Gentiles damas de la «Corte de amor»: Rosita, Eulalia, Augusta, Beatriz, llevad mi homenaje de admiración y de afecto al amable narrador de la «La Cigarra».

Breve noticia acerca de mi estética cuando escribí este libro

He aquí un libro de juventud, un libro escrito en esa edad dichosa le sueños y de esperanzas. ¡Hoy esa edad se me aparece ya casi lejana! Al releer estas páginas, que después de tantos años tenía casi olvidadas, he sentido en ellas no sé qué alegre palpitar de vida, qué abrileña lozanía, qué gracioso borboteo de imágenes desusadas, ingenuas, atrevidas, detonantes. Yo confieso mi amor de otro tiempo por esta literatura: La amé tanto como aborrecí esa otra, timorata y prudente, de algunos antiguos jóvenes que nunca supieron ayuntar dos palabras por primera vez, y de quienes su ruta fue siempre la eterna ruta, trillada por todos los carneros de Panurgo. Como aquellos viejos e ignorantes doctores de Salamanca, ni siquiera osan presumir que haya tierras desconocidas, adonde se llegue surcando mares nunca navegados. Amparándose en la gloriosa tradición del siglo XVII, se juzgan grandes sólo porque imitan a los grandes, y presumen que hicieron como ellos el divino Lope y el humano Cervantes. Cuando algunos espíritus juveniles buscan nuevas orientaciones, revuélvense invocando rancios y estériles preceptos. Incapaces de comprender que la vida y el arte son una eterna renovación, tienen por herejía todo aquello que no hayan consagrado tres siglos de rutina. Predican el respeto para ser respetados, pero la juventud desoye sus clamores, y hace bien. La juventud debe ser arrogante, violenta, apasionada, iconoclasta.

No haya de entenderse por esto que proclamo yo la desaparición y muerte de las letras clásicas, y la hoguera para sus libros inmortales, no. Han sido tantas veces mis maestros, que como a nobles y viejos progenitores los reverencio. Estudio siempre en ellos y procuro imitarlos, pero hasta ahora jamás se me ocurrió tenerlos por inviolables e infalibles, acaso porque los buenos cristianos sólo reconocemos como dogmática la doctrina de nuestro padre el Sumo Romano Pontífice. Pero hay en el mundo muchos desgraciados, víctimas del Demonio, que discuten las parábolas de Jesús, y no osan discutir ni las despreciables comedias de Echegaray, ni los lamentables sonetos de Grilo. Estas idolatrías han provocado la cólera divina. El Señor derribó a los ídolos y maldijo a los sacerdotes secándoles el seso y alargándoles las orejas, como a Nabucodonosor. Esa adulación por todo lo consagrado, esa admiración por todo lo que tiene polvo de vejez, son siempre una muestra de servidumbre intelectual, desgraciadamente muy extendida en esta tierra. Sin embargo, tales respetos han sido, en cierto modo, provechosos, porque sirvieron para encender la furia iconoclasta que hoy posee a todas las almas jóvenes. En el arte como en la vida, destruir es crear. El anarquismo es siempre un anhelo de regeneración, y, entre nosotros, la única regeneración posible.

Yo he preferido luchar para hacerme un estilo personal, a buscarlo hecho, imitando a los escritores del siglo XVII. Leyendo a los antiguos aprendí dónde se hurtan esos postizos clásicos con que disfrazan su miseria literaria todos los desventurados que van a segar en los fértiles campos de Cervantes y de Quevedo, como los villanos gallegos van a las Castillas para segar espigas en el campo del rico, pero hallo mejor hacerme un huerto y trabajar en él, solo y voluntarioso. De esta manera hice mi profesión de fe modernista: Buscarme en mí mismo y no en los otros. Porque esa escuela literaria tan combatida no es otra cosa. Si han caído sobre ella toda suerte de anatemas, es tan sólo porque le falta la tradición. Las obras que los críticos admiten sin protesta, y que todos los hombres admiran, son aquellas que cuentan cientos de años, y que nadie examina, porque ya tienen la sanción universal.

Si en literatura existe algo que pueda recibir el nombre de modernismo, es, ciertamente, un vivo anhelo de personalidad, y por eso sin duda advertimos en los escritores jóvenes más empeño por expresar sensaciones que ideas. Las ideas jamás han sido patrimonio exclusivo de un hombre, y las sensaciones sí. Las ideas están en el ambiente intelectual, tienen su órbita de desarrollo, y el escritor lo más que alcanza es a perpetuarlas por el hálito de personalidad o por la belleza de expresión. Ocurre casi siempre que cuando un nuevo torrente de ideas y de sentimientos transforma las almas, las obras del arte a que da erigen son bárbaras y potentes en el primer período, serenas y armónicas en el segundo, decadentes y artificiosas en el tercero. Podrá, aislada, la personalidad de un poeta adelantar o retroceder en la evolución, pero la obra literaria en general sigue su órbita con absoluto fatalismo, hasta que germinan nuevas ideas o se forman nuevos idiomas.

Pero todo esto no puede afirmarse, sin notoria injusticia, que sean las contorsiones gramaticales y retóricas achaque exclusivo de algunos escritores llamados «modernistas». En todas las literaturas —si no en todos los tiempos— hubo espíritus culteranos, y todos nuestros poetas decadentes y simbolistas de hoy, tienen en lo antiguo quien les aventaje. Que yo sepa, no ha llegado nadie entre los vivos a las extravagancias del jesuita Gracián, ya citado a este propósito por Don Juan Valera. Gracián, en su poema «Las selvas del Año», nos presenta al sol como picador o caballero en plaza, que torea y rejonea al Toro Celeste, aplaudiendo sus suertes las estrellas, que son las damas que miran la corrida desde los palcos o balcones. El sol se convierte luego en gallo,

Con talones de pluma
Y con cresta de fuego,

y las estrellas, convertidas en gallinas son presididas por el sol.

Entre los pollos del Tindario huevo;

lo cual significa que el sol llega al signo de los Gemelos,

Pues la gran Leda, por traición divina,
Empolló clueca y concibió gallina.

Si en la literatura actual existe algo nuevo que pueda recibir con justicia el nombre de «modernismo», no son, seguramente, las extravagancias gramaticales y retóricas, como creen algunos críticos candorosos, tal vez porque esta palabra, «modernismo», como todas las que son muy repetidas, ha llegado a tener una significación tan amplia como dudosa. Por eso no creo que huelgue fijar, en cierto modo, lo que ella indica o puede indicar. La condición característica de todo el arte moderno, y muy particularmente de la literatura, es una tendencia a refinar las sensaciones y acrecentarlas en el número y en la intensidad. Hay poetas que sueñan con dar a sus estrofas el ritmo de la danza, la melodía de la música y la majestad de la estatua. Teófilo Gautier, autor de la «Sinfonía en blanco mayor», afirma en el prefacio alas «Flores del mal» que el estilo de Tertuliano tiene el negro esplendor del ébano. Según Gautier, las palabras alcanzan por el sonido un valor que los diccionarios no pueden determinar. Por el sonido, unas palabras son como diamantes, otras fosforecen, otras flotan como una neblina. Cuando Gautier habla de Baudelaire, dice que ha sabido recoger en sus estrofas la leve esfumación que está indecisa entre el sonido y el color; aquellos pensamientos que semejan motivos de arabescos y temas de frases musicales. El mismo Baudelaire dice que su alma goza con los perfumes, como otras almas gozan con la música. Para este poeta, los aromas no solamente equivalen al sonido, sino también al color.

Il est des parfums frais comme des chairs d'enfants, Douces comme les hauts bois, verts comme les prairies.

Pero si Baudelaire habla de perfumes verdes, Carducci ha llamado verde al silencio, y Gabriel d'Annunzio ha dicho con hermoso ritmo:

Canta la nota verde d'un bel limone inflore.

Hay quien considera como extravagancias todas las imágenes de esta índole, cuando, en realidad, no son otra cosa que una consecuencia lógica de la evolución progresiva de los sentidos. Hoy percibimos gradaciones de color, gradaciones de sonidos y relaciones lejanas entre las cosas, que hace algunos cientos de años no fueron seguramente percibidas por nuestros antepasados. En los idiomas primitivos apenas existen vocablos para dar idea del color. En vascuence el pelo de algunas vacas y el color del cielo se indican con la misma palabra: «Artuña». Y sabido es que la pobreza de vocablos es siempre resultado de la pobreza de sensaciones.

Existen hoy artistas que pretenden encontrar una extraña correspondencia entre el sonido y el color. De este número ha sido el gran poeta Arturo Rimbaut, que definió el color de las vocales en un célebre soneto:

A-noír, E-bleu, I-rouge, U-vert, O-jaune.

Y más modernamente Renato Ghil, que en otro soneto asigna a las vocales, no solamente color, sino también, valor orquestal.

A. claironne vainqueur en rouge flamboiement.

Esta analogía y equivalencia de las sensaciones es lo que constituye el «modernismo» en literatura. Su origen debe buscarse en el desenvolvimiento progresivo de los sentidos, que tienden a multiplicar sus diferentes percepciones y corresponderías entre sí, formando un solo sentido, como uno solo formaban ya para Baudelaire:

Oh! Métamorphose mytique
De tous mes sens fondus en un:
Son heleine fait la musique,
Comme sa voix fait le parfum.

Las historias que hallaréis en este libro tienen ese aire que los críticos españoles suelen llamar decadente, sin duda porque no es la sensibilidad de los jayanes. A ese gesto un poco desusado debieron su mala ventura, cuando por primera vez quise hacerlas conocer. Si exceptuáis «Eulalia», todas ellas fueron condenadas a la hoguera, en alguna de esas Redacciones donde toda necedad tiene su asiento. Y quiero recordarla ahora como enseñanza que os sirva de aliento a vosotros, jóvenes amigos, los que sufrís desengaños en este pícaro mundo de las bellas letras.

V-I.

Aranjuez, Agosto, 1903.

Rosita

Cap. I

Cálido enjambre de abejorros y tábanos rondaba los grandes globos de luz eléctrica que inundaban en parpadeante claridad el pórtico del «Foreing-Club»: Un pórtico de mármol blanco y estilo pompeyano, donde la acicalada turba de gomosos y clubmanes humeaba cigarrillos turcos y bebía cocteles, en compañía de algunas damas galantes. Oyendo a los caballeros, reían aquellas señoras, y sus risas locas, gorjeadas con gentil coquetería, besaban la dorada fimbra de los abanicos que, flirteadores y mundanos, aleteaban entre aromas de amable feminismo. A lo lejos, bajo la Avenida de los Tilos, iban y venían del brazo Colombina y Fausto, Pierrot y la señora de Pompadour. También acertó a pasar, pero solo y melancólico, el Duquesito de Ordax, agregado entonces a la Embajada Española. Apenas le divisó Rosita Zegri, una preciosa que lucía dos lunares en la mejilla, cuando quitándose el cigarro de la boca, le ceceó con andaluz gracejo:

—¡Espérame, mamarracho!

Puesta en pie apuró el último sorbo del coctel y salió presurosa al encuentro del caballero, que, con ademán de rebuscada elegancia, se ponía el monóculo para ver quién le llamaba. Al pronto el Duquesito tuvo un movimiento de incertidumbre y de sorpresa. Súbitamente recordó:

—¡Pero eres tú, Rosita!

—¡La misma, hijo de mi alma!... ¡Pues no hace poco que he llegado de la India!

El Duquesito arqueó las cejas, y dejó caer el monóculo: Fue un gesto cómico y exquisito de polichinela aristocrático. Después exclamó, atusándose el rubio bigotejo con el puño cincelado de su bastón:

—¡Verdaderamente tienes locuras dislocantes, encantadoras, admirables!

Rosita Zegri entornaba los ojos con desgaire alegre y apasionado, como si quisiese evocar la visión luminosa de la India:

—¡Qué tierra aquella! ¡Más calor que en Sevilla!

Y como el Duquesito insinuase una sonrisa algo burlona, Rosita aseguró:

—¡Más calor que en Sevilla! ¡No pondero, la menos!...

El Duquesito seguía sonriendo:

—Bueno, mucho calor... Pero cuéntame cómo has hecho el viaje.

—Con lord Salvurry. Tú le conociste. Aquel inglés que me sacó de Sevilla... ¡Tío más borracho!

—¿Ahora estás aquí con él?

—¡Quita allá!

—¿Estás sola?

—Tampoco. Ya te contaré. ¿Tú querías que estuviese sola?

El caballero se inclinó burlonamente:

—Yo quiero todo lo que tú quieres, Rosita.

Se miraron alegremente en los ojos:

—¡Cuidado que estás encantadora!

—¡Vaya, que deseaba encontrarme con alguno de Sevilla!

Rosita Zegri no podía olvidarse de su tierra. Aquella andaluza con ojos tristes de reina mora, tenía los recuerdos alegres como el taconeo glorioso del bolero y del fandango. Sin embargo, suspiró:

—Dime una cosa: ¿Estabas tú en Sevilla cuando murió el pobre Manolillo?

—¿Qué Manolillo?

—¡Pues cuál va a ser! Manolo el Espartero.

El Duquesito hizo un gesto indiferente:

—Yo hace diez años que no caigo por allá.

Rosita puso los ojos tristes:

—¡Pobre Manolo!... Ahí tienes un hombre a quien he querido de verdad. ¿Tú le recuerdas?

—Desde que empezó.

—¡Mira que tenía guapeza en la plaza!

—Pero no sabía de toros.

—¡Pobre Manolillo! Cuando leí la noticia me pasé llorando cerca de una hora.

La sonrisa del Duquesito, que parecía subir enroscándose por las guías del bigote, comunicaba al monóculo un ligero estremecimiento burlón:

—No sería tanto tiempo, Rosita.

Rosita se abanicó gravemente:

—¡Sí, hijo!... Hay cosas que no pueden olvidarse.

—¿Fue tu primer amor, sin duda?

—Uno de los primeros.

El monóculo del gomoso tuvo un temblor elocuente:

—¡Ya!... Tu primer amor entre los toreros.

—¡Cabal!... ¡Cuidado que tienes talento!

Y Rosita se reía guiñando los ojos y luciendo los dientes blancos y menudos. Después, ajustándose un brazalete, volvió a suspirar. ¡Era todavía el recuerdo de Manolillo! Aquel suspiro hondo y perfumado, levantó el seno de Rosita Zegri como una ola de juventud fecunda. Para endulzar su pena se dispuso a saborear los confites que llevaba dentro de un huevo de oro:

—Anda, hijo, tenme un momento el abanico. Daremos una vuelta al lago, y luego volveremos al «Foreing-Club».

Metiose un confite en la boca, y tomando otro con las yemas de los dedos, brindóselo al Duquesito:

—Ten. ¡No hay más!

El galán, con uno de sus gestos de polichinela, solicitó el que la dama tenía en la boca. La dama sacole al aire en la punta de la lengua:

—¡Vamos, hombre, no te encalabrines!

Cap. II.

Tuvieron que apartarse para dejar paso a una calesa con potros a la jerezana. Reclinadas en el fondo, riendo y abanicándose, iban dos mujeres jóvenes y casquivanas, ataviadas manolescamente con peinetas de teja y pañolones de crespón que parecían jardines. Cuando pasaron, Rosita murmuró al oído del Duquesito:

—¿Las conoces?

—Sí... También son españolas.

—Y de Sevilla.

—¿No sois amigas?

—Muy amigas... Pero no está bien que me saluden a la faz del mundo. A ti mismo te permito que me hables como en nuestros buenos tiempos, porque aquí estoy de incógnito... De otra manera tendrías que darme tratamiento.

—¿Cuál, Rosita?

—De Majestad.

—Su Graciosa Majestad.

—¡Naturalmente!

Desde la orilla lejana, un largo cortejo de bufones y de azafatas, de chambelanes patizambos y de princesas locas, parecía saludar a Rosita agitando las hachas de viento que se reflejaban en el agua. Era un séquito real. Cuatro enanos cabezudos conducían en andas a un viejo de luengas barbas, que reía con la risa hueca de los payasos, y agitaba en el aire las manos ungidas de albayalde para las bofetadas chabacanas. Princesas, bufones, azafatas, chambelanes, se arremolinaban saltando en torno de las andas ebrias y bamboleantes. Todo el séquito cantaba a coro, un coro burlesco de voces roncas. La dama cogió el brazo del galán:

—Demos vuelta. No quiero lucirme contigo.

Y levantándose un poco la falda, le arrastró hacia un paseo solitario. La orilla del agua fue iluminándose lentamente con las antorchas del cortejo. Bajo la Avenida de los Tilos, la sombra era amable y propicia. En los viejos bancos de piedra, parejas de enamorados hablaban en voz baja. El Duquesito de Ordax intentó rodear el talle de Rosita Zegri, que le dio con el abanico en las manos:

—Vamos, hijo, que atentas a mi pudor.

Con la voz un poco trémula, el Duquesito murmuró:

—¿Por qué no quieres?

—Porque no me gustan las uniones morganáticas.

—¿Y un beso?

—¿Uno nada más?

—Nada más.

—Sea... Pero en la mano como a las reinas.

Y haciendo un mohín, le alargó la diestra cubierta de sortijas hasta la punta de los dedos. El Duquesito posó apenas los labios. Después se atusó el bigote, porque un beso, aun cuando sea muy ceremonioso, siempre lo descompone un poco:

—¡Verdaderamente eres una mujer peligrosa, Rosita!

Rosita se detuvo riendo con carcajadas de descoco, que sonaban bajo el viejo ramaje de la Avenida de los Tilos, como gorjeos de un pájaro burlón:

—¿Pero oye, mamarracho, has creído que pretendo seducirte?

—Me seduces sin pretenderlo. ¡Ahí está el mal!

—¿De veras?... Pues hijo, separémonos.

La dama apresuró el paso. El galán la siguió:

—¡Oye!

—No oigo.

—En serio.

—Me aburre lo serio.

—Tienes que contarme tu odisea de la India.

Rosita Zegri se detuvo y volvió a tomar el brazo del Duquesito. Mirándole maliciosamente suspiró:

—¡Ay!... Está visto que nos une el pasado.

—Debíamos renovarlo.

—¿Y mi reputación?

—¿Cuál reputación?

—Mi reputación de mujer de mundo. ¡Ni que fuese yo una prójima de las que tienen un amante diez años, y hacen las paces todos los domingos! Es de muy malísimo tono restaurar amores viejos.

El Duquesito puso los ojos en blanco, y alzó los brazos al cielo. En una mano tenía el bastón de bambú, en la otra los guantes ingleses:

—¡Ya estamos en ello Rosita!... Y tú me conoces lo bastante para saber que soy incapaz de proponerte nada como no sea absolutamente correcto. ¡Pero la noche, la ocasión!

Rosita inclinó la cabeza sobre un hombro, con gracia picaresca y gentil:

—¡Ya caigo! Deshojemos una flor sobre su sepultura, y a vivir...

El Duquesito se detuvo, y miró en torno:

—Sentémonos en aquel banco.

Rosita no hizo caso, y siguió adelante:

—Me hace daño el rocío.

—Sin embargo, en otro tiempo, Rosita...

—¡Ah!... En otro tiempo aún no había estado en la India.

El galán alcanzó a la dama y volvió a rodearle el talle, y quiso besarla en la boca. Ella se puso seria:

—¡Vamos, quieres estarte quieto!

—¿Decididamente, te sientes Lucrecia?

—No me siento Lucrecia, chalado... ¡Pero lo que pretendes no tiene sentido común!... ¡Aquí, al aire libre, sobre la yerba!... Ciertas cosas, o se hacen bien o no se hacen...

—¡Pero Rosita de mi alma, la yerba no impide que las cosas se hagan bien!

Rosita Zegri, un poco pensativa, paseó sus ojos morunos y velados todo a lo largo de la orilla que blanqueaba al claro de la luna. Los remos de una góndola tripulada por diablos rojos, batían a compás en el dormido lago donde temblaban amortiguadas las estrellas, y alguna dama con la cabeza empolvada, tal vez una Duquesa de la Fronda, cruzaba en carretela por la orilla. Rosita se apoyó lánguidamente en el brazo del Duquesito.

—Cómo se conoce que eres hombre! Todos sois iguales! Así oye una esas tonterías de que venimos del mono. ¡Vosotros tenéis la culpa, mamarrachos! A los monos también les parece admirable la yerba para hacerse carocas. Los he visto con mis bellos ojos en la India.

Y la risa volvió a retozar en los labios de Rosita Zegri, aquellos labios de clavel andaluz, que parecían perfumar la brisa.

Cap. III.

El Duquesito agitaba en el aire sus guantes y su bastón. Parecía desesperado:

—En otro tiempo no eras tan mirada, Rosita.

—¡Como que en otro tiempo aún no había estado en las tierras del sol, y no me hacía daño el rocío!

—Te desconozco.

—¿Cuándo has sabido leer en mi corazón? ¡Nunca!... Te dio siempre la ventolera por decir que te la pegaba.

—¿Y no era verdad?

Rosita se detuvo rehaciendo en sus dedos los rizos lacios y húmedos de rocío que se le metían por los ojos:

—Como verdad, sí... Pero yo te engañaba solamente con algún amigo, mientras que Leré te ha engañado después con todo el mundo. ¡Suerte que tienen algunas! Esa te había puesto una venda en los ojos.

El Duquesito de Ordax alzó los hombros, como pudiera alzarlos el más prudente de los estoicos:

—No creas... Únicamente que con el tiempo cambia uno mucho. He comprendido que los celos son plebeyos.

—Todos los hombres comprendéis lo mismo cuando no estáis enamorados.

—¡Hoy quién se enamora!

—¿También es plebeyo?

—Anticuado nada más.

Rosita se detuvo recogiéndose la falda, y miró al Duquesito con expresión burlona. Su risa de faunesa alegre y borboteante, iluminaba con una claridad de nieve la rosa de su boca:

—Oye, en nuestros buenos tiempos la pasión volcánica debió ser el último grito. ¡Mira que has hecho tonterías por mí!

—¿Estás segura?

—¿De que eran tonterías? ¡Vaya!

La sonrisa del Duquesito hacía temblar el monóculo, que brillaba en la sombra como la pupila de un cíclope. Rosita se puso seria:

—¿Vas a negarlo? Si me escribías unas cartas inflamadas. Aun hace poco las he quemado. Todo era hablar de mis ojos, adonde se asomaba el alma de una sultana, y de las estrellas negras... ¿Te acuerdas de tus cartas?

El Duquesito dejó caer el monóculo que, prendido al extremo de la cinta de seda, quedó meciéndose como un péndulo sobre el chaleco blanco:

—¡Ay, Rosita!.. ¡Si te dijese que todas esas tonterías las copiaba de los dramas de Echegaray! ¡Las mujeres sois tan sugestionables!

La mirada de Rosita Zegri volvió a vagar perdida a lo lejos, contemplando las ondas que rielaban. Sobre su cabeza la brisa nocturna estremecía las ramas de los tilos con amoroso susurro. Caminaron algún tiempo en silencio. Después Rosita fijó largamente en el Duquesito sus ojos negros, poderosos y velados. ¡Aquellos ojos adonde se asomaba el alma de una sultana!

—¡Oye, cómo no estando enamorado eras tan celoso?

—Por orgullo. Aún no sabía que en amor a todos los hombres nos ocurren los mismos contratiempos.

—¡Ese consuelo no lo tengas, hijo!

—¿Qué, no somos todos engañados, Rosita?

—No.

—¿Tú has sido fiel alguna vez?

—No recuerdo.

—¡Pues entonces!

Rosita le miró maliciosamente, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua:

—Qué trabajo para que comprendas. ¿A cuántos engañé contigo? ¡A ninguno!.. ¡Y a mi pobre Duquesito con tantos!... Ahí tienes la diferencia.

El Duquesito cogió una mano de Rosita:

—Anda, déjame que te bese la garra.

—No seas payaso... Dime, y los versos que escribiste en mi abanico?

—De Bécquer.

—¡Habrá farsante!.. ¡Yo que casi riño con Carolina Otero porque me dijo que ya los había leído!

—¡Tiene gracia!

—No puedes figurártelo. Porque al fin me confesó que no los había leído... Únicamente que Carolina no te creía capaz...

El Duquesito sonrió desdeñosamente, se puso el monóculo y contempló las estrellas. Rosita le miraba de soslayo:

—¡Yo no sabía que fueses tan temible!.. ¿De manera, que la tarde aquella, cuando me enseñaste un revólver jurando matarte, también copiabas de Echegaray?

—La frase de Echegaray, el gesto de Rafael Calvo.

—Por lo visto, en la aristocracia únicamente servís para malos cómicos.

El Duquesito se atusó el rubio bigotejo con toda la impertinencia de un dandy:

—Desgraciadamente ciertos desplantes sólo conmueven a los corazones virginales.

Rosita le amenazó con el abanico.

—¡Calla, chalado!.. Eso no lo dirás por mí.

Cap. IV.

Un grupo de muchachas alegres y ligeras pasó corriendo y persiguiéndose con risas y gritos. Entre sus cabellos y sus faldas traían una brisa de jardín. Era un tropel airoso y blanco que se desvaneció en el fondo apenas esclarecido, donde la luna dejaba caer su blanca luz. La dama se detuvo y alargó su mano al galán:

—Aquí termina nuestro paseo. Encantada de tu compañía.

Y Rosita Zegri despedía al Duquesito de Ordax haciendo una cortesía principesca. El Duquesito aparentó sorprenderse:

—¿Qué te ha dado, Rosita?

—Nada. Veo la iluminación del «Foreing-Club», y no quiero lucirme contigo.

—¿Te has enojado por lo que dije?

—No, por cierto. Siempre me había figurado eso...

—¿Entonces, qué?

—¡Entonces, nada! Que me aburre la conversación y prefiero terminar sola el paseo. Quiero ver cómo la luna se refleja en el lago.

—¿Te has vuelto poética?

—No sé...

—Luna, lago, nocturnidad.

—¡Qué quieres! Eso me recuerda las verbenas del Guadalquivir. En ciertos días me entra un aquel de Sevilla, que siento tentaciones de arrancarme por soledades. Te lo digo yo: El único amor verdad es el amor patrio.

El Duquesito no tuvo la osadía de reírse. Había oído lo mismo infinitas veces a todos los grandes oradores de España. Sin embargo, movió la cabeza en señal de duda:

—¿Y dónde dejas el amor maternal, Rosita?

Rosita suspiró:

—Por ahí no me preguntes, hijo. Yo no he conocido a la pobrecita de mi madre. Tengo oído que ha sido una mujer de aquellas que dan el ole.

Y Rosita Zegri permaneció un momento con las manos en cruz, como si rezase por aquella madre desconocida que daba el ole. Bajo la luz de la luna fulguraba la pedrería de sus anillos en los dedos pálidos. El aliento del ondulante lago le alborotaba las plumas del sombrero. Distinguió un banco en la orilla del camino, y andando con fatiga fue a sentarse:

—¡Qué hermosa noche!...

—¡Y qué mal la aprovechamos!

El galán quiso sentarse en el banco al lado de la dama, pero ella tendió el abanico para impedírselo:

—¡Lejos, lejos!... No te quiero a mi lado.

El Duquesito se apoyó en el tronco de un árbol:

—Me resigno a todo.

La luna, arrebujada en nubes, dejaba caer su luz lejana y blanca sobre el negro ramaje de los tilos. Parecía la faz de una religiosa amortajada con tocas negras. Rosita entornó los ojos y respiró con lánguido desmayo:

—¡Qué agradable aroma! Ya empiezan a florecer las acacias. Me gustaría pasar aquí la noche.

—¿Y la humedad, Rosita? Recuerda que has estado en la India.

Rosita siguió abanicándose en silencio y mirando ondular el lago. A lo lejos cantaba un pescador con los remos levantados, goteando en el agua, y la barca deslizábase sola, impulsada por la corriente. El pescador cantaba los amores tristes que riman los poetas con la luna. El pescador quería morir. Rosita suspiró arreglándose los rizos:

—¡Ah!... Yo también.

Después volviose hacia el Duquesito:

—Me da pena verte ahí como una estatua. Siéntate si quieres.

Y la dama hizo sitio al galán. En aquel momento tenía los ojos llenos de lágrimas que permanecían temblando en las pestañas. El Duquesito pareció consternado:

—¡Tú lloras!

Rosita parpadeó sonriendo con melancolía:

—Me dan estas cosas. Tú quizá no lo comprenderás.

El Duquesito se dejó ganar el corazón por aquella voz acariciadora, voz de mujer interesante y bella que le hablaba al claro de la luna, ante el rielar de un lago, en el silencio de la noche:

—Sí, lo comprendo, Rosita. Yo mismo, lloro muchas veces el vacío de mi vida. ¡Es la penitencia por divertirse demasiado, chiquilla!

—¡Ah!... ¡Si cuando yo me lancé hubiese encontrado con un hombre de corazón en mi camino!

—Te hubieras divertido menos.

—Pero hubiera sido más feliz. Créeme, yo no había nacido para ciertas cosas. La vida ha sido muy dura conmigo. ¿Tú sabes la historia de aquel clown, que se moría de tristeza haciendo reír a la gente?... ¡Ah! ¡Si yo hubiese encontrado un hombre en mi camino!

El monóculo del Duquesito permanecía inmóvil, incrustado bajo la ceja rubia. Ya no sonreía:

—¿Y si encontrases, todavía, alguno en tu diapasón, Rosita?

—Puede ser que hiciese una locura.

—¿Una nada más? Para ti es muy poco. ¿De tus amantes antiguos no has querido a ninguno?

—De esta manera que sueño, no.

Y Rosita volvió a seguir con los ojos el cabrilleo de las ondas. Allá en el fondo misterioso, balanceábase la barca negra donde cantaba el pescador:

—¿Que exigirías de ese amante ideal?

—No sé.

—¿Sería un Abelardo, un Romeo o un Alfonso?

—Lo que él quisiese.

—¿Y si pretendía ser el único?

Rosita Zegri se volvió gentilmente:

—¿Tienes alguno que proponerme? ¿Quién es el gachí?

El Duquesito no respondió, pero su mano buscó en la sombra la mano de Rosita, una mano menuda que íntima y tibia se enlazó con la suya. La dama y el galán guardaron silencio, mirando a lo lejos cómo la luna crestaba de plata las ondas negras. El Duquesito murmuró en voz baja, con cierto trémolo apasionado y ronco:

—Hace un momento, cuando tú me has llamado, iba pensando en dar un paseo solitario. También estaba triste sin motivo. Cruzaba por la Avenida removiendo en mi pensamiento recuerdos casi apagados. Aventando cenizas.

—¿Pensabas en mí?

—También pensaba en ti... ¡Y cuánta verdad, que muchas veces basta un soplo para encender el fuego! Tu voz, tus ojos, tu deseo de un amor ideal, ese deseo que nunca me habían confesado tus labios... ¡Si yo lo hubiese adivinado! Pero qué importa, si aun ignorándolo te quise como a ninguna otra mujer, porque yo no he querido a nadie más que a ti, y te quiero aún... Cuando me hablabas hace un momento, veía en tus ojos la claridad de tu alma.

Rosita le interrumpió riendo:

—¡Calla! ¡Calla!... Nada de citas.

—¿De citas?

—Sí... ¡De Echegaray, supongo!... ¡De los dramas de Echegaray!

El galán agitó los guantes, y miró a la dama para ver si en realidad se burlaba. Ella se puso en pie, y echándole los brazos al cuello, le besó alegremente:

—¡Embustero!... Ya has visto cómo sé vengarme. Ahora no negarás...

Se reía, y en aquellos labios de clavel andaluz, la risa era fragante, el aire se aromaba.

Cap. V.

Tomó Rosita el brazo del Duquesito, y le arrastró hacia el «Foreing-Club». Caminaron un momento en silencio cambiando miradas. Rosita volvió a reírse:

—Parece que jugamos al escondite con los ojos.

El galán se detuvo estrechando amorosamente en la sombra el talle de la dama, y buscando sus labios:

—Es preciso que volvamos a vernos.

Rosita rompió suavemente el cerco de aquellos brazos, y continuó andando:

—¡Hijo, no me tientes! ¡El viaje a la India ha decidido para siempre de mi destino! Yo, con mil amores, vendría aquí todas las noches sólo por oírte.

—¿A pesar de la yerba?

—A pesar de la yerba. Tú no sabes cómo camelan el oído esas frases poéticas, apasionadas, tiernas... Los parlamentos de Echegaray... Pero no puede ser, no puede ser... ¡No puede ser!...

—¿Todo por ese viaje a la India?

—Todo... ¡Ay chiquillo, si tú supieses lo que verdaderamente me animó a embarcarme para ese fin del mundo!... Yo que hasta en tierra me mareo.

Y naturalmente, como el Duquesito no sabía nada, Rosita se apresuró a contárselo:

—Pues, hijo, únicamente ver leones y panteras en libertad. ¡Es de aquello que las fieras me encantan!

—A mí también... Ya lo sabes.

—¡Quita allá gracioso!

—¿No hubo algún príncipe negro o amarillo que diese cacerías en tu honor?

—¡Todos los días! Los que nunca se dieron en mi honor han sido los leones y los tigres. Solamente he visto un elefante, y el infeliz se arrodillaba para que yo montase. ¡Calcúlate lo fiero que sería!

Y Rosita Zegri cruzaba las manos con trágico abatimiento. ¡Para eso había dejado su escenario de El Molino Rojo, y los amigos de París, y aquellas alegres cenas del amanecer, las adorables cenas que Rosita terminaba siempre saltando sobre la mesa del festín y bailándose sevillanas entre las copas rotas y las flores marchitas! ¡Qué tiempos! En Londres dijeron los lores que aquel cuerpo de andaluza era la cuna del donaire, y en París dijeron los poetas que las gracias se agrupaban en torno de su falda, cantando y riendo al son de cascabeles de oro. Rosita, al oírlos, se burlaba. Sólo llevaban razón los novilleros de Sevilla: ¡Ella era muy gitana! Todas sus palabras tenían un aleteo gracioso, como los decires de las manolas. En el misterio de su tez morena, en la nostalgia de sus ojos negros, en la flor ardiente de su boca bohemia, vivía aquella quimera de admirar en libertad tigres y leones: Las fieras rampantes y bebedoras de sangre que hace tantos siglos emigraron hacia las selvas lejanas y misteriosas donde están los templos del Sol. Cansada de correr mundo al son de sus castañuelas, volvía de la India sin haber visto, por parte alguna, ni tigres ni leones. Rosita, al recordarlo, cruzaba las manos y se desconsolaba con mucha gracia:

—A mí ya me parecía que esos animalitos no podían andar sueltos por ninguna parte. ¡Infundios que nos tragamos aquí! Todos esos tíos de los circos dicen que cazan los leones en las selvas vírgenes de la India. ¡Guasones! Chiquillo, estoy convencida de que son historias.

Hablaba con adorable alocamiento, entornando los ojos de princesa egipcia. Bajo sus pestañas parecía mecerse y dormitar la visión maravillosa del tiempo antiguo, con las serpientes dóciles al mandato de las sibilas, con los leones favoritos de cortesanas y emperatrices. Siempre riendo, riendo, proseguía el cuento cascabeleante de sus aventuras.

—Yo, para decirte la verdad, no pasé de de Kilakua. Allí tuve que firmar los pasaportes a mi lord. Ya me tenía hasta más allá de la punta de los pelos. Con todo, el viaje me trajo la suerte. Creo que Dios quiso premiar mi resolución de mandar a paseo a un tío protestante. Esta sortija de la esmeralda, me la regaló el emperador del Japón cuando me casé.

Aquello era tan extraordinario, que el Duquesito dejó caer el monóculo:

—¡Diablo qué cosas! Nada, ni la menor noticia.

—¿De veras?... ¡Pero si es imposible que no sepas!... Todas las ilustraciones han traído mi retrato. De España también me lo pidieron, pero no me quedaba ya ninguno. Me escribió aquel tío que vendía en Sevilla el agua de azahar. Puede ser que quisiese darme en un anuncio como Madama Soponcio. El hombre decía que era dueño de un periódico y me mandaba un número que traía a la familia real. ¡Daba pena verla, pobrecilla!

—¿Es preferible salir en las cajas de fósforos, verdad?

—¡Y bien! Siquiera ahí, sólo salen mujeres de aquellas que dan el ole.

—De aquellas que lo dan todo. Rosita.

—¡Quieres callar!... De otra manera renuncio a contarte mis aventuras...

Rosita Zegri se dio aire con el abanico. Sonreía recordando su historia. ¡Una historia maravillosa y bella!

—Pues verás...

Y se detuvo de pronto, soltando el brazo del galán. Por la Avenida de los Tilos adelantaba un hombre con ropaje oriental. Era negro y gigantesco, admirable de gallardía y de nobleza. Llegose a ellos y saludó al caballero con leve sonrisa, al par amable y soberana. Rosita Zegri los presentó:

—Un amigo de Sevilla. Mi marido...

Y ante el gesto de asombro que hizo el Duquesito, se interrumpió riendo, con su reír sonoro y claro. Mordiéndose los labios, añadió:

—Mi marido, el Rey de las Islas de Dalicam.

Su Majestad, después de dudar un momento, dignose tender al Duquesito una mano cubierta de anillos: Parecía la mano de un Rey Mago. Sonrió el Duquesito, y con alarde de ironía, se inclinó para besarla, pero la Reina de Dalicam interpuso su sombrilla llena de encajes:

—¿Qué haces, resalado? ¿No sabes que viajamos de incógnito?

Y bajo aquella mirada picaresca y riente, el Rey de Dalicam y el Duquesito de Ordax, se estrecharon las manos vigorosamente, muy a la inglesa. Rosita, como si la sombrilla fuese una alabarda, dio con el regatón un golpe en tierra:

—¡Al pelo, hijos!

Cap. VI.

En los jardines del «Foreing-Club», Pierrot y la Señora de Pompadour, Colombina y Fausto, bebían cocteles y humeaban cigarrillos turcos. La bella Cardinal y la bella Otero, como dos favoritas reales, se apeaban de sus carrozas doradas, luciendo el zapato de tacón rojo y la media de seda. Un loro mexicano gritaba en el minarete del palacio árabe, y una vieja enlutada, con todo el cabello blanco, acechaba tras los cristales, esperando al galán de su señora la princesa, para decirle por señas, que no podía subir. El enjambre de abejorros y tábanos zumbaba en torno de los globos de luz eléctrica que iluminaban el pórtico del «Foreing-Club», y sobre la terraza de mármol blanco, colgada de enredaderas en flor, la orquesta de zíngaros preludiaba en sus violines un viejo minué de Andrés Belino. El Duquesito de Ordax quiso despedirse. La Reina de Dalicam le retuvo:

—Quédate, hijo. Quiero que intimes con mi marido.

Y al mismo tiempo, los dedos enguantados de Rosita Zegri —primera de su nombre en la Historia de Dalicam— buscaban algunos luises, prisioneros entre las mallas de un bolsillo con cierre de turquesas:

—¡Todo mi caudal!... Vamos a jugarnos estos tres luises. Asocio vuestra suerte a la mía. ¡No olvidéis que cada uno me adeuda un luis!...

Adivinando el sentido de aquellas palabras, Su Majestad el Rey de Dalicam, mostró la nieve de los dientes bajo el belfo opulento, y alargó una mano florecida de piedras preciosas. Rosita, depositó en ella sus tres luises de oro:

—Duquesito, le dejaremos que los juegue.

El Duquesito se inclinó:

—La voluntad de un rey es sagrada.

—Si continúas así, serás nuestro primer ministro.

Y con un mohín picaresco de los labios y de los ojos, Su Majestad Rosita Zegri, tomó asiento al pie de un árbol iluminado con faroles. Después levantó la cabeza y sonrió al Rey:

—Aquí esperamos.

El Rey le envió un beso con las yemas de los dedos, que unidos imitaron apretado racimo de moras, y se alejó reposado y solemne. Rosita se volvió al Duquesito:

—¿Qué corazonada tienes?

—Ninguna.

—¿Perdemos o ganamos?

—No sé... Debiste advertirle que jugase los reyes.

—¡Pues tienes razón!

Por la carrera enarenada, siempre riendo tras los abanicos, llegaban las dos españolas de los pañolones de crespón y las peinetas de teja. Viendo todavía juntos a la Reina de Dalicam y al Duquesito de Ordax, se hicieron un guiño picaresco.

—¡Qué noble indignación la de Rosita!

—¿Has visto? Se figuran que estamos en camino de ponerle otra corona a mi marido.

—No debes hacer caso.

—Naturalmente.

El Rey de Dalicam apareció bajo el pórtico del «Foreing-Club». Desde lejos levantó los brazos y abrió las manos indicando que había perdido. Rosita puso los ojos tristes:

—¡Tiene la suerte más negra! ¡Ah! Tú no olvides que me debes un luis.

—Voy a tener el honor de devolvértelo.

—¡Ahora no! Pueden verte y creer que se trata de otra cosa. Te lo recuerdo porque estoy completamente arrancada. Nos hemos jugado la corona, y estamos en camino de jugarnos el cetro.

El Rey de Dalicam se acercaba lentamente; y el Duquesito de Ordax se puso en pie, esperando a que llegase para retirarse con la venia real. Era gentilhombre en la corte de España, y conocía el ceremonial palatino. Su Majestad, después de dudar breves momentos, le retuvo con un gesto, y de entre la faja con que ceñía su túnica de seda azul turquí, sacó varias fotografías hechas a su paso por París, en casa de Nadar. Tomó asiento bajo el árbol iluminado con faroles de colores, al lado de la Reina, y con un gesto expresivo que descubría el blanco de los ojos y el blanco de los dientes, ofreció uno de aquellos retratos al Duquesito. Antes de entregárselo, sin duda para hacerle más honor, descolgó el lapicero de oro que colgaba entre los tres mil dijes de su reloj, y silencioso y solemne, lo depositó en manos de Rosita como si fuese el cetro de su reino. La andaluza, con el lapicero de oro entre los labios, alzó los ojos hacia las estrellas: Las consultaba. De pronto sacó al aire la roja punta de la lengua. Había sentido el aleteo de la inspiración, bajo la mirada amorosa de su dueño. ¡Aquel magnífico rey negro de las Islas de Dalicam, que, como los reyes de las edades heroicas, no sabía escribir!...

Eulalia

Cap. I

Larga hilera de de álamos asomaba por encima de la verja su follaje que plateaba al sol. Allá en el fondo, albeaba un palacete moderno con persianas verdes y balcones cubiertos de enredaderas. Las puertas áticas y blancas, también tenían florido y rumoroso toldo: Daban sobre la carretera y sobre el río. Cuando Eulalia apareció en lo alto de la escalinata, sus hijas, tras los cristales del mirador, le mandaban besos.

La dama levantó sonriente la cabeza y las saludó con la mano, Después permaneció un momento indecisa: Estaba muy bella, con una sombra de vaga tristeza en los ojos. Suspirando, abrió la sombrilla y bajó al jardín: Alejose por un sendero entre rosales, enarenado y ondulante. El aya entonces retiró a las niñas. Eulalia salió al campo. Su sombrilla pequeña, blanca y gentil, tan pronto aparecía entre los maizales como tornaba a ocultarse, y ligera y juguetona, voltaba sobre el hombro de Eulalia, clareando entre los maizales como una flor cortesana. A cada movimiento la orla de encajes mecíase y acariciaba aquella cabeza rubia que permanecía indecisa entre sombra y luz. Eulalia, dando un largo rodeo, llegó al embarcadero del río. Tuvo que cruzar alegres veredas y umbrías trochas, donde a cada momento se asustaba del ruido que hacían los lagartos al esconderse entre los zarzales, y de los perros que asomaban sobre las bardas, y de los rapaces pedigüeños, que pasaban desgreñados, lastimeros, con los labios negros de moras. Eulalia desde la ribera llameó:

—¡Barquero!... ¡Barquero!...

Un viejo se alzó del fondo de la junquera donde adormecía al sol. Miró hacia el camino, y cuando reconoció a la dama comenzó a rezongar:

—Quédeme en seco... Apenas lleva agua el río... De haberlo sabido...

Arremangose hasta la rodilla, y empujó la barca medio oculta entre los juncales. Eulalia interrogó con afán:

—¿Hay agua?

El viejo se detuvo. Con el rostro luciente de sudor, cobró aliento:

—Paréceme que habrá.

Restregose las manos, y empujó de nuevo la barca, que resbaló hasta la orilla y quedó meciéndose. Saltó a bordo y previno los remos:

—Ya puede embarcar, mi señora.

Eulalia alzose levemente la falda, y quedó un momento indecisa, como queriendo penetrar con los ojos la profundidad del río. Una onda lamió sus pies enterrados en la arena de la ribera. El barquero atracó hincando un remo:

—No tenga miedo de mojarse, mi señora. El agua del río no hace mal.

Eulalia, trémula y sonriente, le alargó una mano y saltó a bordo. Sentíase mojada, y aquello le traía el recuerdo de infantiles alegrías llenas de juegos y de risas. Suspirando por el tiempo pasado, sentose a proa, enfrente del barquero:

—¡Oh!... ¡Qué paisaje tan encantador!

En la tarde azul, llena de paz, volaban las golondrinas sobre el río, rozando las ondas con un pico del ala, y los mimbrales de la orilla se espejaban en el fondo de los remansos con vaguedad de ensueño. Eulalia miraba el remolino que hacía el agua en la proa de la barca, y sentía una larga delicia sensual al sumergir su mano. El río dormía cristalino y verdeante. El barquero bogaba con lentitud, y los remos al romper el espejo del agua, parecía como si rompiesen un encanto. Era el barquero un aldeano viejo, con guedejas blancas y perfil monástico. El viento, entrándole por el pecho, hinchaba su camisa y dejaba ver un islote de canoso y crespo vello. Sus ojos glaucos parecían dos gotas de agua caídas en la hundida cuenca. Cuando la barca tocó la orilla, el viejo desarmó los remos, y metiose en el río hasta media pierna. Un zagal, que llevaba sus vacas por el fondo de un prado, quedose mirando a la blanca dama que venía sentada a proa. Eulalia puso la enguantada mano en el hombro sudoroso del barquero, y saltó sobre la yerba lanzando un grito femenil. Al pronto quedó indecisa, buscando con los ojos el camino. Luego abrió la sombrilla y decidiose a seguir una vereda trillada por los zuecos de los pastores que, anochecido, bajaban a la ribera por abrevar sus ganados. Era húmeda y honda aquella vereda, perdida entre setos de laurel, con turbios charcos y pasaderas bailoteantes. Una cuadrilla de segadores pasó llenándola con los gritos de su lengua visigoda. Eulalia sintió espanto de aquellos hombres curtidos, sudorosos, polvorientos, que volvían en hordas de la tierra castellana, con la hoz al hombro. Se apartó para dejarles paso, y quedó inmóvil sobre la orilla del camino hasta que se perdieron a lo lejos. Entonces interrogó a un zagal que segaba yerba:

—¿El molino de la Madre Cruces, sabes dónde queda?

El zagal levantó la cabeza y se quitó la montera:

—¿El molino de la Madre Cruces?... Allá abajo, conforme se va para San Amedio...

La dama sonrió levemente:

—¿Y para San Amedio, es camino por aquí?

—Es camino, sí, señora.

Eulalia siguió adelante. Ya iba lejos, cuando el zagal la llamó a voces:.

—¡Señora!... ¡Mi señora! Quiere que le muestre el molino?

La dama se volvió:

—Bueno.

—¿Y qué me dará?

De nuevo asomó una sonrisa en los labios tristes de Eulalia:

—Te daré lo que quieras.

El zagal cargó el haz de yerba y echó delante:

—Ha de saber que el molino de la Madre Cruces casi no muele. No lleva agua la presa.

Eulalia suspiró, distraída en sus pensamientos:

—Hijo, yo tengo poco grano que moler.

El zagal la miró con sus ojos de aldeano, llenos de malicias:

—Eso se me alcanza. La señora va a visitar al caballero que vino poco hace. Un caballero enfermo que toma los aires en el molino de la Madre Cruces.

Eulalia quedó sonriente y pensativa. Después preguntó al zagal:

—¿Tú le conoces?

—Conozco, sí señora. También le tengo mostrado las veredas.

—¿Y qué hace en el molino?

—Pues toma los aires.

—¿No anda alrededor de las rapazas?

—Por sabido que andará. ¡Andan todos los caballeros!...

Soltó el haz de yerba en medio del camino y trepó a un bardal:

—¡Allí tiene el molino! ¡Mírele allí!

Eulalia se detuvo llevándose ambas manos al corazón, que latía como un pájaro prisionero. Del molino, entre higueras y vides, subía un humo ligero, blanco y feliz.

Cap. II

Es alegre y geórgica la paz de aquel molino aldeano, con sus muros cubiertos de húmeda hiedra, con su puerta siempre franca, gozando la sombra regalada de un cerezo. Feliz y benigna, la piedra gira moliendo el grano, y el agua verdea en la presa, llena de vida inquieta y murmurante. Sentada ante la puerta, bajo la sombra amiga, hila una vieja que tiene todo el cabello blanco. Las palomas torcaces picotean en la era llena de sol. El perro dormita atado al cerezo. Hállase franca la cancela, y Eulalia entra llamando:

—¡Madre Cruces!... ¡Madre Cruces!...

La vieja, con la rueca en la cintura, sale a encontrarla:

—¡Mi reina!... ¡Todos los días esperándola!

—¡Hasta hoy estuve prisionera!

—¡Pobre paloma!

La dama se detiene recelosa, mirando al perro que hace sonar la cadena y endereza las orejas:

—¿Muerde, Madre Cruces?

Aquella vieja recuerda otros tiempos, y parece llena de feudatario respeto:

—No tenga temor, mi reina... Le tenemos atado.

—Puede romper la cadena.

—No tenga temor. ¡Quieto, Solimán!

El perro agacha las orejas y vuelve a echarse en el hoyo polvoriento, donde antes dormitaba. Las moscas acuden de nuevo, y con las moscas anda mezclado un tábano rojo y zumbador. La vieja exclama:

—¡Algo bueno anuncia!

—Yo creía que era de mal agüero, Madre Cruces.

—Mal agüero si fuese negro... Ese mismo lo vide antes.

Eulalia sonríe con incrédula tristeza, sentada en uno de los poyos que flaquean la puerta:

—¿Estás tú sola, Madre Cruces?

—Sola, mi reina... Ya llegará el galán que consuele ese corazón.

—¿Dónde ha ido?

—Recorriendo esos campos, paloma.

—Cuéntame, Madre Cruces... ¿Está triste?

—Menos lo estaría si tanto no recordase a quien le quiere.

—¿Tú comprendes que me recuerda?

—¡Claramente! Por veces éntrame pena cuando le oigo suspirar.

—No suspirará más tristemente que suspiro yo.

Los ojos de Eulalia brillan arrasados de lágrimas. La molinera deja quieto el huso entre sus dedos arrugados, y con ademán de abuela consejera se inclina hacia la dama:

—Pues hace mal mi señora. Siempre vale mejor que pene uno solo. Por veces, viendo triste al buen caballero, dígome entre mí: Suspira, enamorado galán, suspira, que todo lo merece aquella paloma blanca.

La vieja habíase levantado para entrar en el molino. Eulalia, al quedar sola, vuelve los ojos con afán hacia aquel camino de verdes orillas, largo y desierto, que aparece dorado bajo el sol de la tarde. En el fondo de los yerbales pacen las vacas, y sobre los oteros triscan las ovejas. La lejanía son montes azules con el caserío sinuoso, cándido y humilde de los nacimientos. La barca de Gondar comienza su lento pasaje entre las dos riberas, y la gente de las aldeas desciende por medio de los maizales dando voces al barquero para que espere. El río, paternal y augusto como una divinidad antigua, se derrama en holganza, esmaltando el fondo de los prados. La Madre Cruces reaparece en la puerta del molino, con la falda llena de olorosas manzanas.

—¿No quiere, mi señora, honrar esta pobreza?

Y colma el regazo de la dama que sonríe encantada:

—¡Qué hermosas son!

—¡Una regalía! Todas del mismo árbol.

La Madre Cruces vuelve a sentarse, y en silencio hila su copo, porque los ojos de Eulalia miran siempre a lo lejos. La dama suspira:

—¡Cuánto tarda! ¡Cómo no le dice el corazón que yo estoy aquí!...

—¡El corazón es por veces tan traidor!

—¡El mío es tan leal!...

—¡Cuitado pajarillo!

—¡Hoy anochece más temprano, Madre Cruces!

—No anochece... Son los árboles que aquí hacen oscuro, mi reina.

—Si tarda no le veré.

—Mía fe no tardará. A esta hora ordeñamos la vaca y toma la leche conforme sale de las ubres.

La vieja había dejado la rueca para descolgar las madejas de lino puestas a secar en una rama de cerezo. ¡Aquellas madejas de antaño, olorosas, morenas, campesinas, que las abuelas devanaban en los viejos sarillos de nogal! Después la Madre Cruces volvió a sentarse en el poyo de la puerta: Entre sus manos crece un ovillo. Eulalia, distraída, lo mira dar vueltas bajo aquellos dedos arrugados y seniles. La rosa pálida de su boca tiembla con una sonrisa de melancolías:

—¡Déjame, Madre Cruces!

La Madre Cruces le cede el ovillo complacida:

—Antaño algunas madejas me tiene enredado. Apenas si recordará.

—¡Me acuerdo tanto¡ Venía con mi abuelo, ¿Era tu padrino, verdad, Madre Cruces?

—Sí, mi reina... Padrino como cumple, de bautizo y de boda... ¡Qué gran caballero!

—¡Pobre abuelo!

—Mejor está que nosotros, allá en el mundo de la verdad.

—¡Si viviese no sería yo tan desgraciada!

—Nuestras tribulaciones son obra de Dios, y nadie en este mundo tiene poder para hacerlas cesar.

—Porque nosotros somos cobardes... Porque tememos la muerte.

—Yo, mi reina, no la temo. Tengo ya tantos años que la espero todos los días, porque mi corazón sabe que no puede tardar.

—Yo también la llamo, Madre Cruces.

—Mi señora, yo llamarla, jamás. Podría llegar cuando mi alma estuviese negra de pecados.

—Yo la llamo, pero le tengo miedo... Si no la tuviese miedo la buscaría...

La Madre Cruces suspira:

—¡No diga tal, mi reina! ¡No diga tal!...

Y quedan las dos silenciosas y tristes, con la vaga tristeza de la tarde. Anochece, y las palomas torcaces vuelan en parejas buscando el nido, y en la orilla del río canta un ruiseñor. El cerezo de la puerta deja caer un velo de sombra, y allá, sobre el camino solitario, tiembla el rosado vapor de la puesta solar. Rostro al molino viene un pordiosero. Torna de recorrer las ventas, las rectorales y los pazos donde le dan limosna cada disanto. Es un aldeano, zaino y sin piernas. Desde hace muchos años va en un caballo blanco por aquellas viejas feligresías de Cela, de Gondar y de Caldeña. Su rocín pace la yerba de las veredas. Ante la cancela del molino el pordiosero se detiene y salmodia la letanía de sus penas. La Madre Cruces se levanta y le pone en las alforjas algunas espigas de maíz. El viejo, inclinado sobre el cuello de su caballo, reza. Es un rezo humilde y lastimero por las buenas almas caritativas y por sus difuntos.

Eulalia : Cap. III

Se oyó la zalagarda de los perros, el galán asomaba en lo alto del camino, y Eulalia, con amoroso sobresalto, la voz ahogándose en lágrimas, gritó:

—¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Que te espero!

Y sintiendo cómo las fuerzas le fallecían de amor, tuvo que sentarse. La Madre Cruces salió a la cancela, dando voces regocijadas:

—¡Señor!... ¡Llegue presuroso, señor!.. ¡Mal sabe quién le visita!

El galán aún venía lejos. Delante correteaban sus perros: Un galgo y un perdiguero con lujosos collares. Jacobo Ponte volvía de tirar a las codornices en los Agros del Priorato. Caminaba despacio, con las polainas blancas de polvo y el ancho sombrero de cazador derribado sobre las cejas para resguardarse del sol poniente. Los cañones de su escopeta brillaban. Eulalia, con los ojos arrasados, miraba hacia el camino, y temblaban sus lágrimas en una sonrisa. La Madre Cruces seguía clamando en el umbral de la cancela:

—¡Supiera el enamorado galán la buena ventura que le aguarda!... ¡Tal supiera mía fe, que alas deseara!...

Jacobo Ponte entró silbando a los perros que se quedaban en el camino, y horadaban los zarzales de donde salían algunos pájaros asustados. Vio a Eulalia bajo la sombra del cerezo, y sonriendo se detuvo para entregar su escopeta a la Madre Cruces, porque era muy medrosa la dama y se asustaba de las armas. Entonces ella suspirando vino a su encuentro:

—¡Llegas cuando tengo que irme!...

Y echándole los brazos al cuello descansó la cabeza sobre su hombro. Jacobo murmuró:

—¡Temí que no vinieses ya nunca!

Eulalia levantó los ojos:

—¿Has creído eso?

—Sí.

—¡Tú no sabes cómo te quiero!

Caminaban enlazados como esos amantes de pastorela en los tapices antiguos. Los dos eran rubios, menudos y gentiles. Ante una escalera de piedra que tenía frondoso emparrado, se detuvieron, Jacobo oprimió dulcemente la mano de Eulalia:

—¿Subimos?

Eulalia inclinó la cabeza:

—¡Es tarde!... ¡Tengo que irme!

Jacobo suplicó en voz baja, con ardiente susurro:

—¡Un momento! ¡Sólo un momento!

Se miraban en el fondo de los ojos, indecisos y sonrientes. Después, cogidos de la mano, subieron en silencio la escalera y entraron a una sala entarimada de nogal, con tres puertas sobre la solana, y ruinosa balconada sobre el río. La luna esclarecía débilmente la estancia. En la sombra del techo, grandes racimos de uvas maduraban colgados de las oscuras vigas. Sobre la rústica tracería de las puertas, estaban claveteadas pieles de zorro.

Allá en el fondo, bajo la tardecina claridad que caía de dos ventanas guarnidas por sendos poyos de piedra, brillaba la madera lustrosa de una cama antigua. El aire traía gratos aromas aldeanos. Quiso Eulalia asomarse al balcón, y Jacobo la siguió:

—Espera... Puedes caerte...

Y se asomaron los dos dándose de nuevo la mano. Estaba derruida la balaustrada, y arriesgaron un paso tímido, para mirar el fondo de la presa donde temblaba amortiguado el lucero de la tarde. El agua salpicaba hasta el balcón. Quiso Eulalia acercarse más, y Jacobo la retuvo:

—Entremos.

Eulalia se volvió un poco pálida:

—¡Qué felices viviríamos los dos aquí!

Jacobo le cogió las manos:

—¡Si tú quisieses!...

Y ella suspiró inclinando la frente:

—¡Qué sería de mis pobres hijas!

Jacobo apartose silencioso y sombrío. Después, sentado en el poyo de una ventana, murmuró con la cabeza oculta entre las manos:

—¡Siempre tus hijas!... ¡Las aborrezco!

Los ojos de Eulalia le buscaron en la mortecina claridad, llenos de amor y resignados:

—¿A mí también me aborreces?

Y se acercaba lenta y lánguida, con andar de sombra: Jacobo alzó la cabeza y sonrió levemente:

—También.

—¿Como a mis hijas?

—Igual.

Eulalia le forzó a que la mirase, posándole las manos en los hombros:

—¡Qué ogro tan salado eres!... Déjame que te vea. ¡Hace tan oscuro aquí dentro!

Y abrió la ventana, de donde volaron dos golondrinas. Jacobo se incorporó. Tenía un aire de grave cansancio, casi de abatimiento. Sobre su frente pálida temblaban algunos rizos húmedos de sudor: La sonrisa de su boca era triste y pensativa: Sus ojos de niño, azules y calenturientos, se fijaban en Eulalia:

—¿Cuándo vas a volver?

Ella le miró intensamente:

—No sé. Ahora estoy más presa que nunca.

Mi marido lo sabe todo.

—¡Tu marido!... ¿Quién ha podido decírselo?

—Yo misma, Jacobo. ¡Yo misma!

—¿Y por qué? ¿Estabas loca? ¿Tu marido qué ha hecho?

—¡Llorar!... Es un hombre sin valor para nada. Jamás le hubiera confesado la verdad si creyese que podía haberte buscado.

Los labios de Jacobo perdieron el color, quedaron de una altanera lividez. Aquellos ojos infantiles cobraban de pronto el frío azul de dos turquesas. Bajo el rubio entrecejo asestaban la mirada duros y crueles como los ojos de un rey joven:

—¿Cuándo me has visto temblar, Eulalia?

Y su voz velada tenía nobles acentos de cólera y de tristeza. Eulalia se apresuró a besarle, desagraviándole:

—¡Nunca!... ¡Nunca!... Pero podía haberte matado por la espalda.

Jacobo sonrió bajo los besos de Eulalia dejándose acariciar como un niño dócil y silencioso. Permanecieron en la ventana con las manos unidas y las almas presas en la melancolía crepuscular. Gorjeaban los pájaros ocultos en las copas oscuras de los árboles. Se oyó lejano el mugir de un buey, y luego el paso de un rebaño y la flauta de un zagal. Después todo se hundía en ese silencio campesino, lleno de paz, con fogatas de pastores y olor de establos. En medio del silencio resonaba la rueda del molino, y como un acompañamiento recordaba las voces caducas y temblonas de las abuelas sabedoras, que refieren consejas y decires, dando vueltas al huso, sentadas bajo el candil que alumbra la velada, mientras cae el grano y muele la piedra.

Cap. IV.

Hablaban con las manos juntas, apoyados en el borde de la ventana, bajo el claro de la luna. Se contaban su vida durante aquellos días que estuvieron sin verse. Era un susurro ardiente, entrecortado de suspiros. Tenía la melancolía del amor y la melancolía de la noche. A veces quedaban en silencio y oían las voces de los pastores que cruzaban el camino. Eulalia dijo:

—¡Qué tarde debe ser!... ¿Dejas que me vaya, Jacobo?

Jacobo inclinó la cabeza besándole las manos:

—¿Y cuándo volveremos a vernos?

—¡Quién sabe, amor mío!... Cuando pueda escaparme otra vez.

—¿Allá saben que has venido?

—Lo sospecharán.

—¿No temes nada?

—Nada.

—¿Qué hará tu marido cuando vuelvas?

—Me tendrá más presa.

Aquella venganza indecisa y lejana transfiguraba su amor, dándole un encanto doloroso y poético. Se apartaron de la ventana con una sonrisa triste los dos. Andaban sin soltarse las manos, y sus sombras se desvanecían lentamente en la oscuridad de la estancia. Jacobo dijo:

—Eulalia, no vuelvas allá.

—¿Por qué?

—Porque te pierdo para siempre... Me lo dice el corazón.

—¡Eso jamás!... Tendría que morirme.

—Quédate, Eulalia...

—¡No puedo, Jacobo! ¡No puedo!

—¡Eulalia, y que hayas sido tú misma nuestra delatora!

Eulalia suspiró:

—¡Estaba loca!... No podía seguir tejiendo mi vida con hilos de mentiras. Se lo dije todo... ¿Recuerdas la última tarde que nos vimos? Aquella tarde fue. Yo esperaba que al saberlo no querría verme más. Creí que nuestra casa se desharía para siempre. Muchas noches, desvelada, ya tenía cavilado en ello... ¡Cuántas veces me había consolado esa esperanza, al mismo tiempo que me hacía llorar por mi pobre casa deshecha!... Yo viviría retirada con mis hijas. Te vería a ti sin recelos, sin temores. ¡Pobre amor mío! Si tuve valor para decírselo, fue por eso. ¡Jacobo, cómo nos equivocamos al pensar lo que pasa en los corazones! Aquel hombre tan frío, que aparentaba desdeñarme como a una niña sin juicio, me quiere hasta la locura, Jacobo. ¡Me quiere más que a sus hijas, más que a su madre, más que a todo en el mundo!

En el misterio de la sombra, la voz de Eulalia empañada en lágrimas, temblaba. Al fin los sollozos cubrieron sus querellas. Pasó en el claro de la luna como un fantasma, y tornose lenta a la ventana y quedó allí silenciosa y suspirante, apoyada en el alféizar. Jacobo la siguió. Volvieron a mirarse en silencio. La brisa pasaba murmuradora. El perro, atado a la puerta del pajar, ladraba a las estrellas que palidecían en el cielo. Jacobo dijo temblándole la voz:

—Eulalia, es la última vez que nos vemos.

—No digas eso... Yo vendré siempre .. Te juro que volveré... ¿No se escapan los presos de las cárceles?...

En los labios de Jacobo había una sonrisa doliente:

—¿Y sabes acaso si cuando vuelvas me hallarás?

Eulalia le asió las manos:

—Te hallaré, sí... ¿Por qué dices que no te hallaré?

Y quedó mirándole con tímido afán:

—Porque este amor nuestro, es imposible ya.

Ella murmuró temblando:

—¿Y qué quieres?

—Quiero que termine por bien tuyo y por bien de tu marido.

—¡Eres cruel!... ¡Eres cruel!...

Y sollozaba con angustia, los ojos puestos en Jacobo, que permanecía mudo y esquivo. De pronto Eulalia serenose, enjugó sus lágrimas con fiereza y volvió a cogerle las manos hablándole desesperada y ronca:

—Jacobo, tú quieres que yo viva a tu lado. Tú no sabes que seríamos muy desgraciados... No debes sacrificarme lo mejor de tu vida. Eres un niño y tendrías demasiados años para arrepentirte... Yo tampoco merezco ese sacrificio.

Jacobo la miró con amargura:

—¡No quieras mostrarte generosa!

Ella repitió con duelo:

—¡No, no merezco ese sacrificio!...

Estaba pálida, temblaban sus manos y sollozaba con los ojos secos:

—Voy a causarte una gran pena... Pero siempre fui sincera contigo, y quiero serlo ahora en este momento lleno de angustia...

Jacobo murmuró temblándole la voz:

—¿Que vas a decirme?

Eulalia le miró fijamente, quieta, severa y muda. Jacobo volvió a repetir:

—¿Qué vas a decirme?

Ella sonrió tristemente, parpadeando como si despertase de un mal sueño:

—¡Que tienes razón!.. ¡Que este amor nuestro es imposible ya!..

—¿Te he dicho yo eso?

—¡Hace un momento me lo dijiste!

Jacobo se irguió violentamente:

—Perdona, lo había olvidado.

Eulalia, dominándose, se acercó a la ventana y miró el campo en silencio. Después, volviéndose hacia la estancia ya toda en sombra, comenzó a hablar con la voz apagada de un fantasma:

—Yo no quiero a mi marido... Creo que no le quise jamás,.. Pero de haber sospechado el dolor que había de causarle esta traición mía, ciega como estoy por ti, hubiera sido una mujer honrada...

Jacobo desde el fondo de la estancia gritó con fiereza:

—¡Calla!

Los ojos de Eulalia le buscaron en la oscuridad, con anhelo amoroso y cobarde:

—¡Jacobo!

Y los sollozos estallando de pronto, velaron su voz. Jacobo volvió a gritar:

—¡Calla!

Ella se acercó lentamente:

—Jacobo, he querido en todos los momentos ser sincera contigo.

—¡Y tu sinceridad me mata! Déjame... Vete para siempre... Vete.

Eulalia quedó mirándole en éxtasis doloroso:

—¡Niño!... ¡Niño adorado!...

Ante aquella desesperación candorosa y juvenil, sentía ennoblecidos sus amores, y el dolor de Jacobo le daba estremecimientos, como una nueva caricia apasionada y casta. Jacobo la miró con rencor y con duelo:

—¡Te parezco un niño! Tienes razón, como un niño creí todas tus mentiras.

—Jacobo, no merezco ser tratada así.

Y se arrodilló abrazándose a las rodillas de Jacobo:

—¡Mátame si quieres!

Jacobo sonreía con esa sonrisa triste y agónica de los desesperados: Pálido, trémulo, abatido se pasó la mano por los ojos, ya falto de voluntad y de cólera:

—No sé matar, Eulalia, ya lo sabes. Yo sólo te digo adiós. Después de oírte siento que a tu lado ya nunca podría ser feliz... Tengo todas tus cartas, voy a dártelas.

Eulalia, sentada en el suelo, sollozaba. Jacobo, desde el fondo sombrío de la estancia, le arrojó las cartas, y, sin pronunciar una sola palabra, salió. Ella alzose llamándole:

—¡Jacobo!... ¡Jacobo!...

Desolada, retorciéndose las manos, corrió de la puerta al balcón. Le vio alejarse seguido de los perros que saltaban acosándole con retozos. Atravesaba por medio de un linar ondulante, y las sombras negras de aquellos perros inquietos y ladradores, al claro de la luna, parecían llenas de maleficio.

Cap. V.

El rumor de unas pisadas sobre el empedrado de la solana sobresaltó a Eulalia. Poco después, la Madre Cruces aparecía en la puerta alumbrándose con un farol:

—Mi reina, que más tarde no tendrá barca.

Eulalia suspiró enjugándose los ojos:

—¿Dónde ha ido Jacobo?

—¡Y quién lo sabe!

—¡Qué desgraciada soy, Madre Cruces!

La vieja intentó consolarla:

—Mi señora verá cómo las penas del querer luego se tornan alegrías. Entre enamorados todo es así. De las querellas salen las fiestas.

La vieja continuaba en la puerta, y Eulalia se levantó. Salieron en silencio. La Madre Cruces iba delante alumbrando. Era ya noche cerrada, y bajo el follaje de los árboles hacía completamente oscuro. Eulalia murmuró:

—¿Qué decías de la barca, Madre Cruces?

—Que presto se irá.

—¿Aún la alcanzaremos?

—Tal presumo, mi reina. Yo llévele al barquero aviso de esperar. No tenga zozobra.

Cruzaron presurosas el huerto susurrante y húmedo del rocío. La Madre Cruces dejó el farol sobre la yerba para abrir la cancela. Eulalia, con los ojos llorosos, contemplaba las ventanas: Les mandaba un adiós. Después salieron al camino:

—¿Cuándo volverá, mi señora?

—¡Ya nunca!

Y Eulalia se llevó el pañuelo a los ojos. La angustia entrecortaba su voz, y al mismo tiempo que combatía por serenarla, pasaban por su alma, como ráfagas de huracán, locos impulsos de llorar, de mesarse los cabellos, de gritar, de correr a través del campo, de buscar un precipicio donde morir. Sentía en las sienes un latido doloroso y febril que le hacía entornar los párpados. Caminaba sin conciencia, viendo apenas cómo el camino blanqueaba al claro de la luna, ondulando entre los maizales que se inclinaban al paso del viento con un largo susurro:

—¡Dios mío, no le veré más!... Nunca más!...

Y el camino se lo figuraba insuperable a sus fuerzas, y su casa y sus hijas se le aparecían en una lontananza triste y fría. Toda su vida sería ya como un largo día sin sol. Caminaba encorvada al lado de la Madre Cruces:

—¡No le veré más! ¡Todo acabó para siempre!... ¡No ha querido ni conservar mis cartas, mis pobres cartas que yo escribí con tanto amor!...

Al cruzar los Agros del Priorato, las dos mujeres se detuvieron asustadas. Rompiendo por entre los maizales venían hacia ellas unos perros negros:

—¿Estarán rabiosos, Madre Cruces?

—No parece, mi señora.

Los perros llegaban con alegre zalagarda, y la Madre Cruces creyó reconocerlos. Los llamó, todavía insegura, con leve susto en la voz:

—¡Morito! ¡Solimán!

Los perros acudieren dando corcovos y ladridos. La vieja acaricioles:

—¿Dónde queda el buen amo, Morito?

Eulalia sollozó:

—¿Son los perros de Jacobo?

—Ellos son, mi reina.

—¿Y dónde está él?

—Pues no estará lejos.

Eulalia volviose, y como perdida en la noche miró en torno, gritando con voz desfallecida, que repitió el eco en un castañar.

—¡Jacobo!... ¡Jacobo!...

Los perros la rodeaban retozones, queriendo lamerle las manos, que ella retiraba asustada:

—¡Jacobo!... ¡Jacobo!...

Saltando las cercas un hombre cruzó a lo lejos el camino y metiose entre los maizales. Eulalia gimió:

—¡Es él!

Desesperada quiso detener a los perros, que avizorados tomaban vientos. Lloraba intentando sujetarlos por los collares, y los perros lanzaban alegres ladridos. Oyose lejos un silbido y se partieron corriendo, dejándola en abandono. Ronca y angustiada volvió a gritar:

—¡Jacobo!... ¡Jacobo!...

Y volvió a responderle el eco desde el temeroso castañar. Desfallecida se detuvo, asiéndose a la Madre Cruces, porque apenas podía tenerse. Estaba tan pálida, que la vieja creyó verla morir. La llamó asustada:

—¡Mi reina!... ¡Mi paloma!...

Y dejó el farol en medio del camino para poder llevarla hasta un ribazo, donde la hizo sentar. Eulalia abrió los ojos, dando un largo suspiro, y reclinó la frente sobre el hombro de la vieja:

—Madre Cruces, tú le hablarás siempre de mí.

—Por sabido, mi reina.

—Aun cuando no quiera oírte.

—Sí, paloma.

Por el camino pasaban dos arrieros a caballo. La Madre Cruces acudió a recoger su farol y tornose adonde estaba Eulalia, que al verla llegar se alzó lánguidamente. Continuaron andando. La noche era calma y serena. Perdida en el silencio oíase la esquila de una cabra descarriada que buscaba su redil: Las luciérnagas brillaban inmóviles entre los zarzales del camino. Al bajar la cuesta de San Amedio comenzaba el lento mamilar de las aguas del río. Un ruiseñor cantaba en los mimbrales de la orilla, y las ranas cantaban en el fango de las junqueras, al borde de las charcas. El río brillaba bajo el cielo estrellado. La Madre Cruces llamó:

—¡Barquero!... ¡Barquero!...

El viejo saltó a la ribera:

—¿Qué hay? Es la señora. Si llego a presumir que sería tan luenga la tardanza, tiendo una red... ¡Mi alma si llego a presumirlo!

La Madre Cruces murmuró:

—¿Acaso son horas de pesca?

—Con la luna que hay, las mejores.

Eulalia tenía el pañuelo sobre los ojos. Muda y pálida adelantose hacia la barca.

Dejose abrazar por la Madre Cruces y, sin una palabra, sin un gemido, en medio de un silencio mortal, embarcó. La Madre Cruces permaneció en la ribera. El barquero empuñó los remos y bogó. La barca se alejaba, y la Madre Cruces tornose al molino con la zozobra de mirar si estaban recogidas las gallinas, porque hacía noches que el raposo andaba al acecho. Caminando a lo largo de la orilla, gritó:

—¡Adiós, mi reina!

Sentada en la proa de la barca, Eulalia lloraba en silencio, y esparcidas en su regazo contemplaba las cartas que Jacobo le había devuelto. La luz de la luna caía sobre sus manos cruzadas, inmóviles y blancas como las de una muerta, y más lejos temblaba sobre las aguas del río. Eulalia besó con amor todas sus cartas, y sollozando las arrojó en la corriente. En la estela de la barca quedaron flotando como una bandera de místicas aves blancas. Eulalia entonces se inclinó, y sus lagrimas cayeron en el río. El viejo barquero, doblándose sobre los remos, le gritó:

—¡Cuidado, mi señora!

Y al erguirse de la boyada oyó un sollozo, y vio apenas una sombra indecisa y blanca que caía en el río. Presuroso acudió a una y otra borda, sondando con los ojos en el agua. Arrastrado por la corriente, en medio de la indecisa bandada de sus cartas, iba el cuerpo de Eulalia. La luna marcaba un camino de luz sobre las aguas, y la cabellera de Eulalia, deshecha ya, apareció dos veces flotando. En el silencio oíase cada vez más distante la voz de un mozo aldeano que cruzaba por la orilla, cantando en la noche para arredrar el miedo, y el camino por donde se alejaba aparecía blanco entre una siembra oscura. Y era el del mozo este alegre cantar:

¡Ei ven o tempo de mazar o liño!
¡Ei ven o tempo do liño mazar!
¡Ei ven o tempo rapazas do Miño!
¡Ei ven o tempo de se espreguizar!

Augusta

Cap. I.

Eres encantador!... ¡Eres el único!... Nadie como tú sabe decir las cosas. ¿De veras son estos tus versos?... Yo quiero que seas el primer poeta del mundo... ¡Tómalos!... ¡Tómalos!... ¡Tómalos!...

Y la gentil Augusta del Fede besaba al Príncipe Attilio Bonaparte, con gracioso aturdimiento, entre frescas risas de cristal. Después, rendida y feliz, volvía a leer la dedicatoria un tanto dorevillesca, con que el Príncipe le ofrecía los «Salmos Paganos». Aquellos versos de amor y voluptuosidad, que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga.

Era el amor de Augusta alegría erótica y victoriosa, sin caricias lánguidas, sin decadentismos anémicos, pálidas flores del bulevar. Ella sentía por aquel poeta galante y gran señor, esa pasión que aroma la segunda juventud con fragancias de generosa y turgente madurez. Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptoso y rubusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla.

Amaba con la pasión olímpica y potente de las diosas desnudas, sin que el cilicio de la moral atarazase su carne blanca, de blanca realeza, que cumplía la divina ley del sexo, soberana y triunfante, como los leones y las panteras en los bosques de Tierra Caliente.

Bajo las frondas de un jardín real había sentido Augusta la seducción del Príncipe Attilio, y el capricho de amarle y de rendirle. No hubo esa larga y sutil seducción que prepara la caída. Como una princesa del Renacimiento, se le ofreció desnuda. Deseaba entregarse, y se entregó. Después aquellos amores llenaron con su perfume galante y sensual el sombrío palacio de una reina viuda. Fueron como las frescas y fragantes rosas pompadur, que crecían en el fondo de los jardines realengos, bajo las enramadas melancólicas. Augusta parecía hechizada por aquel Príncipe poeta, que cincelaba sus versos con el mismo buril que cincelaba Benvenuto las ricas y floreadas copas de oro, donde el Magnífico Duque de Médicis bebía los vinos clásicos, loados por el viejo Horacio.

En los «Salmos Paganos» queda el recuerdo ardiente de aquella locura. El Príncipe Attilio Bonaparte, admiraba la tradición erótica y galante del Renacimiento florentino, y quiso continuarla. Sus estrofas tienen el aroma voluptuoso de los orientales camerinos del Palacio Borgia, de los verdes y floridos laberintos del Jardín de Bóboli. Como un nuevo Aretino, supo celebrar la pasión cínica y lujuriante con que Augusta del Fede encantaba sus amores. Los «Salmos Paganos» parecen escritos sobre la espalda blanca y tornátil de una princesa apasionada y artista, envenenadora y cruel. Galante y gran señor, el poeta deshoja las rosas de Alejandría sobre la nieve de divinas desnudeces, y ebrio como un dios, y coronado de pámpanos, bebe en la copa blanca de las magnolias el vino alegre y dorado, que luego en repetidos besos vierte en la boca roja y húmeda de Venus Turbulenta.

Cap. II.

Augusta miró al príncipe y suspiró.

—¡Mañana llega mi marido!

—¡Dejémosle llegar, madona!

La dama hizo un delicioso mohín de enfado:

—¿De suerte que no te contraría?

Una sonrisa desdeñosa tembló bajo el enhiesto mostacho de Príncipe Attilio:

—Tu marido es el más sesudo despreciador de Otelo.

Augusta le miró un momento fingiendo enojo. Después se levantó riendo con risa picaresca y alocada:

—De Otelo y de ti.

Y alzando las holgadas mangas de su traje, enlazó al cuello del Príncipe los brazos desnudos, tibios, perfumados, blancos. El Príncipe rodeó el talle de Augusta, y ella se colgó de sus hombros. Con calentura de amor fueron a caer sobre un diván morisco. De pronto la dama se incorporó jadeante:

—¡Ahora no, Attilio!... ¡Ahora no!...

Se negaba y resistía con ese instinto de las hembras que quieren ser brutalizadas cada vez que son poseídas. Era una bacante que adoraba el placer con la epopeya primitiva de la violación y de la fuerza. El Príncipe se puso en pie, clavó la mirada en Augusta, y tornó a sentarse, mostrando solamente su despecho en una sonrisa:

—¡Gracias, madona!... ¡Gracias!

—¿Te has enojado?... ¡Qué chiquillo eres! Si lo hago por la ilusión que me produce el verte así. ¡Todas las pruebas de que te gusto me parecen pocas!

Y graciosa y desenvuelta corrió a los brazos del galán:

—Caballero, béseme usted para que le perdone.

Quiso el Príncipe obedecerla, y ella, huyendo velozmente la cabeza, exclamó:

—Ha de ser tres veces: La primera en la frente, la segunda en la boca, y la tercera de libre elección.

—Todas de libre elección.

La voz del Príncipe tenía ese trémulo enronquecido, donde aun las mujeres más castas adivinan el pecado fecundo, hermoso como un dios. Breves momentos permanecieron silenciosos los dos amantes. Augusta, viendo las pupilas del Príncipe que se abrían sobre las suyas, tuvo un apasionado despertar:

—¡Qué ojos tan bonitos tienes! A veces parecen negros, y son dorados, muy dorados. ¡Cuánto me gusta mirarme en ellos!

Y con los brazos enlazados al cuello de su amante, echaba atrás la cabeza para contemplarle:

—¡Oh!... ¡Traidorcillos, a cuantas miraréis! ¡Ojos míos queridos!... Quisiera robártelos y tenerlos guardados en un cofre de plata con mis joyas.

El príncipe Attilio sonrió:

—¡Róbamelos! Veré con los tuyos.

—¡Embusterísimo!

—¡Preciosa!

Inclinose el Príncipe, y la dama juntó los labios esperando... Después entornó las pestañas con feliz desmayo, y pronunció sin desunir ya las bocas:

—¡Hoy no has de hacerme sufrir!

El Príncipe respondió en voz muy baja, con ardiente susurro:

—¡No, mi amor querido!

Augusta, que parpadeaba estremecida y dichosa, cobró aliento en largo suspiro:

—¡Ay!... ¡Cuantísimo nos gustamos... ¿Sabes lo que estoy pensando, Attilio?... Quisiera que cuantos me han hecho la corte, sin conseguir nada, supiesen que soy tu querida.

El Príncipe sonrió levemente, y Augusta insistió mimosa:

—¡Jamás te halaga nada de lo que te digo!... Te quiero tanto, que me gustaría cometer por ti muchas, muchísimas locuras. ¡Ay!... No hallo ninguna nueva. Ya las hice todas...

Augusta reía tendiéndose sobre el diván, mostrando en divino escorzo la garganta desnuda, y el blanco y perfumado nido del escote. Sobre la alfombra yacían los «Salmos Paganos». ¡Aquellos versos de amor y voluptuosidad que primero habían sido salmos de besos en los labios de la gentil amiga!...

Cap. III.

De pronto Augusta se incorporó sobresaltada. Una mano blanca donde lucían las sortijas, alzaba el cortinaje que caía en majestuosos pliegues sobre la puerta del salón. Augusta se inclinó para recoger el libro caído al pie del diván. Azorada y prudente murmuró en voz baja:

—¡Ahí está mi hija! Arréglate el bigote. Nelly entró riendo, tirando de las orejas a un perrillo enano que traía en brazos. Su madre la miró con ojos vibrantes de inquietud y despecho:

—Nelly, no martirices a Ninón.

—Ya sabe Ninón que es broma. ¿Verdad que es broma, Ninón?

Y como el lindo gozquejo se desmandase con un ladrido, le hizo callar besuqueándole. Silenciosa y risueña fue a sentarse en un sillón antiguo de alto y dorado respaldo. El Príncipe la contempló en silencio. Ella sin dejar de sonreír inclinó los párpados, y quedaron en la sombra sus ojos, sibilinos y misteriosos como aquella sonrisa que no llegaba a entreabrir el divino broche formado por los labios. El Príncipe, mirándola intensamente como si buscase el túrbala, pronunció en voz baja, que simulaba distraída:

—¡Parece la Gioconda!

Oyendo al Príncipe, bajó los ojos donde temblaba un miosotis azul. Augusta levantó los suyos, donde reían dos amorcillos traviesos: Reclinada en la mecedora, agitaba un gran abanico de blancas y rizadas plumas: Mecíase la dama, y su indolente movimiento dejaba ver en incitante penumbra la redonda y torneada pierna. Nelly se levantó celerosa y le puso a Ninón en el regazo. Con gracia de niña arrodillose para arreglarle la falda. Después le echó los brazos al cuello, dejando un beso en aquella boca estremecida aún por los besos del amante. La mano de Augusta, una mano carnosa y blanca de abadesa joven e infanzona, acarició los cabellos de Nelly con lentitud llena de amor y de ternura:

—¡Es encantadora esta pequeña mía! ¿Y usted, Príncipe; por qué no cerraba los ojos?

—Hubiera sido un sacrilegio. ¿Sabe usted de algún santo que los haya cerrado a la entrada del Cielo?

—Pero lo que no hacen lo santos lo hacen los diablos.

Y Augusta estrechaba maternalmente la rubia cabeza de su hija, al mismo tiempo que sonreía al Príncipe con los ojos. Después se levantó llena de perezosa languidez, apoyándose en ambos hombros de Nelly:

—Pasaremos un momento a la terraza, ¡Cuando se pone el sol está deliciosa!

La terraza era un largo balcón con dos viejas escalinatas y gentiles arcos empenachados de hiedra. Durante los estíos cambiaba de aspecto y aún de nombre, porque era muy bella la boca de Augusta para decir la solana, como hacían el señor capellán y los criados. Pero llegadas las primeras nieblas de Octubre, los señores tornábanse a su palacio de la corte y el balcón recobraba su aspecto geórgico y campesino: Las enredaderas que lo entoldaban sacudían alegremente sus campanillas blancas y azules; volvía a oírse el canto de dos tórtolas que el pastor tenía prisioneras en una jaula de mimbres; aspirábase el aroma de las manzanas que maduraban sobre las anchas losas, y la vieja criada, que había conocido a los otros señores, hilaba sentada al sol con el gato sobre la falda.

Cap. IV.

Desde aquí, los celajes de la tarde son encantadores!...

Y la dama, con el abanico extendido, señalaba el horizonte. Estaba muy bella, detenida en la puerta del balcón, bajo el arco de flores que las enredaderas hacían: En el fondo de sus ojos reía el sol poniente con una risa dorada, aureolaban su frente las campanillas blancas, y las palomas torcaces venían a picotear en ellas deshojándolas sobre los hombros de Augusta como una lluvia de gloria. El Príncipe, olvidándose de Nelly, murmuró con lírico entusiasmo:

—¡Madona, no sabes todo lo bella que estás!

Nelly se volvió a mirarle con ojos llenos de asombro, pero ya Augusta le interrumpía riendo con su reír sonoro y claro:

—¡Príncipe!... ¡Príncipe!... Ese tuteo debe ser una licencia poética.

El Príncipe se inclinó:

—Ciertamente, señora, una licencia involuntaria. Por fortuna el ingenio de usted todo lo salva y todo lo perdona.

Los labios de Augusta se plegaron maliciosos:

—¡Qué hacer! ¿Ofenderme?... Si se tratase de Nelly, tal vez dudase si representaban ustedes una comedia.

—¡La divina comedia!

Las mejillas de aquella pálida y silenciosa Gioconda se tiñeron de rosa. Augusta, haciendo un delicioso mohín de horror, ocultó el rostro y la risa en el pañolito de encajes:

—¡Con qué cinismo confiesa!...

—¿Qué confieso?

—Sus intenciones perversas.

Atendía Nelly con una sonrisa casi dolorosa, deshojando las hiedras que alegraban la vejez de los balaustres. Augusta miró a su hija y le envió un beso. Después, olvidadiza y risueña, comenzó a desnudar de flores la vieja enredadera que entoldaba a la solana. Sus manos, aquellas manos ungidas para las silenciosas y turbulentas caricias, formaban un ramo de jazmines. Feliz y sonriente, arrancó con los labios un capullo y suspiró entornando los ojos para beber su aroma. La fragante campanilla en la boca de Augusta, parecía un beso del Abril galán.

Miraba al Príncipe al través del velo inquieto de las pestañas, y de tiempo en tiempo sacaba la lengua tentadora y divina, para humedecer los labios y la flor. Nelly clavaba en su madre aquellos ojos de Gioconda misteriosos y profundos, y se ruborizaba. En el fondo de sus pupilas brillaban dos lágrimas indecisas. Augusta se puso en pie y llamó a Ninón. El lindo gozquejo enderezose velozmente, y Augusta, inclinándose sobre el hombro del Príncipe, lanzó por alto el jazmín, que Ninón atrapó en el aire. Sin dejar de reír dio una vuelta por la solana arrancando puñados de hojas y flores, que arrojaba sobre el Príncipe. Llegó al lado de Nelly y se detuvo. Nelly no se movió: Con mirada supersticiosa seguía los aleteos de un murciélago que danzaba en la media luz del crepúsculo. Augusta, apoyada en el hombro de su hija, descansó cobrando aliento: Reía, reía siempre. La respiración levantaba su seno en ola perfumada de juventud fecunda. Por momentos su cabeza desaparecía entre los verdes penachos de las enredaderas que columpiaba el aire. En el recogimiento silencioso de la tarde resonaba el coro glorioso de sus risas. ¡Salmo pagano en aquella boca roja, en aquella garganta desnuda y bíblica de Dalila tentadora!...

Cap. V.

Augusta volvió al lado del Príncipe, e inclinándose pronunció velozmente:

—¿Estás triste?

La respuesta fue esa mirada sin parpadeos, intensa, que parece de rito en todo amoroso escarceo. Augusta buscó en la sombra la mano de su amante y se la estrechó furtivamente:

—¿Esta noche, quieres que nos veamos?

El Príncipe dudó un momento. Aquella pregunta rica de voluptuosidad, perfumada de locura ardiente, deparábale ocasión donde mostrarse cruel y desdeñoso. ¡Placer amargo más grato que todas las dulzuras del amor! Pero Augusta estaba tan bella, tales venturas prometía, que triunfó el encanto de los sentidos y una ola de galantería sensual envolvió al poeta:

—¡Madona, esta noche y todas!...

Y los dos amantes, sonriendo, tornaron a estrecharse las manos y se dieron las miradas besándose, poseyéndose, con posesión impalpable, en forma mística, intensa y feliz como el arrobo. Fue un momento, no más. Nelly volvió la cabeza, y ellos se soltaron vivamente. La niña se encaminó a la puerta de la solana, y allí, dirigiéndose al poeta, preguntó con timidez adorable:

—¿Príncipe, quiere usted que, como ayer, ordeñemos a la vaca, y que después bajemos a probar la miel de las colmenas?

Augusta los miró sin comprender:

—¿Pero qué locura es esa? ¡Vaya una merienda de pastores!

Nelly y el Príncipe cambiaban sonrisas, como dos camaradas que recuerdan juntos alguna travesura. La niña, sintiéndose feliz, exclamó:

—¡Tú no sabes, mamá!... Ayer lo hemos hecho así. ¿Verdad, Príncipe?

Sus mejillas, antes tan pálidas, tenían ahora esmaltes de rosa. Se alegraba el misterio de sus ojos, y su sonrisa de Gioconda adquiría expresión tan sensual y tentadora que parecía reflejo de aquella otra sonrisa que jugaba en la boca de Augusta. El Príncipe Attilio, apoyado en el alféizar, se atusaba el mostacho con gallardía donjuanesca. A todo cuanto hablaba Nelly, asentía inclinándose como ante una reina, y sus ojos de gran señor permanecían fijos en ella, siempre audaces y siempre dominadores. Todavía quiso insistir Augusta, pero su hija echándole los brazos al cuello, la hizo callar sofocada por los besos:

—¡No digas que no, mamá! Ya verás como yo misma ordeño a la vaca. El Príncipe me prometió ayer que con ese asunto escribiría una «Égloga Mundana». ¿No dijo usted eso, Príncipe?

Y Nelly, con aturdimiento desusado en ella, bajó al jardín, dando gritos para que sacasen a la vaca del establo. Augusta quedó un momento pensativa. Después, volviéndose a su amante, pronunció entre melancólica y risueña:

—¡Pobre hija mía!

El príncipe Attilio hizo un gesto enigmático. Augusta seguía contemplándole con una vaga sonrisa en la rosa fragante de su boca. Lentamente, en el fondo de los ojos pareció nacerle una luz como si hubiese en ellos dos lágrimas rotas. Tomó una mano del Príncipe y le llevó al otro extremo, allí donde la hiedra entrelazaba sus celosías más espesas. Caía la tarde, quedaba en amorosa sombra el nido verde y fragante que recamando el balcón habían tejido las enredaderas. El follaje temblaba con largos estremecimientos nupciales al sentirse besado por las auras, y el dorado rayo del ocaso penetraba triunfante, luminoso y ardiente como la lanza de un arcángel. Aquella antigua solana con su ornamentación mitológica cubierta de seculares y dorados líquenes, y su airosa balaustrada de granito donde las palomas se arrullaban al sol, y su rumoroso dosel que descendía en cascada de penachos verdes hasta tocar el suelo, recordaba esos parajes encantados que hay en el fondo de los bosques antiguos: Camarines de bullentes hojas donde rubias princesas hilan en ruecas de cristal.

Cap. VI.

Augusta murmuró suspirando:

—¡Qué tristeza tener que separarnos!... ¡Oh! ¡Qué bien dices tú en aquellos versos «¡No hay días felices, hay solamente horas felices!»

El Príncipe Attilio interrumpió vivamente:

—¡Augusta, no me calumnies!

Augusta repuso con ligereza encantadora:

—Yo lo he aprendido de tus labios, y para mí será siempre tuyo...

Se estrechó a él cubriéndole de besos, y murmuró en voz muy baja:

—¿Te he dicho que mi marido llega mañana? ¿No te contraría a ti eso?... Para mí es la muerte. ¡Si tú supieses cómo yo deseo tenerte siempre a mi lado! ¡Y pensar que si tú quisieses!... ¿Di, por qué no quieres?

—¡Si yo quiero, Augusta!

Y murmuró quedo, muy quedo, rozando la oreja nacarada y monísima de la dama:

—Pero temo que tú, tan celosa, te arrepientas luego y sufras horriblemente.

Augusta quedose un momento contemplando a su amante con expresión de alegre asombro.

—¡Estás loco! ¿Por qué había yo de arrepentirme ni de sufrir? Al casarte con ella me parece que te casas conmigo...

Y riendo como una loca, hundía sus dedos blancos en la ola negra que formaba la barba del poeta, una barba asiría y perfumada como la del Sar Peladam. El Príncipe pronunció con ligera ironía:

—¿Y si la moral llama a tu puerta, madona?

—No llamará. La moral es la palma de los eunucos.

El Príncipe quiso celebrar la frase besando a la madona en aquella boca que tales gentilezas decía. Ella continuó:

—¡Pues si es la verdad, corazón!... Cuando se sabe querer, esa vieja está muy encerrada en su convento...

El Príncipe reía alegremente. Hallaba encantadora aquella travesura de Colombina ingenua y depravada y aquella sensualidad apasionada y noble de Dogaresa.

—Este verano se arregla todo... Os casáis en mi oratorio. Si es preciso yo mismo os echo las bendiciones, canto la misa y digo la plática.

Habíase sentado en las rodillas de su amante y hablaba con el ceño graciosamente fruncido:

—Si la novia no te gusta, mejor. Te gusto yo, y basta. ¡Como que por eso te casas!

—No, si la novia me gusta.

—¡Embustero! Quieres darme celos. ¡Quien te gusta soy yo!

—Pues por lo mismo que me gustas tú. ¡Es una derivación!...

—No seas cínico, Attilio. ¡Me hace daño oírte esas cosas!

—¡Eres encantadora, madona!... ¡Ya estás celosa!...

—¡No tal!... Comprende que eso sería un horror. Pero no debías jugar así con mis afectos más caros.

—No jugaré ni haré la conquista de ese inocente corazón.

—¡Si ya lo tienes conquistado, ingrato!... ¡Es la herencia!...

Y reían, el uno en brazos del otro. Después Augusta musitaba con susurro ansioso, caliente y blando:

—¿Verdad que eso de que te gusta lo dices por desesperarme?

Entraba Nelly en aquel momento, y Augusta, sin dar tiempo a la respuesta del poeta, continuó en voz alta, con ese incomparable fingimiento que hace de todas las adúlteras actrices adorables:

—¿No preguntaba usted por Nelly? Aquí la tiene usted. Digo, usted no la tiene, todavía es de su madre...

Nelly miraba al Príncipe y sonreía. El enigma de su boca de Gioconda era alegre y perfumado de pasión como el capullo entreabierto de una rosa. Augusta murmuró maliciosamente mientras acariciaba los cabellos de su hija:

—Oiga usted un secreto, Príncipe... Tengo prometidos a la Virgen los pendientes que llevo puestos si me concede lo que le he pendido.

—¡Oh, qué bien sabe usted llegar al corazón de las Vírgenes!

Augusta interrumpió vivamente:

—¡Calle usted, hereje!... Búrlese usted de mí; pero respetemos las cosas del Cielo.

Y hablaba santiguándose para arredrar al Demonio. A fuer de mujer elegante era muy piadosa, con aquella devoción frívola y mundana de las damas aristocráticas. Era el suyo un cristianismo placentero y gracioso como la faz del Niño Jesús. El Príncipe, sin apartar la mirada de Nelly, pero hablando con Augusta, pronunció lenta e intencionadamente:

—¿Se puede saber lo que le ha pedido usted a la Virgen?

—No se puede saber; pero se puede adivinar.

—Tengo para mí, que pronto cambiarán de dueño los pendientes.

Y callaron los dos, mirándose y sonriéndose.

Cap. VII

Entró en el huerto una zagala pelirroja, conduciendo del ronzal a la Foscarina, la res destinada para celebrar la Égloga Mundana, aquel nuevo rito de un nuevo paganismo. Nelly descendió corriendo los escalones de la solana, y acercándose a la vaca comenzó por acariciarle el cuello:

—¡Príncipe, mire usted qué mansa es!

La vaca se estremecía bajo la mano de Nelly, una mano muy blanca que se posaba con infantil recelo sobre el luciente y poderoso lomo. Nelly levantó la cabeza:

—¿Pero no bajan ustedes?

Entonces Augusta interrumpió el coloquio que a media voz sostenía con el Príncipe:

—¡Hija mía, a qué cosas obligas tú a este caballero!

Y sonreía burlonamente, designándole con un ademán de gentil y extremada cortesía. El Príncipe Attilio inclinose a su vez y ofreció el brazo a la dama para descender al huerto. En lo alto de la escalinata, bajo el arco de follaje que entretejían las enredaderas, se detuvieron contemplando los dorados celajes del ocaso. El Príncipe arrancó un airón de hiedra que se columpiaba sobre sus cabezas:

—¡Salve, Nelly!... Ya tenemos con qué coronar a la Foscarina.

Al mismo tiempo unía los dos extremos de la rama, temblorosa en su alegre y sensual verdor. Augusta se la quitó de las manos:

—Yo seré la vestal encargada de adornar el testuz sagrado.

Miró al Príncipe, y sacudió la cabeza alborotándose los rizos y riendo:

—Usted no dudará que sabré hacerlo.

Por recatarse de Nelly adoptaba un acento de alocado candor, que, velando la intención, realzaba aquella gracia cínica, delicioso perfume que Augusta sabía poner en todas sus palabras. Había hecho una corona con el ramo de hiedra, y la colocó sobre las astas de la Foscarina. Después se volvió a Nelly:

—¿No tiene más lances la Égloga Mundana?

Nelly permaneció silenciosa. Sus ojos verdes, de un misterio doloroso y trágico, se fijaban con extravío en el rostro de Augusta, que supo conservar su expresión de placentera travesura. La sonrisa de Gioconda agonizaba dolorida sobre los castos labios de la niña.. Augusta cambió una mirada con el Príncipe. Al mismo tiempo fue a sentarse en el banco de piedra que había al pie de un castaño secular. El Príncipe se acercó a Nelly:

—¿Quiere usted que bajemos al colmenar?...

Nelly pronunció con una sombra de melancolía:

—¡Yo quería ordeñar la vaca para que usted probase la leche como ayer!

Augusta murmuró, reclinándose en el banco:

—¡Pues ordéñala, hija mía, la probaremos todos!

Nelly se arrodilló al pie de la vaca. Su mano pálida, donde ponía reflejos sangrientos el rubí de una sortija, aprisionó temblorosa las calientes ubres: Un chorro de leche salpicó al rostro de la niña, que levantó riendo la cabeza:

—¡Míreme usted, Príncipe!

Estaba muy bella con las blancas gotas resbalando sobre el rubor de las mejillas. El Príncipe se la mostró a la dama:

—¡Augusta, es el bautizo pagano de la Naturaleza!...

Como si un estremecimiento voluptuoso pasase sobre la faz del mundo, se besaron las hojas de los árboles con largo y perezoso murmullo. La vaca levantó arrogante el mitológico testuz coronado de hiedra, y miró de hito en hito al sol que se ocultaba. Herida por los destellos del ocaso, la Foscarina parecía de cobre bruñido, recordaba esos ídolos que esculpió la antigüedad clásica, divinidades robustas, benignas y fecundas que cantaron los poetas.

Cap. VIII.

Se distrajo Nelly un momento, y el Príncipe murmuró al oído de Augusta:

—¿Quieres quedarte hoy sin los pendientes?

Augusta contestó con aquella risa sonora y clara que semejaba borboteo de agua en copa de oro:

—¡Príncipe! ¡Príncipe!... No me tiente usted.

Luego, volviéndose a Nelly, quedose un momento contemplándola con alegre expresión de amor y de ternura:

—Ven aquí, hija mía. Este caballero...

Y señalaba al Príncipe con ademán gracioso y desenvuelto. El Príncipe saludó:

—Ya lo ves cómo se inclina... ¡Jesús, qué poco oradora me siento!... En suma, hija mía, que acaba de pedirme tu mano...

Nelly dudó un momento. Después, abrazándose a su madre, empezó a sollozar nerviosa y agitada:

—¡Ay, mamá! ¡Mamá de mi alma! ¡Perdóname!

—¿Qué he de perdonarte yo, corazón?

Y Augusta, un poco conmovida, posó los labios en la frente de su hija:

—¿Tú no le quieres?

Nelly ocultaba las mejillas en el hombro de su madre y repetía cada vez con mayor duelo:

—¡Mamá de mi alma, perdóname!...

—¿Pero tú no le quieres?

En la voz de Augusta descubríase una ansiedad oculta. Pero de pronto, adivinando lo que pasaba en el alma de su hija, murmuró con aquel cinismo candoroso que era el mayor de sus encantos:

—¡Pobre ángel mío!... ¿Tú has pensado que las galanterías del Príncipe se dirigían a tu madre, verdad?

Nelly se cubrió el rostro con las manos:

—¡Mamá! ¡Mamá!... ¡Soy muy mala!...

—¡No, corazón!

Augusta apoyaba contra su seno la cabeza de Nelly. Sobre aquella aurora de cabellos rubios, sus ojos negros de mujer ardiente se entregaban a los ojos del Príncipe. Augusta sonreía viendo logrado sus ensueños:

—¡Pobre ángel!... ¡Quiera Dios, Príncipe, que sepa usted hacerla feliz!

El Príncipe no contestó. Pensaba si no había en todo aquello un poema libertino y sensual, como pudiera desearlo su musa. Augusta le tocó con el abanico en el hombro:

—¡Hijos míos, daos las manos!... Debimos haber esperado a que llegase mi marido, pero la felicidad no es bueno retardarla... Ahora vamos a las colmenas para celebrar esa Égloga Mundana, que ha dicho Nelly.

Y apoyándose en el brazo del Príncipe Attilio, murmuró emocionada, con voz que apenas se oía:

—¡Ya verás lo dichoso que te hago esta noche!

Se detuvo enjugándose dos lágrimas que abrillantaban el iris negro y apasionado de sus ojos. ¡Después de haber labrado la ventura de todos, sentíase profundamente conmovida! Y como Nelly tornaba la cabeza con gracioso movimiento y se detenía esperándoles, suspiró; mirándose en ella con maternal arrobo:

—¡Hija de mi alma, tú también eres muy feliz!

Las pupilas de Nelly respondieron con alegre llamear. Augusta, reclinando con lánguida voluptuosidad todo el peso delicioso de su cuerpo en aquel brazo amante que la sostenía, exclamó con íntimo convencimiento:

—¡Qué verdad es que las madres, las verdaderas madres, nunca nos equivocamos al hacer la felicidad de nuestras hijas!...

Beatriz

Cap. I.

Cercaba el Palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares, blanqueaban estatuas de dioses: ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas; algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada.

La Condesa casi nunca salía del Palacio: Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su Palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado: ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta-Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Bradomín, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey Don Carlos I. La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.

La Condesa era unigénita del célebre Marqués de Bradomín, que tanto figuró en las guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara —nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio— el Marqués de Bradomín emigró a Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el caballero español fue uno de los gentiles hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles, y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia!

Los títulos del Marqués de Bradomín, Conde de Barbanzón y Señor de Padín, extinguiéronse con el buen caballero Don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase lanzas y annatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel Marquesado de Bradomín. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban menos cansados, el nobiliario del monje de Armentáriz, donde se cuentan los orígenes de tan esclarecido linaje.

Si más tarde tituló de Condesa, fue por gracia pontificia.

Cap. II.

La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí.

—¿Da su permiso la señora Condesa?

—Adelante, Fray Ángel.

El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Bradomín, donde había estado cobrando los forales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del Palacio, y aún no se descalzara las espuelas. Allá en el fondo del estrado, la noble Condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del Palacio: Agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer... Fray Ángel se santiguó:

—¡Válgame Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la señorita Beatriz?

La Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró:

—¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oirla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego... Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros.

Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:

—Sí que los hace, pero lleva veinte años encamada.

—Se manda el coche, Fray Ángel.

—Imposible por esos caminos, señora.

—Se la trae en silla de manos.

—Únicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La Saludadora pasa del siglo... Es una reliquia...

Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: Era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil, como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados, que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa que, sollozante, musitaba casi sin voz:

—¡Pobre hija! ¡Pobre hija!

Fray Ángel preguntó:

—¿No estará sola?

La Condesa cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé:

—Está con mi tía la generala y con el señor Penitenciario, que iba a decirle los exorcismos.

—¡Ahí ¿Pero está aquí el señor Penitenciario?

La Condesa respondió tristemente:

—Mi tía le ha traído.

Fray Ángel habíase puesto en pie con extraño sobresalto:

—¿Qué ha dicho el señor Penitenciario?

—Yo no le he visto aún.

—¿Hace mucho que está ahí?

—Tampoco lo sé, Fray Ángel.

—¿No lo sabe la señora Condesa?

—No... He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de Bradomín. Si sana a mi hija, le regalaré el collar de perlas y los pendientes que fueron de mi abuela la Condesa de Barbanzón.

Fray Ángel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas, parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán permaneció en pie:

—Señora Condesa, voy a mandar ensillar la mula, y esta noche me pongo en Celtigos. Si se consigue traer a la Saludadora, debe hacerse con gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí.

La Condesa volvió al Cielo los ojos, que tenían un cerco amoratado:

—¡Dios lo haga!

Y la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantose para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé, saltó al suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando... Fray Ángel se adelantó: La mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La Condesa pasó con los ojos bajos, y no pudo ver que temblaba...

Cap. III.

Beatriz parecía una muerta: Con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de Bradomín tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes.

El señor Penitenciario y misia Carlota, la anciana generala, retirados en un extremo de la alcoba, hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo. Sus sienes calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras como si estuviese en el confesonario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre sus dedos secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al señor Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada:

—¡Pobre niña! ¡Pobre niña!

Como Beatriz lloraba suspirando, se levantó para consolarla. Después volvió al lado del canónigo, que con las manos cruzadas y casi ocultas entre los pliegues del manteo, parecía sumido en grave meditación. Misia Carlota, que había sido siempre dama de gran entereza, se enjugaba los ojos y no era dueña de ocultar su pena. El señor Penitenciario le preguntó en voz baja:

—¿Cuándo llegará ese fraile?

—Tal vez haya llegado.

—¡Pobre Condesa! ¿Qué hará?

—¡Quién sabe!

—¿Ella no sospecha nada?

—¡No podía sospechar!...

—Es tan doloroso tener que decírselo...

Callaron los dos. Beatriz seguía llorando. Poco después entró la Condesa, que procuraba parecer serena: Llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinose en silencio y besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro querido. Era la Condesa todavía hermosa, prócer de estatura y muy blanca de rostro, con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado que tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras. El señor Penitenciario se acercó:

—Condesa, necesito hablar con ese Fray Ángel.

La voz del canónigo, de ordinario acariciadora y susurrante, estaba llena de severidad. La Condesa se volvió sorprendida:

—Fray Ángel no está en el Palacio, señor Penitenciario.

Y sus ojos azules, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo tiempo que sobre los labios marchitos temblaba una sonrisa amable y prudente de dama devota. La anciana generala, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó muy quedo:

—No hablen ustedes aquí... Carlota, es preciso que tengas valor.

—¡Dios mío! ¿Qué pasa?

—¡Calla!

Al mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia. El señor Penitenciario bendijo en silencio a Beatriz, y sin recoger sus hábitos talares salió detrás. Misia Carlota quedó en el umbral: Inmóvil y enjugándose los ojos, contempló desde allí cómo la Condesa y el Penitenciario se alejaban por el largo corredor: Después, santiguándose, volvió sola al lado de Beatriz, y posó su mano de arrugas sobre la frente tersa de la niña:

—¡Hijita mía, no tiembles!... ¡No temas!...

Cabalgó en la nariz los quevedos con guarnición de concha, abrió un libro de oraciones, por donde marcaba el registro de seda azul ya desvanecida, y comenzó a leer en alta voz:

Oración.

¡Oh Tristísima y Dolorosísima Virgen María, mi Señora, que siguiendo las huellas de vuestro amantísimo Hijo, y mi Señor Jesucristo, llegasteis al Monte Calvario, donde el Espíritu Santo quiso regalaros como en monte de mirra, y os ungió madre del linaje humano! Concededme, Virgen María, con la Divina Gracia, el perdón de los pecados y apartad de mi alma los malos espíritus que la cercan, pues sois poderosa para arrojar a los demonios de los cuerpos y las almas. Yo espero, Virgen María, que me concedáis lo que os pido, si ha de ser para vuestra mayor gloria, y mi salvación eterna. Amén

Beatriz repitió:

—¡Amén!

Cap. IV.

Los ojos del gato, que hacía centinela al pie del brasero, lucían en la oscuridad. La gran copa de cobre bermejo aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas. En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre los cortinajes de terciopelo, brillaba el metal de los blasones bordados: La puente de plata y los nueve roeles de oro que Don Enrique III diera por armas al Señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Las rosas marchitas perfumaban la oscuridad, deshojándose misteriosas en antiguos floreros de porcelana que imitaban manos abiertas. Un criado encendía los candelabros de plata que había sobre las consolas. Después la Condesa y el Penitenciario entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al eclesiástico asiento en el canapé, y trémula y abatida por oscuros presentimientos, se dejó caer en un sillón. El canónigo, con la voz ungida de solemnidad, empezó a decir:

—Es un terrible golpe, Condesa...

La dama suspiró:

—¡Terrible, señor Penitenciario!

Quedaron silenciosos. La Condesa se enjugaba las lágrimas que humedecían el fondo azul de sus pupilas. Al cabo de un momento murmuró, cubierta la voz por un anhelo que apenas podía ocultar:

—¡Temo tanto lo que usted va a decirme!

El canónigo inclinó con lentitud su frente pálida y desnuda, que parecía macerada por las graves meditaciones teológicas:

—¡Es preciso acatar la voluntad de Dios!

—¡Es preciso!... ¿Pero qué hice yo para merecer una prueba tan dura?

—¡Quién sabe hasta dónde llegan sus culpas! Y los designios de Dios, nosotros no los conocemos.

La Condesa cruzó las manos dolorida:

—Ver a mi Beatriz privada de la Gracia, poseída de Satanás.

El canónigo la interrumpió:

—¡No, esa niña no está poseída... Hace veinte años que soy Penitenciario en nuestra Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto. ¡La confesión de esa niña enferma, todavía me estremece!...

La Condesa levantó los ojos al Cielo:

—¡Se ha confesado! Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia. ¡He sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas! Porque antes estuvo poseída, señor Penitenciario.

—No, Condesa, no lo estuvo jamás.

La Condesa sonrió tristemente, inclinándose para buscar su pañuelo que acababa de perdérsele. El señor Penitenciario lo recogió de la alfombra: Era blanco, mundano y tibio, perfumado de incienso y estoraque, como los corporales de un cáliz:

—Aquí está, Condesa.

—Gracias, señor Penitenciario.

El canónigo sonrió levemente: La llama de las bujías brillaba en sus anteojos de oro. Era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuita: Tenía la frente desguarnida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida, llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que pintó el Perugino. Tras leve pausa continuó:

—En este Palacio, señora, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás...

La Condesa le miró horrizada.

—¿Fray Ángel?

El Penitenciario afirmó inclinando tristemente la cabeza, cubierta por el solideo rojo, privilegio de aquel Cabildo:

—Esa ha sido la confesión de Beatriz. ¡Por el terror y por la fuerza han abusado de ella!...

La Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera: Sus labios no exhalaron un grito. El Penitenciario la contemplaba en silencio. Después continuó:

—Beatriz ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre. Mi deber era cumplir su ruego. ¡Triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza, jamás se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande, que llegó a infundirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre!

La Condesa, sin descubrir el rostro, con la voz ronca por el llanto, exclamó:

—¡Yo haré matar al capellán! ¡Le haré matar! ¡Y a mi hija no la veré más!

El canónigo se puso en pie lleno de severidad:

—Condesa, el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que pueda herirla, ni una mirada que pueda avergonzarla.

Agobiada, yerta, la Condesa sollozaba como una madre ante la sepultura abierta de sus hijos. Alla fuera, las campanas de un convento volteaban alegremente, anunciando la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas, y en el borde del brasero apagado, dormía el gato.

Beatriz : Cap. V.

Los gritos de Beatriz resonaron en todo el Palacio... La Condesa estremeciose oyendo aquel plañir, que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa. La niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros, se retorcía: Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de la frente yerta y angustiada manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la mirada muerta e intensa del Cristo: Un Cristo de ébano y marfil, con cabellera humana, los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata. Beatriz evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de trece años ya tentadas por Satanás. Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos como rosas que van a deshojarse. Su cabellera apenas cubría la candidez de los senos:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Perdóname!

Y le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa quiso alzarla en los brazos:

—¡Sí, hija, sí! Acuéstate ahora, pobrecita mía.

Beatriz retrocedió con los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho:

—¡Ahí está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! Viene todas las noches. Ahora vino y se llevó mi escapulario. Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité! Pero nadie me oía. Me muerde siempre en este pecho...

Y Beatriz mostrábale a su madre el seno de blancura eucarística, donde se veía la huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan. La Condesa, pálida como la muerte, descolgó el crucifijo y le puso sobre las almohadas :

—¡No temas, hija mía! ¡Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti!

—¡No! ¡No!

Y Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. La Condesa arrodillose en el suelo: Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña, como si fuesen dos pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su madre, sollozó:

—Mamá querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme... Yo te llamé gritando... Tu no me oíste... Después quería venir todas las noches, y yo estaba condenada...

—¡Calla, hija mía! No recuerdes!...

Y las dos lloraron juntas, en silencio, mientras sobre la puerta de arcaica ensambladura y floreados herrajes arrullaban dos tórtolas, que Fray Ángel había criado para Beatriz... La niña, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, trémula y suspirante, adormeciose poco a poco. La luna de invierno brillaba en el montante de las ventanas y su luz blanca se difundía por la estancia. Fuera se oía el viento, que sacudía los árboles del jardín, y el rumor de una fuente.

La Condesa acostó a Beatriz en el canapé, y silenciosa, llena de amoroso cuidado, la cubrió con una colcha de damasco carmesí, ese damasco antiguo, que parece tener algo de litúrgico. Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron sobre la colcha: Eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz: Las venas azules dibujaban una flor de ensueño. Con los ojos llenos de lágrimas, la Condesa ocupó un sillón que había cercano. Estaba tan abrumada, que casi no podía pensar, y rezaba confusamente, adormeciéndose con el resplandor de la luz que ardía a los pies del Cristo, en un vaso de plata. Ya muy tarde entró misia Carlota, apoyada en su muleta, con los quevedos temblantes sobre la corva nariz. La Condesa se llevó un dedo a los labios indicándole que Beatriz dormía, y la anciana se acercó sin ruido, andando con trabajosa lentitud:

—¡Al fin descansa!

—Sí.

—¡Pobre alma blanca!

Sentose y arrimó la muleta a uno de los brazos del sillón. Las dos damas guardaron silencio, sobre el montante de la puerta la pareja de tórtolas seguía arrullando.

Cap. VI.

A media noche llegó la Saludadora de Celtigos. Hiciera el camino en un carro de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen. Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico que tienen las fuentes abandonadas, donde se reúnen las brujas. La noble señora salió a recibirla hasta la puerta, y temblándole la voz, preguntó a los criados:

—¿Visteis si ha venido también Fray Ángel?

En vez de los criados respondió la Saludadora con el rendimiento de las viejas que acuerdan el tiempo de los mayorazgos:

—Señora mi Condesa, yo sola he venido, sin más compaña que la de Dios.

—¿Pero no fue a Celtigos un fraile con el aviso?...

—Estos tristes ojos a nadie vieron.

Los criados dejaron a la Saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba: Los ojos, temerosos y sombríos, abiertos como sobre un abismo. La Saludadora sonrió con la sonrisa yerta de su boca destentada:

—¡Miren con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta la vista.

La Condesa, que permanecía de pie en medio de la estancia, interrogó:

—¿Pero no vio a un fraile?

—A nadie, mi señora.

—¿Quién llevó el aviso?

—No fue persona de este mundo. Ayer de tarde, quédeme dormida, y en el sueño tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el Cielo.

La dama preguntó temblando:

—¿Es buen agüero eso?...

—¡No hay otro mejor, mi Condesa! Díjeme entonces entre mí: Vamos al Palacio de tan gran señora.

La Condesa callaba. Después de algún tiempo, la Saludadora, que tenía los ojos clavados en Beatriz, pronunció lentamente:

—A esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puede verse, si a mano lo tiene mi señora.

La Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantole en alto la Saludadora, igual que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó echándole el aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del Rey Salomón. Hasta que se borró por completo tuvo los ojos fijos en el cristal:

—La Condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo, han de decirse las doce palabras que tienen la oración del Beato Electus, al dar las doce campanadas del mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la Cristiandad.

La Condesa se acercó a la Saludadora: El rostro de la dama parecía el de una muerta, y sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas:

—¿Sabe hacer condenaciones?

—¡Ay mi Condesa, es muy grande pecado!

—¿Sabe hacerlas? Yo mandaré decir misas y Dios se lo perdonará.

La Saludadora meditó un momento:

—Sé hacerlas, mi Condesa.

—Pues hágalas...

—¿A quién mi señora?

—A un capellán de mi casa.

La Saludadora inclinó la cabeza:

—Para eso hace menester del breviario.

La Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel. La Saludadora arrancó siete hojas y las puso sobre el espejo. Después, con las manos juntas, como para un rezo, salmodió:

—¡Satanás! ¡Satanás! Te conjuro por mis malos pensamientos, por mis malas obras, por todos mis pecados. Te conjuro por el aliento de la culebra, por la ponzoña de los alacranes, por el ojo de la salamantiga. Te conjuro para que vengas sin tardanza y en la gravedad de aqueste círculo del Rey Salomón te encierres, y en él te estés sin un momento te partir, hasta poder llevarte a las cárceles tristes y escuras del Infierno, el alma que en este espejo agora vieres. Te conjuro por este rosario que yo sé profanado por ti, y mordido en cada cuenta. ¡Satanás! ¡Satanás! Una y otra vez te conjuro.

Entonces el espejo se rompió con triste gemido de alma encarcelada. Las tres mujeres, mirándose silenciosas, con miedo de hablar, con miedo de moverse, esperan el día. Puestas las manos en cruz esperan y esperan... Ya amanecía cuando sonaron grandes golpes en la puerta del Palacio. Unos aldeanos de Celtigos traían a hombros el cuerpo de Fray Ángel, que al claro de la luna descubrieran flotando en el río...

¡La cabeza yerta, tonsurada, pendía fuera de las andas!

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