admirar aquellos copos blancos y sedosos de su cabeza y pedirle le narrara siempre los episodios de su vida gloriosa. Estarían en el comedor mucho tiempo, delante de aquellos retratos, para que él le contara todas las leyendas de honor de aquellos muertos y las horas vagabundas del exilio y la miseria y el nombre conservado sin tacha. Y de noche hacía propósito de abrigarlo bien. Con su gran boa de lana, envuelto en su capa delante del fuego y sentada sobre un taburete, iba a colocar la nuca sobre sus rodillas para mirarlo y escucharlo y no lo dejaría dormirse como solía hacerlo, llenando el comedor con sus cantos y con su charla apurada, llena de ingenuidades infantiles. Después pensaba llamar al sirviente, hacerle calentar el aposento y planchar las sábanas, para que se acostase, cuando ella hubiera colocado sobre su mesita de noche desparramadas las pocas flores que podía encontrar en el jardín. Enseguida se iba a sentar a su lado, para leerle entretenidas y honestas historias y arrullarlo con su voz melodiosa, hasta que el sueño se apoderase de todo su cuerpo y ella lo viera descansar con el rostro blanco y tranquilo. Porque al fin el invierno crudo había de cesar y ella entonces, abriría las ventanas bajo el sol más tibio, para llamar las ráfagas primaverales henchidas de perfumes y saldría con él del brazo por los rojos senderos del jardín, pidiendo frescuras a la sombra de la arboleda, para que le narrara la novela de aquellas plantas. Desde chicas las había cuidado y sostenido el tallo flexible y débil y había asistido a todos sus misteriosos amores y enfermas y mustias a veces, las regaba, hasta que brotaran flores, anunciando la juvenil resurrección y su mesa se cubría del fruto opimo y sabroso. Entonces en aquellas noches, sentados en el jardín, escuchando los murmullos de la brisa entre las hojas y el gorjear del canario en medio de la luz del comedor, mirarían cruzar los bolidos, como chispas extraviadas en el gran incendio de las constelaciones bajo la infinita majestad del cielo. Y así por mucho tiempo hasta que un día le iba a revelar todo, al viejo sublime y santo... el ímpetu desordenado y celoso de aquel hombre, la marca roja de su muñeca y la angustia de sus noches insomnes... Ella había perdonado y en el abandono visto crecer a pesar de todo su pasión; porque las grandes pesadumbres son generosas y el amor irritado y entristecido se agiganta en la savia amarga y fecunda del dolor y había rezado por él muchas veces en las pensativas oraciones de sus días largos. Ella lo conocía bien; era como un chico bravío de esos que viven y crecen en la calle, chicos semi-salvajes, que no se sabe si tienen padre, ni casa, y que se despedazan a veces enfurecidos el cráneo contra las piedras, pero que son amables y exquisitos en su tierna sensibilidad, cuando la dulzura los llama, y la blandicia les roza la frente oscura y les cierra los ojos el beso de la mujer. ¡Si él volviera! Ella iba a mitigar el ímpetu acerbo de su espíritu, rayo de luz de sus noches; y sentía entonces ser más que su novia, una afectuosa y grande alma de madre, meciendo la cuna enorme celestial de penumbras, donde estaba acostado el gigante vencido y feliz, agrupado su cuerpo bajo el mismo delicioso de la inefable caricia. Daban las nueve de la noche en el silencio del comedor. El viejo sentado en el sillón, se había dejado vencer por el sueño y Dolores detrás de él apoyada al respaldo tenía la mano perdida entre sus cabellos blancos. Se sintió entre los toques de la hora el brusco rodar de un coche, un portazo, las vibraciones ruidosas de la campanilla y al rato entró un sirviente con una tarjeta que Dolores leyó. Decía: Catalina Méndez. ¿La haremos pasar a la sala papá?, dijo la niña, enseñándole la tarjeta al viejo, que se había despertado sobresaltado... No, hija mía, aquí.- En la sala entran todos, hasta los indiferentes, los enemigos y los tontos. Esta es la pieza en que la voy a recibir. Es una amiga de nuestra casa. Ella debe estar aquí entre el calor, que nos abriga a todos y se adelantó a recibir a la señora, que entraba. Esta abrazó y besó a Dolores en la mejilla y extendió la mano hacia el viejo, que la apretó temblando y arrimó un sillón, haciéndola sentar cerca de la estufa. ¿Qué felicidad es esta, doña Catalina? ¡Pocas veces esta casa habrá recibido honor más grande! ¡Ojalá! Sea tanta la felicidad, contestó la señora, como es grande su renombre. Antes, dijo del Río, en esta ciudad, cada uno era un glorioso, de erguido y temerario rostro y había hazañas en las páginas del libro de nuestras familias, cuando desafiábamos airados las inciertas oscuridades del porvenir, la mano puesta sobre el puño de la espada. Ahora no es así... Somos viejos y muy poca gente se acuerda de nosotros. Así son las cosas. Para que lo vean a uno es necesario mostrarse a cada rato. La humanidad olvida fácilmente, sobre todo a los que se esconden y después no hay derecho de exigirles tampoco que sepan, qué color tenía aquella sangre, que derramamos en los campos de batalla... Hace tanto tiempo de eso... el color se desvanece y la sangre se la comen los prados y se la llevan los ríos para siempre. Qué ideas tan tristes tiene Vd. esta noche, señor del Río, interrumpió Catalina. ¿Y si eso no fuera olvido? ¿Si fuera demasiado que hacer? Fíjese que aquí cada uno hace varias cosas a la vez. Todos corren y viven agitados y ansiosos, como si cada cual quisiera dejar una huella profunda de su paso... Eso que se llama ambición en muchos y que se combate tanto, no es para nosotros sino la necesidad fatal de llegar pronto a alguna cosa grande... Eso es nuestro purgatorio... Cómo alientan sus palabras, replicó del Río; yo veo en ellas el espíritu altivo de su familia. Porque os necesario reflexionar, seguía la señora como dominada por aquella idea... A mí se me ocurre, que todos estos apuros derivan de este desequilibrio: somos demasiado pocos y tenemos un país demasiado mucho y perdone Vd. esta fraseología paradójica. Por las enseñanzas, dijo el abuelo, que derivan de sus palabras, yo le decía a Dolores hace un rato, que las visitas de los buenos amigos dan alegría y valor... Porque nuestra vida es un poco monótona; hay que confesarlo. Imagínese que cuando Vd. llegó, yo estaba dormido al lado de ésta... Y hay que ver que mi hija ha cambiado mucho de un tiempo a esta parte y eso me ha hecho más soportable vivir. Pero, papá, interrumpió la niña ruborizada, ¿por qué le dices estas cosas a la señora? ¡Oh! Déjelo que hable, hija mía, contestó Catalina. A los viejos es necesario no contradecirnos; nos gustan que nos acaricien y nos adulen, si no nos ponemos nerviosos como chicos mal criados. Rétela, Catalina. Si Vd. supiera lo que me ha hecho sufrir. Yo no, contestó Dolores. Son cosas de su cabeza, señora. Papá siempre cree, que es cierto todo lo que piensa de mí... Con que creo ¿no? Figúrese que siempre quería quedarse sola y no ir a fiestas y de repente la sorprendía en su cuarto, como si hubiera sollozado y unas extremas sensibilidades por cualquier desventura, que le narrasen y yo veía que todas esas ternuras la estaban dejando transparente. Qué ridiculeces, papá. Yo me enojo contigo y me voy, dijo sonriendo Dolores y poniendo el dedo índice, sobre sus labios, agregó: me voy a preparar el té. Pero tú no le cuentes más estas cosas a la señora; porque se va a aburrir y no te visitará más -y se retiró sonriendo y saludando con las mejillas sonrosadas y sintió en su espíritu como una cosa alegre, que la hacía caminar ligero por la casa y al llegar a su dormitorio iluminado, se miró en el espejo y se comprimió con las palmas el cabello en las sienes, moviendo rápidamente con cierta coquetería la cabeza a un lado y otro. Hermosa y buena, dijo el viejo cuando hubo salido Dolores... Si no fuera por ella me hubiera muerto quizá... -¿Vd. nunca ha pensado, señor del Río, que algún día podría irse de su casa? -Sí, alguna vez. Al fin eso es lógico. Yo he visto pues lo que sucede con las que se quedan solteras. Parece que estuvieran de más en todas partes y suelen caer en último término, a las casas de cuñadas perversas y son objeto, casi siempre de una conmiseración burlona. Es un porvenir nada agradable. Sin contar, agregó Catalina, que suelen quedar solas y sin amparo y condenadas a vivir retraídas de la casa a la iglesia, llevando una existencia estéril y nerviosa. -En fin, si eso sucediera, si se fuese Dolores algún día, contestó el viejo con voz temblorosa, yo tendría, lo digo ingenuamente uno de los disgustos más grandes de mi vida. Para nosotros, que estamos tan viejos, son seres muy necesarios. Saben y hacen todo y la previenen a Vd. en sus deseos, consiguiendo alejarlo de esta manera, de todas las pequeñas molestias, que los detalles de la vida acarrean consigo y lo hacen vivir dentro de la órbita tranquila de sus espíritus, como si supieran que cuanto más anciano es uno, más necesita que lo acaricien y le perdonen muchas cosas... pero también creo que no hay el derecho de ser egoístas... Me alegro encontrarlo tranquilo en estas reflexiones, dijo Catalina, porque yo traigo una misión ardua y delicada. En sus manos finas de embajadora elegante, ninguna misión puede perderse, contestó sonriendo del Río. Gracias, mi viejo amigo, por su galantería, pero lo invito a que se fije que se trata de cosas muy serias. Me pone en cuidado, Catalina. ¿Qué hay? Hay, que mi hijo quiere volver a su casa... ¿Pero cómo no? Eso mismo le decía hace un momento a mi nieta... ese deseo de que él volviera. Pero hay también, señor del Río, que el doctor Carlos Méndez pide por mi intermedio la mano de la señorita Dolores del Río. ¿Eh? ¡Qué dice Vd., señora! Contestó el viejo con tono agrio, parándose y mirándosela intensamente. ¿La mano de Dolores? ¿Casi sin que se conozcan ellos? Porque al fin se han visto dos o tres meses a intervalos y no parecía pues que... Y después él se ha retirado y en esta casa ya no se ha sabido nada -a no ser que esas tristezas de Dolores derivasen de disgustos. ¿Pero si ellos no se aman, señora? ¿Dónde? ¿Y cuándo? ¿Y en qué tiempo? ¿Su mano? No: es imposible. Confiese que ha tomado Vd., señora, el papel de diplomático a lo serio y esta es una estratagema suya. El viejo había levantado su cabeza y se paseaba por el comedor y todo lo hablaba con precipitación, como si tratara de aturdirse y como si hubiera visto claro en muchos acontecimientos extraños y misteriosos... Aquellos cambios de carácter de su nieta, el piano cerrado tanto tiempo, la vivacidad juvenil perdida, su paso lentísimo por la casa y ciertos crujidos como de páginas de libros, que ella estuviera leyendo y dando vueltas a altas horas de la noche, cuando él ya estaba cansado de dormir... que se conocía, que estaba despierta y él oía desde sus cuartos los pasos de ella lejanos y callados. Se acordaba de ese desorden de su casa y un abandono que no había visto antes. A veces hacía decir que estaba enferma y sus ojos negros habían adquirido una expresión de amargura tan grande en aquel rostro palidísimo. ¡Pobre viejo inservible que no había comprendido aquel dolor mudo y había visto caminar por su casa tanto tiempo aquella hermosa tristeza, sin tener para ella la dulce ternura, que tanto agradecen las almas, que no pueden decir que sufren... El viejo volvió de sus pensamientos y vio a Catalina Méndez, parada enfrente de él, contemplando, con la cabeza inclinada, como si perdonara aquel soliloquio. Señora, pido a Vd. disculpa por mis distracciones dijo el abuelo; pero me parece que Dolores debe saber esto antes. Ya esperaba, Señor del Río, esta contestación suya, porque estas pasiones son heridas desgarradas, sobre las cuales los padres no deben pasar la mano áspera, para que no se trasformen en frenesíes violentos y comprimidos, que anonaden y maten. ¡Nunca! exclamó el Río. Los viejos son los que deben morir. ¿Ha visto Vd., Catalina, cómo se desgaja el ombú, que no tiene savia? Sus ramas más agudas se agachan, sin hojas y cenicientas hace tiempo y penden resquebrajadas, moviéndose en el viento; las otras resecas y ásperas, mostrando las puntas de su trama desfibrada se hienden en canal a lo largo, carcomidas aquí y allá, mientras el tronco va desapareciendo a trozos, dejando gigantescas cuevas oscuras, hasta que no queda a flor de tierra sino un cráter amarillento coronado de puntas y ángulos. Así debemos irnos nosotros... a pedazos, y dejar claridades y humus para las plantas juveniles. Señor del Río, interrumpió Catalina, sus palabras son dolorosas y extraviadas. ¿Y qué queréis que os diga Catalina? ¿Que mienta resignaciones que no tengo? Nunca haré eso. Yo he visto morir a todos mis hijos uno después de otro, sin derramar una lágrima. Mi cuerpo se ha envejecido y está seco como el ombú, y tengo en el corazón cuevas oscuras, cavadas por los arañazos y los desgarramientos de sesenta años de combates. Nada ha quebrado hasta ahora el fiero vigor de mi espíritu. Sé que mis años están contados y asimismo esa sombra eterna, que va a llegar no me asusta. Yo soy un intrépido, Catalina... y el viejo levantó su cuerpo en medio de la luz azulada y arrojó hacia atrás su cabeza soberbia y brillaron los ojos con todas las audacias del esplendor, mientras los músculos de su frente crispados aceptaban el nuevo reto del martirio. Como eran grandes, los hombres de entonces, exclamó Catalina, arrebatada ella también por el ímpetu de aquella palabra magnánima... Yo inclino mi cabeza delante de todas las memorias, que Vd. ha evocado y que tienen tantos temblores de heroísmo y quiero besar su mano agradecida por este nuevo sacrificio. No, Catalina; no me diga estas cosas, porque yo pertenezco a ese grupo de hombres que se enternecen con las palabras de la dulzura... Yo cedo por ella... por los dos, que van a empezar ahora a vivir y a sufrir... y me cuesta no digo que no, porque al fin este cariño mío por Dolores, era una sensación perenne de lánguida y sollozante ternura, como si yo fuera un desventurado pordiosero y no un hombre... y yo no he sido varonil, ni he tenido en este caso la fortaleza, como con mis hijos y cuando pensaba que podía perderla, el corazón se me ponía triste y se me llenaban los ojos de lágrimas... En ese momento entró Dolores, seguida del sirviente, que traía una gran bandeja cincelada de flores y abigarrados arabescos y sobre rosadas servilletas las tazas de té de porcelana. Ella sirvió a los dos viejos, que estaban parados en el medio del comedor y tomó su taza, yendo a sentarse un poco lejos, como si no quisiera interrumpir el diálogo; pero ellos quedaron en silencio y levantaban entre sorbo y sorbo los ojos a mirarla. Al fin la llamó del Río y le dijo: El Dr. Méndez... Si, papá, interrumpió turbada la niña. El Doctor, pues, siguió el abuelo, pide permiso para volver a nuestra casa. Tú me has dicho que deseabas eso, dijo Dolores. Y además, balbuceó el viejo, por intermedio de la Señora pide tu mano. ¿Yo? No sé... Tú lo estimas y lo quieres, decía a saltos bruscos la niña. Dijiste que era un caballero... pero yo haré lo que tú desees... Un rato después, Genaro, tieso sobre el pescante, llegó a casa de Méndez y vio a éste salir ansioso a abrazar a la madre y oyó que la Señora le repetía: «Sí, muchacho sí, que vuelvas». El abuelo del Río se retiró lentamente hacia su dormitorio. Estaba distraído y sus sensaciones lo absorbían, sintiendo fuera pequeño su pecho, comprimido por aquella garra áspera. Llevaba erguida su cabeza alta y brillante, como emergiendo de la zona oscura de la capa, que lo envolvía y al llegar al umbral, sintió roces ligeros sobre la alfombra, como si alguien lo siguiese. Era Dolores, que le preguntaba detrás de él, por qué no le había dado el beso de despedida como lo hacía siempre. Un olvido, hija mía. Aquí está y le besó la frente. Hubo un rato de silencio. Tú estás triste, empezó Dolores. Yo no quiero que suceda eso. ¡Oh, no! Dolores, contestó Del Río. Sí, sí yo te conozco. No has sido amable con tu nieta. ¿Por qué está triste, mi viejo papá querido? Agregó la niña, abrazándolo del cuello en medio de las infantiles entonaciones de su voz tiernísima. Es que las novedades de esta noche, Dolores, han sido tan extrañas y me preocupa tanto la nueva vida que va a empezar para ti... Tú comprendes que es muy natural este olvido en mí. Pero este rato de conversación contigo me alegra el espíritu. Te daré otro beso más y hacemos las paces... El viejo acercó sus labios a los cabellos negros de la nieta, inclinando su cabeza y fue aquel cuadro una lluvia finísima de hebras y copos níveos y lucientes que le acariciaron el rostro de mármol; su cabellera negra destacándose en medio de aquel aéreo y juguetón encaje de armiño. Dolores entró a su dormitorio, cuando el reloj daba la media noche, mientras una vela de estearina, alta sobre el candelero de cristal, iluminaba el cuarto, la llama triangular y viva lejos, serena y fija detrás de los espejos lucientes. Se arrodilló en el reclinatorio a rezar sus oraciones, pero su espíritu no encontró al recogimiento. Había fiestas en su cabeza y panoramas de inquietos júbilos y todo aquel silencio parecía cruzado de estremecedoras sinfonías. Se acostó y cerró los ojos, como si tuviera miedo, que aquel ensueño se desvaneciera y entonces vio llenarse de fulgores el ambiente y brillar el gran cuadro de bronce de la blanca y semidesnuda pecadora salvada del naufragio eterno, que estaba colgada frente a su cama y todo aquel mar agitado gigantesco se aplanaba lejos en largas y mansas ondulaciones, transformado el espumaje revuelto, que azotaba el escollo en una blanca superficie tranquila, que se hamacaba con blandos vaivenes y quietos murmullos. Alrededor de la rompiente las aguas hacían vibrar en su seno, como una orquesta de violines escondidos. Ella veía a través de la diafaneidad de esmeralda una multitud de dioses mover los arcos lentísimos y distinguía sus trajes de algas perfumados de salinas emanaciones, los brazos desnudos de coral y sentía crujidos de espumas y chocar de perlas, como si acudieran en tropel a rodearla para alejar de su mirada el divino concierto. Ella los oía como si estuviera ebria del mareo de las ondas y bajo el plácido éter diáfano, aparecía en su sueño corriendo hacia la playa una vela cándida, tendida al viento, mientras la glauca planicie estaba dormida y desmayada en el beso del sol. En la ribera se oyen lejanos y alegres cantares y la novia, la cabeza circundada de la flor del naranjo, arroja a la barca, que resbala, la larga faja del tul... Erguido sobre la proa, el gallardo y juvenil navegante... Ha cruzado los peligros del mar entre las hondas negruras de los ciclones, cuando estos silban y ladran sus bárbaros peanes, que rimbomban lejos, lejos y sacuden el aire caliginoso, que tiembla saltando de espanto... a través de la borrasca... de los bufidos exterminadores de la borrasca, que modela aquí y allá, por todas partes las ondulantes cordilleras, que suben y bajan la cresta de espumas. Contempla desde el crujiente maderamen de su buque las jarcias rotas, las velas rajadas y las parábolas rápidas y violentas de los mástiles que se acuestan al fin en la brusca tiniebla naufrágica... ¡Oh felices! ¡Los que han encontrado en la barca salvada, donde descansar el cuerpo yerto! ¡Cómo besa el velo perfumado el navegante! ¡Cómo salta a la playa, y cae de rodillas en la estática contemplación de aquel ensueño de amor de sus largas noches marinas! ¡Cómo murmuran lentamente las ondas la oda nupcial bajo el plácido azul! Dolores salió en la mañana al jardín, mientras Genaro llegaba con una carta, que le alcanzó con el sombrero en la mano. Era sencilla y corta; y tenía perfumes de violeta. Estuvo mirando un rato el sobre, que estaba escrito con su letra sobre el rosado color. Al retirarse dijo a Genaro: que está bien... que lo esperamos y lo miró irse, acordándose de aquel día, en que ella lo había seguido, cuando se llevaba todos sus recuerdos... - XII - En la facultad de medicina Examen de D. Manuel de Paloche y otras alcurnias Fue un gran día aquel para la Facultad de Medicina. D. Manuel de Paloche y otras alcurnias cumplía cuarenta años y debía repetir su examen de anatomía. Los estudiantes preparaban la algazara formidable. Durante ese año, en que D. Manuel frecuentaba día a día la clase, habían tenido tiempo de conocer el atropellado desbarajuste de aquella inteligencia. Era la segunda vez que repetía la prueba y comentaban en anécdotas risueñas sus contestaciones disparatadas, llenas a veces de profunda intención. Sorprendía su manera sentenciosa y solemne de decir algunas cosas y revelaba en sus contestaciones cierto corte original de pensador. Sabían los estudiantes, que Paloche no había podido retener la anatomía porque había ido perdiendo la memoria, a medida que el juicio iba tomando las de Villadiego. Toda esa endiablada trama del cuerpo humano con vislumbres de púrpura caliente, la red intrincada del sistema nervioso, arrojando filetes en todas direcciones cargados de las emanaciones vibrantes de la vida para la nutrición y el movimiento y la masa roja y resbaladiza de los músculos habían perturbado su cerebro. El esqueleto bailaba en la noche al lado de su cama la danza macabra y él buscaba sin encontrarlos muchas veces los nombres de sus caras, bordes, epífisis y apófisis y agujeros. De repente iba caminando y lo perseguía un ojo. Blanqueaba delante de su pupila con el grande óvalo y se iluminaba por dentro en el resplandor rojo de la retina. Paloche veía amenazas en aquel color escarlata y daba una tendida violenta; pero las visiones se multiplicaban y aparecían en todas partes pupilas burlonas y agachadas como en acecho. Paloche sacudía sus hombros diciendo: ya triunfaré, y seguía su camino. Tropezaba de repente en el cono rojo del corazón. Oía el tic-tac que parecía un rezongo siniestro de derrota, y veía el torbellino de la sangre, atormentado por la necesidad de arrojar la vida a la célula, surcar los canales nacarados de las arterias, cuyos nombres había olvidado. No importa, adelante; yo daré examen, pensaba y cuando despertaba en su dormir agitado, sentía dentro del pecho el sonido rítmico y espeluznante: tic-tac-tic-tac. A veces estaba tranquilo estudiando y recibía con temblores la visita del cerebro, ese gran señor olímpico del organismo. Se detenía al lado de él con los extraños culebreos de su trama delicada, blanda y marmórea partido en dos, como si eso fuera el espíritu humano; la mitad sensatez y luz y la mitad demencia y sombras. Él se hundía en sus meditaciones. Confesaba que no sabía el cerebro. Lo único que se acordaba era la situación de esa fresa roja de la glándula pineal y eso porque según el sabio aquel estaba escondida allí el alma. Gracias a la naturaleza que la metió donde no se viera. ¡Qué rasgo de genio! ¡Miren ustedes, pensaba D. Manuel, si estuviera en los ojos, como dicen muchos, aleteando en plena luz! ¡Qué espectáculos desagradables!... Paloche era ilustrado. Había leído mucho. Se deleitaba en los grandes hechos históricos. Encontraba sublime la pasión de Jesús. Veía la gran trayectoria de la cruz a través de los siglos, pero cuando estudiaba las curaciones rápidas de esos enfermos, arrodillados a los pies del Nazareno, implorando salud, no encontraba lógico el milagro. ¿Para qué ese divino derecho? ¿No era mejor haber buscado el remedio universal en la naturaleza y haberlo trasmitido a la posteridad? ¡Si él lo encontrara! ¡Qué gloria y qué riqueza! Se hizo caminador de la campaña y volvía a su casa con grandes atados de yerbas. Compró retortas, hornos y morteros. Parecía un alquimista y pasaba a veces la noche, mirando la ebullición de sus pócimas. Creía, que en algunas de aquellas condensaciones oscuras iba a encontrar la panacea y fue el precursor de los partidarios de la quinta esencia, y de esos tranquilos sabios de las diluciones infinitesimales. Tuvo enfermos, que tragaron aquello y sucedió lo de siempre. Unos curaban y otros morían. Ninguna de esas cosas suyas era la panacea. Era necesario buscarla en otro principio. Despertaré la vida moribunda con el movimiento, decía. Asomó el masaje, pero para eso era necesario tener un título para librarse de muchas majaderías... Ya no estaba aquel malvado Valverde para certificar las defunciones. Se matriculó en la Facultad. Al principio suscitó el asombro. Era la primera vez que había un discípulo de esa edad y los estudiantes lo miraban como a un animal curioso. D. Manuel de Paloche llegaba siempre, con su libro de anatomía debajo del brazo y conversaba con los muchachos mucho tiempo. Estos le vieron al rato la tecla en la punta de la nariz y la hicieron sonar... Paloche se destornillaba entonces... Narraba sus curas milagrosas. Definía el masaje y lo dividía en capítulos desde el vaivén suave, con la blandura de la caricia, que cura las palpitaciones y las gastralgias, hasta el brutal apretón que despega las coyunturas crónicamente enfermas. Tomaba actitudes de exorcistas y era un elocuente narrador de su manía. Llegaba a la Facultad con su aire de buen hombre, la galera en la nuca, la nariz arremangada y corta, los ojos vivos y pequeños. Fuera de aquello era reflexivo y hasta risueño y jocoso cuando olvidaba sus desgracias. De cuando en cuando algún chispazo de filósofo... Ese día lo rodearon todos. Estaba más parlero que de costumbre. Empezó a juzgarlo todo, profesores, ciencia y estudiantes. Hizo con brillantes coloridos la psicología del Pan francés . Los muchachos lo escuchaban. Es una arma terrible en manos de ustedes, exclamaba Paloche. Es la sátira escrita con los pies y la ironía, que flagela con polvo y ruido el rostro del maestro. A veces aquel sonido acompasado, que se inicia tímido aquí y allá y puede llegar hasta el estampido, significa el desenfreno del espíritu, jocoso por su uniformidad y violento por su fuerza, que anonada la timidez, achata la ignorancia y arroja lodo y baldones al profesor tiranuelo. Con estos últimos, sobre todo, no se gastan palabras y entonces el pan francés podría sintetizar todas las reacciones y todos los denuestos. Es la audacia y la protesta y el guante arrojado altivamente al orden y a la disciplina y el porvenir tal vez entregado a las seriedades y a la sabiduría de relumbrón. Al lado del niño, que borronea el cuaderno y corroe el libro en sus bordes, el adolescente ha encontrado esta mueca, sin conocer tal vez su espíritu espléndido y filosófico, sin saber que en el fondo es una mezcla de amena e insolente procacidad y de los últimos retozones infantiles; una síntesis que condensa el prurito de la burla y es la chacota y la ira y la impaciencia y la lluvia de mordientes alfilerazos. Bravo, gritaron todos, aplaudiendo al cantor de la elocuencia unísona del taco y D. Manuel estrechaba las manos de cada uno recibiendo todo género de buenos augurios para su examen... Con gentil continente y sin par donaire y ademán tranquilo y sosegado, caminando con su libro de anatomía debajo del brazo y el gesto placentero, se sentó D. Manuel de Paloche y otras alcurnias al lado de la mesa de exámenes. Presidía el Dr. Polifemo. Era la sala una vasta pieza rectangular y angosta, cuyas paredes se levantaban empapeladas, ostentando aquí y allá retratos, las glorias médicas allí conservadas -y se unían al techo blanco y liso con festones de flores de yeso en su bordes y corona grande en el medio, de donde pendía oscilando una lámpara. En el centro del rectángulo adherido a la pared un púlpito, con anchas figuras alegóricas y las sillas dispuestas en hileras, dando frente a la mesa. El doctor Polifemo tosió, señalando uno de los examinadores. El cerebro, dijo éste muy serio. Órgano del pensamiento, contestó enseguida D. Manuel, aunque no rece la doctrina con la religión cristiana. No se le pregunta eso, dijo frunciendo el entrecejo el profesor... Siga Vd... anatomía del cerebro. Y asiento del espíritu, que los sabios colocan... Vuelvo a repetirle... anatomía del cerebro. Eso contesto pues, señor, replicó Paloche irritado. Se sentían risas comprimidas. Porque yo no soy, seguía éste, de los que se someten a aceptar opiniones, sin discutirlas y al fin creo que deben siquiera dejarle a uno la libertad de hablar. Las risas se acentuaron. Recapacite, señor Paloche, y cíñase a la pregunta. Estoy ceñido, señor profesor. Pero antes de entrar al fondo del asunto, hago observar, que un órgano de tanta importancia, merece sus consideraciones psicológicas. No divague... al grano, al grano, señor. No es divagar hacer psicología, contestó recio Paloche. Basta, rugía Polifemo y tosió. Las risas se multiplicaron con cierta seguidilla sorda. El doctor Polifemo indicó a otro profesor, para que examinara... El corazón, señor. En este caso, no voy a empezar con la vulgaridad de que es un músculo hueco, porque esto repugna a la altivez de mi alcurnia intelectual. Prefiero decir que es allí donde los sentimientos tienen su nido palpitante. Está Vd. dando examen de anatomía, dijo Polifemo. Pase lo de músculo hueco, contestó Paloche, pero no puedo dejar en silencio las relaciones que tiene con el cerebro, por sus nervios, arterias y venas. ¿Cómo se llaman? Preguntó el profesor. En este momento se había hecho en la clase un poco de silencio. La aorta y las carótidas, contestó D. Manuel triunfante y las venas... las venas... Paloche no se acordaba y retiró su cabeza hacia atrás. Portas: sopló un estudiante. Portas replicó Paloche... Hubo como un espasmo de todos los tórax, como un salto brusco del diafragma mientras éste seguía impertérrito: tanto señor profesor que los antiguos las llamaban: porta malorum como que los males de la humanidad nacen de los sentimientos exagerados y de la exacerbación de las pasiones... Basta, señor, basta. Esto es insoportable decía el profesor, en momentos en que estalló sonora e irresistible la carcajada. El doctor Polifemo se apretó el vientre, para no reírse y tosió con toda calma y señaló a otro de los profesores. Era necesario agotar todos los medios para que el fallo fuese justo. Este levantó un hueso y dijo: ¿El esfenoides, señor? ¡Ah! Sí. Hueso largo. ¿Qué dice? Corto, señor profesor, base del cráneo y... Le pregunto, dijo el profesor, revolviéndose con rencor en el sillón, la anatomía del hueso, sus relaciones y órganos que lo atraviesan. Estábamos en los preludios del pan francés . Algún tacazo aquí y allá, ciertas cepilladas tímidas del piso y una atmósfera de inquietud y de algazara. Como venía diciendo, contestó Paloche, ese hueso forma la base del cráneo, y su cara superior lleva el nombre de silla turca, con ese bárbaro exotismo y con esa nomenclatura de ultratumba, que nos ha sido regalada por los autores, porque si uno piensa con serenidad no puede menos que criticar acerbamente... Basta, basta, repetía el profesor levantándose. Polifemo tosió, agitó la campanilla con sonido estentóreo, mientras un ¡hurra!, de palmoteos, y de carcajadas y de retumbamientos del piso desordenado, saludó las últimas palabras de D. Manuel de Paloche, que movía la cabeza a un lado y otro, repitiendo: Estaba escrito. Tan luego este maldito esfenoides, que nunca me lo pude meter en la cabeza. D. Manuel se retiró entristecido. El esfenoides lo perseguía y se le hincaban en las carnes sus apófisis. Llegó a su casa desvencijada al caer la tarde. En su rincón acurrucada estaba la mujer demente mientras Adela, la última hija leía un libro le medicina. Paloche entró con violencia y se lo arrebató y lo arrojó al medio del patio. Enseguida abrió su biblioteca y fueron los volúmenes uno tras otros a sacudirse desencuadernados contra el cerco de moras. Volaron los morteros y las retortas de vidrio y los tubos de ensayo y los matraces y se hicieron añicos retumbando por el piso de ladrillo. Aferró un hacha y mientras las mujeres se retiraban asustadas al fondo, D. Manuel hizo saltar los vidrios de la biblioteca y rajó a lo largo sus tablas y las despedazó en fragmentos. El barrio se llenó de rumores, mientras los lanzaba fuera. Corrió a la caballeriza, donde el jamelgo tordillo, blanco, flaco y sucio comía con el pescuezo estirado y se echó al hombro un gran montón de paja. Colocada en el medio del patio, después de haberle agregado las bolsas, que contenían sus yerbas milagrosas, le prendió fuego. Comenzó el crepitar estridente y humo en grandes globos oscuros, que se atropellaban arriba y la llamarada a cundir en devoradoras líneas ardientes, hasta que se produjo un rumoroso resoplido. Eran cenizas y chispas, que saltaban arrebatadas por las columnas de fuego, que habían hecho una colosal hornaza, mientras los fragmentos de la madera se encendían arrojando humo de sus puntas. Se veía en aquel esplendor la silueta oscura de Paloche caminar agachada aquí y allá y recoger los libros y tirarlos al fuego desencuadernados. Este recrudecía a cada rato en violenta llamarada, apoderándose de ellos devastador y voraz mientras, caída la noche los reflejos de la hoguera se dilataban lejos, iluminando las quintas vecinas. Todo el barrio acudió a la casa de D. Manuel y penetraron muchos al patio y querían apoderarse del pozo, para apagar el incendio. Pero la figura amenazadora de Paloche, que caminaba alrededor del brocal de ladrillo con el balde en la mano los contenía. Carlos Méndez llegó también acompañado de Genaro. Todos los que estaban por allí en el tumulto aquel le abrieron paso, mientras el rostro de Paloche se serenaba. Méndez le dio la mano y las gracias por el señalado servicio, que habían recibido aquella funesta noche. -Nada, nada, doctor, son deberes de compañerismo, dijo D, Manuel... Imagínese que estos individuos querían impedirme quemar los libros. -Pero ¿por qué hace Vd. eso? Preguntó el médico. ¿Por qué? ¿Y Vd. no sabe? Esto estaba escrito, D. Carlos. -No entiendo. -Los he incinerado por inútiles. -Le confieso, que no alcanzo las razones de este acto. -Yo le explicaré. Para curar enfermos es lo mismo tener libros, que no tenerlos. La naturaleza es la que cura. -Me permito no pensar como Vd. tan en absoluto, decía con toda tranquilidad el doctor Méndez. -Y después seguía Paloche, tenga Vd. la desgracia de ser un intelectual y hágase un sabio. Eso bastará para que nadie lo llame. -Lo encuentro escéptico como los viejos médicos. Yo creía, D. Manuel, verlo más juvenil y contento. -¿Yo, contento? ¿Ha gozado Vd. la completa alegría alguna vez? Vd. tiene treinta años y ha encontrado razonable pegarse un tiro. Yo le pregunto ahora si las tristezas y los ímpetus que le agitan a uno la cabeza, no lo han encanecido prematuramente. -Es cierto, contestó Méndez. -¿Quiere Vd. estar contento? Yo le voy a decir lo que tiene que hacer. Busque el sueño que significa la inconsciencia. Atúrdase en la orgía, donde los sentidos fascinados lo arrebaten fuera de su ser moral. Embriáguese de vino, de perfumes y de melodías; tenga el espasmo del goce y la ausencia frenética de un cuarto de hora. Así será feliz. -Pero ¿quién es Vd.? Preguntó Méndez, asombrado de aquella figura extraña, que se erguía iluminada. -Escuche toda la historia. No me interrumpa. Después se lo voy a decir. Ya los rumores de la fiesta se han desvanecido y Vd. ha vuelto al silencio de su casa. Por la mañana ha despertado de su sueño. Aparece entonces la grima y le empieza a lastimar el pecho. Camina con Vd. y se sientan a su lado en la mesa y es la profunda cosa amarga y el más allá, que le tortura la cabeza cada minuto y que Vd. no conseguirá nunca... -Confieso, agregó Méndez, que yo no lo conocía a Vd. bajo esta faz... -Por eso me pregunta quién soy. Bueno. -Yo soy un loco. Pero yo también querría que me enseñaran un hombre cuerdo... No levante la mano para decirme que no es cierto... Yo he vivido oscuro y virtuoso mucho tiempo. Pero tengo, como casi todos mi demonio, que me hace salir de quicio. Veo la vida de los demás como un sueño embriagador y eso me entristece. Yo me siento pequeño y necesito ser como ellos; quiero renombre y riquezas. Entonces leo todo lo que encuentro a mano y no como, ni duermo, ni descanso. Me preocupa la idea de los enfermos; empiezo a asistir y observo que muchos se curan en mis manos, sin conocer yo la enfermedad... Me hago herborista, buscando la panacea con paciencia y tenacidad. No me da resultados y resuelvo estudiar. Doy examen y se pretende que yo me atasque la memoria con nombres bárbaros y entonces los profesores apalean mi inteligencia y la revolucionaria manera de raciocinar sobre los órganos... Pero esta derrota no destruirá mi iniciativa y no hará morir mi panacea. -Vd. tiene una panacea y ha quemado sus libros, ¿cómo se explica eso? Dijo Méndez. -Sí, la tengo y yo la haré célebre y para qué necesito libros. Yo los tengo aquí y se dio un gran golpe en la frente. -¿Vd. la hará célebre? dice... -Sí, yo... porque en este mundo nadie le va a dar a Vd. la mano para levantarlo. -¿Y de qué manera? Preguntó el médico. -Escribiendo. -Pero para eso se necesita inclinación y saber hacerlo. -Yo estudiaré. Escribiré prosa y haré versos. -Dios lo libre, señor Paloche. -Escribiré un poema épico sobre mi panacea. -Le aconsejo que no lo haga, dijo Méndez, que veía volver la locura y temía alguna exaltación. -Que sí, repetía Paloche. Treinta cantos... Las curas maravillosas y citaré los casos extraordinarios. Seré el gran terapeutista milagroso. -Pero ¿no sería mejor, dijo Méndez, que Vd. volviera a cuidar las tierras de sus padres? ¿No le daría más tranquilidad eso? -¿Las tierras? A mí. No me conoce Vd. Ahí está mi hijo Juan, un degenerado, indigno de su prosapia, metido en la chacra el día entero detrás del arado. A mí. ¡Bah! ¿A un Paloche? Con esos consejos no vamos a conservar la amistad, D. Carlos -y le extendió la mano como para despedirle. Méndez la estrechó con gran pena, meditando sobre la suerte de tantos, que son y no parecen, como D. Manuel de Paloche y los veía salirse fuera de su círculo y desmoronar sus casas y perderse para siempre... - XIII - Idilio Estaban sentados los dos en la sala de la casa del Río, en esa noche fría de julio, él con su levita negra cruzada y abotonada hasta abajo, el cuello alto y blanquísimo, rozando la barba oscura, mientras el gran moño de la corbata de raso salida adelante, prendido el alfiler de oro, que engastaba un topacio cuadrado de suave y transparente luz amarillenta. Eran sus ojos grandes y castaños de dulce y triste mirar esa noche, como si tuvieran destellos de aquel su espíritu pensativo y reflejaran el cansancio de sus soliloquios de filósofo. Había en su rostro pálido y varonil y en la frente que solía contraerse con brusquedades ásperas de pasión tanta placidez, en ese momento, que hubiérase dicho, que un hombre nuevo y resignado había entrado a vivir en su viejo mundo sombrío, sacudido por la interna y desesperada lucha. Parecía un combatiente, de esos que vuelven de la batalla el rostro ennegrecido de su sudor y pólvora y encuentran al fin la cristalina fuente del sendero y refrescan allí la cabeza desgreñada y se sientan y duermen entre el murmurio del agua, que cae y se desliza lejos... Al lado de él, silenciosa también, Dolores del Río, hermosa en su traje de seda lila, cubierta el busto de una bata negra de terciopelo y prendido aquel ramo de violetas amarillentas y marchitas, que Méndez le había regalado la noche del baile. Ella había pasado el día tan largo, caminando por la casa, agitada, saliendo al jardín y cruzando los senderos en medio de las figuras caprichosas de la arboleda desnuda y rígida, que se dibujaban en el piso y paseaba en medio del sol a veces, como si quisiera mezclar los esplendores de luz de su corazón a la alegría de sus rayos... En medio de todo a pesar del frío, ella vagaba gozosa sobre la alfombra de hojas secas, que cuchicheaban debajo de sus pasos, con estridentes murmullos y miraba volar los jilgueros, que se detenían en bandadas inquietas, columpiándose en las puntas agudas de las ramas. Los veía moverse, distraída, y saltar a los canteros y correr apresurados extendiendo las alas y volver a posarse, inclinados, sobre los rosales deshojados a picar los últimos botones marchitos. Caminaba en el delicioso encanto arrullada por el júbilo inimitable de aquellos gorjeos. Había allí himnos y madrigales estremecedores, como en el ruido de las plumas de oro. Los bordes del vergel tupido y verde del follaje de las violetas temblaban en el roce del ruedo de su vestido y las corolas abrían los pétalos zafíreos cerca de sus grandes ojos virginales. Extendía la mano para cortarlos. Miraban entonces la gentil enamorada y le ofrecían el ramillete sutil y finísimo de sus perfumes. Miríadas de alas volaban de sus corolas a saturar de esencias el largo vestido de paño gris, mientras los lazos del cinturón de seda resbalaban besando la copa de la camelia, abierta y marmórea... Bajo el aroma en flor, a través de la exquisita emanación de las bellotitas amarillas, que empezaban a brotar, de blanca trama sérica en sus prismas deleznables, cruzaba Dolores la mañana, meditando las auroras de otros tiempos... los paseos de dos años atrás por aquellos mismos senderos protegido su rostro por la primavera riente de su sombrero de paja, de ala ancha, rutilando de lejos los rubíes esféricos del gran ramo de cerezas, sujeto al ángulo que forma la copa con un alfiler de oro... Era el idilio, que le llevó esa noche muchas veces al dormitorio y la hizo mirarse en el espejo de sus roperos, sentarse a leer los manuscritos de Méndez y soñar con aquel náufrago erguido sobre la proa de la barca, entonando la melopea de amor. Se sentó al fin a la mesa, al lado del viejo abuelo y conversó tantas cosas amables, mecida en el gárrulo abandono de las alegrías que no tienen palabras, arrullando el vasto comedor silencioso con la amena y elegante frivolidad de sus cuentos. Luego esos silencios suyos tan de repente, sin razón, en medio del diálogo fino y chispeante de gracia y la voz grave y solemne del abuelo, llevándola otra vez al glorioso comedor... Y conversaba de nuevo con cierto apuro afanoso, como si los panoramas, maravillosos de áureo y estival esplendor y parleros boscajes pasaran uno tras otro a través de su memoria y no tuviera tiempo de encontrar las frases para revelar el temblor profundo y fugitivo de las sensaciones felices. Era como un éxtasis coronado de la seráfica luminaria de la beatitud celeste. ¡Oh los creyentes! ¡Cómo serían venturosos, suponiendo la vida del cielo, igual al divino aturdimiento de la pasión que se reconcilia y perdona! Por eso, cuando daban las ocho, ella tomó al abuelo del brazo, juguetona y risueña y lo llevó a la sala, como si tuviera necesidad de infundir en su alma envejecida toda la poesía enamorada de su espíritu. Le hablaba de sus recuerdos juveniles, de aquel gran ciclo de gloria gigantesco en su sombra heroica y hercúlea que calentaba todavía sa soberbia cabeza de ochenta años. Él se sentía feliz. Dolores lo arrebataba, a pesar de sus resistencias calladas, dentro de aquella embriaguez de la dicha y lo hacía revivir en esa hora resonante de sobrehumanos frenesíes. Estaba casi alegre. Encontraba lógico aquel bienestar de la niña. Si no fuera por que aquella casa se iba a quedar tan fría y desierta y con tanta melancólica reminiscencia. ¡Qué hondo sentimiento de ternuras nos arrebata siempre la noche de los blancos azahares! Ella se arrodilló cerca de la chimenea, un frontis de templo en miniatura, de mármol ceniciento y amplios rasgos rojos, que mostraba su boca oscura y helada. Hizo traer brasas y pequeñas ramas secas y empezó a salir humo negro y denso hacia el caño. Estallaron aquí y allá vivaces y pequeñas llamas, como culebreando entre los intersticios y ella colocó después las astillas del sauce, suspendidos entre la reja bróncea de adelante y la pared de hierro del fondo. Empezaron a salir hilos y nubéculas de humo, luego se hizo un cuchicheo estrídulo, gritos y gemidos lastimeros y se desató el lenguaje jovial de las chispas con la brevedad cáustica del epigrama. Surgieron lenguas de fuego trémulas y teñida de esfumaturas irídeas, que se retuercen en el brazo ardiente y cantan en el beso fugitivo la estrofa de los madrigales enamorados, mientras la brasa de los bordes, que tienen la inmóvil seriedad roja, se cubre de arreboles diáfanos. Por arriba revienta al fin el espasmo sonoro de la alegría del fuego entero, entero. Los fragmentos del sauce arden por todas partes, llenando de esplendores la masa de hierro con anchos reflejos sobre la alfombra, como si todas las figuras geométricas, dibujadas un instante en lo alto, se hubieran confundido en formidable abrazo, crujiendo y escopeteando la carcajada demente del himno báquico, con ruido de fracturas de copas y retintín de cristales y chirridos de líquido ámbar derramado, mientras el caño oscuro muge tartáreas octavas de epopeya y arrebata fuera zumbando la columna de humo. Al rato caen debajo de la reja transversal, cenizas y puntas de fuego, deshecha y moribunda la brasa. Los dos estaban sentados cerca de la chimenea. Los reflejos rojizos iluminaban el rostro del abuelo, brillante la barba cuadrada y larga, y los cabellos en el esplendor cayendo, sobre las espaldas en largos bucles de nazareno, mientras el terciopelo negro restallaba, como de bruñido espejo la imagen temblorosa de la lumbre... hasta que Carlos Méndez entró y fue el abuelo del Río a recibirlo... Poco hablaron de ellos esa noche, por lo mismo, que tenían tanto que decirse. Pasearon del brazo, se acercaron al fuego, miraron uno después de otro los grandes cuadros, cuyo marco dorado había perdido su brillo y que tenían aquí y allá zonas negruzcas, agrietadas las telas de colores apagados y sombríos, esos viejos anacoretas, de rostro enjuto y arrugado, que viven todavía en muchas casas y las vírgenes, que destacan entre la seca tiniebla de las telas sus perfiles cetrinos. Dolores le enseñaba los retratos de su padre, rodeado de la lúgubre y funeraria leyenda y la madre pálida y diáfana, caminando hacia temprana muerte melancólica y mártir. Ella tenía temblores en la voz, cuando él se detenía en el medio de la sala tibia e inclinaba un poco su oído para escuchar mejor. Se había propuesto no perder ni una sola de sus palabras. Su voz era una armoniosa sucesión de sonidos, que hablaban en lenguaje patético de la vieja historia de amor, como si fuera una gloriosa resurrección. Así esas músicas populares de las correrías de niños oídas más tarde, ya ancianos, nos traen a la memoria los temblores de las horas placenteras de entonces... Se sentía feliz al lado de ella. Estrechaba aquel brazo mórbido y oía crujir la seda, rozando las alfombras. Había perfumes en su camino y regalaba al ambiente el ritmo acariciante de su voz fresca. Era la gentil triunfadora tímida. Él la hacía vivir esa noche, dormido el florido rostro divino, en el embeleso sobrehumano de su corazón, que tenía la profunda fruición callada. Pero así tan cerquita, caminando, conquistada en la órbita de luz de sus ojos, ella iba a sentir las ternuras inenarrables de su arrepentimiento magnánimo. Si no saltaban de repente fuera hechos pedazos en la frase ardiente y dominadora los nimbos de aquel poema de pasión, era porque él los había lastimado con sangre, cuando era el perverso, que tenía el bárbaro desaliento suicida. Él quería caminar mucho tiempo, genuflexa el alma, ante la majestad de aquella dulce hada quimérica, vivir dichoso, para que los horizontes sombríos de su vida se iluminaran un gran rato del esplendor de su mirada tan etérea. Él tenía miedo. No quería que aquello fuera un sueño efímero y que Dolores se acordara que él la había hecho sufrir dos años las pesadumbres silenciosas. Retiraba un poco su brazo entonces para mirarla. Ella seguía conversando tranquila y dichosa de alegría... Esos eran los mismos muebles de caoba y terciopelo rojo. Allí estaban los cuadros de otros tiempos y aquel piano derecho, y mudo y luciento. Él los saludaba, como a viejos amigos. Cada uno de ellos conocía algún secreto de aquel primer idilio muerto y había oído acentos apasionados, cuando él le traía flores a la noche. Cerca de la chimenea, habían conversado antes muchas veces, meditando la vida eternamente deliciosa, siempre juntos, absortos en la profunda inconciencia del ensueño enamorado, el poema largo e idílico hasta la muerte, sin sospechar siquiera los dolores futuros. Y luego Enrique Valverde, que pasaba tanto por la casa... la puñalada brutal y rencorosa de los primeros celos, la decisión salvaje de fracturarle a ella su cariño en el rostro, pulverizado volando a los vientos, las arremetidas bruscas de su corazón, y el luto de su cerebro crucificado... Esos ascetas lo miraban en esas noches con todas las flacuras lívidas de largas y penitentes maceraciones. Se asomaban de los grandes marcos dorados, cuando él hablaba las palabras irritadas y la veían a ella retirarse con las manos entrelazadas adelante, la cabeza inclinada sobre el pecho de sollozos, lentísima, la curva de la cola de su largo vestido, deslizándose silenciosa. La noche antes del baile, cuando él entró con la cara descompuesta, y estuvo amargo y usó la sátira procaz, la vieron levantar hacia él los ojos tristes y lagrimosos para decirle: eres injusto y malo, injusto y malo y cuando salió fuera tormentoso los ascetas lo seguían mirando y señalándole en las arrugas de sus rostros las horas del remordimiento... Y ahora estaba otra vez allí y era señor de aquella espléndida criatura, que le mostraba todos los juguetes de la sala apurada, y dichosa, como si todas aquellas pequeñeces dieran forma tangible a las aéreas nimiedades sonrientes de su imaginación. Cómo aman las transparencias del tul, estas Diosas de lo infinitamente pequeño, pensaba Méndez mirándola, cómo se deleitan en el espejo, que restalla luz y refleja las nítidas viviendas, y se marean en las aguas del moaré que ondea, como idolatran las joyas y las blandas caricias del terciopelo... Se habían sentado al fin en el sofá rojo. Ella tenía en sus manos una miniatura de marfil, una novia que ofrecía en el altar su corona de azahares. Espléndida, dijo Méndez; una obra de arte. -Ya antes estaba. ¿No recuerda Vd.? -No recuerdo. Tanto tiempo y tantas cosas que han pasado... -Hubo un momento de silencio. Ninguno de los dos se atrevía a continuar de miedo de rozar la herida. ¿Sabe Vd. que, he observado una cosa? Dijo al rato la niña. -¿Qué? Dolores. -Vd. está muy silencioso. -Es cierto. No hago sino escucharla. Quiero llevar en mi cabeza toda su alma de santa bondadosa y empezó el médico a mirar los cuadros, que estaban enfrente, como distraído. -¿Qué atractivo tienen esas pinturas, que las mira tanto?... -No ve, Dolores. Fíjese qué ráfagas de alegría cruzan las telas oscuras. Ese anacoreta que está allí y tiene el libro abierto con tapa de pergamino, ha levantado su cabeza para mirarnos mejor. Parece que reflejara en sus ojos la suprema felicidad del arrepentimiento. Eso hace olvidar los cilicios, que le rasgan a uno las carnes. -Porque siempre hay quien reza por la desventura y Dios escucha la plegaria, dijo Dolores. -¡Benditas sean las celestiales criaturas! Exclamó Méndez. -¿Vd. sabe dónde está el premio? Preguntó la niña. -Méndez movió la cabeza sonriendo. -Yo se lo voy a decir. Hacer el bien significa adquirir la perenne dulzura del corazón. Eso sí que es vivir en la luz. Ese es el premio. -Yo he tenido la intuición de ese estado psicológico, nunca lo he vivido, murmuró el médico, como si hablara consigo mismo. -¿Y sabe Vd. lo que sucede después? Siguió Dolores. ¿Ve ese cuadro, que está sobre la chimenea?... Un mártir con las órbitas excavadas y el rostro seráfico, rodeada la blanca cabeza de una auréola de luz. -Sí, dijo Carlos, arrebatado por aquellas palabras. Veo, que ha arrojado hacia atrás su cabellera, la frente elevada, abalanzando su cuerpo en un espasmo de éxtasis pasional y detrás la sombra profunda de una selva tenebrosa, que lo va empujando. -¿Qué más? Carlos. -Y los reflejos dorados de la lumbre que aletean sobre la tela. -¿Y qué más? ¿Qué más? Insistió Dolores. -Yo veo sus heridas ahora, dos enormes llagas oscuras en las manos y los pies de sangre. Se habían levantado los dos, acercándose al cuadro. -¿Y qué más? Seguía la niña, conteniendo la profunda emoción. -Mi herida, Dolores, dijo el médico y tuvo un vigoroso estremecimiento, el frontal hundido, el grumo negro de la fractura... ¡Oh desventurado hermano mío!... -¡No! ¡No! ¡No! Mire más arriba en el ángulo de la izquierda... -Ángeles, que asoman las mejillas rosadas y arrojan palmas y lirios. -Y hablan el lenguaje del perdón, replicó Dolores, y de las glorias que no tienen ocaso. Tú no eres, Carlos, un desventurado... El médico se comprimió la cabeza con ambas manos y la movía con tristeza. -Ya sabía esto, dijo al rato. Ya mi madre me lo había dicho. Tú vas a ser feliz porque ella es generosa y buena. Yo, Dolores, he delinquido... ya lo sé; pero después he castigado con una bofetada feroz esa perversidad, y hubiera deseado quemar todas mis pasiones en aquel fogonazo y hubiera deseado morir. Por que yo presentía entonces, la honda voluptuosidad de esa eterna paz... rodeado de la estrecha cosa lóbrega del sepulcro, mirándome acostado dentro de mi traje negro y después el vacío infinito y la sordomudez de todas las cosas vivientes... Yo me había olvidado de ti y de mi madre y era un espectro en aquella casa helada y desierta. Mejor era morir... -No, Carlos. Yo no quiero que sufras, interrumpió la niña con ímpetu sollozante. Yo no quiero que sufras. ¡No! ¡No! Tú no tienes la culpa, porque sos así ya... como el náufrago que se tambalea sobre el último madero y la onda bárbara se lo arrebata. ¡Cómo quieres vivir tan solo, Carlos! Así... sin querer a nadie... cuando se tiene un corazón como el tuyo... sin tener una frente blanca que besar... porque nosotros siempre somos un poco chicos para que sea lógico, que nos acaricien la mejilla y después... -Dolores, interrumpió Carlos con tristeza... tú vas a padecer mucho al lado mío, porque eres un espíritu egregio y una delicada mujer angelical... Si tú me has perdonado yo me iré para siempre. Mi cabeza no es sana. -¿Tú, irte? No. Yo no quiero, contestó la niña, poniendo sus dos manos extendidas sobre los hombros de Méndez, y mirándolo con los ojos llenos de lágrimas. Yo no quiero. Yo te voy a decir la verdad. Cuando sucedió eso, no tuve nunca rencor contigo. Me dio tristeza, y te quería lo mismo. Y más... a todas horas, en el comedor, y en la sala, en todas partes y tenía, asimismo una suprema dicha de vivir con aquel dolor, y si te hubieras muerto después cuando la herida, yo te juro, que me habría dejado ir al sepulcro despacio, para sufrir mucho, mucho, infinitamente con la angustia de tu recuerdo... Dolores apoyó la frente sobre el pecho de Carlos y escondió en su seno los sollozos mientras éste temblando en aquella emoción, le acariciaba el cabello, diciéndole al oído dulces y enamoradas palabras y los últimos restos del sauce ardieron crepitando, como si quisieran iluminar aquel minuto sublime. Fueron amores, cobijados más de una vez por el ojo curvo y ceniciento del cielo, la enorme parábola de éteres grises, surcada a veces en líneas serpentinas por fajas resplandecientes, la luminaria del sol, abriendo canales, de bizarra y desordenada forma, a través de la capa plomiza y fría. Sentían retumbar el trueno lejano. Miraban en silencio detrás de los vidrios las gotas gruesas y veían los pájaros rodar en el aire, como huyendo de la tormenta. Zumbaba el viento, elevando al cielo revueltos nubarrones del polvo y se desataba la lluvia larga y rumorosa. Oían crujir las celosías y el estampido de las puertas contra los marcos, mientras se agitaban en el ventarrón las ramas desnudas de los árboles y movían sus flechas en amplio balanceo los álamos de las lejanas quintas. Cerca el uno del otro... del brazo... se miraban. Era el diálogo de siempre. Conversaban en el camino los rayos oscuros de las pupilas y brotaba luz en la intersección. Eran las anacreónticas del viejo idilio. -Él pasaba en su coche en las tardes primaverales y ella lo sentía de lejos en el salto brusco del corazón. Y después quedaba por allí siempre en su memoria vagando al lado de ella con su cara seria y triste y sentía como metálicas y profundas vibraciones. Eran los ecos de su voz. Solían hamacarse también entre el juego sonriente de los diálogos picarescos y chistosos. Ella le contaba sus sensaciones infantiles de terror aquella primera vez que lo había visto... Porque él era el brujo solitario, según sus amigas, de rostro tenebroso, que celebraba satánicos sábados en la noche profunda y se oían rumores en la calle silenciosa. Después supo, que él escribía poemas a esas horas y se entretenía, leyéndolos en su cuarto para aturdirse. Pasaban después al comedor y se sentaban cerca del abuelo del Río, que leía cerca de una ventana, mientras la lluvia fuera subdividida en gotas oblicuas y rápidas, caía delante de sus ojos, como cohortes innumerables en fuga de perlas diáfanas... Conversaban largo rato, hasta que llegaba la noche y se prendía el quinqué azul y se añadía carbón a la estufa y aparecía la mesa blanca, con su centro de cristal festoneado de aromas y camelias, luminosas las copas, y las servilletas levantando el vértice del cono, fuera de sus aros de plata. A veces los sorprendían las breves primaveras que entran con sus ráfagas tibias en el aire glacial de julio. Miraban rejuvenecerse la pradera, que bebía apurada la atmósfera húmeda y vivían alegres entre las salutaciones de los colores vivaces al lado de los vergeles, por los senderos rojos del polvo de ladrillo. Se detenían a cortar flores y se entregaban en esos regalos mutuamente el diálogo de la gentileza y del perfume. Bajo el cielo de azul sereno, en medio de la lluvia de los rayos de oro. A través de la sublime bendición primaveral, al lado de las corolas de terciopelo multicolor. Llevando del brazo aquella criatura ideal, sentía Méndez revigorizarse el espíritu. Quería luchar y resurgir para que su vida estéril de misántropo, se perdiera para siempre. Era el enamorado de las ásperas batallas futuras. Iba a trabajar de nuevo y a derramar su sangre en la lucha si era necesario y a dispersar las moléculas de su cuerpo. Era casi un creyente. Soñaba el amor por la vida perenne, mirando a Dolores, que era su inmortal égida alabastrina y sentía extrañas dulzuras tranquilas y todo ese mundo atropellado de sus pasiones navegaba lejos y perdido tal vez para siempre. Llegaba después a su casa, leía y meditaba. En vez de aparecer sombras funerarias, como antes, a rasgarle las carnes, con las amargas visiones, acudían en tropel aladas deidades celestiales, que lo ayudaban a escribir los cánticos gloriosos de la esperanza. ¡Oh! ¡Si él no tuviera esa cicatriz de la frente, ese feo costurón frenético que no alcanzaba a cubrir con la onda negra de su cabello! - XIV - Eros paradisíaca Amó otra vez sus libros, estudiando en las horas que se retiraba de la casa del Río. Era necesario que su nombre saliera de la oscuridad. Él tenía esa deuda de gratitud con el padre y habría para las criaturas, que lo acompañaran después a vivir, flores en el sendero y dichas y plácemes. Escribió para ella historias de amor, delicadas fragancias, miniaturas de marfil y con esa fantasía que había creado los poemas macabros de las sombras, encontró el lenguaje del éter azul y pidió a la angelical inocencia de la naturaleza dormida bajo el cielo gris del invierno, las esencias misteriosas de sus linfas quietas. Eran los cuentos aquellos, embalsamados de aromas, eflorescencias primaverales de la selva, con la divina orquesta juvenil de los trinos al lado del arpegio dulcísimo de las alas tendidas hacia los nidos. Vibraciones de cítaras y torsos ebúrneos de diosas inclinadas, suscitando al lado de la playa de los mares glaucos la sáfica melodía inmortal y más lejos la sombra gigantesca del Partenón, estremecido entre las notas de la sinfonía esquiliana, cobijando la larva enamorada y eterna de Leandro. Había laudes en sus cuentos y trovadores de rodillas delante de las zahareñas castellanas medievales, el aro de hierro en el índice rodeado de la garra del halcón, con la derecha abierta señalando los cedros seculares del Líbano irredimidos... La leyenda de Ildegarda, una blanca pasión, coronada de ciprés, fría dentro el arabescado manto de reyes y muerta de amor en el beso del caballero arrodillado, que le traía la ofrenda de su negra cabellera. Luego el cenobio, el amplio hábito de burda y flotante estameña, la barba de plata enmarañada hasta la cintura, ceñida de cilicios, monje y sombrío caminador bajo las bóvedas oscuras, entre los ecos lúgubres del Miserere. Le dolía el cerebro de escribir. Pasaban las épocas susultantes en aquel romancero secular y leían todo eso viviendo entre el claro sol de Helenia, bruscamente arrojados de repente, en medio de las brumas, donde las vírgenes enamoradas, orlado de camelias el largo vestido de raso, palidecen moribundas, soñando las fulgurantes mañanas del epitalamio. Y al lado del Tirreno, entre el crepitar de las espumas, saturadas de los efluvios de los limoneros, erguidos a lo largo de la rivera, susurrando entre las hojas de estrofas del cancionero de Laura. Tenía ímpetus el poeta, y gallardas batallas íntimas y versos sollozantes en el abrazo fraternal del amor y de la muerte y procedía con el pecho abierto, la clava en la diestra, como un gigantesco espíritu libérrimo. Enamorado del arte, que no tiene ritmos preestablecidos, siendo en el sensual y profundo sacudimiento, usando las palabras de todos los idiomas por él conocidos, como si tuvieran cuna de hermanos, cantaba sin saberlo él mismo ingenuamente, la salvaje apoteosis del yo, sectario como era asimismo de la forma sencilla que encanta y no deslumbra con las bruñidas y perpetuas reverberaciones. Escribía en los poemas microfonianos el recóndito susurro de amor en la naturaleza. Era el connubio misterioso del rayo de luz, que penetra la verde trama de la planta y el oído atento escuchando el ritornelo de los besos furtivos. Eran las glorias de la corola abierta en el abrazo fecundo, la bendición del color y del perfume, la carne blanda y sabrosa y húmeda del fruto... Eran las armonías de las fuerzas invisibles, que cruzan el universo en sempiterno maridaje, el crujir del polen, los ecos del lenguaje sutil de los astros y susurros de besos y la elocuencia del cuchicheo de las aves, sentadas en el nido. Cruzaban niños a veces -chicos. -Cinco años. Ella, de espléndida aurora, blanquísima, caminando a pasitos cortos y mirando a cada rato su vestido nuevo de lanilla rosa... Él en su traje azul, la gran solapa abierta adelante de la camiseta rayada, la gorra de marinero atrás, la frente brava tostada en pleno sol. Conversan y pasean del brazo y salía finísimo de la lira de Méndez, como laminaria de oro, del aleteo inarticulado casi de las sensaciones precoces, el yámbico breve resbalando apenas sobre la inconciencia del idilio infantil. Con ruidos en sus versos de brisas parleras, suscitando las sonrisas de bosque en bosque, narradoras inquietas del chisme oído en el gran coro de amor de la naturaleza. Con diálogos de flor a flor eternamente, enviando la quinta esencia de su cuerpo en los átomos del aroma, que se encuentran y se confunden en ardiente abrazo. Y roces microfonianos de la extendida y larga ondulación del mar manso, que reproducen los suspiros de las parejas dormidas sobre el gran almohadón de algas. Con sinfonías calladas y estremecimientos apenas perceptibles de ternura; y blandos arrullos de labios en medio de las silenciosas oscuridades, que cobijan el gran himeneo lánguido de la tierra, mientras los pobladores brillantes del cielo de la noche, envuelven y ocultan sus amores en el velo azul. Algunas veces estallaba el plectro con todas las sonoridades esquilantes. Cantaba los amores brutales de las alturas huracánicas... El aire sin vientos, dormido; el cielo quieto, tenebroso y siniestro. Después el vértigo de las nubes en el oscuro seno y los ósculos formidables y el abrazo titánico, que engendra el incendio del relámpago súbito en todas partes y las fragorosas detonaciones dilatadas. Y más lejos los vendavales sibilantes, agachados en la tendida violenta de la carrera, persiguiendo los senos opulentos y vaporosos de los nimbus , alcanzados al fin, hechos pedazos, la espuma blanca y transparente aquí y allá y borrados por último del espacio, en medio del parto fecundo de las lluvias zumbando arremolinadas. Entraba honda la garra en el corazón juvenil y una tras otra desfilaban las hebras de luz de la trémula pasión. Los primeros encuentros, la imagen penetrando átomo por átomo. El encanto de la voz y la sombra de la mirada dilatada en el ser profundo de cada uno. Todos nuestros pasos con ímpetu vigoroso hacia ella, en los paseos, en el teatro, en la iglesia y después solos, caminando silenciosos, seguidos de cerca en todas partes por el fantasma de la celestial visión. Luego la timidez y el temblor de los labios y el deseo de decirle de una vez la honda y agitada congoja de adentro y todos los calientes soliloquios de la inteligencia, y los combates de la incertidumbre y los espasmos de las alegrías felices. ¡Cómo escriben ellos siempre toda la novela del espíritu delirante y náufrago casi en esa borrasca! ¡Soñadores huraños, y vencidos sombríos de la pasión! ¡Caminaban todos en las paginas de Méndez, acariciando la divina forma! La arrebatan con ellos, entre las auroras, mezclándola a la difusa penumbra rosada y vaporosa del crepúsculo, poetas que cantan sin palabras los frenesíes del amor correspondido. Luego los sueños; mirarla siempre, vivir con ella, solos, lejos de los rumores mundanos, caminando las alfombras del humus fecundo y verde, abrazados hasta la muerte debajo del cielo oscuro de la noche... Al lado de ellos leía Méndez la historia de los mártires del desdén... Espíritus suaves algunos, que recogen la crucifixión y viven mucho tiempo de la savia amarga. Perdonan siempre en la conciencia dolorida y aman a pesar de todo. Recuerdan toda la vida pensativos y cariñosos la era dulcísima, e imploran aun después que la esperanza se ha perdido, y cuando la mujer está lejos y encanta el hogar de otro, ellos se cierran solitarios con su pasión y mueren con ella, idólatras sublimes y silenciosos. Cerca de ella, feliz de sentirse su dueño, desnudaba el médico el alma ruda de los que exigen con imperio el vasallaje de las personas que aman -esos que muerden sus cariños en el rabioso ímpetu de los celos. Los veía en los bailes frenéticos, recibir el no frío y fino en pleno tórax y desgarrarse con las uñas las carnes y tronchar en fragmentos dentro de su corazón el ídolo y correr desatentados y locos haciendo con los sollozos formidables sonar enronquecidas las sombras de la noche. Otros ensayan la risa jovial y ostentan la indiferencia y fuman el gran cigarro habano, con los aires del más clásico: «qué me importa» Buscan amores en cualquier parte, víctimas del temor ridículo, lastimados por los alfilerazos de la crítica y viven queriendo convencer a los demás que han olvidado la vieja historia de amor. ¡Liliputienses! Al lado de estos, veía Méndez a los que tienen cada célula viviendo la fúnebre congoja, los que han perdido la fe y la voluntad, arrodillados ante la efigie fascinadora. Doblados en la derrota, marchan en la vida entre los crespones intelectuales del suicidio. En el viaje tristísimo, donde no pueden encontrar nunca la paz que consuela, describen las espirales, vacilantes y ebrios de aquella ponzoña que concluye al fin en la línea recta y rápida del pistoletazo sepulcral... Una noche habían arrimado dos sillones a la chimenea. Estaban en silencio, al lado de una gran brasa roja. De repente vio Méndez, que Dolores extendía la palma izquierda hacia él. -¿Qué quieres? Le preguntó. -Eros Paradisíaca. -No la he traído... -Tú me prometiste... -Un olvido... -No es cierto. Yo sé que la tienes. -¿Y para qué al fin? Ya hemos leído muchas historias. Pero no esa. Lo que hay que ahora que al señor poeta lo hemos aplaudido tanto, ya se ha hecho... difícil. Siempre enigmática la señorita Del Río. Pero sin coqueterías. No como los que escriben. Sigue el enigma... No me parece que eso sea tan oscuro, por lo menos para los que conocen a Vds. ¿Los? ¿Y qué es ese plural? Oh, Dios mío, exclamó Dolores, los poetas... Es necesario convenir en que tienen razón. No entiendo. Todos los que escriben desean leer sus cosas; esa es la verdad. Molière le leía sus comedias a la cocinera. Muy raros son los que salvan de esa tentación y esos son los peores, porque son capaces de dormirse con sus versos debajo de la almohada. ¿Y quién te ha dicho eso? No es necesario que le digan a uno todas las cosas. Supongo que me darás el derecho de pensarte... y lo mismo nos sucede a nosotros con nuestros tejidos y bordados y con cualquier traje o adorno... Lo primero que hacemos es llamar alguno para que los vean. Lo que te puedo decir, Dolores. ¿Qué cosa? Interrumpió la niña. ¡Eres una divina invencible! Gracias. Ahora quiero el trofeo de la victoria. Aquí está. Méndez sacó unos manuscritos. ¿Los leeré fuerte? No, por favor. Es tan aburrido eso, contestó el médico. Glotón, contestó riéndose la niña. Es lo que está deseando. Amén, dijo Méndez y se arrellanó en el sillón, para escucharla. La niña leyó el cuento de Eros Paradisíaca... «Caminamos por la selva, el uno al lado del otro, cuando la yema brota, y la hoja conversa creciendo, y el insecto cruje callado entro la yerba... porque yo tengo en el pecho, para ti, un ángel con alas rojas, que late y late temblando con sus plumas de seda. -¡Chist! ¡No hables fuerte! Yo voy a poner mi mano pequeña y blanca sobre tu boca, mientras el gorrión travieso se inclina piando y espiando sobre esa rama, ¿ves? Que está allí arriba;-el pícaro gorrión, que hace un momento ponía su piquito cerca de la compañera para susurrarle las cosas del sentimiento, que no tienen forma de lenguaje posible. -Yo te entrego, ¡Oh, Eros!, este mundo mío grande y doloroso, iluminado por tus ojos azules y melancólicos, hecho con las vibraciones de tu divina persona, el encanto de tu voz y el ritmo blando de tu respiración acariciadora... -¡Chist! ¡No hables tan fuerte! Porque las gotas de luz, que pasan al través de las hojas como agujas de oro, se llevarán más tarde tus palabras, cuando el día caiga y desaparezcan del verde de la selva silenciosa... Entonces estalló sobre sus cabezas toda la sinfonía formidable de la naturaleza. El cielo separó los troncos ciclópeos vio lentamente y penetró en la selva -azul, inmenso- con toda la maravilla de sus colores y el sol, sacudiendo de las greñas a las penumbras, reventó en un océano de luz a chispazos y chisporroteos prodigiosos. Los pájaros pasaban, zumbando en bandadas parleras y bulliciosas, llenando el aire de cánticos y gorjeos. Iban y venían en torbellinos innumerables, levantando el vuelo y descendiendo, hasta rozar con las plumas multicolores sus frentes estremecidas, en medio de aquel sobresalto infinito de la vida, mientras las flores erguían sus corolas altivas y los árboles proyectaban más lejos sus ramas como brazos gigantescos. -Yo quisiera morir aquí, sostenida mi cintura por tu brazo robusto, teniendo mi cabellera por almohada, para que tú me cierres los ojos azules y melancólicos. ¡Cava mi sepulcro al pie del cedro, debajo de esas violetas, porque yo quiero que los pájaros acompañen con sus cantos mis ensueños y las gotas de oro del sol rodeen como una guirnalda mi frente pálida de muerta! Acerca tu oído; escucha los murmullos del ángel con alas rojas, las deliciosas y sonrientes quimeras... los niños juegan, las almas juveniles se abrazan en el éter sutil y tranquilo; hay hogares con esplendores de virtud, y cunas que ondulan, y endechas tiernas, nenias moribundas... -¡Oh, Eros!... yo tengo miedo... los hombres tenemos ásperos dolores de la mente, y espasmos de soberbia que mancharán la casta modestia de tu espíritu... yo tengo miedo... no hables tan fuerte, para que Dios no te oiga. Entonces cayeron al suelo a millares, las unas sobre las otras -a millares-, las hojas secas y amarillas, y las flores desprendidas de sus gajos; y Eros, transfigurada, divino fantasma, con la cabeza echada hacia atrás, estática en el cielo y en el sol -cayó de sus brazos para acostarse y morir sobre el sepulcro marchito. ¡Vestía un traje blanco de raso con festones y guirnaldas de azahares y tenía zapatitos con hebillas de plata, envuelto el cuerpo rígido -largo a largo- en el tul transparente de las novias! Dormía... ¡su almohada fueron las ondas voluminosas de su cabellera rubia y las gotas de oro del sol rodearon como una diadema su frente pálida de muerta! Así pasaron el mes de julio -el uno para el otro. Se impregnaron recíprocamente de todos los átomos de su ser moral. El carácter de Méndez se modificó en las caricias de su voz, en esos diálogos, en que Dolores le entregaba toda la infantil y juguetona resignación de su espíritu. No era pues toda la vida humana, aquella que él había estudiado y sentido hasta entonces. Había fuera del círculo frío y siniestro en que su orgullo lo había encerrado, fuerzas más sanas, más varoniles y era aquella niña que le hacía vislumbrar el mundo nuevo y juvenil. Sentía la necesidad de ser comunicativo. Hablaba de sí mismo. Decía cómo era, sin ambages, ingenuamente, chispeantes a veces, profundo y elocuente en los arrebatos de su poderosa inteligencia y tenía en sus palabras como un espejo a través del cual se veía su espíritu, lleno de transparencias. Eran sinceros los dos. Fueron niños, mucho tiempo, aturdidos casi en aquella pasión regalándose flores y chiches deliciosos, mirando a veces el anillo de oro muerto, que tenía grabada la fecha memorable. En la sobreexcitación de la fantasía, todo lo inventaban para pasar las horas entretenidos, con esa instable volubilidad y con ese olvido de las cosas reales, que hace parecer un sueño -un alegre sueño inmortal- esas únicas y espléndidas horas. Un día le, preguntó Dolores, cómo había sucedido eso de la herida. Fue así, contestó Carlos. Al día siguiente del baile, yo me creí un hombre libre. Ya me había librado, con tu permiso, de ese demonio. Gracias, dijo Dolores. ¿Y después? Estaba en lo del demonio preguntó Carlos. Por lo menos muy cerca de ese personaje. Bueno pues; salí a la calle y caminé mucho porque quería ver bien cómo era un hombre libre. Genaro me seguía con el coche y me miraba con una seriedad triste. Ya había vuelto, ¿te acuerdas? Con aquellos regalos. Sí me acuerdo. Y yo esta noche los he traído, añadió el médico. Gracias. A ver, démelos pronto -y la piocha salió temblando y chispeando de su estuche de terciopelo azul. ¿Quieres que yo te la coloque? Preguntó Méndez. Pero no me vaya a hincar la cabeza, señor. Ya está. Dolores se levantó y se acercó a un espejo. Deme el collar. Aquí lo tiene, señorita y Méndez lo levantó a la altura de sus ojos. Démelo. No. ¿Por qué? Yo quiero rodear su cuello con él. ¡Majadero! Tome y la niña inclinó un poco su cabeza hacia el novio, mientras este dejaba caer el collar... ¿Y? Preguntó sonriente Dolores. ¿Y qué? ¿Cómo me encuentra? Espléndida... ¿Y el demonio? ¿Cuál? El del cuento. Tiene la tez de mármol y grandes alas de seda. ¿Se imagina que yo le voy a perdonar eso? No sé. ¿Qué va Vd. hacer? Vengarme. Traiga ese almohadón cerca. ¿Yo? Sí, Vd... y ahora arrodíllese. Qué altivez. Yo soy un humilde vencido. ¿Sabe Vd. con quién está hablando? Vd. es una celestial criatura. No se repita. Ya me lo ha dicho muchas veces. ¿Quién soy? Adivine. Vd. es todo, Dolores, mi corazón, mi voluntad, el numen de mi inteligencia. Qué monotonía, por Dios. Adivine quién soy. ¿Qué sé yo? Vd. será mi madre, antes, mucho tiempo atrás. Es desesperante. Acérquese. Venga. Yo se lo voy a decir al oído. Ella tomó la cabeza entre las manos y acercando sus labios trémulos de emoción, le dijo en voz tan baja, que parecía un murmullo suavísimo y lejano y trepidante de amor. ¿Quieres saber quién soy? Sí, Dolores, contestó el médico, mientras sentía correr por todo su cuerpo el frío del estremecimiento. Yo soy Isabel, la heroica castellana de Insuriz, la de la negra, luenga y ondulante cabellera, peregrina de las noches tristísima del abandonado y viejo y solitario castillo. ¡No, no! Tú eres toda la leyenda, exclamó Carlos, echando su cabeza hacia atrás; todos mis cantos, la embriaguez de la dicha eterna y el sol deslumbrador de la nueva vida... Tú eres Dolores, mi pequeña Dolores amable, suave, de filigrana como el encaje, ideal como la primavera. Es cierto, es cierto, repitió la niña, los ojos llenos de sonrisas... Tú eres mi señor y mi poeta glorioso... Mirá la piocha, Carlos. Tiembla de chispas. Mirá cómo reflejan las perlas, la lumbre de la estufa. Tienen las alegrías de la aurora... Son alfombras de pétalos de rosa que se rasgan en sus esferas. ¿Quieres Dolores darme tus manos? Sí quiero Yo las voy a mover de un lado a otro con suavísimos vaivenes. ¿Sabes tú lo que es eso? Sí sé. Dímelo. No: dilo tú... Es una cuna de alabastro... Si tuviéramos un velo azul para adornarla y una cinta de faya de nácar... Hace frío, Dolores, y las cunas pueden morir en la atmósfera helada. No. Yo tengo una pequeña colcha de raso que palpita. La voy a abrigar con mi corazón... Acerquémonos a la ventana... Tú, pequeña qué Dolores, quieres ver el cielo de la noche. Espérate. Voy a secar con mi pañuelo la humedad del vidrio... Eternamente así... ¿es verdad?... Sí Dolores, eternamente... El cielo estaba sereno y claro y se veían aquí y allá brillar algunas estrellas, mientras la luz de la luna, que se ocultaba detrás de la arboleda, invisible para ellos, se difundía, haciendo transparente la atmósfera. Había en toda la casa un silencio profundo, solamente interrumpido por el crepitar de la leña y el ruido de algún trozo de brasa, que caía sobra la reja. Estuvieron silenciosos un largo rato en la elocuencia prolongada de aquella emoción... Él le contó aquella historia, cuando dos o tres días después empezó a sentirse tan solo y a encontrar tan fría la vida. Se imaginó que leyendo y trabajando iba a poder llenar sus horas, pero empezó a no encontrar objetivos y a sentir en la garganta sensaciones de acíbar. Era cierto, que él había olvidado a Dolores y no tuvo jamás debilidades plañideras y femeninas, pero aquel gigante recio del tedio, a quien esa pasión había arrojado lejos, volvió a achatarle el cráneo con su férrea manopla. Iba a veces a ver a la madre, pero ya como hombre desfalleciente y cuando ella le aconsejaba con dulzura, concitándolo al trabajo, contestaba: ¿para qué y para quién? Siempre habrá en el cajón del escritorio, para las tres varas de tierra, que necesito. Decía estas cosas no como un vulgar pesimista de esos, que encuentran el mal en todas partes y lo escriben para producirlo, sino como hombre que había acumulado rencores contra sí mismo, hasta que en medio de aquella tormenta, después de dos años de apurar soliloquios, buscó en la muerte el camino de la paz eterna. Ya iba a llegar setiembre. Era necesario buscar la casa, en que se iba a iniciar la nueva familia. Al fin dio con una, que satisfizo a todos. Era de gran patio y anchos corredores a un lado y otro, espaciosa y alegre, con arboleda en el fondo, el aljibe de baldosas lucientes y azuladas. Puso muebles modestos, porque no sabía de otro modo y resultó una extraña casa de soltero, que Dolores transformó más tarde en una encantadora vivienda. A ella la veían salir a mentido y entrar a las tiendas y pasar muchas horas cosiendo... La última noche estaban sentados los dos en la sala un poco silenciosos, en el aire tibio y lleno de brumas, mientras penetraban por las ventanas abiertas las fragancias del jardín. De repente sonaron en la calle los trinos de varias guitarras y se elevó una voz purísima y melodiosa, llena de entonaciones profundas de sentimiento. Méndez irguió la cabeza, inclinando el oído y se levantó. ¿Quién es? ¿Quién canta así? Dijo conmovida Dolores. Es Genaro, contestó el médico. Qué bueno parece, exclamó la niña. Es un corazón, Dolores. Tiene la dulzura de un niño y es temerario y terrible en su valor. Ha sido siempre mi mejor amigo y estos cantos son un tributo que paga a su cariño por nosotros... Salieron a la puerta a escucharlo. Genaro había visto a las flores en la mañana difundir aromas, cuando el sol las besa. ¡Son como las flores los que se aman! Tienen auroras, luz y alegrías y lóbregas noches. Cierran sus pétalos, visten de luto, bajo esa cruz caminan, sufren y mueren. ¡Cómo solloza el alma de su guitarra de sentimiento! Llega la primavera, vuelan los pájaros sobre los campos desiertos. Son felices. Levantan en el pico pequeñas ramas torcidas y hojas secas. Tejen el nido de sus amores entre la flor de durazno... Cantan volando, con las alas extendidas, que parecen largos flecos de seda y se pierden lejos en el azul del cielo... Buscan rayos de sol para sus nidos... Pían en la tiniebla y no duermen y levantan la cabecita inquieta hacia las estrellas y en cambio de sus cantos, le piden para los hijos luz y piedad a los soles de la noche y así rezan mucho tiempo, mirando esos compañeritos, que tiemblan allá arriba silenciosos. Genaro había visto a las flores difundir aromas, cuando el sol las besa y palpitar de sentimiento el alma de su guitarra, para que ellos fueran felices, Carlos y Dolores, como los pájaros que tienen nidos, como las flores de la mañana... La voz de Genaro se iba alejando entre la bruma, mientras la luna que se levantaba en el horizonte difundía tenues vislumbres en la densa capa de vapores y una que otra luz mortecina se veía aletear apenas en las casas del barrio. Se abrazaron en el umbral, frente al silencio de aquel jardín, que ellos habían caminado tantas veces de la mano, en medio de las penumbras de la noche. Parecían una visión Osiánica, apenas iluminada por las moléculas de luz de auroras boreales ocultas en lontananzas infinitas y la canción de Genaro, que ya se desvanecía tan lejos, los ecos de las tiernas baladas, que hacen estremecer de amores los lagos azules y despiertan la embriaguez de la vida en la noche polar y eterna... - XV - Epitalamio Hubo mucha agitación en la casa del Río, en aquel hermoso día primaveral de fines de agosto. Dolores se despertó más temprano y salió al jardín, caminando del brazo con el viejo un gran rato, sin conseguir que éste iniciara ningún diálogo. Parecía triste y sus palabras tenían una extrema dulzura y aquel almuerzo fue casi silencioso. A la tarde llegaron algunas amigas y grandes ramos de flores y estuches elegantes, que ellas miraban revolviendo todo con gran curiosidad y admiraciones de todo género y los disponían en su dormitorio aquí y allá sobre la alfombra y en las sillas y sobre la verde colcha de seda. Largo y extendido en el sofá de rojo terciopelo, estaba el traje blanco de novia. Propendía lejos la cola brillante de raso, adornada de gasa la bata, las guirnaldas de azahares de arriba abajo de la pollera, tomadas con un elegante moño de moaré, mientras el velo transparente caía alrededor de él, como abandonado al acaso. El abuelo del Río parado cerca del portón de reja de la verja miraba en silencio salir para la casa de Méndez los cajones rectangulares, en que se iba la ropa de la nieta; oyendo desde allí el cotorreo rumoroso de las niñas, que hablaban todas juntas, mientras cerraban y abrían estuches y él las veía ir y venir agitadas por el cuarto de Dolores, contemplando con la cabeza agachada aquel aturdimiento. Por la noche se reunió mucha gente en la vereda de la casa, formándose corrillos bulliciosos y se veían mujeres con grandes mantos negros espiarlo todo, cuchicheando sobre la belleza del ajuar y la esplendidez de los regalos. Había mucha crítica y los comentarios no eran favorables para Carlos Méndez. Su cara seria, que imponía respeto, lo austero de sus costumbres y las contestaciones recias, que le habían oído alguna vez, lo alejaban de sus simpatías, y se oían augurios siniestros para la pobre niña. En cambio ese gran calavera de Valverde, que se paseaba por allí con algunos amigos, era el mismísimo mandinga irresistible, conquistador y travieso, risueño y amable y toda aquella siniestra historia de Paloche y las aventuras galantes y peligrosas, que de él se contaban, lo habían hecho el hombre a la moda. Por eso sentían cierto secreto, placer y un prurito de curiosidad, cuando él se acercaba a alguna de ellas, a conversarle, y mejor todavía si eran anécdotas verdes y picantes que hicieran vislumbrar veladas las visiones de la orgía lasciva... Cuando Méndez bajó de su coche y subió a la casa, Enrique, un poco lejos, en medio de sus amigos, dijo, señalándolo: ¡El imbécil! Allí lo tienen... Se ha instalado ahora. Puede estar tranquilo porque va a cumplir su misión sobre la tierra. Ha pasado toda su vida, enclaustrado como un fraile, sin conocer más mundo, que el de su biblioteca y ahora ¡hételo! Aquí, saltando fuera... Se casa pues y no sabe cómo cantan y mueven la cola las sirenas. Ahora, mis amigos, seguía Valverde, calcando las frases con tono socarrón, es necesario dejarlo, porque ese predestinado va a formar familia y se sonrió maligno y diabólico. Dicen que tiene talento, observó uno de los amigos. Sí, contestó Enrique. Escribe. Es tan infeliz como eso. Vive emparchado de genio y de misteriosas y serias austeridades y no conoce la calle... Es un pobre diablo, que se imagina que los hombres son como él los piensa y ve crímenes y cosas deshonestas en el más nimio desliz, eso que nosotros encontramos lo más natural del mundo. ¿Cómo se averiguará la muchacha, con su insoportable carácter? Dijo uno de ellos. ¡Qué! ¡Mi querido amigo! Si es un ingenuo y un anacrónico. Ella va a ser la dueña absoluta. Imagínense, que en vez de echar su cuerpo a través de la vida audazmente, como nosotros, ha preferido pegarse un tiro. Con eso está todo dicho. ¿Por amor, tal vez? No, contestó Valverde. ¿Quién sabe? Yo lo conozco. Es un orgulloso y un gran aburrido. ¿En este tiempo? Qué imbecilidad, replicó otro. Es que Vd. no sabe, que así son estos lógicos que forman familia y cumplen la consabida misión, repitió Enrique, con su aire burlón y agrio. Porque para eso, Don Carlos, le habrá pedido plata a Vd., rugió una voz detrás de él y al darse vuelta, vio la cara sombría y tormentosa de Genaro que estaba cerca. Valverde no se inmutó. La apóstrofe violenta se había estrellado en su frente impasible y se contentó con murmurar, dándole la espalda; para tal amo, tal serviente. De todos seré serviente, repuso Genaro, con tono amenazador, menos suyo. Mejor es retirarse, dijo Valverde tranquilo y frío, si no me voy a ver obligado a castigar a este insolente. ¿A mí? Gritó Genaro, con voz ronca. ¿Vd.? ¿Castigarme? ¡Ni mi padre! ¡Ni mi patrón! ¿Castigarme? ¿Vd.? ¿A mí? ¿Vd.? ¡¡¡Agua!!! Los amigos de Enrique se prepararon a repeler la agresión, pero Genaro había sacado su puñal y lo levantaba en el puño vigoroso, mientras la madre y Santa acudían a contenerlo. Se tranquilizó, retirándose con ellas. Pasó a través de toda la gente, que se había reunido a los gritos de la disputa y repetía el joven entre dientes: ¡canalla! ¡Lengua de víbora! Yo te la he de cortar algún día. Mientras esto sucedía afuera, en la sala iluminada y llena de perfumes había muchas niñas, que esperaban la llegada de la novia, impacientes porque nunca concluía de vestirse y se sentían desde allí los diálogos de los amigos de Méndez en el comedor. Habían rodeado a D. Manuel de Paloche y otras alcurnias, grande y viejo amigo del abuelo del Río y a quien Carlos y él habían pedido que no faltase. Sentían hacía tiempo una profunda conmiseración por sus desventuras y lo habían ayudado en su pobreza de todas maneras. Vestía D. Manuel una gran levita negra, rodeado el cuello alto por algunas vueltas de una ancha corbata de seda oscura. Estaba tieso y satisfecho y había resuelto hablar poco; pero enseguida, arrebatado por las bromas semi-serias de aquellos, sobre su poema futuro, empezó a sentir como desazones y pruritos por dentro y atropellada su cabeza por un torrente desbordado de ideas y de palabras y ya no pudo contenerse. Habló de medicina, de los métodos de curar, de las injusticias de la Facultad, de ese ogro siniestro del esfenoides y de sus esperanzas de gloria y de riquezas. Todo eso lo iba diciendo con una extraordinaria volubilidad, saltando de un tema a otro y concluyó por declamar aquella primera y famosa octava: ¡Canto el masaje Dioses del Averno! El arte de curar maravilloso Que en el Parnaso, consiguió el eterno Laurel de gloria... ¡Bravo, muy bien! Dijeron todos. ¿Qué les parece, señores? Preguntó Paloche. ¡Épico! ¡Épico! Seguiré entonces: ¡oh Musas!... Por favor, interrumpió el más joven, ¿podría dejar eso para otro día, señor Paloche? No, mi amigo... El masaje, elevado a panacea universal, causará una revolución en la terapéutica y yo lo digo en las dos últimas estrofas: porque ese hecho necesariamente implica. Que quede suprimida la botica... No entendemos, D. Manuel. Pues es fácil. Yo lo canto en el libro octavo del poema. El ejército de los masajistas rompe en masa sobre esos negocios de inútiles drogas y los destruye ¡oh! Una lucha colosal con sangre e incendios... porque así solamente se anonada la tradición y la rutina. Les recomiendo el octavo canto... y hubiera seguido D. Manuel, contento de navegar dentro de su locura a no haber entrado el abuelo a invitar a los jóvenes a pasar adelante... Fueron entrando estos a la sala y se colocaron frente a las niñas, con ligeras inclinaciones de cabeza. En el medio quedaba vacío un ancho pasaje, en cuyo fondo veíase arder la estufa y dispuestos aquí y allá grandes ramos de forma elegante y caprichosa, mientras la araña del centro con cuatro grandes lámparas de tubo derecho y deslumbrador y largos caireles de cristales prismáticos, brillaba de vivos matices de atornasolado y movedizo color. Llegó el abuelo del Río, trayendo a Dolores del brazo, espléndida la efigie pálida debajo de la frente coronada de azahares, con su largo y albo y nítido vestido de raso, la cola como acostada, rozando con leve estridor las alfombras. Tenía el gran ramo de las mismas flores artificiales en la mano derecha y el tul prendido con la piocha temblorosa y chispeante, cayendo abandonado hasta el suelo. Catalina Méndez tenía el hijo a su derecha, colocado al lado de la novia. Este se encontraba tranquilo, y como distraído en medio de todos y miraba los muebles mudos testigos de todo el idilio y parecía no acordarse sino de aquel futuro tan nuevo, que desplegaba adelante sus senderos y todo este grupo estaba en el ancho pasaje frente a la estufa, mientras los amigos de un lado y otro formaban larga fila, como a rendirles homenaje. Apareció el joven sacerdote, con un libro en la mano -un noble rostro blanco, lleno de dulzura, de grandes ojos castaños e inteligentes y se paró frente a ellos, vestido de la blanca casulla, colgando de su cuello la estola de brocato , recamada de oro. Su voz suave se levantó en medio del silencio. Leía la epístola de San Pablo, que une en Jesús y en la Iglesia las almas y los cuerpos en la vida, y manda el amor hasta el sacrificio y la muerte y ordena al hombre entregar a Dios la mujer santificada, «sin mancha, ni arrugas». Cerró el libro el padre y dirigiéndose a la novia, dijo: Señorita Dolores del Río, ¿queréis al Sr. Carlos Méndez por vuestro esposo? La niña inclinó la cabeza asintiendo. ¿Os otorgáis por su esposa y mujer? Sí, contestó Dolores, con la cabeza un poco inclinada y con voz apenas perceptible. ¿Recibislo por vuestro esposo y marido, según lo manda la Santa Madre Iglesia? Sí. Cuando Méndez hubo contestado las preguntas, el sacerdote, pronunció con voz solemne estas palabras: Yo, en nombre de Dios Todopoderoso, os bendigo y os declaro unidos en matrimonio y levantó la mano abierta, que fue lentamente bajando y describió una cruz cerca de la frente de los novios, que se tenían en ese momento de la mano. Enseguida del Río abrazó y besó a Dolores en la frente, mientras Catalina casi sollozando, acercaba su cara a los labios del hijo, feliz en aquella victoria de la vida sobre las desesperaciones, que ella había ganado con su cariño. Enseguida Carlos estrechó la mano del anciano, mientras Dolores y la madre mezclaban en los brazos la una de la otra sus alegrías y sus lágrimas. Se acercaron después las niñas a felicitar a Dolores y ella le regalaba a cada una un botón del ramo de azahares y las presentaba a Méndez. Enseguida los jóvenes fueron uno a uno a saludar a los novios y Carlos conmovido y casi aturdido en medio de aquellas alegrías, equivocaba los nombres de esos muchachos, que les habían perdonado tantas veces, las irascibilidades y los ímpetus de su carácter. Cuando llegó D. Manuel, Dolores tuvo para él palabras de profundo agradecimiento. Oh, figúrese Vd. señora, contestó éste, estos servicios entre colegas no se agradecen. Es un deber ineludible. Estallaron luego del piano los primeros acordes de una marcha nupcial en medio del murmullo general de los alegres diálogos y los novios del brazo paseaban por la sala seguidos de muchas parejas, mientras se desataban las notas melodiosas, poblando de armonías la vieja sala señorial, que parecían cantar para todos el poema de los augurios felices. De repente los novios y Catalina desaparecieron, pero el abuelo del Río cerca de la puerta del dormitorio, de donde contemplaba la fiesta, vio salir y siguió lejos la luz de los faroles del cupé que daban saltos -en aquellas calles sin empedrar- en medio de la noche. A las doce la casa quedó sola. El viejo empezó a caminar por la sala con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos, la barba cayendo blanquísima en medio de la luz. Había vivido tanto ya, que podía pensar en morir tranquilo, ahora que Dolores se había ido para siempre. Sin embargo, la vieja casa, que tenía tanta honda tristeza en sus muertas memorias, era sinfonía vibrante, que sacudía toda su grande alma aguerrida y acompañaba su camino con sus ecos melancólicos. Como resonaba el comedor, llenas las paredes de aquellos retratos de héroes, con su chimenea deslumbradora y roja, como resonaba de la voz juvenil de sus hijos, y como corrían a través de esos dormitorios oscuros las respiraciones de su descanso profundo... ¡como antes, cuando él llegaba al lado de ellos en puntitas de pie para no despertarlos! ¡Cómo pasaba gloriosa y mártir la noble efigie de la madre y lo envolvía en el murmullo de sus alas de santa... allí mismo, como en otros tiempos, cuando él llegaba de sus campañas y colgaba al lado de su cama la vieja espada! Él no debía desaparecer entonces, mientras pudiera verse el rostro y el cuerpo, lleno de cicatrices y rutilara a través de ellas la sangre, que había saltado a chorros en medio de los bramidos del combate. ¡No! ¡Hasta que esas banderas, que forman los trofeos, sobre los cuales había descansado su soberbia cabeza de batallador, no perdieran los colores corroídos por el tiempo y no se disgregaran las panoplias de sus armas de guerra, átomo por átomo! Él no debía morir, mientras conociera los muebles de aquella sala, donde en la noche se reunió tantas veces la familia y donde para cada uno de sus muertos se había levantado el túmulo tenebroso, cubierto de la negra guadrapa... ¡Cuando él encorvado y viejo cortaba flores del jardín y tejía sereno guirnaldas para los féretros, que le arrebataban para siempre la sangre de su sangre! Porque él erguía esa noche su cabeza luminosa de reflejos sidéreos y miraba con sus fieros ojos indomables todo aquel inmenso escombro y sólo oía entre las piedras palpitantes aquí y allá el nombre de sus hijos que le narraban con sonoridades de epopeyas las inmortales proezas. Se dibujaban cerca de los cuadros líneas serpentinas y fulgurantes y cruzaban aquel ambiente de relámpagos, que tenían escrita entre sus rayos indelebles la honra inmaculada de su casa. ¡Él no debía morir, mientras pudiera conocer aquellos uniformes, rasgados de las anchas heridas de bayoneta, atravesados por agujeros oscuros, que conservaban entre su trama los últimos latidos de aquellos corazones moribundos! Por allí vagaban todos en su memoria. Vivían la noche semi-insomne de los campamentos, bajo las tiendas en hileras y caían después con el ceño torvo y el pecho abierto por la metralla frente a los cañones enemigos. Porque en esa su casa hubieron llantos de madres, que besaban los recuerdos abandonados en sus cuartos en el delirio de mortal congoja, y esposas prosternadas, sollozando de esperanzas y de plegarias. Vistieron luto después y caminaron hacia la tumba de la familia, desparramando lirios, violetas y anémonas. No debía irse para siempre ese viejo abuelo, que era el guardián huraño y gigantesco de la grande urna solitaria, en que se había transformado la casa del Río, que conservaba en sus criptas el alma elocuente de tanta verecunda memoria. ¡Nunca! Sentarse allí, tocar todo, defenderlo de la mirada y del pie profano, ser la enorme pupila melancólica, centinela día y noche, moviéndose inquieta de un lado a otro, para que no se quedaran solos los queridos fantasmas y tuvieran flores en las primaveras y sombras estivales de arboledas y lumbre en los días atenidos. Porque al fin allí estaba el cariñoso mundo que le hablaba de Dolores a cada rato. La sala, su piano, aquella copa de agua cristalina sobre su mesa de noche y el perfume de toda su angelical persona irradiando en el ambiente... y ese jardín que ya brotaba en el seno del calor y de la luz y que él iba a carpir y regar, para que tuvieran ramos ellos en sus centros de mesa. Y sentía el viejo revolotear alrededor de su cabeza de nieve, las hadas que inspiran las aéreas y alegres imaginaciones y entró retozando en su cuerpo como una oleada bravía y prepotente de resurrección, como si para guardar todo aquello hubiera recobrado la gallarda fiereza de los tiempos juveniles aquellos, en que el ojo ríe y se tiene la barba de seda y oro... Se arrodilló el gran anciano en medio de la sala con la frente en la luz, los ojos elevados, en el ensueño de las beatitudes estáticas y con voz alta dijo, como si rezara en medio de sus hijos: ¡Aparta de mí el cáliz, Dios del dolor! ¡Cuando la noche de la inconciencia descienda en mi cerebro, yo lo apuraré con estas manos secas! ¡Cuando mi memoria y mi voluntad se hayan perdido y yo no conozca los uniformes desgarrados y sangrientos y mi brazo inerte y mi pupila indiferente y fría, ya no puedan defender estos recuerdos! Cuando yo camine como un sonámbulo, dentro de la lóbrega sombra de mi inteligencia y sea la última y muda y moribunda larva de la vetusta y desgajada mansión... Entonces morirá del Río, desfibrado todo su cuerpo y deshecho en la grima desgarradora del recuerdo. ¡Adiós! ¡A los pobres corazones queridos, que han entristecido mi casa yéndose para no volver más, y van a incinerar al fin al roble gigantesco, que ha bebido ochenta años los éteres de la naturaleza, sin doblar jamás la copa opulenta de hoja y ramas en las tormentas fulmíneas de su larga vida!... Libro segundo - I - La nueva casa Seis años después el abuelo del Río cumplió su promesa. Sus pupilas eran dos manchas redondas y cenicientas. Sus cristalinos se habían petrificado y las cataratas habían llenado para él al mundo de claroscuros. Ya no pudo ver los uniformes desgarrados y sangrientos y dejó de ser el guardián celoso de aquella casa, que era la urna que encerraba el muerto corazón de la familia del Río... Entonces murió. Sus dos últimas lágrimas las enjugó Dolores sollozando inclinada sobre su frente, mientras el arco abultado de la ceja izquierda del guerrero moribundo descendía sobre el párpado casi a ocultarlo, como en los días de las batallas legendarias. Su mano de piel arrugada y manchas cobrizas bajó despacio en las últimas respiraciones sobre la mejilla de la chiquita de los cuentos, una adorable mariposa de cinco años, que volaba por toda la casa, dejando caer perfumes y el polvo de oro de sus alas, conversando el día entero los diálogos de las alegrías inquietas. Dolores y Carlos arrodillados a un lado y otro de la cama velaron un gran rato aquella grande y varonil efigie muda, blanquísima en las sombras de la noche. Sobre su negro féretro la bandera a través y la espada a lo largo, festones de aromas y coronas de violetas. Algunos soldados, los compañeros de las viejas glorias, iban caminando al paso en el cortejo. No hubo música, ni estruendos de fusilerías ni humaredas de pólvora. No era posible. Había estado de sitio y estaba prohibido morirse. Mucha gente marchaba entonces muy ágil y suelta de movimientos, porque le habían al fin arrebatado ese grave impuesto, que se llama libertad... Derechos no existían, pero deberes tampoco... Se hacía vida de patriarcal paciencia, a pesar de haberse concluido el pan y las riñas de gallos... Los pensadores de ese tiempo traducían así el latinico aquel: panes et circenses ... El ejército estaba lejos, peleando en lucha fratricida. ¡Como siempre! ¡Cuántas cosas hacen los soldados intrépidos, que no quieren hacer! En el cementerio nadie habló. Los escondidos de las criptas pudieron esta vez siquiera recibir esa honradez que llegaba, en medio de la augusta religión del silencio, donde cabe todo lo sublime... Mejor eso que los panegíricos y los epitafios, que no son capaces de sintetizar los martirios y los heroísmos de cualquiera de esos guerreros oscuros. El cajón, sostenido con sogas que pasaron por el hueco de las manijas amarillas de bronce fue resbalando despacio al sepulcro donde quedó extendido al lado de sus hijos, muertos por la patria todos ellos. Carlos Méndez entregaba una por una las coronas con religiosa piedad, pensando que aunque después no vaya nadie allí a visitarlos, esos sarcófagos no quedan solos, porque la bandera los cobija y se desmenuza y se incinera y se dispersa con ellos en el viaje eterno... ¡Oh si no fuera por sus caricias silenciosas, quién sabe si aquella sería la mejor manera de morir! ¡Están tan abandonadas a veces esas pobres urnas gloriosas! Poco a poco se fueron yendo todos y Carlos empezó a vagar por todas las calles, como si no pudiera salir de aquel mundo funerario, arrodillado después sobre el sepulcro del padre, escuchando toda la profunda y tétrica poesía. La voz de Genaro que le pedía órdenes con el sombrero en la mano lo despertó y lentamente salió del cementerio y se hundió con la cabeza agachada en el asiento del carruaje. Genaro emprendió la marcha crujiendo y castañeteando las ruedas sobre las combas resbaladizas del empedrado de entonces, hasta que se hizo un roce rápido uniforme y sin estrépitos, al llegar al colchón de polvo de los suburbios. Era a principios de setiembre, en la estación variable y movediza, en que el durazno se cubre de la flor maravillosa y rosada, en que pululan las yemas y empiezan las hojas a desplegarse. Entonces hay días primaverales que llenan el espíritu de la admirable y tibia sensación de la vida que resurge y la golondrina cruza los suburbios con las alas extendidas en su volar violento y se posa tranquila sin moverse ya en el borde del techo. Al que vio en invierno los cercos de sina-sina desnudos y retorcidos y la arboleda, perdida la morbidez opulenta de la forma, transformada en una selva de ramas rígidas, delgadas y puntiagudas en el mudo ensimismamiento de la vida latente y dormida, llena de asombro la contemplación de todos los pequeños estremecimientos que anuncia la llegada de la admirable mensajera con ropaje de flores. Bajo el cielo más puro, en medio de los rayos del sol más espléndido, que antes, hay familias innumerables de pájaros, que revolotean en bandadas y saltan de rama en rama y llegan perfumes de heno exquisitos y hay noches serenas, que hacen descubrir la cabeza y buscar la brisa fresca y admirar y bendecir los astros. Pero el invierno no ha concluido. De repente se levanta en el horizonte el paño oscuro de la tormenta, que asciende con siniestro sigilo; la naturaleza tiembla sacudida por el furor y los estampidos de los ciclones y el frío y el barro vuelven a azotar lejos las cosas tibias de la primavera. Entonces por la mañana suele la campaña todavía cubrirse de la blanca mortaja de la helada hasta que otra vez se levanta la temperatura y en las ráfagas cariñosas estalla la pompa multicolor de las corolas y se extiende más tupido el verde tapiz del bosque. Es en esta estación que empiezan a desarrollarse los sucesos del libro. Méndez entró en su casa transformada en un pequeño paraíso. Es linda y aseadita con su patio grande de baldosas rosadas y nítidas. Tiene dos corredores divididos por un ancho pasaje de piedra cuadrada y él la solía contemplar a veces sentado en el rincón fresco del corredor a la izquierda mientras el sol la baña en frente. Desde allí veía a través de los árboles del jardín rasgos de cielo azul a lo lejos y los cirrus cándidos como un montón de tules que vagan y se mecen y ondean en la luz. Abajo, cerca de la pared que la enredadera tapiza con sus barbas el arco de hierro, de donde cuelga la roldana del aljibe y engasta un medio círculo de sol y diez perales, que son todo su bosque delicioso y verde, blanco de flores y lleno de cuchicheos y de murmullos. Más lejos una abra elegante, formada de un costado y otro costado por los troncos de la parra enhiesta, áspera, verdinegra, agrietada a lo largo y descascarada a trechos. Están tristes los sarmientos secos y nudosos, que se entrelazan arriba formando la bóveda amplia, porque no han recibido todavía el beso ardiente y esperan los rayos de oro para la uva, los rayos que ya palpitan en medio de la algazara canora de los nidos. A diez metros y debajo del corredor de la derecha ocho unas de cedro, pirámides truncadas con la base en alto abiertas para recibir la tierra negra. De allí surgen esbeltos y largos los tallos verdes de las calas, con su monopétalo en forma de cartucho nacarado y en el medio el estambre grueso, erguido, amarillo, cubierto de polen fecundo. Después diseminadas en el césped, que se extiende debajo del bosque, las flores, las maravillas diminutas del color y de la gracia, las hadas encantadoras con los matices del iris en la frente. Tienen su lenguaje. Hablan el idioma de las caricias perfumadas, que se arrojan las unas para las otras, cuando el día nace y llena el mundo de hilaridades y cuando cae y envuelve a las formas todas en su enorme manto escarlata de moribundo. Debajo del corredor las habitaciones, por cuyas puertas abiertas de par en par, penetra a raudales la primavera en el aire tibio por las alfombras y en la penumbra de las cortinas que la defienden del sol. Méndez entró al dormitorio, llevando de la mano a la chiquita y vio a Dolores al lado de la cuna meciendo y cantándole a ese último hijo suyo, que estaba enfermo. Tenía su cuerpecito extendido y escuálido, las mejillas blandas y caídas, envuelto en mucha ropa de lana. Respiraba con ansiedad y tosía de repente mirando alrededor con ojos grandes y abovedados, que salían de las órbitas, como a querer iluminar aquella intensa demacración pálida, mientras el aire gorgoteaba entrando a través de los bronquios enfermos. -¿Cómo ha pasado la tarde? Preguntó acercándose al niño. -Muy mal, Carlos, repuso Dolores. Ha tenido mucha fatiga. -Es desesperante esto, murmuró con voz sorda el médico. Yo ya he hecho todo. He leído y buscado todo. Los remedios deben ser una grosera mentira y solamente un espíritu imbécil puede creer en ellos. Y entre los libros y con toda mi vida pasada estudiando yo no lo voy a salvar, no, no. -Carlos, por favor, interrumpió Dolores, el nene te está mirando, como si supiera lo que dices. -Tienes razón. Pero estas no son cosas que uno acepta resignado... Y después algunas veces pienso que me puedo haber equivocado y que tal vez hay algo que hacer todavía. A ver. Ella lo cargó y el médico, separando un poco de ropa, inclinó la cabeza sobre el dorso anhelante del niño y lo auscultó un largo rato. -¿Y? Dijo ansiosa la madre. ¿Cómo está? -No está bien, Dolores. -¿Lo perderemos entonces? Preguntó con miedo. ¡Oh Dolores! Exclamó Carlos, no pienses en eso todavía; puede ser que salve... pero tú eres santa y fuerte, añadió temblando y yo no me voy a mover de tu lado... aquí me voy a estar... quiero mirarlo contigo mucho tiempo y conservar toda mi vida su recuerdo. -Lo voy a acostar entonces Carlos y ya no lo vamos a mover más, ¡pobrecito! Para que se vaya tranquilo. Y escucha lo que te voy a decir, seguía el médico. Cuando esto sucede en otras partes, nosotros somos el yunque donde cae el martillo y nos lastiman la reputación y somos objeto de la diatriba, porque es necesario que alguien tenga la culpa de estas desapariciones, y no se aperciben que en nuestras mismas casas, con nuestras criaturas nos retorcemos más de una vez las manos en la impotencia. ¡Qué injusticias son estas! -Hay mucho que perdonar Carlos, a los que mucho sufren. Si fueran los padres todavía, seguía Méndez con entonación casi violenta... pero no porque estos se acuerdan que uno ha estado con ellos en todos los momentos, acompañándolos y que toda aquella congoja de la casa ha conseguido entristecer nuestra vida... pero son algunos de estos otros, de esos indiferentes, que mandan preguntar por la salud de nuestro hijo, como si se les importara algo, deseando que haya un dolor en esta casa, que no ha tenido ninguno todavía... En ese momento el niño tosió. Una tos áspera y larga que precipitó al tórax en una convulsión agitada de movimientos respiratorios. Los dos acudieron a la cuna y en el silencio, que siguió después, se sintieron en el corredor los pasos de un hombre, que iba y venía sin cesar, acercándose a la puerta, como si algo esperase, mientras las sombras de la noche iban llegando calladas. Al fin pareció decidirse: dio dos golpes a la puerta del cuarto de vestir, llamando a Méndez. ¿Quién es? Dijo éste saliendo. Genaro, señor. Yo soy. Hace un rato que estoy por acá, por si me precisan y me voy a estar toda la noche. Gracias, Genaro. Y también señor, seguía Genaro, retrocediendo como si quisiera atraerlo al médico, también quiero decirle una cosa. ¿Qué son estos misterios, Genaro? Habla de una vez. Aquí no señor. Ella no quiere que yo le hable aquí. ¿Quién, ella? Preguntó Méndez con impaciencia. ¿Quién? Oiga, D. Carlos, decía en voz baja Genaro. Hay que la señora mayor está esperando desde hoy en el zaguán y un rato después se sintieron besos y un estallido de sollozos en aquella sombra. La madre y el hijo estuvieron un gran rato abrazados en silencio... Bueno; mi pobre hijo, cálmese, le decía Catalina en voz baja, porque para eso nacimos, para entregar a la tierra, de cuando en cuando algún pedazo de nuestra alma... Mi madre santa, exclamó Méndez, con los ojos llenos de lágrimas, antes que él, todos mis sueños y mis sacrificios... que se borre todo y muera todo... que yo sea estéril, como un desierto, inerte como una cosa vulgar y que yo vague dentro de las sombras de la demencia... ¡y muerto, muerto!... ¡Oh Carlos! Contestó la vieja transfigurada, tú has sido lógico. Esta casa es tuya y en cada palmo de pared está tu nombre escrito. Tú eres la enredadera enorme que la cubre, le da sombra y la protege... Acuérdate, que, si mueres, el tiempo destruirá la tabla de los pisos y todo irá cayendo en ruinas y Dolores te seguirá en el viaje eterno, y tu pobre chiquita va a quedar sola, en medio del frío y de la maldad del mundo, abandonada en todas las tristezas... la delicada sensitiva, defendida por el cariño de tu corazón... Pero este que se va, interrumpió el médico, ¿quién lo reemplaza? Dios es bueno, murmuró la madre, y hace que las alegrías vuelvan al hogar mustio y que palpiten de nuevo las criaturas en las cunas. ¡Dios! ¡Dios! Y siempre y a cada rato Él, que se olvida, que son los hijos mi religión suprema y que es por ellos, que yo puedo algún día entregarle mi inteligencia y mis sentimientos. Él es la infinita bondad, madre, y debe desaparecer no sé dónde, cuando suceden estas cosas. ¿Eres tú, quién habla? ¡Mi pobre hijo! Y sin embargo has visto muchos dolores y me has narrado ejemplos de inmortal fortaleza. ¿No te acuerdas de esos padres, que se debaten como titanes en la desgracia, y siguen la vida hercúleos, haciendo estremecer de vigor y aliento la casa? Oh ¿tú crees, que eres el único que tiene el sublime derecho de sufrir? En cada rincón hay uno, alrededor tuyo más esforzado y más varonil que este filósofo desventurado. No, mi madre; yo no soy un cobarde, dijo Méndez, secándose las lágrimas... Ya lo sé; pero tus pasiones son frenesíes, tu valor es el ímpetu temerario y enloquecido y tus dolores tienen estallidos sollozantes, que hacen temer por ti y por todos y es por eso, que yo le he dicho a Genaro, que te llame aparte... Es cierto interrumpió Méndez; tienes razón, pero ahora yo sé lo que tengo que hacer... Allí está Dolores, yo la he de confortar... Mis ojos están secos y mi corazón tranquilo... tú tienes razón, te repito... pero a ti sola, entiendes, yo he entregado mis debilidades con el llanto que he derramado sobre tu hombro. Ahora ya no tengo flaquezas, y me siento lleno otra vez de la fiera alma de mi padre. Catalina lo besó en la frente y entró del brazo con él a ver a Dolores, que calentaba contra su pecho el cuerpo del hijo. El niño murió después, una madrugada. Lo pusieron en un cajoncito de ébano que tenía por dentro un mullido colchado de seda azul y en la cabecera una pequeña almohada. El chico estaba acostado de espaldas, con las manos entrelazadas, blanco y tranquilo. Su vestidito de muselina era cándido, como las canas de los ancianos, que mueren y había sobre su cuerpo muchas violetas, las primeras sonrisas celestiales de la primavera. En la penumbra de la sala, caminaban algunas figuras, y se oían cuchicheos y más adentro, en el dormitorio sollozaba Dolores, con la cabeza inclinada sobre la cuna. Así llega el día, filtrando a través de la ventana, el día de primavera delicioso y tibio inclinándose y titubeando en las sombras. Un poco más tarde pusieron sobre el cajón una tapa de plomo, que tenía un vidrio cuadrado en la cabecera y los que estaban allí se acercaron por última vez para ver al muerto y mientras el hojalatero se disponía a tornillar la tapa de ébano, los padres llegaron lentamente de la mano como cuando eran novios y miraron... ¡pobrecito! ¡Alma de mi alma!... porque entonces la sala estaba llena de luz y había en el suelo esparcidos aquí y allá muñecos y caballitos de goma. Después se paró un coche, con ese repiqueteo brusco y ruidoso, el landó grande en que iban todos a Palermo y Carlos, tomando el cajoncito debajo del brazo, lo colocó en el asiento de adelante solo y en silencio. Lo pusieron en un sepulcro de mármol, trajeron muchas coronas, llenos de solicitud algunos amigos, porque ya moría el día lentamente en la Recoleta, entre los sepulcros alineados, como si los muertos se prepararan a caminar la última y melancólica jornada, los unos detrás de los otros, en medio de la primavera deliciosa y tibia, en la hora en que las flores tienen más perfumes, más murmullos los árboles y los pájaros más cantos. A su vuelta Méndez encontró a Dolores, sentada sobre la alfombra, al lado del cajón del armario, donde guardaba las ropitas y los juguetes del hijo. Iba sacándola poco a poco y la colocaba en montones, que ataba con cinta de seda azul y en un gran cofre puso la pollera larga de cachemir blanco de su bautismo, y la capa de encajes y la gorra con puntillas y tul trasparente en el borde, que había calentado su cara pálida en aquel gran día feliz. Estoy arreglando su ropita, Carlos, y quiero que nada se pierda. ¿Ves? Estos son sus escarpines de seda... yo los voy a guardar bien... el día de tu santo también se los pusimos... aquí están los caballitos, que eran su encanto... ¿Te acuerdas cómo los estrujaba entre sus manecitas?... porque era tan inteligente y tan bueno: parecía apercibirse que queríamos mucho más a la chiquita y siempre sonreía para no darnos disgusto. ¿Por qué no te acuestas? Dolores, interrumpió el médico con voz suplicante... Tú estás enferma y es necesario cuidarse para los que quedan. ¿Y la chiquita, Carlos, cuándo la traen? Mañana viene. No, dile a tu mamá que no la traiga, porque yo ahora estoy tranquila... siento que estoy tranquila pero si viene ella, tengo miedo de sollozar hasta morirme. Si tú quieres, yo voy a guardar todo esto, para que descanses. No, Carlos. Siéntate aquí... Tú eres bueno: vamos a vivir juntos con todos sus chiches, todo el tiempo y... después yo sabía, que Dios se lleva temprano a estas almitas bondadosas y a pesar de eso, te confieso, que no me parece que se haya ido... Por Dios, estas conversaciones no te hacen bien, Dolores... Te voy a pedir una gracia... Quiero sentir tu cabeza sobre mi hombro. Bueno, aquí está... Ahora duerme. Espérate... no vayas a creer, que es dolor lo que yo tengo, es una cosa tonta, que me traspasa la cabeza. ¿Por qué no tratas de dormir? Esto te haría mucho bien. No. Todavía no. Yo te voy a decir al oído toda su historia, porque tú no lo conocías bien. Por la mañana cuando te ibas, la casa quedaba un rato en silencio, porque tú eres un poco agitado... este no es un reproche, Carlos... es un hecho no más, que cito, porque yo no quiero que te ofendas... ¡Oh Dolores! ¡Santo amor mío! Exclamó Méndez, estrechándola entre sus brazos, yo te suplico, no sigas más, en este doloroso delirio. Déjame que te cuente... después él agitaba los bracitos y pronunciaba sílabas, como si tuviera alguna risueña visión y yo decía, que eran los primeros gérmenes del cariño que tenían ese lenguaje y sus ojos negros resplandecían de luz y de sonrisas sus labios, cuando yo me acercaba a besarlo. Cuando yo, lo tenía cargado, hacia movimientos bruscos para escaparse con la cabeza echada hacia atrás y los brazos levantados... como si quisiera volar al cielo... acompañado por las alegrías de mis ojos... felices... felices... con estos sollozos... ¡pobre mi corazón que se ha ido para siempre!... Ya era demasiado; y entre las sombras de la noche se hizo pedazos aquella copa de cristal frágil... porque sucede que hay el deseo de ser fuertes, pero triunfa el recuerdo entristecido, que tiene la luz gris y hace alrededor nuestro el desierto infinito... ¡La florcita maravillosa, que miró un rato el cielo azul ha doblado su corola para buscar lánguida la tierra y desvanecerse en su seno húmedo! ¡Cuánto tiempo hace, que alrededor de la cuna no hay gorjeos primaverales, ni besos de sol, ni cánticos de alegría enternecedora! Así Carlos Méndez la tenía abrazada en medio del cuarto contra su pecho y sus palabras y la extrema y casta dulzura de sus besos se mezclaban al sollozo, que no tenía consuelo... Él le hablaba el suavísimo idioma de los recuerdos de amor, el divino diálogo al lado de la chimenea de la vieja casa, entre las augustas memorias de la familia, cuando las rachas doblaban las copas de la arboleda y se precipitaban en las calles zumbando... Le narraba así cerca del oído todas las infantiles imaginaciones de aquellos días celestiales y los cuentos y las leyendas que poblaban la sala de amables genios y de sonrientes quimeras y sobre su espíritu dolorido empezó a caer la blanda quietud del sueño, mientras su cuerpo extendido sobre la verde colcha de lampás adquirió el profundo descanso. Méndez erguido en la tiniebla, más fuerte hasta entonces, que su dolor la miró dormir dentro de aquel silencio de la casa oscura, interrumpido solamente de cuando en cuando por los pasos de Genaro, que vagaba, como un fantasma en puntitas de pie por el patio, centinela desasosegado y triste, guardando la desventura de aquella casa, donde se había hecho hombre... - II - La noche de un corazón Pero Genaro había visto pasar muchas veces a Enrique Valverde por la calle del conventillo y las visiones oscuras que rompen la fibra honesta fueron entrando poco a poco en su espíritu. Alguno había en la noche, cuando él estaba sentado a descansar, que le decía las palabras de la befa amarga y ese su corazón generoso empezó a tener las sacudidas bruscas del insomnio. Sus cariños ya no eran tranquilos y tenía abrazos impetuosos para la blanca cabeza de la pobre madre y a Santa la miraba con ojos recios y después se retiraba a un rincón del cuarto sacudiendo con movimientos de desesperación melancólica la frente tenebrosa. Cuidado con lastimar las almas afectuosas... porque detrás de la ofensa crecen y se agigantan los odios eternos que alimentan sus tormentos homicidas en los soliloquios retirados y silenciosos. Perdió sus alegrías y su traje mugriento y deshilachado en los codos y todo su cuerpo tuvo la piel áspera y granujienta del desaseo. El coche empezó a tener manchas cenicientas y rasgos largos y angostos y glomérulos aquí y allá de barro seco, que salpicaban del pavimento de las calles. Las ruedas sucias y fangosas chillaban de cuando en cuando al girar sobre el eje no lubrificado de aceite y en los pliegues del espaldar colchado y blando y en los intersticios del marco de los cristales opacas hileras de polvo quietecito y como dormido. Las guarniciones de platino, con reverberaciones de luz y esplendores antes, empezaron sus buenos tiempos en su color oro muerto, largas y peinadas las crines como hebras de seda flotando y la cola voluminosa y amplia en la base, enredada ahora con aspecto de largas y descuidadas greñas, con botones de abrojo verde y puntas y festones de ortigas. Un día Méndez, ya desesperado de aquella negligencia incorregible, lo echó de la casa. Así pasó algún tiempo pensando en aquel pobre muchacho que lo había acompañado tantos años. Una noche la chiquita de los cuentos, sentada sobre sus rodillas, lo abrazó y le dijo: -¡Pobrecito, Genaro, papá! Y lo miraba con los ojos grandes y llenos de lágrimas. -Ese hombre es malo, contestó Méndez- es un ingrato. -No, Carlos, interrumpió Dolores con tristeza- ese hombre tiene una gran pena en el corazón. -Sí, papá, sí, papá... una gran pena... por eso es que a la tarde viene y se sienta en el cordón de la vereda... Tiene ese poncho largo y me mira un gran rato como si no me conociera... y yo tengo miedo, porque le veo un cuchillo en la cintura; pero él después pone las manos juntas, como cuando uno reza y me dice tantas cosas amables, papá, y me besa la mano derecha, fuerte, fuerte. «Yo voy a venir todos los días, dulce compañerita... hasta que me muera de hambre... cuando su papá no esté... yo voy a sentarme aquí y Vd. desde el umbral y vamos a conversar juntos, porque yo necesito saber que Vd. está buena siempre dulce compañerita... Aquí le traigo estas violetas... mire cómo tengo la cara lastimada de arañones; yo pasé con todo mi cuerpo a través del cerco negro de moras, porque quería robar para Vd. flores de los jardines hermosos. Yo me puse esa vez, seguía contando la chiquita, yo me puse muy contenta y le dije: Gracias, gracias, Genaro. Entonces sacó del seno un cartucho de pastillas... este, papá, ¿ves?... Yo las compré esta mañana, me dijo, y lo espié a su papá cuando se iba, para traérselas y hasta que yo me muera, le voy a dar todos los días algún chiche para que pase alegre y entretenida su vida preciosa. Yo le voy a decir a papá, Genaro, que no quiero que te vayas más. -No, no le diga, me contestó, pero prométame cuando yo la llame a la tarde que va a venir a conversar con el pobre Genaro, así... con su vestidito rosa y la gorra grande y blanca de percal, porque le quiero contar muchas cosas a mi dulce compañerita. ¿Se acuerda cuando en el coche de mimbre la llevaba a pasear por las veredas, y la gente se paraba a mirarla y a besarla y Vd. se reía con esos sus ojos asustados y después yo le cortaba rosas y le hacía ramitos del jardín y de noche sentado en el banco del zaguán a mi lado le cantaba las canciones del corazón para que Vd. se durmiera? -Vamos, chiquita, no quiero que cuente nada más, dijo Méndez, que tenía miedo siempre por aquella cabecita volcánica. -¡No se enoje, papacito, malo! Contestó enseguida la niña acariciándole la mejilla y siguió conversando; una tarde llovía mucho y yo sentí que Genaro estaba en la puerta -venía con las botas sucias de barro y sin sombrero, con toda la cabeza alborotada y cuando yo le dije que entrara, me contestó: mire cómo corren, dulce compañerita, estos botes de papel por la corriente; y yo vi los barquitos blancos irse despacito corriendo y salí afuera a mojarme toda detrás de ellos. ¡Oh! Si yo no pudiera verla, cómo sufriría mi corazón, dulce compañerita, y me tomó en sus brazos Genaro y me llevó hasta el corredor, donde estaba mamá y cuando me hicieron entrar yo oí que conversaban largo rato y como si Genaro llorase. Todo eso era cierto. Dolores le había dicho al llegar: Cuánto te agradezco, Genaro, que me hayas traído a esta pícara. -Qué buena es Vd., niña Dolores, contestó Genaro; y yo que creía que Vd. se iba a retirar, si me llegaba a ver. -¿Por qué, Genaro? Si tú tienes un alma tan afectuosa y yo ya le he dicho a Carlos que te vuelva a tomar. -Gracias, niña Dolores; pero yo no entro más a esta casa, porque tengo como una lastimadura en la cabeza y cualquier palabra me ofende y me enloquece. Y Vd. sabe cómo es D. Carlos... Y después yo siento que ya no soy bueno como antes. ¿Vd. se acuerda cuando eran novios y D. Carlos se había puesto tan amable y manso y paseaban por el jardín de la mano, al lado de los arrayanes, bajo el sol frío de invierno? Entonces yo también caminaba al lado de Santa con mi traje negro del domingo para ir a menudo a rezar al cementerio cerca de la cruz de madera sobre el sepulcro de tata. Pero ahora ya se acabaron todas las alegrías y todos los recuerdos. -No es posible, Genaro, que tú pierdas así la vida generosa en la holganza, dijo Dolores con dulzura. -Yo estoy perdido para siempre, niña Dolores, y todavía así mismo se me llena el corazón de consuelo, cuando veo esta casa, donde he pasado tantos años dichosos y puedo conversar con su chiquita. -Pero qué cosa tan violenta ha pasado por tu alma, Genaro, dímelo y haré por ti todo para que vuelvas a ser como antes, porque en la vida se hacen estaciones como Jesús y se pueden tener, como Él, las agonías del desaliento y caer melancólicos y sin esperanzas sobre el duro madero de la cruz y tener sangre en los pies y lágrimas en los ojos; pero debe sufrirse todo con valor y seguir la montaña del Calvario arriba, arriba, levantando como el sacerdote en la misa el cáliz de la amargura hasta las glorias de los cielos, porque cuando nos bautizan, Genaro, ya entregan nuestro cuerpo al dolor y el espíritu a las batallas bravas y varoniles. -Con razón, contestó Genaro enternecido, yo le decía a mamá que Vd. era santa y hablaba con palabras de ángeles del cielo, y asimismo Dios no quiere que nadie sea feliz. ¿Se acuerda, niña Dolores, de su pobre chiquito? -Pues, bien, Genaro, nosotros hemos ofrecido a Dios nuestro dolor como en holocausto y continuado la vida a pesar de todo. Tú también debes rehacerte y sacudir ese malestar y volver al trabajo, que da las alegrías de la virtud, que no debe morir nunca. Oh la virtud, niña Dolores... pero Santa ya no debe tener eso, gritó impetuoso Genaro, porque le ha salido paño en la cara y sus ojos azules están turbios y su ropa de manchas sucias y ha escupido la memoria de tata, que me alegro, sí, me alegro que se haya muerto y que ya no haya en la fosa ni siquiera gusanos y desearía que las ánimas se hubieran llevado sus huesos tan lejos, donde ya nadie se acordase que había vivido. -¿Qué dices, Genaro?, exclamó Dolores del Río temblando; esa es una blasfemia tuya. -La verdad he dicho, la verdad he dicho, repetía Genaro, se lo juro por los llantos de mi pobre vieja, entristecida, y por esta cruz que yo beso de rodillas en el suelo, y se echó con toda la frente sobre la baldosa raspándosela porque yo los he visto a ella y a Valverde, ese canalla, conversar en la puerta del conventillo... pero déjeme no más, niña Dolores... yo los voy a coser a puñaladas una noche que esté bien borracho y vea sangre por todas partes. Genaro se levantó con el sombrero en la mano sacudido y violento el pecho. Tenía como un encaje transparente de lágrimas, que habían quedado colgadas entre los párpados y en sus ojos agrandados había todas las resoluciones tranquilas de su molde rudo. Ese llanto llegaba hasta allí, como ecos de la nostalgia de su alma por haber perdido para siempre las dulzuras de aquel hogar y en sus gotas cristalinas había reverencias y gratitudes eternas... Él doblaba su persona ante aquella virtud inmaculada de Dolores del Río, como los fuertes inclinan la frente, apercibida al combate y al exterminio cuando las manos de alabastro levantadas y abiertas imploran y caen sobre el espíritu áspero las miradas de la plegaria, y ella sabía que es necesario ser amables con la pobreza que sufre porque el latigazo duele y la palabra agría y el reproche injusto la ofende. Así lo miraba a Genaro como con divina misericordia, como suele casi siempre el cielo azul y tranquilo contemplar las batallas de la vida humana. Su rostro tenía la melancólica ternura de los que observan con sentimiento el dolor ajeno y en sus ojos grandes y negros estaban escritas todas las estrofas plácidas del perdón. Vestía, a pesar de haber pasado algún tiempo de la muerte del hijo, el traje negro y largo con que suele uno acordarse de los que no volverán jamás con nosotros y había en toda su persona como reflejos apacibles y etéreos de la bondad infinita. -Anda, Genaro, dijo al rato Dolores y acuérdate que es necesario ser buenos. -Yo le pido perdón, replicó turbado éste, por todas estas cosas malas... pero yo tenía necesidad de decírselas a algunos para que no me reventaran el pecho. -Sí, Genaro... pero Dios solo es el juez de sus criaturas y la vida de cada uno a él solo le pertenece, porque todo lo sabe, todo lo ve y lo perdona, y cuando más grande es la afrenta, más cerca está uno perdonando de su divina misericordia. -Yo, perdonar, niña Dolores... ¡ah no! ¡Eso no! -Sin embargo, Genaro, el perdón es la mansedumbre que cae sobre el alma exacerbada de venganzas y la condición necesaria para seguir viviendo y trabajando y mientras tú alimentes en tu cabeza el odio implacable, tú caminarás hacia el abismo y te hundirás en él... -Pero tata me dijo al morir que cuidase su nombre que no había tenido borrones hasta entonces. Yo no puedo perdonar, niña Dolores, gritó Genaro levantando la mano derecha al cielo ebria y temblorosa en su impotente desesperación... -Entonces ya no reces el rosario, contestó ella con dulzura y tristeza, ni vayas más tampoco a visitar la cruz de madera, ni busques los brazos tibios de tu pobre madre envejecida y enferma y no agregues más cariño a los amores que has despertado en tu vida y sobre tu pasado honesto y altivo arroja la capa de goma que te ponías antes en los días de las tormentas para que los arroyos do las zanjas se lleven todo para siempre. En ese momento asomó su cabecita inquieta por el cuarto de vestir de Dolores la chiquita de los cuentos y viendo que Genaro se iba con la cabeza agachada, corrió detrás de él, llamándolo, mientras Dolores pensaba en la pena profunda de aquel inconsolable infortunio. -No te vayas, Genaro, no te vayas, yo quiero que tú me lleves en el coche... -Sí me voy para siempre, dulce compañerita, contestó él muy lentamente, como conteniendo un sollozo, pero antes déjeme besarle por última vez la mano blanca, porque yo no sé cómo darle las gracias, desde que ha sido tan buena conmigo, y cuando de noche rece arrodillada en su reclinatorio bajito, acuérdese del pobre Genaro, que le ha traído flores de las quintas hermosas y ha echado barquitos a la corriente para que Vd. se alegrara. ¡Amalaya! Entonces los ángeles del cielo bajen a cantarle las canciones para que duerma feliz, el sueño de la noche al lado de la niña Dolores y de D. Carlos que la miran con ojos cariñosos, y... y escuche esta última cosa que le voy a decir. Yo le agradezco mucho a su papá todo lo que ha hecho por mí, pero... yo ya no sirvo para nada... Y Genaro fue retrocediendo un largo trecho, mirando y saludándola, y le decía a cada paso: ¡adiós para siempre, dulce compañerita! Esa noche entró Genaro al conventillo, pasando entre un grupo de hombres sin saludar y cuando llegó al medio del patio, dio vuelta la cara y observó que se miraban entre ellos... Resbaló su poncho del hombro y envolviéndoselo en el brazo izquierdo se acercó con terrible gesto de ira. -Ustedes se están riendo de mí, dijo porque no veo con las espaldas, y ni poncho necesito para ustedes y lo azotó contra la pared y sacó su puñal, inclinando su cuerpo adelante para arremeter... Los hombres se arremolinaron, retrocediendo, mientras una mano callosa y áspera le detenía la muñeca y lo llamaba dulcemente. Genaro sintió que dos brazos le rodeaban la cintura y vio al rato aparecer debajo de su axila derecha la cabeza blanca de la madre, cuyo cuerpo fue alrededor de él girando, hasta mirarlo de frente sollozante... Genaro echó el puñal a la cintura y en silencio entró con ella a su cuarto. Allí solos los dos se miraron un gran rato hasta que la madre dijo: -Qué miedo he tenido, Genaro: ¿por qué sos así de un tiempo a esta parte? -¿Dónde está Santa? Interrumpió áspero el hijo. -Ha salido, contestó Teresa con dulzura. -¿Ha salido? ¿Dónde ha salido? ¿Por qué ha salido? Dijo Genaro con impetuosa rapidez. -Me ha asegurado, Genaro, que volverá pronto. -Esa... esa ya no vuelve a su casa como antes; por eso me agita la terrible tristeza... -Yo bien veo, contestó la madre, que tú ya no vienes a abrazarme de noche, ni a rezar conmigo y ya no hablas de las cosas del viejo que era tan trabajador y tan bueno. -Él es, madre, el que me dice todos los días lo que yo tengo que hacer... lo que yo tengo que hacer; pero así a sangre fría, no puedo, gritó Genaro; y entonces me emborracho. -¡Oh! cuánto sufro por vos, mi pobre hijo... por esta mala vida tuya... -Y me emborracho, seguía Genaro, como si no hubiera oído a la madre -y tengo mala bebida y veo todas las cosas tambalearse conmigo por la calle y dar vuelta como un remolino y si los encontrara a los dos entraría como un asesino a degüello y sufro como una batalla adentro, cuando estoy sano, porque la cabeza me dice que son cosas que no deben hacerse y así no... porque bebo y bebo y siento todas las bárbaras corazonadas y a veces quiero estar triste, como cuando murió tata y tengo gusto de quedarme así un gran rato, como si fuera yo un cajón de muerto forrado de coleta negra y me hundo cada vez más adentro de todas esas vistas que parece que lloran a gritos una gran desgracia; pero si no hago eso, yo sé muy bien que Dios manda que uno sufra y trabaje y perdone, como decía la niña Dolores. -Genaro, interrumpió la madre; todo temblorosa, si tú sabes eso, ¿por qué no vuelves a tu trabajo, para que yo pase los últimos días de mi vida en la gracia de Dios al lado de mis dos hijos? -¡Ay, mamá! Exclamó Genaro... es que tú no sabes lo que pasa; y eso es mejor... al fin alguna cosa hace uno cuando tiene el corazón negro; y yo le he visto a D. Carlos encerrarse sin salir, tres días en la sala oscura cuando murió el hijo y nosotros los pobres cuando tenemos penas nos emborracharnos y nos escondemos dentro de la bebida, como aturdidos y locos. En ese momento en el cuarto de al lado sonó la voz dulce de María, la novia de Genaro confundida con el ruido de la máquina de coser y salían por la puerta abierta en tropel las notas melodiosas, entrando y dilatándose lejos en la noche oscura. Cantaba la canción de las suaves resignaciones y decía en las tiernas décimas una dolorosa, historia de fraternidad y de abandono. Eran dos aves blancas que vivían piando sobre una misma rama y volaban juntas por el espacio trinando y entrelazando las alas para sostenerse y mirarse en el éter -las almas de dos hermanos muertos, que a Dios le pidieron les dejara peregrinar hasta los días de la gloria eterna. Así volaron mucho tiempo, en medio de los rayos del sol, arrebatados en la misma nube cenicienta y bajita, sentándose al lado de los arroyos, que van murmurando en sus aguas quién sabe cuántos misteriosos cuentos, escondiéndose en la noche fosforescente de luciérnagas de los matorrales, cobijados por el cielo azul y las estrellas diseminadas que tienen la fresca lumbre apacible... Iban y venían de la tierra al firmamento y llevaban las historias del mundo y los gritos de las criaturas humanas y cantaban después a su paso por la pradera verde las vidalitas del cielo. Pero una noche estaban ellos ocultos dentro la figura tenebrosa de un ombú y pasó el ángel malo con sus alas anchas y negras y arrastró a la hermana tímida y fascinada dentro la órbita vertiginosa de su camino y entre barrancas de arena plomiza y árida se perdió lejos con ella. Quedó el compañero solitario y la llamó mucho tiempo volando de zona en zona, separando el tupido follaje de los bosques y preguntaba por ella a las aves, que apuraban el vuelo, y miraba a todas partes con las alas abiertas y fijas en el espacio, que llenaba de las notas quejumbrosas de la melancólica vidalita celeste, que narra las leyendas enamoradas y los divinos soliloquios de la amargura. Se paró al fin, mustio, enfermo y envejecido sobre la rama transversal de una cruz de piedra y encontró a la hermana, el plumaje húmedo de lágrimas, acostada y moribunda y redimida de sublime arrepentimiento. ¡Almas exquisitas, sencillas sublimidades escondidas, cuyas estrofas virginales tienen el agudo y rudo arpegio de la máquina de coser amables cultivadoras del rosado clavel de la ventana, salpicados de puntos y vetas de nácar, cuyos tallos lánguidos y flexibles se mantienen agrupados por el moño de cintita celeste! Qué tarde, oh María va a llegar al oído de Genaro la filigrana de notas, que va repitiendo la palabra del perdón en el cuento del ave blanca con plumaje de cisne y gorjeos de calandria, no como antes en los tiempos que ya murieron -de las profundas alegrías, cuando él acompañaba con su guitarra la pesadumbre inmortal de los tristes enamorados. Trinaba la nota entonces inconmensurable, en los tiempos que ya murieron- cuando él también cantaba los poemas aprendidos en las vastas soledades más ingenuos, más melodiosos y originales que las armonías de Israel, que tienen los estampidos titánicos de las tempestades sidéreas, cruzados por los éteres más trasparentes, ebrios de las fragancias de los rosales que brotan a millares de los cercos. ¡Adiós para siempre el pasado fugitivo, que viene saetando el dorso de todos los que viven con el eco de los júbilos que ya no se alcanzarán, a los mundos funerarios llenos de escombros! ¡Adiós el corazón afectuoso de Genaro hecho pedazos en las lubricidades de la deshonra! -Así las modulaciones envolvían su cuerpo gigantesco, parado en medio del cuarto, la cabeza oscura y la frente moviéndose en la tiniebla; cruzado los brazos empezó después a caminar como un sonámbulo, con los ojos secos y ardientes hacia aquella pared, detrás de la cual cosía la mujer que había entregado su orfandad a la nobleza de su corazón, como para decirle que todavía no había muerto aquel viejo Genaro que cantaba sentado en la noche al lado de su cuarto las alegres serenatas. Retrocedía y avanzaba mirando siempre sin tener fuerzas para llamarla con el nombre suave de María, sin fijarse ya en la madre que lo contemplaba sentada en un rincón, como si oyera todavía en aquel silencio las palabras de Dolores del Río: «ya no busques los brazos tibios de tu madre envejecida y enferma -y no agregues más cariño a los amores que has despertado en la vida». Cuando el canto cesó y siguió solo el tiquitac de la máquina, ese armónium monótono que grazna las lamentaciones insomnes de la pobreza, Genaro pasó al lado de la madre sin besarla y sin hablar, resbaló rápido fuera de la zona de luz que estallaba del cuarto de María y en medio de las gentes del conventillo, que caminaban al lado de él como tenebrosos bultos, llegó a la puerta en silencio y la sombra de su cuerpo se deshizo lejos en los negros lutos de la noche. Se hizo noctámbulo de los barrios oscuros, arrebatado en todas las desesperaciones vagabundas. Pasó debajo del puente por las altas veredas que corrían antes derechas, al borde las callejuelas siniestras, húmedas y resbaladizas de lodo, la boca de los albañiles abiertas y negras, vomitando a cada rato los gargajos inmundos de todos los desperdicios, cuajados los bordes de grumos hediondos. Caminaba entre las emanaciones podridas, mirando una tras otra las casitas bajas, iguales en largas hileras, impregnadas de líquidos verdosos las paredes, el revoque hecho papilla y descarado a trechos. Se paraba en las ventanas de las zahúrdas esquivas, en cuyo fondo blanqueaba apenas la cama, heridos sus ojos por los vaivenes soñolientos de la silla de hamaca miserable oyendo estridentes cantares y el chistar ávido y desventurado y asomaba su cabeza por los vidrios terrosos de las tabernas y en la atmósfera llena de turbiones de humo, miraba los hombres beodos, apoyados los codos sobre la mesa, tragar con ojos revueltos los semblantes afrodisiacos de las mujeres macilentas, grabada la frente casi siempre de los estigmas indelebles de la crápula. Veía muchas veces danzar y girar las parejas al compás de la habanera, que hace arrastrar el ponche compadre y derrama en el ambiente la nota lasciva y hombres acostados más tarde gruñendo el sueño borracho y mujeres azotadas -el rostro de moretones y de cuando en cuando el choque de chispa de los puñales, describiendo en el aire los jeroglíficos homicidas. Empujado, comprimido a veces, era arrastrado de aquí por allá como un inconsciente por el tropel cosmopolita de una muchedumbre que apura la vida, buscando en los barrios tenebrosos con atropelladora ansiedad, los gérmenes letales y entraba aturdido dentro la barahúnda estridente de los instrumentos de cobre que parecían rajar las paredes estremecidas y las puertas endebles con las broncas resonancias y escuchaba más lejos la melodías calladas de alguna guitarra y los sonidos de los órganos que rezongan en las bocacalles. Oía la carcajada de la orgía y los cantos de los coros de hombres y en los zaguanes oscuros ruidos de besos y las faldas de las mujerzuelas perdidas flagelaban pasando sus piernas. A veces parado en la esquina miraba con ojos taciturnos las zonas de luz que se azotan a la calle de los reflectores redondos, chisporroteando sobre el ojo deslumbrado la larga columna de fuego y observaba los grupos apiñados contra las rejas y las protestas procaces de los leenones y las griterías del harem enloquecido y desnudo. Trecho a trecho sombras que ocultan algún siniestro poema de suciedad y de miseria y familias escuálidas asomando el hocico para husmear el vaho obsceno de la calle y niños sacudiendo en el aire negro el rostro atónito y los andrajos del traje que deja ver mulata la desnudez del cutis mugriento. De repente veía Genaro pasar entre los esplendores del reflector y entrar en la sombra desaparecer y dibujarse otra vez al rato en los rectángulos de luz más cercana, la máscara tormentosa de algún borracho, tironeando las crenchas enredadas de la ramera sollozante batiendo mandíbula con mandíbula en los redobles apurados del terror. Permanecía soñoliento, como si todas aquellas visiones del lodazal y los himnos perversos de aquella bacanal de la carne demente lo envolviesen, atrayéndolo con el arpón clavado entre las costillas dentro de la sima, salpicado su cuerpo de máculas, incineradas para siempre las generosas estrofas de antaño. Así entró en los fondines de pequeño mostrador en semicírculo, el cuadro de la reja de varilla larga de hierro en una punta encerrando las copas sucias y opacas y extendida la lata plomiza clavada sobre la madera, la estantería al frente, llena de los frascos alineados del beberaje. Una noche estaba en el vano de una de esas portezuelas parada una figura alta y oscura que lo aferró de un brazo al pasar y lo llamó por su nombre. Era una mujer flaca, con dos grandes ojos verdes, metida en una falda de percal rosa, un pañuelo grande de espumilla en el pescuezo. Genaro se dejó conducir como un autómata. Entró en una pieza larga y rectangular, desnudas las paredes, los tirantes arriba rígidos y paralelos, cruzados de la roja alfajía de quebracho y el piso de tabla ancha y pulverulento, con curvas y líneas serpentinas y ochos oscuros y húmedos del riego grosero hecho un momento antes. Sentados alrededor en bancos de pino las parejas, sobre cuyos trajes y palabras arroja un gran borrón de tinta negra la lanza aguda de esta pluma mía que va corriendo, mientras dos guitarras en un rincón templan la nota y se oyen los crujidos de las clavijas y el chac repentino de una cuerda que se rompe. -¿No me conoces, Genaro? Dijo la mujer. Genaro la miró un rato ondulando, con cara de imbécil y la mirada siniestra de ebrio y dio un paso hacia ella, como si fuera a caerse, y en medio de la algarabía de risotadas y palabras inmundas oyose por todas partes repetir. ¡Genaro! ¡Genaro! Que cante, alcáncenle la guitarra -una copa, patrón, una copa para el cantor y se sintió el crepitar de los bancos y el retumbar de las botas en el piso y roces de percales quebrando y arrugando su planchado. Lo rodearon todos mientras éste apuntaba con el dedo la cara de la mujer y le decía arrastrando las palabras: Sí te conozco mucho: eras una lavandera, -pero en el patio del conventillo hacia frío y tú no trabajabas y no pagabas el alquiler... entonces de un puntapié te encajaron en esta cueva... y yo he visto otra como vos que era honrada y después se llenó la cara de paño y los ojos de la madre de lágrimas... y tú antes te llamabas Santa, cuando rezabas el rosario y te ponías el rebozo negro en la cabeza y el crespón hasta el suelo. -Se llama Clarisa Paloche, gritó un borracho, y de un empujón dio con ella de espaldas sobre el mostrador. Ahora sí, contestó lentamente Genaro, porque éstas se cambian nombre... pero tú no vas a hacer, proseguía acercándose al borracho con aire amenazador, y la cara oscura y terrible, tú no vas a hacer y esto nunca con Santa porque yo le he prometido al viejo vengar la porquería esa- y como vieran los otros que lo tironeaba del pañuelo de seda reciamente y acariciaba nervioso el mango del puñal, lo llevaron hasta la silla, sobre la cual cayó pesadamente, mientras una guitarra rodaba por el suelo, sonando como un lúgubre y prolongado quejido. Genaro la miró un rato, la levantó lentamente, y después de templarla se puso a cantar en medio de aquel coro silencioso... Pasaba a través de su embriagada inteligencia la fantasmagoría extraña que aterroriza y vibraban de las cuerdas roncos y pavorosos acordes. Cantó la leyenda sucia del carancho, que va lentamente revoloteando por la campaña con el pico estirado y olfatea el animal muerto y cae con las alas extendidas sobre el lomo rojo de músculos a posarse con sus garfios y pica y pica y desgarra apurado en el bestial banquete y desnuda el arpa curva y hedionda de los huesos blancos... como la desgracia que le pudre y le raja al hombre la ropa y se la hace caer a pedazos y le come poco a poco la carne y uno se seca al fin y lo echan a la fosa... -¡Bravo! ¡Bien! Oyose gritar en medio de los aplausos, mientras un borracho le alcanzaba una copa. Genaro la apuró de un trago. Enseguida inclinó la cara oscura sobre la guitarra y siguió cantando: La laucha cruje, cruje todas las noches con los dientes de marfil largos y muerde la madera del zócalo y hace un agujero redondo... como la desgracia que pellizca, araña y taladra el corazón en la noche oscura de los silencios de cada uno... y la víbora que está debajo de piso y ve entrar luz se asoma y entona el canto agudo de muerte, que hace castañetear de miedo los dientes y saca afuera las dos púas movedizas y la cabeza y el cuerpo largo, extendido y serpentino que se desliza con roces callados como si caminara sobre terciopelo... Así entran poco a poco las rabias y muerden y matan los tiernos cariños y erizan las tormentas de la sangre... porque el padre ve resbalar la culebra y erguirse sibilando y caminar parada sobre la cola a picar con ponzoña el pecho de la hija que duerme y encorvado la espera al pie de la cama y la cabeza de un tajo rueda por la madera, las lesnas de la lengua de fuera zumbando. -¡Bravo! ¡Hurra! Resonó por todas partes en medio del crujir de los percales y del taquear retumbante de las botas. ¡El bagual! ¡El bagual! Que cante Genaro el bagual. La paica más comadre con zancadillas de milonga le alcanzó una copa. Genaro la vació enseguida y empezó a cantar: El bagual es el potro de la pampa libre. Tiene las tormentas de los infiernos en las pupilas y corre con la cabeza agachada, torciéndose bellaco en el aire como una víbora, devora el camino y se hace pedazos en las cortaderas. Se levanta de un salto y sigue: relincha con espantoso alarido y chiflan en su ojo revuelto todos las rabias salvajes o indomables... y a veces vuela erguido, las crines al viento en fuga, sucias de abrojos y tierra. Los gauchos lo enlazan y lo atan a un palo del corral. Le llevan agua y no bebe; le llevan pasto y no come y sin un quejido, echado para atrás en actitud constante de sentarse sobre sus patas van apareciendo y formando arco sus costillas, hasta que un día amanece muerto, con el cuerpo en tierra, colgado del pescuezo del palo homicida, -el ojo turbio, abovedado y frío de piedra... como los rencores que le secan el alma al hombre y mueren los sentimientos y le enfrían la sangre y le hacen tiritar el puñal, buscando la venganza... La guitarra hasta entonces crujía con estrépito y tenía cosas roncas, pulsada por la mano vigorosa de Genaro y en medio del silencio cruzaban como espectros aquellas visiones terribles. Poco a poco la música fue perdiendo sus cóleras y sus tormentos y desmayó en un triste de lánguida pena hondísima, como si se hubieran allí aglomerado todos los sollozos de una vida entera de martirio. Era como una elegía murmurada en el adiós del corazón a todos los cariños de la tierra, a los recuerdos juveniles que hablan el lejano y dulce idioma de la alegría, como si aquellas notas armoniosas en su melancólica pureza estuvieran hechas con susurros de los últimos besos moribundos de alguna madre santificada y había trinos y arpegios y fugas tiernísimas, que desataban de su seno ruidos de lágrimas, esas que graban gota a gota sobre las congojas de cada día el epitafio del sepulcro. Cuando se levantó para salir tambaleándose Genaro, le abrieron paso todos y, ya en la calle se levantó su voz con ecos formidables y desgarradores. Saltaban las notas, se azotaban contra los vidrios, resbalaban sobre el lodazal a poblar de estremecimientos el barrio tenebroso, las palabras angelicales aquellas de la dulzura suprema, que le habían hecho pedazos el corazón, y el último coloquio con la chiquita de los cuentos... Yo me voy para siempre, dulce compañerita... Cuando Vd. rece arrodillada en el reclinatorio bajito, acuérdese de Genaro que le cantaba las canciones deliciosas para que Vd. se durmiera... porque yo he robado flores de los jardines hermosos y echado barquitos a la corriente para que pase alegre su vida preciosa; ¡déjeme siquiera besarle todavía una vez la mano santa y bendita, dulce compañerita! Y la noche le arrebató lejos con los últimos ecos de la tierna canción desvaneciéndose y se perdió describiendo zig zag, zig zag, zig zag ... En la madrugada, Carlos Méndez salió como siempre, a visitar sus enfermos y cerca de su casa, vio un cuerpo cubierto de polvo, tirado en la calle. Se detuvo y reconoció a Genaro, con el pecho desnudo, sucia la camisa, abierta adelante y las ropas, a un lado el chambergo lleno de agujeros y grasiento y las botas con trozos de barro seco. Un gran rato estuvo mirándolo y, ayudado por el cochero, lo colocó como pudo sobre los almohadones y dio orden para que lo llevaran al conventillo. Él volvió solo a su casa a pie con el mentón sobre el pecho, las manos entrelazadas en el dorso, deteniéndose a veces como hombre absorto en una profunda meditación. - III - La psiquis desnuda Carlos Méndez entró a su casa y se sentó en el corredor a la izquierda al lado de la mesa, donde solía escribir en sus horas de descanso. Su familia dormía y la quietud serena de ese hogar que él había levantado para cobijar los poemas de su alma redimida tenía el amparo del sol, que empezaba a iluminar los frisos del techo. Sus esplendores iban descendiendo y apoderándose de las paredes y de los vidrios húmedos del rocío de la noche, hasta extenderse tranquilo y brillante sobre el color rojo de las baldosas. Miraba las enmarañadas líneas de las ramas de los diez perales y la amplia curva de la parra, llenos de intersticios y de bizarras figuras luminosas, a través de las cuales se distinguía en medio de una nube de polvo de oro, la enorme y redonda centella del disco del sol encaramándose despacio en el horizonte resplandeciente, rodeado por todas partes del infinito azul plácido y bonancible. Allí solo, refrescada su mente en la brisa de la mañana, que traía los perfumes de las quintas y los zumbidos de la ciudad lejana que despierta, en medio del alegre gorjeo, cuyas notas agrupadas en el aire diáfano, traban la gran sinfonía auroral y bulliciosa, su espíritu entró en los hondos soliloquios, desgarrando a chispazos de filósofo el misterioso limbo, entre cuyas sombras parecía girar su vida y el alma de todas las criaturas, que van peregrinando a través de las páginas del libro. Piedra sobre piedra había visto crecer su casa un cuarto después de otro, desnudos los pisos primero y más tarde las alfombras tibias y los elegantes cortinajes, hechos con el rudo trabajo de todos los días, el cansancio del músculo a la noche y la tortura de la inteligencia en el combate diario con las enfermedades. Muchos soles de estío habían envuelto y calentado su cabeza atlética de luchador y el invierno con la racha helada, que enrojece y corta la oreja y entumece el cuerpo encogido lo acompañó en medio de la luz gris, a través de los fangales de los suburbios, entrando con el corazón bravío en las tormentas desatadas. En esos días nublados, cuando volvía de sus peregrinaciones y se sentía en su casa el portazo del cupé, salían al borde del corredor a recibirlo Dolores y la chiquita de los cuentos y lo rodeaban, caminando con él del brazo y empujándolo hacia la sala, como si una onda de alegría llegara sonando los cánticos felices, en medio de la sonrisa y de la charla adorable. Lo sentaban al lado de la estufa y él se dejaba conducir de la mano, como un gran niño distraído y sin voluntad, pareciendo que todas aquellas ásperas energías juveniles se hubieran ablandado y desvanecido en el arrullo de la caricia fresca, entregada su alma y adormecida en el murmullo de los besos infantiles. Sonriente y fuerte, conversaba largo rato con ellas, al lado del fuego crepitante, en medio de todas aquellas niñerías encantadoras de la sala esparcidas por todas partes, cuadritos, nimiedades, tierras cotas y espejos que reflejaban la luz del quinqué grande y redondo de porcelana azul y la lumbre rojiza de la chimenea, envuelto en aquel perfume de mujer, derramado en el ambiente soñador al lado de todas esas pequeñeces, que tienen los detalles del cariño elegante. Allí habían nacido sus hijos y crecido el bosque con ellos, las frondas arrojando lejos verdes y tupidas, como si fuera un techo viviente de cantos y de murmullos y en los rincones de toda aquella casa que se contemplaba triste en ese momento, estaba hasta la muerte grabada la elocuencia de la nueva vida útil y honesta. Pero un día salió por la gran puerta un cajoncito de ébano y después... quedó un recuerdo hecho de sonrisas y de gracias ya muertas cruzado de punta a punta del balbuceo confundido y adorable... porque a veces le parecía oír todavía los gritos y las carcajadas metálicas de su chico, cuando él se acercaba jugando a besarlo en la boca... y así mismo que él le tomaba el pulso esa noche, y había mandado poner en el cuarto un brasero, para calentarle los pies con botellas, sintió que el martillito de la arteria se iba olvidando poco a poco de golpearle el índice, hasta que se perdió... y él estuvo buscando un rato con los dedos convulsos más arriba, todavía más arriba y entonces vio que aquel bracito flaco se quedaba frío, pálido y céreo. Después sucedió esta cosa extraña: que todos los momentos silenciosos de la casa que los llenaba el chico con los movimientos bruscos y sus gritos inarticulados de ángel asustado estaban allí tan largos que no pasaban nunca... mientras Dolores resignada y dulce lo consolaba en sus rabias dolorosas, cuando él en las noches siguientes arrodillado sobre el piso, percutía las alfombras, con los puños crispados, desesperado y demente. ¡Dolores! ¡Qué recuerdos! Así a través de la vida ella le había ayudado a construir su casa, angelical y buena, en medio de las turbulencias de su espíritu, cuando aquel Carlos Méndez suicida reaparecía a veces con el rostro lóbrego y el surco hondísimo de la frente en sus ímpetus agresivos... aquel hogar limpio y nítido y dormido en medio de los esplendores del sol, entre las alegrías misteriosas del sueño sano y profundo. Cuántas veces desde su cuarto él la sentía de noche levantarse y mecer entre sus brazos aquel chiquito inquieto y cantarle en voz baja las melodías de las ternuras inefables, los versos sencillos que ellas murmuran, calentando con sus pechos las frentes de los hijos, aquellos viejos aires maternales, que arrullan las cunas y repiten siempre la misma nota del amor sublime que vela y no descansa, como si esa pasión fuera igual en todos los tiempos... Y después aquella chiquita de cinco años de pelo castaño y lacio, que él abrazaba entonces más fuerte que antes, porque cuando queda un solo niño, se levanta para él en las casas una onda de amor infinito, que tiene todas las crucifixiones del dolor y los desasosiegos del medio de perderla, esa flor adorada y vivaz, que llenaba su casa con los reflejos níveos de su piel tersa y fresca, y cuyo perfume hubiera deseado que lo embriagara toda su vida... Porque era inútil todo; él podía estar lejos; pero aquel diminuto fantasma batía sus alas, apurando el vuelo para seguirlo y a cada momento aparecía en su memoria, así pequeñita corriendo y deslizándose por la casa deliciosa y lozana, como si estuviera presente siempre para decirle yo soy para ti la eterna alegría y soy perfume y me duermo estiradita en la cuna de tu corazón... pero tú tienes que ser bueno, porque si no la cuna salta y se enloquece y la niña dormida se aterroriza y se enferma y puede morirse su pobre chiquita de los cuentos tan curiosa y amable que todo lo observa y lo sabe esa pequeña maravilla de candor... Por ellas el alma se pule y saltan lejos las asperezas y la barra de hierro que le atraviesa a uno el cuerpo, sacudida por la tempestad varonil y adusta la quiebran ellos, esos niños delicados que no tienen fuerzas... Y cuando se enferman... ¡Oh! Entonces no se come, ni se duerme y toda la casa gira dolorosamente alrededor de las camitas graciosas y el mundo desaparece y uno suele llorar en silencio en los rincones oscuros, donde no lo vea la madre, que lo tiene en brazos y lo mece y le canta sin cesar. Y sucede entonces algunas veces que la fiebre desciende y la mejilla se llena y se enrojece y los niños buscan sus juguetes y se sientan en la cama, conversan y sonríen, porque Dios quiere que haya todavía sobre la tierra sol y alegrías y amores y cánticos y bendiciones y plegarias y esperanzas. Así de cavilación en cavilación, al lado de su alma resurgida al trabajo, Méndez contemplaba los desastres de las otras criaturas que vivían en el barrio y en su casa misma, Genaro tirado en la calle, como una cosa muerta y sucia... un alma desfibrada a quien la desgracia abate y desgaja... una pasión generosa bebiendo con el alcohol el veneno del odio, pobre y grande espíritu moribundo, su compañero de tantos años afectuoso y fiel. Porque él también aquel muchacho robusto había colocado su hombro para la recia faena y por la casa, que había contribuido a edificar sonaban todavía los tiernos cantos y las dulces palabras, para que su hija tuviera regocijos y plácemes en los primeros pasos de su vida. Lo veía sereno y alegre manejar tieso del pescante, envuelto en los torbellinos de polvo, a través de los días helados y de las noches lluviosas, sin tener la protesta áspera jamás, como si Méndez fuera el alma del padre, a quien él debiera acompañar siempre. Recordaba que después de la muerte del hijo, cuando él se encerró en la sala muda y fría y huraña y dolorosa, sentía pasos cerca en el silencio de la noche y de cuando en cuando en voz baja, melancólica décimas murmuradas, que le recordaban las palabras de la madre, cuando lo abrazó para despedirse en aquel día de primavera triste: los ángeles que vuelan al Edén lejos entre los reflejos de oro del sol moribundo van a rezar por el padre, que queda sobre la tierra a sostener el cansancio lúgubre de las frágiles criaturas, que los han velado enfermos... Acuérdate de Dolores, abnegada y mártir y de tu hija que te llama ansiosa y te busca por todas partes. Entonces una mañana Méndez salió soñoliento y enflaquecido y vio a Genaro dormir a una vara del umbral sobre la baldosa, mirando la puerta, estirado su cuerpo, la mejilla juvenil y tostada, en la tranquilidad profunda y feliz del sueño, descansando sobre la palma izquierda. Por eso cuando Dolores le dijo que Genaro tenía una gran pena, y supo toda la siniestra historia, se retiró entristecido, preguntándose si había tenido el derecho para arrojar de su casa a ese corazón desventurado en vez de ser amable y bueno y mitigar tanta desgracia. En esa línea recta sobre la cual caminaba el alma de Genaro, Santa debía morir... Pero tenía los ojos azules del viejo y habían rezado juntos sobre su verde sepulcro y todas las horas de la niñez vagabunda estaba presente a protegerla su mano gallarda temblando en el ímpetu del coraje... porque las hermanas son la joya y el candor de la casa y ¡ay del que toque esos reflejos inmaculados de las cosas celestes! Así su espíritu ingenuo se hizo pedazos cuando aquella blanca vestidura de en primera comunión y el tul transparente, que blanqueaba largo de nieve hasta el suelo, se desgarraron en la cima oscura y empezó a beber y tuvo las profundas amarguras, porque el alcohol agiganta el dolor y los odios y suprime la voluntad, y rodó como una cosa funeraria a través del ciénago y arrojó los pedazos de su carne para morir en la vorágine aquella, pero ya sin ser bueno; por eso saltaban todas las noches por las calles lóbregas, los fragmentos del corazón en las canciones siniestras y dolorosas... Pero allí estaba todavía Enrique Valverde, su compañero de estudios, que caminaba, derramando la perversidad, frío genio del mal, insolente y lascivo, marchando en su malignidad deslenguada en medio del derrumbe y Méndez, esa mañana, en el tripudio de la asociación vertiginosa de ideas, lo veía a Genaro abrazarse de aquel odio y sentía los rumores y la clarovidencia de la profecía trágica... vengada así su honra y la casa de Paloche, cubiertas de musgo las paredes, invadidos los patios de malezas, viviendo adentro como fantasmas melancólicos sus dueños... Porque esa ha debido ser en todos los tiempos la vida humana. Hay quien nace para erguirse y horadar la muralla de bronce que las cosas de la vida arrojan sobre nuestro camino y algunos que traen de la cuna los gérmenes fatales de todos los desmoronamientos y a quienes la educación no fortalece y la plegaria no salva, porque no conciben en otra forma la noción y los fines de la existencia, mientras otros caen agobiados por el más pequeño dolor, incapaces de la lucha serena y tenaz y se hacen tahúres de los garitos emocionantes y precipitan al báratro peldaño tras peldaño dentro de la miseria moral... Así Méndez veía en la historia de su país apellidos gloriosos desaparecer y muchas honras mancillarse y surgir con estrépitos de genios otros, y contemplaba la marcha de los hombres, aferrados a las esquirlas de las rocas del sendero, mirando a un lado y otro los rezagados y los moribundos de la lucha titánica... Por eso veía también a todas esas criaturas vivir en la sociedad, en ese gran medio sintético, personificado más tarde por él en la figura de vagabundo glorioso de Bohemio y en aquella divina Eros, que es la eterna alma femenina, hecha de pétalos, de sonrisas y de hebras de luz. Los hacía vivir en su imaginación al lado da las criaturas y había construido para ellos casas y una ráfaga del esplendor de las muertas divinidades Olímpicas cruzaba a través de sus amores y del heroísmo de la epopeya y en un capítulo de sus manuscritos, que tiene por título «Los cuentos», canta la desaparición de aquel genio y se complace en volver a la vida a Eros Paradisíaca, como para significarnos que en tierra inmortal vivimos y libre y grande y gloriosa por los siglos. Porque él era de los que pensaba que cada uno de nosotros arroja algún átomo cada minuto, para forjar la síntesis-patria y recibir su poderosa influencia colectiva y que morimos jóvenes en el prodigioso derroche del organismo y de la mente, porque tenemos apuro para hacerla grande y glorificarla in aeternum , por su idioma y concluir de una vez la maravillosa amalgama de razas, que veía operarse necesaria o ineludible para tener nacionales y varoniles pujanzas. Arrebatado por su pensamiento al lado de ese Bohemio, que hacía la formidable irrupción tempestuosa observaba Méndez toda una familia de megalómanos, viviendo en plena quimera, como don Manuel de Paloche. Enamorados de la vida ficticia, entregan la fantasía al desborde. Sueñan la riqueza fácil y el poder y la gloria sin desgarramientos de carnes entre las ortigas del camino, sin desalientos, como una perpetua marcha triunfal y cuando la pobreza entra con su careta monstruosa por el derroche y se siente hambre y frío, los hijos enflaquecen y no duermen y el nombre de ellos muere en la indiferencia, o es ludibrio cotidiano... ¡oh! Entonces se hacen perseguidos y deliran y tienen la lamentación cobarde de las mujerzuelas o buscan a quien coronar de espinas y arrojar desnucado sobre las tablas del cadalso, porque nadie quiere tener la culpa de sus propias desgracias. Así esas prerrogativas la riqueza, el poder o la gloria, que son un derecho del trabajo, de la inteligencia y de la virtud, se transforman en esas cabezas enfermizas e ineptas para conseguirlas en fuente nefasta de todos los desastres y aquella casa de Paloche entristecida y lóbrega era la prueba irrefragable de tamaña verdad. Muchas veces Méndez en su vida silenciosa de observador había visto estas enfermedades propagarse e inficionarse casi todos y los pueblos enteros agigantada la noción de las cosas, precipitar en el derroche irracional, como empujados en masa al abismo y estudiaba esas megalomanías colectivas y meditaba entristecido las ruinas futuras y las deshonras nacionales asomando su cresta tenebrosa y las muchedumbres enloquecidas inaugurar las eras facinerosas de la historia. Recordaba entonces, que solía sentarse a escribir borroneando como él decía, muchas páginas, sobre todo en las horas largas de invierno. En el comedor, al lado del dormitorio de sus hijos, sintiendo desde allí el respirar rítmico y tranquilo del sueño sano, arrojaba al papel sus fantasmagorías de poeta y el pensador de todas las desesperaciones suicidas de antaño, se había transformado en un robusto filósofo, enamorado del esplendor de la vida, que lucha, sufre y trabaja y fascinado por las divinas visiones de las cunas, que tienen penumbras y cortinajes de seda azul. Se acordaba de aquella gran madre de sesenta años, de la leyenda de amor y de gloria de Pedro de Valbuena, porque sentía calentado el dorso del fuego de la estufa y crepitar la leña, en medio de la paz angelical de aquella su casa dormida. Le parecía entonces que una oleada de vejez ardiente lo invadía, que su cara tenía ásperos y arrugados surcos, cándida la barba flotando envuelto en su larga capa de anacoreta gigantesco y fatigado, la cabeza descubierta y nívea de copos; mientras al lado de él los hijos de tez morena y ojos negros delgados y altos movían las astillas de la chimenea para avivar la lumbre y la chiquita de los cuentos, una hermosa efigie de dieciocho años leía las historias ideales del tiempo viejo. Conversaba con ellos largo rato narrando los episodios de su vida y sacudiendo hacia atrás la cabeza vigorosa y espléndida. Iluminaba con sus grandes ojos soberbios en la victoria tenaz el ancho camino recorrido y arrojaba su alma desnuda, llena de cicatrices, en aquel comedor de sus hijos, como una sombra enorme debajo de la cual pudieran cobijarse y adquirir frescuras y aliento en todos los tiempos... y ellos entonces de rodillas con las palmas abiertas en alto, recogían aquella única herencia... Méndez seguía escribiendo y soñando abstraído en su mundo interno y los silencios de la noche profunda lo encontraban allí sentado hasta que la mano blanca de Dolores entraba entro sus cabellos alborotados a despertarlo. Entonces se sentían murmullos de besos y cuchicheos y amables reproches y Méndez rodeaba con su brazo derecho aquella cintura, la cabeza de Dolores apoyada sobre su hombro, suelta la cabellera negra; sobre las alfombras se deslizaban con pasos callados y cerca de la cama de la chiquita en la penumbra de la alcoba la miraban mucho tiempo en silencio. Allí delante de aquella admirable gracia dormida en medio de la paz angelical del recinto, contemplaban la inmovilidad de aquel cuerpecito acostado a lo largo en el reposo profundo y había emociones y sonrisas y sonaban de nuevo las estrofas del recuerdo y del amor eterno. Méndez despertó de aquel largo ensueño como si hubiera vivido muchos siglos y desgarrado el velo que cubre el alma de muchas generaciones. Quedó mustio, porque aquella triste y amarga filosofía, cruzada por el resplandor rápido y fugitivo de las cosas felices parecía la imagen de la vida misma, a guisa de hombre que tuviera dolor y miedo de sus audacias intelectuales y sintiera flagelada su robusta y nueva organización moral y el viento helado del viejo escepticismo lo quisiera otra vez arrebatar en sus remolinos. Pero la chiquita lo tenía abrazado del cuello y se sonreía y batía palmas y le acariciaba la frente con sus besos. Decía las frases juguetonas y le narraba las infantiles leyendas, con que solía entretener a sus muñecas y le repetía no sé qué extraña fantasmagoría, donde había lámparas maravillosas y monstruos horrendos, que ella había visto pintados en sus libros. Duró un gran rato aquel enamorado coloquio y fue diálogo de esos que resbalan fuera de la pluma humana y se escriben solamente allá arriba en el gran libro de los cielos abiertos, entre las maravillas de azul, con acero humedecido en las chispas de oro de los astros. Dolores del Río estaba allí también mirando la escena y cuando lo vio tranquilo besar la frente de la niña, se acercó a preguntarle por qué había vuelto tan temprano. -Hoy es mal día, Dolores, contestó Méndez a pesar de este gran sol benéfico... No se puede vivir siempre entre la alegría. -¿Qué hay, Carlos? Dijo Dolores ansiosa. -Oh nada; no te asustes. Son presentimientos funestos, inducciones de mi pobre cabeza: no hagas caso. -¿Por qué no has venido, papá, a jugar conmigo esta mañana? Interrumpió la chiquita. Porque no quería despertarte... pero ahora estoy contento, aquí con ustedes y no hablemos más. -Pero ¿qué pasa, Carlos? Estas reticencias tuyas son siniestras. Tal vez mamá está enferma, Dios mío, exclamó Dolores. -¡Eh! ¿Qué? ¡No! ¡Eso nunca! Contestó levantando la cabeza Méndez, que no había pensado jamás que pudiera enfermarse la madre. Lo que pasa es esto, siguió él un poco más tranquilo: esta mañana he visto a Genaro, borracho y durmiendo en la calle, con la cabeza en el barro y yo veo muchas cosas terribles en el sendero por donde camina ese muchacho. -Siempre te entristece el recuerdo y la vista de Genaro. ¿Por qué no permites que vuelva? Esas desgracias las suele mitigar el cariño. -Si, papá, repitió la niña, que venga Genaro. -Bueno, mi chiquita: hoy mismo si llega a la tarde, dile que yo quiero que entre otra vez y yo necesito eso, seguía dirigiéndose a Dolores, porque esta casa mía está llena de su bondad y de su heroísmo y como si un recuerdo brusco de dolor lo hubiese asaltado de repente, levantó a su hija en los brazos y entró a su cuarto. Abrió el ropero y empezó a descolgar trajes y los fue amontonando sobre la cama y como si fueran corolarios de lo que había pensado en todo ese rato de silencio, le decía con rapidez a Dolores: todo esto para Genaro... luego cuando vuelva, porque anda muy sucio y andrajoso y no tiene botines ni sombrero y que entre y salga y que haga lo que quiera, porque yo ya no le voy a decir una palabra y quiero que todos estén contentos en esta casa... porque es cierto que yo tengo aspereza a veces que ofenden y no he debido olvidarme que él me ha salvado la vida. -¡Oh! Carlos, tú te estás reprochando culpas que no has cometido, dijo Dolores. -Sí, contestó Méndez, temblando de emoción, pero no hay derecho de hacer sufrir a los demás porque cada uno de nosotros tiene una grande urna, donde encerrar los gritos amargos del espíritu y estos chicos no deben sentir nunca nuestras violencias... Y además, fíjate que Genaro tiene la camisa mugrienta y llena de colgajos... que se ponga estas, y sacó algunas del ropero. -Son las del frac, Carlos; ¿Qué quieres que haga, Genaro, con eso? -¡Ah! Es cierto... yo ya no sé lo que hago, como si tuviera remordimientos... bueno, es lo mismo estas otras, toma y dale dinero... que se lo presto... él podrá trabajar y devolvérmelo porque es muy hidalgo y de los que mueren antes que aceptar limosnas y hay que tener cuidado de no hacer, ni decir nada que lo haga acordar de sus desgracias. -Qué bueno eres, papá, interrumpió la niña besándolo. -Genaro va a volver, mi chiquita, y la ya a llevar como antes en el coche y vamos a oír otra vez su voz en esta casa, como en los días felices; y decía todo esto con precipitación, como queriendo convencerse que eran quimeras erróneas de su mente, todas aquellas lóbregas imaginaciones homicidas. De repente se detuvo. Alguien hablaba en el corredor y las palabras llegaban hasta el cuarto, las últimas frases de la leyenda «y las cortes del castillo de Valbuena resonaron de gritos y cánticos infantiles y fue apellido de larga y gloriosa historia.» Era Catalina Méndez. Estaba mirando a su hijo, apoyada en la columna de hierro, que sostenía el techo del corredor, las mejillas sonrosadas de la vieja sangre rica y generosa, el cabello blanquísimo y luciente de áureos reflejos verdosos, partido en centro del cráneo por una línea de nácar y recogido atrás en el rodete de voluminosa trenza. Avanzaba lentamente, envuelta en su chal de espumilla con relieve de negras rosas y mórbido fleco hacia el hijo que venía con los brazos abiertos y la cabeza erguida y vigorosa, trémulos los labios, pronunciando su nombre. Después se abrazaron un gran rato silenciosos, y el cielo se hizo más puro, y el aire más diáfano y estalló por todas partes el himno glorioso de la perseverancia en la vida, a pesar de todo y sobre todo los desastres, vencidos para siempre los deliquios en aquel gran momento, como si a torrentes llegara la savia para que la planta irguiera su copa otra vez al cielo infinito. - IV - Santa A las doce entró Genaro al cuarto de la madre. Tres paredes y media y una puerta, un rectángulo de sol chato y frío; que entra por la media hoja abierta y azota los ladrillos del piso sucio, y arriba -a cinco metros- el techo sostenido por tirantes de pino -el techo oblicuo, inclinado y fugitivo en rápida pendiente. En el medio, frente a la puerta, la cama grande de madera, con sábanas de hilo amarillentas y gruesas, y a la derecha la mesa de pino con tres sillas de paja. Un crucifijo de bronce, con manchas negruzcas y granujientas, al lado de la cama, y sobre ella, en el centro, una quisicosa... una Madonna. Enfrente de la puerta, clavada en la pared por un barrote de fierro, un farol -un paralelipípedo con vidrios sucios. Sobre la mesa, a las doce, humeaba en el plato grande de lata la sopa verde con olor a albahaca, y Santa, un poco retirada de la mesa, encorvada con violencia, comía en silencio. La madre tranquila y casi sonriente, en medio de las arrugas rojizas de su tez, alcanzó a Genaro el plato. Pero éste lo rechazó dulcemente, porque tenía en su mano derecha el puñal con mango grueso de níquel bruñido, del cual reventaban chispas. Miró a su hermana con una tormenta de rencor profundo er las pupilas y -Yo no tengo hambre, dijo, yo tengo deshonras, yo no tengo hambre, ni sed, ni nada... Levantó y bajó el puñal para clavarlo en la mesa, el puñal centellante muchas veces, con un ritmo breve, rápido, seco, tac, tac, tac, siniestro. Todo su cuerpo vibró y cuando entró en el sol impetuosamente, para salir fuera, el puñal con mango grueso de níquel describió un semicírculo de fuego. Ellas -la hermana y la madre- sentada la una frente a la otra, se miraron llorando, sin sollozar en la suprema congoja de aquel momento; porque sucede que, cuando el dolor entra con sus garfios de hierro en nuestras casas, se comen sopas y lágrimas en la mesa, -en la mesa que se queda en silencio. Era la hora en que la ciudad se recoge y las sombras entran calladitas en las calles, despacio y cautelosas como si quisieran avisar que las castas divinidades del hogar iluminado nos esperan, y en que el farolero corre de vereda a vereda con su palo largo al hombro y su linterna en la punta. A esa hora se escucha en el horizonte -a los cuatro vientos- un enjambre prodigioso de zumbidos lleno de lamentaciones quejumbrosas, como si fueran pueblos innumerables huyendo a lo lejos en despavorida derrota. Son los ecos moribundos de los ruidos de la ciudad enorme, que se retiran en tropel a refugiarse en la noche. A esa hora Genaro estaba sentado en el cordón de la vereda, sonámbulo de la idea fija, cuando sintió que alguien se paraba en la puerta del conventillo. Saltó como una pantera -el puñal en alto- mientras el otro se daba vuelta tranquilo y le decía: -¡Detente, oh romano, detente! Genaro cayó de rodillas con los ojos secos y brillantes y pedía perdón. -Me he equivocado, ¡maldición de Dios! Ya van dos veces que me equivoco. -Tú eres feliz, oh microbio, pequeña cosa diminuta y espléndida, con tu saco roto y tus zapatos rotos; tú eres feliz... yo me equivoco siempre. Y el señor elegante dio vuelta sobre sus talones sonriendo. Tal vez era un bohemio de galera de felpa y guante, uno de esos bohemios que echan a esa hora en las nubes el perfil pálido, delicado y griego, y la soberbia cabeza renegrida y soñadora de Apolo. ¡Buscan toda la vida el hogar, desventurados caminadores, mártires de la concepción perfecta, para no encontrar sino la fonda y el sepulcro! No hablan lenguaje humano porque tienen estrofas y cantan, en medio de todas las crucifixiones y las congojas intuitivas de las cosas ideales. Sus cariños son el cielo, los esplendores sobrehumanos del arte y solamente la divina semblanza de las cosas, porque la tierra no tranquiliza y la hetaira blanca -con carne de marfil- no sacia. ¡Oh melancólicos vagabundos, apresuraos a morir!... Vino la media noche, la media noche lóbrega y fría, envuelto el conventillo en la penumbra gris del farol paralelipípedo. Genaro penetró en la pieza, deslizándose trágico. Un momento después sonó, en el patio silencioso y mudo, un espasmo de bárbaro dolor. Un rechinar de llaves, un chocar de puertas, cien figuras negras en el patio, moviéndose en espantosos torbellinos, levantando los brazos con alaridos, que se entrechocaban con fragor lúgubre en la atmósfera fría, para caer al suelo hechos pedazos. No se atrevían... Genaro estaba en la puerta, por donde en la mañana penetró el rectángulo de sol chato, y echaba a andar, como un espectro, con la mirada fija y extraviada hacia el horizonte. Entraron a la pieza y en la sombra informe, -en medio de las ropas revueltas,- apareció la línea de fuego del mango del puñal, que, había partido el vientre de la muchacha, del mango grueso de níquel bruñido, enhiesto y rígido, reventando chispas, chispas... - V - Huyendo... La madre de Genaro se quedó dos días sin hablar y sola y pasó para ella el tiempo rápido, como sucede en la inconciencia... Pero después empezó a girar por el cuarto y a mirar el techo y los rincones, como si la muerta estuviera todavía por allí. Así se ve a los que pierden sus hijos y tienen casa grande, vagar por los cuartos, extraviados y noche y día apurar las horas, deseosos de acumular pronto sobre la desgracia muchas generaciones de años. Y la vieja empezó a olvidarse de trabajar y de comer, y la tina, que estaba al lado de la puerta del cuarto, y que era su batea, amanecía en esas mañanas de invierno hasta la noche con la misma pulgada de jabón y el brasero echado al suelo había dejado caer su círculo de reja entre un montón de cenizas. El cuarto estaba en el mismo desorden, y a cada rato tropezaba ella con cosas que le hacían recordar... Entonces con los ojos ardientes de tanto llanto se sentaba en su silla de paja del rincón a oscuras, porque las lágrimas queman los párpados y hacen doler el corazón, y quería estar sola, como si tuviera placer en que esa crucifixión mortal la hiriese el cuerpo cada vez más... antes que ver indiferentes que llegan a nuestras casas y no dan consuelo. Los que nos aman huyen más bien en estos casos, porque se imaginan que les vamos a ver en el rostro el reflejo oscuro y mustio de los lutos del espíritu. ¡Ay! Si supieran que no tenemos mirada y alma sino para abarcar el día entero el vacío inconsolable, que queda con trepidaciones y reminiscencias entristecidas ¡ay! Si supieran eso estos cariñosos que viven fuera, cómo vendrían más a menudo a besarnos la frente... Pero ese domingo el conventillo estaba bullicioso: se oían gritos y cantos y chirridos de escobas sobre los pisos de ladrillos. Había corrillos de hombres en animada conversación, complacidos en ese día de descanso, y mujeres agitadas en los cuartos, buscando las ropas aseadas de los chicos para llevarlos a misa, mientras estos se escapaban desnudos corriendo aquí y allá... porque los días de fiesta del obrero tienen aun cuando hace frío alegrías y transparencias tibias... ¡siquiera eso! Hay el deseo de salir fuera, a bañarse de luz y respirar el aire libre, y pasean con sus mejores trajes por prados, calles y plazas. Son las horas placenteras y únicas que les quedan para la familia y se les ve cargar los chicos y conversar con ellos y acariciarles con las manos ásperas y callosas las mejillas rosadas y los rizos y llevarlos de la mano al lado de las madres a pasear. Horas muy cortas que terminan a veces en las borracheras del vino amargo de sus aldeas que tiene el color del topacio. Entonan entonces en coro las melodías populares, -que suenan como los ecos de sus montañas y de sus bosques y los murmullos del mar,- aquellas melancólicas cantinelas de los años juveniles, que son como el alma llena de lágrimas de la patria lejana que ya no volverán a ver... María también salió al patio esa mañana con su vestido de tartán de cuadros rojos, y su pañuelo de lana en la cabeza con trama de flores vivísimas. ¡Oh, la alegría de los quince años que hace mover ligero el pie y da esplendores primaverales a la tez morena y a los ojos negros! Sobre el pecho un ritmo de violetas -esas de nuestras zanjas, que tienen colores de zafiros agrupados y ondas de suavísimos perfumes -esas que en los domingos de la niñez juntábamos volviendo ensangrentados de las guerrillas a pedradas. El cuarto de ella era limpio y cuadrado y tenía la cama de hierro en el centro mirando la puerta y la cómoda de pino a un costado y sobre esta, dentro un fanal de tersos cristales una virgen con manto azul tachonado de estrellas. Había violeteros de porcelana bordeados de rayas doradas y anchas y en el agua amarillo-verdosa flotaban corolas de violetas y heliotropos; porque hacía tiempo que estaban allí abandonados por la dueña cariñosa, mientras en el ambiente vagaban las altiveces y la religión de los santuarios. La máquina de coser con sus ruedas fatigadas en descanso silencioso giraba toda la semana contando en rápido tiquitac-tiquitac como sabe a dolor y a queja amarga el pan del pobre. Sin embargo, en los días de sol era la pieza iluminada que más miraban los jilgueros piando en reposo sobre el cerco de duelas... porque los pájaros conocen y aman las criaturas gentiles que cantan y les echan migas de pan y alpiste que ellos hacen crujir comiendo, para llenar después sus estancias de gorjeos armoniosos y de los reflejos de oro de sus plumas amarillas. Un enorme ojo tétrico envolvía aquel cuarto. -Genaro, sensación de terror, que lo protegía de lejos y velaba en la noche su inocencia. Ella se adormentaba tranquilamente, mecida en aquel escudo sombrío, y por la mañana arrodillada sobre el piso entregaba toda la quinta esencia de su espíritu acongojado a la memoria de ese hombre, que andaba huyendo. Porque María había sufrido las extrañas y hondas fascinaciones y rodado con la fantasía mucho tiempo dentro de aquella órbita dominadora del espíritu de Genaro, terrible y gallardo, hasta que -sin saber por qué- una mañana ingenua y adorable de luz -sintió en el corazón que era su novia. Él le había dicho: «Después de mi madre, tú para siempre... el señor Méndez es bueno, a pesar de esas cosas furiosas que lo acometen de repente. Él nos ayudará a trabajar; tendremos dos cuartos aseaditos en una casita de ladrillo solos -y chicos después que jugarán en el patio, llamándonos- porque yo necesito ser bueno como tú -y tener donde reposar esta cabeza tan conturbada y loca hace tiempo... Yo siento a veces un fuego devorador adentro, y cosas feroces que me dan ganas de tirarme al charco por no matar a mi hermana... porque yo te quiero... Y ¡ay del que se atreviera a rozarte el cabello o a tocarte el vestido!... yo le revolvería el cuchillo en las entrañas... yo te quiero y te juro respeto así»... y se arrodillaba en el suelo describiendo una cruz con el índice y besándola. Él le decía estas cosas con la cabeza echada hacia atrás con todos los espasmos de la pasión, temblando todo su cuerpo, -hecha de sollozos y de tormentas la voz- como si ese amor se hubiera hecho gigante por la savia enriquecida en el más fúnebre de los dolores humanos. Ella, pobre alma solitaria, dobló su rostro pálido de emoción, como las flores sus corolas si las agosta el estío; y arrugó poco a poco su cuerpo delicado contra el pecho levantado y varonil de Genaro, como la sensitiva que encoge en la noche calurosa y arruga sus hojas verdes. Él le dio un beso en la frente -lleno de todas las castidades de su espíritu- en aquel gran día del sol diáfano y tibio. Desde entonces la máquina solía callar poco a poco, como si un pensamiento profundo fuera invadiendo la inteligencia de María, hasta llenarla por completo y se levantaba a mirarse en el espejo de marco de madera negra... y buscaba la amistad de su familia, la vieja y la hermana que vivían trabajando, y se asomaba a la puerta y miraba la casa de Carlos Méndez para ver si salía Genaro en el coche... El sábado, después del suceso trágico, ya de noche, Genaro pasaba rápido por la puerta del conventillo. Ella, que estaba parada viendo los trabajadores volver sudorosos, con el saco al hombro, se estremeció... porque vio brillar sus ojos detrás del pliegue de un poncho que no le dejaba libre sino la frente y extendió la mano para tomar el ramo de violetas que él le alcanzaba. -¿Y mamá? Preguntó Genaro con visible agitación. -Está la puerta cerrada... no sé de ella. -Es necesario que tú la veas, María. -Ya hemos tentado; no quiere abrir a nadie... -Es necesario... no ha comido en tres días, seguía rapidísimo Genaro, vela y llévale de comer; y se daba vuelta a cada rato como si alguien lo persiguiera... -Vete pronto, Genaro; yo te juro que la veré mañana mismo... corres mucho riesgo aquí... -Sí, María, me voy... no quiero que me tomen, tengo algo importante que hacer todavía en el mundo. Y desapareció en las sombras de la noche... y ella volvió a su cuarto con una gran pena en el corazón... -Aquí le traigo un regalo, mama Teresa, empezó María entrando en el cuarto, enseñándole algo envuelto en un pañuelo de algodón. -Gracias, mi pobre hija, contestó la vieja pálida y macilenta. -Mire Vd., mamá: una gallina rica y gorda. -Yo no tengo hambre de esas cosas; comeré si tú quieres y porque el buen Dios manda que uno viva... Y para quien, al fin, siguió la vieja, como si hablara consigo misma; yo me he quedado tan solita... mejor sería morir para que me fuera pronto con ella. -Viva para los que la quieren, para esta desgraciada que no tiene madre. Y se arrojó impetuosa María entre sus brazos abiertos y le llenó de lágrimas los cabellos blancos. -Pobre vieja inservible, repetía Teresa, moviendo tristemente la cabeza, que estás dando tanto trabajo y sacrificios a este ángel. -¡No, mamita! Yo le voy a contar. Oiga Vd.: he trabajado dos horas más por día en la máquina, contentísima porque sabía que le iba a poder traer este regalo, alegre, cantando como los pájaros. Vea cómo se equivoca Vd. pensando que yo hago sacrificios. -Porque tú eres una santa, María, sollozaba la vieja. -Así será... una santa de esas que hablan el día entero -feliz en esta gran dicha... porque Vd. me permito que esté al lado suyo, y que me siente así en el suelo y coloque mi cabeza en su regazo, mirándola- y mientras sus palabras descendían como gotas de bálsamo fresco sobre su espíritu atribulado, las violetas reflejaron sobre sus rostros diafanidades celestes, llenas de moléculas de exquisita fragancia. Y así, con la cabeza en su regazo, estiró los brazos para tocarle acariciadora la frente y la mejilla, mientras la vieja con el torso inclinado dobló el rostro arrugado y la cubrió de besos. -Ahora, continuaba María, yo me quedo con Vd. a vivir: voy a venirme con la máquina a trabajar a su lado y de noche la voy a acompañar para que recemos el rosario por el alma de los que han muerto y de todos los que andan por el mundo sufriendo. Entonces hubo una mirada de Teresa, una brusca sacudida de su cuerpo, como si esas últimas palabras hubieran evocado algún recuerdo de terror, María se levantó y antes de salir fuera dijo: ahora que yo estoy resuelta a venirme, Vd. se va a callar la boca, y me va a dejar hacer, como si yo fuese una chica mal criada. Levantó el brasero: puso cilindros de trapos embadurnados con sebo y arrimó un fósforo de palo y leñitas arriba y humo y llamas sofocadas y después poco a poco el carbón en fragmentos chicos y humo otra vez y chispas rojas crujiendo y saltando en todas direcciones y llamas y brasas... Colocó sobre ella la olla de barro redonda y cuidó con la espumadera el caldo y un momento después entró corriendo con un mantel blanquísimo que extendió sobre la mesa y un pan largo y redondo. Por la puerta del cuarto entraba el sol, -cuando la vieja se acercó a la mesa en cuyo centro estaba la gran fuente de lata humeante y sabrosa, -y fue comida triste, como sucede cuando faltan en la mesa las personas queridas... Genaro empezó su noche vagabunda por las calles cercadas de cañas y pitas chatas y flexibles de aguijón agudo y negro. Iba caminando por las hondas soledades y pasaban a su lado despacio -como negros batallones en marcha silenciosa- tramas oscuras y dilatadas de sina-sina, grupos de eucaliptus con rigideces giganteas, y enormes ombús sombríos que destacaban asimismo en la noche su mancha lóbrega. Su paso solamente en toda aquella zona -su paso lento como de hombre que camina sin rumbo. Eran noches frías y sin vientos, de esas que tienen más profundo y más tranquilo el cielo azul y más millones de astros. Las familias se encierran temprano y los perros galopan ladrando a lo largo del cerco en la hora en que todavía se ven en lontananza brillar luces en las casas y llegan hasta los caminantes los resplandores del fogón y los gemidos de alguna guitarra en los ranchos por allí escondidos. Genaro seguía caminando. Dobló esquinas y penetrando por prados de alfalfa húmedos de rocío -solo su alma- oía los ecos de sus pasos que se desvanecían lejos y de nuevo despertaban sucesivamente. Su pasión y la lógica inquebrantable que de ella brotaba le infundían extraordinario aliento. Su hermana había escupido la memoria honrada del viejo y debió morir... y al otro que todavía andaba por allí lo haría pedazos en el exterminio de sus odios. La noche cada vez más alta y más helada rodaba con sus círculos negros alrededor de su figura de sonámbulo. Tenía envidia Genaro de esas sombras donde había tanta paz, porque pensaba que debía concluir pronto para descansar en la muerte con todas las sinfonías estridentes que le rompían el corazón. «Cómo son felices esos ricos que duermen allá pensaba; tienen casas tibias y pueden cuidar a las hermanas. Todo el mundo se apresura a rendirles homenaje y los hombres de la justicia hacen cosas terribles para complacerlos... mientras nosotros que estamos tan solos y tenemos tanto frío, somos los perros con collar de cuero que tiene puntas de tachuela adentro para que se nos claven en el cogote, si tiramos de la cadena... Y de yapa los amigos nuestros se ríen y cuchichean en secreto con aires de mofa, si acontecen algunas de estas cosas desventuradas y dolorosas... nos raspan las heridas esos bárbaros con papel de lija... En estos soliloquios Genaro se encontró sin saber cómo otra vez cerca del conventillo y vio las casas elevar sus siluetas umbrías en la penumbra movediza del farol de queroseno. Se detuvo a escuchar... Todos dormían tranquilos, menos en la casa de Paloche, donde había luz y se oían ruidos y palabras de éste que llegaban hasta la calle, y una voz acompasada que declamaba versos. Genaro se acercó otra vez al conventillo y volvió a entrar después en su noche vagabunda hasta la madrugada en que todo el campo amanece cubierto de briznas de nieve. En la helada de las noches tranquilas de fin de invierno que cubre las crestas de los pastos, interrumpida a trechos por espacios oscuros y húmedos, que blanquea de granos gruesos y endurece el camino crujiente y quebradizo y escarcha los pies... A esa hora entraba Genaro -entre la bruma helada- debajo de los escombros de una tapera solitaria, que tenía en el barrio lúgubre leyenda y a la que nadie osaba acercarse. - VI - El octavo canto D. Manuel de Paloche había escrito su poema que estaba hecho de sonoros endecasílabos, viviendo todo ese tiempo merced a los socorros del hijo que trabajaba la chacra de la familia. Era un verdadero tratado sobre el masaje. Estudiaba todos los sistemas aplicados, salpicando aquí y allá los cantos con episodios deslumbradores para ensalzar la panacea. Al principio tropezó con muchas dificultades... el verso, la rima, la dicción poética y se pasaba las noches en blanco, con la cabeza entre las manos, arquitectando el extraño edificio. D. Manuel se enflaqueció, transformándose en una larga y enjuta figura de pómulos salientes y pera entrecana atormentado por ese lecho de Procuste de la poesía épica. Hubiera deseado romper la valla, y echarse sobre las octavas para dilaniarlas y escribir tranquilamente como le dictaba el destornillado magín... Pero ese poema debía ser leído en la Academia Literaria de entonces y él sabía que... ¡guay! Al que toque las fórmulas consagradas por los siglos. D. Manuel vivió de poesía. Fue un sonámbulo de la rima y de la armonía imitativa. En sus sesiones de masaje, mientras pasaba la mano sobre la piel se quedaba de repente pensativo. Había cruzado por su imaginación una estrofa, que no lo había satisfecho o veía pasar la imagen de algún hercúleo masajista, curando todas las enfermedades y recibiendo el laurel del triunfo, en medio del clamoreo de la muchedumbre... Entonces hacía visajes. Abría los ojos desmesuradamente y levantaba el índice a la frente, mientras el enfermo experimentaba el sagrado horror del milagro, hasta que D. Manuel volvía a su faena otra vez con entusiasmo. Esos ensueños del paladín esforzado de la panacea universal tenían sus inconvenientes; porque no era lo mismo cepillar en prosa vil, que en medio de la canora resonancia épica y algunas veces D. Manuel entre el caliente estro de sus octavas arrastraba consigo la epidermis o concluía una fractura a medio hacerse. Pero qué importaba. Eran esos los buenos tiempos de la fe sectaria en que la sugestión había muerto al raciocinio y a la suspicacia. Algunas veces los hombres de la ciudad veían su larga figura caminar ondulando, la nariz en las nubes, los ojos perdidos en las órbitas, la boca entreabierta y se hacían a un lado casi con terror. El gran meditabundo seguía la soñadora peregrinación. Era un nuevo canto que agregaba al libro o la acariciadora sensación de alguna milagrosa cura. Así escribió su octavo canto. La escena maravillosa toca en él los límites de lo sublime. Fue la narración de una áspera y gloriosa brega y describió los cuartos oscuros en que empezó a elaborarse la nueva era y uno por uno los que formaban la hercúlea falange primitiva. Eran gladiadores de gran pecho levantado, exhibiendo en las conspiraciones de la noche el relieve enorme del músculo. Eran palabras bravías y la ingenua y violenta pasión de los catecúmenos, que resonaban en la sinfonía estremecedora de sus versos. Aquellos iniciados de cuello de toro y piernas de coloso iban a seguir hasta el sacrificio en la lucha. Era necesario hacer la revolución terapéutica. Lo decían en sus coros formidables, y en el violento apretón de manos que hacía crujir los huesos del carpo y sellaban el pacto solemne con la promesa sombría del juramento. Apareció un diario. La autoridad torció las narices. En él se escribía con grandes letras el violento propósito de guerra a los medicamentos... La autoridad, agitada en su gordo asiento de canónigo husmeó un rato la novedad y mandó destruir la máquina y revolver los tipos. Pero los masajistas, agachando el cuerpo gigantesco, caminaron mucho tiempo para recogerlos por el cuarto sin piso de la imprenta de aquí para allá, a semejanza de una ciclópea evocación de la fauna prehistórica. No se atrevieron a no dejarlos vivir. Entonces chisporrotearon las fraguas y se levantaron con estampidos rítmicos las masas para caer sobre la superficie purpurina de las piezas rotas, las caras sudorosas y negras alrededor del yunque y resurgió la máquina derechita y se oía en la noche oscura el roce suave de las ruedas. Ya no fue diario. Era un largo y angosto papel impreso. La autoridad lo persiguió y publicó bandos, prohibiendo su lectura. Pero el papel se multiplicó y penetraba en todas partes por medios arcanos y astucias misteriosas, como si un ejército de gnomos lo deslizara sin ser sentidos. Todos leían ese heraldo de la nueva era... La falange masajista creció. Las asambleas ya no se hacían a puerta cerrada. Había cierta insolente audacia revolucionaria en sus palabras y en sus maneras y se veían por las calles grupos que tenían la procaz vociferación y desplegaban su bandera al sol. La ciudad se estremeció porque los masajistas ofrecían la vida que no tiene término y los enfermos trepidaron de placer en sus camas y concitaban a los hermanos a cumplir la obra buena. Basta de pociones disgustantes, que hacen doler el estómago y provocan gastritis. Pronto se produjo en la ciudad un atronador susulto y giraron vertiginosas las multitudes enmedio del estentóreo y dilatado fragor. Pasó sibilando la amenaza y entre la ensordecedora gritería viéronse los antebrazos erguirse temblando al cielo. ¡Malo! La autoridad abrió el ojo. Hizo un cuarto de conversión y encarceló a los empasteladores de la imprenta; pero no bastaba. Era necesario cerrar o destruir las farmacias porque allí estaba el mal y esa era la síntesis de aquel gigantesco clamoreo popular. ¡Al fin no pues!... La autoridad se preparó a resistir defendiendo las aguas minerales digestivas... ¡Adiós agapas suculentas, melancólico y desazonado desideratum de tantos años!... No era posible acceder porque la conspiración se hizo diatriba en la prensa y asonada en las calles... Si se pudieran conciliar estas cosas... Ofrecieron un ministerio... Los masajistas contestaron nao y se prepararon a la pelea... La autoridad hizo una media conversión hacia aquella exigencia y encontró en los estatutos del estado un artículo aplicable... Las farmacias se transformaron en fortalezas. Se cerraron las puertas con grandes barras de hierro. Detrás se levantaron barricadas; un maremagnum vertical de tarros, de espátulas y de morteros y el ojo agudo del tristel asomando por todas partes el círculo oscuro. Había un violento olor de ácido cianítrico. Era la siniestra arma de guerra que iban a esgrimir los dueños pálidos. La falange se acercaba, mientras las farmacias temblaban de terror. Había el enfurecido rimbombo del exterminio en aquella marcha triunfal. Era un innumerable pueblo feroz que despedazaba las puertas, hacía añicos el cristal de los tarros y saltando y rugiendo de un lado a otro fracturaba las porcelanas y las espátulas y el mármol de los morteros gigantescos. A guisa de ciclópeos monteros levantaban, armados de hachas los brazos nervudos y dividían los mostradores crujientes y hacían astillas las tablas perpendiculares de los armazones y resonaba lejos y aterrador aquel barullo caótico, mientras crepitaba el papel, rasgado de arriba abajo, cuyos arambeles colgaban entre un nubarrón de polvo y saltaban, despedazados los caireles brillantes de las lámparas a garrotazos. Había mil respiraciones jadeantes y un sacudimiento en todas partes, como si se estuviese por desgajar la vieja terapéutica, acosada por los violentos frenesíes de aquellos atletas. ¡Qué montones de escombros! Matraces rotos, cajones destrozados arrojando las yerbas secas y milagrosas, bordes filosos de vidrios, grandes combas de bolsas acostadas de través y se sentía el retintín de los frascos contra la pared y se veía pasar zumbando el gran mechón de pelo del tricófero. Y rodaban en el torbellino los tarros de condurango que cesaba para siempre de curar el cáncer y cuadros y espejos y se quebraban las tinturas y saltaban los polvos fuera de sus recipientes y caían sobre los espaldares de las sillas rotas y se depositaban en montones aquí y allá mezclándose con los líquidos alcohólicos y cruzando las emanaciones del éter y cal asefétida, mientras ioduro de potasio allí en el suelo brutalmente se entretenía con tintura de belladona en promiscuidades ilícitas. Los masajistas parecían presa de un inextinguible furor de destrucción. Brincaban endemoniados de un lado a otro como flechas elásticas tropezando en la intrincada trabazón de aquel escombro, irguiéndose a saltos flexibles de felinos. Sus manos eran férreos arpones. El revoque caía en fragmentos. Sus pasos coces gigantescas. Las damajuanas rodaban lejos con tañidos anfóricos de larga y quejumbrosa lamentación hasta que pulverizadas, sonaba la cáscara de mimbre urdido chac, chac con un rumor sordo y fofo. Ya no había nada que despedazar. Los masajistas se miraron, enarbolando los tristeles cargados de ácido cianítrico. Era el trofeo de la victoria. Salieron a la calle la tez iracunda. Se mandó a la autoridad el ultimátum: desaparición por in aeternum de todas las drogas. Esta abrió todos los ojos del opulento organismo. Hizo tres cuartos de conversión hacia la secta irritada. Iba acatando la dura ley del éxito y envió un parlamentario. Proponía tranzar... un modus vivendi... se estudiaría con gran tesón las virtudes de cada uno de los medicamentos y se arrojaría a la calle lo inútil... Los masajistas contestaron nao y atropellaron adentro... Empezó el incendio. Resopló brusca la llamarada del alcohol levantando cacharros. Incineró a belladona en lo mejor de su faena, y carbonizó a ioduro de potasio. Luego extendida en violenta carrera la zona ígnea trepó los cajones, resbaló sobre el vidrio, quemó las bolsas y se deslizó con apuros de violenta y devoradora culebra. Y humo en colosales columnas y fuego y el torbellino de chispas azotadas al cielo y todos los ruidos y todos los ardores cruzando el espacio caliente. Cincuenta hornazas rodeando las falanges enloquecidas de clamoreos, cincuenta esplendores alrededor del horizonte. Arremetidas del fuego buscando los brazos gigantescos de la llamarada vecina y atronadores retumbamientos, sonoros poemas arrojados al cielo, que narran brutales y funerarios convenios... ¡¡El fuego, el fuego!! La muchedumbre erizada se azota a la calle volando las ropas, temblando los miembros... La ciudad va a arder. Los iluminados levantan las greñas fulmíneas de las teas en son de amenaza. La autoridad se asusta y completa la conversión. Decreta. Pueblo: Nos que en todo tiempo hemos valido más que vos, espontáneamente mandamos: 1º Queda suprimida en materia de tratamientos la libertad de pensar. 2º Elévese el masaje a terapéutica oficial. Desde entonces floreció la salud. Los enfermos abandonaron sus camas, los miembros ágiles, los ojos brillantes. El estómago descansó y la alegría entró en el espíritu de todos los hogares, arrojando lejos las bizarrías de las dispepsias medicamentosas. Creció una generación atlética de esculturales lineamientos, de majestuoso andar y brazo gigantesco que tenían la pureza marmórea del color en la piel fina y tersa, las venas azuladas debajo regurgitantes en su camino de líneas quebradas, sin las máculas que las viejas sociedades llevan tan a menudo al sepulcro... Buscaron la vida libre y abierta de los campos, el vital ozono que exacerba las metamorfosis celulares, el trabajo moderado que ahonda en la tierra el espolón del arado y vuelca el césped a un lado y otro. Transformaron el verde de la yerba nativa en la zona negra y húmeda aplanados y pulverizados los surcos, llenos de germinantes átomos dormidos. Esperan la semilla. La arrojan después a manos llenas aquí y allá rodando en la dilatada superficie oscura desde el alba y bebiendo como los pájaros el centelleo auroral, mientras más lejos camina con lento paso el buey uñido, arrastrando el arado. Mira la tierra con su grande ojo silencioso ese manso filósofo, que abre la entraña fecunda de los campos a la luz que despierta el calor de la vida, al agua que fertiliza, a la mente humana que aprende en aquel trabajo sosegado y tenaz que las conquistas destinadas a ser eternas son las que fundan y se ganan un palmo después de otro, surco tras surco. ¡Oh el sereno trabajador feliz que pulveriza los prados, que se cubren de la mies dorada!... Porque después esas generaciones se sentaron a sus mesas al lado de los hijos rubicundos en la sombra que azota lejos la casa de ladrillos. Bebieron las aguas frescas de los manantiales cristalinos, la leche gorda y rica salpicada aquí y allá de ojos translúcidos y amarillentos, mientras a un costado chilla y crepita la carne de fragantes emanaciones destilando la grasa gota a gota desde el asador. Así tendidos al entrar la noche en sus camas duras tienen el sueño hondísimo... Fue estirpe inmortal aquella, porque en la hornaza colosal de los medicamentos se incineraron todas las enfermedades y eximio tratamiento el masaje, que despertó la vida y mantuvo su eflorescencia en las ciudades, que no tienen casi luz, ni ozono... D. Manuel de Paloche y otras alcurnias presentó su poema a la Academia de letras. Esa vez por tan original acontecimiento pudo reunirse y lo declaró abominable. Tomó actitudes de exorcista y pronunció el anatema... D. Manuel, corrido como el día del examen, se retiró lleno de tristeza a su casa. Tal vez aquel era un error suyo y el masaje no era la panacea... - VII - Mano santa D. Manuel de Paloche y otras alcurnias no contaba con la tontera humana. Después del fracaso de su poema se retiró a su casa. Allí recibía a menudo la visita del hijo que seguía en la chacra, por el cual tenía el padre el más profundo desprecio... ¡Un Paloche, exclamaba el viejo, chacarero! ¡Qué decrepitud! Yo quería que fuese médico, y me salió un degenerado. El día entero en el trabajo brutal, andrajoso... con sus lechugas y su avaricia... Fatalmente yo estoy destinado a la desgracia... No era cierto... Dos días después de publicado el libro llegó un carruaje... Un tronco de oscuros de gran jaez en sus guarniciones doradas, negro y brillante y extendido el gran landó de cuatro asientos, el cochero rígido, embutido en la librea larga de paño verde, los botones de plata, la cara lampiña. Descendió la señora, con movimiento rápido y entró nerviosa en la casa de Paloche. Aquí estoy señor, dijo con ansiedad. Felizmente... creían que no iba a llegar. Me ha dado un ataque. -¿Un ataque? Preguntó D. Manuel. -Sí, y pronto cúreme, por favor señor. -Pero, ¿qué le pasa señora?, dijo Paloche asustado. -Me ahogo de repente. Un nudo en la garganta. Tengo palpitaciones, cúreme, señor. Paloche meditó un momento, se rascó una oreja y dijo con aire solemne: -Primer grado de masaje. Siéntese y descubra el pecho. La señora desabotonó rápida la bata, hizo sonar el corsé al desprender los broches y exhaló fuera un olor caliente de carne. D. Manuel pasó suavemente la mano sobre la garganta y la colocó después sobre el pecho. La mano se hizo cada vez más pesada y ella sintió que la respiración era más fácil y calmarse el dolor del corazón y se apoderó de toda su persona un delicioso y profundo bienestar. -Parece que Vd. estuviera curada, dijo D. Manuel, y para siempre. -Sí doctor. Creo que sí. Estoy profundamente agradecida, contestó la señora vistiéndose... Vea qué dicha haber leído su libro... Notable señor... ¿Cuánto le debo a Vd.? Preguntó la señora, sacando la cartera. -¡Oh! ¡Oh! Exclamó Paloche. Yo no cobro señora. La señora se fue dejando dinero sobre una silla... Al rato dos aldabonazos a la puerta. Una larga y flaca y macilenta figura de dispéptica, acompañada de la madre, que se movía en el amplio contoneo de opulentas formas. -¿Qué tiene Vd.? Preguntó D. Manuel. -Dolores en el estómago, señor. Atroces. No puedo comer ni dormir. -Es un bizarro carácter, rugió la vieja. Insoportable. Con un geniazo de todos los demonios. -Porque estoy enferma y no me quieren creer. -Es una revolucionaria, que no deja quieto a nadie; eso le hace mal. Y de repente tiene unas carcajadas que dan miedo, cuando no le da por llorar y llorar. -Perdone Vd. señora, interrumpió Paloche. Haga que la niña se acueste en aquel sofá. La niña se acostó y don Manuel empezó a pasear sobre el estómago la mano con lentos vaivenes. Poco a poco el peso de aquella fue aliviando el dolor y la angustia de aquella niña que experimentó una profunda sensación de sueño. Sus ojos fijos en los del curandero empezaron a cerrarse y de repente su cabeza cayó hacia atrás con violencia. Estaba dormida. La vieja se persignó y la rubicunda brillantez untuosa de sus mejillas empezó a desvanecerse. D. Manuel despertó a la niña. -Está Vd. mejor, afirmó D. Manuel. -¡Oh sí! Dijo... pero tengo miedo que me repitan otra vez los ataques. -Vuelva, contestó Paloche con aire solemne y la curaremos radicalmente. -¡Oh! Eso será milagroso, replicó la señora; ya ha sido desahuciada. -Todo cede a la nueva terapéutica, señora. La vieja se fue sin pagar... ¡Oh delicioso y frecuente olvido!... Ya estaba esperando en el zaguán un diplomático, un bismarquiano de adusto frontispicio y recia musculatura... -Señor, dijo al entrar, felicito a Vd. por su libro. -Gracias... -Ruégole se sirva no interrumpirme. -Está Vd. en su casa, dijo Paloche, haciendo una reverencia. -Repítole que no me interrumpa... -Este es un loco, pensó Paloche. -¡Hem! Rugió el bismarquiano. Una crítica tengo que hacer a su libro... Vd. no ha dedicado un capítulo a las afecciones crónicas articulares. -Sí señor. Cómo no... -Le digo a Vd. que se ha olvidado de citar a la diplomacia como causa común de este padecimiento. -No alcanzo el significado. Creo que sus palabras tienen tal sutileza de intención, que se hacen ininteligibles. -Al fin, señor Paloche, yo he venido a que Vd. me cure una artritis crónica y me veo mal de mi grado obligado a darle a Vd. explicaciones... En verdad me desvío de la línea recta sobre la cual he marchado siempre. Nada de giros tortuosos, ni intrigas, ni astucias, ni perversas y largas maquinaciones; la fuerza todo lo arregla... Y a pesar de esto, señor, antes se hacía vida de gabinete, se cambiaba la faz del mundo con una nota... Se hacía con un golpe de timbre una revolución en la política, como con su libro la va a hacer Vd. en la terapéutica. -En verdad no parece loco, pensó Paloche, inclinando la frente. -Pero hoy no es así, señor, seguía el diplomático irritado... Desde que se ha inventado el pueblo y los periódicos sugestionan las multitudes y todos quieren ver y saber y modificar. De aquí derivan los tole-toles y las algazaras de peligrosas consecuencias y aquí nos tiene Vd. corriendo el día entero por todas partes, en la cámara, en los acuerdos, en los cuarteles, en los campamentos, sin descansar, ni comer, ni dormir y empieza la enfermedad y le duelen a Vd. las articulaciones y se transforma en un inválido, arrojado a la cama por tres meses como yo sin estar curado todavía... Pero puede darse por satisfecho. Ha hecho Vd. todo lo posible para salvar a su país y ha tenido el consuelo de que el último médico le diga con sorna: ensaye el masaje. D. Manuel de Paloche curó al señor artrítico y poco a poco vio invadida su casa por una muchedumbre de enfermos y pseudo-enfermos. Llenaban la sala, los patios y la calle y se veía enfrente la larga fila de carruajes. El barrio pupuló, vibrando estremecido por la inacabable romería. Fue el punto de cita de los desahuciados y se llenó el ambiente de las melancolías de todos los neurasténicos de la ciudad. Se armaban disputas y grescas y se oían chillidos de mujeres que sostenían su derecho a entrar primero. Todos querían atropellar a D. Manuel de Paloche y a veces entraban de a cuatro, pretendiendo simultáneamente a grandes voces los beneficios de la panacea. Este tranquilo y majestuoso, calmaba las impaciencias y propinaba a cada uno su dosis de masaje. Sin recurrir a los embolismos misteriosos de la nigromancia, nunca su nombre había adquirido en la ciudad cierta fama tenebrosa, porque se narraban en todas partes los milagros de sus curaciones y era de verse con qué sincera austeridad de convencido y con qué afán de sectario ejercía D. Manuel la misión humanitaria. Alrededor se oyó el largo y embarullado zumbido de cincuenta diálogos animados y se veían los grupos gesticular, yendo de un lado a otros hombres y mujeres. Se apiñaba allí la gente de tal manera a veces, que era necesario recurrir a recomendaciones o a otras astucias, o sorpresas o estratagemas para llegar hasta él. Carlos Méndez había entregado riéndose machas tarjetas. D. Manuel cuando las recibía, hacía pasar adelante enseguida. Es mi amigo de la buena y de la mala suerte, solía decir. No pasaría Vd. si me trajera carta de magnates o de sabios. Su renombre fue propagándose hasta invadir casa por casa. Al principio la gente se sonreía. Aquello no podía ser sino una broma. Si en realidad fuera el grande y maravilloso remedio, rara cosa que otros más sabios y más estudiosos no lo hubieran descubierto. Pero después se acostumbraron a oír su nombre y a escuchar sin protestas los milagros del nuevo Cristo. Surgió la leyenda imaginativa y megálica por ciertas cosas de su pasado que muchos conocían. Aquellas luces prendidas en sus cuartos hasta tarde, los misteriosos paseos por la campaña, los ensayos de extractos de yerbas, que tenían renegrido color y aspecto siniestro, como si colaboraran endriagos o fantásticas y encapuchadas brujas; su examen y la envidia perra mordiendo el talón de los profesores y las sonoras estrofas de la epopeya masagiana roendo el corazón de los literatos liliputienses. No podía dudarse que era un intelectual. El escepticismo frío y burlón se trocó en el raciocinio tranquilo, que está por llegar a la fe. Esos caminadores amargos que tienen la verde sangre biliosa para juzgar todos los acontecimientos, esos desposeídos de todos los entusiasmos generosos y adoradores de la razón pura sintieron conmovidos sus convencimientos cuando en sus propias casas la mano santa de D. Manuel de Paloche había entregado la salud. Era alguno que resurgía a la vida floresciente y a la alegría juvenil después de largos años valetudinarios y eran amigos que llegaban asombrados a narrar algún portento de las nuevas ideas terapéuticas. El entusiasmo se trocó en frenesí, y fue como un vértigo giganteo el que se apoderó de toda la ciudad. Le llenaron a Paloche de regalos. Un espléndido carruaje, flores, dinero y su casa fue una magnificencia. Se hizo alrededor de él una falange de fanáticos, que se hubieran hecho despedazar en cualquier parte y los periódicos, que son según ellos el crisol, en que se elabora al rojo el alcaloide de la opinión pública no se atrevieron a arrojar el ridículo sobre el gran personaje. Los oradores altisonantes de la cámara citaban con melodramática entonación las estrofas del poema. D. Manuel suscitó el terror porque su obra de todos los días, alrededor de millones de enfermos en esa órbita de su dominio que se dilataba cada vez más, podía producir un cataclismo. Asomaba el hambre para muchos médicos. A pesar de que algunos de estos se habían inficionado hasta el punto de ir a consultarlo, torcieron contra él sus iras. Fue una campaña tenaz; pero en cada sala y en todos los comedores donde se había iniciado no se escuchaban sino alabanzas, donde moría la frase mordaz y la crítica burlona y acre. Era inútil; eso significaba machacar en hierro frío. No era posible vencer. La conciencia clara y tranquila del talento de D. Manuel y la certidumbre de los milagros que se narraban estaban hechas y todo el mundo veía aquella mano enorme y benéfica dilatar sobre la ciudad enferma la sombra protectora mientras la autoridad se asustaba como en el octavo canto y veía surgir por todas partes la escultural efigie de la falange masajista y sospechaba no sé qué conspiraciones en la aglomeración rumorosa de todo aquel pueblo alrededor de la casa de Paloche. Dentro de aquella metamorfosis radical de la terapéutica podían muy bien haber germinado los átomos de la revolución política, planta de exuberante y lujurioso retoño. Pero ellos también tuvieron la conciencia pecaminosa porque inficionados de Palochismo, le habían consultado sus achaques terciarios. Al fin se decidieron y D. Manuel fue llamado al consejo de la higiene pública. Llegó seguido de una muchedumbre rabiosa y tumultuaria con trágicas actitudes de vengadora de afrentas. La envidia perra iba de nuevo a lastimar el ídolo, que era el gran padre de la ciudad y el hermano de todos los hermanos. Paloche contestó recio las preguntas. Él no era un mercader. Si su casa había resurgido y si había entrado en ella la riqueza y la gloria, era por la suprema voluntad de aquel pueblo. ¡Y cuidado! Porque sus frenesíes colectivos son de los que derriban en un cuarto de hora la tradición rutinaria y burda. Si el masaje en la práctica habla revelado ser la panacea universal, su concepción de aquel tratamiento tenía el esplendor sublime de las adivinaciones geniales y tuvo en aquella peroración de su defensa, irresistibles argumentos ad hominem . «Han debido empezar por no consultarme, si querían pronunciar condena, decía Paloche. Sobre todo esta mano, que ustedes quieren marchitar con un decreto, ha derramado la salud en vuestras familias, aunque ustedes hayan tenido vergüenza de confesarlo». Absolvieron a D. Manuel aplicándole el artículo que establece la libertad de las profesiones. El clamoreo popular llegó al colmo. Le desataron a D. Manuel los caballos del cupé y la muchedumbre se vistió de cuadrúpedo un largo trecho en honor de la civilización. Fue una marcha triunfal. Sobre su cabeza la hilera de almohadones en que apoyaban sus brazos las damas, acariciado el rostro por el flamear de banderas y gallardetes agitados en la brisa, el pavimento cubierto de flores, en medio de la bulla, empujado y detenido el coche por la confusión, flagelando los tímpanos los hurras atronadores... La casa de Paloche se transformó. Fue arrancado el tupido yuyal de ortigas y cicutas y desaparecieron los ladrillos reemplazados por el piso más moderno de nítidas baldosas. Aquel brocal del pozo, alrededor del cual había en otro tiempo, balde en mano, defendido el auto de fe de sus libros azuleaba en sus elegantes chapitas de porcelana, marmóreo el círculo del borde y se pintaron puertas y celosías y debajo del arboleda en el fondo muchas familias de flores enriquecían el aire de perfumes. Había cierta alegría de vida nueva en toda la casa, en ese olor de las pinturas y en la magnificencia del papel artístico, recamado de paisajes con que había vestido las paredes y en el brillo chispeante de los cristales largos de las ventanas. Una estera nueva cubría los pisos, con su damero rojo y pajizo de cuadros pequeños. Los viejos muebles habían desaparecido. Se veían grandes sillones lucientes y áureos los espaldares y el asiento de terciopelo; espejos de amplia luna y cuadros de hermosos panoramas en la pared, mientras de los rincones derechitos miraban algunos bronces, caprichosos, de pardo metal. Y en todas partes como sonrisas y cierto aire jovial, festivo y juvenil, animado contraste, con las viejas paredes pulverulentas y las tristezas de otros tiempos... Iluminada estaba esa noche la casa de don Manuel. A las diez, cuando ya la gente se iba retirando, entró Carlos Méndez a visitarlo. Paloche lo abrazó y lo hizo sentar con grandes agasajos. -Cuánto me alegro que Vd. haya venido, dijo Paloche con cierto temblor nervioso. Vd. de quien he recibido en mi pobreza tantos beneficios, tiene todos los derechos aquí en esta nueva vida y en esta casa rejuvenecida. -La verdad es, murmuró Méndez, que esta transformación es admirable. -¡Oh! Soy feliz, contestó D. Manuel, casi completamente feliz. Si no fuera que en la vida siempre falta algo... -¿Y qué? Preguntó Méndez. -¡Oh! Mi querido amigo. Fíjese en esa pobre vieja que anda por la casa, así como un fantasma. -Es un mal irremediable. -Y aquella otra, aquella pobre desgraciada, que está perdida, quién sabe dónde... Y el otro, el chacarero con sus lechugas y su avaricia... ese Juan que podía haber perpetuado nuestro apellido... -Razón tenía Vd., señor Paloche, cuando decía que aun en medio del triunfo está la grima que mata las alegrías. -Ciertamente. Y yo lo confieso que este servicio que yo he hecho a la humanidad, descubriendo la panacea universal, me deja perplejo y pensativo muchas veces. -Pero ¿por qué? Oh, ¿Vd. no cree que sea un triunfo? -¿Y quién se atreve a dudarlo? Después de las maravillosas curaciones que ha producido. Puedo asegurarle, doctor, que no hay enfermedad que resista. Yo soy un fanático creyente de mi descubrimiento. -De manera que Vd. debe estar satisfecho, señor Paloche, dijo Méndez mirándolo con gran fijeza. -A medias, D. Carlos. Yo hubiera deseado que hubiera marchado como las conquistas duraderas marchan. Despacio. Un caso después de otro. A través de la razón y del convencimiento. Nunca con estas explosiones y entusiasmos. No me parece que esa sea la índole de los descubrimientos de nuestra ciencia. De manera que, dijo Méndez con tristeza, ¿Vd. cree que el masaje es la panacea universal? -¡Oh! ¡Oh! Contestó Paloche levantándose. ¿Cómo? ¿Por qué me pregunta Vd. eso? -Cálmese, señor Paloche. Antes Vd. creía haberla encontrado en sus extractos y se apercibió después que no era. -Es cierto. -Y ahora no se explica porqué eso que Vd. llama su descubrimiento, ha procedido y ganado la voluntad de todos con tanta violencia. -Es verdad. Sería inexplicable eso, si no fuera yo un convencido con respecto a su eficacia. Bueno, contestó Méndez con lentitud. Yo le voy a dar la razón. Desde luego me permitirá que no crea en el masaje tanto como Vd. El fanatismo de uno no debe exaltarse hasta el punto de imponerlo a los demás. -De acuerdo, dijo Paloche. -La turbulencia, continuaba Méndez, suscitada por Vd. en estos días, significa sencillamente un caso de sugestión. -¿De sugestión? Pero cómo, señor. -Escúcheme. Yo le voy a decir lo que he observado de la manera más clara que me sea posible. Nosotros vivimos, D. Manuel, en el seno de la gran histérica, en medio de esta ciudad, que se perturba colectivamente a veces. Le repito que no es mi ánimo enseñar. Creo que no hay pedagogo que no sea afectado. Eso repugna a mi sinceridad. Ni quiero modificar el proceder de los demás, ni persuadir a nadie. Lamento mucho la suerte de esos que toman en los libros de ciencia los casos clínicos para sus novelas para hacer enseñanza y moral. Se me ocurre que son obras escritas a medias y al fin Vd. no sabe a quién pertenecen, si al que las firma o a los que andan nadando dentro de sus páginas y prestándole al autor las altas concepciones, que derivan de la observación de años. Si no fuera porque al rato Vd. se aperciba del engaño y está autorizado para decirle al escritor: está bueno, mi señor, Vd. no es del oficio, sería el caso de declarar sacrílegas estas intromisiones. -Estoy de acuerdo con Vd., contestó Paloche. Sin duda quiere Vd. decir que antes de disertar sobre patología mental es necesario hacer un curso regular de estudios. ¿No es eso? -Precisamente, contestó Méndez. Además yo no quiero aconsejar, ni morigerar. Aparte mi creencia de que casi siempre es tiempo perdido, hay esta idea que yo tengo y que es sangre y conciencia en mi ánimo. Me parece que debe dejarse a cada uno la mayor suma de libertad así en sus actos, como en sus manifestaciones intelectuales. -Don Carlos, dijo Paloche, en esta casa Vd. puede hablar como mejor le plazca. Su bondad con mi familia y su saber lo eximen de aclaraciones. -Bueno. Yo le decía que vivimos en el seno de la gran histérica. Vea lo que me da a mí la observación. He visto que esta libertad que yo deseo para mí y para los demás con tanta vehemencia, existe solamente de una manera relativa. La influencia del yo colectivo, el hecho de estar oyendo el día entero el formidable estruendo de la ciudad enorme modifica la voluntad de cada uno. Hasta los espíritus más serenos y más clarovidentes se dejan arrebatar por la oleada poderosa. Y si Vd. se fija en las ciudades, todo tiembla y se agita. Falta tiempo. Es necesario correr anhelantes y cada uno tiene dentro de sí mismo empujes violentos cada cuarto de hora porque hay muchos desaguisados que arreglar como diría Cervantes. Siempre la falta de lógica. Se gasta más de lo que se tiene, se duerme mucho menos de lo que se debe y se hacen suculentas comidas heliogabálicas que destrozan el estómago y conturban el cerebro. Y después y sobre todo Vd. sabe bien por qué no se duerme. -¿Yo? Preguntó D. Manuel. -Sí, Vd. -No sé, no sé, repetía Paloche entusiasmado y confundido a la vez. -Porque en cada casa hay un poema en treinta cantos que escribir, hay un nombre que es necesario arrojar fuera de la oscuridad, hay alturas escarpadas y escabrosas que trepar, hay riquezas ajenas que es necesario conseguir y ultrapasar, hay glorias que andan por ahí y ser echan con su recuerdo a través de los primeros mareos del sueño para darnos sobresaltos. Y después está el amor que tortura la fantasía, el odio que raja las alegrías y la avaricia que transforma al hombre en el escuálido cancerbero huraño y desconfiado... -De manera que, interrumpió bruscamente Paloche, hay muchos que pierden el sueño como yo lo he perdido. -Sí, muchos. Casi todos, en una forma o en otra, aunque sea en la borrachera de la vanagloria porque, convénzase señor Paloche, allá en lo íntimo, donde nos parece que nadie nos ve, cada uno se cree mejor que los demás... -Pero ese será D. Carlos, el espíritu de algunos. Yo veo muchos hombres caminar tranquilos y hasta satisfechos. -No son tranquilos, contestó recio Méndez, ni resignados siquiera. Todos marchan bajo algún golpe, que han recibido un cuarto de hora antes... -Vd. sabe, dijo Paloche, todo lo que yo estimo su inteligencia; pero me parece que Vd. exagera. ¿No estará Vd. en uno de sus días negros? -¡Ojalá fuese así! Eso significa augurar un amanecer festivo para el día siguiente. -Y que lo tendrá estoy seguro y se olvidará de este cuadro tan sombrío que acaba de hacer. -Y que no he concluido, replicó Méndez. Me falta que decirle muchas cosas. Desde luego siendo la que yo he descrito la vida de los individuos, la vida colectiva es el orgasmo, los sentimientos son exacerbaciones y la inteligencia es un mar irritado que se pervierte y no puede guardar ecuanimidad. Ahora bien, mi querido amigo, estos espasmos nerviosos son los que debilitan la voluntad y la pierden y eso es colocarse en las mejores condiciones de sugestión, y está la ciudad tan acostumbrada a vivir así que cuando por casualidad sobrevienen días apacibles, en que podría recuperar sus fuerzas y dar aliento a esa voluntad, que está tan dispuesta a entregar a cada rato, se aburre, bosteza y levanta y estira los brazos rezongando... ¡Oh! No hay novedades, le dicen con desaliento. ¡Qué lástima! -Es cierto. Muy exacto, contestó Paloche, cuando no agregan la frase sacramental: ¡qué pavos están los diarios! -Y eso se produce porque tiene necesidad de vivir a saltos frenéticos, seguía Méndez con calor, porque quiere que le sirvan todos los días su dosis de hachís, para tener la cabeza llena de exhilarantes o turbulentas quimeras, la hermosa sultana irritable... Ya veo, seguía Méndez, que la asociación de ideas me ha llevado demasiado lejos. -No tanto contestó Paloche, me parece que Vd. está siempre en la sugestión. -Y ahora más que nunca. -¿Cómo así? Preguntó Méndez con curiosidad. -Sí mi doctor. Ha hablado Vd. de la prensa ¿no? -Eso es y le prevengo que es la reina y es necesario no tocarla. -¡Bah! Dijo Paloche mirándolo con extrañeza y caminando por la sala, ¡reina nunca! Se equivoca D. Carlos, porque la palabra escrita, libro o periódico es vasalla siempre... -¿Cómo? ¿Cómo? Replicó Méndez. -Cámara oscura, proseguía D. «Manuel, que va fijando imágenes y pasiones, buenas y malas con fulmínea rapidez, que hace por sí bien poca cosa y moriría como planta entristecida, el día que se olvidara de acoger los clamoreos de afuera... Vigoroso reflector lleno de deslumbramientos y nada más... Sugestionada casi siempre y dirigida por fuerzas que ella misma no conoce, capaz de sintetizar y revelar en un momento dado los dolores y los júbilos y los presagios y los presentimientos populares, ese anónimo profundo y arcano, que cuando aparece escrito ya hace mucho tiempo que rueda y desazona y martiriza las horas trabajadas de los que viven en los ranchos y en las pequeñas casas sin revocar. Yo reclamo doctor para los proletarios, para los parias que no saben escribir la prioridad en todos los grandes acontecimientos humanos, metamorfosis, catástrofes y redenciones, que son al principio instinto, después sensación, luego sentimiento, enseguida ignorados martirios, al fin inteligencia y palabra escrita y por último conquista. Por eso yo le decía que la palabra escrita presta homenaje y refleja siempre lo que hace tiempo se piensa y siente y sufre en medio de la oscura muchedumbre, que no se toma en cuenta. -¿Qué es lo que está Vd. diciendo? Interrumpió Méndez asombrado de ese original tipo de loco y de filósofo y procurando penetrar el involucro que rodeaba las palabras de Paloche. ¿Qué paradojas son esas? Explíquese Vd... -Lo que estoy diciendo, replicó enseguida D. Manuel ¿qué importancia puede tener? Yo soy un loco y vivo mártir de mis ideas terapéuticas ¿y estoy convencido que la medicación puede reducirse a una sola para todas las enfermedades? ¿Qué diría Vd. si yo le afirmara por ejemplo que las revoluciones no se decretan, ni la religiosa, ni la política, ni la literaria y que cuando aparecen escritas ya están hechas hace tiempo? ¿Dónde cree Vd., que empiezan? ¿En las alturas acaso? Eso sería pensar que la tiranía ama el esplendor y los coches de gala y los saraos de los grandes salones. ¿Es lógico esto? ¿Es humano? ¿Es lo que se ve en la historia? Nunca D. Carlos, nunca, seguía Paloche con vehemencia. La tiranía ama la sombra, lo esquivo, lo siniestramente tenebroso y necesita eso para mantenerse... por eso se ensaña en los barrios miserables, donde afrenta y escarnece y ultraja y abofetea a su antojo... ¿Son las casas ricas las que se deshonran primero? ¿Se derraman allí acaso las primeras lágrimas de rabia bajo el garrote que apalea sin piedad? ¿Quiénes son los que matan los primeros verdugos, los que empiezan la resistencia aislada sino esos pobres y oscuros desheredados que sufren las primeras humillaciones y elaboran en los secretos conciliábulos los gérmenes de la patria libre, que es un brutal instinto nativo? ¿Dirá después de esto, don Carlos, que es una paradoja afirmar que todas las revoluciones empiezan en las bajas capas sociales? -No alcanzaba su concepto, contestó Méndez. Ahora veo que Vd. tiene razón. -Y más le diré. Cuando Vd. vea en cualquier momento llegar la revolución hasta la palabra escrita afirme que la tiranía está en derrota y no se equivocará; porque el ozono la asfixia y la luz la incinera... pero para llegar hasta allí, ¡cuántos vejámenes! ¡Cuántos crímenes no revelados! ¡Cuánta sórdida lascivia y cuánta maldad! Y como de la política de todas las demás transformaciones. Supongo que Vd. no me dirá D. Carlos que el cristianismo ha sido propagado por los senadores romanos y que sus mártires han calzado coturno. Al contrario lo que yo he visto es que casi siempre las altas clases se oponen y luchan con las innovaciones, considerándolas peligrosas y malsanas, por qué tienen riquezas o autoridad que conservar, lo que las hace suspicaces y desconfiadas tanto más que la innovación es siempre iconoclasta y procede a veces con saltos vertiginosos. Tiene por esto en la entraña sacudimientos comprimidos y pavorosos, como sucede cuando se entrevee el peligro a lo lejos y no se conoce su magnitud. ¡Y sabe Vd. lo que acontece cuando algún rico, o sabio o príncipe o filosofo se pone atrevidamente a la cabeza de la muchedumbre en marcha! Al principio no se dan cuenta; después se sorprenden del extraño propósito y le miran con ojeriza y encono, como si hubieran sentido el dolor acerbo de un miembro de su organismo desgarrado. Luego lo tildan de maníaco, cuando no llueven sobre el clarovidente los epítetos de traidor o facineroso y le hacen pagar con el suplicio o la ergástula la temeraria osadía. -Historias viejas D. Manuel, interrumpió el médico. Los tiempos han cambiado y la civilización abre a las nuevas ideas bondadosamente sus brazos. -Será por eso, contestó Paloche con sorna y acrimonía que Vds. los intelectuales y los ricos enfrente de la revolución social que está contaminándoles el trono y carcomiendo los fundamentos de la sociedad decrépita entran ahora a los tugurios miserables y les ponen piso de tabla y cielo raso de yeso y llegan las damas con frazadas para él invierno y leche para los niños acostados y famélicos en las cunas sucias y revueltas. Será por eso pues que se ha decretado que los talleres tengan grandes ventanas y se llenen de los esplendores del sol y se ha resuelto que los obreros tengan músculos de acero y desaparezca la tisis y el cáncer que son producidos por las congojas y las miserias que no tienen término y se le ha dicho a Dios: hará Vd. en adelante que las minas estén a flor de tierra, que los arrozales estén secos, que el carbón y las miasmas de las usinas no penetren en los pulmones y no los enfermen, que los terrenos palúdicos sean vergeles y las emanaciones mefíticas de las poblaciones hacinadas en los conventillos sean tan poco nocivas y tan candorosas como el vaho perfumado que revienta de las campañas ubérrimas a través del cielo diáfano. Pero Sr. contestó el médico con gran tranquilidad, temiendo en D. Manuel algún impulso, los intelectuales y los ricos ya se han apercibido de las nuevas ideas. -Ya lo sé, contestó Paloche con violencia. Pero, ¿para qué? ¿Para encauzarlas acaso? ¿Para endulzar las pasiones enloquecidas? No señor, agregó levantando la voz, no señor. ¿Sabe Vd. lo que están haciendo? -Se han puesto enfrente de la revolución social para combatirla y para anonadarla y la destrozan con el plomo y la ultrajan con el patíbulo cuando salen a la calle sus espasmos, cuando las muchedumbres enloquecidas crean esa protesta que se llama asonada y arrojan esa violencia que se llama dinamita. -Esas síntesis siniestras que Vd. está haciendo, dijo Méndez severamente, implican graves acusaciones. ¿Serán entonces malvados los que tal hacen? -Lejos de mi ánimo D. Carlos, contestó Paloche pensar esa insensatez. Proceden así, porque no comprenden toda la filosofía de esos hechos, porque se admiran de ver surgir innominados que tienen en el corazón las tradiciones dolorosas de muchos siglos y porque lo que ellos piensan que son crímenes pueden ser fatales necesidades de los tiempos y lógicos derivados de la lucha y porque en una palabra como no son ellos los que hacen la revolución no entienden al principio sus instintos ni sus sensaciones, ni sus esperanzas porque después yo sé muy bien que más tarde los abanderados y los más gigantescos luchadores serán los intelectuales. -Me complazco mucho D. Manuel viéndolo hacer justicia a un gremio tan lleno de austera nobleza. -Por supuesto; pero... primero el pueblo, después el libro y por último alguna gloriosa conquista. Y fíjese Vd. D. Carlos: aquí mismo alrededor nuestro se está haciendo la transformación literaria. En estos suburbios y en cada casa pobre se está operando una completa metamorfosis del idioma y llenándose de ricos y exuberantes y pintorescos modismos, que han de ensanchar su órbita, como los círculos concéntricos, hasta invadirlo todo. ¿Es esta afirmación también una paradoja? ¿Ya no está nuestro idioma elaborándose entre los pobres? ¿No le parece a Vd. que habrá que tener mucho en cuenta esta tenebrosa y lenta y paulatina incubación para más tarde cuando ya se haya hecho sangre y conciencia universal en nosotros? Ya ve Vd. con cuánta razón yo le decía que la palabra escrita es muy a menudo influenciada por el fragor de las elaboraciones exteriores... -De todas maneras, interrumpió Méndez, estas excitaciones nerviosas, estas sugestiones recíprocas traen a veces verdaderas y grandes desventuras... Eso lo sabe Ud. muy bien. Así yo he visto épocas muy sombrías en que ha entrado la pobreza en todos los hogares y el desaliento transformarse en una tétrica desesperación y he oído tiros de suicidas por ahí en las plazas, o en las afueras. Entonces caminan aterrorizados todos, como si se tratara del caos. Miran a sus hijos temblando. Tal vez no habrá pan para el día de mañana; y a sus mujeres, esas espléndidas engalanadas de ayer, las ven ateridas de frío y de hambre entregar sus joyas y desnudarse con profunda tristeza de sus trajes de raso. ¿Y ellos? ¿Se imagina Vd. que contestan a la desgracia con el trabajo, con el ahorro, con el sacrificio de los placeres y con la virtud en todas sus formas? Se equivoca, si cree eso. Se sugestionan del espíritu revolucionario, que no arregla nada, de la conspiración que no arregla nada y del crimen, que mancha la sangre generosa derramada y carboniza la corona de los mártires juveniles... porque yo los he visto a esos batallones combatir con la espartana gallardía glorificando el error, el pecho abierto por la metralla, denodados, salvajemente botados a la muerte y apocalípticos de heroísmo. Carlos Méndez se había levantado de su asiento, como para despedirse, pero Paloche lo contuvo diciéndole: -No, mi amigo, todavía no ha probado Vd., su proposición primitiva. -¡Ah! Vd., no comprende todavía la razón de su fortuna actual porque a pesar de sus cuarenta y cinco años ha vivido soñando y más que yo a quien se tilda de visionario. Ha vivido entre los fantasmas imaginativos de la panacea universal y no se ha apercibido del apasionamiento con que la ciudad acoge las novedades, sin comprender tampoco lo exuberante de sus sensaciones... Vd. no ha visto que su risa colectiva es la carcajada, que su valor es lo temerario elevado a infinito, que sus sacrificios y sus resignaciones en la desgracia tienen el heroísmo de los ascetas, que sus derrotas le producen desalientos profundísimos y sus resurrecciones son algo así como el prodigioso reventar del sol en sus incendios deslumbradores detrás del nubarrón de la tormenta. ¿Y su alegría? Eso lo ha visto Vd. en las calles pues, transformada en bullanguera algazara, en la bacanal, y en los saturnales, mientras su ciencia es lo maravilloso y su verdad el milagro. Ahora comprende Vd. D. Manuel como a esta histérica caballeresca que no duerme, y tiembla estremecida en la exaltación de sus nervios puede el anónimo sugestionarle, todas las pasiones generosas y todas las depresiones... la gloria y el crimen. Bueno pues, eso es lo que ha sucedido con su poema que tenía la ventaja de llevar la firma de un hombre, rodeado de cierta aureola misteriosa de mago y de alquimista. -No. Permítame, dijo Paloche poniéndose muy serio. Eso es negar la evidencia. Yo le puedo presentar mil casos curados con mi maravilloso sistema terapéutico. Inaceptables, doctor inaceptables sus conclusiones, repetía paseando de un lado a otro... -Lo emplazo, D. Manuel. Un mes, dos, no sé cuántos... pero esa ciudad se va a ir alejando de su casa, hasta olvidarlo abandonado y solo... porque además es variable y movediza y caprichosa. Cuando Méndez salió, D. Manuel pensó en él con mucha lástima. Era un inconvencible con talento pero lleno de ideas preconcebidas. Negar las ventajas de su terapéutica volvía a repetirse a solas, era negar la evidencia. Se sentó después en un amplio sillón de terciopelo y tuvo entonces alegres alucinaciones. Un carro triunfal, áureas las paredes laterales, festoneado de la hoja de laurel, cincelados los bordes de eximias miniaturas, pulidas y artísticas narradoras de todas sus glorias, el carro pequeño y bajo, arrastrado en el ímpetu de la carrera por el corcel demoniaco de los valles Macedónicos en medio de las estrofas hímnicas de Píndaro. Su nombre repetido entre el dilatado aplauso, entre el aplauso fragoroso de las multitudes, que se apoderaban frenéticos de sus triunfos para grabarlos en el Panteón de las glorias nacionales en frase lapidaria. ¡Precursor y genio arrebatado al empíreo! Su hija, la joven princesa, la diadema brillante salpicando de luz la renegrida cabellera desde el solio real, cobijada bajo el dosel de púrpura extendiendo su mano para arrojar dádivas sobre la turba arrodillada. Y él... el rey bondadoso colocando la mano santa sobre la humanidad enferma, gigantesco estremecedor de las moléculas moribundas, transformando la sollozante cadencia de la elegía en los alaridos de la resurrección. Creador de la panacea lo iban saludando esa noche todos los sabios envueltos en el marmóreo paludamento inmortal. Eran los bienhechores del hombre, los sacrificados de todos los siglos, esos melancólicos presentidores del futuro, a quienes el presente hace pagar caro la genial audacia los que arrojaban palmas en su camino. Se sentía D. Manuel, en medio de la altisonante laudatoria, acometido de la cretificación. Su sangre se había detenido, perdidos los rojos matices, invadida por alabastrinas cristalizaciones. La masa de sus músculos inmóvil y petrificada y su piel alba de mármol. Todo su cuerpo de titánica elevación enhiesto sobre el mundo, la mano enorme extendida en actitud de bendecir entraban desde esa noche en el templo magnificente de la eterna vida duradera a pesar de la lima fatídica de los tiempos... - VIII - Mater dolorosa! El cuarto pobre de techo fugitivo tuvo durante un mes henchida su alma de las notas ingenuas del cariño y sonó en su ambiente la máquina de coser que movía con el pie María, la de los ojos negros y sonrisas primaverales en la tez... Hablaban mucho tiempo, como si supieran que pronto iban a separarse... La vieja, con esa sencillez de las narraciones sublimes de su tiempo pasado, cuando encontró en el mundo a su hombre y cuando trabajando noche y día le ayudaba a ganar el pan para los hijos... Hablaba de la hija, su dulce compañera, muerta así de ese modo y de Genaro, a quien tanto quería, porque tanto la hacía sufrir, porque Teresa sabía muy bien lo que cuesta perder esos muchachos, que escriben con nuestra sangre, cada minuto que pasa en las fibras del corazón la historia de las supremas y deliciosas dulzuras. Había reticencias y lágrimas y silencios llenos del tiquitac de la máquina en aquellos íntimos coloquios y cantos cuyas estrofas tenían los giros juguetones de la alegría de los chicos... Era tu voz melodiosa ¡oh María! Que traía consuelos de amor en sus arpegios para aquella pobrecita alma desventurada... cuando tú misma no entrabas sin sentir en el páramo melancólico de tus cariños, en medio de la muerta naturaleza, sin aguas frescas y cristalinas que aplacaran la sed de tu espíritu agitado en la esperanza que se iba perdiendo cada vez más. Entonces, sentada al lado de la máquina, las ruedas giraban zumbando en el movimiento vertiginoso y la aguja brillante se veía subir y bajar rápida rápida... mientras ella recogía hacia su regazo la costura, comprimiéndola y haciéndola resbalar con su mano derecha apoyada en la plataforma. Era imposible: los átomos, del cuerpo envejecido de Teresa debían caer marchitos. Su tez rojiza y tostada en el frío acre y en el sol que curte la piel con matices de cobre viejo empezaron a tener palideces enfermizas y sus ojos a reflejar las vaguedades de las miradas moribundas. Todo su cuerpo lánguido y encorvado describía caminando apoyado sobre un bastón las salutaciones con que los peregrinos fatigados se inclinan ante la tierra prometida que va llegando... Se sentaba a veces afuera a tomar sol y solía acariciar a los chicos, que corrían por el patio, mientras pasaban saludándola con la gorra en la mano los obreros, que la veían morir. Había adquirido poco a poco en toda su persona la aureola luminosa que dejan los martirios prolongados, cuando se saturan de plegarias en la resignación de todos los días y era una de esas viejas a quienes las madres suelen llevar los hijos para que los bendigan. Esa tarde, a pesar de la estación, estaba el cielo frío y ceniciento a trechos en la aparente y solemne tranquilidad de la atmósfera. Se veían pasar en lo alto nubes oscuras y largas y copos blancos y espesos detrás, con franjas luminosas de caprichosa forma, que dejaban transparentar más allá de la trama polícroma multitud de fragmentos azules en abigarrados rasgos y zonas de cuyos bordes caían albos celajes en tenues diseminaciones. Parecían bizarros fantasmas acostados sobre gigantescos lechos de nieve llenos de sombras grises y tocas y colgajos de negros crespones caminando apresurados, como enigmas en marcha, mientras en el poniente se percibían más lejos que los cortinajes movedizos las reverberaciones de los resplandores del sol. A esa hora sintió Teresa un dolor agudo en el pecho. Sentada en su silla de paja del rincón, dobló su cabeza sobre el seno de la muchacha que estaba a su lado de pie y movía su abanico de papel suavemente delante de su rostro de arriba abajo... -Siento una cosa aquí, dijo Teresa con voz débil y señaló el corazón, una angustia como si me fuera a morir. -No piense en eso, mamá, contestó María; ahora viene el doctor, que la quiere tanto y la salvará... -Qué buena eres... qué buenos son todos conmigo... cuánta gratitud tengo para don Carlos, que ha venido tantas veces... Ya no pudo continuar. Su respiración se hizo más frecuente y una sombra violácea se extendió por su rostro. En el silencio interrumpido por aquel aliento fatigado y por el crujir leve del abanico empezó a ponerse el aire oscuro y más helado -la noche prematura del mal tiempo que da grima y tristezas y sorprende a las casas sin luz... Se sintieron gotas gruesas que hacían sonar el techo de zinc aquí y allá, y después un murmullo como cuchicheo de notas metálicas que se chocaran arriba, y aquello fue haciéndose cada vez más recio, hasta que se transformó en un bramido prolongado, lleno de quejidos lastimeros, como resonancias extrañas que se fueran encadenando sin interrupción y rodaran en remolino de arriba abajo. Y se oía el chapoteo del agua que caía de los techos y el estruendo de los borbotones que saltaban de los caños y se adivinaban los rumores impetuosos de la marejada de la calle. De cuando en cuando estallaban truenos y fulguraban relámpagos, iluminando aquel grupo divino de martirio -aquel ángel de religión filial en la sonrisa temprana de sus quince años y la anciana que dilataba sus pupilas ansiosas hacia la puerta, como si aquellas miradas fueran llevando para sus hijos, que estaban tan lejos, las últimas estrofas enamoradas de su alma... Cuando Carlos Méndez entró destilando agua de sus ropas empapadas, habíase poco a poco ido callando el fragor de la lluvia -y cuando pudo prender la vela de sebo, de grueso pabilo y punta negra, se acercó al grupo, dejando el sombrero sobre la cama. Tenía arrugado el ceño y aquella nube sombría que el dolor de los demás había grabado sobre su frente de médico. Miró fijo, y mucho a la enferma, hizo preguntas minuciosas, tocó la frente y las mejillas de Teresa, sacó el reloj, y al contar las respiraciones y el pulso, su mano izquierda temblaba, como si tuviera miedo. Acercó su oído al corazón... Allí estuvo un gran rato solo, los ojos cerrados -con la víscera roja, que palpitaba soplando en el cansancio de la carrera, como si quisiera huir del pecho, para acostarse de una vez a dormir en el cielo, donde no van sino los que han sufrido... Pensó Méndez entonces cuánto mar de congojas no habría pasado a torrentes flagelando aquellas válvulas que ya tenían puntas y bordes de granito y úlceras y desgarraduras de sus cuerdas. -No la despiertes, María, dijo en voz baja; ¡ojalá este sueño tan tranquilo concluya en la eternidad!... ¡Oh mater misérrima ! Iba meditando Carlos al salir que has empezado tan temprano tú misma a preparar la piedra de tu sepulcro ¡y ha llenado de fragmentos calcáreos tu corazón hinchado y empedernido en la brega salvaje de la existencia! ¡Qué notas quejumbrosas, qué arrullos de tórtolas enamoradas a quienes se les arrebata el nido; qué odisea de hondos pesares vas cantando, desdichada cítara de púrpura, al romperte! Oyó Méndez los pasos de un hombre por la vereda de su casa, de un hombre que de repente se paraba a escuchar. -¿Quién es? ¿Quién va? Dijo acercándose. -Yo, señor, Genaro. Venía a saber si mamá estaba tan mal. -Muy mal, contestó el médico. -¿Ya no hay esperanzas? -No hay. -Muere del corazón, ¿no es cierto? Gritó Genaro. -Sí. Muere del corazón. -Ya lo sabía... a ella se lo ha roto la desgracia, pero a mí ¡ah, no, no! -¿Qué estás murmurando, Genaro? ¿Por qué no te pierdes de aquí para siempre? -Parece que Vd. no me conociera, señor. -Lo suficiente te conozco para temer por ti y por otros. -Pero Vd. no sabe entonces: hace un mes que yo camino de noche por aquí... porque yo tenía que cuidar el conventillo, donde está mamá y María, ¿entiende Vd.?... y rondar estas casas, Vd. sabe que ese Enrique, ese miserable anda por aquí siempre buscando mujeres... la otra noche le decía a una que lo dejara entrar, y si no lo he muerto ha sido por mamá... porque no le quería dar más disgustos a esa pobre vieja... pero ahora es otra cosa... -¿Qué dices, Genaro? Tú estás meditando un crimen para esta noche. Yo soy tu patrón ahora más que nunca... te ordeno que te retires, y avanzó Méndez con el brazo rígido y el índice lejos, fascinándolo con las vibraciones profundas de su voz de metal. -Discúlpeme, señor... si supiera todo el cariño que yo le tengo... y a todos los suyos... la otra noche vi pasar a su niña que iba a casa de la abuela... ¡qué linda estaba con su gorra de terciopelo azul apretadita contra la mejilla! Yo salí de la zanja todo sucio de tierra: quería abrazarla y decirle que yo la había llevado en mis brazos cuando era más chiquita, y que en estas noches de frío yo la cuidaba, hasta tener miedo que estuviera enferma si la oía llorar... yo le hubiera besado su vestidito de paño con lágrimas... porque tiene una alma bendita de santa generosa y buena. -¡Ojalá puedas ser feliz, Genaro! Vete, vete... -Pero no pude, señor, porque me flaquearon las piernas y me puse a sollozar con todo el pecho y con la cara revuelta en el polvo para que no se asustara... Y a Vd., doctor, que la ha cuidado y ayudado a mamá... le pido permiso... quiero besar su mano benéfica -y arrastrándose sobre las rodillas, puso sus labios secos sobre el dorso de la mano de Carlos Méndez... y le seguía diciendo: María va a quedar sola; dígale eso a la niña Dolores y se retiró hacia el conventillo. Méndez que había levantado el llamador de bronce, quedó así un momento, mirando aquella pasión dolorosa que se perdía en la noche lóbrega. En el conventillo después de la lluvia, se vieron salir las gentes apuradas y arrimarse al cuarto de Teresa. Iban llegando debajo de las gotas que caían todavía de los techos aquí y allá, mientras el farol reflejaba su luz sucia en los pequeños charcos del patio. En eso que se habían juntado frente a la puerta, sintieron que alguien con resolución violenta los separaba, abriéndose camino. Genaro entró, erguida la persona y fue como a caer de bruces a los píes de la vieja cubriéndole de besos el ruedo del vestido negro. Se levantó; la miró de arriba abajo, le tocó en medio de aquel terror de silencio la cara, los brazos; todo el cuerpo -aquel cuerpo inerte que dormía, temblando, como una grande ala abatida por la angustia. Genaro la abrazó. La pobre enferma, con los ojos entreabiertos, se hamacaba aquí y allá, suavemente mecida por las manos del hijo, dócil y resignada, como si su corazón -en la penumbra que estaba por terminar en el cielo- sintiera las ondulaciones de aquella cuna de amor y de muerte. Ni una sola palabra, ningún ruido profano en la media luz, de aquel cuarto, ni las tiernas endechas siquiera que se ciernen en los dormitorios, como doseles de pasión... nada interrumpía el crujir cadencioso del abanico de papel, la respiración cada vez más lenta de Teresa y el vaivén de aquellos brazos ásperos que habían encontrado roces suavísimos, de terciopelo y ternuras infantiles para la madre moribunda. Genaro rodeó su cuello y atrajo la blanca cabeza. Entonces ¡Dios santo de las penas infinitas! Fueron lágrimas y a raudales más lágrimas las que cayeron sobre las canas venerables, como si se hubiera roto de repente el broche de oro, que tenía cerrada la copa de su alma, y las ondas de amargura brotaron de los ojos fuera con los rayos oscuros de sus pupilas de tristezas, por aquel camino de las miradas de amor. Ni un sollozo, ni un grito, ni un espasmo en aquel supremo y lúgubre silencio, porque no había inteligencia allí sino para sufrir -mientras seguía cada vez más lento y apacible vagando todo su cuerpo en la ondulación de aquella hamaca formada por lo brazos del hijo y ella había abandonado sobre el pecho de Genaro su efigie de muerta, que temblaba con las palpitaciones de aquel gran corazón dolorido. Cuando Genaro salió afuera vio llegar el sacerdote que traía el Viático. Entonces apuró sus amarguras, entrando en las tinieblas le su última noche. Caminó por el barro de los pantanos, azotado el rostro por los hilos de agua que el viento desprendía de las ramas, viendo inclinarse las copas de los eucaliptus como cimeras altísimas de abundoso y negro plumaje. Escuchó los tañidos lejanos del viento, las esquilas gemebundas con que este suele perderse por los callejones de las quintas y los murmullos bulliciosos de hojas, alambres y ramas, donde se fracturan y acentúan los sonidos que aquel suscita en su correr por el espacio. Entonces ya el cielo se había cubierto de estrellas y los riachos cenagosos de las zanjas iban descendiendo y murmurando hacia los bañados, como si corrieran con ellos todos los ecos de la lluvia a desvanecerse lejos en el gran mar de los horizontes azules. Sus movimientos eran recios y su andar decidido, como quien había conquistado después de aquella muerte el derecho a terminar. Seguía caminando envuelto en el disco bravío de cóleras de su odio gigantesco y sacaba de repente el puñal que dividía zumbando y chispeando aquella lobreguez funeraria. Se sentía como si no tuviera articulaciones, como si marchara rígido en aquel antro inconmensurable y bellaco de su existencia, a guisa de fantasma que hubiera perdido en el camino todas sus carnes. Le parecía tener un agudo madero que le atravesaba el cuerpo lleno de esquirlas desiguales que le daban de repente en el pecho feroces cimbronazos, como si aquella su cruz de martirio hiciera mover su espantable silueta, arrebatada en la furia loca de sus ímpetus homicidas. Tenía la piel arañada con aguijones de sina sina y las piernas destilando gotas de sangre con pruritos y desazones de ortigales y abrojos... No importa: esa noche vivió de la memoria de aquel Enrique lúbrico y era torva su mirada en la amenaza, mientras taladraban su fantasía densos turbiones con tropeles de espectros galopando, como visiones apocalípticas de exterminio. Así, mientras en el conventillo rezaban el rosario las sencillas gentes arrodilladas a uno y otro lado del cajón de pino sin cepillar, se vio girar muchas veces alrededor de las casas su figura tétrica, que se detenía con singular pertinacia, como si quisiera encontrar por allí el enemigo, en cuyo recuerdo venía hundiendo la mano armada hacía tiempo. La aurora lo sorprendió lejos de las poblaciones en esa mañana estival de octubre, marchando entre los rayos de oro del sol hacia un punto solo, como fascinado por alguna escena emocionante que se produjera muy lejos. Allí estaba él entre aquellas sonrisas de la primavera que hacen pensar en las alegrías de los átomos, que se despiertan para la evolución fecunda, en medio del gran poema que se estaba escribiendo en honor de la vida que resurge de los inviernos estériles y soñolientos. «Allí estaba Genaro escribiendo él también en su camino con buril de acero templado en el libro de las energías heladas e indomables la nenia estridente y lúgubre de la tragedia, al lado de las primeras estrofas divinales que el éter irradia en la naturaleza, la flor exhala y el ave canta...» - IX - Tragedia Carlos Méndez, esa noche, cuando Genaro hubo desaparecido, se dirigió bruscamente a la casa de Valverde. Este sentado en su estudio no movió un músculo cuando lo vio llegar, como si lo hubiera estado esperando. -Ha podido Vd. hacerse anunciar, dijo sin moverse de su asiento. -Yo no hago eso cuando entro a casa de galeotes. -Magnífico el exordio, contestó glacial el otro; espero el final de la oración. -El final no va a estar en mis palabras, sino en su deshonra y en su muerte... -Pero vamos a cuentas; ¿qué ha venido usted a hacer aquí? -Yo interrogo, señor Valverde, contestó Méndez impetuoso. -No en mi casa, señor... -Esta no es casa, es una zahúrda y el rostro de Méndez había adquirido una espantosa lobreguez... usted ha vivido siempre entre la ironía malvada, llenando de sordos rencores y de amarguras la vida de los que han tenido contacto con usted. -Yo soy un observador, señor Méndez, no tengo prismas, ni cataratas como usted... -Pero ha violado sus juramentos, sirviéndose de su profesión para el crimen. Ha visitado a Paloche llamado por ese desventurado para asistir a la señora y lo ha deshonrado; no ha tenido respeto por la pobreza de espíritu y manchado la ingenuidad. -¿Y Vd. qué ha hecho mejor que yo? Dijo Enrique. Ha marchado de hocico, buscando ramas y hojas secas para hacer el nido y procrear desventurados con las alas rotas por la desgracia mohíno y rezongón en vez de erguirse sobre ellas y caminar austero y solitario, sin mendigar puntos de apoyo. Puede ser que estas cosas infernales que tengo adentro den las notas estridentes del mal, pero yo me he parado en medio de la deshecha tormenta y amenazado al cielo con el puño, concitándolo a que me fulminara; yo he tenido la soberbia ruda, mientras Vd. ha vivido entre los deliquios de las indecisiones, se ha dividido la frente azuzado por las cobardías del suicidio, y ha caído en las degeneraciones del sentimentalismo híbrido. -Oh si todo eso... porque yo soy un gran arrepentido, interrumpió Méndez, alto su rostro lleno de esplendor varonil -y es mejor reconquistar la virtud que traerla desde la niñez y porque yo la he subyugado así con la sangre de mi cuerpo y en cualquier momento en que la deshonra quisiera llegar a batir sus alas negras en la puerta de mi hogar que no tiene más mengua que haber sido mencionado por Vd. en este momento yo sabría quitarme la vida veinte veces antes... con esta pistola, ve Vd... ¡Eh! No tenga miedo porque yo voy a tirarla sobre su escritorio para que se fracture el cráneo do un tiro -y fue el arma rodando con sus dos cañones oscuros- porque yo quiero evitar un nuevo crimen, seguía Méndez turbulenta la tez y temblándole ronca la palabra... Genaro que era un corazón, lleno de todos los esplendores de la alegría y que había hecho a su manera una sombría y profunda religión de la memoria del padre, ha muerto a Santa de una puñalada... -Ya lo sé ¿y qué me importa? Contestó Enrique con tono agrio... ¿Vd. cree que yo puedo dejar de precipitarme dentro del ímpetu de la pasión que me arrastra? Dígale Vd. al borracho que no beba y al jugador que ha derrumbado su casa que no arrastre a la madre de las greñas desmayada a bofetadas por el pavimento y no robe del cofre los últimos pesos mugrientos y dígale Vd. al ateo que no mire de soslayo y no apuñalee cada cinco minutos la idea de Dios... -Pero Vd. ha transformado el pecho de Genaro en una cripta siniestra que va y viene agitada por los huracanes de la venganza... cuidado con sus noches, porque es posible que en la tiniebla esté girando la punta aguda de un puñal. -¿Qué me importa? Yo sigo mi camino y no le consiento a nadie el derecho de detenerme. -Sí, dijo Méndez, arrimándose los paños crispados al escritorio, yo voy a pedirle cuenta de sus procederes... porque Vd. ha transformado su profesión en un lodazal, donde vienen a hozar y a revolcarse los cerdos de todos los chiqueros y porque los hermanos de una gran familia sienten también salpicarse la frente del barro sucio de la ignominia de cualquiera de ellos. Vd. ha podido enlodar su apellido, pero ha debido dejar en paz siquiera la aureola luminosa de nobleza de su profesión. -Hasta ahora, he escuchado su sermón -repuso Enrique con su tono glacial, escandiendo una a una las palabras- pero ya va siendo demasiado largo; tenga Vd. la bondad de retirarse... -Es claro, -interrumpió Carlos -ya es de noche... Vd. necesita salir fuera, a seducir alguna otra mujer, tenebroso como los murciélagos... pero ese diploma suyo, que tiene las aseveraciones de la honra sin tacha y que lo armó caballero, está mal en sus manos miserables... y lo arrancó de la pared Méndez con violencia y tomándolo de los dos lados más cortos del rectángulo sobre su rodilla derecha levantada lo hizo pedazos, saltando las astillas de la madera y brillando a chispazos el vidrio hecho añicos, para desgarrar enseguida el pergamino, cuyos arambeles deshilachados empezaron a volar por la ventana. Luego se acercó Méndez más todavía -a una cuarta- con los ojos revueltos en las sombras terribles del furor y dominando la fría impasibilidad de Valverde le dijo a gritos, con palabras que saltaban a trozos de su garganta: Esa pistola yo se la he traído... escuche, no baje los ojos... -Yo nunca he bajado los ojos, apóstol de cartón, contestó Valverde. -Para que Vd. se suicide, seguía Méndez... porque Genaro es el hijo del corazón de todas mis gratitudes y yo quiero salvarlo, y si por culpa suya lo encajan en una mazmorra porque él lo va a destrozar a Vd. en lucha hidalga... escuche, le repito, escuche... Valverde se puso lívido. Parecía que durante esos rápidos minutos de la escena violenta hubiera querido contener su enojo y mientras Carlos le decía: «y si mi chiquita se enferma entonces yo voy a desclavar la caja que guarde todas las turpitudes de su cuerpo y la voy a arrojar a los huecos dentro de la líquida y verdosa podredumbre para que alimenten su desazonada y fugitiva flacura los mastines que echan a puntapiés de las casas». Aquel aferró la pistola, aplanándola sobre el pecho de Carlos... En ese momento se oyeron las esquilas de la campana, que acompañaba al sacerdote, que traía el Viático para Teresa. Este caminaba adelante envolviendo en la capa roja al Santísimo y pasó cerca de la ventana iluminada del estudio de Enrique. Rezaba con la cabeza agachada mientras detrás de él de dos en dos seguían los pobres con el sombrero en la mano y las mujeres envuelta la cabeza en sus negros rebozos. Todos marchaban en el lúgubre cortejo rezando en voz alta y la cantinela llegaba hasta el cuarto como un largo rezongo lleno de lamentos, mientras los faroles que cada uno llevaba se movían a un lado y otro entre los tañidos de la campana que no cesaban, arrojando al piso de tierra las oscilaciones de sus haces mortecinos. Poco a poco se fueron alejando en la tiniebla las luces, que parecían al fin puntos luminosos y se desvanecieron los murmullos de la plegaria en el hondo silencio del barrio solitario. Los dos hombres siguieron mirándose todavía un rato... Méndez, intrépido, Valverde satánico y frío, mudos los dos en medio de aquel ambiente siniestramente sosegado y salvados tal vez del crimen por la piadosa romería, hasta que Carlos sacudió sus hombros fieramente y a lento paso se fue retirando hacia su casa. Valverde acarició la pistola, levantándola, como para hacer fuego poseído de una terrible resolución, pero enseguida la arrojó sobre el escritorio exclamando: -¡Bah! Yo no soy un homicida. ¡Estos virtuosos! ¡Qué majaderos son! Decrépitos aristarcos, siguió en su soliloquio pensando, se creen con el derecho de ser apóstoles y sacerdotes... Más valdría se ocupasen de cuidar la virtud en sus casas... Porque al fin el peligro no está en que los extraños hagan mal, sino en que sin sentir se le llene a ellos la frente de sustancia córnea... y ellas no se hacen esperar para hacerlo siquiera sea virtualmente... Yo estoy seguro de lo que pienso, y ¿cuál de ellos no ha corrido riesgo alguna vez?... Pueden encerrarlas y circuirlas en la zona tenebrosa y sombría de los celos; pueden atarlas, vigilarlas o impedirles que salgan... Si muchas no delinquen es porque falta ocasión o tienen miedo... Pero... y el pensamiento, ¿quién lo aherroja cuando desata fuera sus curiosidades pecaminosas?... Mucho cuidado, Dr. Méndez... ¿Se imagina Vd. que mi diploma es peor que el suyo manchado de sangre cobarde y que en esta bilis revuelta y agria de mi carácter quepa la afrenta?... Cuidado... porque puede ser que yo le muerda el talón con mi púa venenosa... ¡Qué tipos singulares! A cada vuelta de esquina le sale a Vd. un tata que quiere imponer opinión y torcerlo en su camino... como si lo que ellos piensan fuera lo mejor y la manera como ellos viven lo más perfecto... Así se establecen las intolerancias y los crímenes sectarios, por esto, de que al vecino no se le ha de dejar tranquilo nunca. -¡Uf! Basta de filosofías... Enrique escribió a dos amigos suyos esta breve esquela: «Habiendo recibido grave ofensa del Dr. Carlos Méndez, se servirán pedirle una amplia reparación por las armas». Se batieron al día siguiente en ese valle plomizo del bañado de Flores... Fue un brutal cuarto de hora. Zumbaba el aire dividido por los recios mandobles y saltaban chispas en el choque de las espadas. Méndez impetuoso, Enrique siniestro y frío. Arremetían, rechinando el hierro al resbalar sobre el del adversario, y veíase girar y describir curvas y líneas quebradas, círculos y espirales con inaudita violencia. Eran anhelantes respiraciones y gritos roncos y sofocados los de aquellos cuerpos, que se azotaban el uno sobre el otro y saltos atrás en la línea recta de la guardia, la mirada palpitante de roja cólera. Méndez gigantesco, levantado su cuerpo, leonino en la generosa embestida, echaba de arriba abajo la espada, brincando en su antebrazo la robusta musculatura, el otro pequeño, arrugándose, lívido, astuto, acechando con el espionaje homicida la abertura para llegarle al corazón. Con rabias sordas, manifestadas en el brusco crisparse de la frente y en la tiniebla que cruza el rostro de los combatientes. Con temerario desprecio, sin ceder campo, llenos de altanera insolencia, parando y precipitándose a fondo, en medio del retumbar de los hierros, entre los rayos de luz rápidos de los cimbronazos de la punta. No se habían herido. Descansaron un momento. Después otra vez recomenzó el duelo... Valverde al rato, en un rápido desenganche, metió la punta de la espada en la muñeca de Carlos... Una venda de sangre cayó sobre los ojos de éste. Fue como un huracán de furor... Perdió la conciencia... Un espantoso salto de tigre. Sus dos manos habían comprimido la garganta del adversario derribándolo con manchas de sangre en su rostro. Cuando los padrinos los separaron, Carlos los miró atónito. Levantaba en alto el puño escarlata de grumos cuajados, amenazador y mudo... Valverde, con su risa sardónica de siempre, al alejarse en su coche decía a los amigos: -He derrotado al virtuoso y he puesto a la lógica fuera de combate, y sigan creyendo después de esto en el derecho... ¡Bah! ¡Sonseras! Al llegar la noche, se sintieron en el barrio venir de lejos, los pasos de dos hombres que se acercaban cautelosos y ecos que se perdían y se repetían como si caminaran por ambas aceras. Oyéronse dos tiros y los hombres se fueron el uno contra el otro, frenéticos, con voces agrias y blasfemias y amenazas de muerte. Llegaron bajo el farol de la esquina, donde se levantaba la casa de Paloche y se tomaron de los brazos forcejeando en aquella siniestra penumbra, mientras lejos, lejos estaba el barrio envuelto en un negro manto de sombras. Tenían gritos estridentes y bufidos y se tambaleaban lejos en la lucha gigantesca y volvían con formidables arremetidas y la palabra: «¡puerco! ¡Puerco!» Estallaban por todas partes, como si fuera la síntesis de todos los odios. Genaro en mangas de camisa y Enrique Valverde seguían debajo del farol el combate bravío y se arremolinaban erguidos con ojos feroces y secos estampidos de puñetazos, hasta que el cochero consiguió derribar al adversario, oprimiéndole las rodillas sobre el pecho... -Tú has deshonrado mi casa, le decía jadeante en la cara. Le has levantado el vestido a mi hermana. Sos un canalla... -¡Miserable! Gritaba Enrique, bregando por desasirse. Tú lo has herido a D. Carlos y has hecho morir a mi madre. ¿Qué entiendes de eso? ¡Asesino! Yo no entiendo, ¡no! ¡Yo no tengo corazón ni familia, yo no quiero a mi madre! ¡Eso es lo que querés decir! Yo soy una bestia feroz y un perro pulguiento, a quien has creído, castigar esta noche. -Dejá levantarme, y verás, respondió Enrique, enloquecido de furor. No me importa la vida... -Y después nuestras hermanas, continuaba Genaro implacable, pobres criaturas que viven en la miseria y tienen callos en las manos... esas son del primer canalla con guantes, que se asoma a la puerta del conventillo. Enrique arañaba la tierra y se retorcía como un titán con todas las palideces y las palabras de la cólera. -¡Cobarde! ¡Cobarde! -Eso no... Me has querido matar, tirándome dos tiros y yo te he vencido... Vos sí, que sos un bellaco y un vil... esperabas para entrar a mi casa que yo estuviese sobre el coche del patrón, lejos de aquí y que la pobre vieja fuera al mercado por la mañana... entonces te metías como un ladrón. -No me importa la vida... gritaba Valverde, pero dejame un momento para exterminarte y contigo a toda la virtud hipócrita. -¡No! ¡No! Hace tiempo que te sigo... pero si yo estuviese abajo como estás vos, ya te habría alcanzado esto para que acabaras de una vez... y sacó de la cintura el puñal de mango de níquel bruñido... porque cuando me arrastraba de noche espiando tus pasos, hecho todo entero un duende terrible y dolorido, y me escondía en las zanjas y me rajaba las carnes, disparando a través de las moras y de las ortigas, vos te sonreías aquí mismo, enamorando mujeres... y venías ahora a una cita con alguna loca... y levantó Genaro y bajó el puñal rápido, rápido, ¡puñaladas! ¡Puñaladas!... y el moribundo dio sacudidas pronunciando palabras entrecortadas: «-¡Estás matando... a un... muerto... animal!...» ¡y oyose un prolongado estertor de agonía y después el eterno silencio!... Todos habían contemplado en la casa de Méndez la horrenda escena. Este con el brazo en cabestrillo paseaba de un lado a otro del comedor con violencia. En el dormitorio Dolores había acostado a la chiquita de los cuentos en medio de las penumbras y le cantaba al oído en voz tan baja que era casi un murmullo una tierna canción, llena de dulzura, con los labios cerca de la frente de la niña y los ojos oscuros abiertos para mirarla dormirse. Esta inquieta al principio con la mirada atónita, parecía tener miedo de esa extraña sensación de ausencia de la vida que se iba apoderando de su cuerpo, hasta que cerró los párpados, cuyos bordes dibujaron una negra curva y se quedó inmóvil. En puntitas de pie llegó Dolores al cuarto de vestir, donde Catalina Méndez rezaba, arrodillada sobre el reclinatorio. Repetían las dos, al unisón la plegaria, como si fuera una letanía que se oyera de lejos... ¡Dios del dolor! ¡Majestad de los cielos! ¡Magnificencia increada y anhelo sobrehumano del espíritu! Perdona a los desventurados, que delinquen en medio de las congojas... a las pobres pasiones martirizadas, que nutren sus tormentos, con los átomos tenebrosos de la deshonra... a los que nacen con los gérmenes del mal, siniestros desheredados desde las cunas, impotentes luchadores contra su garra gigantesca, botados para siempre a la muerte moral... ¡Perdónalos Señor! Porque tú has tenido en tu camino al Calvario sangre en los pies, heridos en las esquirlas del sendero áspero y con la frente de luz has bendecido tus llagas y santificado el sufrimiento... a los que sangre derraman en la vida... ¡perdónalos Señor!... ¡Porque caíste agobiado bajo la cruz, como el hombre en la existencia bajo las vastas y hondas y melancólicas soledades del desaliento, ten piedad de esos mártires intelectuales, que viven dentro de las torturas de las dudas perennes, espíritus exquisitos, que anhelan con desordenado ímpetu la tranquilidad y el sosiego de la fe, perdida para siempre!... ¡Bendice la bohardilla, Señor, donde viven los pobres con los pies escarchados y sea tu mano la caricia tibia que consuele y caliente el cuerpo enflaquecido que tirita y no duerme... la bohardilla que abre la ventana oscura y helada, tan cerca de los rayos benéficos de tu sol!... Allí viven entristecidas y mustias, la efigie contraída, muchas almas divinales, de esas que tú señalas en la frente con las estigmas de los creadores, artistas que dilatan los horizontes humanos hacia las cosas infinitas... ¡que no perezcan, esos gloriosos moribundos!... ¡tengan calor de chimeneas y pan y esperanzas y besos y senos tibios y blandos de madres!... porque ellos sienten más intensa y más profunda que los demás la dolorosa intuición de la felicidad sobre la tierra... ¡que surjan al fin, Señor! Fuera de la sombra despedazada, la cabeza nazarena coronada de espinas, ebria de alegrías celestiales, porque como tú entregan la vida para la redención del espíritu... ¡Dios de bondad, azotado en tu camino por el escarnio de las muchedumbres, resignado y sublime! ¡Extiende tus alas sobre el tugurio miserable, en cuyo piso de tierra juegan los niños en medio del hambre y del andrajo! Cierne tu divina persona sobre sus cabecitas inquietas y dilata en el ambiente lóbrego y frío la mansedumbre infinita de tu pupila azul... Así vivirán dentro de tu gloria y podrán continuar siendo niños a pesar de ser tan pobres y seguirán mucho tiempo el tripudio inconsciente, sin que el dolor apesadumbre las almitas precoces... ¡Oh Jesús! Porque tuviste tristezas hasta la muerte... cuando llegue la miseria a nuestras casas y desaparezcan las joyas y los ricos muebles y veamos salir con silenciosa consternación los recuerdos de la familia -esas sollozantes idolatrías del corazón- a perderse para siempre entre las baratijas de usureros mercenarios... ¡oh! ¡Entonces! ¡Si vuelven las reminiscencias de las horas felices a golpear con sus alegres notas la puerta de nuestros sucuchos, seamos tan fuertes y magnánimos como tu pasión! Haya esperanzas y lejanas alboradas y plegarias y fe... ¡Bendice al pueblo, Señor! Que es todo sentimiento y marcha como extraviado a través del tiempo. No tiene la culpa del crimen que comete, seducida su alma ingenua por la perversidad, agachado el torso en el rudo trabajo de todos los días. Es holocausto que ofrecemos en las horas de peligro y víctima generosa que entrega su corazón en las batallas, y fresca primicia juvenil que arrojamos a las fauces devoradoras de la guerra... ¡Bendícelo, Señor porque no tiene goces, ni sol, ni lumbre en los días yertos! ¡Esos sacrificados que se arrodillan más de una vez al lado de las cunas para calentar con sus besos la frente moribunda de los hijos!... ¡Que haya amor para todos! ¡Que sea ley y sentimiento universal el perdón! ¡Que haya cobijas y pan y sombras en los días estivales y sean estas las últimas amarguras de nuestra casa!... Que caminen los hombres para siempre en procesión solemne el sendero del bien para que puedan entrar todos -una generación después de otra- en las regiones maravillosas de la eterna vida... Delante de este crucifijo, donde estás clavado ¡oh Jesús! Con tu cuerpo de mármol lánguido y abandonado a la muerte, la divina efigie inclinada hacia la tierra, sea esta plegaria para tu memoria, ¡oh increada magnificencia! Acuérdate de nosotros: dadnos aliento y vigor... Acuérdate de la sombría congoja del corazón de Genaro... ¡Perdónalo Señor!... Porque era tesoro de bondad como tú... y sobre la tierra tuvo su Gólgota, sálvalo Señor y con él a todos los solitarios, a esos angelicales que inician la vida sin puntos de apoyo, a los que no han sentido jamás sobre la cuna el robusto aliento paterno... Porque has levantado a Magdalena, arrodillada a tus pies, secándolos con su larga cabellera de oro... porque irguió su frente redimida en el beso del perdón, y marchó entre las divinas dulzuras del arrepentimiento hacia las glorias del cielo... guarda a Genaro del abismo a que se precipita y recógelo en tus brazos antes de morir, porque es tesoro de bondad... ¡Salve Jesús! Melancólico mártir, ¡doliente anacoreta de la noche tristísima del monte Olivos! ¡Tú has rezado la plegaria para todos. Tú has perdonado siempre! Eres amparo de los hogares que sufren y esperanza de resurrección para las virtudes que mueren. ¡Porque perdonas eres Dios! Por tu crucifixión eres Dios y porque contemplas con inagotable benevolencia los extravíos humanos... Las dos mujeres sintieron ruido detrás de ellas. Carlos Méndez estaba parado en el umbral oyéndolas rezar. Sus ojos estaban secos, su fisonomía turbulenta y hondo el surco de la frente. Había cierto frío siniestro en toda su persona. -Carlos, dijo la madre acercándose, es necesario sufrir con resignación. La desventura lo ha querido así... -No, mi madre. No es la desventura. Es la maldad humana que arroja de cuando en cuando alguno de sus heraldos brutales sobre el corazón ingenuo. Es el triunfo de los poseídos de las pasiones innobles... Eso es y nada más... Hay hogares, madre, nítidos y albos como la pureza... místicos como los altares, pero pasa uno de estos bichos babosos y deja el galón plateado, con que se adornan después los cajones de muerto que salen por allí... Yo lo he visto eso y tú más que yo... La madre inclinó la cabeza, mientras Carlos hablaba con violencia... -Mejor sería, madre, desaparecer, si es que hemos de ser iguales siempre... Si las generaciones que nacen son mejores que las que se han ido, ¿por qué el individuo, desnudo de la hipocresía social, ha de ser siempre un contaminado?... Yo vuelvo a perder la esperanza, otra vez, porque las infamias, que observo a cada rato me hielan el corazón. ¡Eh! No hay amigos, no hay cariños, no hay deberes... Te dan la mano derecha y con la izquierda te sacuden el zarpazo que amarga la vida. Muchos van a misa, se confiesan y creen en Dios un cuarto de hora, y son los deshonestos y los ladrones del resto del día... Tráeme tú, mi madre, un hombre que se alegre, que tengas riqueza y paz y sosiego y gloria y que a pesar de todo te dé la mano para ayudarte en tu camino de batallador y yo le diré entonces: bueno, ¡váyase! Vd. es un anacrónico; ha caído Vd. a la vorágine de los intereses sórdidos. ¡No se hunda en la sima hedionda! ¡No vaya a dejar en arambeles esa aureola de la edad del oro, que le rodea la frente! ¿Dónde va a encontrar fuerzas para retrotraer los tiempos? ¿Se imagina Vd. que todavía se puede ser caballero? Carlos, interrumpió Dolores tímidamente, tú te exaltas demasiado... Quisiera no haber nacido yo... y no haber sido nunca lo que soy y no haber hecho esta casa con el trabajo de mi cuerpo y con los dolores de mi inteligencia, porque yo sé que los que vengan después van a derrochar el tesoro y van a desbaratar su renombre... A cada paso, Dolores, hay familias que olvidan a los padres y los deshonran. -Has levantado la voz, hijo mío, dijo Catalina y la chiquita se ha despertado. Méndez se calló y en el silencio aquel se oía la voz de la niña, que hablaba, como si estuviera soñando... Papá es bueno, decía,... me compra muñecas... son las hijas de mi corazón y yo las quiero. El médico se estremeció... La otra noche, seguía la niña con lentitud, me trajo un delantal azul con el cuento de Pulgarito y él me lo contó, y me dijo dándome un beso: todos somos hermanos y debemos protegernos, como hizo Pulgarito. Papá es bueno, bueno... Como atraído por la fascinación de aquella voz infantil se fue Carlos acercando a la camita. La niña soñaba todavía: vamos en el coche... Papá en el pescante, al lado mío... porque el pobre Genaro se ha ido lejos... muy lejos. El padre sintió una profunda ternura. Inclinó su cuerpo y besó la frente de la chiquita. Ésta rodeó ya despertada un gran rato el cuello del padre y le acariciaba las mejillas con sus besos... En la casa dolorosa se mezclaron los murmullos de la tierna escena con los cánticos en la capilla de San Carlos que llegaban hasta allí. Había largas ondulaciones melodiosas del órgano y exquisitas notas que hablaban en místico lenguaje la invitación a la plegaria mientras los seráficos ideales de aquella música y los éxtasis paradisiacos poblaban el hogar entristecido de melancólicas reminiscencias. Carlos inclinado sobre la cama de la chiquita, pensaba en los que ya se habían ido para siempre de su casa y en ese vacío inconsolable que cada uno iba dejando en ella, como si tuviera miedo que esas personas queridas, que lo contemplaban en silencio, pudieran algún día encaminarse por el lóbrego sendero en el viaje que no tiene término. Si él llegara a quedar solo, ¡Dios Santo! Si las paredes se cubrieran del verde manto de la yedra que trepara aferrando con sus barbas los escombros y penetrara las largas grietas, invadiendo puertas y ventanas hasta envolverla entera, entera en el tupido follaje, mientras la maleza lujuriosa y polvorienta enmarañaba los senderos y todas aquellas músicas del bosque se transformaban en graznidos feroces de aves carniceras, girando y girando en lo alto en siniestros círculos... Él iba a ser entonces el espectro de la urna abandonada. Se iba a sentar sobre el reclinatorio dentro de la lóbrega sordomudez de aquel sepulcro para que poco a poco se secara su cuerpo y morir tirado sobre las alfombras al pie de la cama de su chiquita mirando la cripta de cristal transparente, donde yacía rígida y cenicienta su adorada larva vestida de su largo traje de seda... ¡Oh blanda caricia de su corazón vigoroso, amable compañerita de su vida errante de médico! ¡Cómo lo acompañabas llena de gentileza en la cruzada de honor, oh angélica! ¡A través de los contagios, donde él arrojaba intrépida el alma! ¡Qué recuerdos de besos recibidos en las noches deliciosas de descanso, qué lejanas e inenarrables armonías eran en ese momento los ecos de la voz suavísima de su chiquita que era el candor ingenuo, la hada encantadora misionera de la tierna paz del hogar bendito. ¡Adiós a su alegre casa de los anchos corredores! ¡Por qué han muerto tan pronto tus sueños de gloria! ¡Dónde están Carlos, las festivas imaginaciones de otros tiempos, los heroicos propósitos del hercúleo luchador! Está moribundo el arrepentido de antaño. Dios Santo. Por qué aquella vieja herida de la frente no desgarró el cerebro con los agudos fragmentos para que él no viera ese sarcófago de su casa donde estaba Dolores acostada en el suelo durmiendo el sueño de la muerte, con su cabellera negra suelta y los ojos abiertos y vítreos y sin elocuencia... ¡Eh! ¡No! ¡No! Él los va acompañar en el viaje tenebroso. ¡Esperen fantasmas idolatrados!... hundido noche y día en las dolientes quimeras de sus pensamientos... morir de hambre y de sed y de crucifixiones gota a gota al lado de ellos sufriendo por todos y para todos... -Todo este fúnebre soliloquio tuvo el médico inclinado sobre la cama de la niña, dormida otra vez bajo su mirada abstraída y enigmática, hasta que Catalina y Dolores se acercaron a él y lo estrechaban entre sus brazos... mientras dos grandes lágrimas cristalinas se detuvieron un rato en el ángulo del ojo sombrío y rodaron enseguida por sus mejillas, como si su pecho de bronce se hubiera hecho pedazos en silencio. - X - Tristezas intelectuales del ingenioso hidalgo D. Manuel de Paloche y otras alcurnias La Homeopatía Dos meses después la casa de Paloche empezó a quedar sola... Se acabaron los tuertos y los reojos y las yuntas soberbias y las cajas lucientes de los carruajes, que frecuentaban el barrio. La hora de la consulta se hizo interminable. Aquella algazara de antes desapareció y el remolino de las gentes ansiosas de curarse... Detrás fue llegando el silencio de siniestro augurio. De cuando en cuando algún fanático. Don Manuel pensó que toda la ciudad estaba sana, cuando llegó un día el bismarquiano otra vez con su artritis a sacarlo de su error. ¡Qué escena aquella! -No doy explicaciones, empezó el diplomático. -Pero señor, dijo Paloche, no me doy cuenta de lo sucedido. -Le repito que no doy explicaciones. -¿Cómo quiere Vd. que adivine? -No me interrumpa. Adivinar le llama Vd. a esta cojera crónica, resultado de sus manipulaciones; ¿a eso le llama Vd. adivinar? Su tratamiento es peor que el soneto. -¿Cuál? Dijo Paloche. -No me interrumpa. Le digo a Vd. que la, enmienda es peor que el soneto. En política no se repiten nunca las mismas situaciones enfermizas. -Siento mucho, balbuceaba Paloche. -Y agrega Vd. el cinismo todavía... -Mire, señor, dijo D. Manuel irritado, si Vd. no modera su lenguaje... a Vd. y a sus condecoraciones hago poner en la calle con un sirviente. -Yo no cedo a la fuerza y le llamo a Vd. plagiario, queriendo poner en práctica mi sistema... Me iré espontáneamente -y salió el bismarquiano cojeando y saludando a cada paso el horizonte con una brusca inclinación del torso. -Con el demonio, te puedes ir, rugía Paloche. Enseguida apareció la opulenta y carnuda señora majestosa en el amplio contoneo hiperbólico, acompañada de la hija, fugitiva en la línea recta de extremada flacura. -Vengo a pedirle cuenta de su proceder, dijo la vieja. -¿De mi proceder? -Porque mi hija se ha empeorado. -¿Y a mí qué me cuenta Vd.? -Sí, señor, porque con sus pases le ha metido Vd. el demonio en el cuerpo. -La felicito, señora. Es la primera vez que veo claramente realizada la metempsícosis y por herencia directa. -Insolente... -Agresiva. -Daré cuenta a quien corresponda. -Dé Vd. cuenta al hijo del Sol si le parece. -Mamá tiene razón, suspiró la joven con voz de flauta desafinada. -¿Vd. también? Contestó muy incomodado Paloche. -Sí. Antes yo era feliz y ahora paso mi vida melancólica. -¡Ah! ¡Conque Vd. era feliz!... ¡romántica esfumatura, albo y saltante cabritillo! Replicó D. Manuel con rabia y sorna. -Dejemos, hija mía, a este mercader, dijo la del contoneo de marras. -¡Oh! ¡Sí! Moduló la flauta entreabriendo apenas los labios. -Conque mercader, rugía Paloche, paseando de un lado a otro por el estudio. ¡Yo mercader! ¡Yo mercader! ¡Humanidad imbécil! ¡Era desesperante! D. Manuel ya no tenía amigos. Todo aquel edificio espléndido en su gloriosa ornamentación se había desplomado. A cada rato encontraba clientes que le dirigían reproches. Se entristeció. El masaje no era la panacea universal. Un error más en su vida. Ese principio del intercambio celular a través del movimiento, esa esperada resurrección por la sangre acelerada en su curso y por la sobreactividad orgánica artificial era una grosera y vulgar mentira. Sucedía lo de siempre. Unos curaban y otros morían y era necesario encontrar a pesar de todo el néctar de la vida perenne. Su espíritu, iluminado hasta entonces en la fe austera tuvo las profundas grimas de la desesperación. Se creyó un extraviado y por primera vez dudó de su genio y se avergonzó do aquella efímera gloria de poco tiempo. Caminaba por su casa las melancólicas horas con la inteligencia entenebrada, como hombre que hubiera llegado al fin del sendero, detrás del cual yaciera inerte o inmóvil el país de las sombras, llenas de estériles silencios. Su misión había concluido y su pensamiento tan activo antes se había transformado en una escuálida larva petrificada. Ya no era un hombre. Se había hecho un enorme y vacío gigante, inconsciente romero de la tiniebla, que se iba deteniendo poco a poco, incrustadas sus carnes de fragmentos calcáreos. Ya no había para qué vivir. Él iba a tener al fin la siniestra fijeza de an oscuro monolito solitario... Así pasó algún tiempo ensimismado entre los ecos funerarios de aquel inmenso derrumbe. Lo sorprendía a veces la noche sentado en el patio, como absorto en la contemplación de la naturaleza. Su vista perdida en el azul profundo vagaba de astro en astro, entre las chispas luminosas, como si quisiera arrebatarles el secreto de su vida inextinguible. Tantos años que están allí siempre, mientras las generaciones moribundas van pasando bajo la divina bóveda tachonada a desvanecerse en la muerte. Ellos son los brillantes que adornan y embellecen la cabellera negra de la emperatriz indolente y soñadora y los cirios que salpican penumbras sobre los cementerios que van superponiendo las edades. Así serenos y olímpicos conservan sus propiedades seculares, mientras la carne se disgrega flagelada por el azote de las pasiones, triturada en el vórtice de la existencia. Allí el esplendor, ordenados en la majestad tranquila de las leyes de la gravitación, aquí desde jóvenes el esfacelo con la piel que se arruga, la uña que palidece, el ojo que pierde la sonrisa y se enturbia en la lucha y el cabello encanecido. ¿Por qué tan larga la vida de aquellos silenciosos moradores de las alturas y tan frágil y efímera la urdimbre humana? D. Manuel entraba otra vez sin sentir en sus cavilaciones. El viejo soñador de la panacea universal se erguía gigante sobre el escombro. Nuevas ideas y nuevos rumbos, asomaban a su inteligencia. Tal vez ya algún predecesor glorioso habría encontrado el fármaco para perpetuar la vida en la Naturaleza. Ese sería Dios y se vestiría de las galas divinas el que descubriera lo mismo para el hombre. Volvía entonces más violenta y más acongojada la brega intelectual a conturbar su cabeza y en las horas contemplativas él veía caer las hojas de la arboleda secas y amarillentas, y desprenderse, uno a uno los pétalos arrugados y marchitos bajo el gris de otoño y alfombrar a montones la extendida pradera. Sentía gotear la lluvia que ennegrece el humus y las hojas y las corolas húmedas y blandas las veía hundirse poco a poco en el grumo fecundo hasta desaparecer en la prodigiosa actividad de su vegetofagia y sus átomos escondidos en las criptas estremecerse en los besos calientes del sol primaveral y entregar otra vez con nuevos espasmos juveniles al árbol la hoja y a la planta la flor... Luego con elementos similares se operaba la resurrección en la Naturaleza. Hay medicamentos que producen fenómenos que son idénticos a los síntomas de ciertas enfermedades. ¿Por qué no ensayarlos? ¿No estaría en ese sistema terapéutico la panacea universal? Él había observado que muchos males sociales se curaban con los mismos males. La revolución se extinguía a veces en sa propia hornaza; la corruptela se ahogaba en sus mismos ciénagos, las malas escuelas del arte perecían en el barroquismo engendrado por ellas y todas las monomanías colectivas las había visto desaparecer en sus propios excesos. Ergo ... era el caso pues... similia , similibus curantur ... Empezó su cabeza a fantasear con la homeopatía. El glóbulo blanco, pequeño y redondo; los brillantes tubitos y la cartera chata y amplia empezaron a bailar en su cabeza el cancán formidable y fue desde entonces el sabio convencido de lo infinitamente diluido... Se tocó a zafarrancho en su casa, se armaron aparatos y empezaron las destilaciones y las tinturas que contenían las maravillosas quintaesencias. Compró libros otra vez y llegó Hanneman y otros melancólicos soñadores de la panacea... Se hizo gran silencio mucho tiempo y se pensó en la posible desaparición de don Manuel de Paloche y otras alcurnias. Encerrado en su estudio, el gran solitario quería justificar el nuevo sistema, ampliando sus elucubraciones filosóficas... De todas maneras él encontraba que aquel era el tratamiento sensato. Se dispuso a salir de aquel sabio recinto para aplicarlo y aliviar los males de la humanidad, pero sus fuerzas se habían extenuado y toda su larga figura adquirió la tétrica apariencia de un espectro... Sus manos estaban secas, el rostro lívido y macilento, poblado de inculta y enredada barba. Debajo de los pómulos había sombras en las órbitas excavadas y tambaleábase anhelante para caminar, agarrado de los muebles y giraba a duras penas de tintura en tintura, contemplando con agonía de enamorado los estantes de cedro en que estaban dispuestos los glóbulos. La homeopatía era su delirio; iba tal vez a ser su crucifixión. Como él suelen verse muchos, que pagan en la vida tributos a las violentas quimeras del espíritu, impacientes que corren fatigadas detrás de ellas, sin alcanzarlas nunca... Esa mañana, cuando entró Carlos Méndez, seguido de Juan Paloche a visitarlo, lo encontró sentado en un sillón. Tenía sobre sus rodillas un manuscrito. Su título era: Panacea universal... -Eureka don Carlos, dijo don Manuel incorporándose con gran trabajo. -Papá, interrumpió Juan, he traído al doctor, porque tú estás enfermo. -¿Yo? ¡Bah! He tomado acónito a la diez millonésima dilución. En veinticuatro horas curado... -Oiga don Manuel, contestó Méndez con pena,... El acónito no lo va a curar... Paloche se sonrió con lástima... -Es necesario, seguía Carlos, que Vd. salga de aquí, que respire aire puro y que descanse su pobre cabeza... Vd. se está suicidando... Hace un mes que ni come, ni duerme, ni vive y de esa manera y con poco vigor no se imponen las innovaciones. -¿Qué? Contestó Paloche con ímpetu. ¿Vd. cree que yo moriré antes que se conozcan mis descubrimientos? -Sí creo, si Vd. sigue metido aquí... -Bueno: ¿qué me importa? Yo estoy escribiendo para que no perezcan estas cosas mías... No me importa descansar después para siempre... -Fíjese, señor Paloche, que yo no le aconsejo que deje sus placeres intelectuales, dijo el médico. -¿Y entonces? -Podía Vd. cambiar de casa. -¿Y dónde voy? -A su chacra. -¿Quiere Vd. mandarme a vivir entre las lechugas al lado de este Paloche degenerado? Mírelo. Vea qué manos... negras, callosas y con mil rajaduras... Observe el traje... lleno de remiendos... un indigno andrajo... No gasta un peso este... Sabrá Vd... el día entero detrás de los bueyes... con el dorso encorvado como un siervo... a la lluvia, al sol, con las botas llenas de barro... No quiero irme con este porque ha manchado mis blasones... Juan Paloche lo escuchaba con una estoica indiferencia. Pensaba en un dinero que había escondido en los colchones de su casa... Méndez convenció a don Manuel... En dos carruajes iban todos sus aparatos, sus libros, sus glóbulos y detrás de la familia el cupé del médico que lo acompañaba llevándolo a su lado... Carlos pagaba su deuda de gratitud. Por las chacras solitarias de Monte Castro se fue perdiendo el cortejo................................................................................................... - XI - ¡Abuela! Reinaba a la sazón el estío con sus soles quemantes, el césped amarillento y las corolas desvanecían bajo los rayos su color. Había cierto cansancio en la naturaleza abrumada en la brasa cotidiana, un deseo de dormir largas horas y un apuro en todas las cosas hacia las oscuridades de la noche llena de brisas frescas. Muchas flores habían desaparecido del jardín, pendiente del tallo de la planta, arrugadas y secas y debajo del gran toldo que unía los dos corredores y sombreaba el patio estaban esparcidos los juguetes de la chiquita de los cuentos. Más lejos, los perales opulentos en el prodigio estival de la vegetación protegían el vergel, al lado de la curva de la parra umbrosa, que escondía entre su follaje tupido los racimos pulverulentos de la uva de oro. Cantos en la arboleda, infantiles juegos bajo el corredor y oscuridades en los aposentos colgando de los marcos las cortinas de paja coloreada hasta el suelo y de cuando en cuando alborotando toda la casa el rodar del coche del médico... Otras novedades acontecieron en la casa poco después. Catalina visitaba al hijo más a menudo. Estaba mucho tiempo con Dolores y cosían triángulos y mantillones. Ya un poco borrada la memoria de aquellos lúgubres acontecimientos, Carlos se había vuelto en extremo afectuoso. Con Dolores, sobre todo tenía dulzuras y gentilezas y jovialidades extrañas, como si esperase alguna bienaventuranza futura. Salía a pasear con ella despacio por el jardín para que no se fatigara y la hacía recogerse temprano y de noche mucho más que antes llegaba a espiar su dormir. Acontecía muchas veces, que sentados en silencio, se miraban sonriendo, como si a un tiempo hubieran estado pensando en la misma misteriosa felicidad. Había en esos silencios, íntimos y deliciosos deleites... Era como un torrente de alegría juvenil que estuviera por desbordarse sobre la casa entristecida, trepidaciones de esperanzas, secretos y disimulados terrores de alguna posible desventura. La agitación crecía a medida que el tiempo iba pasando y se hacían más violentos los temores de Méndez y más asiduos sus cuidados. Catalina era la única que conservaba su serenidad de santa. Un día, sin saber por qué debajo del corredor, se miraron un rato la madre y el hijo, y en el abrazo que siguió después, hubieron elocuentes augurios. Llegó una cuna de negra y luciente jacarandá, liviana y aérea, circuida la base a trechos de torneados listones que formaban las paredes laterales, terminando en el grueso madero que concluía la ovalada concha en su parte superior. Detrás como asomada sobre la cabecera una enhiesta percha, extendiendo el cuello largo y serpentino, la cabeza chata de víbora en la punta, que arrojaba lejos el hocico. Al rato, cayeron sobre el cuello, anchos cortinajes de seda azul, prendidos arriba con un gran moño, cuyos lazos caían hasta el suelo. La pequeña almohada, descansaba sobre el colchón, cubierto por un tejido de lana gruesa y blanquísima y encima la recamada colcha de brocato, alegre de flores de lirio y verdes hojas de rosa. Con la cuna llegaron estremecimientos de arcanas ternuras y corrieron por el dormitorio invisibles y angelicales visiones mientras Catalina colocaba a lo largo festones de margaritas y Méndez besaba temblando la frente de Dolores... Esa mañana, Carlos paseaba agitado por el corredor. Corría casi, como si tuviera necesidad de aturdirse. Se sentían lamentos. Entró al dormitorio, abrazó a Dolores, acostada, mientras miraba al médico amigo, a quien había confiado aquella vida preciosa, estrechando nervioso antes de irse, la mano de la madre, que sonreía siempre, sentada a los pies de la cama. Salió caminando por el jardín con cierta cosa violenta en el andar, indiferente a todo aquel espectáculo, como si tuviera un aguijón que lo empujase como a un autómata. Los lamentos aquellos que sonaban en sus oídos como un eco doliente, así a la distancia, lo volvían en sí. Llamaba entonces al médico para leerle en los ojos la sentencia, acosándolo a preguntas, y pidiéndole el pronóstico de aquella hora emocionante. Volvía después a su peregrinación. Tomaba un libro y no podía leer. Se sentaba a su mesa de estudio para escribir, para tener alguna violenta concepción que le hiciera olvidar la angustia, que le conturbaba el espíritu. Era inútil. No oía sino aquellos quejidos que se dilataban en el patio con tímidas modulaciones. Apuraba el tiempo y lo precipitaba dentro de su imaginación encontrándose sin saber cómo otra vez al lado de Dolores a quien acariciaba con fuertes palabras de consuelo. Sin embargo, su voz era trémula y su corazón latía como si estuviera lastimado. Nuevas miradas a la madre y preguntas al médico, y otra vez el peregrino de los corredores, azotado de un lado a otro mientras alrededor la naturaleza cantaba el himno de la resurrección de la luz, con las notas formidables de la ciudad que se arroja a la calle frenética, con los sordinos arpegios de las hojas, en medio de la bullanguera y estridente algazara de las bandadas que cruzaban sobre su cabeza. Carlos no oía nada... solamente aquellos quejidos tan lastimeros que no cesaban nunca. Al contrario, cada vez se hacían más frecuentes, como si los oyera más cerca, y tuvieran más dolor, y le parecía sentir en el aposento, como si la gente se moviera más allí... hasta que estalló un grito agudísimo, que le trastornó la cabeza... Parecía angustia la revelación de un espasmo de salvaje... y después cuchicheos, una exacerbación de todos los ruidos, órdenes del médico, una cosa revuelta y agitada y el silencio... el largo silencio de ella... Esperó el lamento aquel cuya tonada lúgubre conocía y entró rápido al cuarto de vestir... Carlos no la oía. Una sensación siniestra lo acometió... Lo detuvo el médico, cuando se lanzaba Méndez al dormitorio. -Calma, mi amigo, todo va bien... ¡Espérese! ¡No entre! -¿Y ella? Preguntó ansioso Carlos. -¡Admirablemente! -¿Y él? -Así, amigo, de grueso. Y el médico circunscribió con las dos manos abiertas una gran circunferencia. -¿Y? seguía Méndez, ¿y lo otro? -¡Ah! Macho, compañero, machísimo. -Gracias. Vea si seré tonto... Mire: estoy llorando... Carlos se sintió desde ese momento más vigoroso. Le pareció tener la cabeza más erguida y fuerte y en todo su cuerpo corrió una robusta sensación viril. Sus espaldas eran más anchas, su andar más resuelto, más recia toda su musculatura. Lo acometió un delicioso bienestar y una profunda tranquilidad para su vida futura... Sin duda aquel gordo muchacho de piel roja y satinada, cuyos vagidos sentía, era la columna que faltaba al monumento, construido por su labor. Le pondría el nombre del padre para perpetuarlo en los tiempos, como un derecho y un sublime privilegio de familia. Recién le parecía que pagaba bien su deuda de gratitud cariñosa. Tal vez fuera como el otro que ya se había ido, así alegre y bueno y cuyo recuerdo vagaba todavía por la casa... Él quería verlo y se paseaba por el cuarto de vestir, asomándose a cada rato a la puerta. La madre lo llamó al fin. Entró y acarició a Dolores, arrimándose después con Catalina a los vidrios. El niño estaba envuelto en un chal de franela festoneado cubierta la cabeza con una gorrita de muselina. Entreabría los párpados, mientras la abuela lo mecía en sus brazos. Lo miró un gran rato sonriendo, encontrando reproducida su efigie en el pequeño rostro dormido. Se acordaba entonces de aquellas palabras proféticas: «Dios es bueno y hace que las alegrías vuelvan a las casas entristecidas y que haya de nuevo niños en las cunas y cánticos de madres...» La vieja se transfiguró a sus ojos. Le pareció que una aureola de estrellas rodeara su cabeza encanecida y que algo de la majestad celeste fuera circundándola poco a poco. Era aquella gran madre de la leyenda, la augusta consoladora de sus días atribulados, la mística poetisa, que creaba en sus palabras para el hijo, las inmaculadas visiones de la familia, la excelsa pintora de los comedores, de las rojas chimeneas atizadas por los hijos para calentar los miembros del padre anciano, la sacerdotisa divina de aquel templo, que acababa de recibir el nuevo Dios... Ella tenía razón siempre, cuando decía que cada hijo traía consigo los gérmenes del rejuvenecimiento, transfusiones de sangre fecunda que se hacen en medio del regocijo del espíritu -esos gajos florecientes que sostienen el equilibrio y la vida del tronco reseco con sus linfas juveniles. En cada casa hay una de esas ancianas seráficas aquellos que de ella tuviesen queja razonable levanten la mano para poderlos inscribir en el libro de la desventura... porque la vida se alimenta también de los consejos venerables y esos corazones que se agrandan en la vejez a fuerza de sentir son capaces de romperse y morir siempre en los resignados sacrificios por el amor a los hijos... ¡Benditas sean! Si están vivas y caminan por la vieja casa llena de memorias, es necesario dejar en el umbral nuestros rencores, las iras sordas y los enconos que acibaran la vida, para que sea angelical el beso de nuestros labios, y si ya se han ido para siempre... que vivan en el corazón de esos nietecitos a quienes aman, besan y mecen con tiernos cánticos en las cunas... porque son abuelas, de esas que traen muñecas, con rubias cabelleras, y se sientan con las nietas, en los liliputienses y alfombrados cuartos, donde viven, duermen y se rompen los juguetes. Allí, al lado de la chiquita, pasaba Catalina largas horas, disponiendo los diminutos comedores y haciendo sentar a la mesa a las infantiles falanges, que encantan las horas inquietas de los chicos. Allí narraba las leyendas, al lado del ramo de rosas rojas, que se elevaba en el centro, desde el florero dorado de porcelana, los maravillosos cuentos, que oyen los niños con el ojo atento, pintado el asombro en el rostro, víctimas de las angustias, que padecen los pequeños personajes heroicos. Porque ellas sostienen y acarician a los nietos, como el gajo a la flor y al fruto... Así Catalina velaba con Carlos el sueño de Dolores y mecía al niño en la cuna y lo paseaba con monótonos cánticos por el cuarto de vestir palmeándolo... -Tú estás mejor ahora, Carlos, le dijo la madre un día. -Sí madre, más robusto y más llena mi vida. -Para que tú veas que si hay dolores, estalla de repente auroras alegres. -Pero mi madre, son tan pocas, replicó el médico... -Eso dices porque has perdido la fe... -¿Y he perdido la fe? Preguntó confundido el médico. -Sí tú. Eres de los que no creen sino en sus propias fuerzas y de los que se imaginan que todo lo han de resolver con su inteligencia y prescinden del consejo de los demás y se olvidan que detrás de esa gran curva del horizonte hay muchos más allá, que tienen la omnipotencia y la omnisciencia. Así cuando en la vida hay razones para que resolvamos el problema con la violencia de un crimen cualquiera contra nosotros o contra los demás, llega el más allá divino, con la dulzura infinita y es el bálsamo que cicatriza las heridas y el soplo vigoroso que templa el corazón desfalleciente. -Madre, tú me hablas de Dios, dijo el médico. -Sí Carlos, porque sentirlo y pensarlo significa tener en la voluntad para la lucha un aguerrido ejército... -Oh, eso es imposible. Ustedes nos hacen creyentes y después se olvida uno en la vida de todo y lo que crece en nosotros y se agiganta son nuestras pasiones, porque ya de aquel yo celestial de que tú me hablas, hemos perdido el recuerdo. -Sí, es cierto. Pero hay algo que es un dolor en el alma de muchos y que se parece la fe... -¿Qué? Mi madre preguntó con ímpetu al médico. -Es el anhelo intenso hacia las ideas de un orden superior; es la necesidad de salir del lodo, que nos acomete a cada rato; es el empuje intuitivo de las inteligencias privilegiadas apurando la perfectibilidad, y el deseo de ser mejores y que nos calienten siempre la vida las pasiones generosas y es el arrepentimiento del mal que hacemos y es la desazón y la inquietud y la vergüenza que acosan a los que viven en la deshonra... -¡Oh mi vieja santa! Repetía el médico abrazándola. Eso yo tengo, eso es mío y no lo quiero perder, quiero ser mejor. Tengo muchos defectos, y también sé que a cada rato tengo que invocar para explicar muchas cosas una inteligencia infinitamente superior... ¡Oh si todos esos dolores que acabas de enumerar fueran la fe! -¿Sabes tú por qué escribes? Preguntó la madre después de un rato de silencio... -Yo, dijo el médico, por muchas razones. -No por esta sola razón. Tú no quieres morir. -No te entiendo. -Sí pues. Tú quieres que tus hijos y tus nietos se acuerden de ti y que todos los que vengan después conserven la memoria de tus libros. Bueno, mi hijo, tú quieres crear para tu nombre el más allá eterno e inmortal. ¡Oh! No te quejes, si has conservado en el corazón el anhelo sobrehumano hacia alguna cosa que no morirá nunca... Eso no es Fe todavía, pero ya no se parece a esos espíritus desiertos y fríos, cuyas fibras demasiado exquisitas tal vez ha roto la desventura para siempre -esos entristecidos que se acuestan, languidecen y mueren en la indiferencia. -¡Oh! Yo soy feliz, porque te tengo a mi lado, contestó Carlos; porque Dolores y mis hijos están aquí alegrando mi casa y porque ha de ser posible que viva mucho este último que ha nacido... -Y porque crees en el bien, a pesar de ser tan caviloso y no eres como esos siniestros pesimistas que confunden la tristeza con la atrabilis. ¡Estos sí que son dignos de lástima! Pobres sistemáticos que cubren de lúgubre manto todos los sentimientos, incapaces que se han contentado con estudiar una parte de la humanidad, creyendo que sus deducciones corresponden a la humanidad entera... Tú los ves Carlos, seguía la vieja animándose, para ellos el hombre es un facineroso, tahúr y loco, la ciencia una mentira, el arte una cosa vulgar hinchada de ridícula vanidad. ¡No hay nobles pasiones, no hay sacrificios, ni virtud! ¡Estamos lo mismo que hace diez siglos! ¡No se ha creado nada, no se ha conquistado nada y somos para ellos los esclavos del vicio y de la carne. ¿Y la mujer? Adúltera y gata lujuriosa, zorra que extiende el hocico y husmea siempre un marido. ¿Y el amor a los hijos? El instinto brutal de la fiera, que gira vertiginosa alrededor de los cachorros para defenderlos... -Es cierto, mi madre, y es difícil salvarse del precipicio, que abren esos tétricos pensadores. -Sí Carlos, para los que no se han preocupado de estudiar el mundo como es, para los que no han visto, como yo, el cuartujo del conventillo donde se cose de la mañana a la noche y donde la madre se arrodilla después a rezar en medio de sus hijos, para los que no se han detenido una vez siquiera a contemplar la heroica fortaleza de esos padres, que en la miseria sostienen con el trabajo la honra y el renombre de la familia... Para estos es difícil salvarse, porque esa tenebrosa literatura seduce y fascina, con la ponzoña de sus paradojas oscuras... Esa no es la verdad. Hay más amor que odios y más abnegaciones que cobardías y más virtud que vicios. Yo te lo juro Carlos, por mis sesenta años de vida y la fortaleza y la paz del alma está en creer en el bien y practicarlo, porque el bien es Dios... -Perdón para ellos mi madre, interrumpió el médico, porque son enfermos. -¿Enfermos? Preguntó la madre temblando. -Es la tuberculosis que les mina la vida la que habla, y el cáncer que les muerde y les roe las entrañas que tiene las negras palabras de la misantropía y son las enfermedades nerviosas que los transforman en hipocondriacos atrabiliarios. -Sí, mi hijo, perdón para todos, como dice la plegaria, porque eso debe ser ley y sentimiento universal... y en esos diálogos pasaban los dos la noche velando el sueño de Dolores acudiendo a cada rato Catalina a mecer al niño, mientras Carlos contemplaba su blanquísima cabeza en medio de la penumbra del dormitorio, inclinada dentro de las cortinas de seda que protegían la cuna. - XII - El libro extraño Así Méndez revigorizado al lado de aquel hijo, en medio de las varoniles palabras de la madre, sintió renacer prepotente la necesidad de escribir. Aquella figura de Bohemio, que ya antes le había con vaporosas formas calentado la imaginación empezó a adquirir contornos. Creó entonces un símbolo entre cuyos sonoros acordes se sentía toda la épica magnificencia de su país y las sensaciones colectivas de su pueblo. Pensaba que para escribir esa sinfonía era necesario que el idioma tuviera las numerosas prolongaciones del sonido de una orquesta colosal, con ímpetus de fugas y lánguidos y soñolientos arpegios y solemnes compases guerreros de marchas heroicas. Era necesario encontrar para el poema la forma que reflejara las fulgurantes detonaciones de nuestras tormentas, y las oscuridades amenazadoras del cielo fijo en su curva de luto y el zumbar de las lluvias arreciantes en su camino un tramo después de otro a través del espacio. Para que hubiera en sus versos la serena y olímpica majestad de nuestras dilatadas naturalezas, reflejos de pampas, hundiendo lejos, el verde interminable. Para que hubiera resonancias de pueblos nómadas en marcha, almas bravías e inquietas y luminaria de fogones aquí y allá y trinos de guitarras y moribundos tañidos de quenas, entristeciendo las soledades de la campiña silente. Para que el torbellino de las aguas, rodando en los cauces serpentinos hablaran a los vivientes el armonioso idioma de las tribus errantes primitivas, estallando en las palabras el prodigio de la florescencia tropical de las selvas inexploradas y hubiera en el poema sombras de cordilleras, echadas a lo largo como gigantesco esqueleto granítico. Y rabias de conquistadores y micidiales batallas. Y enorme demolición de monumentos seculares. Y razas entregando sangre de mártires y acostándose en el sepulcro. Y el dolor, sobreviviendo a la muerte a través de los siglos... Y nietos escuchando, las lúgubres lamentaciones de tanto exterminio, heroicos vengadores y legendarios guerreros victoriosos. Porque Bohemio podía muy bien estar hecho con todos los ecos dolientes de las muertas generaciones de América, iluminada su persona por el lustre de las viejas civilizaciones enterradas con sus inmanes escombros; y ser el sombrío Genio, orbe, intelectual divinizado para entregar al futuro a través del tiempo las emanaciones creadoras de toda aquella arte virginal perdida. Porque Bohemio era el presente, atleta gigantesco, enorme ánfora bróncea su pecho, donde hierven todas las razas en pos de la maravillosa amalgama, indolente señor enriquecido, peregrino de las fecundas e infinitas praderas, trabajador acongojado de todas las horas, glorioso intuitivo de la grandeza nacional venidera. Méndez veía en su imaginación multiplicarse aldeas y ciudades, ser su país la cuna del espíritu nuevo, padre de las artes, academia de todas las ciencias del universo, sublime árbitro de naciones. ¿Y el espolón del arado abriendo la entraña fecunda y negra? Y el labrador hablando el nuevo y exuberante idioma mirando moverse en la brisa el largo y delgado tallo de la mies dorada. Y así por leguas el damero de cercos de alambres... Y los juveniles corazones, apóstoles de la universidad ideal escribiendo el libro del progreso humano: que no haya esclavos... el bien de los pueblos está en la libertad... que no haya confines y sean dirimidos por árbitros el choque de las pasiones y de los intereses... Que las armas forjadas para destruir muchedumbres destruyan la guerra... y concluyan esas familias encaramadas sobre los demás hace siglos... y sean los primeros, los mejores, los más intelectuales y los más fuertes. Que sea suprema religión el honor de la casa, la caridad por la patria y el fraternal amor de todos los pueblos. ¡Que haya industrias y crezca el comercio y que las artes sinteticen el espíritu nacional y creen el bien y que la grandeza de este glorioso vagabundo de Bohemio reciba nuevas y perpetuas estratificaciones de gloria! Al lado de Bohemio, Eros paradisíaca, la vaga y alba figura... La escribió de rodillas. Sus ojos tuvieron el color del diáfano éter sereno; y los bucles de su cabellera rayos dorados, blandos y largos y abandonados flotando sobre las espaldas. Con suavidades séricas y frescos perfumes primaverales y tornasoles si se movían en la brisa y misteriosos murmullos. Formaban marco deslumbrador a la efigie de óvalo purísimo y perfecto blanco y marmóreo, moviéndose en su lento y gracioso caminar de diosa, asomando el zapatito con hebillas de plata fuera de la falda de raso. Todo su alto cuerpo vestía el traje de las novias y miraba todas las cosas como si breve fuera a ser su paso sobre la tierra a guisa de corola virginal, destinada a acariciar un momento la frente de aquel atleta para marchitarse... Como una armonía fugaz que calmara su turbulento espíritu... y rayo de luz para su tenebroso sendero y eco dulcísimo y angelical, repitiendo las frases de la paz y del sosiego. ¡Divina hada moribunda entregará la vida resignada en el dolor de aquella su única pasión y acompañarán su féretro los esplendores y las sinfonías de la naturaleza, acostada su muerta persona sobre la cruz del alazán de Bohemio en su caballeresca marcha triunfal! Con los gemidos lastimeros de su arpa incinerada, durmiendo bajo el umbroso boscaje, arrullado el eterno sueño por los festivales de las glorias inmortales... Y mientras Bohemio, escultor, plasmaba su busto con la húmeda creta, clavado el informe torso sobre el trípode, ella la humilde enamorada alegraba con los cánticos su vivienda. A grandes golpes, saeteando luz su mirada, fue haciendo surgir la comba levantada del pecho. Enseguida arrancó la masa con violencia y modeló con la caricia de la palma el cuello redondo y fue tomando relieve poco a poco la efigie y los grandes ojos pensativos empezaron a mirarlo y los labios finos a sonreír y las líneas flexibles y serpentinas de los rizos cayeron sobre el dorso. Bohemio animó con su alma la inanimada arcilla, y después en las noches serenas cantaban el dúo de los amores imperecederos. Amores de dioses -¡Yo te amo!... Tengo para ti mi valor, mi honor y mis armas. -Yo los aromas del bosque y la luz de mis pupilas azules... -Yo soy el espacio que entro y dilato los horizontes de tu encantadora vivienda. -Yo el gajo de laurel con que corono tu frente de poeta. -Cuando tú rezas ¡oh Eros! En la noche profunda y las estrellas entran por la ventana a besar tu toca azul, yo velo -armado- tu divina plegaria en la puerta de tu estancia. Soy como el ángel de fuego, que ahuyenta la pantera derrotada, que atropella la selva, bramando a lo lejos... -Yo entro en tu cuarto antes que llegue el día y tú duermes tranquilo en la penumbra: ¡sobre tu cabecera, de mármol del Pentélico una estatua de Eros! Que te mira silenciosa. Yo tomo mi abanico de plumas de seda y lleno tu rostro de caricias frescas. Los pájaros pían en voz baja, como si se preguntaran si habían tenido reposo en la noche, y llaman a los compañeros que se desperezan en la rama. El alba empuja adelante los céfiros blandos que traen en su seno las vibraciones de las primeras moléculas de luz. Hay sombras que se mueven y ondulan y huyen agitadas más tarde y formas y colores y ritmos y besos y ruidos lejanos que se acuestan y mueren en la soberbia fulgurante del sol. -Yo canto y escribo para ti poemas ¡oh Eros! Veo la pasión desnuda, sin vestiduras de carne, y no encuentro trajes de raso, ni abrigos de terciopelo para las divinas semblanzas. -No escribas; tu cantar es dolor; las estrofas que se ciernen las arrebata el cierzo y las quema el sol. -Son admirables ¡oh Eros!, las armonías de la luz, que salta, que estalla, que trisca y se fractura en la roca y se encrespa en el mar. ¡Quién me diera, oh Dios, arrojar mi cuerpo en el esplendor de los astros y rodar en medio de sus rayos, mecido en el cielo infinito, y gritar desde allá -ebrio y loco- los versos desesperados para el hombre que muere en el vértigo eterno de las cosas! -No escribas, las piedras del sepulcro del poeta son las estrofas que el poeta canta y las creaciones que suenan en las cuerdas rígidas y amarillas de la lira de bronce, son las piedras miliarias que van señalando su camino hacia la muerte. Yo no quiero, porque tus cantares tienen todas las imaginaciones sombrías del dolor. -Escucha, Eros: la luz muere y esconde en la noche su brillo, los colores se desvanecen, los pájaros callan, las ciudades duermen y las sombras tranquilas y solemnes envuelven al universo. ¡Silencio! Deja que las estrellas asomen y la vía láctea aparezca con sus cortinas de espumas tenues. Detrás de esa diosa diáfana, echada a través del cielo como una nereida dormida, todavía hay puntos y más puntos luminosos que centellean, como detrás de todas las cosas están las nenias fúnebres que preparan su epitafio... -¡Oh Bohemio! Mi cuerpo está, como el alma, formado de exquisitas filigranas; si tú persistes en el encono impío, tú no amas; eres soberbio y malo conmigo, que soy la pálida criatura, tu pobre Eros, tu dulce y delicada Eros, frágil y amable, que reza por ti arrodillada en la noche y que morirá de dolor... -¡Así tú arrojas oh Eros un crespón de tinieblas sobre mi espíritu para que tengan allí su catre de muerte los ideales soñados en las adoraciones pensativas, porque la tiniebla es callada y disgusta!. Es cautelosa y tristemente sombría; se levanta en montones lóbregos y tiene el aire esquivo y siniestro y la palabra pavorosa. Sus labios son pálidos y desvaídos y sus cuchicheos no dan más rumor que el que produce el roce silencioso de su manto oscuro sobre los objetos. ¡Mejor!... Si tú mueres, yo vagaré como un loco desatado en el espacio, blasfemo, sin brillo de luz intelectual en las pupilas. -No, Bohemio; te equivocas; las sombras tienen sus estrofas tranquilas y acariciadoras; protegen los amores de las aves en la espesura y dan reposo y bienaventuranza al hombre que duerme acostado sobre la batalla del día turbulento. -Entonces, ¿por qué no quieres que yo cante? ¿Quieres impedir que el torrente brame, ruja, bulla y espumee en la hondonada y reviente el volumen de sus ondas contra los peñascos que tienen morros negros y puñales y torsos que penden sobre el abismo? -El torrente tala y anonada, Bohemio, en su furia las cosas. Yo amo los ríos mansos y amplios que se extienden en semicírculo en el horizonte sin límites y fertilizan los campos. Amo las líneas rígidas y negras que se dibujan apenas en el cielo, allá abajo, en el ángulo tranquilo que hace con el río, las líneas que avanzan y se alargan y se ensanchan por las velas que aparecen desplegadas, las velas blancas que navegan e inclinan a un costado los barcos... Amo el río inmenso que tiene alegrías y gritos de criaturas que viven... -Ese tu río, Eros, tiene cosas amenazadoras... yo lo he visto con vaivenes formidables de oleajes revueltos arrojar sus aguas en el abismo, arrancarlas de allí de cuajo y azotarlas contra el cielo gris en enormes montañas movedizas. Los bajeles hundidos desaparecen y saltan enseguida viboreando en vértigos de infierno sobre la cumbre salvaje, mientras el vendaval con la persona pavorosa rechina bárbaro y frenético los dientes, ruge, cruje, gira, gime, corre veloz, ¡ala!, ¡ala!, y se estrella y se despedaza en el torbellino de terror de aquel baluarte indomable... Me hablas tú de cosas angelicales, cuando veo al río que yo adoro triunfar en la lucha bravía y disolver al huracán entre sus aguas... -Sí, porque después se acuesta a dormir largo a largo, jadeando como gigante fatigado, y las ondas bajitas, mensajeras de la victoria, vuelven a besar la playa y siguen apacibles yendo y viniendo... yendo y viniendo... mansamente, y traen, para los que se aman, caricias blandas de espumas que cuchichean y los ecos lejanos y gloriosos de las leyendas del mar... -¡No, Eros! Mejor es morir que romper la lira de bronce, mejor es morir... Yo tengo los ojos secos y para mí han muerto las escenas plañideras. Yo adoro al sol, que llena de llamaradas el mundo. Nada hay más sublime que ese astro... -Sí... Dios, que lo ha creado, y las aristas divinas que tienen todas las cosas, y la luz no es buena tampoco sino cuando se difunde en el aire diáfano en emanaciones fecundas y es el alma y el tripudio de la vida en el universo... -Oh, tu luz siempre... amo el denuesto y la blasfemia... tengo iras y protestas... yo veo cada día que pasa tu piel más trasparente y tu figura celestial esfumarse poco a poco como los ensueños... -Así tú pones en la cruz mis últimos momentos, mientras tú, Eros, dulce y melancólica, implora de ti himnos para la fe y para la vida... Deja por esta pálida moribunda las cosas perversas y canta las trovas que alegran y redimen y enternecen al corazón... Bohemio, caído de rodillas; el cielo azul mirando; las manos altas y abiertas y el ruedo del vestido de Eros levantado hasta sus labios. Su cabeza soñadora y renegrida envuelta en la luz de aquella visión paradisíaca... y poco a poco su palabra se desenvolvía en un canto lentísimo y tenía la plácida música que consuela y fue como melodía murmurada entre el susurro del viento y había lánguidos deliquios de la pasión acendrada que está por llorar... -Perdón, Eros, amor mío, porque yo adoro la angelical bondad de tu espíritu, porque yo tengo pensamientos lóbregos y he ofendido tus castas alegrías. ¿Qué quieres? Perdón, porque yo me olvido de ti a veces por estas cosas salvajes que dominan mi inteligencia... Tú, mi dulce Eros, mi más sublime dolor, santa de belleza y de martirio, palio lleno de gracias que cobijas mi pobre cabeza de enfermo... ¿Por qué no vienen las flores y rodean tu persona con sus perfumes? -Y ¿por qué no entra la paz, Bohemio, y calma las agitaciones de tu alma?... -¿Por qué esta divina naturaleza no inclina la frente a tu paso y no tiene penumbras el sol para acompañar tu camino? -¿Por qué no te acuestas tranquilo oh poeta, en la plegaria, las místicas armonías que llenan el corazón de júbilos infantiles? -¡Oh Eros, Dios mío! Los pájaros vienen, vienen cantando y cuchicheando las inmortales quimeras... ¡Yo te ofrezco mi lira resignada, la lira soberbia que gime, solloza y llora! De sus cuerdas brotan los cantos suavísimos que confortan al humilde... son tus dedos de alabastro que arrancan la nota quejumbrosa... Los sauces tienen lágrimas que se mezclan con las aguas cristalinas que corren y las tórtolas hacen nidos, aman y tuban... ¡Oh! Ese hogar pequeño y redondo, tejido de ramas secas, con alfombras de musgo, recogidas en el prado, qué poema de amor ingenuo no canta en la sombra del sauce delicioso. Yo te pido perdón, pálida Eros, santa de belleza y de martirio... -¡Los hombres son buenos, Bohemio! Y aman y entran en los templos y se arrodillan. Rezan debajo de las bóvedas curvas y pintadas de la puerta al altar -las nubes de incienso que surgen y llenan el ambiente- los santos y las vírgenes con vestiduras de cielo y diadema de pedrerías, que miran desde sus nichos mientras rompen del órgano los salmos que tienen los ecos doloridos de la muerta Jerusalem, sobre cuyas ruinas brota la yedra y se extiende la maleza abigarrada. Hablaban a la vez con las miradas hacia el cielo como si rezaran, arrobados en el frenesí de la pasión. Era un dúo de gentilezas, de adoraciones y de perdón; hablaban deprisa como si aquella primera nube en su vida de amor les avisara que debían decirse pronto todas las cosas: -ella de pie con su mano fina y blanca en la negra cabellera de Bohemio y él arrodillado en la sombra de aquel cuerpo alto y extraño. ¡Se reconciliaron y, ya la noche, sentados sobre el césped, se miraban! La memoria venía con las notas alegres y los temblores de los primeros encuentros. ¡Se miraban! El primer saludo -el pañuelo blanco de seda flotando de la reja de barras negras y largas y la rosa roja y húmeda de rocío reciente para sus cabellos de oro. El poema cantado con heroico arrebato y las modulaciones del arpa corriendo por el jardín en la noche tranquila -en el aire tranquilo y diáfano con rayos claros de luna- esa ermitaña de seda blanca que va peregrinando y aleja y borra los astros. Los ruidos iban y venían aquí y allá girando en círculos concéntricos que morían allí alrededor de ellos -los ruidos de la noche solitaria. Las hojas se despedían, dándose besos para dormir con quietos murmullos y los pájaros, acurrucados sobre la rama, escondían sus cabecitas debajo de las alas. Rumores que no tienen palabras, aleteos de céfiros, crujidos de insectos entre la yerba, sonidos lejanos y sordos, melodías de seres invisibles que vienen y casi no se escuchan el tic-tac y el tic-tac profundo del corazón muerto de amor en el embeleso supremo... y se miraban... Más lejos el río inmenso y bueno con un reguero de chispas luminosas, como si fueran un pueblo de almas brillantes que se movieran y ondularan hacia la tierra y a un lado y otro lado los barcos oscuros, inmóviles, sin vida entre las líneas confusas de sus jarcias, mientras las ondas bajitas se aplanan rodando sobre la tosca parda para buscar reposo y vuelven el ojo térreo y el paso fugitivo hacia las compañeras que llegan y traen, para los que se aman, caricias de espumas y los ecos lejanos y moribundos de las leyendas del mar... De la mano caminaban, fascinados por millares de luces, que trepidaban en la lontananza oscura. Iban hacia la ciudad y pasaban por calles rectangulares, flanqueadas de cercos de pitas y moras y de higos de tuna. Ranchos de adobe y techo de paja, las luciérnagas describiendo parábolas de luz, los cuises corriendo en líneas negras y rápidas de cerco a cerco y el ombú corpulento de copa redonda, con raíces gruesas en combas atrevidas a flor de suelo. Espectador solitario, cobija al caballo inmóvil, atado al palenque. Este recibe a los caminantes con sonidos graves, sordos en seguidilla temblorosa -las mismas palabras gratas con que ve en la noche aproximarse a su dueño y que pronuncia, cuando le acaricia el pescuezo y le palmea el lomo, arrojando al suelo cargas de pasto verde. -Aquí viven, decía Bohemio, los sobrevivientes que los de allá van arrojando hacia los campos... Tengan cuidado, porque conservan incólumes las tradiciones nativas, escritas y guardadas en las huacas; hablan el idioma futuro y crean el Verbo que arrojarán más tarde para la civilización que los echa. Son genios que encuentran cantos que suenan en la guitarra, en cuyo cavo seno se estremece toda la poesía melancólica de los campos abiertos de las pampas. Cuando ya no tengan idioma, y el artificio haya corrompido la estrofa, entregarán desde las cordilleras poemas ricos de savia, con himnos majestuosos, como los conos y las rotondas, en líneas quebradas en el horizonte, cubierto de nieve. -Tanta labor, murmuraba Eros, y tantas lágrimas derramadas, para que no les quedara sino el derecho de retirarse cada vez a morir más lejos. -No lamentes esa suerte, porque las tumbas abiertas en la pampa yerma harán germinar más tarde las elegías, que los pueblos juveniles escribirán sobre la losa funeraria de estas sociedades fenecidas. Tendrán la dulce armonía y las palabras del idioma de nuestras tribus primitivas y habrá en las escuelas historias de virginal poesía y cantos, y poemas, que narren a los venideros la odisea lúgubre de las generaciones envueltas en el ultraje de la conquista. Poco a poco saldrán, río afuera, los vocablos de esta hermosa habla castellana, madre de la imaginación sombría del Ingenioso Hidalgo -poeta inmortal con extravíos de genio- reina que fue de un mundo. Vendrá la naturaleza gigantesca de la comarca, con todos los esplendores y los sonidos de su magnificencia y las ternuras y las cóleras soberbias, a llenar de giros y modismos el lenguaje del espíritu nuevo, en estos pueblos. ¡Madre augusta, tu señorío ha concluido en estas playas!... Sus hijos alguna vez han manchado antaño la blanca vestimenta, y entristecido su rostro pálido, y los nietos de los nietos acompañan, con religiosa piedad, sus desmayos de moribunda con trinos y gorjeos de ruiseñores y llantos y venganzas de vientos quichuas y guaraníes. Muere la naturaleza y empiezan las vastas hondonadas de los hornos y túmulos -en forma de pirámides truncadas- con troneras, donde se cuece y tuesta y endurece el barro. Las primeras casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo y puertas de pino de una sola hoja, aquí y allá sin orden, entre áreas de tierra vacía, al lado de las calles cubiertas de un colchón de polvo. -Estos son, decía Bohemio, los más virtuosos: salen con el saco al hombro en la madrugada, y trabajan de sol a sol, a construir la enorme ciudad enorme. Las mujeres asean la casa y hacen la comida y lavan en bateas ennegrecidas, flagelando la ropa retorcida contra sus bordes, mientras el agua turbia y azulada de jabón flota, por el empuje del brazo derecho, que se mueve y resbala rígido en rápidas sacudidas en la faena. Tienen hijos rubios y sonrosados, que corren y saltan: -la cara sucia y jaspeada de líneas cenicientas, detrás de las cuales se mueve y agita la sangre roja;- los brazos y los pies desnudos. Desafían la helada y se mueven intrépidos en los rayos ardientes, -ángeles llenos de vigor, de músculos robustos y con desazones salvajes de creadores de apellidos históricos para el porvenir... A la noche se sienta la familia en el comedor chico, al lado de la mesa de pino; el padre descansa; la madre remienda la ropa y los niños hacen palotes y leen la cartilla... y al rato ponen los antebrazos sobre la mesa y dejan caer los ojos cerrados y la cabeza lánguida y adormecida... -Cuántas veces, exclamaba Eros, los he visto, de la mano con los hijos, entrar en la iglesia y arrodillarse, y he pensado en esa fría desventura que es la pobreza -la pobreza resignada que tiene plegarias. -Estos son, replicó Bohemio, los que van a arrojar más tarde, río afuera, los apellidos enervados en la riqueza, satisfechos del renombre y de las hazañas de los abuelos -vidas estériles, extraviadas en la holganza de todas las perezas intelectuales y muertos al fin en el ciénago oscuro... Seguían caminando: las casas más cerca, más tupidas; las manzanas enteras edificadas. Las casas altas y bajas, altas y bajas, lejos, lejos, en la calle larga, recta e interminable, revocadas y pintadas de todos colores. Líneas severas de arquitectura, como hechas deprisa, con toda la parsimonia sólida y cómoda, sin zarandajas ni estropajos de oropeles artísticos; chimeneas y una que otra cúpula de templo; árboles en fila a veces, y en el medio el adoquín chato, resbaladizo, con matices negruzcos y brillantes. La ciudad enorme, frenética de vida y de movimiento, cruzada, atropellada y ensordecida por carruajes y carros y bramidos de locomotoras, con columnas largas de humo negro y manso, y el lento vaivén de sus palancas, el pecho negro, redondo y abierto, en actitud de devorar el camino. En medio de todo ese caos de ruidos, por las calles del damero interminable, líneas negras y apuradas, corriendo por las veredas confundidas, entrando y saliendo en los grupos que ralean y huyen y vuelven y se rehacen y gesticulan y sonríen y pasan rápidos como soldados en marcha. Aquí y allá, voces y diálogos por todas partes; gritos y protestas y conferencias sigilosas: -la ciudad, que en ese momento dormía, plateada en una de las aceras e iluminada por la luz tenue, difusa y débil de la luna que tiene manchas negras que se mueven en su seno, como si fueran fantasmas que no pudieran conciliar el sueño que da reposo. Caminaban despacio por la vereda de la sombra, como sobrecogidos por el silencio de aquel descanso de las multitudes en sus casas. Poco a poco fueron llegando a la gran plaza cuadrada -la pirámide en el centro. En ese momento descendía el astro de la noche a ocultarse; la oscuridad bajaba, y desvanecía los contornos netos de las cosas, y el gas, más vivo, llenaba de vagas claridades mortecinas el recinto... Se sentaron en las gradas de mármol de la Catedral: él tenía su sombrero de copa en la mano y ella con el guante lila recogía sobre sus pies el vestido, que caía en pliegues largos y abandonados. Cerca el uno del otro, replegó en divina cabeza sobre el hombro de Bohemio. Miraban el Cabildo a la derecha, enhiesto e iracundo todavía, en su elocuencia secular de gritos y estremecimientos de pueblos; la casa de los virreyes a la izquierda, y el templo, azotando lejos su cuadrado de sombras y melodías calladas y cantinelas de letanías murmuradas por un coro invisible de sacerdotes allí escondidos. En el fondo, el río negro, bramando entre las toscas sus canciones eternas, y sobre sus cabezas juveniles el cielo azul profundo, tachonado de estrellas fúlgidas y maravillosas. Estaban solos y sin sollozos cayeron dos lágrimas de los ojos de Eros: ¡alma exquisita que has encontrado la forma para saludar tanta gloria! Decía cosas que parecían plegarias en frases patéticas y enternecedoras -en voz baja- como si se contara a sí misma sus amores y sus sueños... -¡Oh mi patria, numen de mi inteligencia, cómo siento en el corazón toda la intensa poesía de tus glorias muertas!... ¡Mis hermanos vagan por allí, porque han enriquecido con su sangre tu pecho de mármol, y mis padres, envueltos en la sombra confusa de sus larvas heroicas, todavía caminan hacia las cumbres cubiertas de nieve secular!... ¡Oh sauces, cielo y río, que yo amo y tenéis frescuras que mitigan la sed y el calor, proteged las urnas que honran nuestra historia, vientos impetuosos perfumados con las fragancias de los trebolares de la pampa!... ¡Yo quisiera morir también para que mi espíritu acompañara esas sombras adoradas!... -No, Eros; tú no debes decir la funesta palabra, porque esos que tú ves allí dormir a los cuatro vientos son los trabajadores prodigiosos. Están encargados del porvenir y en el fondo de la fatiga y de la congoja sublime está la esperanza y el empuje sobrehumano de la voluntad colectiva hacia las cosas eternas. Los individuos pueden caer marchitos en todos los derroches, dispersar los átomos de su cuerpo, concebir en la demencia todos los anonadamientos del no ser, pero las síntesis no mueren, porque sus monumentos están levantados sobre poemas de dolor y de sacrificios. Hay muertos que velan desde sus sepulcros desolados la marcha heroica del pueblo y recuerdos de indomable denuedo que lo confortan en la hora triste de sus desmayos. Hay epopeyas que las naciones cantan siempre en la aurora inmortal de su existencia que tienen versos de granito y sonoridades de bronce. Esas no mueren, porque el tiempo, ese viejo huraño y largo, de carnes enjutas y secas, las va entregando a las generaciones sucesivas con su mano gigantesca... -Sí, gritó Eros, con la vista extraviada en el espacio, como si viera a su pueblo, cargado de todos los honores, el primero en la marcha triunfal de las muchedumbres hacia el cielo. Sí, repitió, levantando los brazos, porque Dios que sintetiza el alma del universo no muere y la patria que yo amo es la hija predilecta de sus cariños y le ha robado el corazón... Arrodillados sobre las gradas de la Catedral en la infinita soledad de aquella noche, se abrazaron, como si aquel fuera el último y moribundo adiós. Tenían miedo de estar allí solos, en medio de la sombría magnificencia de aquella plaza, al lado de las columnas amarillentas del templo, altísimas en su enorme circunferencia. Les parecía sentir los ruidos suaves con que suelen moverse las apariciones de las tinieblas, magos con paludamentos de terciopelo negro hasta el suelo y multitud de estrellas brillantes de plata y hadas fantásticas de blanco vestidas y conos lilas en la cabeza. Se acercaban a ellos con negros crespones en la cara y extendían los brazos para separarlos y tenían crujidos secos y sordos castañeteos en sus movimientos rítmicos y felinos. Son los dioses de la noche, que vagan siempre, y cuidan aquellas memorias inmaculadas, y alejan el pie profano... Eros, pálida y fría, y Bohemio sosteniendo su delgada cintura, sintieron poco a poco alejarse los rumores del río y perderse las líneas de la casa de los Virreyes y transformarse en una nube oscura la iglesia y el rectángulo del Cabildo. Entraron en el claroscuro de las calles interminables, entre las casas altas y bajas, altas y bajas, lejos, lejos, y llegaron a las afueras entre la brisa perfumada y fresca... Eros caminaba despacio, con su cuerpo doblado y su cabeza caída sobre el hombro de Bohemio, cada vez más pesada... y fue haciendo más lentos y cortos los pasos... hasta que se detuvo y se quedó dormida... Bohemio la cargó suavemente, con la religión de amor, como se hace con los niños que se adoran... y los brazos de Eros cayeron blandos y sin vida a lo largo de su dorso, y sus cabellos de oro sueltos flotaban en mansas ondulaciones, y su rostro pálido se movía en el andar de Bohemio, como en una cuna apacible... mientras pasaban al lado de cercos de moras y de higos de tunas y se oía ladridos lejanos de perros y los ecos armoniosos y puros de las cántigas vascongadas. Llegó a la casa de Eros, y en el comedor, sobre el sofá tapizado de crin negra, la acostó... en las primeras claridades de la aurora, que entraban por las ventanas abiertas, al lado de su arpa... Dormía la delicada criatura, frágil y amable, con tanta paz angelical en toda su persona, y con tan dulce y divino abandono que Bohemio se arrodilló, para velar su sueño en silencio, y los pájaros llenaron de arrullos la celestial vivienda... Pallida Mors!... Despertó tarde en el silencio del sol del mediodía y miró. Bohemio, de rodillas, había dejado caer su cabeza, las manos entrelazadas, colgando: él también dormía, pero inquieto como si escuchara en su sueño voces de zozobras lejanas. Se acercó sin hacer rumor y le besó el cabello. Era su persona serena y blanca, la cara con luz en la mejilla, los rayos de oro del sol en el cabello largo y lacio... Apoyada largo rato la mano en el respaldo del sofá, contemplaba el corazón generoso e intrépido de Bohemio y su imaginación sombría y enfermiza. Tuvo miedo de los desmayos que agitan y deprimen los grandes espíritus, en la soledad tenebrosa del alma atormentada en el desierto del mundo, para más tarde, cuando ella ya no fuera sino un recuerdo doloroso de amor vagando por la casa. A esa hora, la hora de la siesta, la calle arde y las casas se llenan de oscuridades y de silencio; las cigarras cantan su atropellada y barullera canción; los pájaros pían sin gorjeos debajo de las hojas, la lagartija sale al camino moviendo aquí y allá su verde cabeza, mientras las moscas se guarecen en los rincones y desde allí zumban e invitan al reposo con los murmullos de sus alitas transparentes que se chocan... Cerró Eros las ventanas y las celosías y, sentada al lado de su arpa, movía la efigie celestial y triste y su mano fue deslizándose sobre las cuerdas amarillas... Sonaban las notas en las medias tintas de los cuartos tranquilos llevando, en trinos, arpegios y rítmicas cadencias, aires de melancólica dulzura, como si fueran cantando amores de pájaros, susurros de plegarias y tristezas de los tiempos viejos. Había en la música sonoridades heroicas y vagaban entre sus cuerdas figuras gloriosas, llevando ramos de encina en triunfo; y diálogos ingenuos y deliciosos, como si los dijeran esos niños que se sientan de noche en el cordón de la vereda, atónitos en el espectáculo prodigioso de los astros... Recordaba Eros de los padres muertos: los viejos guerreros, durmiendo en el sepulcro, al lado de sus espadas de honor, y los días juveniles de las madres, sentadas en su dormitorio, haciendo hilas de un trapo blanco y poniéndolas como montoncitos de nieve sobre papel de seda. La veía asomarse al balcón, a espiar los tañidos de los clarines de la calle, y caminar por los cuartos, el oído atento para ver si llegaba... Las madres les enseñaban a rezar y los hermanos, repetían todas las noches la plegaria... Ave María, llena de gracia... ¡protege la vida de los que van a morir por la patria, la vida de nuestro padre, y devuélvelo a nosotros!... La casa está triste, porque falta el ángel que la defiende, y aquí están, si es necesario, nuestras vidas, para ti, en holocausto... Ave María, llena de gracia, el Señor es contigo... Tú que das a la ratona una tapera derruida, con un zarzal de moras para cobijar sus nidos, ofrece a nuestro padre un techo entre las nieves para que tenga calor en su reposo... Piense que estamos buenos y le esperamos y todos los días besamos su retrato... Tenga alegrías en el corazón, y esperanzas, y si mueres ¡oh padre! Sombra bendecida, fantasma de inconsolable amor, de rodillas temblarán tus hijos sobre el sepulcro y seguirán tus huellas... Ave María, llena de gracia, bendita tú eres... Después se apagaba poco a poco el sonido, como si cesaran los ruidos de la casa y las madres acostaban los niños a dormir, y había roces leves de frazadas que caían sobre sus cuerpos en las noches de invierno e ímpetus de amor y abrazos y besos. Y ellas volvían después a sacar con el índice y el pulgar las hilas finas y blancas para hacer montoncitos sobre papel de seda, mientras la vela de sebo iluminaba débilmente el dormitorio y la lechuza graznaba acurrucada en el techo la siniestra profecía. En ciertos momentos la música adquiría un movimiento solemne; ya no eran cuadros ni recuerdos, sino como pueblos de sacerdotes en marcha que arrojaran los problemas del porvenir para la razón serena, que tiene las intuiciones y las clarovidencias atrevidas para concluir muriendo la melodía en un giro afectuoso de amor. Allí, en esas últimas notas, estaba escrito el gran poema que iba a terminar... Con los brazos caídos, como si quisiera completar todas aquellas cosas indefinidas, Eros murmuraba: ¡Dios mío! ¿Por qué cuando uno muere no muere solo y deja gérmenes letales que van bebiendo los que están cerca en las angustias del dolor?... ¿por qué lloran cuando uno se va, sí es tan lindo irse a vivir a una casa mejor?... Él oyó las últimas palabras y, levantándose dijo: -Yo he sido por ti redimido y quiero que vivas... -Los redentores mueren siempre, contestó ella. Se adelantan a los tiempos, crean el futuro y la muchedumbre vulgar extraña y acomete los nuevos propósitos y los lapida. -No importa: tú eres la belleza suprema, yo te siento inmortal en mi corazón... -No sabes: yo tengo el alma de la Eros griega: visito un momento el espíritu del hombre en las horas juveniles y me voy para volver, como las estaciones, y llenar otra vez el corazón de sus hijos de loa esplendores de la pasión, y mientras haya criaturas desvanecidas en el ensueño de amor delicioso y profundo -por los siglos- yo estaré. -No: tú no morirás, dijo Bohemio con voz ronca. -Y los hijos, continuaba ella dulce y fría, dejan siquiera morir en paz a los que son como los ángeles, delicados y amables. Esa voz ronca, ese nudo de la garganta, esa carraspera que arañaba el pecho hondo de Bohemio, estalló... fueron las notas de las soledades lúgubres del naufragio y los silencios de las cosas muertas después de la batalla... estalló en sollozos, en sacudidas formidables, en ayes y quejidos lastimeros y prolongados, que resonaban en el recinto con tropeles de tempestad y redobles secos y sordos de cajas que marchan a la funerala... Eran los gritos de la entereza varonil quebrada, sus cóleras hechas pedazos y su soberbia... Ella iba a morir -aquel único y espléndido amor, aquella divina Eros, que había inspirado todos sus cantos y que llenó un momento su casa de anacoreta con todas las eflorescencias y las esperanzas de la vida... Él volverá a su covacha como un perro sarnoso que se queda solo y huye y se agrupa en el rincón, hasta que ya no fuera sino una huesa, con un montón de trapos corroídos y larvas quebradizas y redondas y negras, y millares de gusanos muertos... Al fin el hacha de la leñadora siniestra, que tiene las órbitas excavadas y blancas y el cráneo desnudo, iba a derribar la encina vigorosa... -Yo he sido cruel contigo, empezó Eros, yo no he debido decirte las cosas que lastiman el espíritu... Él movió la cabeza sin hablar y sin llorar. -Tú eres bueno, has sostenido mi orfandad, has defendido mi inocencia y mi candor. Yo te amo y me inclino en tu presencia, generoso caballero; abre tus brazos, porque ya siento que el corazón se va en el último desmayo... Él movió la cabeza sin hablar y sin llorar. -De todas maneras, yo no lo deseo... pero está escrito... mi cuerpo tiene la urdimbre del cristal frágil y no resiste el ímpetu de la pasión; sus fragmentos se van... -Se van, murmuró Bohemio, con el ojo helado y resuelto... -Yo quisiera morir aquí, sostenida mi cintura por tu brazo robusto, teniendo mi cabellera por almohada, para que tú me cierres los ojos... -Puedes morir, yo te llevaré conmigo. -Allí en la selva, al lado de los cedros, que han visto la inocencia de mis juegos infantiles, de donde asomaba mi cabeza en la mañana para ver tu casa. -Puedes morir... -Donde por primera vez contemplamos la misma estrella brillante y nuestras almas se abrazaron en el éter sutil y tranquilo... -Puedes morir, yo te llevaré conmigo... -Al pie del cedro, cava mi sepulcro, Bohemio, debajo de esas violetas, porque yo quiero que los pájaros acompañen mi sueño eterno con sus cantos y las gotas de oro del sol rodeen como una guirnalda mi frente pálida de muerta... -Nunca, contestó él, la mano extendida y el dorso arriba, nunca. Mal de tu grado, yo te llevaré lejos, cuando tu cuerpo ya no sea sino una filigrana, atravesada sobre la cruz de mi caballo alazán, inclinado adelante, a media rienda, muy lejos donde el sol deslumbrador se pone y deja puntos negros en los ojos que se ven por todas partes... -Yo tendré miedo de esa infinita y dilatada soledad de las pampas... entiérrame aquí donde han muerto mis padres. -¡No! ¡Eros! Allí también hay pájaros que caminan agachados entre la lujuriosa vegetación rastrera y vuelan de mata en mata y águilas soberbias en la altura y cóndores que se paran en la roca negra en el horizonte a mirar... y pastizales llenos de perfumes, y jardines de flores silvestres y bosques altísimos de paja y de cortaderas y primaveras que hacen estallar el prodigio de la vida agreste en la inmensa sábana verde, que termina en la línea neta del cielo azul que se derrumba a pique... porque la casa de tus padres va a desaparecer ardiendo, agregó Bohemio con ademán sombrío... Allá lejos hay extensos cañadones donde crecen los juncales que tienen pájaros negros que se columpian en la punta, donde hay penumbras apacibles, zonas tiernas de pasto y deliciosas frescuras. De allí veremos asomarse en grupos los guanacos que miran con ojos grandes y curiosos. -Dios mío, interrumpió Eros, allí estaremos los dos entonces en el silencio de aquella gran tristeza, en la calma imperturbable de los campos yermos... ¡Si tú quieres así sea!... Bohemio sintió una onda de ternura derramarse en lágrimas por sus mejillas y, mirándola en los ojos, y sacudiendo la soberbia y renegrida cabeza, habló las frases enternecedoras de todas las alegrías: dulce piedad mía, gratitud de mi corazón, tú vienes y me acompañas lejos de estos sitios de dolor... -Yo soy tuya en la vida y en la muerte; háblame... Cerca de la ventana abierta se abrazaron en el Sol moribundo, mientras Eros le repite al oído: háblame, porque quiero oír tu voz hasta morir. -Allá lejos, susurraba Bohemio, hay sábanas que terminan en el horizonte, blancas y gruesas de nieve en las madrugadas serenas de invierno, y lagunas cristalinas, cruzadas por el lento nadar de los patos y aves de todos colores que descansan en bandadas en las orillas, en la hora de la siesta ardiente, mientras los teros, centinelas aviesos del desierto, chillan, saltan levantando las alas y la naturaleza duerme como muerta en la profunda quietud de los rayos de luz... Hay tardes en que el Sol cae chisporroteando luz y colores de ópalo y la meditación divaga en todos los fantaseos del recuerdo, viendo al glorioso vagabundo que se va hundiendo detrás del confín de la pampa verde. -¡Oh! ¡Los panoramas estupendos! Balbuceaba Eros, casi desmayada entre sus brazos, cómo me alegro haber vivido... yo llevaré en mi corazón estas estrofas... pronto, Bohemio, dime, dime todas las cosas. -A esa hora se ven pasar en líneas oblicuas aves negras; la pampa se estremece, el tigre sale bramando del pajonal con ecos funerarios y las crestas de los pastos tiemblan en la suave ondulación de la brisa. Una estrella que asoma y se va, otra y otra, aquí, allá, por todas partes, como si fueran nimbos de luz que se hicieran pedazos en el espacio y la sombra arriba, y más arriba extendiéndose en enormes círculos, señora por fin de aquel mundo inconmensurable, clareado con penumbras de astros lejanos en el cielo oscuro con raudo pasar de meteoros en surcos luminosos y rápidos de arriba abajo... ¡Oh! Almas en pena, peregrinas de la noche solitaria, que tendéis el vuelo, buscando caricias y amores, ¡yo también busco para esta dulce piedad de mi alma un rincón delicioso en la comarca!... Hay en la noche fulgores rojos de incendio en el horizonte, chatos y anchos, y llamaradas veloces en desenfrenada carrera, que traen en su seno todos los rugidos del huracán que se acerca. Hay chasquidos y choques de pajarracos ciclópeos que se atropellan en la humareda densa y renegrida en remolinos despavoridos y tropeles y pataleos formidables de animales que cruzan como espectros la lúgubre hoguera abierta. Hay huidas de leones que se arrastran y sangran en la furia desesperada y loca, y el bagual en el centro, dominando la escena de terror, síntesis de todas las energías libres y salvajes, azotando en la hornaza el cuerpo bellaco, el pescuezo entre las manos, las crines de luz al viento, llenas de frenesíes en fuga, el ojo torvo abovedado y frío de piedra. Ni un solo hombre en la pampa, y mientras en las gargantas de las cordilleras suena el casco del potro del indio que se va, yo llego al paso de mi caballo alazán con mi cariño en la cruz, para enterrarlo en el limo de los juncales sombríos y frescos, en medio del espectáculo de toda esta infinita grandeza superada solamente por la divina criatura en la solemne y tranquila sublimidad de la muerte. ¡¡Así sea!! Entonces entraron por la ventana a millares y cayeron las hojas secas y amarillas y las flores desprendidas de sus gajos y Eros transfigurada, sombrío fantasma -estática en el cielo y en el sol- cayó de sus brazos para acostarse y morir sobre el sepulcro marchito. Bohemio la vistió con su traje blanco de raso con festones de azahares y zapatitos con hebillas de plata, envuelto el cuerpo rígido -largo a largo- en el tul transparente de las novias. Dormía... Su almohada fueron las ondas voluminosas de su cabellera rubia, y las hebras de oro del sol rodearon como una diadema su frente pálida de muerta. Así Eros ha muerto, como los pétalos de la rosa que tiene color de esmalte y caen en la mañana sobre la tierra negra y húmeda, con puntos cenicientos y marchitos y grietas a lo largo... ¡Oh! No busques sus aromas, alegre peregrino, que pides a las flores deleites, color y fragancia; ¡ya se han ido corriendo con la brisa lejos a dar vida y esencia al seno de esmalte de otros pétalos! Así Eros ha muerto como la paloma moribunda que ha caído con las alas extendidas al patio de su nido de amores, la paloma que tiene ojos negros y tristes... ¡Oh niño! Que has construido tu palomar de madera con cuatro pequeños cuartos y entradas en semicírculo, no llores su muerte... ya se ha ido su alma volando blanca como el armiño en busca de otros senos tibios... Así Eros -como la onda de luz que da color al prado y se va, y los arpegios armoniosos que suscitan los ecos gemebundos y se dispersan lejos hacia el horizonte, así Eros iluminó un instante la casa de Bohemio y trasmigró átomo por átomo hacia las estrellas. Pero ella vuelve siempre porque es inmortal y entra en la última noche de la novia azorada con su cuerpo alto y extraño de alabastro y coloca blondas y azahares al traje blanco y largo de raso, abandonado sobre el sofá... Blanca mariposa cansada temprano de volar en el prado, ha dejado su color sobre flores y yerbas antes de acostar su cuerpo pálido y morir... ¡Niñas que tenéis veinte años, llenas de gentileza y que salís en la primavera del sol porque estáis de novias, con sombreros de paja blanca, de alas caídas y apretadas contra la mejilla por el barbijo de terciopelo negro! Eros ha muerto, que es la síntesis sublime del mundo de amor que ilumina vuestro semblante y el ensueño que agita a todas horas el mar incierto y misterioso de la nueva vida que os espera. Eros va cantando sobre la tierra, la ternura inefable de las llores secas y de los relicarios regalados y guardados en los roperos, y repite todavía con párrafos inmortales las modulaciones de la palabra, que tiembla de amor... Han venido las niñas que yo he llamado con lágrimas en los ojos y alegrías suavísimas y piadosas; se arrodillan sobre su sepulcro, trayendo flores en homenaje... Le cuentan los martirios del alma enamorada, hechos de recuerdos y de esperanzas y algunas, con el rostro mustio, las torturas de la pasión no correspondida con las perspectivas sombrías de la muerte... ¿Por qué habrá algunas veces urnas de pórfido jaspeadas de puntos blancos, donde yacen las cenizas prematuras y por qué terminan así en el lúgubre ritornelo del sepulcro los cariñosos poemas? Bohemio incendió la casa de Eros Paradisíaca. Viose en la noche fulgurar dentro del comedor un hachón de fuego con brillazones amarillas que arrojaba relámpagos a la calle y pasó volando. Al rato olor a humo como el que traen lejanas quemazones y otra vez rápido el reguero de chispas y llamas que iluminó las cuerdas del arpa y en la calle fueron reventando chorros de fuego y zonas de tinieblas a medida que el hachón iba corriendo a saltos, furioso, de cuarto en cuarto, llevado por él con ojos terribles y alborotado y negro cabello. Enseguida salió corriendo el enorme mechero de fuego echando atrás horizontales las greñas amarillas y Bohemio con el rostro pavoroso atravesó en fuga la calle. Llevaba el cuerpo muerto de Eros con su vestido blanco y largo de cola, mientras la cabeza llena de esplendor se bamboleaba en la carrera y el cabello barría adelante el suelo. Bohemio había hecho un arco con su brazo izquierdo y la sostenía de la cintura mientras caían aquí y allá llores de azahares que saltaban en el camino. Entró a su casa y otra vez rompieron de las ventanas y puertas haces luminosos y rapidísimos y se veían cuadros y estatuas y libros centellear en la luz y pasar... tinieblas y fuego atrás, atrás hasta el fondo en que se alzaba todavía la tea en la mano satánica de Bohemio, mientras una columna de humo negro salía de cada mansión en globos densos y sucesivos, empinándose de las chimeneas, azotándose afuera de la puerta y detrás de los vidrios, entre los tupidos y oscuros cortinajes se veían las llamas rojizas confundidas con las sombras revolverse en nubarrones de tormenta. Al rato se dispersó el humo y el fuego dentro de las casas en lenguas agitadas, víboras, penachos y conos serpeando, lamiendo, volando incineraba cortinas y cuadros con llamaradas ligeras y acometía los muebles que desaparecían castañeteando en la hoguera de infierno. Crujían las puertas, rechinaban las ventanas y los vidrios hechos añicos y había chirridos y retumbamientos de objetos que caían y ruidos de fracturas colosales y desesperaciones de llamaradas atropellando anhelantes el espacio abierto, y conglomerados de chispas desatadas de la hornaza volando a todos los vientos con rabias satánicas de destrucción y de muerte. Había torrentes de fuego con reverberaciones prodigiosas reventando por todas las junturas y los agujeros de los edificios, echando la deslumbrante luminaria hasta el horizonte rojizo y en la enorme claridad difusa las casas y los árboles destacaban sus figuras con contornos de estereotipia. Había de cuando en cuando exasperaciones lúgubres del incendio, temblando la atmósfera en el horror aquel y estampidos y sordos reboatos y las llamas presas de todas las locuras del furor habían transformado las mansiones en dos orbes de fuego... Y se vieron los techos levantarse y caer, levantarse y caer como sacudidos por un ciclón lleno de alaridos y las paredes con anchas grietas tenían todas las bruscas oscilaciones de un péndulo maldito, hasta que se hizo un rimbombo fragoroso y prolongado y los techos se derrumbaron sonando y saltando por el pavimento. El incendio achatado huyó y se produjo en rededor una espantosa negrura de sepulcro. Una humareda densa y acre se extendió en círculos en el ambiente y las llamas poco a poco empezaron a filtrar culebreando a través del escombro, un maremágnum de tirantes destrozados y chapas de zinc, brotando cenizas, carbones y fuego. Eran las mismas lenguas, conos y penachos, que reiniciaban el incendio, mientras las paredes resquebrajadas con hundimientos y combas ennegrecidas sostenían fragmentos de tirantes como muñones escarlatas y en medio de la zambra salvaje de ruidos se oía de cuando en cuando el relinchar agudo del alazán que se movía despacio hacia la pampa. Bohemio lo montaba, aperado como en los grandes días, llevando el cadáver de Eros Paradisíaca atravesado en la cruz y en las últimas luces del incendio fueron desapareciendo poco a poco la línea blanca de su traje de raso, la celestial efigie mirando al cielo y la onda voluminosa de su cabellera rubia, que pasaba deslizándose en silencio, rozando los pastos. Allá en el horizonte, Bohemio dio vuelta, levantando la mano, como si ese fuera el dulcísimo y último adiós a ese nido desaparecido de sus idilios de amor. ¡Epopeya! Había pasado Bohemio a través de la planicie solitaria, mirando a lo lejos alzarse con turbiones de tierra el tropel de los baguales y levantarse manadas del avestruz zancudo y precipitarse huyendo las gamas, y el cuerpo muerto de Eros Paradisíaca descansó más de una vez al lado de las frescuras de la cristalina laguna. Ya se habían perdido los matorrales del pastizal exuberante y las arenas desiertas y movedizas aplanaban la superficie blanca y ardiente en las reverberaciones de los rayos de luz. Entró en las auroras esplendentes y corrió debajo del incendio del sol en la siesta reseca y las oscuridades de la noche infinita de las Pampas acompañaban la tenebrosa silueta del alazán... Llegó al fin a las selvas vírgenes de caldenes altísimos, que arrojan sobre la verde alfombra las sombras eternas, y ocultan los amores de familias innumerables de pájaros y resuenan en la lóbrega lontananza del brutal epitalamio de los leones. Poco a poco los átomos del cuerpo divino de Eros se fueron desvaneciendo y se hizo toda ella una transparente filigrana de oro, donde los ruidos de las interminables soledades y los murmullos del enmarañado boscaje, trepidante todo y sombrío en el tripudio estival se trocaban en acordes y ritmos y melodías prolongadas y lastimeras, que sonaban narrando la leyenda épica de la lucha secular y bárbara... Estallaban alaridos salvajes y el lejano rimbombo de los corceles en la furia de la carrera, sacudiendo con saltos de terremoto la entraña de la tierra... Eran las invasiones, era el rugido de la matanza que llevaba en su seno estrépitos de incendio y bramidos de tormentas, de esas que desgajan y asolan la naturaleza y la noche, volteando con todo el cielo negro y vertiginoso, arrojada como tapa de sepulcro sobre los ranchos despavoridos y mujeres en fuga, arrastradas de las greñas hasta la cruz del potro galopante precipitadamente. Y brillar de lanzas con recios y rápidos chispazos homicidas, mientras la llamarada cunde y abrasa las habitaciones maltrechas y las moharras fulguran rojas de sangre y la verde campiña se transforma en una abigarrada mezcla de yerbas arrancadas y negra polvareda. Después redoblan las cajas, broncan los cañones, se parte el aire de chasquidos y latigazos, el pst, pst, pst de la fusilería y más lejos resuenan en el ambiente los relinchos y el mugir largo, angustioso e interminable de la hacienda polícroma en marcha hacia la cordillera... -Cuántas veces, dijo Bohemio, esos mismos defendieron en lo más abrupto de las gargantas la integridad del territorio, esos que han sembrado la Pampa, trecho a trecho, de sus huesos blancos... ¿Quién ha tenido la culpa de la desaparición horrenda de esa temeraria raza de bravos? -Ustedes, contestó una voz detrás de él y vio Bohemio un indio de gallarda persona y color cobrizo, que se arrastraba serpeando entre los caldenes. -¿Quién eres tú? ¿Qué haces? ¿Eres acaso el genio que guarda las divinidades de la selva? -Yo soy Pincencurá, rey moribundo de las Pampas, alma heroica e indomable de todas las resistencias. -¿Y esas cicatrices que te cruzan como líneas de nácar el rostro y el pecho generoso? -En los báratros de la montaña, repuso el indio, eran las batallas de sangre para defender los pasos y cuidar vuestras casas y familias. Los enemigos caían de los senderos a despedazarse en los conos agudos de las rocas y las heridas que nos abrían en el combate, las endulzaba el rocío de la noche y las secaba el sol de la tierra natal victoriosa. Pero estas otras que tú ves aquí y que todavía destilan sangre, son las que nos infieren los hermanos y esas no se cicatrizan nunca. Del otro lado de las cordilleras están todavía las tribus, cuyos hijos rodaron más de una vez en las derrotas de muerte y ellos saben que ya no suena el casco del bridón, y no llega blandiendo la lanza de guerra el indio argentino. Han podido, cristianos, distribuir a lo largo un pueblo de guerreros, como baluarte heroico e invencible y prefirieron dejar un reguero de muertos y no es así como se defienden y se hacen inmortales las comarcas. -Y las invasiones, gritó Bohemio, y el criminal depredar de ustedes y las lágrimas del cautiverio hasta la muerte. -No contesto eso, replicó el indio. Han debido enseñarnos, con el ejemplo, que es arma cobarde la represalia... pero han sido lógicos: han llevado a la conquista las mismas ideas de destrucción de hace cuatro siglos, han pasado arrasando y sepultando todo bajo los escombros y la yerba estropeada y hundida en el piso por el rodar de los cañones -esa que después que pasan se irgue un poco para mirar el cielo y morir- ya no ha resurgido en las praderas dilatadas, como no se han desplegado al sol las maravillas de las civilizaciones fenecidas. Han podido educar: darnos el corazón de hierro de vuestra raza y nosotros enriqueceros la sangre con la pureza de los vientos de la montaña y la inteligencia de los virginales cánticos de nuestro idioma incontaminado. Han preferido matar, eso era más fácil... Así sea. -Indio, interrumpió Bohemio, no te consintiera yo el sarcasmo para las glorias inmaculadas de mi pueblo, a no ser tu miserable condición y la reverencia por estos despojos piadosos. -Ya lo sé: puedes continuar la obra de tus antepasados, porque yo soy el vencido moribundo, continuó el indio, sacudiendo la melena rígida como sus dardos... Pero cuando yo velaba armado y corría en la noche a través de las crestas de las montañas en la salvaje y robusta libertad, no se sentían, como ahora, voces y no había ronquidos extranjeros sonando en nuestros valles. -Tú insultas, Pincen, con lengua malvada y blasfema. -No. Yo afirmo. Mientras ustedes viven en las ciudades y en los campos, en los sordos temblores de la conspiración y desgarran la gloriosa vestimenta de la gran patria, mientras se saturan de oro y de molicie, ellos con el cuerpo estirado, aferrados de roca, en roca, van trepando la altura y yo he oído ruido de cadenas largas que ellos llevan corriendo, al hombro, inclinados adelante para medir nuestro territorio, las mismas con que piensan mañana comprimir vuestras muñecas. -Tú has visto eso, rugió Bohemio, levantando la daga brillante al cielo y mesándose con la izquierda el renegrido cabello y la mirada torva. -Yo lo afirmo. No se miente cuando la muerte extiende sus dedos largos de hueso y nos araña el pecho hondo. He oído chirridos y chisporroteos de fraguas y martilleos agudos y recios de esos que trastornan el cráneo, preparando las armas de la guerra y agazapado como el cóndor detrás de los picachos; he visto las hileras de los batallones renegridos, entrando en el silencio esquivo de los desfiladeros. -¿Tú has visto eso y no has muerto en la pelea, rey degenerado de las pampas? -Antes más de una vez, contestó el indio entristecido, cruces con ellos hice y la lanza larga que les pasaba el pecho y levantados tan alto en el feroz cimbronazo en la carrera, los aventaba en el vano sangriento de los precipicios y los veía caer brincando con los borbotones del torrente espumoso hasta el abismo, hechos pedazos en las breñas y desprendidos sus miembros... Pero ahora... y le saltaba al indio la voz sollozante dentro de la garganta: ¿cómo quieres que busque la pelea con este mi cuerpo envejecido que lánguidamente arrastro y con este brazo que ya tiene los adormecimientos de la muerte? Allí está mi lanza, mírala... ¡la vieja lanza gloriosa del rey moribundo, compañera de las hazañas temerarias! Está apoyada en la bifurcación de ese caldén secular y echa hacia nosotros la punta aguda y oscura, como si esperase que otra vez la agitara la mano del guerrero indomable. Ha perdido el brillo que arrojaba chispazos en el combate y tiene el color de la herrumbre rojiza, como si en la estupefacción del abandono reflejara todavía destellos de sangre. ¡Pobre mi lanza! ¡Compañera intrépida de los varoniles años, alma del indio nómada y libre! Tus hermanos de acá arrojaron sobre tu renombre la sordomudez de los esclavos... ese es tu galardón, ¡oh exterminio del extranjero que entraba violando la santidad inmaculada del territorio! Has llegado cansada del ciclo de los inmortales heroísmos y has buscado como tu dueño para desaparecer la maraña salvaje de estos caldenes. Tu sepulcro y el mío están más adentro, allá en el fondo más oscuro de la selva, donde las ramas de la arboleda se trenzan con los zarzales y las enredaderas que surgen del suelo, y donde no se oyen sino los zumbidos de las águilas en bandadas. ¡A paso lento llevaré allí mi cuerpo para morir contigo, mi vieja lanza de guerra! ¡Para que los leones acompañen con sus rugidos la marcha de los átomos hacia la eternidad y no sientan nuestras larvas nunca, el paso de huestes extranjeras! Bohemio sintió adentro toda la sinfonía dolorosa de aquellas palabras y se desplegaron ante sus ojos negros los cantos de la inmortal epopeya. Pensó en aquella alma excelsa de filósofo y de profeta, herida en la entraña de sus cariños por el hierro de los hermanos y lo vio toda su vida: vagar así mismo por las estrechas y pedregosas calles, encorvado aquí y allá por todas partes con garra y saltos de pantera y fulminaciones de venganzas. Inclinó la frente, tendiendo al indio la mano amiga y sintió que su respirar le sacudía la mejilla y vio en sus pupilas dilatadas el reflejo tenebroso del boscaje sombrío. -Si te he ofendido con la verdad -empezó lentamente el indio- estrechando la mano delicada de Bohemio, sírvame de excusa el amor a la tierra natal. -Yo te ofrezco mi amistad, rey glorioso de las pampas, porque tu vida ha sido una áspera y larga odisea. Así encuentres bálsamo que mitigue el dolor de tus heridas. -¡Uno solamente, cristiano! Escucha esta última revelación. Yo me deslicé muchas veces en la noche con resbalar de culebra entre los desfiladeros, irguiéndome por encima de las rocas, y escondido en los valles rumorosos al lado del torrente y los he visto correrse al norte con misterioso sigilo para hacer a tu pueblo el cinturón de hierro. -¿Qué es eso? Indio, dijo Bohemio dando un paso adelante. -¿Tú no sabes entonces? Hay muchos que acechan hace tiempo la maravillosa y enriquecida comarca. -¿Otros todavía? -Sí... y ellos han pactado vuestro exterminio en tenebrosos conciliábulos y mandan para esos otros bayonetas y cañones. Ese es el cinturón de hierro... y ya han descendido de la falda de la montaña a nuestros valles y a la llanura, y apacentan rebaños hasta que suene la hora propicia y los pastores se truequen en guerreros feroces... -¿Y dónde están? Rugió Bohemio. -¡Al Sud! ¡Al Sud! Por donde entraban antes, indicó el indio y es necesario que surjan fortalezas defendiendo esos pasos y se aglomeren allí soldados y vituallas y se abran rápidos caminos... ¡y si tú vuelves, cristiano! Lleva el adiós supremo del indio para aquel pueblo grande por la nativa índole hidalga, incauto a veces en el prodigio de sus generosos ímpetus. ¡Adiós a mis montañas, cuyo dilatado manto de sombras cobija los amores y los nidos de los cóndores y a los torrentes que bajan saturados de las fragancias de sus primaveras y a las pampas bulliciosas en otros tiempos de las tolderías donde descansaban las tribus heroicas! Los dos se abrazaron en aquel silencio, mientras la filigrana de oro, cubierta del ropaje de raso blanco, los miraba rígida sobre la maleza rastrera. Pincencurá levantó su vieja lanza de guerra y con el brazo derecho en arco sostenía los pies calzados con zapatos con hebillas de plata, mientras Bohemio había hecho con sus dos palmas un suavísimo almohadón, que sostenía el dorso de la divina Eros, inclinada la cabeza a un lado y la flotante y sedosa cabellera. Marcharon así un gran rato entre las penumbras, debajo del palio acariciante formado por ramas y hojas en tupidas enredaderas de largos festones y se oían los pasos repetidos por los ecos de la selva y el chirriar de las águilas y el bramido lejano y rumoroso de los leones. Llegaron al fresco juncal, en lo más hondo del boscaje, debajo de la oscuridad cavernosa, producida por las enmarañadas y tupidas copas de la arboleda opulenta y cavaron la huesa larga, sobre la cual se inclinan los tallos verdes y flexibles, al lado de un hilo de agua traslúcida, serpentina en su faja de plata y sonante el eterno y delicioso murmurio. La dejaron poco a poco resbalar hasta el fondo al lado de la lanza de guerra acostada en la huesa y del limo negro y húmedo la cubrieron largo a largo... Y los nietos encontraron después hecho de piedra el cadáver arrodillado del rey de las pampas, velando aquella síntesis de los amores juveniles, todavía intacta y pura la filigrana de oro en la dulce resignación de la muerte. Salió de la selva Bohemio y fue llegando a los primeros contrafuertes, allí donde el suelo áspero y sobresaltado se echa a lo lejos en ondulaciones, que se esconden y se levantan cada vez más, hasta la cumbre que ostenta su dorso blanco con su abollonada corona de cúmulos. Pasó por los senderos hirsutos de rocas, al borde del hondo y siniestro despeñadero, paso a paso, montado sobre su caballo alazán. Este marchaba sentando con violencia el férreo casco, la cabeza erguida, y las crines tostadas que temblaban hacia atrás en el vendaval de las cordilleras, y resonaban en las lejanas hondonadas de los valles los relinchos salvajes. A medida que iba ascendiendo, saltaban al sol nuevos picos y conos y enormes bocas de cráteres extinguidos y fragmentos de gigantescos monolitos, y más lejos la enorme sábana blanca de las nieves eternas en curvas abiertas, en ángulos y en zonas dilatadas con proyecciones de bordes y aristas pendientes atrevidas sobre el abismo, y pirámides y montículos hasta el horizonte chato. Empezó a distinguir largas humaredas, que se empinaban dispersando en la punta el ceniciento plumero, y chimeneas, que surgían de cabañas, en grupos de caseríos aquí y allá, cada vez más altos en la falda inhospitalaria. Sentía tañidos agudos y acompasados de martillazos sobre enormes yunques, y veía aparecer, de cuando en cuando líneas fulgurantes de bayonetas y rodar estrepitoso y sordo el fuste negro y redondo de los cañones. Sentía estampidos subterráneos que hacían ondular el piso, como sacudidos por leviatanes escondidos, y fracturada la montaña en insondables rajas, reventaba al cielo humo, polvos y peñascos. Y veía un pueblo de gente enjuta y recia, acumulando piedra sobre piedra, construir torreones y fortalezas en apurada tarea, oyendo el grito ronco de los centinelas rodar hasta las últimas gargantas con los negros crespones de la noche silenciosa. Bohemio tuvo en el corazón todos los impulsos del odio torvo, y la imagen del rey moribundo, terrible vagando por las laderas como inconsolable fantasma, lo azotaba en las cavilaciones frías de las venganzas de sangre. De repente el alazán dio un salto y dilató las narices sonantes como alaridos y atropelló adelante, contorciendo todo su cuerpo como azuzado por las visiones bellacas de la matanza, y media vara de sus ijares magullados y humeantes de sangre, iban saltando con él rapidísimo por las rocas en la tormenta de la carrera. -¿Qué hacéis en esa comarca? Rugió Bohemio. -¿Qué te importa? Marchamos con el siglo; somos los conquistadores: estamos aquí por el derecho de la fuerza. -Ya se acabó esa lógica; los territorios no se violan, porque son las grandes tiendas donde se agrupan y se cobijan los hogares de loa pueblos en marcha hacia la inmortalidad, y esta estirpe de bravos no se conquista... y le partía el corazón de una puñalada al que estaba más cerca, que se precipitó volteando con brincos de saltos mortales al abismo. ¡A mí, seguía gritando Bohemio en el furor de la pelea, entre el choque de las espadas y el retumbar de los tiros, a mí, bravos de mi tierra! Gallardos enamorados juveniles, porque las castidades celestiales do las espléndidas criaturas y las urnas cinerarias de lágrimas y las glorias de antaño se defienden muriendo en las batallas legendarias... y sangre que salpicaba a chorros, y el alazán abalanzado sacudía a todo viento la cabeza demoníaca y los ojos de llamaradas, despedazando con los hierros de la pezuña cráneos enemigos. -Había rumores; golpes sordos que conmovían la tierra; brisas que traían como tañidos y un barullo de voces confundidas como interminable zumbar de ejércitos en marcha, y esquilas de clarines que saetaban a saltos los desfiladeros, y grupos de notas como himnos de guerra que entraban culebreando a poblar las soledades alpestres, y se sentía todo eso cada vez más cercano y los vientos sacudían el ambiente con esas vibraciones, que eran como los ecos de los temblores de los estampidos lejanos. Bohemio seguía peleando y corriendo con el alazán por las rocas: tenía amenazadora la frente y la hermosa efigie parecía pasión horrenda de hazañas y de venganzas. Asoma una bandera y otra y por todas partes el trapo desgarrado gloriosamente: el sol con los colores de las arenas de oro del río inmenso, y la faja blanca en el centro, y los rectángulos azules de líneas infinitas; sayal inmaculado con que los pueblos cubren el cuerpo muerto de los héroes sin tacha. Ascienden los batallones como líneas negras y atrevidas por la pedregosa cuesta, y más batallones desembocan, aquí y allá, las bayonetas en alto detrás de las peñas, y ruedan los cañones en la furiosa carrera a coronar las mesetas; y piafan los corceles encabritándose y relinchando sujetos al freno. Hay humos y estruendos, tac-tac taractac, y vomitar horroroso de las metrallas volando; y resonancias inmanes atropellando el báratro y los desfiladeros y las faldas de la montaña, con terremotos gigantescos, y rebotar de balas saltando con parábolas de exterminio. La humareda densa y acre sube lentamente en extensos escalones; y se ven orbes de fuego escaparse de adentro, y los nubarrones de aire y humo flagelados por los estampidos, se azotan hasta el cielo en las rumorosas prolongaciones del sonido. Siguen los batallones arriba por la empinada ladera, fríos y heroicos, paso a paso, en medio del ronco redoblar de los tambores, cerrando los claros de los que caen con un balazo en el pecho y la indomable pujanza de la pelea en la frente, y allá lejos, cada vez más atrás, la humareda enemiga ralea y se dispersa en el horizonte oscuro de la derrota. Llegaron a la altiplanicie que domina todas las cumbres, y el alazán saltando, adelante siempre, y mugiendo con el pecho de sangre, atropella desesperado en el vértigo supremo del heroísmo... y mil jinetes bravíos y maravillosos se derrumban como avalancha de muerte sobre cañones y cuadros, deshacen, y desbaratan, y entre las tiendas enemigas, alineadas como para el reposo de un pueblo nómada en marcha, caen en el polvo negro de la victoria caballos y caballeros. Los dispersos en grupos... sables y fusiles rotos... banderas hechas jirones y acostadas... sangre, bramidos y muertos... ¡Gloria y silencio en la noche que cobija a los valerosos; túmulos y margaritas silvestres, y plegarias y recuerdos! Bohemio no durmió; había acumulado el rencor de todos los siglos doloridos por el crimen nefando de la conquista. Era una síntesis aterradora y toda la nativa nobleza de su corazón se había desvanecido en las amargas cavilaciones de los propósitos feroces. Aquel lóbrego cielo y aquellas cordilleras que dormían en el oscuro silencio, le hacían pensar en las criptas funerarias que encierran las cenizas de los mártires. ¡Qué monólogo sombrío aquél! La ley del amor y del derecho había muerto: sobre ella estaba el hierro como detrás del alma está la bestia. La humanidad aplaude la conquista y la consagra, sin apercibirse que eso es el palmotear con las manos hundidas en los charcos de sangre. La familia y la caridad por la patria y la religión de los muertos son devaneos de espíritus enfermizos, y el progreso sucesivo y el empuje hacia todos los ideales que se diseñan lejos esplendorosos, son cavilaciones de melancólicos pensadores. Lo que debe enaltecerse es la fuerza del bruto. ¡Mucho cuidado con repetir el oprobio!... ¡porque los nietos han fracturado más de una vez el cráneo a garrotazos y dispersado a los cuatro vientos el cerebro despachurrado de los abuelos conquistadores o los entregan evirados al escarnio del mundo! Esta batalla señalaba, pues, en la historia, como colosal monumento miliario, una etapa gloriosa. Era el areópago de pueblos que encontró su heraldo armado en aquel ejército victorioso, cuyas tiendas, mansas de sueño se levantaban en las faldas de la cordillera. ¡Todos los sudarios salpicados con las lágrimas de las crucifixiones interminables de la historia se habían extinguido en la hornaza de aquel combate y las cadenas rotas de todos los oprimidos de la tierra, corrían fundidas por el granítico crisol de las cordilleras! Esos héroes, acostados sobre la dura mochila, que dormían el largo y profundo sueño do la gloria, sabían que todos los desheredados que no tienen patria habían escrito como ellos en la faja blanca de sus banderas el lema inmortal: es necesario morir todos para que del hierro de nuestra sangre se modele alguna vez la estatua del derecho más alta que las más elevadas cumbres, más fuerte que la maldad y la soberbia humana. Así se ve la historia, que siembra su camino de sepulcros de pueblos escalonados, y escribe los epitafios de la gloria con sangre vieja y ennegrecida, brotada de las batallas seculares, marchar a la conquista de todas las virtudes, y entre las profundas meditaciones de su filosofía, fulgurar las clarovidencias de la esperanza y la certidumbre de la victoria para los problemas futuros. Y si el espíritu se atribula alguna vez, viendo a la humanidad turbulenta volver atrás para buscar otra vez las sombras del pasado y el seno de las tiranías añejas, no haya miedo, por que las verdades redimidas por los sacrificios de muerte, la arrebatarán así mismo adelante y caerán los despotismos anacrónicos, como caen los liliputienses y tiemblan cuando pasa el genio y arrebata el gajo más alto de la copa del laurel verde para ceñirse la frente... Pero Bohemio era pueblo y aquellos serenos raciocinios no adormecieron los salvajes instintos y no olvidó el ultraje de la conquista que ya había terminado. Iba caminando entre las tiendas, llevando el alazán de la rienda y a los enemigos que andaban dispersos, vagando en la tiniebla, los perseguía iracundo y frío, convencido que era necesario y dulce y ejercicio de obra buena y escarmiento por los siglos de los siglos aquel exterminio. Y se veían por el aire negro cruzar cuerpos muertos, arrojados por él en los precipicios y alcanzarse los unos detrás de los otros en el hervor de las cataratas de los valles. Un rato después torrentes de luz rojiza incendiaron las cordilleras. Bohemio levantaba dos teas de mecheros fulmíneos, alto sobre el alazán, que galopaba tacatac, tacatac, sonando como las cosas siniestras y pavorosas de la noche. Empezaron las poblaciones enemigas a arder con chisporroteos estridentes, y a iluminarse las gargantas hasta el fondo, y los torrentes a reflejar los resplandores de la hornaza, y se veían pasar por delante líneas negras y desesperadas huyendo, mientras suben y acometen las alturas los nubarrones caliginosos de la humareda. Así se vio por mucho tiempo seguir los incendios y las columnas de llamas como los reboatos y el vértigo de las trombas del mar, rodaban con las cenizas revueltas y desparramadas por los huracanes de la montaña, y mientras hubo enemigo disparando por las quebradas, la daga de Bohemio entraba despiadada entre las costillas y seguían las parábolas oscuras de los cuerpos muertos hechos pedazos en las anfractuosidades de los riscos. A sus hogares volvieron los soldados laderos abajo, la primera vez en la historia que un pueblo de vencedores se detiene sin herir el territorio del vencido. Bohemio empezó a galopar de punta a punta por las cumbres solitarias, sobre la nieve luciente y dura y vio después un pueblo de trabajadores sembrar de viñedos las faldas, y cubrirse de extensas praderas y tupidas arboledas, entre cuyos claroscuros se distinguían las casas de piedra y se oían los cánticos del argentino idioma. El alazán empezó a enflaquecerse y a tomar dimensiones ciclópeas larga sombra extendiendo en la noche sobre la nieve cándida, y movía paso a paso cansado en aquel viaje interminable de centinela gallardo, hasta que se fue deteniendo y se murió, mientras Bohemio envejecido le acariciaba con los ojos secos y tristes las crines largas. Parado en el cono más alto, mirando al Oeste todavía el océano inmenso, las sales y las lluvias de la cordillera infiltraron sus carnes solidificadas al fin en estatua granítica y dice la leyenda que los guerreros gloriosos de antaño desfilan en la callada noche, capitanes y soldados, presentando las armas... Bohemio se quedó solo. Tuvo las fruiciones del dolor silencioso y la profunda melancolía del espíritu que se hunde en el recuerdo de los cariños muertos... la divina Eros y el alazán bravío de la cruzada memorable. Perdió la fe, extinguida en las cavilaciones de las hondas soledades del alma, y asomó a su labio el sarcasmo, y cruzó su frente la blasfemia amenazadora y sombría... Tuvo antojo de construir allí su castillo él mismo, y arrojó a techos y paredes los colores de su paleta trágica. Se refugió de esta manera otra vez en su pasión juvenil por el arte y eso es pecado mortal. Dios castiga y hace a los artistas desventurados... Pero estas cosas están escritas en las páginas que siguen, y todo termina en el capítulo de los Cuentos, porque lo de Bohemio y Eros Paradisíaca es síntesis, símbolo y cuento de amor y de gloria -de esos que cruzan y calientan la fantasía del poeta en las meditaciones creadoras y que se piensan al lado de las cunas de nuestros hijos dormidos y se narran en los viejos comedores señoriales, que tienen chimenea de mármol negro, espejo arriba y saben a humo... Los Cuentos En ese hogar que Méndez ha formado, vive y ama su chiquita. Tiene los cabellos castaños, finos y lacios, los ojos negros y las mejillas sonrosadas. Su mano es pequeña, delicada y perfecta; su brazo redondito y mórbido, con la blancura nívea dei mármol. Es alta, así, un metro no más, aunque parece erguirse, cuando vuela como un ángel, y llena las habitaciones con su charla alegre y embarullada. Sale al sol con gorra blanca de percal, de pliegues hechos a fuego, y su vestidito largo de lana azul. Va, viene, corre, juega, se esconde detrás de las tinas rojas, levantando después por encima de ellas y sonriendo su cabecita deliciosa. Entra al jardín con paso rápido y corta los gajos de las flores, y llama a los pájaros, que saltan de rama en rama. Conversa con ellos y canta. Yo lo he visto. Canta en el metro argentino e inimitable y ensaya los gorjeos con que ellos alaban y bendicen la vida libre de los campos. Se sienta en el cordón del corredor y mira su vestido y sus botitas negras con cierta coquetería precoz y estalla algunas veces en gritos y risas desenfrenadas. Ha robado un prendedor de brillantes y tiene en la muñeca una enorme pulsera. Entra en las habitaciones, se acerca a todos los espejos y se contempla; se pone de canto, gira alrededor de sí misma, como queriendo ver los pliegues blandos con que cae su vestido casi hasta el suelo -ella que con el peine en la mano pide a grito herido las aguas perfumadas que están sobre el lavatorio. Por la mañana -al lado de la madre- limpia los muebles con un pañuelito de seda y frota las manijas de níquel y se agacha con un plumerito de plumas rojas a limpiar las patas de las sillas. ¡Allí mismo, sobre la alfombra, están todos sus juguetes; el carrito azul en que lleva a pasear a sus muñecas, la cuna en que las adormece y la sala donde las recibe de visita! ¡Cómo habla con ellas y les hace las narraciones amenas y encantadoras, cómo se enoja y las reta, para tomarlas después en los brazos, acariciarles las mejillas y dulcemente mecerlas! ¡Algunas veces hace cosas que lo hacen temblar! Lo mira fijo, y lo abraza al padre del cuello fuerte, fuerte con las lágrimas en los ojos. Méndez sobrecogido solía pensar entonces: ¡Si tendrá miedo esta chiquita que yo me vaya a morir!... Cuando se acuesta lo llama para conversar con ella. -Yo quiero un cuento lindo esta noche -Te voy a contar el del gatito negro con piel de terciopelo y ojos de oro, que acurrucado sobre sus patas, resbala en silencio sobre las baldosas, dando saltos cautelosos y deteniéndose a veces para acechar la jaula. -No, papá, porque el gato lastima con sangre las alas amarillas del canario. -Te voy a contar el cuento de la viejita que camina encorvada con paso breve. Ella encontró en la calle un niño abandonado envuelto en telas finísimas. -¡No, papá! ¡Qué vejeces! Ya me lo constaste... -O el de la araña que teje en el rincón su tela de filigrana cenicienta y deja huecos redondos y sucios de tierra, donde vive con sus hijitos. -No, tampoco, porque la araña es negra y asquerosa y tiene siempre una mosca muerta en el hocico. -Te voy a decir del ángel de la Guarda que está parado detrás de las cunas con sus alas grandes abiertas para proteger el sueño de los niños. -No, porque ese ángel no habla. Cuando me despierto de noche y tengo miedo, abro los ojos y veo tu persona encorvada sobre mi cama como un techo cariñoso. Yo levanto mi mano chica y te toco la mejilla y la barba, y tú, entonces, colocas la tuya sobre mi frente y me dices con esa voz dulce que te tiembla: «¡duerma, mi chiquita querida, duerma!» ¡A veces, cuando tú llegas tarde, papacito malo! Siento que te acercas en puntitas de pie y me das un beso suavísimo en la boca. Entonces yo rezo -como a la tarde con mamá- y pienso que los ángeles deben conversar mucho y estar contentos, porque viven allá arriba, que es tan bonito, al lado del Padre nuestro, que está en los cielos Todo Poderoso. -Te diré de la sordomuda entonces, si tú quieres. -Si, papá, porque ella me traía flores y muñecas y sentada conmigo en el patio les cosía vestidos de seda. -Entonces te acordarás, hija mía, que sus palabras eran gritos estridentes y zumbidos de la garganta profunda, risas y espasmos de los labios, lágrimas y saltos del corazón. Ella velaba el sueño del padre, que tosía y rezaba en silencio con las manos juntas y temblorosas hacia el techo. Una mañana, el padre palideció; atrajo hacia su pecho la hermosa y rubia cabeza y cerró los ojos para siempre. Ella apagó colérica las velas que ardían frente a la virgen, rompió los ramos y desparpajó sobre aquel cuerpo violetas, nardos y rosas. Se sentó en el zaguán y vio pasar el cajón grande y negro y ya no se movió más, porque miraba la puerta de cedro de su casa, la puerta grande de cedro con las dos hojas abiertas... Los ángeles del Señor la vieron y la llamaron, y poco a poco, los átomos de su cuerpo se divinizaron en el martirio y se fueron al cielo. ¡Pobrecita! Papá... yo siempre rezo por ella, que era tan buena... -Buena y desventurada, dijo Méndez enternecido y besó a la hija. Hubo un momento de silencio; el padre había colocado sus manos entre el cabello castaño de la chiquita y miraba su hermosa efigie en aquel claroscuro del dormitorio. -Papá: ¿estás triste? Preguntó al rato la niña. -¡Yo! No. ¡Qué esperanzas! ¿Por qué me dices eso? Contestó el médico, sonriéndose. -Porque ya no me cuentas nada y estás con la cara seria y mamá dice que cuando te pones así es porque tienes alguna pena. -Si te digo que estoy contentísimo contigo. -¿Está enojado con su chiquita, papacito querido? ¡No quiere que yo le cuente un cuento para que se ponga contento! -¿Tú? ¿Y qué cuento? -El de abuelito... -¿Cómo no? Sí. ¿A ver? Preguntó el médico con curiosidad. -Él me sentaba sobre sus rodillas y me lo enseñaba siempre. Yo lo aprendí de memoria... -Empiece, mi chiquita. -Te narraré, papá, dijo con cierto énfasis la niña, las leyendas del sentimiento caballaresco -esas que se cuentan en las noches de invierno, en los viejos comedores señoriales, que tienen chimeneas de mármol negro, espejo arriba y saben a humo... Flotan en el ambiente tibio los fantasmas de antaño y cantan los poemas del honor heroico. Pasan los unos detrás de los otros -y besan la frente, de los nietos- los abuelos, con sus armaduras de hierro y oro, el yelmo bruñido y el penacho de plumas de águila. Alta la visera, miran con ojo sonriente los muebles de caoba maciza que muestran todavía -en su estupefacción secular de madera muerta- la rica sangre añeja y generosa. Están sus retratos pintados, las regias cacerías y su pasión por los cuadros de la naturaleza viviente y el reloj grande de bronce con minutos y agujas de oro -alma de la hora, testigo severo que va envolviendo poco a poco, en el crac-crac de sus ruedas, la poesía inmaculada de los recuerdos llenos de melancólica nobleza. El emblema de la familia -con castillos y espadas y yelmos y leones, bordados en seda y oro, símbolos del indomable denuedo- tiene como palio augusto las almas valerosas de los que fueron y protege el hogar santo. El abuelo -una encima vigorosa- que llena toda la casa con la majestad de su persona, cuenta a los nietos absortos las glorias de la familia. Sentado en el amplio sofá de rojo terciopelo, evoca en las noches de invierno, en los comedores señoriales, las leyendas del honor sin tacha al lado de la chimenea de mármol negro. El médico pensaba; ¡oh mi pobre comedor de roble, que tienes columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca! ¡Quién sabe si después, cuando yo entre en la noche -envuelto y largo en mi mortaja blanca- a decirle a los nietos la historia de estas edades de genio y de labor, quién sabe si te encontraré, oh mi pobre comedor de roble, que tienes columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca! Ya la polilla ha hecho agujeros redondos aquí y allá; cayendo en montoncitos los fragmentos de tu cuerpo desmenuzado y amarillento. -¡Sabe, papacito! Que no me acuerdo más, dijo la niña, interrumpiendo su soliloquio. -¿Y era largo el cuento? -Sí. Abuelito lo empezaba a contar y después me abrazaba diciéndome: estas cosas no entiende mi nietita querida y era cierto, pero asimismo me gustaba mucho porque hablaba de una señora muy linda a quien llamaba Eros Paradisíaca. -Eros, interrumpió Carlos asombrado. -Sí y de otro Señor... No me acuerdo. -Bohemio, dijo el médico. -Eso es, eso es contestó la niña y me decía que tú lo habías escrito... Así que yo quiero que lo cuentes, papá. -Tú tienes alma de niña y no comprenderás estas cosas como no has comprendido las leyendas del sentimiento caballeresco. -No importa, contámelo. -Imposible. -Entonces otro... -El último... -Como quieras, papá... Después veremos. -¡Hola! ¡Qué son esas salvedades volcancito! -Nada... Contá no más. -Con un pacto. -¿Cuál? -Que ha de ser el último. -Papá, interrumpió la niña, te has puesto serio y a mí me da sentimiento. -Bueno, todos los cuentos que quiera mi chiquita. Espérese. Yo he conocido un señor elegante con labio grueso y rojo y frente pálida y ojos abovedados y castaños. -¿Será cuento alegre? -No me interrumpa, dijo Méndez con seriedad cómica. -¡Bueno, y qué más entonces! -Caminaba con las manos en los bolsillos con cierta ondulación felina. -¿Qué es eso felina? Preguntó la chiquita con gran atención. -Méndez le explicó con detalles y siguió contando:... y blando en su torso como movido por un eterno ensueño. -¿Qué es eso papá? -Eso es que tú no me dejarás concluir el cuento. -Bueno, seguí no más... -Él tenía libros, siguió el médico y los quería mucho. Entiende mi chiquita así. -Sí, papá. -Pero un día hubo desgracias en la familia y tuvo que venderlos y con ellos se fue su corazón y su voluntad... como a ti si te quitaran las muñecas. -¿Te gustaría eso? -¡No! ¡No! Al contrario; lloraría de pena. -Ese día lloviznaba con esas gotas finas, lentas y aburridas y después una garúa mansa y monótona con un cielo color ceniza y el aire tristísimo igual a ese mal tiempo que no te deja salir al patio a jugar. Él estaba sentado cerca de la biblioteca viéndolos salir y desde entonces ya no escribió más... Pero los ángeles del señor lo vieron y en el día del santo de su chiquita trajeron sus libros con cánticos de gloria. Lo encontraron a él sentado que esperaba al lado del escritorio mirando al patio, con el puño cerrado que sostenía su mejilla derecha. Sonrió y de sus ojos cayeron dos gruesas lágrimas, resbalando en silencio... porque, entonces entraba su chiquita, pálida de marfil- circunfusa de luz, de ojos grandes y negros que echaba hacia él, como en éxtasis, brazos, corazón y efigie... Oh las sensitivas amables que tiemblan sobrecogidas en el hogar que sufre... ¿Qué es eso último que has dicho? Interrumpió la niña. Méndez aclaró todo con gran resignación y como quedara un rato en silencio, le insinuó la chiquita: -¿Y ahora? Papá. -Yo no sé más cuentos. -Pero yo sí. -Tú... ¿A ver? -Yo sé el cuento del gran anciano y lo conozco también. Lo he visto en la escuela. Te acuerdas cómo era de alto y tenía grandes orejas y temblaba cuando estaba parado y tú me dijestes un día viéndolo pasar: Ese es el gran anciano y el más ilustre genio de nuestra historia. -Méndez estremecido, abrazó a la chiquita diciéndole: Tú hablas de Sarmiento. -Sí, papá. -¿Y qué cosa sabes de él? Dicen que era un hombre muy intrépido y bravo... pero en la escuela un día una niña le llevó un ramo de flores. Era muy pobre y parecía enferma y tenía el vestido sucio... la maestra quiso apartarla pero él la cargó y la sentó sobre sus rodillas y conversó mucho rato con ella en medio del silencio de la clase... Después lo vieron sacar toda la plata de su bolsillo y dársela a la chiquita y cuando nos miró a todas, le brillaban los ojos, como si tuviera lágrimas. A ese hombre, mi hija, es necesario venerarlo y prepararle para después su estatua de bronce, porque ha servido a su patria haciendo por ella todo el bien. -Pero se han de olvidar de él, papá... -¿Qué dices? ¡Pícara! -Como tú te olvidas de traerme los juguetes que me ofreces, cuando me porto bien y hago lindas planas y no equivoco la lección. ¡Oh! Exclamó el médico... pero eso no es lo mismo... ¡Aquel es el gran anciano y tú una pequeñuela deliciosa! -Entonces me harás un favor. -¿Cuál? -Contame el cuento de la señorita Eros Paradisíaca. -No, otro día. Ya es muy tarde y es hora de dormir. -Entonces un regalo para mañana. -Bueno. -Una muñequita rubia, con rulos y ojos azules como ella. Prometida, dijo el médico y le acariciaba las mejillas susurrándole al oído: ¡duerma mi chiquita, duerma! A esa hora se sienten en los dormitorios frotes que parecen venir de lejos; son las ropas que caen y se arrugan sobre las sillas y el tac-tac del botín sobre la alfombra y el cuerpo cae abandonado, hundido y largo y la cara tiene reflejos tranquilos. Entra poco a poco el olvido con su efigie desvanecida; la memoria se aturde, y va desapareciendo... La veladora está a los pies de la cama y de la mariposa restallan luces que se dispersan en el ambiente en místicos claroscuros. Hay ruidos leves y mansos de respiraciones que se entrecortan en el aire tibio, como si fueran los ecos de las edades viejas, que fueran a morir allí. -Él miraba desde el sofá la cama grande y sombría con reflejos rojizos de tuya y la colcha verde y plana de lampas de hojas vivas y frescas. En el espacio que circunscriben las cortinas, que caen en graciosa curva y el dosel con su sol de faya de pliegues oro muerto, suenan los cánticos placenteros y celestiales que enternecen y las estrofas que van significando que en ese hogar se ama, se espera y se trabaja. Al lado de la cama, en el reclinatorio, se arrodilla en la noche la madre augusta que reza por los que sufren... Carlos meditaba allí el cuento trágico que había fascinado la mente de su chiquita y período tras período lo iba hablando y escribiendo en el libro de la memoria... Los astros estaban solos en sus días maravillosos, mirando la tierra que tenía hombres de granito y muda la selva entre sus ramas rígidas. Estallaban armonías allí con todos los gritos de las pasiones del mundo y reapareció Eros, vaga y alba figura con los cabellos rubios y el traje de raso blanco y largo con festones de azahares. Descendió lentamente sobre la tierra con el ritmo suave con que rema el cisne blanco en la altura y la piedra se irguió; abrió y movió los párpados como hacen las estrellas en el azul quietecito de la noche y la selva sintió el brazo y desplegó sus galas. Echó a andar: detrás de ella tuvieron canto las aves y palabra el hombre y se extendió la pampa solitaria y verde. Eros creó la sonrisa que tenía dientes blancos de nácar, la gracia ingenua y la alegría bulliciosa. Llenó el hogar de candores y el Universo de luz y si encontró la angustia alguna vez, la apartó con el ruedo de su vestido blanco. Era la juventud rica de sangre y el alma de paradisíacos deleites sin sombras en sus pupilas, sin abismos ni arrugas en su frente nítida. Caminaba por el mundo recibiendo las salutaciones de las flores y la reverencia del hombre -sin cariños de carne de esos que hacen temblar el corazón y lastiman la inmaculada verecundia. Con la frente alta -en la luz plena, pasa bosques y playas, cantando el himno glorioso de la vida y el bosque contesta con gorjeos y el mar glauco refleja estremecido su imagen en la planicie tranquila. Hay sinfonías y ruidos monótonos de espumas que trae la ola mansa en su cresta, inclinando adelante sus pupilas blancas. Conversa: encuentra los monosílabos adorables de la naturaleza y repite el murmullo del bosque y los cantos elocuentes del silencio del mar. Imita: es la joven poetisa que recoge en el mundo las estrofas y las devuelve así... Canta lo que le oye cantar a los pájaros y entra en la noche estéril solitaria del que escribe y le entrega fragmentos de gloria... Pero Bohemio viejo te mira, ¡oh Eros! Bohemio torvo y soberbio, que usa coraza diamantina y es el señor de la comarca conquistada en lides bravías. Las gentes huyen de él porque Bohemio crea, y eso es pecado mortal. Dios lo castiga. Tuvo antojo de construir su castillo él mismo y se le vio entonces perder las alegrías elegantes y juveniles. Trepaba melancólico la cuesta escarpada deteniéndose a veces a pensar... ¡Y así por años! Poco a poco se hizo en su frente un surco profundo y tuvo en su corazón las desesperaciones varoniles que no tienen lágrimas. ¡Y así por años! Despejó el camino aventando por las laderas los troncos añosos y eligió la cumbre llena de nieblas de la roca bruta, de donde saltan las piedras filosas en forma de conos y hachas y en el cierzo frío y en la noche abrasadora, rodaban pico a pico los peñascos con inaudito fragor, montaña abajo en las gargantas... Surgieron las paredes de granito, los torreones, las ventanas ojivales y las almenas, y Bohemio descontento siempre, sacudía su cabeza blanca y desgreñada. ¡Y así por años! Antes era de aquellos que subían al caer la noche a las nubes el perfil pálido, delicado y griego y la soberbia cabeza renegrida y soñadora de Apolo... Eros, muerta, batió su alas de ángel celestial y frío que cayeron en briznas de nieve a encanecer su cabello. Pasaba inquieto, como quien tiene grima: iba y venía, giraba a través de los corredores oscuros que resonaban aullando a lo lejos en el eco que se pierde... Entraba en los cuartos lóbregos, que llenaba de penumbras, de enigmas y de pueblos, arrojando a techos y paredes los colores de su paleta trágica. A veces en la profunda noche, la luna grande y redonda, ascendía por el horizonte envolviendo al castillo entre la bruma en la gaza turbia de sus rayos. Bohemio cruzaba los brazos para descansar un momento, miraba las escenas que él había pintado con adoraciones en las pupilas y bajaba entonces su cabeza melancólica, honda en el pecho, como si hubiera otro allí que le conversara... Son las aves negras que graznan en el tórax y aletean chirriando las trovas sombrías. Se acercaba a la ojiva, bañada en luz su frente de poeta para ver lejos... Las brumas dormían calladitas flotando en los valles, que tienen arroyuelos de plata, que serpean en silencio. Ni aire, ni bosques, ni pájaros... todos dormían... menos él, que dilataba los ojos grandes y fúnebres... A veces en los días grises, los aldeanos veían a Bohemio saltar del torreón a la almena y a la ojiva con un hacha brillante en la mano vigorosa. Iban los rumores extraños de risco en risco, de resonancia en resonancia, llevando bramidos de tormenta y ruidos blandos de alas grandes abatidas y tañidos lastimeros de campanas lejanas y moribundas. ¡Era él, que pulía su obra en las horas violentas, Bohemio, que iba tomando los contornos desvanecidos y fugitivos del espectro! Una tarde Eros tenía veinte años y llegó peregrinando al pie de la montaña. Una ánfora roja en la cabeza, sostenida por los brazos plegados y desnudos hasta el codo, la cabellera rubia cayendo en bucles largos y sedosos. Vestía un traje blanco de lanilla sencillo y corto, ceñida la cintura con una faja de espumilla heliotropo y el pie de mármol en la sandalia. Las gentes que la vieron, dieron voces de terror. -No subas, Eros dulcísima, porque el espectro mata. Ella, paso a paso, encorvada adelante, ganó la encarpada cumbre y miró... Bohemio, aferrando como con garfios una cornisa; colgaba de su brazo izquierdo lleno de robustos relieves. Sa cuerpo caía abandonado en el espacio y con la derecha arrojaba nubes de anacarado polvo a chapiteles, almenas y cornisas. Eros sintió aquella pena suprema y temblando dijo: -Aquí traigo ¡oh señor! En esta ánfora, aguas frescas y cristalinas que dan vida porque tu frente arde: son las gotas del rocío que yo he recogido en las hojas de la selva en la madrugada... bebe ¡oh señor! Porque curan la congoja que atribula... Miró hacia abajo aquel hombre, sacudió sus hombros y arreció en su faena. -Porque hay luz en el mundo, porque hay plegarias y horizontes infinitos, bebe ¡oh ángel doloroso las aguas de la cristalina fuente! -Tú no sabes esto, Eros, porque eres dulce y amable, rodeada de gentileza tu celestial persona. Yo quiero dejar perfecta mi obra y tengo apuro, porque siento que la muerte se acerca con sus curvas blancas de hueso. Aman la luz los que viven de sus reflejos, yo soy hijo de la tiniebla... -Por Eros -la de los ojos azules y melancólicos- que fue tu muerto cariño; por esta obra admirable, donde hay estrofas ciclópeas que tienen las vibraciones arrebatadoras del himno. porque es tu martirio y tu agonía; bebe, ¡oh ángel doloroso! ¡Las aguas de la cristalina fuente! Bajó de la altura Bohemio en silencio y cayó de rodillas sobre el pedregal... Rezaba su última plegaria: «Tú eres Dios y genio, divino y humano, síntesis. Yo lo afirmo porque soy el moribundo huraño. Los hombros han disminuido tu increada magnificencia, encerrándote en los templos de piedra y llenando tu divina figura con oropeles que no satisfacen la necesidad absoluta de la forma ideal, mientras tus templos están en el espacio abierto y son el cielo y el sol y el verde dilatado y silencioso de los campos. ¡Para estos ya no hay reverencias, ni lágrimas votivas! ¡Han herido tus oídos con las notas estridentes, que rompen de tubos de lata -en fila- burdos y acuminados, cuando las estrellas tienen carolas para acompañar tu camino y el aire diafaneidades y las aves cantos armoniosos en medio de la naturaleza fecunda! ¡Te han clavado en la cruz, haciendo de Ti un Dios liliputiense porque tus amarguras no son de las que desgarran las carnes y es tu crucifixión inmortal este mundo maravilloso que has creado y el Hombre -corolario melancólico y sombrío de tu inteligencia infinita! -¡Oh Eros! ¡Egregio espíritu que has venido a derramar aromas y cánticos en la última hora del moribundo! Tú eres la juventud eterna la semblanza inmaculada de mi patria eterna, y apareces cantando en la primavera de todas las generaciones ¡oh divina síntesis del amor inmortal!... Si tú vuelves... a los artistas, a los sabios y filósofos de mi tierra entrega este oscuro pliego donde está escrita mi última voluntad... Eros extendió sus palmas de alabastro y lo recibió de rodillas. Entró la cabeza entonces Bohemio dentro de la ánfora toda entera, la cabeza blanca y desgreñada, y sus carnes se fueron secando y su corazón muriendo y todo su cuerpo se extendió rígido sobre aquel sepulcro de piedra. La lluvia de rocío cayó por mucho tiempo en hebras cristalinas y el cabello de Eros fue su abanico de plumas. ¡Las estrellas de la noche profunda velan en silencio su gigantesca larva!... A su lado la lira de bronce rota; las penumbras y los pueblos pintados en techos y paredes salen por las ojivas a desvanecerse en la noche; los contornos de] monumento quedan solos como un gigantesco y espectral centinela... Todo es silencio... y ha desaparecido sin llantos estériles, porque estos muertos tienen siempre los soliloquios duraderos del recuerdo cuando la mente crea y la mano escribe. Todo es silencio... porque así se va el Genio para siempre algunas veces y se lleva todas sus cosas... El dedo cierre los labios... ¡Adiós! ¡Adiós! Y Eros canta lo que le oye cantar a los pájaros y entra en la noche solitaria y estéril del que escribe y le entrega esos fragmentos de gloria... Están con el alma en el ensueño y la pluma en alto... Un escritorio, una espátula, papeles con margen y borrones y un tintero grande con un bronce que los mira. Algún cuadro... una naturaleza muerta, una ola inmensa y solitaria, un bajo relieve de marfil desnudo y la casa de cedro rojo con las líneas majestosas de un santuario y libros derechitos, como que tienen vida, y aman, y cantan, besan, y sufren, y piensan y crean... Están con el cigarrillo en la boca, redondo y corto... un hilo ceniciento de humo que sube derecho, en espirales después, en olealas que se extienden y se aplanan, se rompen, dejan claros, se desvanecen y se esfuman abandonando aquí y allá una que otra hebra flotando... Meditan: esperan las pasiones, los caracteres y las naturalezas y cuando sufren la grima profunda y estéril, entra Eros y entrega a los intelectuales el Testamento del mártir caballeresco. Testamento de Bohemio ¡Porque es necesario que el espíritu nacional sea altivo siempre y adornado de aristócrata cortesanía y para que sea eterna la vida de la Patria, yo os concito a la libertad intelectual, jóvenes artistas, sabios y filósofos!... ¡en el nombre del Padre que ha desatado en el Universo el estrépito de la creación y del Hijo, que ha sintetizado en la cruz los largos quejumbres de la vida humana! Para que las alas de armiño del Espíritu Santo, que son el vínculo que une la tierra al cielo, cobijen en todo tiempo cabezas soberbias y varoniles de vida propia... ¡Tenéis confines, historia y leyendas de honor, por el esfuerzo común y la sangre derramada habéis fundido para la patria el monumento de bronce imperecedero, sois pueblo de verdad, es menester ser intelectos, jóvenes artistas! ¡Que no haya modelo escrito, ni pintado, ni cincelado en mármol!... ¡Esa es mi última voluntad!... porque el arte envejece, cuando los hombres le arrebatan las adustas energías de la vida libre, para encerrarlo en los burdos liminares de la imitación y de las escuelas. ¡Que sea licencioso y loco antes que ser esclavo!... Allí está nuestra efigie nacional que hierve en las dilatadas y lujuriantes naturalezas de la comarca incomparable... en la tierra fecunda donde crecen los trebolares y se dilatan los efluvios de la infinita pradera; donde late estremecido en largas ondulaciones el corazón del Pampero y suena la horrísona melopea de nuestros huracanes y las salvajes sinfonías de las Pampas abiertas y los silbidos de las rachas, que se azotan dentro de las hondonadas para buscar el alma de granito de la montaña... ¡debajo de la copa azul del cielo que engasta los panoramas maravillosos en sus laderas zafíreas! ¡Cómo lo besan, oh artistas! ¡Allá en el horizonte nuestros mares incontaminados, que fracturan su toldo de esmeraldas en los puñales de las rompientes, baluartes que detienen las moles lanzadas a la playa en mortíferas ondas y silenciosas contempladoras de las aguas en calma desmayadas a lo lejos!... ¡Oh los edenes estupendos de mi tierra natal y las salvajes bellezas marinas y las pétreas combas de las cordilleras, acumulo monstruoso de muertos leviatanes! ¡Ea! ¡Ea! ¡De rodillas!... ¡Paso a los poetas que van a colocar la cítara de oro sobre las cumbres más altas!... abierto el enorme ojo sombrío y clarovidente... Miran y ven... escuchan y oyen... meditan y escriben. Son las melodías virginales que rompen de las cuerdas de bronce y los colores que saltan de la paleta al lienzo y las detonaciones de las mazas miguel-angélicas, que debastan el mármol en la furia de la creación libérrima... ¡porque la libertad intelectual ha salvado, oh artistas, de la muerte sempiterna a muchas naciones! ¡Oh las viejas verdades siempre nuevas a través del tiempo!... Así Helenia moribunda acostó por mucho tiempo a la sombra del Partenón su marmórea y perfecta persona de esclava y los hijos de siglo en siglo recogían sus sollozos, leyendo la oda Pindárica, enamorados de aquellos escombros, que recitaban todavía en su melancólico abandono los cantares geniales de antaño... ¡mientras la larva divinal de Homero y los muertos de Maratón y de Platea presentaban las armas! Abuelos airados, gloriosas carroñas, que fecundaron la madre tierra, suscitando gigantesca de hora en hora la embriaguez de los recuerdos, cuando en la noche de los siervos comedores, los padres leían en voz alta, la mano temblorosa de iras -¡las leyendas prometeanas!... ¡Oh redentos! ¡Entre las vibraciones y los enconos del clarín de Righas, resonando las gargantas de los despeñaderos Tesálicos del estertor de Botzaris y sacudiendo los ecos de la patria libre adormecidos el alma zahareña de Nicetas! ¡Oh Helenia, poetisa de la belleza suprema!... ¡Todavía se prosternan los siglos ante esa inspiradora de la eximia forma!... y más lejos se abrazaba con ella en la grima del cautiverio Italia, la efigie tristísima por seculares dolores, arrullada la macilenta persona por el fragor de la onda mediterránea. Resurgió al fin, manchando el sudario con sangre de mártires... ¡porque sus hijos sintieron la nostalgia lastimera de las síntesis artísticas de antaño y leyeron en voz alta los tercetos del Gibelino, fiera alma bravía, enjuto sonámbulo, espectro caminador de punta a punta y marcharon en legiones a redimir, muriendo el sepulcro de sus grandes! Porque tuvieron indómito intelecto los padres, resurgieron los hijos... mientras nosotros -el índice y el rostro dirigidos hacia las civilizaciones extinguidas- volvíamos los primeros, en los campos de batalla, por el honor de América... ¡Sacudamos el yugo, oh sabios! ¡Reventando la cinta de cuero reseco con que se pretende atarnos! ¡Vosotros sois los modestos obreros de los gabinetes, los silenciosos y pacientes investigadores de las fuerzas y de las metamorfosis de la naturaleza! Despojados del exotismo que humilla y contiene el vuelo de la inteligencia habéis encontrado en la observación y en el experimento los primeros capítulos del libro de la ciencia nacional. ¡El sendero está abierto... por él se han de precipitar los atletas que glorifiquen el monumento empezado a construir! ¡Observación y experimento... ese es el lema que ha de inscribirse en las nuevas y juveniles banderas!... ¡Bienvenidos seáis, oh sacerdotes, bajo las bóvedas de este gran laboratorio de la libertad!... ¡porque si vuestras creaciones no son de las que deslumbran, si ellas no tienen por corolario los estrépitos populares de la apoteosis y si algunas veces os sorprende la muerte en vuestros ignorados retiros... en cambio, hombres de la ciencia! ¡Habéis encontrado las verdades inconcusas, y los inmortales beneficios, de que está hecho el progreso humano! Así, los filósofos, esos entristecidos huraños, esos sombríos meditabundos, estudian la criatura, porque nuestra efigie bulle también más que en ninguna parte en la emoción colectiva de las ciudades en marcha y se compone de hombres y de naturalezas. Estudian el ímpetu de la voluntad nacional y los graves problemas que agitan el pensamiento de las muchedumbres, y escudriñan las razones de sus destinos inmortales. ¡Este pueblo será grande! ¡Ese es el axioma! Tiene por cimientos el recuerdo de las viejas civilizaciones; por pedestal las glorias eternas de la maravillosa cruzada de la emancipación y es el alma bondadosa que abre sus alas para cobijar y proteger a todos los desheredados de la tierra... a los que han acumulado de generación en generación los martirios de la pobreza... a los que viven sin ropas y mueren sin sepulcros... rodealas sus camas dentro del lóbrego zaquizamí por los cuerpos escuálidos de los hijos... Porque yo siento dentro de mi inteligencia, las hondas congojas de aquellas sociedades decrépitas... Las veo agitadas reunirse en el silencio de la noche de las conspiraciones y en esas cabezas que han perdido la fe en el bien, germinar las peligrosas utopías. Cuánto tiempo hace que se sufre y se espera y se trabaja sin conseguir bienestar... ¡para que no les quede a esos desventurados juveniles sino el derecho de retirarse de los húmedos y oscuros talleres a morir! ¡Perdón para esos enloquecidos de todas las desesperaciones seculares! ¿Qué queréis que hagan, pues? ¿Que contesten la bofetada con lágrimas y los dolores y las miserias interminables con resignación religiosa? ¡Almas solitarias! ¡Esta comarca sintetiza el corazón de la virgen América, todos los perdones y todas las esperanzas! ¡Bienvenidas seáis! ¡Porque su suelo es fértil y rico, el cielo manso y el alma de sus hijos rebosante de ideales generosos!... ¡El siglo está enfermo! ¡El alma se sobrecoge en la contemplación de los espasmos del gran moribundo! ¡Vive todavía estremecido por anhelos misteriosos que cruzan el orbe, mientras infinitos deseos del bien, sacuden las sociedades batalladoras, que quieren arrojar a la nada sempiterna los restos de la barbarie, que humilla la frente y amarga la existencia y es la turba, la vil turba acongojada la que lleva enhiesta la bandera del porvenir! Son ellos, los sacrificados de siempre, los que se azotan a la calle dementes en la asonada a morir sobre el pavimento brillante de las calles; son ellos los que dibujan y preceden en la asociación la fraternidad de las sociedades futuras y los que consagran con su sangre esas sublimes intuiciones históricas del sentimiento... ¡Escribid, intelectuales! El siglo que muere debe llevar en su marcha hacia lo infinito estas conquistas indestructibles: la superioridad y la altivez del talento sobre la erudición, que transforma al hombre en un espectro decapitado y lo excelso de la filosofía, que deriva de la observación serena y profunda sobre las escuelas sistemáticas y arrojar anatemas para los que han contaminado la ingenuidad de la forma y se han olvidado del arte, arrastrados por el artificio... ¡como si no fuera más fácil ser espontáneos y abandonarse a las sinfonías que suenan en la inteligencia y tirarse apasionados a la página, sin ambages, hechos pedazos, desnudos y sangrientos, aunque sea necesario dejar las fibras del corazón en las puntas de las breñas! ¿Qué importa que el pensamiento os seque las carnes y os llene de martirios el cerebro? ¿Os imagináis acaso que se redime al olvido sin exponerse a morir? -Así haréis obra de caballeros esforzados y surgirán las personales efigies, que han de proseguir por los siglos las glorias del arte y de la ciencia y de la filosofía nacional... y cuando contempléis la horrenda lucha del siglo entre la fuerza que mira al pasado y el sentimiento que pide ideales a grito herido y cuando veáis la asonada contra el motín y la desesperación ferozmente erguida delante de la boca oscura del krup de labio chato y levantado en el villano desprecio... ¡oh, entonces... apurad el tiempo, artistas, sabios y filósofos! ¡Puesto que sois vosotros los precursores del espíritu humano! ¡Cada canto que salve una vida, cada descubrimiento que ahorre hambre y sed y crucifixiones, cada problema resuelto con la violencia del genio, que agregue algún ideal a la corona del siglo, que tantos ha conquistado, tejerá alrededor de vuestras frentes, la hoja de encina que pertenece a los fuertes!... ¡Apurad el tiempo, misioneros del porvenir! ¡Mientras este moribundo que va a acostarse en su féretro, adora en las penumbras soñolientas de su última hora la melancólica o inmaculada semblanza de la Patria íntegra y eterna, y sierra contra el corazón los lacrimosos e infinitos cariños por el Arte, bendice al martirio de los creadores y se arrodilla ante la atlética falange en marcha de los precursores del espíritu humano! FIN