CUENTOS

UN HALLAZGO

—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos; unos verdad, otros «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable… Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.

Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:

—Robitos nada más… Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.

Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábase con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.

Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades; adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo ansioso a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños; su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.

Los presos «de sangre», héroes del puñal, que habían matado por competencias de bravura o celos amorosos y formaban una aristocracia desdeñosa de los simples ladrones, tomaban al trompeta como paciente juguete en sus ratos de tedio.

—¡Hincha! —le ordenaba brevemente algún hombretón orgulloso de sus delitos y su valentía.

Y Magdalena cuadrábase con militar rigidez, cerraba la boca e inflaba los carrillos, aguardando que dos bofetadas, dadas al mismo tiempo con ambas manos, deshinchasen ruidosamente el globo rojo de su cara. Otras veces, los temibles personajes ensayaban el vigor de sus brazos sobre el cráneo de Magdalena, desnudo por la calvicie de repugnantes enfermedades, y reían del daño que las protuberancias del recio hueso causaban a sus puños. El trompeta prestábase a estos martirios con un encogimiento de perro humilde, y creía vengarse después repitiendo aquellas palabras que eran para él un consuelo:

—Yo soy bueno; yo no soy valiente. Robitos nada más…, pero de sangre, ni una gota.

A las horas de comunicación presentábase su mujer, la famosa Peluchona, hembra brava que le infundía gran miedo. Era la amante de uno de los bandidos más temibles de la cárcel. Traía a éste la comida diariamente, procurando su regalo con toda clase de viles trabajos. El trompeta, al verla, alejábase del locutorio, temiendo las arrogancias de aquel desalmado, que aprovechaba la ocasión para humillarle con algún golpe en presencia de su antigua compañera. Muchas veces sobreponíase a su miedo un sentimiento de curiosidad y ternura, y avanzaba tímidamente, buscando más allá de los tupidos enrejados la cabeza de un niño que acompañaba a la Peluchona.

—Es mi hijo, señor —decía con humildad—; mi Tonico, que ya no me conoce ni se acuerda de mí. Dicen que no se me parece. Tal vez no sea mío… ¡Ya ve usted, con la vida que ha llevado siempre su madre, viviendo cerca de los cuarteles, lavando la ropa a los soldados!… Pero nació en casa; lo tuve en mis brazos cuando pasaba enfermedades, y esto tira tanto como la sangre.

Volvía a rondar temeroso, cual si preparase uno de sus hurtos, por cerca del locutorio, para ver a su Tonico, y cuando podía contemplarle un instante, se apagaban sus cóleras de cordero rabioso ante la cesta repleta con que la mala hembra obsequiaba a su amante.

Magdalena resumía toda su existencia en dos hechos: había robado y había viajado mucho. Los robos eran insignificantes: de ropas o de monederos cogidos en la calle, por no tener ánimos para empresas mayores. Sus viajes habían sido forzados, siempre a pie, por las carreteras de España, marchando en un rosario de presos, entre los charolados o blancos tricornios que custodiaban la «conducción».

Después de ser «educando» en la banda de cornetas de un regimiento, habíase lanzado a esta vida de continuo encierro, con breves períodos de libertad, en los que se encontraba desorientado, sin saber qué hacer, deseando tornar cuanto antes a la cárcel. Era la cadena perpetua, pero cumplida «a pedazos», como él decía.

No organizaban los polizontes una batida de gente peligrosa que no figurase en ella Magdalena, manso ratón cuyo nombre mencionaban los periódicos como el de un temible criminal. Incluíanle en las conducciones de vagabundos sospechosos, sin delito conocido, que la autoridad enviaba de provincia a provincia, con la esperanza de que reventasen de fatiga en los caminos, y así había corrido a pie toda la Península, desde Cádiz a Santander, desde Valencia a La Coruña. ¡Con qué entusiasmo recordaba sus viajes! Hablaba de ellos como si fuesen alegres expediciones, lo mismo que un estudiante sopista de la antigua Tuna, convirtiendo sus relatos en cursos de geografía pintoresca. Recordaba con famélico regodeo la abundante leche de Galicia, los embutidos rojos de Extremadura, el pan castellano, las manzanas vascas, los vinos y sidras de los países atravesados por él con el petate a la espalda, cambiando todos los días de guardianes, unos bondadosos o indiferentes, otros malhumorados y crueles, que hacían temer cuatro tiros disparados más allá de la cuneta de la carretera, y luego el papel justificando la muerte con un intento supuesto de fuga. Evocaba con cierta nostalgia las montañas cubiertas de nieve o las rojizas y resquebrajadas por el sol; la marcha lenta por la blanca carretera, que se perdía en el horizonte como cinta interminable; los altos bajo los árboles, en las tórridas horas del mediodía; las tormentas que de pronto les azotaban en los caminos; los barrancos desbordados que obligaban a acampar a cielo raso; la llegada en plena noche a ciertas cárceles de pueblo, viejos conventos o iglesias abandonadas, donde cada uno buscaba un rincón seco, sin aires exteriores, para tender el petate; el viaje interminable, con la calma de una marcha sin objeto; las largas detenciones en lugarcillos de vida monótona, para los cuales era un acontecimiento la presencia de la cuerda de presos, acudiendo los muchachos al pie de las rejas para hablar con ellos, mientras paseaban a corta distancia las rapazas, a impulsos de una curiosidad malsana, para oír sus cantos y sus palabras obscenas.

—Unos viajes muy divertidos, señor —continuaba el ladrón—; para los que teníamos buena salud y no nos caíamos en el camino, era lo mismo que ir de estudiantina. Algún palo que otro, pero ¡quién hace caso de eso!… Ahora apenas hay conducciones: a los presos los llevan enjaulados en el ferrocarril. Además, yo «estoy de causa» y tengo que vivir encerrado…, ¡encerrado por bueno!

Y volvía a lamentarse de su mala suerte, relatando la última hazaña que le había traído a la cárcel.

Un domingo de julio sofocante; una tarde en que las calles de Valencia parecían desiertas, bajo el sol ardoroso y un viento de hoguera que venía de las tostadas llanuras del interior. Toda la gente estaba en la corrida de toros o en las orillas del mar. Magdalena se vio solicitado por su amigo Chamorra, antiguo camarada de encierro y viajes, que ejercía sobre él cierta superioridad. ¡Una mala alma el tal morra! Ladrón, pero de los que van a todo, no retrocediendo ante la necesidad de hacer sangre, llevando la navaja pronta en compañía de las ganzúas. Se trataba de «limpiar» cierta habitación a la que había puesto el ojo el temible sujeto. Magdalena se excusó modestamente. Él no era para tanto: no servía. Subir a una azotea y recoger la ropa puesta a secar; apoderarse con rápido tirón del bolso de una señora y salir corriendo… bueno; ¿pero fracturar puertas, arrostrando el misterio de una habitación, en la que podían estar los dueños?…

Mayor miedo que este encuentro posible le inspiraba el mal gesto de Chamorra, y acabó por obedecerle. Bueno va; iría como ayudante, para cargar con los fardos, pero dispuesto a huir a la más leve alarma. Y no quiso aceptar una faca vieja que le ofrecía el compañero: él era consecuente.

—Robitos, muchos; pero de sangre, ni una gota.

Entraron a media tarde en la estrecha escalerilla de una casa sin portera y con los vecinos ausentes. Chamorra conocía a su víctima: un artesano acomodado, que debía guardar buenos ahorros. Seguramente que estaba con su mujer en la playa o viendo los toros. Arriba, la puerta de la habitación cedió fácilmente, y los dos camaradas comenzaron a trabajar en la penumbra de los balcones entornados. Chamorra violentó las cerraduras de dos cómodas y un armario. Dinero en plata, dinero en calderilla, unos billetes enrollados en el fondo de un estuche de abanico, el aderezo de la boda, un reloj. El golpe no era malo. Su mirada ansiosa vagó por la habitación, queriendo apoderarse de todo lo aprovechable. Lamentaba la inutilidad de Magdalena, inquieto de miedo, los brazos caídos, yendo de un lado a otro sin saber qué hacer.

—Coge los colchones —ordenó—. Siempre darán algo por la lana.

Y Magdalena, ansioso de acabar cuanto antes, penetró en la alcoba obscura, pasando a tientas una cuerda por debajo de colchones y sábanas. Luego, ayudado por su amigo, hizo un rollo con todo, precipitadamente, echándose a la espalda el voluminoso fardo.

Salieron sin ser vistos, y marcharon hacia las afueras, a una casucha de Arrancapinos donde Chamorra tenía su guarida. Éste marchaba delante, dispuesto a huir a la primera señal de peligro; Magdalena le seguía trotando, casi oculto bajo el fardo, temiendo de un momento a otro sentir en su testuz la mano de la policía.

Al examinar en el lejano corral el producto del robo, Chamorra mostró una arrogancia de león, entregando a su compañero algunas pesetas en calderilla. Con esto tenía bastante por el momento. Lo hacía por su bien, pues era muy derrochador. Otra vez le daría más.

Luego desliaron el fardo de colchones, y Chamorra se arqueó, con los puños en los costados, riendo estrepitosamente. ¡Qué hallazgo!… ¡Qué regalo!

Magdalena también rió, por primera vez en toda la tarde. Sobre los colchones reposaba un niño pequeño, sin otra ropa que una camisita, los ojos cerrados, la cara congestionada, moviendo angustiosamente el pecho al sentir la primera caricia del aire libre. Magdalena recordó la vaga sensación que había percibido, durante su marcha, de algo vivo que se agitaba a sus espaldas en la gruesa envoltura. Un débil y sofocado gangueo le perseguía en su fuga… La madre había dejado al pequeño durmiendo en la fresca obscuridad de la alcoba, y ellos, sin saberlo, cargaron con él al llevarse la cama.

Los ojos espantados de Magdalena interrogaron al compañero. ¿Qué hacer con el chiquillo?… Pero aquella mala alma rió lo mismo que un demonio.

—Para ti; te lo regalo… Cómetelo con patatas.

Y se fue con todo el producto del robo. Magdalena quedó dudando, mientras levantaba al niño en sus brazos. ¡Pobrecito!… Lo mismo que su Tono, cuando le dormía con el arrullo de sus canciones; lo mismo que cuando estaba enfermo y apoyaba la cabecita en su pecho, mientras él lloraba, temblando por su vida. Iguales piececitos sonrosados y tiernos; iguales carnes mantecosas, de una piel fina, suave como la seda… El niño había cesado de llorar, fijando con extrañeza sus ojos en el ladrón, que le acariciaba como una nodriza.

—¡Ajó, pobrecito! ¡Ajó, rey…, niño Jesús! Mírame: soy tu tío.

Pero Magdalena cesó de reír, pensando en la madre, en su dolor desesperado cuando volviese a la casa. La pérdida de su pequeña fortuna sería lo de menos para ella. ¡El niño!, ¡dónde encontrar el niño!… Conocía a las madres: la Peluchona era la peor de las hembras, y él la había visto llorar y rugir ante su pequeño en peligro.

Miró al sol, que comenzaba a descender en un majestuoso ocaso veraniego. Aún tenía tiempo para llevar el niño a su casa, antes de que volviesen los padres. Y si tropezaba con ellos, mentiría, afirmando haber encontrado al chicuelo en medio de la calle; saldría del mal paso como pudiese. Adelante; nunca se había sentido tan audaz.

Llevando el niño en brazos pasó tranquilamente por las mismas calles que había corrido antes con el trote del miedo. Subió la escalerilla sin encontrar a nadie. Arriba, igual soledad. La puerta estaba abierta aún, con la cerraja forzada. Dentro, las piezas en desorden, con los muebles rotos, los cajones en el suelo, las sillas volcadas y las ropas esparcidas, le infundieron una impresión de terror semejante a la del asesino que vuelve a contemplar el cadáver de su víctima mucho después del crimen.

Dio a la criatura el último beso y la dejó sobre el jergón de la cama.

—¡Adiós, bonico!

Pero al llegar cerca de la escalera oyó pasos, y en el rectángulo de luz difusa de la puerta se marcó la silueta de un hombre corpulento, sonando a la vez con temblores de susto el agudo chillido de una voz femenil.

—¡Ladrones!… ¡Socorro!

Magdalena intentó huir abriéndose paso con la cabeza baja, como una rata asustada; pero se sintió agarrado por unas manos de cíclope, acostumbradas a batir el hierro, y de un empujón rodó escalera abajo.

Aún guardaba en su rostro señales de las heridas al chocar con los peldaños y de los golpes que le dieron los enfurecidos vecinos.

—Total, señor: robo con fractura; me saldrán no sé cuántos años… todo por ser bueno. Pero ni siquiera me guardan consideración, viéndome «de causa» por un robo de mérito. Todos saben que el autor fue Chamorra, al que no he visto más…, y se ríen de mí, por tonto.

EL ÚLTIMO LEÓN

Apenas se reunió la junta del respetable gremio de los blanquers en su capilla, inmediata a las torres de Serranos, el señor Vicente pidió la palabra. Era el más viejo de los curtidores de Valencia. Muchos maestros, siendo aprendices, le habían conocido igual que era ahora, con su bigote blanco en forma de cepillo, la cara hecha un sol de arrugas, los ojos agresivos y una delgadez esquelética, como si todo el jugo de su vida se hubiese perdido en el diario remojón de los pies y los brazos en las tinas del curtido.

Él era el único representante de las glorias del gremio, el último superviviente de aquellos blanquers honra de la historia valenciana. Los nietos de sus antiguos camaradas se habían pervertido con el progreso de los tiempos: eran dueños de grandes fábricas con centenares de obreros, pero se verían apurados si les obligaban a curtir una piel con sus manos blandas de comerciantes. Sólo él podía llamarse blanquer, trabajando diariamente en su casucha, cercana a la casa gremial; maestro y obrero a un tiempo, sin otros auxiliares que los hijos y los nietos; el taller a la antigua usanza, con un dulce ambiente de familia, sin amenazas de huelga ni disgustos por la cuantía del jornal.

Los siglos habían elevado el nivel de la calle, convirtiendo en cueva lóbrega la blanquería del señor Vicente. La puerta por donde entraban sus abuelos se había empequeñecido por abajo, hasta convertirse poco menos que en una ventana. Cinco escalones descendentes comunicaban la calle con el piso húmedo de la tenería, y en lo alto, junto a un arco ojivo, vestigio de la Valencia medioeval, ondeaban como banderas las pieles puestas a secar, esparciendo el insoportable hedor del curtido. El viejo no envidiaba a los «modernos» en sus despachos de comerciantes ricos. De seguro que se avergonzaban al pasar por su callejón y verle, a la hora del almuerzo, tomando el sol, arremangado de brazos y piernas, mostrando sus flacos miembros teñidos de rojo, con el orgullo de una vejez fuerte que le permitía batallar diariamente con las pieles.

Valencia preparaba las fiestas del centenario de uno de sus santos famosos, y el gremio de los blanquers, como los otros gremios históricos, quería contribuir a ellas. El señor Vicente, con el prestigio de los años, impuso su voluntad a todos los maestros. Los blanquers debían quedar como lo que eran. Todas las glorias de su pasado arrinconadas en la capilla habían de figurar en la procesión. Ya era hora de que saliesen a luz, ¡cordones! Y su mirada, vagando por la capilla, parecía acariciar las reliquias del gremio: los atabales del siglo XVI, grandes como tinajas, que guardaban en sus parches los roncos clamores de la revolucionaria Germanía; el gran farolón de madera tallada, arrancado de la popa de una galera; el pendón de la blanquería, de seda roja, con bordados de un oro verdoso por los siglos.

Todo había de salir en las fiestas, sacudiendo la polilla del olvido; ¡hasta el famoso león de los blanquers!

Los «modernos» prorrumpieron en una risa impía. ¿El león también?… Sí; también el león. Para el señor Vicente era una deshonra gremial tener olvidada a la gloriosa fiera. Los antiguos romances, las relaciones de fiestas que se guardaban en el archivo de la ciudad, los ancianos que habían alcanzado la buena época de los gremios con sus fraternales camaraderías, todos hablaban del león de los blanquers; pero nadie de ahora lo conocía, y esto significaba una vergüenza para el oficio, un robo a la ciudad.

Su león era una gloria tan respetable como la Lonja de la Seda o el pozo de San Vicente. Bien adivinaba él la resistencia de los «modernos». Temían cargar con el «papel» de león. ¡No tembléis, jóvenes! Él, con su fardo de años, que pasaban de setenta, reclamaba este honor. Le pertenecía de derecho: su padre, su abuelo, sus innumerables tatarabuelos, todos habían sido leones, y él sentíase capaz de ir a las manos con los que intentasen disputarle el cargo de fiera, tradicional en su familia.

¡Con qué entusiasmo narraba el señor Vicente la historia del león y de los heroicos blanquers! Un día, los piratas berberiscos de Bujía desembarcaban en Torreblanca, más allá de Castellón, y robaban la iglesia, llevándose la Custodia. Era esto poco antes de los tiempos de San Vicente Ferrer, pues el entusiasta curtidor no tenía otro medio de explicar la historia que dividiéndola en dos períodos: antes y después del santo… La gente, que apenas si se conmovía con los frecuentes desembarcos de piratas, enterándose como de una desgracia inevitable del rapto de muchachas pálidas de negros ojazos y de chicuelos rollizos, con destino al harén, prorrumpió en un alarido de dolor al conocer el sacrilegio de Torreblanca.

Las iglesias de la ciudad se cubrieron de paños negros; las gentes andaban por las calles aullando de dolor, golpeándose con disciplinas. ¿Qué estarían haciendo aquellos perros con la hostia bendita? ¿Qué sería de la pobre e indefensa Custodia?… Entonces fue cuando los valientes Manquera entraron en escena. ¿No estaba la Custodia en Bujía? ¡Pues a Bujía por ella! Razonaban como héroes acostumbrados a zurrar diariamente las pieles, y no veían inconveniente en zurrar a los enemigos de Dios. Armaron por su cuenta una galera, metiose en ella todo el oficio, con su vistoso pendón; y los otros gremios, y la ciudad entera, siguieron el ejemplo, fletando otros buques.

El señor Justicia despojose de la gramalla roja para cubrirse de hierro de pies a cabeza; los señores regidores abandonaron los bancos de la «Cámara dorada», abroquelando sus panzas con escamas relucientes como las de los pescados del golfo; los cien ballesteros de la Pluma que escoltaban a la Señera llenaron de flechas sus aljabas, y los judíos del barrio de la Xedrea hicieron magníficos negocios vendiendo todo su hierro viejo, sin perdonar lanza roma, espada mellada o coselete herrumbroso, a cambio de buenas y sonoras piezas de plata.

¡Y allá van las galeras valencianas, con las velas gibosas por el viento, escoltadas por un tropel de delfines que jugueteaban en la espuma de sus proas!… Cuando los moros las vieron de cerca echáronse a temblar, arrepentidos de su irreverencia con la Custodia, y eso que eran unos perros de entraña dura. ¿Valencianos y llevando al frente a los animosos blanquers? ¡Cualquiera les hacía cara!

La batalla duró varios días con sus noches, según el relato del señor Vicente. Llegaban nuevas remesas de moros; pero los valencianos, devotos y fieros, ¡mata que mata! Y comenzaban ya a sentirse fatigados de tanto despanzurrar infieles, cuando cátate que de una montaña vecina baja un león andando sobre sus patas traseras, como una persona decente, y llevando con gran reverencia en las delanteras la ansiada Custodia, la Custodia robada de Torreblanca. La fiera la entregó ceremoniosamente a uno de los blanquers, seguramente a un abuelo del señor Vicente, y así se explicaba éste que su familia guardase durante siglos el honor de representar al amable animal en las procesiones de Valencia. Después sacudió la melena, dio un rugido, y a este quiero y al otro también, a zarpadas y mordiscos, en un instante limpió el campo de morisma.

Los valencianos volvieron a embarcarse, llevando la Custodia como un trofeo. El «prior» de los blanquers saludó al león, ofreciéndole cortésmente la casa gremial, junto a las torres de Serranos, que podía considerar como suya. Muchas gracias; la fiera estaba acostumbrada al sol de África y temía los cambios de temperatura.

Pero el oficio no era ingrato, y para perpetuar el buen recuerdo del amigo con melenas que tenía al otro lado del mar, siempre que en las fiestas de Valencia salía la bandera de los Manquera, marchaba tras ella un abuelo del señor Vicente, al son de los tambores, cubierto de pieles, con una carátula que era el «vivo retrato» del respetable león, y llevando en las manos una Custodia de madera, pobre y mezquina, que hacía dudar del valor intrínseco de la de Torreblanca.

Gentes aviesas e irrespetuosas osaban afirmar que todo era mentira en aquel suceso, con gran indignación del señor Vicente. ¡Envidias! ¡Mala voluntad de los otros oficios, que no podían ostentar una historia tan gloriosa! Allí estaba como prueba la capilla gremial, y en ella el farol de popa de la nave, que los maliciosos sin conciencia afirmaban que era de muchos siglos después, y los atabales del gremio, y la gloriosa bandera, y las pieles apolilladas del león de los blanquers, en las que se habían enfundado todos sus antecesores, olvidadas ahora detrás del altar, bajo las telarañas y el polvo, pero que no por esto dejaban de ser tan respetables y verídicas como los sillares del Miguelete.

Y sobre todo estaba su fe, ardiente, incontradecible, capaz de acoger como una ofensa de familia la más leve irreverencia contra el león africano, ilustre amigo del gremio.

La procesión se verificó en una tarde de Junio. Los hijos, las nueras y los nietos del señor Vicente le ayudaron a embutirse en el «traje» de león, sudando angustiados con sólo el contacto de aquellas lanas teñidas de rojo. «Padre, que se va usted a asar». «Abuelo, que se derretirá dentro de ese uniforme».

Pero el viejo, insensible a las advertencias de la familia, agitaba con orgullo las apolilladas melenas, pensando en sus ascendientes; y se probaba la terrorífica carátula, un embudo de cartón que imitaba, con un parecido remoto, las mandíbulas de la fiera.

¡Qué tarde de triunfos! Las calles repletas de gente; los balcones adornados con tapices, y sobre ellos filas de sombrillas multicolores defendiendo del sol las caras bonitas; el suelo cubierto de mirto y arrayán, una alfombra verde y olorosa, cuyo perfume parecía ensanchar los pulmones.

Abrían la marcha las «banderolas», con barbas de cáñamo, corona mural y dalmáticas listadas, llevando en alto los valencianos estandartes con enormes murciélagos y tamañas LL junto al escudo; después, al son de las dulzainas, trotaban las comparsas de indios bravos, pastorcillos de Belén, catalanes y mallorquines; luego pasaban los enanos, con monstruosas cabezotas, repiqueteando las castañuelas al compás de una marcha morisca; tras ellos los gigantones del Corpus, y por fin, las banderas de los gremios: una fila interminable de banderas rojas obscurecidas por los años, y tan altas, que los santirulicos de sus remates sobrepasaban los primeros pisos.

¡Plom! ¡Rotoplom!, gruñían los tambores de los blanquers, instrumentos de una sonoridad bárbara, tan grandes, que con su peso hacían marchar encorvados a los que golpeaban sus parches. ¡Plom! ¡Rotoplom!, sonaban roncos, amenazadores, con salvaje gravedad, como si aún marcasen el paso de los tercios revolucionarios de las Germanías saliendo al encuentro del joven caudillo del Emperador, aquel don Juan de Aragón, duque de Segorbe, que sirvió a Víctor Hugo de modelo para el romántico personaje de Hernani. ¡Plom! ¡Rotoplom! La gente corría, se empujaba para ver mejor el paso de los blanquers, prorrumpiendo en risas y gritos. ¿Qué era aquello?… ¿Un mono?… ¿Un salvaje?… ¡Ay! La fe del pasado hacía reír.

Los jóvenes del oficio, despechugados y en mangas de camisa, llevaban por turno la pesada bandera, haciendo suertes de equilibrio, sosteniéndola en la palma de una mano o sobre los dientes, al compás de los redobles.

Los maestros ricos llevaban los cordones de honor, las bridas de la bandera, y detrás de ellos marchaba el león, el glorioso león de los blanquers, que ya nadie conocía, y no marchaba de cualquier modo, sino dignamente, como lo aconsejaban las venerables tradiciones, como el señor Vicente había visto marchar a su padre, y éste al abuelo: siguiendo el ritmo de los tambores, haciendo una reverencia a cada paso, tan pronto a la derecha como a la izquierda, agitando la Custodia a guisa de abanico, como una fiera cortés y bien criada que sabe los respetos debidos al público.

Los labriegos venidos a la fiesta abrían los ojos con asombro; las madres le señalaban con un dedo para que se fijasen en él sus chiquitines; pero éstos, enfurruñados, se abrazaban a sus cuellos, ocultando la cabeza para soltar lagrimones de terror.

Cuando la bandera hacía un alto, el glorioso león defendíase con las patas traseras de la nube irrespetuosa de pilletes que le rodeaba, intentando arrancar algunas guedejas de su apolillada melena. Otras veces la fiera miraba a los balcones para saludar con la Custodia a las muchachas bonitas, que se reían del mamarracho. Hacía bien el señor Vicente: por muy león que se sea, hay que mostrarse galante con el bello sexo.

El público abanicábase para encontrar una frescura momentánea en la ardorosa atmósfera; los horchateros iban entre la muchedumbre profiriendo gritos, llamados de todas partes y sin saber adónde acudir; los portadores de la bandera y los tamborileros se limpiaban el sudor a la puerta de todos los cafetines y acababan por meterse en ellos para refrescar.

Pero el león siempre en su puesto. Se le reblandecía el cartón de las mandíbulas; caminaba con cierta pereza, apoyando la Custodia en las lanas del vientre, sin ganas ya de hacer la reverencia al público.

Los del oficio aproximábanse a él con gesto zumbón:

—¿Cóm va això, so Visènt?

Y el so Visènt rugía indignado desde el fondo de su embudo de cartón. ¿Cómo había de ir? Muy bien; él era capaz de seguir dentro de sus lanas, sin faltar al papel, aunque la procesión durase tres días. Eso de cansarse era para los jóvenes. E irguiéndose a impulsos del orgullo, continuaba haciendo la reverencia y marcando el paso con el vaivén de su Custodia de palo.

Tres horas duró el desfile. Cuando el pendón del oficio volvió a la Catedral, comenzaba a anochecer.

¡Plom! ¡Rotoplom! La gloriosa bandera de los blanquers volvía a su casa gremial detrás de los tambores. El arrayán de las calles había desaparecido bajo el paso de la procesión. Ahora el suelo estaba cubierto de gotas de cera, hojas de rosa y chispas de talco. El litúrgico perfume del incienso flotaba en el ambiente. ¡Plom! ¡Rotoplom! Los tambores estaban cansados; los chavales forzudos portadores de la bandera jadeaban, sin ganas ya de intentar proezas de equilibrio; los respetables maestros agarrábanse a los cordones del pendón como si éste les remolcase, quejándose de las botas nuevas y de sus juanetes; pero el león, el fatigado león (¡ah, fiera fanfarrona!), que a veces parecía próximo a tenderse en el suelo, todavía se encabritaba para asustar al paso con un rugido a los matrimonios burgueses que tiraban de una ristra de chiquillos deslumbrados por la procesión.

¡Mentira! ¡Pura fachenda! El señor Vicente sabía cómo se encontraba dentro de sus pieles. Pero a nadie obligan a «hacer» de fiera, y el que se presta a ser león debe serlo hasta el fin.

En su casa, al caer sobre el sofá como un fardo de lanas, le rodearon hijos, nueras y nietos, apresurándose a despojarle de la carátula. Apenas reconocieron su cara, congestionada y roja, que parecía manar agua por todos los surcos de sus arrugas.

Intentaron quitarle las lanas; pero otra cosa le urgía a la fiera, pidiéndola con voz sofocada. Quería beber; se asfixiaba de calor. Inútil fue que la familia protestase, hablando de enfermedades. ¡Cordones! Él necesitaba beber en seguida. ¿Y quién osa resistir a un león enfurecido?…

Le trajeron del café más cercano un mantecado en copita azul; un mantecado valenciano, de melosa dulzura e intensa perfume, destilando gotas de zumo blanco de su torcida caperuza.

Pero ¡mantecaditos a un león! ¡Haaam! Se lo tragó de golpe, ¡y como si nada! La sed, el calor, le agobiaban de nuevo, y rugía pidiendo otros refrescos.

La familia, por economía, pensó en la horchata de un cafetín cercano. A ver, que le trajesen un jarro lleno. Y el señor Vicente bebió y bebió, hasta que fue innecesario quitarle las pieles. ¿Para qué? Una pulmonía doble acabó con él en pocas horas. El glorioso y peludo «uniforme» de la familia le sirvió de mortaja.

Así murió el león de los blanquers; el último león de Valencia.

Y es que la horchata resulta mortal para las fieras. ¡Veneno puro!

EL LUJO

—La tenía sobre mis rodillas —dijo el amigo Martínez—, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.

Decoración… la de siempre en tales sitios. Espejos de empañada luna con nombres grabados, semejantes a telas de araña; divanes de terciopelo desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama con teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.

Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de Colonia barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.

Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los flácidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el Hospital.

¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las mejillas lustrosas por el rocío del sudor, cubiertas de espesa capa de velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su vestidura de corista.

Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su extravagante adorno creyose objeto de mi admiración, y echó atrás su cabeza con petulante gesto.

¡Criatura más sencilla!… Aún no habían entrado en ella las costumbres de la casa, y decía la verdad, toda la verdad, a los señores que deseaban saber su historia. La llamaban Flora; pero su nombre era Mari-Pepa. No era huérfana de coronel o de magistrado, ni contaba las novelas enrevesadas de amores y desventuras que urdían sus compañeras para justificar su presencia allí. La verdad, siempre la verdad; a ella la colgarían por franca. Sus padres eran labriegos acomodados en un pueblecillo de Aragón: campos propios, dos mulas en la cuadra, pan, vino y patatas abundantes todo el año; y por las noches, los mejores mozos del pueblo llegaban en rondalla bajo su ventana para ablandarla el corazón copla tras copla y llevarse con su moreno cuerpo de moza fuerte los cuatro bancales heredados del abuelo.

—Pero ¿qué quieres, hijo?… Me encontraba mal entre aquellas gentes: tanta rudeza no era para mí. Yo he nacido para señorita. Di, ¿por qué no he de serlo? ¿No parezco tan buena como cualquiera otra?…

Y frotaba contra mi cuello su cabeza de amorosa dócil, de esclava sumisa a todos los caprichos a cambio de estar bien adornada.

—Aquellos gañanes —continuó— me causaban repugnancia. Me escapé con el estudiante, ¿sabes?, con el hijo del alcalde, y rodamos por el mundo, hasta que me abandonó, y vine a parar aquí, esperando algo mejor. Ya ves que la historia es corta… no me quejo de nada, estoy contenta.

Y para demostrar su alegría, la infeliz cabalgaba sobre mis piernas, paseaba sus duros dedos por mi cabeza, despeinándome, y canturreaba el tango de moda torpemente, con su fuerte voz de campesina.

Confieso que sentí deseos de hablarle «en nombre de la moral», ese anhelo hipócrita que todos tenemos de propagar la virtud cuando estamos hartos y con el deseo muerto.

Ella alzó los ojos, asombrada al verme grave, predicándola, como un misionero que ensalzase la castidad con una cortesana sobre las rodillas; su mirada iba incesantemente de mi rostro austero a la inmediata cama. Era el buen sentido sublevado ante la incoherencia entre tanta virtud y los excesos de momentos antes.

De repente pareció comprender, y una carcajada hinchó su carnoso cuello.

—¡Asaúra!… Pero ¡qué gracia tienes! ¡Y con qué «sombra» sabes decir esas cosas! Pareces el cura de mi pueblo…

—No, Pepa; te hablo seriamente. Creo que eres una buena muchacha; no sabes dónde te has metido, y te lo aviso. Has caído muy bajo, pero mucho. Estás en lo último. Dentro del mismo vicio, la mayoría de las mujeres se resisten y se niegan a las caricias que os exigen en esta casa. Aún puedes salvarte. Tus padres tienen para vivir; tú no has venido aquí empujada por la miseria. Vuelve a tu casa; lo pasado se olvidará; puedes mentir, inventar cualquier historia para justificar tu huida, y ¿quién sabe?… Cualquiera de los mozos que te cantaban se casará contigo, tendrás hijos y serás una mujer honrada.

La muchacha se ponía seria al convencerse de que hablaba formalmente. Poco a poco fue resbalando en mis rodillas hasta quedar de pie, mirándome fijamente, como si de pronto viese una persona extraña y una muralla invisible se hubiese levantado entre los dos.

—¡Volver a mi casa! —dijo con duro acento—. Muchas gracias; sé bien lo que es eso. Levantarse antes de que amanezca, trabajar como una negra, ir al campo, llenarse de callos las manos. Mira, mira cómo las tengo aún.

Y me hacía tocar las duricias que abultaban las palmas de sus fuertes manos.

—Y todo esto, ¿a cambio de qué? ¿De ser honrada?… ¡Pa ti! No soy tan tonta. ¡Toma, para los honrados!

Y acompañó estas palabras con unos cuantos ademanes indecorosos, aprendidos en su tertulia con las compañeras.

Después, canturreando, fue a mirarse en un espejo y saludó con una sonrisa la cabeza enharinada y cubierta de perlas falsas que asomaba a la turbia luna, contrayendo su boca pintada de rojo como la de un clown.

Cada vez más aferrado a mi papel de virtuoso, seguí sermoneándola desde mi asiento, envolviendo en sonoras palabras esta hipócrita propaganda. Hacía mal; debía pensar en el porvenir. El presente no podía ser más malo. ¿Qué era ella? Menos que una esclava: un mueble; la explotaban, la robaban, y después… después sería peor: el hospital, las enfermedades asquerosas…

Pero otra vez su brutal carcajada me interrumpió.

—¡Vaya, chico, déjame en paz! Plantándose ante mí me envolvió en una mirada de inmensa compasión.

—¡Pero, hijo, qué tonto eres! ¿Crees que puedo volver a aquella vida de perros habiendo probado ésta?… No; yo he nacido para el lujo.

Y abarcando en una mirada de devota admiración los sillones cojos, el diván desteñido y aquella cama por donde pasaba todo el mundo, comenzó a pasear, gozándose en el fru-fru de su cola al arrastrarse por el suelo, acariciando con las manos los pliegues de aquella bata que aún parecía conservar el calor del cuerpo de la otra.

LA RABIA

De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?… El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El hijo único de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más obscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!… Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba de mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a media noche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar a beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.

El tío Pascual no le había sonreído nunca. Era el padre al uso latino; el temible dueño de casa, que, al volver del trabajo, comía solo, servido por la esposa, que aguardaba de pie, con una expresión sumisa. Pero esta máscara grave y dura de patrono omnipotente ocultaba una admiración sin límites hacia aquel mozo que era su mejor obra. ¡Con qué rapidez cargaba un carro! ¡Cómo sudaba las camisas al manejar la azada con un vigoroso vaivén que parecía romperle por la cintura! ¿Quién montaba como él las jacas en pelo, saltando gallardamente sobre sus flancos con sólo apoyar la punta de una alpargata en las patas traseras de la bestia?… Ni vino, ni pendencias, ni miedo al trabajo. La buena suerte le había ayudado con un número alto al llegar la quinta, y para San Juan pensaba casarse con una muchacha de una alquería cercana, que traería con ella algunos pedazos de terreno al venir a la barraca de sus suegros. La felicidad; una continuación honrada y tranquila de las tradiciones de familia; otro Caldera, que, al envejecer el tío Pascual, seguiría trabajando las tierras fecundadas por los ascendientes, mientras un tropel de pequeños Calderitas, más numerosos cada año, jugarían en torno del rocín enganchado al arado, mirando con cierto temor al abuelo, de ojos lagrimeantes por la ancianidad y concisas palabras, sentado al sol en la puerta de la barraca.

¡Cristo! ¡Y cómo se desvanecen las ilusiones de los hombres!… Un sábado, al volver Pascualet de casa de su novia, cerca de media noche, le había mordido un perro en una senda de la huerta; una mala bestia silenciosa que surgió de un cañar, y en el mismo instante que el mozo se agachaba para arrojarle una piedra, hizo presa en uno de sus hombros. La madre, que le aguardaba en las noches de noviazgo para abrirle la puerta, prorrumpió en gemidos al contemplar el lívido semicírculo con la huella roja de los dientes, y anduvo por la barraca preparando cataplasmas y bebedizos.

El muchacho rió de los miedos de la pobre mujer: «¡Cálle, mare, cálle!». No era la primera vez que le mordía un perro. Guardaba en el cuerpo lejanas señales de su época de niño, cuando andaba por la huerta apedreando a los canes de las barracas. El viejo Caldera habló desde su cama, sin mostrar emoción. Al día siguiente iría su hijo a casa del veterinario para que le chamuscase la carne con un hierro candente. Así lo mandaba él, y no había más que hablar. El muchacho sufrió la operación impasible, como un buen moro de la huerta valenciana. Total, cuatro días de reposo, y aun así, su valentía para el trabajo le hizo arrostrar nuevos dolores, ayudando al padre con los brazos doloridos. Los sábados, al presentarse después de puesto el sol en la alquería de su novia, le preguntaban siempre por su salud. «¿Cómo va lo del mordisco?». Él encogía los hombros alegremente ante los ojos interrogantes de la muchacha, y acababan los dos por sentarse en un extremo de la cocina, permaneciendo en muda contemplación o hablando de las ropas y la cama para su matrimonio, sin osar aproximarse, erguidos y graves, dejando entre sus cuerpos el espacio necesario «para que pasase una hoz», según decía riendo el padre de la novia.

Transcurrió más de un mes. La esposa de Caldera era la única que no olvidaba el accidente. Seguía con ojos de ansiedad a su hijo. ¡Ay, reina soberana! La huerta parecía abandonada de Dios y de su santa madre. En la barraca del Templat, un niño sufría los tormentos del infierno por haberle mordido un perro rabioso. Las gentes de la huerta corrían aterradas a contemplar a la pobre criatura: un espectáculo que la infeliz madre no osaba presenciar, pensando en su hijo. ¡Si aquel Pascualet, alto y robusto como una torre, iría a tener la misma suerte del desdichado niño!…

Un amanecer, el hijo de Caldera no pudo levantarse de su banco de la cocina y la madre le ayudó a pasar a la gran cama matrimonial, que ocupaba una parte del estudi, la mejor habitación de la barraca. Tenía fiebre; se quejaba de agudos dolores en el sitio de la mordedura; extendíase por todo su cuerpo un intenso escalofrío, haciéndole rechinar los dientes y empañando sus ojos con una opacidad amarillenta. Llegó sobre la vieja yegua trotadora don José, el médico más antiguo de la huerta, con sus eternos consejos de purgantes para toda clase de enfermedades y paños de agua de sal para las heridas. Al ver al enfermo torció el gesto. ¡Malo, malo! Aquello parecía cosa mayor: era asunto de los padres graves de la medicina que estaban en Valencia y sabían más que él. La mujer de Caldera vio a su marido enganchar el carro y obligar a Pascualet a subir en él. El muchacho, repuesto ya de su dolencia, sonreía, afirmando no sentir más que un ligero escozor. Cuando regresaron a la barraca, el padre parecía más tranquilo. Un médico de la ciudad había dado un pinchazo al chico. Era un señor muy serio, que infundía ánimo a Pascualet con buenas palabras, al mismo tiempo que le miraba fijamente, lamentando que hubiese tardado en buscarle. Durante una semana fueron los dos hombres todos los días a Valencia; pero una mañana el mozo no pudo moverse. Reapareció con más intensidad aquella crisis que hacía gemir de miedo a la pobre madre. Chocaba los dientes, lanzando un gemido que cubría de espuma las comisuras de su boca; sus ojos parecían hincharse, poniéndose amarillentos y salientes como enormes granos de uva; se incorporaba, retorciéndose a impulsos de interno martirio, y la madre se colgaba de su cuello con alaridos de terror, mientras Caldera, atleta silencioso, cogíale los brazos con tranquila fuerza, pugnando por mantenerle inmóvil.

—¡Fill meu!, ¡fill meu! —lloraba la madre.

¡Ay, su hijo! Apenas si lo reconocía viéndolo así. Parecíale otro, como si sólo quedase de él la antigua envoltura, como si en su interior se hubiese alojado un ser infernal que martirizaba esta carne surgida de sus maternales entrañas, asomándose a los ojos con lívidos fulgores.

Después llegaba la calma, el anonadamiento, y todas las mujeres del contorno, reunidas en la cocina, deliberaban sobre la suerte del enfermo, abominando del médico de la ciudad y de sus diabólicos pinchazos. Él era quien le había puesto así; antes de que el muchacho se sometiese a su curación estaba mucho mejor. ¡Bandido! ¡Y el gobierno sin castigar a estas malas personas!… No existían otros remedios que los antiguos, los «probados», los que eran producto de la experiencia de gentes que por haber vivido antes sabían mucho más. Un vecino partió en busca de cierta bruja, curandera milagrosa para mordeduras de perros y serpientes y picadas de alacranes; otra trajo a un cabrero viejo y cegato, que curaba por la gracia de su boca, sólo con hacer unas cruces de saliva sobre la carne enferma. Los bebedizos de hierbas de la montaña y los húmedos signos del pastor fueron interpretados como señales de inmediata curación al ver al enfermo inmóvil y silencioso por unas horas, mirando al suelo con cierto asombro, como si percibiese en su interior el avance de algo extraño que crecía y crecía, apoderándose de él. Luego, al repetirse la crisis, surgía la duda entre las mujeres, discutiendo nuevos remedios. La novia se presentaba, con sus ojazos de virgen morena húmedos de lágrimas, avanzando tímidamente hasta llegar junto al enfermo. Se atrevía por primera vez a cogerle la mano, enrojeciendo bajo su tez de canela por esta audacia. «¿Cóm estás?». Y él, tan amoroso en otros tiempos, se desasía de su presión cariñosa, volviendo los ojos para no verla, queriendo ocultarse, como avergonzado de su situación. La madre lloraba. ¡Reina de los cielos! Estaba muy malo: iba a morir. ¡Si al menos pudiera saberse cuál era el perro que le había mordido, para cortarle la lengua, empleándola en un emplasto milagroso, como aconsejaban las personas de experiencia!…

Sobre la huerta parecían haberse desplomado todas las cóleras de Dios. Unos perros habían mordido a otros: ya no se sabía cuáles eran los temibles y cuáles los sanos. ¡Todos rabiosos! Los chicuelos permanecían recluidos en las barracas, espiando por la puerta entreabierta los inmensos campos con mirada de terror; las mujeres iban por los tortuosos senderos en compacto grupo, inquietas, temblorosas, acelerando el paso cuando tras los cañares de las acequias sonaba un ladrido; los hombres contemplaban con recelo a los perros domésticos, fijándose en su babear jadeante o en sus ojos tristes; y el ágil galgo compañero de caza, el gozque ladrador guardián de la vivienda, el feo mastín que marchaba atado al carro para cuidar de él durante la ausencia del dueño, eran puestos en observación o sacrificados fríamente detrás de las paredes del corral, sin emoción alguna.

«¡Ahí van!, ¡ahí van!», gritaban de barraca en barraca, anunciando el paso de una tropa de canes, rugientes, famélicos, con las lanas o los pelos sucios de barro, los cuales corrían sin encontrar reposo, perseguidos día y noche, con la locura del acosamiento en la mirada. La huerta parecía estremecerse, cerrando las puertas de las viviendas y erizándose de escopetas. Partían tiros de los cañares, de los altos sembrados, de las ventanas de las barracas; y cuando los vagabundos, repelidos y perseguidos por todos lados, iban en su loco galope hacia el mar, como si les atrajera el aire húmedo y salobre batido por las olas, los carabineros acampados en la ancha faja de arena echábanse los mausers a la cara, recibiéndolos con una descarga.

Retrocedían los perros, escapando entre las gentes que marchaban a sus alcances escopeta en mano, y quedaba tendido alguno de ellos al borde de una acequia. Por la noche, la rumorosa lobreguez de la vega rasgábase con lejanos fogonazos y disparos. Todo bulto movible en la obscuridad atraía una bala; los sordos aullidos en torno de las barracas eran contestados a escopetazos. Los hombres sentían miedo de su mutuo terror, y evitaban encontrarse.

Apenas cerraba la noche, quedaba la huerta sin una luz, sin una persona en sus sendas, como si la muerte se enseñorease de la lóbrega llanura, verde y sonriente a las horas de sol. Una manchita roja, una lágrima de luz temblaba en esta obscuridad. Era de la barraca de Caldera, donde las mujeres, sentadas en el suelo, en torno del candil, suspiraban despavoridas, aguardando el alarido estridente del enfermo, el castañeteo de sus dientes, las ruidosas contorsiones de su cuerpo al enroscarse, pugnando por repeler los brazos que le sujetaban.

La madre se colgaba del cuello de aquel furioso, que infundía miedo a los hombres. Apenas le reconocía: era otro, con sus ojos fuera de las órbitas, su cara lívida o negruzca, sus ondulaciones de bestia martirizada, mostrando la lengua jadeante entre borbotones de espuma, con las angustias de una sed insaciable. Pedía morir con tristes aullidos; golpeaba su cabeza en las paredes; intentaba morder; pero aun así, era su hijo y ella no sentía el miedo que los demás. Su boca amenazante deteníase junto a aquel rostro macilento mojado en lágrimas: «¡Mare!, ¡mare!». La reconocía en sus cortos momentos de lucidez. No debía temerle: a ella no la mordería jamás. Y como si necesitara hacer presa en algo para saciar su rabia, clavábase los dientes en los brazos, ensañándose hasta hacer saltar la sangre.

«¡Fill meu!, ¡fill meu!», gemía la mujer; y le limpiaba la mortal espuma de la boca, llevándose después el pañuelo a los ojos, sin temor al contagio. Caldera, en su gravedad sombría, no prestaba atención a los ojos amenazadores del enfermo, fijos en él con impulsiva acometividad. Al padre no lo respetaba; pero este enérgico varón, arrostrando la amenaza de su boca, sujetábalo en la cama cuando intentaba huir, como si necesitase pasear por el mundo el horrible dolor que devoraba sus entrañas.

Ya no surgían las crisis con largos intervalos de calma. Eran casi continuas, y el enfermo se agitaba, desgarrado y sangriento por sus mordiscos, la cara negruzca, los ojos temblones y amarillos, como una bestia monstruosa distinta en todo a la especie humana. El viejo médico ya no preguntaba por el enfermo. ¿Para qué? Todo había terminado. Las mujeres lloraban sin esperanza. La muerte era segura: sólo lamentaban las largas horas, los días, tal vez, que le quedaban al pobre Pascualet de atroz martirio.

Caldera no encontraba entre sus parientes y amigos hombres valerosos que le ayudasen a contener al enfermo. Todos miraban con terror la puerta del estudi, como si tras ella se ocultase el mayor de los peligros. Andar a escopetazos por senderos y acequias era cosa de hombres. El navajazo se podía devolver; la bala se contesta con otra; pero ¡ay!, ¡aquella boca espumeante que mataba con un mordisco!…, ¡aquel mal sin remedio que enroscaba a los hombres en interminable agonía, como una lagartija partida por el azadón!…

Ya no conocía a su madre. En los últimos momentos de lucidez la había repelido con amorosa brusquedad. ¡Debía irse!… ¡Que no la viese!… ¡Temía hacerla daño! Las amigas arrastraron a la pobre mujer fuera del estudi, manteniéndola sujeta, lo mismo que al hijo, en un rincón de la cocina. Caldera, con un supremo esfuerzo de su voluntad moribunda, ató el enfermo a la cama. Temblaron sus gruesas cejas con parpadeo de lágrimas al apretar las recias vueltas de la soga, sujetando al mozo sobre aquel lecho en el que había sido engendrado. Sintió lo mismo que si lo amortajase y le abriera la fosa. Se agitaba entre sus recios brazos con locas contorsiones; tuvo que hacer un gran esfuerzo para vencerlo bajo las ligaduras que se hundían en sus carnes… ¡Haber vivido tantos años, para verse al fin obligado a este trabajo! ¡Crear una vida, y desear que se extinguiese cuanto antes, horrorizado por tanto dolor inútil!… ¡Señor Dios! ¿Por qué no acabar pronto con aquel pobrecito, ya que su muerte era inevitable?…

Cerró la puerta del estudi, huyendo del rugido estridente que espeluznaba a todos; pero el jadear de la rabia siguió sonando en el silencio de la barraca, coreado por los ayes de la madre y el llanto de las otras mujeres agrupadas en torno del candil, que acababa de ser encendido.

Caldera dio una patada en el suelo. ¡Silencio las mujeres! Pero por vez primera viose desobedecido, y salió de la barraca huyendo de este coro de dolor.

Descendía la noche. Su mirada fue hacia la estrecha faja amarillenta que aún marcaba en el horizonte la fuga del día. Sobre su cabeza brillaban las estrellas. De las viviendas, apenas visibles, partían relinchos, ladridos y cloqueos, últimos estremecimientos de la vida animal antes de sumirse en el descanso. Aquel hombre rudo sintió una impresión de vacío en medio de la Naturaleza, insensible y ciega para los dolores de sus criaturas. ¿Qué podía importarles a los puntos de luz que le miraban desde lo alto lo que él sufría en aquellos momentos?… Todas las criaturas eran iguales: lo mismo las bestias que perturbaban el silencio del crepúsculo antes de adormecerse, que aquel pobrecito semejante a él, que se enroscaba atado en el más atroz de los martirios. ¡Cuántas ilusiones en su vida!… Y de una dentellada, un animal despreciable, tratado a patadas por el hombre, acababa con todas ellas, sin que en el cielo ni en la tierra existiese remedio…

Otra vez el lejano aullido del enfermo llegó a sus oídos al través de la ventanilla abierta del estudi. Las ternuras de los primeros tiempos de la paternidad emergieron del fondo de su alma. Recordó las noches pasadas en claro en aquel cuarto, paseando al pequeño, que gemía con los dolores de la infancia. Ahora gemía también, pero sin esperanza, en los tormentos de un infierno anticipado, y al final… la muerte.

Hizo un gesto de miedo, llevándose las manos a la frente como si quisiera alejar una idea penosa. Después pareció dudar… ¿Por qué no?…

—¡Pa que no pene!, ¡pa que no pene!

Entró en la barraca, para volver a salir inmediatamente con su vieja escopeta de dos cañones, y corrió al ventanillo como si temiera arrepentirse, introduciendo el arma por su abertura.

Otra vez oyó el angustioso jadear, el choque de dientes, el aullido feroz, pero muy próximos, como si estuviese él junto al enfermo. Sus ojos, acostumbrados a la obscuridad, vieron la cama en el fondo de la lóbrega habitación, el bulto que se revolvía en ella, la mancha pálida del rostro apareciendo y ocultándose en desesperadas contorsiones.

Tuvo miedo al temblor de sus manos, a la agitación de su pulso, él, hijo de la huerta, sin otra diversión que la caza, acostumbrado a abatir los pájaros casi sin mirarlos.

Los alaridos de la pobre madre le hicieron recordar otros lejanos, muy lejanos, veintidós años antes, cuando daba a luz su único hijo sobre aquella misma cama.

¡Acabar así!… Sus ojos, al mirar al cielo, lo vieron negro, intensamente negro, sin una estrella, obscurecidos por las lágrimas… «¡Señor!, ¡pa que no pene!, ¡pa que no pene!». Y repitiendo estas palabras, se afirmó la escopeta en el hombro, buscando las llaves con dedo tembloroso… ¡Pam!, ¡pam!

EL SAPO

—Veraneaba yo en Nazaret —dijo el amigo Orduña—, un pueblecito de pescadores cercano a Valencia. Las mujeres iban a la ciudad a vender el pescado; los hombres navegaban en sus barquitas de vela triangular, o tiraban de las redes en la playa; los veraneantes pasábamos el día durmiendo y la noche en la puerta de nuestras casas, contemplando la fosforescencia de las olas o abofeteándonos al percibir el zumbido de los mosquitos, tormento de las horas de descanso.

El médico, un señor viejo, rudo y burlón, venía a sentarse bajo el emparrado de mi puerta, y juntos pasábamos la noche, con el botijo o la sandía al lado, hablando de su clientela, gente marítima o terral, crédula, ruidosa e insolente en sus expansiones, dedicada a la pesca y al cultivo de los campos. A veces reíamos al recordar la enfermedad de Visanteta, la hija de la Soberana, vieja vendedora de pescado que justificaba su apodo por el volumen y la estatura, así como por la arrogancia con que trataba a las compañeras de mercado, imponiéndolas su voluntad a fuerza de peleas… La mejor muchacha del pueblo la tal Visanteta; pequeñita, maliciosa, de gran labia, sin otra belleza en su cara morena que la de la juventud; pero con unos ojos punzantes y una gracia para mostrarse tímida, débil e interesante que enloquecía a los mozos del pueblo. Su novio era Carafosca valeroso pescador, capaz de navegar sobre un madero. Olas adentro, le admiraban todos por su audacia; en tierra, metía miedo por su mutismo provocador y la facilidad con que desnudaba la faca acometedora. Feo, pesado y agresivo, como las enormes bestias que de tarde en tarde aparecían en las aguas de Nazaret devorando toda la pesca, iba las tardes de domingo al lado de su novia, camino de la iglesia, y cada vez que la muchacha alzaba la cabeza para hablarle entre remilgos y ceceos de niña mimada y doliente, Carafosca esparcía en torno de él los bizcos ojos con expresión de reto, como desafiando al pueblo entero, a los campos, a la playa y al mar, a que viniesen todos a disputarle su Visanteta.

Un día circuló por Nazaret la más estupenda noticia. La hija de la Soberana tenía un animal en el cuerpo. Se hinchaban, sus entrañas; la lenta deformación revelábase al través de zagalejos y faldas; su cara perdía color, y unas bascas angustiosas, acompañadas de vómitos, ponían en conmoción su barraca, haciendo prorrumpir a la madre en desesperados lamentos y correr azoradas a las vecinas. Muchos sonrieron al hablar de esta dolencia. ¡Que se lo contasen a Carafosca!… Pero los incrédulos cesaron en sus malicias y sospechas al ver a éste triste y desesperado por la enfermedad de su novia, implorando su curación con el fervor de un alma simple, para lo cual entraba en la pequeña iglesia del pueblo, él, que había sido siempre un pagano, blasfemador de Dios y de los santos.

Sí, era una enfermedad extraña y horrible. La gente, en su predisposición a creer en toda clase de dolencias extraordinarias y raras, sabía ya con certeza qué era aquello. Visanteta tenía un sapo en la barriga. Había bebido agua en una charca del cercano río, y la mala bestia, pequeña, casi imperceptible, habíase colado en su estómago, creciendo desmesuradamente. Las buenas vecinas, trémulas de asombro, acudían a la barraca de la Soberana para examinar a la chica. Todas, con cierta solemnidad, palpaban el hinchado abdomen, buscando en su tirante superficie el relieve de la oculta bestia. Algunas, más viejas y experimentadas, sonreían con expresión triunfante. Estaba allí, bajo su mano, sentían las palpitaciones de su vida, se movía… sí, ¡se movía! Y tras grave deliberación, acordaban los remedios para expulsar al incómodo huésped. Daban a la chica cucharadas de miel de romero para que la mala bestia acudiese golosa, y cuando más tranquila estaba en su regodeo, ¡cataplum!, una inundación de jugo de cebolla con vinagre que la hiciese salir a todo galope. Al mismo tiempo la aplicaban al vientre milagrosos emplastos, para que el sapo, sin un momento de calma, escapase despavorido; estopas mojadas en aguardiente y saturadas de incienso; marañas de cáñamo embreado del calafateo de las barcas; hierbas del monte; simples pedazos de papel con números, cruces y el sello de Salomón, vendidos por un curandero de la ciudad. Visanteta creía morir con estos remedios que entraban por su boca. Estremecíase por los escalofríos del asco, se arqueaba en horribles náuseas, como si fuese a expeler las entrañas, pero el odioso sapo no se dignaba asomar una de sus patas; y la Soberana ponía el grito en el cielo. ¡Ay, su hija!… Jamás lograrían tales remedios echar fuera al perverso animal; era mejor dejarlo tranquilo y que no martirizase a la chica; darle mucho de comer, que no se nutriera sólo con el jugo de su Visanteta, cada vez más paliducha y débil.

Y como la Soberana era pobre, todas las amigas, a impulsos de la compasiva solidaridad de la gente popular, se dedicaron al sustento de Visanteta para que el sapo no la molestase. Las pescadoras, al volver de la plaza, le traían pastelillos comprados en establecimientos de la ciudad donde sólo entran señores; en la playa, al repartirse la pesca, apartaban alguna pieza jugosa de las que sirven para una sopa suculenta; las vecinas con puchero a la lumbre sacaban en tazas la flor del caldo, llevándolas lentamente, para que no se derramase, a la barraca de la Soberana; las jícaras de chocolate presentábanse en la tarde una tras otra.

Visanteta resistíase ante el enorme obsequio. ¡No podía más! ¡Estaba harta! Pero la madre avanzaba el peludo hocico con expresión imperiosa. «¡A comer he dicho!». Debía pensar en lo que llevaba dentro… Y sentía un afecto obscuro e indefinible por aquella bestia misteriosa albergada en las entrañas de su hija. Se la imaginaba: la veía; era su orgullo. Gracias a ella, el pueblo tenía los ojos puestos en la barraca, la tertulia de vecinas era continua, y la Soberana no encontraba mujer en su camino que no la detuviese para pedirle noticias.

Sólo una vez había llamado al médico, viéndole pasar ante la puerta, pero sin deseo, sin esperanza alguna. ¡Qué podía hacer aquel pobre señor contra un animal tan tenaz!… Y al oír que, no contento con las explicaciones de ella y de su hija y los audaces toqueteos por encima de las ropas, hablaba de un reconocimiento interior, la fiera matrona casi lo puso en la puerta. ¡Descarado! ¡En seguida iba a darse el gusto de ver a su chica de este modo; la pobrecita, tan vergonzosa y tan buena, que enrojecía sólo al pensar en tales proposiciones!…

Los domingos por la tarde iba Visanteta a la iglesia figurando a la cabeza de las Hijas de María. Su vientre voluminoso era mirado con admiración por las muchachas. Todas la preguntaban ávidamente por el sapo, y Visanteta respondía con languidez. Ahora la dejaba tranquila. Había crecido mucho al comer bien; se agitaba algunas veces, pero la hacía menos daño. Una tras otra ponían sus manos todas ellas para sentir los movimientos de la bestia invisible, y admiraban la superioridad de su amiga. El cura, santo varón de piadosa sencillez, fingía no enterarse de la femenil curiosidad, y pensaba con asombro en las cosas que hace Dios para poner a prueba a sus criaturas. Después, al finalizar la tarde, cuando el coro entonaba con voces suaves los gozos en loor de Nuestra Señora del Mar, cada una de aquellas vírgenes ponía su pensamiento en la misteriosa bestia, pidiendo fervorosamente que la pobre Visanteta se viese libre de ella cuanto antes.

Carafosca también gozaba de cierta popularidad por las dolencias de su novia. Le llamaban las mujeres, le detenían los pescadores viejos para preguntarle por el animal que martirizaba a la muchacha. «¡Pobreta!, ¡pobreta!», mugía con acento de amorosa conmiseración. No decía más; pero sus ojos revelaban un deseo vehemente de cargar cuanto antes con Visanteta y su sapo, pues éste le inspiraba cierto afecto por ser cosa de ella.

Una noche, estando el médico en mi puerta, vino a buscarle una mujer con dramáticos aspavientos. La hija de la Soberana estaba muy enferma: debía ir corriendo en su auxilio. El médico levantó los hombros: «¡Ah, sí; el sapo!». Y no mostraba deseos de moverse. Inmediatamente llegó otra, con gestos más vehementes aún. ¡La pobre Visanteta! ¡Iba a morir! Sus gritos se oían en toda la calle. La mala bestia se la estaba comiendo las entrañas…

Seguí al doctor, arrastrado por la curiosidad que ponía en conmoción a todo el pueblo. Al llegar a la barraca de la Soberana, tuvimos que abrirnos paso a través de un compacto grupo de mujeres que obstruía la puerta, derramándose por el interior. Un grito angustioso, un alarido de desgarramiento, venía de lo más hondo de la vivienda, por encima de las cabezas curiosas o aterradas. El vozarrón de la Soberana contestaba con aclamaciones suplicantes. ¡Su hija! ¡Ay, Señor, su pobre hija!…

La llegada del médico fue acogida con un coro de exigencias de las comadres. La pobre Visanteta revolvíase furiosa, no pudiendo sufrir tanto tormento, con los ojos extraviados y las facciones desencajadas. Había que operarla, abrir sus entrañas, echar fuera cuanto antes aquel demonio verde y viscoso que la estaba devorando.

El médico siguió adelante, sin hacer caso, y antes de que yo llegase junto a él sonó su voz en el repentino silencio, con brusquedad malhumorada:

—¡Pero, Señor, si lo que tiene esta chica es que va a…!

Antes de que terminase, todos adivinaron en la brutalidad de su acento lo que iba a decir. Conmovióse la aglomeración de mujeres con el empuje de la Soberana, como las olas del mar bajo el vientre de una ballena. Avanzó sus manos hinchadas, de uñas amenazantes, barboteando injurias, mirando al médico con ojos homicidas. ¡Ladrón! ¡Borracho! ¡Fuera de su casa!… La culpa era del pueblo, que mantenía a un hombre sin religión. ¡Iba a comérselo! ¡Debían dejarla!… Y se debatía furiosa entre las amigas, pugnando por librarse de ellas y arañar al médico. A sus alaridos vengativos uníase el balido débil de Visanteta protestando entre los ayes que le arrancaba el dolor. ¡Mentira! ¡Que se fuese aquel mal hombre! ¡Boca de infierno! ¡Todo mentira!…

Pero el médico iba de un lado a otro pidiendo agua, pidiendo trapos, arrebatado o imperioso en sus órdenes, sin prestar atención a las amenazas de la madre y a los lamentos de la hija, cada vez más fuertes y desgarradores. De pronto rugió como si la matasen, y hubo un remolino de curiosidad en torno del médico, invisible para mí. «¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mala persona! ¡Calumniador!…». Pero las protestas de Visanteta ya no sonaban aisladas. A su voz de víctima inocente, que parecía pedir justicia al cielo, uniose el vagido de unos pulmones que aspiraban el aire por vez primera.

Ahora las amigas de la Soberana tuvieron que contenerla para que no cayese sobre su hija. ¡Iba a matarla! ¡Perra! ¿De quién era aquello?… Y bajo el terror de las amenazas, la enferma, que aún suspiraba «¡mentira!, ¡mentira!», acabó por hablar. Un mozo de la huerta, al que no había visto más…, un descuido al anochecer…, ella ya no se acordaba. ¡No se acordaba!… E insistía en esta falta de memoria como si fuese una excusa irrebatible.

Se aclaró el gentío. Todas las mujeres sentían el ansia de propalar la noticia. Al salir nosotros, la Soberana, avergonzada y llorosa, pretendió arrodillarse ante el médico, queriendo besar una de sus manos. «¡Ay, don Antóni!… ¡Don Antóni!». Le pedía perdón por sus insultos; desesperábase al pensar en los comentarios del pueblo. ¡Lo que a ellas les aguardaba!… Al día siguiente, los muchachos que cantaban tirando de las redes inventarían nuevas coplas. ¡La canción del sapo! Su vida iba a ser imposible… Pero más la aterraba aún el recuerdo de Carafosca. Conocía bien a aquel bruto. A la pobre Visanteta la mataría apenas saliese a la calle; ella tendría igual suerte, por ser su madre y no haberla vigilado. «¡Ay, don Antóni!». Le pedía de rodillas que viese a Carafosca. Él, que era tan bueno y sabía tanto, debía convencerle con sus palabras, hacerle jurar que no las molestaría, que se olvidaría de ellas.

El médico acogió estas súplicas con la misma indiferencia que las amenazas, y contestó con brusquedad. Ya decidiría: era asunto delicado. Pero una vez en la calle, levantó los hombros con resignación: «Vamos a ver a ese animal».

Le sacamos de la taberna y comenzamos a pasear los tres por la obscura playa. El pescador parecía intimidado al verse entre dos personas tan importantes. Don Antonio le habló de la superioridad indiscutible de los hombres desde los primeros días de la Creación; del desprecio con que deben ser miradas las hembras por su falta de formalidad; de su inmenso número y lo fácil que resulta escoger otra cuando la que tenemos nos da un disgusto…, y acabó por contar rudamente lo ocurrido.

Carafosca dudaba, como si no comprendiese bien las palabras. Poco a poco, en su espesa inteligencia iba abriéndose camino la certidumbre. «¡Redéu!, ¡redéu!». Y se daba furiosos rascuñones por debajo de la gorra, y se llevaba después las manos a la cintura como si buscase la temible faca.

El médico quiso consolarle. Debía olvidar a Visanteta: nada de hacer el guapo queriendo matarla. Encontraría otras mejores. Aquella mosquita muerta no merecía que un buen mozo como él fuese a presidio. El verdadero culpable era ciertamente aquel labrador desconocido; pero… ¡y ella! ¡Y la facilidad con que…, se descuidaba, no acordándose después!…

Paseamos mucho rato en penoso silencio, sin otra novedad que los rascuñones que Carafosca se daba en la cabeza y la faja. De pronto nos sorprendió con el bramido de su voz, hablándonos en castellano, para mayor solemnidad:

—¿Quieren que les diga una cosa?… ¿Quieren que les diga una cosa?

Nos miraba con ojos agresivos, lo mismo que si tuviera enfrente al odiado y desconocido mozo de la huerta y fuese a caer sobre él. Adivinábase que su torpe pensamiento acababa de adoptar una resolución firmísima… ¿Qué cosa era aquélla? Podía hablar.

—Pues les digo —articuló con lentitud, como si fuéramos enemigos a los que deseaba confundir—, les digo…, que ahora la quiero más.

En nuestro asombro, no sabiendo qué contestar, le dimos la mano.

COMPASIÓN

A las diez de la noche, el conde de Sagreda entró en su Círculo del bulevar de los Capuchinos. Gran movimiento de los criados para tomarle el bastón, el sombrero de innumerables reflejos y el gabán de ricas pieles, que al separarse de sus hombros dejó al descubierto la pechera de inmaculada nitidez, la gardenia de una solapa, todo el uniforme negro y blanco, discreto y brillante, de un gentleman que viene de comer.

La noticia de su ruina era conocida en el Círculo. Su fortuna, que quince años antes había despertado cierta resonancia en París, desparramándose fastuosamente a los cuatro vientos, estaba agotada. El conde vivía de los restos de su opulencia, como esos náufragos que subsisten sobre los despojos del buque, retardando entre angustias la llegada de la última hora. Los mismos criados que se agitaban en torno de él como esclavos de frac, conocían su desgracia y comentaban sus apuros vergonzosos; pero ni el más leve reflejo de insolencia turbaba el agua incolora de sus ojos, petrificada por la servidumbre. ¡Era tan gran señor! ¡Había tirado su dinero con tanta majestad!… Además, era un noble de veras, con esa nobleza secular cuyo rancio tufillo inspira cierta gravedad ceremoniosa a muchos ciudadanos cuyos abuelos hicieron la Revolución. No era un conde polaco de los que se dejan «entretener» por señoras, ni un marqués italiano que acaba haciendo trampas en el juego, ni un gran señor ruso que muchas veces vive de los fondos de la policía; era un «hidalgo», un grande de España. Tal vez alguno de sus abuelos figuraba en El Cid, en Ruy Blas o cualquiera otra de las piezas heroicas que se dan en la Comedia Francesa.

El conde entró en los salones del Círculo alta la frente, arrogante el paso, saludando a los amigos con una sonrisa fina y ligera, mezcla de altivez y frivolidad.

Estaba próximo a los cuarenta años, pero aún era el beau Sagreda, como lo habían bautizado mucho tiempo antes las damas noctámbulas de Maxim y las madrugadoras amazonas del Bosque. Algunas canas en las sienes y un triángulo de ligeras arrugas junto al vórtice de los párpados revelaban el esfuerzo de una existencia demasiado rápida, con la máquina vital a toda presión. Pero los ojos aún eran juveniles, intensos y melancólicos; unos ojos que le hacían ser llamado «el moro» por sus amigas y amigos. El vizconde de La Tremisiniére, premiado por la Academia como autor de un estudio sobre uno de sus abuelos, compañero de Condé, y muy apreciado por los anticuarios de la orilla izquierda del Sena, que le colocaban todos los lienzos malos de sus almacenes, le llamaba Vélásquez, satisfecho de que la color morena y ligeramente verdosa del conde, el negro y empinado bigote y los ojos graves, le proporcionaran ocasión de lucir sus grandes conocimientos en pintura española.

Todos en el Círculo hablaban de la ruina de Sagreda con discreta compasión. ¡El pobre conde! ¡No caerle una herencia nueva! ¡No encontrar una millonaria americana que se prendase de su persona y sus títulos!… Había que hacer algo para salvarle.

Y él marchaba entre esta compasión muda y sonriente, sin percatarse de ella, abroquelado en su altivez, tomando por admiración lo que era simpatía dolorosa, obligado a penosos fingimientos para conservarse en el mismo ambiente de años antes, creyendo engañar a los demás, sin otro resultado que engañarse a sí mismo.

Sagreda no se hacía ilusiones acerca del porvenir. Todos los parientes que podían sacarle a flote con un testamento oportuno lo habían hecho ya muchos años antes, saliéndose de la escena del mundo. Nadie quedaba «allá abajo» que pudiera acordarse de su nombre. Sólo tenía en España vagos parientes, nobles personajes unidos a él por vínculos históricos más que por afectos de sangre. Le hablaban de tú, pero no debía esperar de ellos otro auxilio que buenos consejos y amonestaciones por sus locas prodigalidades… Todo acabado. Quince años de intenso brillo habían consumido el rico bagaje con que un día llegó Sagreda a París. Los cortijos de Andalucía, con sus vacadas y yeguadas, habían cambiado de dueño sin conocer apenas a este amo fastuoso y siempre ausente. Tras ellos habían pasado a manos extrañas inmensos trigales de Castilla, arrozales de Valencia, caserías de las provincias del Norte, toda la hacienda principesca de los antiguos condes de Sagreda, a más de las herencias de varias tías solteronas y devotas y de los fuertes legados de otros parientes muertos de vejez en sus vetustos caserones.

París y las estaciones elegantes de verano habían devorado en unos cuantos años esta fortuna de siglos. El recuerdo de unos amores ruidosos con dos actrices de moda; la sonrisa nostálgica de una docena de mundanas de precio; la fama olvidada de unos cuantos desafíos; cierto prestigio de jugador temerario y sereno, y una reputación de esgrimidor caballeresco e intransigente en materias de honra, era todo lo que restaba al beau Sagreda después de su ruina.

Vivía del antiguo prestigio, contrayendo nuevas deudas con ciertos proveedores que fiaban en un restablecimiento de su fortuna al acordarse de otras crisis. «Su suerte estaba echada», según se decía el conde. Cuando no pudiera más, apelaría a una resolución extrema. ¿Matarse?… Nunca. Los hombres como él sólo se suicidan por deudas de juego o de honor. Abuelos suyos, nobles y gloriosos, habían debido enormes sumas a gentes que no eran sus iguales, sin pensar por esto en matarse. Cuando los acreedores le cerrasen sus puertas y los prestamistas le amenazaran con el escándalo ante los tribunales, el conde de Sagreda, haciendo un esfuerzo, se arrancaría de la dulce existencia de París. Sus ascendientes habían sido soldados y colonizadores. Él iría a engancharse en la legión extranjera de Argelia, o se embarcaría para la América conquistada por sus abuelos, siendo jinete pastor en las soledades del Sur de Chile o en las infinitas llanuras de la Patagonia.

Mientras llegaba el temido momento, esta vida azarosa y cruel, que le obligaba a continuas mentiras, era el período mejor de su existencia. De su último viaje a España para liquidar ciertos restos del patrimonio, había vuelto con una mujer, una señorita de provincias, cautivada por el prestigio del gran señor, y en cuyo afecto ferviente y sumiso entraba la admiración casi tanto como el amor. ¡Una mujer!… Sagreda abarcaba por primera vez toda la significación de esta palabra, como si hasta entonces no la hubiese comprendido. La compañera del presente era una mujer; las hembras nerviosas y descontentadizas, de sonrisa pintada y artificios voluptuosos, que habían llenado su existencia anterior, pertenecían a otra humanidad.

¡Y cuando llegaba la verdadera mujer se iba para siempre el dinero!… ¡Y cuando se presentaba la desgracia venía con ella el amor!… Sagreda, lamentando la fortuna perdida, pugnaba por mantener su boato. Vivía como siempre, en la misma casa, sin disminuir sus gastos, haciendo a su compañera iguales regalos que a las amigas de otros tiempos, gozando una satisfacción casi paternal ante la sorpresa infantil y las ingenuas alegrías de la pobre muchacha, aturdida por las fastuosidades de París.

Sagreda se hundía, ¡se hundía!, pero con la sonrisa en los labios, contento de sí mismo, de su vida actual, de este dulce ensueño, que iba a ser el último y se prolongaba milagrosamente. La fortuna, que le había maltratado en los últimos años, devorando los restos de su hacienda en Monte-Carlo, en Ostende y en los grandes círculos del bulevar, parecía ahora ayudarle, apiadada por su nueva existencia. Todas las noches, después de comer en un restorán de moda con su compañera, dejaba a ésta en el teatro y se dirigía a su Círculo, único lugar donde le esperaba la suerte. No era un gran juego. Simples partidas de écarté con íntimos amigos, compañeros de juventud, que continuaban la existencia alegre, con el bagaje de una gran fortuna, o habían cristalizado su existencia en un matrimonio rico, conservando de los antiguos hábitos la costumbre de frecuentar el Círculo honorable.

Apenas se sentaba el conde, con las cartas en la mano, frente a uno de estos amigos, la suerte parecía soplar sobre su cabeza, y ellos no se cansaban de perder, invitándole a una partida todas las noches, como si le aguardasen por riguroso turno. Las ganancias no eran para enriquecerse: unas noches diez luises; otras, veinticinco; algunas llegó Sagreda a retirarse con cuarenta monedas de oro en el bolsillo. Pero merced a este ingreso casi diario iba reparando las grietas de su existencia señorial, que amenazaba venirse abajo, y mantenía a su amiga en un ambiente de amorosa comodidad, recobrando al mismo tiempo la confianza en su porvenir. ¿Quién sabe lo que le esperaba?…

Al ver en uno de los salones al vizconde de La Tremisiniére, le sonrió con expresión de amistoso reto.

—¿Una partida?…

—Como usted quiera, querido Vélásquez.

—A cinco francos los siete puntos, para no exagerar. Estoy seguro de ganarle. La suerte viene conmigo.

Comenzó la partida bajo la discreta luz de las bujías eléctricas, en el confortable silencio de las mullidas alfombras y los cortinajes espesos.

Sagreda ganaba siempre, como si su buena fortuna se complaciese en sacarle vencedor de las más desgraciadas combinaciones. Ganaba sin tener juego. Nada importaba que careciese de triunfos y que sus cartas fuesen desfavorables; las de su contrincante eran siempre peores, y el éxito venía milagrosamente a continuación de todas sus jugadas.

Tenía ya ante él veinticinco luises. Un compañero de club, que vagaba aburrido de salón en salón, vino a detenerse junto a los jugadores, interesándose en la partida. Primeramente se mantuvo de pie junto a Sagreda; luego fue a colocarse detrás del vizconde, que parecía molesto y nervioso por la vecindad.

—¡Pero eso es una locura! —exclamó de pronto el curioso—. Usted no juega su juego, vizconde. Aparta usted los triunfos y sólo hace uso de las cartas malas. ¡Qué tontería!

No pudo decir más. Sagreda dejó sus cartas sobre la mesa. Estaba intensamente pálido, con una palidez verdosa. Sus ojos desmesuradamente abiertos miraron al vizconde. Después se levantó.

—He comprendido —dijo con frialdad—. Permítame que me retire.

Luego, con mano nerviosa, empujó hacia su amigo el montón de monedas de oro.

—Esto es de usted.

—¡Pero, querido Vélásquez!… ¡Pero, Sagreda!… ¡Permítame usted, conde, que le explique!…

—¡Basta, caballero! Repito que he comprendido.

Por sus ojos pasó una punta de luz, el mismo brillo que habían visto sus amigos en ciertas ocasiones, cuando tras breve disputa o una palabra molesta levantaba su guante con arcaico ademán de reto.

Pero este gesto hostil sólo duró un instante. Luego sonrió con una amabilidad que daba frío.

—Muchas gracias, vizconde. Éstos son favores que no se olvidan nunca… Le repito mi agradecimiento.

Y saludó como un gran señor, alejándose erguido, lo mismo que en los días más hermosos de su opulencia.

Con el gabán de pieles abierto sobre el plastrón inmaculado, el conde de Sagreda camina por el bulevar. La gente sale de los teatros; las mujeres revolotean de una acera a otra; pasan los automóviles con su interior iluminado, dejando una rápida visión de plumas, joyas y blancos descotes; gritan los vendedores de periódicos; en lo alto de las fachadas se inflaman y se extinguen los enormes anuncios eléctricos.

El grande de España, el «hidalgo», el nieto de los nobles caballeros de El Cid y Ruy Blas, marcha contra la corriente, abriéndose paso a empujones, queriendo ir más aprisa, sin saber adónde va, sin darse cuenta del lugar donde se halla.

Contraer deudas… Bueno. La deuda no deshonra al caballero. ¡Pero recibir limosna!… En sus horas de negros pensamientos nunca tembló ante la idea de infundir desprecio por su ruina, de ver alejarse a sus amigos, de descender a las últimas capas, perdiéndose en el subsuelo social. ¡Pero inspirar compasión!…

Inútil la comedia. Los íntimos, que le sonreían como en otros tiempos, habían penetrado el secreto de su pobreza, y se asociaban a impulsos de la conmiseración para darle por turno una limosna, fingiendo jugar con él. E igualmente poseían el penoso secreto los demás amigos, y hasta los criados, que se inclinaban a su paso con el respeto de la costumbre. Y él, pobre engañado, iba por el mundo con sus aires de gran señor, rígido y solemne en su extinta grandeza, como el cadáver del caudillo legendario que, después de muerto, pretendía ganar batallas montado en su caballo.

¡Adiós, conde de Sagreda! El heredero de Adelantados y virreyes puede ser soldado sin nombre en una legión de desesperados y de bandidos; puede ser aventurero en tierras vírgenes, matando para vivir; puede hasta presenciar impávido el naufragio de su nombre y su historia ante la mesa de un tribunal… ¡pero vivir de la compasión de los amigos!…

¡Adiós para siempre, últimas ilusiones! El conde ha olvidado a su compañera, que le aguarda en un restorán de noche. No se acuerda de ella: como si jamás la hubiese visto; como si nunca hubiera existido.

No piensa en nada de lo que embellecía su vida horas antes. Marcha a solas con su vergüenza, y cada uno de sus pasos parece sacar del suelo una cosa muerta, una influencia ancestral, una preocupación de raza, un orgullo de familia, altiveces, selecciones, honores y fierezas que dormitaban en él, y al despertar angustian su pecho y perturban su pensamiento.

¡Cómo habrán reído a sus espaldas con lastimera compasión!… Ahora camina con mayor apresuramiento, como si ya supiera adónde dirigir sus pasos, y la inconsciencia de la emoción le hace murmurar irónicamente, cual si hablase a alguien que marcha tras sus pasos y del que desea huir:

—¡Muchas gracias!, ¡muchas gracias!

Cerca de la madrugada, dos disparos de arma de fuego ponen en conmoción a los habitantes de un hotel vecino a la Gare Saint-Lasare, uno de esos establecimientos equívocos que ofrecen abrigo fácil a los conocimientos amorosos iniciados en plena calle.

Los criados encuentran en una habitación a un señor vestido de frac, con una abertura en la bóveda del cráneo, por la que se escapan piltrafas sanguinolentas, retorciéndose como un gusano sobre el raído tapiz.

Sus ojos, de un negro mate, aún tienen vida. Nada queda en ellos de la dulce imagen de la compañera. Su último pensamiento, cortado por la muerte, es para la amistad, terrible en su lástima; para la ofensa fraternal de una compasión generosa y frívola.

BOCETOS Y APUNTES

EL AMOR Y LA MUERTE

Con gran frecuencia ocurren los llamados «crímenes de amor».

Relatan los periódicos casi a diario sucesos dramáticos en los que hiere la mano a impulso de los celos; describen suicidios en los cuales una vida se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos llaman «estado de ilusión» y ayuda a soportar la monotonía de la existencia.

¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y sin embargo los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los primeros siglos de la humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el uno sin el otro.

«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor. «¡Morir!, ¡morir por ti!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando, agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no despertar jamás del grato Nirvana, surge inevitablemente, como si el amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.

Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse antes de que acabe la existencia de los enamorados, implora por instinto de conservación el auxilio de la muerte.

Los poetas presintieron siempre esta alianza, y en sus himnos de amantes felices o en sus lamentos desesperados hay algo de la sonrisa final de una boca sin labios, sardónica y amarillenta, que parece burlarse de la insignificancia de los placeres y dolores que traen revuelto al hormiguero humano. Sobre las cosas del amor tiembla el revoloteo de los velos sombríos de la Gran Señora pálida y grave que nos aguarda al final de nuestra vida, saliéndonos al paso aunque tomemos los más apartados caminos.

Yo he visto las ruinas de muchas ciudades muertas, pétreos caparazones que sólo encierran polvo y vacío, pero que en otro tiempo abrigaban el alma de pueblos que pensaron cosas que hoy nos parecen nuevas y experimentaron sentimientos que ahora creemos percibir por vez primera. He encontrado en medio de la campiña desolada, entre los escombros de un mundo que fue, tumbas cuyo mármol, moldeado por el cincel del artista, eterniza el pensamiento de los que vivieron y sufrieron cuando nosotros y cien generaciones anteriores a nosotros éramos inciertas larvas en la penumbra del amanecer de futuros siglos y las moléculas de nuestros cuerpos vagaban errantes y dispersas en las entrañas de la eterna madre, en los brazos leñosos o la rumorosa cabellera verde de los bosques, en las sombrías profundidades del Océano, tal vez en los ágiles músculos de un animal inferior o en los brillantes ojos de un ser como nosotros, satisfecho de su inteligencia y su individualidad, orgulloso de su alma inmortal, creyéndola más duradera que el sufrido planeta que nos mantiene… y en sus sepulcros he visto muchas veces al mancebo juguetón coronado de flores, la aljaba a la espalda y el arco en la diestra, junto a una matrona adusta que parece soñar, con un codo apoyado en la rodilla y la frente en la mano, teniendo a sus pies el reloj de arena que marca la fuga del tiempo, imagen de la verdad final menos horripilante que el descarnado esqueleto grotesco y burlón de los artistas cristianos.

¡Siempre juntos el Amor y la Muerte, desde los primeros tiempos de la humanidad!

Una noche, en Florencia, asomado a un balcón, escuché a unos cantores populares de los que amenizan con sus romanzas la digestión de la muchedumbre cosmopolita albergada en los hoteles inmediatos al río.

«¡Morir!», cantaba el tenor con lamento prolongado, rasgando el silencio de la noche. «Morir vichino a te!», respondía una voz grave, con reconcentrada pasión; y las arpas lloraban en la obscuridad sus lágrimas armoniosas, como perlas sonoras, acompañando estos gemidos de amor y de muerte.

Junto a mí, unos ingleses jóvenes suspiraban emocionados por la dulzura melancólica de la música y de la noche, sintiendo ablandarse sus almas bajo un soplo de amor; y viendo yo la corona de luces del Víale del Colli que rasgaba la obscuridad en lo alto de un cerro, y a sus pies el Arno rumoroso y temblón reflejando las rojas serpentinas de los faroles por debajo de las arcadas del Ponte Vecchio, sentíame igualmente conmovido por la romanza, tocado por la emoción poética de los más bellos momentos de la vida, creyéndome por un instante más ligero, en un mundo extraordinario, de atmósfera sutil y perfumada, donde los cuerpos tuviesen la fluidez de las almas. «¡Morir!», repetía el lamento musical abajo, en las orillas del río, y yo me enternecía sin saber por qué, hasta que mi razón se sacudió este encanto con repentina protesta.

¡Morir! ¡Qué disparate!… Vivir: la vida es la única belleza digna de ser cantada. Y en plena frialdad, sonreí de la mentira humana, que, temiendo a la muerte, finge desearla, para dar el excitante del peligro a sus alegrías y tristezas; que juega con ella de mentirijillas, amándola como aman los niños los juguetes guerreros: remedos de armas mortíferas que no pueden causarles daño. «¡Morir!», cantaban aquellos hombres con un apasionamiento meridional que ponía lágrimas en sus voces; y poco después, cuando ya no cayesen monedas de los balcones, irían a la trattoria a considerar la vida como el mejor de los bienes, ante un frasco de Chiantti y un plato de macarrones.

«¡Morir!», repetían con ojos húmedos, siguiendo el canto, aquellas vírgenes rubias de pecho plano, y en el fondo de sus pensamientos permanecía intacto el pudoroso deseo de verse en un día remoto más enjutas aún, con la nariz enrojecida por los años y rodeadas de unas cuantas cabecitas infantiles de color de cáñamo.

«¡Morir!», susurraban los ecos de la noche con misterioso estremecimiento, y dentro de unas horas se colorearían de violetas los montes de enfrente, y el sol de un día más doraría el verde obscuro de los pinos y cipreses del paisaje toscano.

Entonces reí de este sentimentalismo que invoca a la muerte para proporcionar una emoción nueva y dulce a sus ansias de vida.

Otra vez, en pleno verano, vagando por los alrededores de París, llegué a los jardines de Robinsón, con sus grandes árboles, cuyo ramaje abriga como nidos las aéreas cabañas que sirven de comedores.

En los salones de baile, los instrumentos de metal rugían la matchicha, y a su ritmo vivaz y canallesco desfilaban las parejas, arrastrando los pies sobre el entarimado, estrechamente enlazadas por el talle, rojas las mejillas, sudorosas las frentes, y en los ojos un apetito animal de vivir y de gozar, un hambre feroz de placeres. Sonaba en los restoranes el taponazo del champaña, perseguíanse por entre los frondosos bosquecillos estudiantes y «estudiantas», la alegre juventud del Barrio Latino, enardecida por la decoración idílica que prestaban las arboledas a sus amores urbanos, abrigados durante la semana por los techos en pendiente de las buhardillas. Algunas parejas elegantes bajaban de sus automóviles, y las miradas de las pobres muchachas íbanse, con fulgores de envidia, tras los susurrantes vestidos, los empenachados sombreros y los ricos boas de las grandes damas, llevadas por una curiosidad exótica hacia este pequeño mundo de locura campestre… ¡Viva la vida!

A la puerta de un restorán, unos vagabundos italianos entonaban otra romanza melancólica, semejante a la de Florencia, pero que parecía deshonrada por el lugar, lejos del dulce paisaje en que vio la luz, cortada a trechos por los chillidos del cornetín del vecino baile, interrumpida por el trotar de los borriquillos alquilones de Robinsón y los gritos de las muchachas que se bamboleaban sobre la silla, próximas a caer, mostrando sus piernas con el impudor del miedo.

«¡Morir!», cantaban también estos pordioseros, acompañados por el grave bordoneo de una guitarra. «Morir per te!», gemían, dirigiéndose a una amante desconocida, con ansioso apasionamiento, como si fuese el mayor de los placeres renunciar por ella a la existencia.

¡Oh, qué irritante mentira! El Amor y la Muerte aparecían en este ambiente ridículos y miserables, como esas bellezas delicadas que abandonan la dulce penumbra de los salones y se muestran al aire libre, bajo la cruda luz del sol.

Una pareja pasó ante mí, estrechamente cogida del brazo, andando lentamente, aislada en medio del bullicio, insensible a las impresiones exteriores. Su felicidad era silenciosa: la llevaban reconcentrada dentro de ellos, sin otra manifestación externa que el dulce fuego de sus miradas, que se buscaban acariciándose. Era la pareja vulgar y tierna, eterno modelo de los novelistas desde los tiempos de Murger; los dos amantes del Barrio Latino, a cuyo amor dan la pobreza y las incertidumbres del porvenir una dulzura melancólica.

—Si tú me abandonases, querría morir —decía él con voz grave.

La hembra sonrió incrédula, dejando de mirarle para fijar sus ojos en el baile inmediato.

¡Morir!… ¿Quién pensaba en esto? Ella amaba la vida sobre todas las cosas.

—¡Vivir, tonto! —murmuró—. ¡Vivir para querernos mucho!

Él la envolvía en una mirada ávida, con fiero egoísmo masculino.

—Sí, vivir contigo… ¡Pero si algún día me dejases!… ¡Si algún día te perdiese!…

Se alejaron. «¡Morir!», seguían cantando los vagabundos con desgarrador gemido. «¡Morir!», repetían las cuerdas de la guitarra gravemente. Y fue en vano que los cornetines rugiesen más alto la canallesca matchicha; que chillaran las muchachuelas perseguidas por audaces manos, y los cantores del Amor y la Muerte fuesen con el sombrero en la mano implorando una limosna, cayendo de golpe de las melancolías de la romanza a la miserable mendicidad.

Todo lo contemplé de un modo distinto. Creí que otra pareja pasaba ante mí: la eterna, la que vive desde que la humanidad sintió algo más que la punzada del estómago hambriento y la cólera homicida de la bestia que necesita matar para existir; la que está esculpida en mármoles a los que los siglos han dado la amarillez del ámbar; la que ha pasado las puertas de los poetas y los artistas, en horas decisivas, para marcar su trabajo con el sello de la inmortalidad: él, arrogante arquero, coronado de rosas; ella, pálida y ceñuda, con el reloj apoyado en los potentes pechos, de los que manan el Olvido y la Nada, marchando tras el jovenzuelo, como una amante vieja, sumisa y recelosa, que teme perderle.

Y a pesar de lo vulgarísimo del ambiente, mi emoción fue más intensa que en el dulce misterio de la noche florentina.

LA VEJEZ

¿Qué es lo que los hombres tememos y deseamos al mismo tiempo en el curso de nuestra vida?…

La vejez.

La tememos porque es signo de debilidad y decadencia, heraldo que pregona un próximo fin, mensajera de la destrucción y de la nada. Nos sonríe la esperanza de ver llegar a esta huéspeda importuna, porque es una garantía de que nuestra existencia no se cortará brusca e inesperadamente.

La animosidad con que pensamos en esta viajera odiada y deseada a la vez, que ha de llegar puntualmente cuando suene su hora, es producto, en gran parte, de un error.

Confundimos lamentablemente la vejez con la decrepitud.

Hombres hay que a los treinta años son decrépitos y agonizan lentamente. En cambio, viejos de ochenta gozan de la santa alegría de vivir.

¿Qué es la vejez?…

La humanidad ha pasado miles de años sin pensar en esto, como en tantos fenómenos de su existencia que ve de cerca todos los días con la distracción de la costumbre, sin sentir curiosidad ni preguntarse sus causas.

Ocurre con la vejez lo que con la muerte. Sabemos que ha de llegar, pero la vemos tan lejos, ¡tan lejos!, durante una gran parte de nuestra vida, que sólo nos inspira la falsa emoción de una catástrofe ocurrida en un lugar lejano del globo. Nos lamentamos, pero nuestro egoísmo, al ver que no nos toca de cerca el peligro, hace que las palabras no tengan eco en el pensamiento. También estamos seguros de que algún día ha de llegar «el fin del mundo», la muerte de nuestro planeta; pero esto es tan remoto, que no turba ni por un instante la paz de nuestros días.

Las religiones, que tienen sobre la ciencia la enorme ventaja de poder dar respuesta a todos los misterios que nos rodean sin necesidad de ofrecer pruebas, han explicado, con más o menos fantasía, qué es la vejez y qué la muerte. El melancólico Buda llamó a la vejez «el tercer sufrimiento». Para el cristianismo, es algo así como la preparación del alma que se despide antes de emprender su viaje final al seno de la Divinidad.

Poetas y filósofos han discurrido siglos y siglos sobre la vejez, pero de un modo imaginario, sin fundamento racional y científico. Sólo a mediados del siglo XIX los fisiólogos han comenzado a ocuparse de este problema, con observaciones prácticas, sentando una afirmación que desconcierta a muchos y les hace morir con la cólera del que se siente víctima de una injusticia del destino.

Según estos hombres de ciencia, el cuerpo humano está organizado para vivir ciento cincuenta años cuando menos. Algunos prolongan el término más allá de los doscientos años.

—¿Y por qué vivimos mucho menos? —pregunta con rabia el egoísmo humano.

Aquí la razón científica se plurifurca en innumerables explicaciones. Cada sabio expone su teoría, aunque todos ellos están acordes en reconocer como una de las causas principales la mala organización de nuestro modo de vivir, la malsana influencia de las rutinas seculares, de las costumbres, de todo el engranaje de la existencia moderna, que, al cogernos en la cuna, parece no tener otra misión que llevarnos cuanto antes al sepulcro.

Es indudable que en remotos tiempos el hombre vivió más que vive en los presentes. Las tradiciones religiosas que hablan de vetustos patriarcas, alegres y sanos como jóvenes, tal vez no están desprovistas de fundamento. Es probable que alguna vez murieron los hombres centenarios dulcemente, cual una luz que se extingue, satisfechos de acabar sin protesta y sin rencor para la muerte, «saciados de sus días», como dice la Biblia.

Los sabios franceses son los que mejor han estudiado científicamente este problema de la vejez y la muerte.

Hace medio siglo, los grandes fisiólogos Flourens y Demange explicaron la vejez diciendo que con el curso del tiempo las paredes de nuestras arterias, fatigadas por un largo servicio, pierden su elasticidad. Débiles y saturadas de sales de cal, riegan mal nuestros órganos, que se marchitan y atrofian. Su conclusión era ésta: «Cada hombre tiene la edad según el estado de sus arterias». Pero cuando la averiguación científica les preguntó el por qué de esta infiltración calcárea de nuestros vasos sanguíneos, los dos sabios no supieron qué contestar.

Una nueva teoría, más simple y tal vez cierta, ha surgido recientemente: la del sabio Metchnikof, discípulo y heredero de Pasteur, continuador de su obra, hombre de laboratorio, que es a la vez un gran escritor y un artista elocuente. Según Metchnikof, todo el mal de nuestra vida, la triste vejez y la muerte anticipada, reside en el intestino grueso. En los tiempos prehistóricos, cuando el hombre salvaje, fiera semirracional, había de contentarse con grandes cantidades de alimentos vegetales, y perseguido sin cesar por otras bestias superiores, o perseguidor a su vez de las bestias inferiores, sentía la necesidad de mantener en su organismo durante largas horas los nauseabundos desperdicios de la alimentación, el intestino grueso le prestó un gran servicio desarrollándose como un órgano de indispensable necesidad. Las aves, que pueden librarse de estos residuos sin detener su movimiento, carecen de tal órgano. Hoy el intestino grueso es para los hombres, según Metchnikof, un terrible laboratorio de muerte, donde se fabrican las toxinas que envenenan lentamente nuestra existencia.

El cuerpo humano lo ve este sabio como una república federal de células, en la que la división del trabajo ha llegado al último extremo. «Unas células fabrican el azúcar, otras la bilis; las hay que con sus movimientos producen el fenómeno de pensar». Todos estos pequeños seres que viven en nosotros y para nosotros, formando gran parte de nuestro cuerpo, los apellidan los biólogos «células nobles».

Al lado de ellas hay otras células, más groseras y más robustas al mismo tiempo, que están encargadas de la limpieza y defensa de nuestro organismo: como si dijésemos la policía interior del cuerpo humano. A estas células, siempre hambrientas, rudas y brutales, las llama Metchnikof «fagocitos» o sea células comedoras. Si encuentran un microbio o un residuo malsano en nuestro interior, le dan caza, lo rodean o lo devoran. El ejército de los fagocitos es la guarnición de la plaza fuerte de nuestro cuerpo. Enemigo que penetra en ella perece inmediatamente, y así podemos defendernos de los innumerables sitiadores invisibles que nos rodean a todas horas e intentan asaltarnos. Pero estos aliados de nuestra vida, estos defensores de nuestro organismo, crecen en ferocidad con el tiempo. Son como los perros de caza, que acaban por devorar las piezas, olvidándose de ayudar a su dueño. Cuando en el curso del tiempo las células nobles se usan, a causa de las toxinas que fabrica el intestino grueso, y carecen de defensa, los fagocitos las consideran con igual animosidad que si fuesen enemigos, y arrojándose sobre ellas las devoran, no dejando más que los residuos calcáreos, imposibles de digerir. De aquí la fragilidad del esqueleto, la decadencia de los órganos, la marchitez rugosa de la piel, la vejez, en una palabra, que no es realmente más que una enfermedad.

Y sin embargo, esta época de nuestra vida, que representa la decadencia y atrofia de los órganos, ha gozado siempre de cierta superioridad.

Los primeros conductores de hombres fueron los guerreros; esto es indudable. Las hordas, obligadas a pelear para poder vivir, acataron por egoísmo y espíritu de conservación la autoridad del más bruto. Pero cuando el hombre aró la tierra, y poseyendo otros medios de existencia que la caza o el robo pudo vivir en relativa paz, acató la autoridad del patriarca; y entonces la majestad de la vejez, las luengas barbas de nieve, la frente arrugada y serena, ejercieron una influencia misteriosa, un poder religioso, superior al del brazo membrudo armado con el hacha de pedernal.

En el hombre es instintivo el respeto a la ancianidad sana que aún puede pensar. Los antiguos dioses, cuando necesitaban oráculos, sólo hablaban por las bocas pálidas de los sacerdotes, cubiertas de hilos de plata. Todos sentimos confusamente que algo superior, reposado e inmutable, como el supremo misterio de la Naturaleza, circula por esos pensamientos que han vivido mucho.

Una parte importante de la humanidad occidental y civilizada venera como personificación de Dios a un sacerdote de cabeza blanca y blancas vestiduras que extiende su diestra desde Roma. La ancianidad es condición indispensable de su ministerio. Un Papa de veinticinco años haría retroceder de espanto al catolicismo.

En el arte, las primeras figuras son grandes ancianos, a partir de Homero, con sus ojos sin luz y su barba de blancos anillos. Víctor Hugo, muriendo a los cuarenta y cinco años, hubiera sido para la Historia un gran poeta, pero no el vidente de todo un siglo, el patriarca protector de los miserables, el generoso cantor de la Piedad Suprema. Tolstoi es grande por sus obras, por su noble locura evangélica; pero lo más conmovedor en él es la ancianidad, esa vejez heroica, eco de todas las miserias y tristezas, que con motivo de su jubileo implora la cárcel y el patíbulo a cambio de redimir a sus semejantes.

La vejez inteligente y sana, con el pensamiento intacto, infunde el mismo respeto que sienten los orientales por el loco sagrado. Hay en ella algo de lo que llaman los árabes «el soplo de Dios».

No es esto decir que el mundo debe ser dirigido por los viejos. Los que libran las batallas de la vida, hacen las revoluciones y aceleran el progreso, son los jóvenes. A ellos la espada y el escudo; para ellos la primera línea, la vanguardia, en la que se reciben golpes de muerte y besos de gloria. Pero cuando llegan el cansancio y la noche, alguien ha de recoger a los caídos y rezagados, alguien ha de poner término al combate, pues la vida no es guerra toda ella ni toda paz. Son los viejos entonces los que mandan, los grandes maestros de piedad y tolerancia, los que contemplan el torrente humano desde las alturas de una dulce impasibilidad, inaccesibles a las ambiciones y odios que nos agitan a los demás hombres. Los jóvenes son los guerreros del progreso humano; los viejos los sacerdotes que lo consagran y dulcifican con su bondad.

Antiguamente, el poder del patriarca se fundaba en su experiencia, en la que había visto y aprendido durante los años. Hoy esto no es indiscutible. Un hombre de treinta años puede saber lo mismo que otro de ochenta, gracias a las facilidades que la imprenta y los viajes proporcionan a toda clase de conocimientos.

La majestuosa grandeza de la vejez no reside en la experiencia, sino en su tranquilidad, en su alma serena para examinar las cosas.

Pasamos gran parte de nuestra vida corriendo tras brillantes y engañosos fantasmas, viendo todo cuanto nos rodea a través de mágicos celajes.

Peleamos como fieras por el amor, la gloria, el honor, la riqueza… ¡Ay! Sólo los viejos, cuando están próximos a abandonar el mundo, saben lo que son y lo que valen estas palabras. Los velos engañosos se rasgan para ellos. Lo que a nosotros nos enardece, no despierta eco alguno en sus organismos. Ellos conocen la verdad, la única verdad, oculta tras las fantasmagorías juveniles. Lo cierto para ellos es haber cumplido el deber; su único amor, el que presta apoyo al semejante; su única riqueza, la satisfacción de sí mismo por haber hecho el bien.

La vejez, al apagar los instintos y pasiones que perturban nuestra vida, da a esos hombres una serenidad de semidioses, prolongando su vista al través de las tinieblas que nos rodean.

Una vejez tranquila, con el pensamiento sano, es, como diría un poeta antiguo, «el mejor de los dones de los dioses». Del ángel y la bestia que, según Pascal, llevamos todos dentro de nosotros, el ángel queda en pie, bondadoso, tolerante, lleno de dulce misericordia para los hombres y las cosas, y la bestia, apasionada y rugiente de apetitos, cae a los pies, como envoltura rasgada y flácida.

Pasamos media vida enloquecidos por el genio de la especie; esclavos del instinto de reproducción, que nos perturba y nos hace cometer toda clase de actos indignos o de heroicidades obscuras y disparatadas; creyendo que la existencia no es más que esto, sordos y ciegos para otros deberes.

La vejez, libertada de tan grosera servidumbre, sonríe misericordiosa.

Un obispo de otros siglos mostraba inmensa tolerancia ante pecados y crímenes. Cuando sus familiares se escandalizaban de esta bondad, el anciano les respondía, con rudeza castellana, llevándose un dedo a la frente:

—¿Qué queréis?… Dios nos ha hecho a semejanza de una casa; y cuando no hay paz en el piso bajo, es natural que arriba anden todos como locos.

LA MADRE TIERRA

El padre Sol, la madre Tierra y la hermana Agua forman la verdadera familia del hombre. Sin estos parientes bondadosos, que cuidan de su manutención y de su vida, el hombre, débil niño, no hubiese podido subsistir sobre el planeta.

En esta familia natural ocurre lo mismo que en las familias humanas. La madre excede en cariño al padre y a los hermanos, y el hombre, su hijo, ama a la Tierra con especial predilección.

La historia de ésta es su historia. Mientras el hombre vaga en los remotos siglos prehistóricos sobre la tierra cubierta de matorrales, aprovechando sus frutos espontáneos, como un parásito inútil, no existen sociedad, historia ni familia; el día en que, bajando los ojos al suelo, piensa por primera vez en los pechos inagotables de la gran madre y araña su superficie en busca del jugo de sus entrañas, empieza la gran epopeya de la bestia convertida en ser humano.

Del primer surco recién abierto, nacieron triunfadoras nuestra civilización y la gloria regia de nuestra especie. El primer palo de punta aguzada que sirvió para arañar la tierra fue el cetro más poderoso que vieron los siglos, la espada conquistadora que sirvió para someter a la autoridad del hombre la Naturaleza entera, con sus fuerzas productoras y sus bestias inferiores.

Yo admiro, como todos, los grandes progresos modernos, los descubrimientos e invenciones de nuestros días. Pero mi amor y mi agradecimiento no es para los inventores contemporáneos. Los grandes ingenios que yo admiro no estudiaron en Universidades, no conocieron siquiera la camisa y los zapatos; fueron hombres peludos y bárbaros, de cráneo pequeño poblado de hirsuta melena; de mandíbula ruda y saliente; de ojos pequeños y hundidos, en los que los primeros albores de la inteligencia se reflejaban con una chispa maligna; de brazos largos y pies prensiles, con todas las irregularidades esqueléticas que delataban el reciente escape de la animalidad original. Su traje era la piel arrancada a la bestia luego de atroz combate a palos y pedradas; su suprema elegancia, una capa de grasa esparcida sobre el cuerpo; su arte, un collar de dientes de fiera o un adorno de espinas de pescado. No conocían la familia; no conocían la casa; ignoraban la existencia del amor. Vagaban en cuadrillas, asociados por la simpatía de la habilidad o de la fuerza; cazaban a la carrera la hembra que encontraban en las soledades, llevando su cría bajo el brazo, y cuando, al fin, llegaban a alcanzarla, una lluvia de puñetazos que la aturdía, un palo que la derribaba en el suelo, una pedrada que la privaba de todo movimiento de resistencia, eran la primera demanda de amor. La hembra, fecundada una vez más por la violencia, tomaba su hijo en brazos, y llevando la promesa de otro en las entrañas, seguía su camino, mientras el padre de azar desaparecía para siempre.

Estos hombres-bestias, estos seres bárbaros, que apenas habían acostumbrado su columna vertebral a la verticalidad, sintiendo la atracción, por la longitud de sus brazos, a volver a descansar sobre las cuatro patas, son los grandes inventores que yo admiro, los inolvidables bienhechores de la humanidad, que aseguraron nuestra existencia al aguzar su ingenio, descubriendo grandes cosas para la alimentación y conservación de nuestra especie.

El vapor y la electricidad con sus innumerables aplicaciones; los actuales medios de comunicación, que parecen extraídos de un cuento de hadas; las grandes máquinas, que producen objetos vertiginosamente; el vehículo eléctrico, el submarino, el automóvil, el aeroplano, son grandes inventos orgullo de nuestra época. Todos ellos sirven para abaratar nuestra existencia, para acrecentar el bienestar y las comodidades; pero yo no sé que el teléfono o la luz eléctrica, por ejemplo, sirvan para aumentar ni en una sola hora nuestra vida, ni que necesitemos del ferrocarril o del fonógrafo cada veinticuatro horas como de algo indispensable para la existencia, sin cuyo auxilio podríamos perecer. Naciones inmensas hubo en otros tiempos que no conocían nada de esto y vivieron bastante bien, pueblos enteros quedan aún en ciertas partes del planeta que no tienen noticias de tales cosas, y vegetan sin que les falte la alegría.

Los descubridores amados por mí son nuestros remotos abuelos, ingeniosos salvajes que inventaron el fuego, inventaron el surco e inventaron el pan. ¿Qué descubrimientos pueden compararse a éstos? Sin la ferretería y los fluidos cautivos de la invención moderna se vive incómodamente, pero se vive; sin las ingeniosidades de aquellos inventores peludos, que aún conservaban en su agilidad y su organismo el recuerdo del parentesco con el mono, lejano primo nuestro que no ha hecho carrera; sin el esfuerzo mental de aquellos simpáticos salvajes, no hubiese habido fuego, no hubiese habido pan, no se habrían creado ciudades, y tú, lector, no existirías, ni yo tampoco, y tal vez a estas horas rodaría la Tierra en el espacio silenciosa y solitaria, como una casa abandonada.

Ahora que se levantan estatuas al que realiza la más pequeña invención, imaginaos qué monumento debería elevar nuestra gratitud a aquellos descubridores desconocidos, cubiertos de pieles, untados de grasa, y cuyo lenguaje no debía ir más allá del ladrido del perro o el chillido del mono. Los Alpes colocados sobre los Pirineos no bastarían a testimoniar nuestro agradecimiento a estos héroes de la prehistoria, padres de la civilización y abuelos de nuestro bienestar.

Edison, rodeado en su gabinete de bocetos de invenciones, de monstruos informes de la mecánica que han de convertirse en descubrimientos, aparece como un niño de genio entre juguetes maravillosos, si se le compara con el hombre salvaje que, cejijunto por la concentración dolorosa de un pensamiento naciente, se aproximó a la hoguera encendida por el rayo en la selva prehistórica.

Aprovecharse del calor del fuego es un instinto natural. Todas las bestias, por torpes y rudimentarias que sean, saben aproximarse al fuego. Pero lo que no saben, lo que no han hecho nunca, ni aun las más inteligentes, es buscar un tronco seco o cogerlo cuando lo tienen a su lado, arrojándolo a la hoguera para que se prolongue su calor.

El hombre no inventó el fuego; pero hizo algo más útil, que fue descubrir el arte de conservarlo. La noche en que la bestia bípeda, acurrucada junto a la hoguera encendida por la tempestad, intentó el gesto salvador asiendo una rama para arrojarla al rescoldo, prolongando su luz y su calor, fue la verdadera Nochebuena de nuestra historia, la del nacimiento del hombre-rey. La hoguera mantenida a todas horas, el tizón transmitido de unos grupos a otros como un fetiche omnipotente, la certeza de poder producir el fuego en todos los sitios, emancipó a la pobre bestia humana, eterna víctima de otros seres más fuertes, por haber nacido débil y sin armas. El hombre ya no tuvo que refugiarse en la copa de los árboles o en las profundidades de las grietas terrestres. Las espantables bestias prehistóricas, erizadas de dientes, púas y sierras; el oso de las cavernas, grande como un toro; el ciervo, enorme como un castillo y de sanguinaria ferocidad; toda la fauna horripilante, de formas fantásticas, aborto de una pesadilla de la Naturaleza, retrocedió en la noche, guiñando los ojos con aullidos de asombro, ante el rojo sol de la hoguera encendida en la lóbrega planicie, al amparo de cuya luz pudieron dormir tranquilos los humanos.

La hembra, mísera bestia dedicada a procrear hijos de padres desconocidos y a defenderlos de sus propios generadores, se convirtió en guardadora de la hoguera, en respetada sacerdotisa de la llama. El hombre ya no tuvo que salir de casa todos los días, corriendo tras la presa, aguijoneado por el hambre, lo mismo bajo la tempestad que en días plácidos, para devorarla sobre el terreno, viva y palpitante. El fuego le ayudó a conservar su botín varios días, sin peligro de putrefacción; los alimentos almacenados le permitieron descansar, tenderse a la sombra del árbol o junto a la corriente del río, pensar, soñar, darse cuenta de lo que le rodeaba, fijarse en las fuerzas misteriosas qué convivían con él, y su inteligencia fue dilatándose en estas horas de solitaria reflexión, que duraron siglos y siglos. Entonces inventó a los dioses, comenzó su interminable y confusa separación entre lo que consideraba bueno y lo que creía injusto, y contemplando su puño cerrado descubrió el martillo y la maza, mirando su mano abierta dio al pedernal la forma del hacha, inventó la lanza y la espada como una prolongación de su brazo, y copió el ángulo del codo en la rama endurecida, que fue el más primitivo de los arados.

Yo he visto en algunas Exposiciones el modelo de la primera locomotora que corrió sobre rieles y la última forma de las máquinas modernas, gigantescas como catedrales movibles de acero; he visto un facsímil del primer barco de vapor ideado por Fulton, en el que un grosero mecanismo movía los remos, y he visitado acorazados de muchos miles de toneladas, con sus cuádruples chimeneas que dan impulso a veloces turbinas. ¡Cuántos inventos prodigiosos dentro del invento original! ¡Qué larga serie de esfuerzos y perfeccionamientos entre el boceto informe y la obra definitiva!…

Y sin embargo, estos trabajos del ingenio moderno resultan insignificantes comparados con los esfuerzos mentales de los primeros inventores, que durante siglos y siglos colaboraron en una obra que ahora nos parece sencillísima: la de abrir un surco en la tierra, depositar en él una semilla y aprovecharse luego del fruto de la planta.

¡Qué inmenso talento el del primer bienhechor de la humanidad que discurrió limpiar el suelo de plantas inútiles y nocivas; que desmenuzó la tierra y la peinó con sus rudos instrumentos, dejándola fina y jugosa, con las entrañas abiertas a la fecundación atmosférica; que abrió en ella surcos y depositó las semillas para la reproducción de la vida, sirviéndole tal vez de inspiración en esta obra el recuerdo del choque sexual, del encontronazo grosero, del arar en carne viva, que perpetúa la existencia de las especies animales!

¡Qué portentosa imaginación la del hombre que discurrió plantar el trigo silvestre, sometiéndolo a la disciplina del cultivo, y lo recolectó y luego lo hizo polvo, y uniendo este polvo con el agua creó una masa, y sometiendo la masa a la acción del fuego inventó el pan!… Aparece tan grande, tan complicado, tan inaudito este descubrimiento, que, indudablemente, no pudo ser obra de un solo hombre. Se necesitaron para realizarlo centenares de inteligencias, sucediéndose en la labor a través de siglos y siglos, añadiendo cada uno un pequeño perfeccionamiento a la obra de sus antecesores, avanzando un leve paso, como en los grandes inventos de nuestros días se amontonan los ingeniosos perfeccionadores tras el primer gesto del iniciador genial.

Con el primer surco se aseguró para siempre la vida del hombre y nació la civilización. El agricultor no pudo vivir allí donde la casualidad le deparaba el abrigo de una caverna, lo mismo que el pastor o el cazador; necesitó permanecer junto al campo e inventó la vivienda, copiando instintivamente la arquitectura de su esqueleto en los costillares y la viga central del techo de la cabaña. El hombre quedó fijo en el suelo. Se acabó la vida de horda, vagabunda y aventurera, en la que los hijos sólo conocían a su madre y la hembra era de todos. El hombre, en su soledad laboriosa, quiso tener una compañera, y nació la familia y apareció el derecho de propiedad —propiedad del campo y propiedad de la mujer—, creándose esta tiranía de los modernos tiempos, a impulsos del egoísmo y el amor.

Las chozas se agruparon formando aldeas; las aldeas se convirtieron en ciudades; las ciudades, por la común seguridad o por la conquista, formaron monstruosos amontonamientos políticos, que no eran naciones tal como hoy las concebimos, sino inmensas colmenas humanas, con una abeja-rey, en las que incubó y tomó forma nuestra organización actual.

¡Todo alrededor del primer surco!

De la madre Tierra salió igualmente nuestro progreso.

El gran Elíseo Reclús, en su libro El hombre y la tierra, que escribió poco antes de morir con dulce serenidad de santo laico, se detiene a examinar el simbolismo que encierra la leyenda bíblica de Caín y Abel.

Esta leyenda, como la del diluvio y la del paraíso con su árbol de la ciencia, es de origen caldeo. Los hebreos no vacilaron, al confeccionar su historia religiosa, en robar sus leyendas a la Caldea, soñadora, imaginativa y novelesca.

Caín fue el primer labrador; Abel vivía dedicado al pastoreo.

El uno, robusto, paciente, endurecido por la fatiga, trabajaba de sol a sol, luchando con los rigores de la Naturaleza, la extremada sequedad o las mortales tempestades, afanándose por dominar y transformar las condiciones del clima y el suelo.

El otro era el pastor vagabundo, el parásito de la Naturaleza, que vive de explotar sin trabajo a las bestias y al suelo, que deja a éste sin transformación y respeta su incultura, deseando que se perpetúe, para que sus rebaños encuentren alimento, aunque los hombres perezcan de hambre.

Caín era de carácter grave, parco en palabras y de humor sombrío, como todo el que lucha y se esfuerza, viendo incierto el porvenir; Abel, alegre y dulce, falto de preocupaciones, como un bohemio de la Naturaleza.

El agricultor ofreció a Dios las espigas de sus campos, mojadas con el sudor de su cuerpo, en cuyos granos quedaba sepultada una partícula de su fuerza vital. El pastor dedicaba a la Divinidad el sacrificio de una bestia de su rebaño, cogida al azar, y elevaba al cielo sus brazos, tintos en sangre inocente. Su religión era la de los pueblos salvajes y vagabundos: la ofrenda de carne palpitante rociada de grasa; el sacrificio de la res de todos los pueblos pastores, los cuales, extremando luego su devoción, llegan al sacrificio de seres humanos.

Caín mató a Abel. Era inevitable, era justo. El símbolo de la leyenda no puede ser más acertado. Le mató como mata el cultivador, para bienestar de los humanos, los terrenos baldíos; como destruye el hacha civilizadora los inútiles matorrales; como el espíritu de los tiempos modernos aplasta los últimos vestigios del pasado, sonrientes tal vez y seductores a través de los siglos, pero nocivos y fatales pesos muertos que dificultan nuestra marcha.

Los hijos de Caín, según la Biblia, trabajaron el hierro y los demás metales; se convirtieron en mineros y fundidores.

De la agricultura nace la industria. Del pastor proceden el hombre de presa, el guerrero a sueldo, el sacerdote de todos los tiempos, que convierte el cayado en signo de autoridad.

Bien muerto fue Abel…

¡Viva Caín!

ROSAS Y RUISEÑORES

Vengo de Aranjuez de contemplar los espléndidos jardines que la primavera viste con regio manto y corona de flores, mientras el Tajo los arrulla con el monótono zumbido de sus aguas espumeantes.

Los árboles gigantescos, cantados por la musa popular, ondean su cabellera de apretadas hojas junto al azul del cielo, inmenso cristal por el que resbalan, como mosquitos casi imperceptibles, las bandas de pájaros viajeros. Una sombra húmeda y verdosa se extiende bajo el follaje. Sobre el suelo brillan, con temblona luz de monedas de oro, las pequeñas manchas circulares de los rayos de sol que logran filtrarse entre las hojas.

Los sátiros y ninfas de las antiguas fontanas parecen estremecer sus bronces con palpitaciones de carne viva en esta luz misteriosa; ríe el mármol de las Venus y los amorcillos al deslizarse por su pálida superficie los estremecimientos de la brisa, acompañados de un cabrilleo de resplandores y movibles sombras; refléjanse invertidas en la dormida agua de los grandes tazones las desnudeces mitológicas, las canastillas de flores de piedra, como adornos de mesa, de blanco biscuit, montados sobre bases de veneciano espejo.

Y en esta penumbra verde, moteada de inquietos puntos de sol; en este ambiente rumoroso, donde aletean tenues mariposas, zumban pesados insectos de metálico coselete y alas estridentes, y vuela el regio faisán, aristócrata del aire, extienden las rosas su erupción primaveral: unas, encendidas, de color de aurora; otras, pálidas y sedosas, con el tinte suave de la carne femenil oculta bajo el misterio de las ropas.

El perfume, alma de las flores, espárcese en sutiles oleadas bajo el follaje temblón, mezclado con el olor acre y campestre de los árboles. Las corolas extienden en torno de ellas una atmósfera mágica e invisible que parece surgir de los incensarios de una religión de hadas.

El tacto goza al acariciar el velludo terciopelo de las grandes hojas; el oído parece mecerse con el arrullo de la cascada lejana, con el gotear del surtidor, desgranándose en un continuo esparcimiento de perlas, con los mil ruidos misteriosos de la corteza que estalla en el tronco, de la yema que rompe su envoltura, de la hoja que cae y voltea entre las piedrecitas de la avenida, del insecto que zumba, del sapo que chapotea en el agua verdosa, moviendo sus ágiles remos para refugiarse bajo la amplia tienda de la planta acuática; la vista se embriaga de luz y de color ante las rosas, sultanas del jardín, escoltadas por escuadrones de pensamientos con sus caras barbudas de lansquenetes, rematadas por grandes boinas de morado terciopelo; ábrense los labios para paladear los sutiles aromas del aire, mezcla confusa de sabores y olores, mieles vegetales, vagorosas y acres, que son el sustento de todo un mundo de bestias insaciables y casi microscópicas, volátiles o rampantes; pero de todos los sentidos, es el olfato el que goza con más intensidad en esta fiesta primaveral.

Los perfumes son el lujo hermoso e inútil de la Naturaleza, y el olfato es el sentido menos necesario y más superfluo de nuestro organismo.

Como dice Mæterlinck, nadie sabe de qué sirven a las flores sus perfumes y en qué puede favorecer su vida ese ambiente mágico de que se rodean.

El perfume es hermoso, y esto le basta para justificar su existencia, como tantas cosas de nuestra vida que son completamente superfluas, pero la alegran y la hacen llevadera, inspirándonos un amor más intenso que las cosas útiles y necesarias.

El olfato es el último de los sentidos que se desarrolla en nosotros y el menos necesario. A lo más, sirve para defender nuestra nutrición y nuestra respiración, avisándonos con un alerta desagradable la proximidad de los alimentos putrefactos o la atmósfera enrarecida. Hay muchas personas que viven perfectamente sin poseer este sentido.

Además, el olfato es variable en sus sensaciones, según las razas y el grado de cultura de los pueblos. Desfalleceríamos de angustia ante los olores caros a un esquimal o a un salvaje del interior del África, y éstos, a su vez, se encogerían de hombros al ver cómo aspiramos una flor, cuyo tenue perfume no llegan a percibir.

El curso del tiempo y el grado de civilización han hecho progresar este sentido, despertando en él nuevas perfecciones y despojándolo de su primitiva brutalidad. Los antiguos sólo gustaban de perfumes gruesos, «ruidosos», aplastantes. En la antigüedad fueron pocos los poetas que hablaron de los aromas de las flores. Los perfumes amados eran los brutales, los sólidos, los asfixiantes: el almizcle, el benjuí, la mirra, el incienso, los que se conservan hoy para sahumerios de enfermo o mantiene la tradición religiosa en el interior de los templos. Los perfumes cantados por Salomón y otros poetas hebraicos sólo podría sufrirlos hoy una pastora zafia.

En la vida moderna, el olfato marca con su desarrollo diversos estados de civilización y separa unas clases sociales de otras. Del mismo modo que la música es para muchos un placer de primera necesidad y para otros un ruido innecesario o molesto, los perfumes hacen soñar a algunos seres humanos y dejan a otros en la más absoluta indiferencia.

Las flores sólo son amadas por los habitantes de las ciudades. El labriego marcha por la campiña sin que jamás se le ocurra aspirar el perfume de una rosa. Las más de las veces no puede percibirlo su olfato, habituado al hedor del estiércol, al vaho ardoroso de la tierra, al acre y enérgico aroma de los grandes vegetales. Las flores que no sirven para la venta las desprecia; las que crecen silvestres, matizando con vivas tintas los rubios bancales de trigo, las aborrece como odiosas ladronas que roban al surco una parte del vigor destinado a dar al pan su fuerza nutritiva.

En muchos jardines de Valencia cultívanse las flores en grandes extensiones, como si fueran patatas, sin que el hortelano se sienta conmovido por su belleza, sin que se detenga a aspirarlas; cuando están en sazón, las corta lo mismo que en una siega y las envía a Madrid o a otros mercados, satisfecho de la buena cosecha, igual que si exportase vino a Francia o cebollas a Inglaterra.

Sólo en las ciudades alcanzan estas joyas frágiles y perfumadas una dulce adoración. La humanidad refinada en sus gustos se extasía al sumir su olfato en el nimbo invisible que envuelve sus corolas; los ojos femeniles se entornan al contemplarlas, sintiendo que un mundo nuevo de sensaciones y anhelos despierta en su interior.

El misterio de estos perfumes, que nadie sabe a qué necesidad de vida responden y cada vez ensanchan el más moderno de los sentidos humanos, hace pensar en un porvenir de mayor perfectibilidad para el hombre.

El olfato se desarrolla con la civilización. Sutiles sensaciones que no conocieron los antiguos nos hacen deleitarnos con la respiración de las flores. Los perfumes hoy en moda son tan finos y vagorosos, que un griego o un romano no llegaría a percibirlos. La castellana medioeval de las leyendas romántico-caballerescas, perfumada con azafrán o con alhucema, aspiraría en vano los botes de tocador usados por la mujer moderna.

El olfato humano se aguza, adivinando en torno de él un infinito de sensaciones ocultas, de misterios que duermen en el espacio.

Como presiente Mæterlinck, ¡quién sabe qué sorpresas nos aguardan cuando el olfato llegue a perfeccionarse, siendo igual al sentido de la vista, como ocurre, por ejemplo, en el perro, que ve tanto por la nariz como por los ojos!

Cuando empiezan a amortiguarse los rayos de luz filtrados por el follaje, y se condensa y obscurece la verde penumbra de los jardines, y el sol al huir deja en el horizonte una faja de oro, jirón de su regio manto cogido y desgarrado al unirse las puertas de la tierra y el cielo, palidecen las rosas con melancólica languidez, lanzan las últimas bocanadas de su grata respiración, encogen sus pétalos como odaliscas muelles, que pliegan los brazos, sumiendo en ellos la cabeza para entregarse al sueño, y húndense lentamente en la sombra, dejando el sitio libre a sus hermanas las flores de la noche.

Arriba, en campos inmensos de lobreguez, brillan las rosas del cielo, majestuosamente inmóviles, o centellean con incesante parpadeo, cual si el soplo de la eternidad moviese sus pétalos de diamante. Unas son blancas, con la blancura del jazmín; otras sonrosadas, con la suavidad de la carne femenina; algunas tiemblan con un azul vagoroso que recuerda el de las violetas.

Abajo, en las arboledas obscuras, de sombra y misterio, palpitan flores invisibles, estremeciendo el espacio con la expansión de sus almas. Son negras, como hijas de la noche. Flores de la sombra, no necesitan del color y aman sus modestos hábitos, que les permiten ser invisibles en la densa lobreguez, llena de peligros. Sus perfumes pueblan la noche, pero no se esparcen en ondas mudas que sólo despiertan eco en el olfato: vibran en los oídos con celestial caricia, estremecen el silencio, vivifican la augusta calma de la Naturaleza desde que el sol escapa hasta que vuelve con una cántiga de amor, y las estrellas parecen temblar en el espacio como cuerdas melodiosas que acompañan esta sinfonía de la sombra.

El ruiseñor, rosa de la noche, salta invisible de rama en rama, llevando de un lado a otro su perfume sonoro, su alma melodiosa, un ambiente de trinos que acompaña el movimiento de sus plumas inquietas. La santa poesía va con él, ese anhelo de misterio y sensaciones extraordinarias, antiguo como el mundo y que perdurará mientras éste exista.

Es el testigo de los dulces secretos, el compañero de las grandes pasiones, el músico arrullador de los amorosos estremecimientos. Las beldades que ven pasar las flores del día, de mudo canto, por los senderos de los jardines, pudorosas y graves, las han contemplado muchas veces estas flores de la sombra, de melodioso perfume, correr ansiosas dentro de sus blancas vestiduras hacia unos brazos amorosos, estremeciendo el silencio nocturno con los chasquidos del beso.

Trinos errantes de volador plumaje, que escuchasteis en un jardín italiano el dulce adiós de Julieta y de Romeo: sonad, sonad como ristras de perlas que caen invisibles en el negro silencio; esparcid vuestros perfumes melodiosos de rosas de la noche hasta que el gallo, trompetero del alba, os imponga silencio, y vuelvan a emerger de la sombra las rosas del día, frescas, luminosas y sonrientes, como surgió la tentadora Venus ante los ojos adorantes del caballero Tannhauser.

LA CASA DEL LABRADOR

Junto a los seculares troncos de la arboleda florecen los rosales de Aranjuez; arriba, entre las olas inquietas del follaje, aletea el faisán, ave amada de los reyes; en medio de esa frondosidad que viste la primavera con nuevas hojas, dando a la luz un reflejo verde de misterio, álzase la Casa del Labrador, el capricho bucólico de los Borbones españoles, de una rebuscada elegancia en su simplicidad, como las pastorcillas de Watteau, que apacientan corderos con escarpines de raso y moñas de seda en el cayado.

Los bustos de mármol, las estatuas mitológicas, destacan su nívea blancura en balaustradas y hornacinas, sobre los muros de cálido rojo veneciano; en el interior, las columnas de piedras multicolores pulidas como espejos, los pisos de mosaicos antiguos, las doradas guirnaldas, los muebles que afectan formas griegas, los relojes monumentales, las raras porcelanas, las sederías costosas que guardan su fresca magnificencia al través de siglos, los gabinetes con adornos de platino, los ricos esmaltes, y hasta el retiro de las más urgentes necesidades, con su asiento solemne y majestuoso como un trono, todo hace revivir una época fácil y tranquila, de estiradas ceremonias en la existencia oficial y magníficas comodidades en la existencia íntima, de regalo y placer para la parte más grosera del cuerpo, y santa calma y beatífica inacción para el pensamiento, dormido bajo la cobertera de la peluca.

Los rosales trepadores abrazan las verjas con su perfumado serpenteo, escalan las paredes, se esparcen por cornisas y hornacinas, pendiendo fuera de ellas como racimos de asaltantes, que derraman una lluvia de pétalos a cada vaivén de la brisa; y el pequeño palacio blanco y rojo, con su vestidura de flores, parece sonreír graciosamente como una de esas sinfonías de Mozart, que evocan en la imaginación columnatas de mármol con guirnaldas de follaje, y praderas de violetas, en las que bailan contradanzas parejas graciosas de cabeza empolvada y la ligera, elegancia del colibrí.

En este palacio italiano, de vistosa riqueza, se entregaba el buen Carlos IV al juego «del labrador». Araba la tierra y se ocupaba en otras faenas agrícolas, para dar ejemplo a sus súbditos, cuando no estaba entregado a la caza, única diversión de su vida. Eran los tiempos del «alma sensible» y del «amor a la Naturaleza». Los filósofos, los poetas, preparaban la Revolución, predicando las costumbres sencillas, la vida simple de los campos, y los potentados de la tierra, reyes y grandes señores, por el atractivo del contraste, cansados de una existencia ceremoniosa moldeada por Luis XIV, entregábanse con pasión a esta novedad, a esta moda literaria, sin presentir hasta dónde iba a arrastrarles. En Versalles, María Antonieta hacía de pastorcita, ordeñando vacas y fabricando quesos en la linda aldea de juguete del Pequeño Trianón. En Aranjuez, Versalles español, el buen Carlos IV, amante de la tierra porque en sus espesuras se oculta la caza, arrinconaba la escopeta por algún tiempo para cultivar los campos y convertía en lujoso palacio lo que llamaba modestamente «Casa del Labrador».

Rousseau, proclamando el amor a la Naturaleza, introduciendo por primera vez el paisaje en la literatura, dando un alma a las cosas hasta entonces inanimadas, había preparado la más profunda de las revoluciones. El gran bohemio del siglo xviii, siempre en continuo combate con la pobreza y los mil incidentes de su existencia errante, era, sin darse cuenta de ello, el preceptor de los poderosos de la tierra. Los altivos Borbones querían vivir según Rousseau, aunque fuese de mentirijillas, dando ejemplo a los de abajo, que tomaban en serio la lección; y el amor a la Naturaleza, a la vida simple, trajo como consecuencia un descubrimiento: que todos los seres humanos son iguales en punto a derechos; y un día, la pastorcita de Versalles, la aldeana de delantal de seda, viose en presencia de mujeres populares de verdad, que empezaron por arrebatarle la corona, y después la cabeza, fríamente, sin emoción alguna, mientras sus dedos callosos manejaban junto a la plataforma ensangrentada las agujas de hacer media.

En España no terminó el bucólico juego con regicidios. Los reyes acabaron sus días tranquilamente; sólo hubo una víctima: la nación, desangrada por guerras invasoras, amputada en lo más rico y grande de su organismo.

¡Ay, la casita del Labrador! Cuando acababa la farsa de arar unas piezas de tierra convenientemente preparadas, o de contemplar amorosamente, como obra propia, las cosechas cuidadas por otros dos buenos mozos, corpulentos, de gruesas pantorrillas y abultado abdomen, que realizaban el ideal físico de las beldades de entonces, salían con sus escopetas damasquinadas, sus casacas de rico paño y sus altas polainas, en busca de los faisanes, y seguidos de humildes servidores y perros inquietos. Eran el rey y su inseparable Manuel.

Entre tiro y tiro hablaba Godoy a su protector de lo qué ocurría más allá de los Pirineos. Europa sentíase alarmada ante las conmociones de Francia, próxima a dar a luz algo nuevo y monstruoso: agitaciones, motines, las fortalezas reales tomadas al asalto por el populacho, los reyes en peligro; después, la lenta degradación de la monarquía, su fuga infructuosa, la invasión de las Tullerías, la prisión, el suplicio de los regios parientes. Y el buen Carlos acogía estas noticias con mal humor, porque perturbaban la calma de su existencia, acabando por confiarlo todo a Manuel para no sufrir nuevas inquietudes. Que enviase ejércitos a la frontera, si es que podía formarlos; que movilizara a los frailes, gente robusta, numerosa y batalladora, capaz de combatir con los enemigos de Dios. Él se limitaba modestamente a sus glorias, y al regresar a la Casa del Labrador o al Real Palacio de Aran juez, decía sonriendo a su María Luisa:

—Hoy han caído trescientos.

Hablaba de los faisanes.

Ninguna inquietud inmediata turbaba su ánimo. La tormenta que gruñía más allá de las fronteras no penetraría en su casa. Nada tenía que temer. España no estaba para nuevas empresas en Europa; pero todavía era grande en el mundo: la más extensa de las naciones. El sol de Carlos IV, aunque más pálido que el de Carlos I, tampoco se ponía nunca. La metrópoli, cubierta de conventos, con las ciudades muertas y los caminos llenos de mendigos, no valía gran cosa; pero de casi todos los mares del mundo emergían pedazos de tierra dependientes del rey de Madrid, y al otro lado del Atlántico, medio continente, que representaba casi la sexta parte del planeta, hablaba nuestra lengua, y los pueblos oían sombrero en mano lo que Su Majestad Católica se dignaba decirles, de tarde en tarde, a través de miles de leguas. No había que temer nada del espíritu de los tiempos; el rey podía cazar tranquilamente. Un bloqueo intelectual aislaba los Pirineos y las inmensas costas de nuestra América. Llegaban las fragatas a los puertos del Pacífico después de navegar un año entero, y la muchedumbre acudía ansiosa de noticias. Sólo le daban una interesante:

«Su Majestad, que Dios guarde, sigue disfrutando de excelente salud». Lo demás no merecía atención. Pero junto con esta noticia, siempre igual, llegaban en los buques otras novedades que se desembarcaban cautelosamente, como horrible contrabando: libros ocultos en barriles, periódicos que servían de inocente forro a obras de devoción, folletos disimulados entre mercancías, y una bocanada de aire europeo esparcíase por las ciudades coloniales, soñolientas a la sombra de sus innumerables conventos.

El rey, en su billar de la Casa del Labrador, recordaba de tarde en tarde, con el taco en la mano, los lejanos dominios, al enterarse de un nuevo envío de perfumado rapé, de rico chocolate o de conchas y metales preciosos, regalo de los buenos súbditos. Estaba seguro de los fíeles virreyes de Méjico y el Perú, de la hermosa capitanía general de Nueva Granada, de las ricas provincias de Chile y Buenos Aires, grandes como reinos. Nada de extraordinario y de peligroso ocurriría jamás en aquella España trasatlántica, dormida y feliz en su sueño, bajo la paternal vigilancia del monarca. El buen Carlos olvidaba pronto esta España que nadie podía disputarle, que era suya por derecho divino, para volver su pensamiento a otros lugares más próximos e interesantes, hablando con entusiasmo de los faisanes de Aranjuez, de los venados de La Granja, de los gamos de El Pardo, de la Albufera de Valencia, con sus espesas bandas de aves acuáticas, y de los cotos de la Mancha y Extremadura, abundantes en perdices y liebres.

Y cuando tal hacía estaban ya en el mundo Miranda, Bolívar, San Martín, Hidalgo y O'Higgins: unos, oficiales al servicio de la España colonial; otros, simples criollos ansiosos de conquistar personalidad.

El rey cazador y labriego acabó tranquilamente sus días. La Casa del Labrador no evoca visiones sangrientas, como el Pequeño Trianón. Florecen las rosas en torno de ella, vuelan los faisanes, agitan los árboles su cabellera verde a lo largo de las majestuosas avenidas; pero en el suelo cubierto de flores, de perfumes y susurros se adivina la presencia de algo enorme que está allí enterrado: una España que fue, y no cayó bravamente en heroica y tenaz resistencia, sino que se desplomó de anemia, dulcemente, con el cráneo hueco y un paternóster en los labios como último suspiro.

Appendix A

FIN

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