Reproduzco en este tomo, a continuación de la novela Torquemada en la hoguera, recientemente escrita, varias composiciones hace tiempo publicadas, y que no me atrevo a clasificar ahora, pues, no pudiendo en rigor de verdad llamarlas novelas, no sé qué nombre darles. Algunas podrían nombrarse cuentos, más que por su brevedad, por el sello de infancia que sus páginas llevan; otras son como ensayos narrativos o descriptivos, con un desarrollo artificioso que oculta la escasez de asunto real; en otras resulta una tendencia crítica, que hoy parece falsa, pero que sin duda respondía, aunque vagamente, a ideas o preocupaciones del tiempo en que fueron escritas, y en todas ellas el estudio de la realidad apenas se manifiesta en contados pasajes, como tentativa realizada con desconfianza y timidez.
Fue mi propósito durante mucho tiempo no sacar nuevamente a luz estas primicias, anticuadas ya y fastidiosas; pero he tenido que hacerlo al fin, cediendo al ruego de cariñosos amigos míos. Al incluirlas en el presente tomo, declaro que no está mi conciencia tranquila, y que me acuso de no haber tenido suficiente energía de carácter para seguir rechazando las sugestiones de indulgencia en favor de estas obrillas. Temo mucho que el juicio del público concuerde con el que yo tenía formado, y que mis lectores las sentencien a volver a la región del olvido, de donde imprudentemente las saco, y que las manden allá otra vez, por tránsitos de la guardia crítica. Si así resultase, a mí y a mis amigos nos estará la lección bien merecida.
Lo único que deba hacer, en descargo de mi conciencia, es marcar al pie de cada una de estas composiciones la fecha en que fueron escritas; y no porque yo quiera darlas un valor documental, a falta del literario; sino para atenuar, hasta donde conseguirlo pueda, el desaliño, trivialidad, escasez de observación e inconsistencia de ideas que en ellas han de encontrar aun los que las lean con intención más benévola.
B. P. G.
Madrid, Junio de 1880.
«Basta de contemplaciones. Basta de contubernios. Basta de flaquezas. Ha sonado la hora de las energías. Creíamos que los hechos, tan claros ya en la mente de todo el mundo, se presentarían al fin en su espantosa gravedad a los ojos del insensato poder, que dirige los negocios públicos. Juzgando que toda obcecación, por grande que sea, ha de tener su límite, creíamos que el Gobierno no podría resistir a la evidencia de su descrédito; creíamos que, deponiendo la terquedad propia de todos los poderes que no se apoyan en la opinión, se resolvería al fin a entrar por más despejado y seguro camino, si no consideraba como la mejor de las enmiendas el abandonar la vida pública. Esperábamos inquietos, ante los grandes males que afligen a la patria; esperábamos callando, sin dejar de conocer los diarios y cada vez más graves errores de este insensato Gobierno. Hemos esperado hasta lo último, hasta que los escándalos han sido intolerables. Hemos callado, mientras el callar no fue gravísima falta. Ya no hay esperanza. Es preciso no ocultar la verdad al país, y nosotros faltaríamos al primero de nuestros deberes, si un momento más permaneciéramos en esta actitud. Nuestro patriotismo nos impele a obrar de este modo; y como sabemos que la opinión pública es la única...».
Al llegar aquí, el autor del artículo se paró. La inspiración, si así puede decirse, se le había concluido; y como si el esfuerzo hecho para crear los párrafos que anteceden produjera fatiga en su imaginación, se detuvo, con ánimo de proseguir, cuando las varias ideas, que repentinamente y en tropel vinieron a su imaginación, se disparan.
Era su entendimiento tan pobre, que no hay noticia de que produjera nunca cosas de provecho, pues no han de tenerse por tales sus lucubraciones soporíferas sobre el origen de los poderes públicos y el equilibrio de las fuerzas sociales; era, además de corto, díscolo; porque jamás pudo adquirir ni sombra de método. Descollaba en las digresiones, y cuando se ocupaba en desarrollar una tesis cualquiera, no había fuerzas humanas que le concretaran al asunto, impidiendo sus escapadas, ya al campo de la historia, ya a la selva de la moral, ya a los vericuetos de la arqueología o de la numismática. Por todos estos campos, cerros y collados corría complaciente y alborozada la imaginación del autor del artículo de fondo, cuando interrumpido el hilo lógico de éste, y olvidado el asunto y desbaratado el plan, ocuparon su mente, apoderándose de ella de un modo atropellado, violento y como de sorpresa, las intrusas ideas de que se ha hecho mérito.
Procedían éstas de todos los objetos, de todas las ilusiones, de todos los recuerdos, de mil fuentes diversas que manaban a un tiempo una corriente sin fin. Vínole al pensamiento no sé qué fragmento de historia, con el cual se unía la imagen de un Obispo de Astorga, tan testarudo clérigo como intrépido soldado. Acordábase de las torres muzárabes que había contemplado en una ciudad antigua, y al mismo tiempo se le ofrecían a la vista lagos y jardines, no sin que de pronto afease este espectáculo algún animal de corpulenta forma y repugnante fealdad. Tan pronto se le representaban los versos de algún romance que hacía tiempo leyera en amarillos y arrugados códices, como sentía el rumor de lejana música de órgano, dulcísima y misteriosa.
¡Con cuánto abandono se entrega la imaginación a este cómodo vagar, suelta y libre, sin las trabas del árido razonamiento, sin que una voluntad firme la sujete ni la enfrene para elaborar difícilmente el producto literario, uno, lógico, de forma determinada y con especial contextura! La imaginación del pobre periodista había logrado escaparse en aquellos momentos, cuando el artículo no había pasado aún de su edad infantil, y sólo contaba escaso número de renglones. La imaginación del menguado escritor, después de correr de aquí para allí, con la alborozada inquietud de un pájaro que viendo rotas las cañas de su jaula, se escapa y vuela a todas partes sin fijarse en ninguna, se concretó al fin, se fijó, se regularizó poco a poco.
De entre los escasos renglones del artículo interrumpido poco después de haber sedado a luz su primera idea, surgen las líneas; las sombras y luces de una inmensa catedral gótica. Crecen sus haces de columnas, teñidas de suave matiz pardo, hasta llegar a enorme altura, desparramándose después los retorcidos tallos para formar las bóvedas. Descienden del techo, cual si estuvieran suspendidas de elásticas y casi invisibles cuerdas, lámparas de oro, cuyas luces oscilantes no bastan a eclipsar el diáfano colorido de las vidrieras, que llenas de santos y figuras resplandecientes, parecen comunicar con el cielo el interior del templo. Mil figuras van destacándose en la pared, como si una mano invisible las tallara en la piedra con sobrenatural prontitud, y lozana flora crece portentosamente a lo largo de las columnas, llevando en sus cálices animales grotescos o inverosímiles, que parecen haber sido producidos por ignorado germen en las entrañas mismas de la piedra. Las estatuas aplastadas sobre los muros se multiplican, aparecen en filas, en series, en ciclos sin fin, y son todas rígidas, tiesas, retratando en sus semblantes el fastidio del Limbo o la placidez del Paraíso. Alternan con ellas los seres simbólicos creados por la estatuaria cristiana, y que parecen engendro sacrílego del paganismo y la teología. Los dragones, las sibilas, los monstruos bíblicos que para representar sutiles abstracciones ideó el genio de la Edad Media, refundiendo los despojos de las sirenas y los centauros antiguos, muestran sus heterogéneos miembros, en que la figura humana se une a las más raras formas de la fantástica zoología, ya religiosa, ya heráldica, inventada por embriagados escultores. Vense en las paredes blasones de brillantes tintas, sobre suntuosos sepulcros, en que duermen el sueño del mármol arzobispos y condestables, príncipes y guerreros, empuñando báculos o espadas. Los perros y leoncillos en que apoyan sus pies parecen prestar atento oído a todo rumor que en el templo suena. Replandece en el fondo el estofado riquísimo del altar, semejante a inmensa ascua de oro cuajada de diminutos ángeles y querubes que aletean quemándose en el seno de aquella nube incandescente, y como si la combustión les diera vida. Graves y barbudos santos, alineados con la compostura propia de los círculos celestes, aparecen en el centro de este gran Apocalipsis de madera dorada, terminando tan portentosa máquina un Cristo colosal, cuyos brazos, que se abren contraídos por los dolores corporales, parece van a estrechar en supremo abrazo a todo el linaje humano.
Se sienten rezos tenues y confusos, no interrumpidos por pausa alguna como si la atmósfera interior del edificio, afectada de una vibración inherente a su esencia física, modulara un monólogo sin fin, Todo es calma y respeto. La claridad, las sombras, las formas esculturales, la gallardía de las líneas, el recóndito sonido que se creería producido por la oscilación de la masa arquitectónica; aquel sonido, que hace pensar en la respiración de algún misterioso espíritu, habitante en las grandes cavidades de piedra, la variedad de objetos, la majestad de los sepulcros, el idealismo de los efectos de luz, todo esto produce estupor y recogimiento. Se piensa en Dios y se trata de medir la inmensidad de la idea que ha dado existencia tan hermoso conjunto; se siente la más grande admiración hacia los tiempos que tuvieron fe, corazón y arte para expresar con símbolos inagotables su arraigada creencia...
Hallábase el menguado autor como en éxtasis, contemplando en su mente estas hermosuras del arte y de la fe, cuando un ruido de pasos primero, y la inusitada aparición de un hombre después, le trajeron bruscamente a la realidad, haciéndole fijar la vista en las cuartillas del artículo de fondo que olvidado yacía sobre la mesa.
El ser que tenía delante era un monstruo, un vestiglo. Aborrecíale en aquellos momentos más que si viniera a darle la muerte, y le inspiraba más pavor que si fuese Satanás en persona. El monstruo miró al autor de un modo que le hizo temblar; alargó la mano pronunciando palabras que aterraron al infeliz, cual si fueran anatemas de la Iglesia o sentencia de inquisidores. Estremeciose en su asiento, erizósele el cabello y miró con angustia: y bañado en sudor frío las incorrectas líneas del interrumpido articulejo.
Aquel vestiglo, o en otros términos, pedazo de bárbaro, venía cubierto de sudor, como si hubiese hecho una larga y precipitada carrera; y lo mismo su cara que su andrajosa y mugrienta ropa parecían teñidas de un ligero barniz obscuro: La tinta manaba de sus poros. Se diferenciaba de un carbonero en que su tizne era más consistente y como si le saliera de dentro. Enteramente igual a un cíclope, si no tuviera dos ojos, era el tal una de las más poderosas palabras de la civilización moderna, porque había recibido de la Providencia la alta misión de mover el manubrio de una máquina de imprimir, que daba a luz diariamente millones de millones de palabras. Viviendo la mayor parte del día en el sótano donde la máquina civilizadora funciona, aquel hombre se había identificado con ella; formaba parte de su mecanismo; y la armazón ingeniosa, pero inerte, obra pura de las matemáticas, se convertía en ser inteligente cuando al impulso del monstruo movía sus ruedas, ejes y cilindros como sí fueran órganos animados por recóndita vida. Ambos se entusiasmaban, se confundían; ella crujiendo convulsamente y con acompasada celeridad; él, jadeante y lleno de sudor, describiendo curvas y más curvas con su brazo; ella recibiendo el papel para lanzarle fuera después de haber extendido en su superficie un mundo de ideas, y él entonando algún cantar para hacer más llevadero su trabajo. Horas y horas pasaban de este modo: la máquina, remedo de la naturaleza, reproduciendo en millones de ejemplares un mismo tipo y una misma forma; el hombre determinando la fuerza impulsora, semejante al soplo vital en los organismos animales. Cuando uno y otro se completaban de aquel modo, difícil era suponerlos desunidos; y después de admirar el pasmoso resultado de la combinación de los dos elementos no habría sido fácil tampoco decir cuál de los dos, era más inteligente.
Pero aquel hombre desempeñaba aún otras altas funciones igualmente encaminadas a la propagación de las luces. ¿Qué sería del pensamiento humano si aquel bruto no tuviera la misión de arreglar la tinta de imprimir, haciéndola más espesa o más clara la intensidad que se quiera dar a la impresión? Cuando los ejemplares de los periódicos habían sido dados a luz por la máquina; cuando ésta se paraba fatigada del alumbramiento y hacía rechinar sus tornillos como si le dolieran; cuando los ejemplares recién nacidos, húmedos, pegajosos y mal olientes, eran apilados sobre una gran mesa, el vestiglo los doblaba cariñosamente, les ponía las fajas, les daba la forma con que circulan por toda la redondez de la tierra, llevando la idea a las más apartadas regiones, vivificando cuanto existe; los transportaba al correo, los pesaba, los franqueaba, tratábalos con el cariño de un padre y creía que él solo era autor de tanta maravilla.
No se limitaban a esto sus funciones; él pegaba carteles, complaciéndose sobremanera en vestir de colorines las esquinas de Madrid, coadyuvando de este modo a una de las grandes cosas de nuestro siglo, que es la publicidad. Y si tenía un arte especial para poner cataplasmas a las calles, no era menor su aptitud para echarse a cuestas enormes resmas de papel, que allá en su fuero interno consideraba como el alimento, pienso o forraje de la máquina. Pues, digo, también era insustituible para cargar moldes o formas que llenas de letras desafían los pullos de los hombres más vigorosos; y además la destinaban a traer y llevar original y pruebas, misión que cumplía puntualmente al presentarse ante el joven autor de quien hablo, y decirle que venía a por el artículo, añadiendo que hacia mucha falta, por estar parados y mano sobre mano los señores cajistas.
El apuro del autor no es para pintarse, y ved aquí explicado el horror, la indignación, los escalofríos y trasudores que la presencia del mocetón de la imprenta le produjo. Era preciso acabar el artículo, y antes de acabarlo, era menester seguirlo, empresa de dificultad colosal, por hallarse la imaginación del escritor sin ventura a cien mil leguas del asunto. El desdichado mandó al mozo que volviera dentro de un breve rato; tomó la pluma, y recogiendo sus ideas lo mejor que pudo, después de trazar muchos garabatos en un papelejo, y mirar al techo cuatro veces y al papel otras tantas, escribió lo siguiente:
«... Y como sabemos que la opinión pública es la única norma de la política; como sabemos que los Gobiernos que no se guían por la opinión pública elaboran su propia ruina con la ruina del país, nos decidimos hoy a alzar nuestra voz para indicar el peligro. El principal error del Gobierno, preciso es decirlo muy alto, es su empeño en destruir nuestras instituciones tradicionales, en realizar una abolición completa de lo pasado. ¿Son las conquistas de la civilización incompatibles con la historia? ¡Ah! El Gobierno se esfuerza en extirpar los restos de la fe de nuestros padres, de aquella fe poderosa, de que vemos exacta expresión en las soberbias catedrales de la Edad media, que subsisten y subsistirán para asombro de las generaciones. ¡Mezquina edad presente! ¡Ah! ¡Cómo se engrandece el ánimo al contemplar las prodigiosas obras que levantó el sentimiento religioso! ¿El espíritu que de tal manera se reproduce no debe conservarse en la sociedad, mediante la acción previsora de los Gobiernos encargados de velar por los grandes y eternos principios?»
No bien concluido este párrafo, que a nuestro autor le pareció de perlas, fue interrumpido por un tremendo golpe que sintió en el hombro. Alzó los ojos, y vio ¡cielos! a un importuno amigo que tenía la mala costumbre de insinuarse dando grandes espaldarazos y pellizcos.
Aunque el periodista tenía bastante intimidad con el recién venido, en aquel momento le fue más antipático que si viera en él a un alguacil encargado de prenderle. Le miró apartando la vista del artículo, nuevamente interrumpido, y esperó con paciencia las palabras de su amigote.
El cual era en extremo pesado, y tenía un mirar tan parecido a la estupefacción inalterable de las estatuas, que al verla y oírle venían a la memoria los solemnes discursos de las esfinges o los augurios de cualquier oráculo o pitonisa. Hablaba en voz baja y en tono algo cavernoso, lo que no dejaba de estar en armonía con la amarillez de su semblante y con los cabellos largos que a entrambos lados de la cabeza le caían. Era además, tan lúgubre en su carácter y en sus costumbres, que no faltaba razón a los que habían dado en llamarle el sepulturero.
Con el desdichado autor de quien nos venimos ocupando, tenía este hombre amistad antigua: ambos habían corrido juntos multitud de aventuras, y sin separarse navegaron por los revueltos golfos del periodismo hasta encallar en los arrecifes de una oficina, de donde no tardó en arrojarlos un cambio ministerial, y se embarcaron de nuevo en la prensa en busca de posición social. Comunicábanse sus desgracias y placeres, partiendo unos y otros fraternalmente, y se ayudaban en sus respectivas crisis financieras, haciéndose inútiles empréstitos, y girando el uno contra el otro cuantiosas letras, a pagar noventa días después del juicio final. El lúgubre, principalmente, era un gran ministro de Hacienda y resolvía todos sus apuros por medio de grandes acometidas al bolsillo del joven escritor, que tenía entre otras cualidades la de despreciar las vanas riquezas.
En cambio de estos servicios, el sepulturero ayudaba en sus amores al escritor, que era por extremo sensible, idealista de la clase más anticuada, si bien esto se compensaba por su habilidad en escribir billetes amorosos, manifestación literaria a que sólo sus artículos políticos podían igualarse. También se consagraba el otro a tales entretenimientos; pero en su calidad de gran financiero, jamás le pasé por las mientes, como al escritorcillo, la insensata idea de casarse.
Vengo a ponerte sobre aviso -dijo con su hueca, apagada y profunda voz el lúgubre.- Ha llegado.
Los dos amigos eran asiduos concurrentes a la ópera, y solían amenizar sus conversaciones con los cantos y romanzas de que tenían llena la cabeza; y a veces, cuando en el diálogo encajaba bien, soltaban algún recitativo. Por eso cuando el lúgubre dijo: Ha venido, el periodista cantó con afectación de sobresalto:
-L'incognito amante della Rossina?
-Apunto quello -contestó el otro.
-¡Qué contrariedad! ¿Pues no decían que ese hombre no vendría; que había ya renunciado a sus proyectos de matrimonio? ¿No estaban, lo mismo Juanita que su madre, convencidas de que la familia de ese gaznápiro no podía consentir en semejante boda?
-Ahí verás. Él se ha escapado de su casa y dice que viene resuelto a dar su blanca mano. Ya sabes que la pécora de doña Lorenza bebe los vientos por atraparle; porque parece ha de heredar, cuando muera su tía, el título de marqués de los Cuatro Vientos. Es rico: doña Lorenza sabe de memoria el número de carneros, bueyes y asnos que posee en sus dehesas il tuo rivale, y está loca de contento. Si no casa a su hija con él, creo que revienta.
-¡Pero Juanita, Juanita!- exclamó el escritor, mirando al techo.- Juanita no puede ceder a las despóticas exigencias de esa tarasca de su madre.
-La ragazza te quiere; pero si su madre se emperra en que no, y que no... Yo creo que de esta vez te quedas con tres palmos de narices. Cuando todas las contrariedades estaban allanadas, viene ese antiguo pretendiente, que si no agrada a la hija, agrada a la mamá, y esto basta. ¡Poverino!
¡Quita allá!... yo no lo puedo creer. La chica se resistirá; ha jurado no tener más esposo que yo.
-Sí. Pero tanto la sermonean... La madre es una rata de iglesia; frecuentan su casa, como sabes, multitud de clérigos que, según dicen, la tienen trastornado el juicio. Le han llevado el cuento de que tú eres un revolucionario impío, que insultas a Dios y a la Virgen en tus artículos; que estás excomulgado, y que debes de tener rabo, como los judíos. Doña Lorenza, que oye siete misas al día y se confiesa dos veces por semana, te detesta como si fueras el mismo Judas. Ella infundirá este odio a su niña, haciéndole creer que eres descendiente de Caifás, y que se va a condenar si se casa contigo.
-¡Monstruoso, inconcebible!
-Esa familia, chico, es la madriguera del obscurantismo. ¡Qué rancias ideas y costumbres! En vano un espíritu fuerte, como Juanita, se esfuerza en romper los nudos de la tutela estúpida con que se la quiere oprimir. Tendrá que dejarte, y se casará con ese alcornoque, a quien los clérigos y beatas que pululan en aquella casa, elogian sin cesar, encomiando sus virtudes, su religiosidad, su grande amor a la causa carlista y sus inmensos ganados.
-¡Maldito sea el fariseísmo! -exclamó el otro, indignado contra la teocracia que así se introduce en el seno de las familias para torcer los más nobles propósitos y amoldarlos a fines mundanos.
Desahogaba su ira en furibundos apóstrofes, anatemas y dicterios, golpeando la mesa, lívido y descompuesto, cuando sintiose ruido de pasos y apareció la fatídica estampa del mozo de la imprenta, que volvía en busca del comenzado fondo.
-¡El artículo! -suspiró nuestro escritor, echando mano a las cuartillas, mojando la pluma con detestable humor y echando pestes contra todos los periódicos y todos los clérigos del orbe.
Pasados algunos segundos, pudo fijar sus ideas, y continuó su interrumpida obra del modo siguiente:
«Meditemos. Si bien es cierto que el Gobierno tiene la misión de velar por la conservación y prestigio de los principios morales y religiosos, también está fuera de toda duda que el más grave error en que pueden incurrir los poderes públicos es apegarse demasiado a las instituciones pasadas, protegiendo la teocracia y permitiendo que los apóstoles del obscurantismo extiendan su hipócrita y solapado dominio a toda la sociedad. ¡Oh! la más espantosa lepra de las naciones es esa masonería clerical, que, ansiando allegar para su causa, mundana toda clase de recursos, no vacila, en apoderarse de la voluntad de mujeres indoctas y tímidas para entronizarse mañosamente en las familias, organizarlas a su manera, intervenir en sus actos más secretos, atar y desatar sus vínculos, y crear de este modo un influjo universal que, a poco de extendido, no podrá destruirse sino con una sangrienta hecatombe, ¡Ah! ¡oh! ¡les conocemos bien!
¿No es notorio para todo el mundo que el actual gabinete, lejos de oponerse a tan grave mal, hace cuanto está en su mano para que tome proporciones? ¿No estamos viendo que los órganos del obscurantismo aplauden todos los actos del Gobierno, y que existe un pacto tácito entre la teocracia y el poder, una comunidad de aspiraciones tal, que parecen confundirse los poderes eclesiástico y civil, cual si viviéramos en los tiempos del más brutal absolutismo? ¡Ah! ¡Es preciso ya decir la verdad al país! ¡Oh! ¡Es preciso hablar muy alto y poner las cosas en su lugar, exigiendo la responsabilidad a quien realmente la tenga!»
Aquí se paró el escritor, mil veces desdichado, porque se le acabaron las ideas; y no pudo decir la verdad al país, porque su imaginación no se apartaba de Juanita, de la impertinente y mojigata mamá, de los clerizontes y monagos que influían en la casa, de los carneros, bueyes, cabras y asnos del futuro marqués de los Cuatro Vientos.
Aprovechándose de este intermedio, trató el lúgubre de entablar de nuevo el consabido palique.
-Pero la situación no es desesperada -dijo.- Con ingenio puedes vencer y dejar a ese señor de las vacas y carneros con un palmo de boca abierta.
-Si yo pudiera... Le mie nozze colei meglio e affretare.
-Io dentr'oggi á finir vo questo affare... que me comprometería a arreglar el asunto empleando ciertos medios...?
A ver, ¿qué plan, qué medios son ésos? Cualesquiera que sean, ponlos en práctica inmediatamente. Tú eres hombre de ingenio.
Pero no basta el ingenio -dijo el lúgubre.- Para ello es preciso otra cosa... es necesario dinero.
-¡Dinero! ¡Dovizie! ¿Pero qué papel va a hacer aquí el dichoso dinero?
-Eso lo veremos. Es un plan vasto y difícil de explicar ahora.
¿Pero se trata de raptos, escalamientos, sobornos? Todo eso está muy bien en las novelas de a cuarto la entrega.
-No es nada de eso. Tú has de ser el principal actor en esta trama que preparo... Es preciso que me des guita y te sometas a cuanto yo te mande.
-En cuanto a lo segundo, no veo inconveniente ninguno: lo primero es mucho más difícil, por una razón muy sencilla...
-Sí no se tiene, se busca.
-¡Se busca! ¿e dove, sciagurato? Pero explícame tus planes... Ya me figuro... ¿Quieres hacerme pasar por rico...? Hombre, tiene gracia.
-Tú dame el cumquibus y cállate. No es preciso mucho: basta con unos cuantos miles de reales, cinco o seis mil.
-¡Cinco o seis mil! ¡Anda, anda! ¡Si tú supieras cuál es la situación del tesoro! Chico, yo pensaba pedirte para una cajetilla.
-Pero hombre, busca bien, -dijo el gran financiero con expresión de angustia, que indicaba lo triste que era para él hallar tan vacío el bolsillo del contribuyente, -¡Y yo que necesitaba ahora un pico...! nada más que un piquito.
-¡Piquitos a mí!
Es una gran contrariedad que te halles en tal situación -dijo el lúgubre en tono de responso.- Yo que contaba... Además me había propuesto sacarte en bien de la aventura y hacer que doña Lorenza plantara en la calle de los Cuatro Vientos, para que tu Juanita...
¡Maldita sea tu estampa y mi miseria!- exclamó el articulista con desesperación. Cuando uno se propone un fin noble y elevado, como es el del matrimonio, y no puede conseguirlo a causa de un cochino déficit, reniega de la existencia y...
No pudo concluir la frase, porque ante sus ojos se presentó un espectro que avanzaba lentamente, con expresión siniestra y aterradora. Aquel fantasma era el monstruo tipográfico, horrible caricatura de Gutenberg, que puntual como el diablo cuando suena la hora de llevarse un alma, venía en del condenado artículo.
¡El artículo! ¡Mal rayo me parta! ¡Es preciso acabarlo!
Y devorado por la ansiedad, trémulo y medio loco, trincó la pluma, y ¡hala!
«Fácil es comprender, escribió, que esta situación no puede prolongarse mucho, por el aflictivo estado de la Hacienda. Los apuros del Erario son tales, que se nos llena el corazón de tristeza cuando hacemos un examen detenido de las rentas publicas. Los ingresos disminuyen de un modo aterrador; aumentan los gastos. Todas las corporaciones carecen de lo más necesario para cubrir sus atenciones. La miseria cunde por todas partes, y el ánimo se abate al considerar nuestra situación. Nos es imposible aspirar a nobles fines, porque en la vida moderna nada puede lograrse, todas las mejoras materiales y morales son ilusorias, cuando el Estado se halla próximo a una vergonzosa ruina. ¡Ah! Es preciso llamar sobre esto la atención del país. El Tesoro público está exhausto. La situación es angustiosa, insostenible, desesperada. ¡Oh! Hay que exigir la responsabilidad a quien corresponda, apartando de la gestión de los negocios públicos a los hombres funestos...».
No pudo seguir, porque su amigo, que se había asomado al balcón mientras él escribía, le llamaba con grandes voces.
-¡Ven, ven... eccola! Por la calle pasa la ragazza con doña Lorenza y el futuro marquesito. ¡Oh terribil momento!
El desdichado escritor levantose de su asiento, tiró papel y plumas, sin cuidarse de que aquellos hombres funestos siguieran o no encargados de la gestión de los negocios públicos.
Los dos fijaron la vista con ansiosa curiosidad en un grupo que por la calle iba, compuesto de tres personas, a saber: una vieja por extremo tiesa y con un aire presuntuoso que indicaba su adoración de todas las cosas tradicionales y venerandas; una joven, de cuya hermosura no podían tenerse bastantes datos desde el balcón, si bien no era difícil apreciar la esbeltez de su cuerpo, su andar airoso y su traje, en que la elegancia y la modestia habían conseguido hermanarse; y por último, un mozalbete, cuyo semblante no era fácil distinguir, pues sólo se veía algo de patillas, su poco de lentes y unas miajas de nariz.
El desesperado articulista estuvo a punto de gritar, de arrojar el objeto que hallara más a mano sobre la inocente pareja que cruzaba la calle. Púsose lívido al notar que se hablaban con una confianza parecida a la intimidad; y hasta le pareció escuchar algunas tiernas y conmovedoras frases. Apretó los puños y echó por aquella boca sapos y culebras, apartándose del balcón por no presenciar más tiempo un espectáculo que le enloquecía. Al volverse, su mirada se cruzó con la mirada del bruto de la imprenta, que inmóvil en medio de la sala, más feo, más horrible y siniestro que nunca, reclamaba las nefandas cuartillas. ¡Nada, nada, a rematar el artículo! Ciego de furor, pálido como la muerte, trémulo, y con extraviados ojos, se sentó, tomó la pluma y salpicando a diestra y siniestra grandes manchurrones de tinta, acribillando el papel con los picotazos de la pluma, enjaretó lo siguiente:
«Sí: hay que apartar de la gestión de los negocios públicos a esos hombres funestos, que han usurpado el poder de una manera nunca vista en los anales de la ambición; a esos hombres inmorales, que han extendido, a todas las esferas administrativas sus viciosas costumbres; a esos hombres que escarnecen al país con sus improvisadas fortunas. Todo el mundo ve con indignación los abusos, la audacia, el cinismo de tales hombres, y nosotros participamos de esa patriótica indignación. ¡Oh! no podemos contenernos: Señalamos a la execración de todas las gentes honradas a esos ministros funestos e inmorales -lo repetimos sin cesar- que han traído a nuestra patria al estado en que hoy se halla, irritando los ánimos y estableciendo en todo el país el reinado de la desconfianza del miedo de la cólera de la venganza. Sí; ¡¡castigo, venganza!! he aquí las palabras que sintetizan la aspiración nacional en el actual momento histórico».
Hubiera seguido desahogando los hieles de su alma, si alguien no le interrumpiera inopinadamente, en aquel crítico momento histórico, entregándole una carta, cuyo sobre, escrito por mano femenina, le produjo extraordinaria conmoción. Abriola con frenesí, rasgando el papel, y leyó lo que sigue, trazado con lápiz apresuradamente:
«No puedo pintar mi martirio desde que este alcornoque de los Cuatro Vientos ha venido de Extremadura, con la pretensión, de casarse conmigo. Mamá es partidaria de esta solución, como tú dices; pero yo me mantengo y me mantendré siempre en la más resuelta oposición. Nada ni nadie me harán desistir, tontín, y yo te respondo de que mi actitud, ¡vivan las actitudes! será tan firme que ha de causarte admiración. El suplicio de tener que oír las simplezas y ver el antipático semblante de Cuatro Vientos me dará fuerza para resistir al sistema arbitrario y a las medidas preventivas de mamá».
La alegría del autor fue tan grande en aquel momento histórico, que por poco se desmaya en los brazos de su amigo. Recobró repentinamente su buen humor, volviendo los colores a su rostro demacrado. Pero la presencia del siniestro gañán de la imprenta, que inmóvil permanecía en medio de la sala, le hizo comprender la necesidad de concluir su obra, que reclamaban con furor los irritados cajistas y el inexorable regente. Tomó la pluma, y con facilidad notoria terminó de esta manera:
«Pero, en honor de la verdad, y penetrándonos de un alto espíritu de imparcialidad, deponiendo pasiones bastardas y hablando el lenguaje de la más estricta justicia, debemos decir que no tiene el Gobierno toda la culpa de lo que hoy pasa. Sería obcecación negarle el buen deseo y la aspiración al acierto. ¡Ah! su gestión tropieza con los obstáculos que la insensata oposición de los partidos revolucionarios hace de continuo; y los males que sufre el país no proceden, por lo general, de las altas regiones. Todos los ministros tienen muchísimo talento, y se inspiran ¿a qué negarlo?, en el más puro patriotismo. ¡Ah! nuestro deber es excitar a todo el mundo para que, por medio de hábiles transacciones, por medio de sabios temperamentos, puedan el pueblo y el poder hermanarse, inaugurando la serie de felicidades, de inefables dichas y de prosperidades sin cuento que la Providencia nos destina».
Cesó de quejarse la pobrecita, movió la cabeza, fijando los tristes ojos en las personas que rodeaban su lecho, extinguiose poco a poco su aliento, y espiró. El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el vuelo y se fue.
La infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo rostro de Celinina se fue poniendo amarillo y diáfano como cera; enfriáronse sus miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de una muñeca. Entonces llevaron fuera de la alcoba a la madre, al padre y a los más inmediatos parientes, y dos o tres amigas y las criadas se ocuparon en cumplir el último deber con la pobre niña muerta.
La vistieron con riquísimo traje de batista, la falda blanca y ligera como una nube, toda llena de encajes y rizos que la asemejaban a espuma. Pusiéronle los zapatos, blancos también y apenas ligeramente gastada la suela, señal de haber dado pocos pasos, y después tejieron, con sus admirables cabellos de color castaño obscuro, graciosas trenzas enlazadas con cintas azules. Buscaron flores naturales, mas no hallándolas, por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una linda corona con flores de tela, escogiendo las más bonitas y las que más se parecían a verdaderas rosas frescas traídas del jardín.
Un hombre antipático trajo una caja algo mayor que la de un violín, forrada de seda azul con galones de plata, y por dentro guarnecida de raso blanco. Colocaron dentro a Celinina, sosteniendo su cabeza en preciosa y blanda almohada, para que no estuviese en postura violenta, y después que la acomodaron bien en su fúnebre lecho, cruzaron sus manecitas, atándolas con una cinta, y entre ellas pusiéronle un ramo de rosas blancas, tan hábilmente hechas por el artista, que parecían hijas del mismo Abril.
Luego las mujeres aquellas cubrieron de vistosos paños una mesa, arreglándola como un altar, y sobre ella fue colocada la caja. En breve tiempo armaron unos al modo de doseles de iglesia, con ricas cortinas blancas que se recogían gallardamente a un lado y otro; trajeron de otras piezas cantidad de santos o imágenes, que ordenadamente distribuyeron sobre el altar, como formando la corte funeraria del ángel difunto, y sin pérdida de tiempo encendieron algunas docenas de luces en los grandes candelabros de la sala, los cuales en torno a Celinina derramaban tristísimas claridades. Después de besar repetidas veces las heladas mejillas de la pobre niña, dieron por terminada su piadosa obra.
Allá en lo más hondo de la casa sonaban gemidos de hombres y mujeres. Era el triste lamentar de los padres, que no podían convencerse de la verdad del aforismo angelitos al cielo que los amigos administran como calmante moral en tales trances. Los padres creían entonces que la verdadera y más propia morada de los angelitos es la tierra; y tampoco podían admitir la teoría de que es mucho más lamentable y desastrosa la muerte de los grandes que la de los pequeños. Sentían, mezclada a su dolor, la profundísima lástima que inspira la agonía de un niño, y no comprendían que ninguna pena superase a aquella que destrozaba sus entrañas.
Mil recuerdos o imágenes dolorosas les herían, tomando forma de agudísimos puñales que les traspasaban el corazón. La madre oía sin cesar la encantadora media lengua de Celinina, diciendo las cosas al revés, y haciendo de las palabras de nuestro idioma graciosas caricaturas filológicas que afluían de su linda boca, como la música más que puede conmover el corazón de una madre. Nada caracteriza a un niño como su estilo, aquel genuino modo de expresarse y decirlo todo con cuatro letras, y aquella gramática prehistórica, como los primeros vagidos de la palabra en los albores de la humanidad, y su sencillo arte de declinar y conjugar, que parece la rectificación inocente de los idiomas regularizados por el uso. El vocabulario de un niño de tres años, como Celinina, constituye el verdadero tesoro literario de las familias. ¿Cómo había de olvidar la madre aquella lengüecita de trapo, que llamaba al sombrero tumeyo y al garbanzo babancho?
Para colmo de aflicción, vio la buena señora por todas partes los objetos con que Celinina había alborozado sus últimos días, y como éstos eran los que preceden a Navidad, rodaban por el suelo pavos de barro con patas de alambre, un San José sin manos, un pesebre con el niño Dios, semejante a una bolita de color de rosa, un Rey Mago montado en arrogante camello sin cabeza. Lo que habían padecido aquellas pobres figuras en los últimos días, arrastrados de aquí para allí, puestas en esta o en la otra forma, sólo Dios, la mamá y el purísimo espíritu que había volado al cielo lo sabían.
Estaban las rotas esculturas impregnadas, digámoslo así, del alma de Celinina, o vestidas, si se quiere, de una singular claridad muy triste, que era la claridad de ella. La pobre madre, al mirarlas, temblaba toda, sintiéndose herida en lo más delicado y sensible de su íntimo ser. ¡Extraña alianza de las cosas! ¡Cómo lloraban aquellos pedazos de barro! ¡Llenos parecían de una aflicción intensa, y tan doloridos que su vista sola producía tanta amargura como el espectáculo de la misma criatura moribunda, cuando miraba con suplicantes ojos a sus padres y les pedia que le quitasen aquel horrible dolor de su frente abrasada! La más triste cosa del mundo era para la madre aquel pavo con patas de alambre clavadas en tablilla de barro, y que en sus frecuentes cambios de postura había perdido el pico y el moco.
Pero si era aflictiva la situación de espíritu de la madre, éralo mucho más la del padre. Aquélla estaba traspasada de dolor; en éste el dolor se agravaba con un remordimiento agudísimo. Contaremos brevemente el peregrino caso, advirtiendo que esto quizás parecerá en extremo pueril a algunos; pero a los que tal crean les recordaremos que nada es tan ocasionado a puerilidades como un íntimo y puro dolor, de esos en que no existe mezcla alguna de intereses de la tierra, ni el desconsuelo secundario del egoísmo no satisfecho.
Desde que Celinina cayó enferma, sintió el afán de las poéticas fiestas que más alegran a los niños, las fiestas de Navidad. Ya se sabe con cuánta ansia desean la llegada de estos risueños días, y cómo les trastorna el febril anhelo de los regalitos, de los nacimientos y las esperanzas del mucho comer y del atracarse de pavo, mazapán, peladillas y turrón. Algunos se creen capaces, con la mayor ingenuidad, de embuchar en sus estómagos cuanto ostentan la Plaza Mayor y calles adyacentes.
Celinina, en sus ratos de mejoría, no dejaba de la boca el tema de la Pascua, y como sus primitos, que iban a acompañarla, eran de más edad y sabían cuanto hay que saber en punto a regalos y nacimientos, se alborotaba más la fantasía de la pobre niña oyéndolos, y más se encendían sus afanes de poseer golosinas y juguetes. Delirando, cuando la metía en su horno de martirios la fiebre, no cesaba de nombrar lo que de tal modo ocupaba su espíritu, y todo era golpear tambores, tañer zambombas, cantar villancicos. En la esfera tenebrosa que rodeaba su mente no había sino pavos haciendo clau clau; pollos que gritaban pío pío; montes de turrón que llegaban al cielo formando un Guadarrama de almendras; nacimientos llenos de luces y que tenían lo menos cincuenta mil millones de figuras; ramos de dulce; árboles cargados de cuantos juguetes puede idear la más fecunda imaginación tirolesa; el estanque del Retiro lleno de sopa de almendras; besugos que miraban a las cocineras con sus ojos cuajados; naranjas que llovían del cielo, cayendo en más abundancia que las gotas de agua en día de temporal, y otros mil prodigios que no tienen número ni medida.
El padre, por no tener más chicos que Celinina, no cabía en sí de inquieto y desasosegado. Sus negocios le llamaban fuera de la casa; pero muy a menudo entraba en ella para ver cómo iba la enfermita. El mal seguía su marcha con alternativas traidoras: unas veces dando esperanzas de remedio, otras quitándolas.
El buen hombre tenía presentimientos tristes. El lecho de Celinina, con la tierna persona agobiada en él por la fiebre y los dolores, no se apartaba de su imaginación. Atento a lo que pudiera contribuir a regocijar el espíritu de la niña, todas las noches, cuando regresaba a la casa, lo traía algún regalito de Pascua, variando siempre de objeto y especie; pero prescindiendo siempre de toda golosina. Trájole un día una manada de pavos, tan al vivo hechos, que no les faltaba más que graznar; otro día sacó de sus bolsillos la mitad de la Sacra Familia, y al siguiente a San José con el pesebre y portal de Belén. Después vino con unas preciosas ovejas a quien conducían gallardos pastores, y luego se hizo acompañar de unas lavanderas que lavaban, y de un choricero que vendía chorizos, y de un Rey Mago negro, al cual sucedió otro de barba blanca y corona de oro. Por traer, hasta trajo una vieja que daba azotes en cierta parte a un chico por no saber la lección.
Conocedora Celinina, por lo que charlaban sus primos, de todo lo necesario a la buena composición de un nacimiento, conoció que aquella obra estaba incompleta por la falta de dos figuras muy principales, la mula y el buey. Ella no sabía lo que significaban la tal mula ni el tal buey; pero atenta a que todas las cosas fuesen perfectas, reclamó una y otra vez del solícito padre el par de animales que se había quedado en Santa Cruz.
Él prometió traerlos, y en su corazón hizo propósito firmísimo de no volver sin ambas bestias; pero aquel día, que era el 23, los asuntos y quehaceres se le aumentaron de tal modo que no tuvo un punto de reposo. Además de esto, quiso el Cielo que se sacase la lotería, que tuviera noticia de haber ganado un pleito, que dos amigos cariñosos le embarazaran toda la mañana... en fin, el padre entró en la casa sin la mula, pero también sin el buey.
Gran desconsuelo mostró Celinina al ver que no venían a completar su tesoro las dos únicas joyas que en él faltaban. El padre quiso al punto remediar su falta; más la nena se había agravado considerablemente durante el día; vino el médico, y como sus palabras no eran tranquilizadoras, nadie pensó en bueyes, mas tampoco en mulas.
El 24 resolvió el pobre señor no moverse de la casa. Celinina tuvo por breve rato un alivio tan patente que todos concibieron esperanzas, y lleno de alegría dijo el padre: «Voy al punto a buscar eso».
Pero como cae rápidamente un ave, herida al remontar el vuelo a lo más alto, así cayó Celinina en las honduras de una fiebre muy intensa. Se agitaba trémula y sofocada en los brazos ardientes de la enfermedad, que la constreñía sacudiéndola para expulsar la vida. En la confusión de su delirio, y sobre el revuelto oleaje de su pensamiento, flotaba, como el único objeto salvado de un cataclismo, la idea fija del deseo que no había sido satisfecho, de aquella codiciada mula y de aquel suspirado buey, que aun proseguían en estado de esperanza.
El papá salió medio loco, corrió por las calles; pero en mitad de una de ellas se detuvo, y dijo: «¿Quién piensa ahora en figurillas de nacimiento?»
Y corriendo de aquí para allí, subió escaleras, y tocó campanillas, y abrió puertas sin reposar un instante hasta que hubo juntado siete u ocho médicos, y les llevó a su casa. Era preciso salvar a Celinina.
Pero Dios no quiso que los siete u ocho (pues la cifra no se sabe a punto fijo) alumnos de Esculapio contraviniesen la sentencia que él había dado, y Celinina fue cayendo, cayendo más a cada hora, y llegó a estar abatida, abrasada, luchando con indescriptibles congojas, como la mariposa que ha sido golpeada y tiembla sobre el suelo con las alas rotas. Los padres se inclinaban junto a ella con afán insensato, cual si quisieran con la sola fuerza del mirar detener aquella existencia que se iba, suspender la rápida desorganización humana, y con su aliento renovar el aliento de la pobre mártir que se desvanecía en un suspiro.
Sonaron en la calle tambores y zambombas y alegre chasquido de panderos. Celinina abrió los ojos, que ya parecían cerrados para siempre, miró a su padre, y con la mirada tan sólo y un grave murmullo que no parecía venir ya de lenguas de este mundo, pidió a su padre lo que éste no había querido traerle. Traspasados de dolor padre y madre quisieron engañarla, para que tuviese una alegría en aquel instante de suprema aflicción, y presentándole los pavos, le dijeron: «Mira, hija de mi alma, aquí tienes la mulita y el bueyecito.»
Pero Celinina, aun acabándose, tuvo suficiente claridad en su entendimiento para ver quo los pavos no eran otra cosa que pavos, y los rechazó con agraciado gesto. Después siguió con la vista fija en sus padres, y ambas manos en la cabeza señalando sus agudos dolores. Poco a poco fue extinguiéndose en ella aquel acompasado son, que es el último vibrar de la vida, y al fin todo calló, como calla la máquina del reloj que se para; y la linda Celinina fue un gracioso bulto, inerte y frío como mármol, blanco y trasparente como la purificada cera que arde en los altares.
¿Se comprende ahora el remordimiento del padre? Porque Celinina tornara a la vida, hubiera él recorrido la tierra entera para recoger todos los bueyes y todas, absolutamente todas las mulas que en ella hay. La idea de no haber satisfecho aquel inocente deseo era la espada más aguda y fría que traspasaba su corazón. En vano con el raciocinio quería arrancársela; pero ¿de qué servía la razón, si era tan niño entonces como la que dormía en el ataúd, y daba mas importancia a un juguete que a todas las cosas de la tierra y del cielo?
En la casa se apagaron al fin los rumores de la desesperación, como si el dolor, internándose en el alma, que es su morada propia, cerrara las puertas de los sentidos para estar más solo y recrearse en sí mismo.
Era Nochebuena, y si todo callaba en la triste vivienda recién visitada de la muerte, fuera, en las calles de la ciudad, y en todas las demás casas, resonaban placenteras bullangas de groseros instrumentos músicos, y vocería de chiquillos y adultos cantando la venida del Mesías. Desde la sala donde estaba la niña difunta, las piadosas mujeres que le hacían compañía oyeron espantosa algazara, que al través del pavimento del piso superior llegaba hasta ellas, conturbándolas en su pena y devoto recogimiento. Allá arriba, muchos niños chicos, congregados con mayor número de niños grandes y felices papas y alborozados tíos y tías, celebraban la Pascua, locos de alegría ante el más admirable nacimiento que era dado imaginar, y atentos al fruto de juguetes y dulces que en sus ramas llevaba un frondoso árbol con mil vistosas candilejas alumbrado.
Hubo momentos en que con el grande estrépito de arriba, parecía que retemblaba el techo de la sala, y que la pobre muerta se estremecía en su caja azul, y que las luces todas oscilaban, cual si, a su manera, quisieran dar a entender también que estaban algo peneques. De las tres mujeres que velaban se retiraron dos; quedó una sola, y ésta, sintiendo en su cabeza grandísimo peso, a causa sin duda del cansancio producido por tantas vigilias, tocó el pecho con la barba y se durmió.
Las luces siguieron oscilando y moviéndose mucho, a pesar de que no entraba aire en la habitación. Creeríase que invisibles alas se agitaban en el espacio ocupado por el altar. Los encajes del vestido de Celinina se movieron también, y las hojas de sus flores de trapo anunciaban el paso de una brisa juguetona o de manos muy suaves. Entonces Celinina abrió los ojos.
Sus ojos negros llenaron la sala con una mirada viva y afanosa que echaron en derredor y de arriba abajo. Inmediatamente después, separó las manos sin que opusiera resistencia la cinta que las ataba, y cerrando ambos puños se frotó con ellos los ojos, como es costumbre en los niños al despertarse. Luego se incorporó con rápido movimiento, sin esfuerzo alguno, y mirando al techo, se echó a reír; pero su risa, sensible a la vista, no podía oírse. El único rumor que fácilmente se percibió era una bullanga de alas vivamente agitadas, cual si todas las palomas del mundo estuvieran entrando y saliendo en la sala mortuoria y rozaran con sus plumas el techo y las paredes.
Celinina se puso en pie, extendió los brazos hacia arriba, y al punto le nacieron unas alitas cortas y blancas. Batiendo con ellas el aire, levantó el vuelo y desapareció.
Todo continuaba lo mismo; las luces ardiendo, derramando en copiosos chorros la blanca cera sobre las arandelas; las imágenes en el propio sitio, sin mover brazo ni pierna ni desplegar sus austeros labios; la mujer sumida plácidamente en un sueño que debía saberle a gloria; todo seguía lo mismo, menos la caja azul, que se había quedado vacía.
¡Hermosa fiesta la de esta noche en casa de los señores de ***!
Los tambores atruenan la sala. No hay quien haga comprender a esos endiablados chicos que, se divertirán más renunciando a la infernal bulla de aquel instrumento de guerra. Para que ningún inhumano oído quede en estado de funcionar al día siguiente, añaden al tambor esa invención de Averno llamada zambomba, cuyo ruido semeja a gruñidos de Satanás. Completa la sinfonía el palmero, cuyo atroz chirrido de calderería vieja alborota los nervios más tranquilos. Y sin embargo, esta discorde algazara sin melodía y sin ritmo, más primitiva que la música de los salvajes, es alegre en aquesta singular noche, y tiene cierto sonsonete lejano de coro celestial.
El Nacimiento no es una obra de arte a los ojos de los adultos; pero los chicos encuentran tanta belleza en las figuras, expresión tan mística en el semblante de todas ellas, y propiedad tanta en sus trajes, que no crean haya salido de manos de los hombres obra más perfecta, y la atribuyen a la industria peculiar de ciertos ángeles dedicados a ganarse la vida trabajando en barro. El portal de corcho, imitando un arco romano en ruinas, es monísimo, y el riachuelo representado por un espejillo con manchas verdes que remedan acuáticas hierbas y el musgo de las márgenes, parece que corro por la mesa adelante con plácido murmurio. El puente por do pasan los pastores es tal, que nunca se ha visto el cartón tan semejante a la piedra, al contrario de lo que pasa en muchas obras de nuestros ingenieros modernos, los cuales hacen puentes de piedra que parecen de cartón. El monte que ocupa el centro se confundiría con un pedazo de los Pirineos, y sus lindas casitas, más pequeñas que las figuras, y sus árboles figurados con ramitas de evónimus, dejan atrás a la misma Naturaleza.
En el llano es donde está lo más bello y las figuras más características: las lavanderas que lavan en el arroyo; los paveros y polleros conduciendo sus manadas; un guardia civil que lleva dos granujas presos caballeros que pasean en lujosas carretelas junto al camello de un Rey Mago, y Perico el ciego tocando la guitarra en un corrillo donde curiosean los pastores que han vuelto del Portal. Por medio a medio, pasa un tranvía lo mismito que el del barrio Salamanca, y como tiene dos rails y sus ruedas, a cada instante le hacen correr de Oriente a Occidente con gran asombro del Rey Negro, que no sabe qué endiablada maquilla es aquélla.
Delante del Portal hay una lindísima plazoleta, cuyo centro lo ocupa una redoma de peces, y no lejos de allí vende un chico La Correspondencia, y bailan gentilmente dos majos. La vieja que vende buñuelos y la castañera de la esquina son las piezas más graciosas de este maravilloso pueblo de barro, y ellas solas atraen con preferencia las miradas de la infantil muchedumbre. Sobre todo, aquel chicuelo andrajoso que en una mano tiene un billete de lotería, y con la otra le roba bonitamente las castañas del cesto a la tía Lambrijas, hace desternillar de risa a todos.
En suma, el Nacimiento número uno de Madrid es el de aquella casa, una de las más principales, y ha reunido en sus salones a los niños más lindos y más juiciosos de veinte calles a la redonda.
Pues ¿y el árbol? Está formado de ramas de encina y cedro. El solícito amigo de la casa que lo ha compuesto con gran trabajo, declara que jamás salió de sus manos obra tan acabada y perfecta. No se pueden contar los regalos pendientes de sus hojas. Son, según la suposición de un chiquitín allí presente, en mayor número que las arenas del mar. Dulces envueltos en cáscaras de papel rizado; mandarinas, que son los niños de pecho de las naranjas; castañas arropadas en mantillas de papel de plata; cajitas que contienen glóbulos de confitería homeopática; figurillas diversas a pie y a caballo; cuanto Dios crió para que lo perfeccionase luego la Mahonesa o lo vendiese Scropp, ha sido puesta allí por una mano tan generosa como hábil. Alumbran aquel árbol de la vida candilejas en tal abundancia que, según la relación de un convidado de cuatro años, hay allí más lucecitas que estrellas en el cielo.
El gozo de la caterva infantil no puede compararse a ningún sentimiento humano es el gozo inefable de los coros celestiales en presencia del Sumo Bien y de la Belleza Suma. La superabundancia de satisfacción casi les hace juiciosos, y están como perplejos, en seráfico arrobamiento, con toda el alma en los ojos, saboreando de antemano lo que han de comer, y nadando, como los ángeles bienaventurados, en éter puro de cosas dulces y deliciosas, en olor de flores y de canela, en la esencia increada del juego y de la golosina.
Mas de repente sintieron un rumor que no provenía de ellos. Todos miraron al techo, y como no veían nada, se contemplaban los unos a los otros, riendo. Oíase gran murmullo de alas rozando contra la pared y chocando en el techo. Si estuvieran ciegos, habrían creído que todas las palomas de todos los palomares del universo se habían metido en la sala. Pero no veían nada, absolutamente nada.
Notaron, sí, de súbito, una cosa inexplicable y fenomenal. Todas las figurillas del Nacimiento se movieron, todas variaron de sitio sin ruido. El coche del tranvía subió o lo alto de los montes, y los Reyes se metieron de patas en el arroyo. Los pavos se colaron sin permiso dentro del Portal, y San José salió todo turbado, cual si quisiera saber el origen de tan rara confusión. Después, muchas figuras quedaron tendidas en el suelo. Si al principio las traslaciones se hicieron sin desorden, después se armó una baraúnda tal que parecían andar por allí cien mil manos afanosas de revolverlo todo. Era un cataclismo universal en miniatura. El monte se venía abajo, faltándole sus cimientos seculares; el riachuelo variaba de curso, y echando fuera del cauce sus espejillos, inundaba espantosamente la llanura; las casas hundían el tejado en la arena; el Portal se estremecía cual si fuera combatido de horribles vientos, y como se apagaron muchas luces, resultó nublado el sol y obscurecidas las luminarias del día y de la noche.
Entre el estupor que tal fenómeno producía, algunos pequeñuelos reían locamente y otros lloraban. Una vieja supersticiosa las dijo:
«¿No sabéis quién hace este trastorno? Hácenlo los niños muertos que están en el cielo, y a los cuales permite Padre Dios, esta noche, que vengan a jugar con los Nacimientos.»
Todo aquello tuvo fin, y se sintió otra vez el batir de alas alejándose.
Acudieron muchos de los presentes a examinar los estragos, y un señor dijo:
«Es que se ha hundido la mesa y todas las figuras se han revuelto.»
Empezaron a recoger las figuras y a ponerlas en orden. Después del minucioso recuento y de reconocer una por una todas las piezas, se echó de menos algo. Buscaron y rebuscaron; pero sin resultado. Faltaban dos figuras: la Milla y el Buey.
Ya cercano el día, iban los alborotadores camino del cielo, más contentos que unas Pascuas, dando brincos por esas nubes, y eran millones de millones, todos preciosos, puros, divinos, con alas blancas y cortas que batían más rápidamente que los más veloces pájaros de la tierra. La bandada que formaban era más grande que cuanto pueden abarcar los ojos en el espacio visible, y cubría la luna y las estrellas, como cuando el firmamento se llena de nubes.
«A prisa, a prisa, caballeritos, que va a ser de día, -dijo uno-, y el Abuelo nos va reñir si llegamos tarde. No valen nada los Nacimientos de este año... ¡Cuando uno recuerda aquellos tiempos...! Celinina iba con ellos, y como por primera vez andaba en aquellas altitudes, se atolondraba un poco.»
«Ven acá, -le dijo uno-, dame la mano y volarás más derecha... Pero ¿qué llevas ahí?
-Esto -repuso Celinina oprimiendo contra su pecho dos groseros animales de barro.- Son pa mí, pa mí.
-Mira, chiquilla, tira esos muñecos. Bien se conoce que sales ahora de la tierra. Has de saber que, aunque en el Cielo tenemos juegos eternos y siempre deliciosos, el Abuelo nos manda al mundo esta noche para que enredemos un poco en los Nacimientos. Allá arriba se divierten también esta noche, y yo creo que nos mandan abajo porque les mareamos con el gran ruido que metemos... Pero si Padre Dios nos deja bajar y andar por las casas, es a condición de que no hemos de coger nada; y tú has afanado eso.
Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones, y apretando más contra su pecho los dos animales, repitió:
-Pa mí, pa mí.
-Mira, tonta, -añadió el otro-, que si no haces caso nos vas a dar un disgusto. Baja en un vuelo, y deja eso, que es de la tierra y en la tierra debe quedar. En un momento vas y vuelves, tonta. Yo te espero en esta nube. Al fin Celinina cedió, y bajando, entregó a la tierra su hurto.
Por eso observaron que el precioso cadáver de Celinina, aquello que fue su persona visible, tenía en las manos, en vez del ramo de flores, dos animalillos de barro. Ni las mujeres que la velaron, ni el padre, ni la madre, supieron explicarse esto; pero la linda niña, tan llorada de todos, entró en la tierra apretando en sus frías manecitas la Mula y el Buey.
Diciembre de 1876.
Sobre el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una hoja de rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como a dos pulgadas del jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir permiso a nadie, yacía una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer del cuello de cierta paloma vecina; que diez minutos antes se había dejado acariciar ¡oh femenil condescendencia! por un D. Juan que hacía estragos en los tejados de aquellos contornos.
El corral era triste, feo y solitario. Desde estaba la pluma no se veía otra cosa que la copa de algunos castaños plantados fuera de la tapia, el campanario de la iglesia con su remate abollado, a manera del sombrero viejo, la vara enorme y deslucida de un chopo inválido y casi moribundo, y las tejas da la casa adyacente, que en días de temporal regaban con abundante lloro el corral y la huerta. La vid, la zarza trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la extensión de la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior, que servía de baluarte inexpugnable contra zorras y chicuelos.
A esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo, tan espléndido de día, como imponente y misterioso de noche.
La pluma (¿por qué no hemos de darle vida?) yacía, como dijimos, en compañía de varios objetos bastante innobles, propios del lugar, y constantemente expuesta a ser hollada por la bárbara planta de los gansos, de los pollos y aun de otros animalejos menos limpios y decentes que tenían habitación en algún lodazal cercano.
No hay para qué decir que la pluma debía de estar muy aburrida; pues suponiendo un alma en han delicado, aéreo y flexible cuerpo, la consecuencia es que esta alma no podía vivir contenta en el corral descrito. Por una misteriosa armonía entre los elementos constitutivos de aquel ser, si el cuerpo parecía un espectro de materia, el alma había sido creada para volar y remontarse a las alturas, elevándose a la mayor distancia, posible sobra el suelo, en cuyo fango jamás debieran tocar los encajes casi imperceptibles de su sutil vestidura. Para esto había nacido ciertamente; pero en ella, como en nosotros los hombres, la predestinación continuaba siendo una vana palabra. Estaba la pobre en el corral, lamentando su suerte, con la vista fija en el cielo, sin más distracción que ver agitadas por el viento los blancos festones de su ropa inmaculada, y diciendo en la ignota lengua de las plumas: «No sé cómo aguanto esta vida fastidiosa. Más valdría cien veces morir».
Otras muchas cosas igualmente tristes dijo; pero en el mismo instante una ráfaga de viento que puso en conmoción todas las pajas y objetos menudos arrojados en el corral, la suspendió, ¡oh inesperada alegría! alzándola sobre el suelo más de media vara. Por breve espacio de tiempo estuvo fluctuando de aquí para allí, amenazando caer unas veces y remontándose otras, con gran algazara de los pollos, quienes al ver aquella cosa blanca que se paseaba por los aires con tanta majestad, iban tras ella aguardándola en su caída, con la esperanza de que fuera algo de comer. Pero el viento sopló más fuerte y haciendo un fuerte remolino en todo el recinto del corral, la sacó fuera velozmente. Cuando ella se vio más alta que la tapia, más alta que la casa, que los castaños, que la cúspide del chopo, tembló toda de entusiasmo y admiración. Allá arribita, el viento la meció, sosteniéndola sin violentas sacudidas; parecía balancearse en invisible hamaca o en los brazos de algún cariñoso genio. Desde allí ¡qué espectáculo! Abajo el corral con sus inquietos pollos escarbando sin cesar; la huerta, la casa, los castaños, el chopo, ¡qué pequeño lo que antes parecía tan grande! Después, toda la extensión del hermoso valle poblado de casas, de árboles, de flores, de ganados; a lo lejos las montañas con sus laderas cubiertas de bosques, sus eminencias rojizas y azules y sus cúspides encaperuzadas con una blancura en la cual nuestra viajera creyó ver enormes montones de plumas, encima el cielo sin fin, el sol de la mañana dando vivos colores a todo el paisaje, garabateando el agua con rayos de luz, produciendo temblorosos reflejos en el follaje de los olmos, y reverberando en las sementeras pajizas, salpicadas aquí y allí de manchas de amapolas. ¡Esto sí que se llama vivir! Tremenda cosa sería caer otra vez en el corral.
La pluma, en el colmo de su regocijo, no halló medio mejor de expresarlo que dando vueltas sobre su eje, para que se orearan bien sus miembros húmedos y ateridos: se bañó en el sol y se esponjó, ahuecando con cierta vanidad los flecos diminutos de que se componía su cuerpo. El sol penetraba por entre los mil intersticios de aquel encaje prodigioso, y nuestra viajera se vio vestida de hilos de cristal más tenues que los que tienden las arañas de rama en rama, y cubierta de diamantes, esmeraldas y rubíes que variaban de luces a cada movimiento, y tan menudos, que los granos de arena parecerían montañas a su lado.
Extender la vista por el valle, por las montañas, por el horizonte, y querer recorrerlo todo hasta el fin, fue en la pluma obra de un momento. Su estupor y alborozo no tenían límites; y si al pronto la sorpresa la mantuvo en aquella altura, divagando, sin apartarse de su situación primera, después, serenada un poco y sintiendo en su pecho (?) el fuego del entusiasmo, se lanzó en el inmenso espacio, en brazos del geniecillo. Desaparecieron corral, casa, aldea; la torre de la iglesia como gigante despavorido, caminaba también con grandes zancajos hasta perderse de vista. En la agitación de aquel vuelo vertiginoso, la pluma subía a veces a tanta altura, que apenas podía distinguir los objetos; otras descendía hasta rozar con la tierra, y contemplaba su imagen fugitiva en la superficie verdosa de los charcos. A veces remontaba tanto, que parecía confundirse con las nubes y perderse en los inmensos océanos del espacio; a veces descendía tanto, que casi casi tocaba a la tierra; y en su lenguaje ignoto decía al viento: «Bájame un poco, amigo, que me mareo en estas alturas» o «levántame por favor, amiguito, que voy a caer en ese lodazal».
El viento, dócil vehículo, la subía y la bajaba, según su deseo, andando siempre, y pasaban valles, ríos, montes, colinas, pueblos, sin parar nunca. En su viaje, la pluma no cesaba de admirar cuanto veía. Los pájaros pasaban cantando junto a ella; las mariposas se detenían, mirándola con asombro, no acertando a comprender si era cosa viva o un objeto arrastrado por el viento. Cuando iban cerca de tierra y pasaban rozando por encima de zarzales y plantas espinosas, creeríase que todas las púas se erizaban como garras para cogerla, y al volar por encima de un charco, los gansos de la orilla volvían de medio lado la cabeza mirándola, y con la esperanza de verla caer, corrían graznando tras ella: -«Súbeme, amiguito -gritaba-, para no oír a estos bárbaros».
Y subían hasta lo alto de la montaña: pasaban la divisoria, y recorrían otro valle, y así todo el camino, sin detenerse nunca. Tanto anduvieron, que la pluma, sintiendo satisfecha su curiosidad, se arremolinó, dio varias vueltas sobre sí misma, y dijo al genio que la conducía:
«¿Sabes que hemos corrido bastante? ¿No convendría elegir sitio para descansar un rato? ¡Ay, amigo! Aunque deseaba salir del corral y recorrer el mundo, puedes creer que lo que a mí me gusta es la vida tranquila y reposada. Por un instante pensé que la felicidad es volar de aquí para allí, viendo cosas distintas cada minuto, y recibiendo impresiones diferentes. Ya me voy convenciendo de que es mejor estarse una quietecita en un paraje que no sea tan feo como el corral, viviendo sin sobresalto ni peligro. Allí veo, cerca del río, unos grandes árboles, que me parecen el lugar más hermoso que hemos encontrado en nuestro viaje.
Acercáronse y vieron, efectivamente, que a la sombra de aquellos árboles había el sitio más apacible y delicioso que podría ambicionar, una pluma para pasar sus días. Césped finísimo cubría el suelo; el río cercano corría con mansa corriente, ni tan rápida que arrastrara y revolviera la tierra de las verdes márgenes, ni tan pausada que se enturbiaran sus aguas: fácil era contar todas las piedrecillas del fondo, mas no la muchedumbre de peces que divagaban por su trasparente cristal. Las ramas de los árboles, cerniendo la viva luz del sol, mantenían en templada penumbra el pequeño prado; y de allí habían huido todos los insectos importunos y sucios, así como todas las aves impertinentes y casquivanas. Los pocos seres que allí estaban de paso o con residencia fija, eran lo más culto y distinguido de la creación: insectos vestidos de oro y condecorados con admirables pedrerías; aves sentimentales y discretas que cantaban sus amores en cortesano estilo, y sólo a ciertas horas de la mañana o de la tarde. Era el medio día, y todas callaban en lo alto de las ramas, entreteniendo el espíritu en abstractas meditaciones.
«¡Fresco y bonito lugar es éste! -dijo la pluma, erizándose de entusiasmo al verse allí. -Aquí quiero pasar toda mi vida, toda, toda, lo repito con seguridad completa de no variar de propósito.
Vagaba a la sombra de los árboles, resbalando sobre el fresco césped, cuando vio que se acercaba una pastora, guiando dos docenas de ovejas, con alguno que otro cordero, y un perro que les servía de custodia y compañía. La pastora se ocupaba, andando, en tejer una corona de flores, que traía en la falda, y era tanta su hermosura, donaire y elegancia, que la pluma se quedó absorta.
Sentose la joven, y la pluma remontándose de nuevo por los aires, empezó a dar vueltas en torno suyo, admirando de cerca y, de lejos, ya la blancura del cutis, ya la expresión y brillo de los ojos, ya los cabellos negros, ya sus labios encendidos, todas y cada una de las perfecciones de tan ejemplar criatura.
«Aquí me he de estar toda la vida -exclamaba la viajera en su enrevesado idioma. -Esto sí que es vivir. Nunca me cansaré de mirarla, aunque viva mil años. ¡Qué bien he hecho en establecerme aquí... y qué gran cosa es el amor! Gracias a Dios que he encontrado la felicidad. ¡Cuán dulcemente se pasa el tiempo mirándola, ahora y después y siempre! ¿Qué placer iguala al de pasar rozando sus cabellos, y acariciarle la frente con mis flequitos? ¿Qué mayor ambición puedo tener que dejarme resbalar por su cuello hasta escurrirme... qué sé yo dónde, o esconderme entre su ropa y su carne para estarme allí haciéndole cosquillas per saecula saeculorum? Esto me vuelve loca... y de veras que estoy loca de amor. Aquí y sin apartarme de ella un instante he de pasar toda la vida.
La pluma volaba y revolaba alrededor de la pastora, hasta que fue a posarse sutilmente sobre su hombro, y en él hizo mil morisquetas y remilgos con sus flecos. Vio la muchacha aquel objeto blanco, que al principio juzgó ser cosa menos delicada caída de las ramas del árbol, y tomándola, la estrujó entre sus dedos y la arrojó lejos de sí con indiferencia desdeñosa. Un rato después convocó a su rebaño y se fue.
Mucho tardó nuestra infortunada viajera en volver de su desmayo. Al abrir los ojos, en vano buscó al objeto de su tierna pasión; reconociendo el sitio, sacudió sus encajes magullados y rotos, y dio al viento sus quejas en esta forma:
-Ay, vientecillo, sácame de aquí, por las ánimas benditas, levántame, que me muero de tristeza. Quiero correr otra vez, pues ahora comprendo que la felicidad no existe en lo que yo creía. ¡Buena tonta he sido! El amor no es más que fatigas y dolores. Basta de amor, que harto conozco ya lo que trae consigo. Volemos otra vez y vamos a donde tú quieras, amiguito. De veras te digo que me cargan estos árboles y este río: estoy ya hasta la corona de céspedes, prados, arroyos y pajarillos. Démonos una vueltecita por esos mundos. Levántame: quiero subir hasta las nubes. Eso es; así me gusta: súbeme todo lo que puedas. Mira, allí a lo lejos se alcanza a ver una casa que ha de ser muy grande: ¿ves cómo brilla a los rayos del sol, cual si fuese de plata, y a su lado hay otra y otra, muchas, muchísimas casas? Sin duda aquello es lo que llaman una ciudad. Eso, eso es lo que yo deseo ver. Gracias a Dios que encuentro lo que me gusta. Vámonos derechos allá, y dejémonos de montes y valles, que son lugares impropios para este genio mío... Ya, ya se ve de cerca la ciudad. En aquel magnífico palacio que vimos primero nos hemos de meter. Corre, corre más, que me parece que no llegamos nunca.
Pronto se hallaron muy cerca de un soberbio palacio de mármol, tan grande y bello que hasta el mismo genio misterioso, que conducía a nuestra amiga, se quedó absorto ante tanta magnificencia. Oíanse por allí algazaras como de baile o festín, y músicas sorprendentes. Flotaban banderas, en los minaretes y azoteas, y por las ventanas se veía discurrir la gente alegre y bulliciosa.
«Adentro, amiguito -dijo la pluma-; colémonos por este balcón que está de par en par abierto.
Así lo hicieron, encontrándose dentro de una gran sala en la cual había hasta cien personas sentadas alrededor de vasta mesa, llena de ricos manjares y adornada de flores, todo puesto con arte y soberana magnificencia. Era igual el número de hombres al de mujeres, y si entre aquéllos los había de distintas edades, éstas eran todas jóvenes y hermosas. Los criados vestían riquísimos trajes, y un sin fin de músicos tocaban armoniosas sonatas en lo alto de una gran tribuna.
Los convidados estaban tendidos sobre cojines cubiertos de vistosos tapices: ellas adornadas con flores, y tan ligera y graciosamente vestidas, que su hermosura no podía menos de aparecer realzada con atavíos tan indiscretos. Las carcajadas, las voces y la música, impresionando el oído; el aroma de las flores y el olor aperitivo de las comidas y licores, hiriendo el olfato; la viveza de las miradas, la variedad de colores, afectando la vista, producían en aquel recinto una fascinación que habría dado al traste con la fortaleza de todos los ermitaños de la Tebaida.
La pluma, divagando por la bóveda del salón, sintió que desde la mesa subían a acariciar sus sentidos los dulces vapores de la mesa, y se embriagaba con la fragancia de los vinos, escanciados sin cesar en copas de oro. Su entusiasmo y alegría no tenían límites, y la lengua se le soltó de tal modo, que no cesó de hablar en todo el día, diciendo a su compañero y conductor:
«Esto si que es delicioso, amiguito; esto sí que es vivir. ¡Bien te decía yo que aquí habíamos de encontrar la felicidad; bien me lo anunciaba el corazón! Me están volviendo tarumba las emanaciones de esas aves, de esas especias, de esas frutas, de esos licores que parecen, llevar en sí gérmenes de vida y nos infunden aliento y júbilo. Repara en la incitante belleza do esas mujeres: ¡qué miradas! ¡qué senos! ¡qué admirable configuración la de sus cuerpos! ¡qué encantadora risa en sus labios! Pero ¿no te vuelves loco como yo? Aquí he de estarme toda la vida ¿sabes? No hay duda que la vida es el placer, y buenos tontos serán los que se anden por ahí discurriendo insulsamente por montes y valles. ¡Y yo fui tan imbécil que vi la felicidad en el amor insípido que me inspiró aquella pastora! ¡Qué fácilmente nos equivocamos!... pero ya he conocido mi error, y tengo la seguridad de no equivocarme más. Es que ya voy teniendo mucha experiencia, no te creas, y de aquí en adelante ya sé lo que tengo que hacer. Gracias a Dios que encontré lo definitivo: aquí, aquí hasta que me muera. ¡Qué placer, y qué embriaguez y qué mareo han deliciosos! ¡Sublime es esto, y cuán desgraciados los que no lo conocen!
La comida avanzaba, y la locura de los comensales tocaba a su límite: las ánforas habían dado ya su última ofrenda de vino: los convidados las habían hecho llenar de nuevo, y hasta las mujeres aturdidas, o gritaban como furias o callaban con perezoso recogimiento.
La pluma se sintió también atontada; empezó a dar vueltas y más vueltas en el aire hasta que poco a poco perdió la conciencia de lo que allí ocurría. Conservando un resto de vago conocimiento, sintió que las voces se alejaban; que caían los muebles; que se rompían con estrépito los vasos; que callaban los músicos; que obscurecido el sol, lo sustituía una débil claridad de antorchas; que éstas se extinguían después; que todo quedaba en silencio. Entonces se sintió caer, abandonada de su misterioso genio amigo: vio las flores marchitas y pisoteadas por el suelo, los restos de la comida arrojados en desorden y exhalando repugnante olor; todo revuelto y disperso, y ningún ser vivo en la sala. En su desmayo juzgó que pasaban lentamente horas y más horas, que luego amanecía, y que por fin alguien daba señales de vida en aquel palacio, ayer del regocijo y hoy de la tristeza. Los pasos se acercaban, y manos desconocidas intentaron poner en orden los restos del festín. Luego se sintió arrastrada violentamente a impulsos de un objeto áspero: abrió los ojos, ya con la cabeza despejada, y vio que era impelida por una escoba. La barrían juntamente con multitud de objetos despreciables, ajados, repugnantes y pestíferos; hojas de flores pisoteadas, pedazos de cristal aún mojados en vino, huesos de frutas aún cubiertos de saliva, cortezas de pan, espinas de salmón, con alguna hilacha de carne. Una cinta manchada de salsa, fresas espachurradas, entre las cuales lucía un alfiler tendido del zumo rojizo, y que semejaba el puñal de un asesino; piltrafas de jamón, cascaritas de hojaldre y algunos ojos de pescado que aún fijos a sus rotas cabezas, parecían contemplar con asombro y terror semejante espectáculo.
Entre estos objetos, rodando todos en tropel, fue nuestra pluma empujada por la escoba hasta parar a un gran cesto, de donde la arrojaron a un corral mil veces más inmundo que aquél de donde había salido. Al verse entre tanta basura, magullada, rota, sucia, oliendo a vino, a especias, a grasa, a saliva, empezó a lamentarse con estas patéticas frases:
«¡Ay, vientecillo de mi alma, levántame y sácame de aquí, por Dios y todos los santos! Me muero en este montón de inmundicia; yo quiero ser libre y pura como antes. A fe que te has lucido, plumita. ¡Qué error tan grosero! En buena parte has venido a concluir aquella brillante jornada de placer y felicidad. Que no me digan a mí que el placer lleva consigo otra cosa que degradaciones, bajezas, dolores y miserias. ¡Por un ratito de gozo, cuánta amargura! Y gracias a Dios que he salido con vida. Afortunadamente no seré yo quien vuelva a caer. Sácame de aquí, amigo, así te dé Dios todos los reinos de la tierra y del mar: sácame, o me muero en esta podredumbre.
El geniecillo la levantó con rapidez a grandísima altura, y allá arriba se ahuecó toda, llena de contento, para purificarse y orear su cuerpo. Apartó la vista del palacio y de la ciudad, y ambos siguieron luego su camino sin saber a dónde iban.
«Ni los campos tranquilamente fastidiosos; ni los palacios, que son mansión del hastío, me hacen a mi maldita gracia -decía la pluma.- Por fuerza hemos de encontrar pronto lo quo cuadra a mi genio. ¿Ves? O yo me engaño mucho, o aquel gentío que ocupa la llanura que tenemos delante, nos va a detener allí con el espectáculo de algún acto sublime. Vamos pronto, que ya siento viva curiosidad. O yo no sé lo que son ejércitos, o lo que allí se divisa son dos que van a encontrarse y a reñir. ¡Sublime acontecimiento! ¡Bendito sea Dios que nos ha deparado ocasión de presenciar una batalla! He aquí una cosa que me entusiasma. Me pirro yo por las batallas. ¡La gloria! Te digo que se me va la cabeza cuando hablo de esto. Tarde ha sido, amigo, pero al fin he encontrado la norma de mi destino. Mira, ya van a empezar. Coloquémonos encima de aquellos que parecen ser los caudillos de uno de los dos ejércitos, y veamos la que se va a armar aquí.
Efectivamente, dos grandes y poderosas huestes iban a chocar en aquella planicie. ¿A qué describir el brillo de las armas, las empresas de los escudos, el ardor de los combatientes; el relinchar de los corceles y demás accidentes de la empellada refriega? La pluma, palpitando de emoción, vio los primeros encuentros, y no apartaba los ojos del que parecía ser rey del ejército por quien más tarde se decidió la victoria. El tal rey llevaba un casco de oro, armadura de bruñido acero, y oprimía los lomos de soberbio caballo tordo. Ninguno le igualaba en furor y osadía, razón por la cual su gente, entusiasmada con tal ejemplo, arrollaba a los contrarios cual si fuesen manadas de carneros.
Nuestra viajera no sabía cómo expresar su frenético alborozo ante la sublime tragedia.
«¡La gloria! ¡qué gran cosa es la gloria! -exclamaba, siguiendo lo más cerca posible al rey victorioso. -Estoy en mi centro, esta es la vida, esto es lo que cuadra a mi genio esto es la felicidad; gracias a Dios que he encontrado lo que quería. ¡Y fui tan imbécil que perdí el tiempo en frívolos amores y en livianos placeres! ¡La verdad es que se equivoca uno tontamente! Pero ya voy teniendo experiencia, y no me equivocaré más. La gloria es lo que más enaltece el alma. Mira, amiguito mío, cómo vencen los de aquí. Ya van los otros en retirada. ¡Grande y poderoso Rey! Daría la mitad de mi vida, por ponerme encima de su casco, de aquel áureo yelmo, ante cuya cimera se inclinarán con pavura todos los monarcas y naciones de la tierra. Vamos, esto me enajena; ¿no oyes cómo crujen las armas, cómo relinchan los caballos y cómo blasfeman los combatientes, encendidos en marcial coraje? ¡Gloriosa muerte la de los unos y gloriosísima victoria la de los otros!
Ésta fue decisiva para el rey del áureo casco y del caballo tordo. Su ejército triunfante persiguió en veloz carrera al enemigo, y la pluma siguió la triunfal marcha revoloteando sobre la cabeza del héroe. Corrían sin fatigarse hasta que llegó la noche. Luego se detuvieron, satisfechos de haber aniquilado en su fuga al ejército contrario. Acamparon los vencederos, se armó la tienda del Rey, preparésele comida y lecho; y en aquella hora de la reflexión y del reposo, pasada la exaltación primera, hasta la pluma bajó a la tierra cubierta de cadáveres, de sangre, de ruinas.
Entonces la viajera sintió frío glacial, extraordinaria fatiga y una modorra que no pudo vencer evocando los recuerdos del épico combate. En su letargo, creyó sentir los lamentos de los heridos, mezclados con horrorosas imprecaciones. No tardaron en venir las madres, las hermanas, los tiernos hijos, sosteniéndose entre sí, porque el dolor aflojaba sus desmayados cuerpos, alumbrándose con triste linterna para buscar al padre, al hijo, al esposo, al hermano. Hombres horribles, tipo medio entre el sayón y el sepulturero, cavaban la profunda y holgada fosa, donde eran arrojados los infelices muertos de ambos ejércitos. Las santas mujeres buscaban aun entre aquellos despojos, mal cubiertos por la tierra, a los seres queridos, y hasta hubieran escarbado para sacarlos de nuevo, si las voces y los lamentos que más allá se oían no las dieran la esperanza de que en otro lugar estarían quizás los que buscaban. Graznando lúgubremente bajaron los buitres y demás aves que tienen su festín en los campos de batalla; la lluvia encharcó el piso amasando lechos de fango y sangre para los pobres difuntos, y el frío remató a los heridos que esperaban escapar a la muerte. ¡Tremenda noche! Volviendo de su letargo, pudo observar la pluma que cuanto había visto no era alucinación, sino realidad clarísima. Quiso huir, pero se detuvo sobrecogida porque en la cercana tienda del Rey sonaron gritos y juramentos y fuerte choque de armas. Varios hombres salieron de allí luchando, y una voz dijo: «muera el tirano», y otras, exclamaron: «¡han asesinado al Rey!» En efecto así era: el héroe victorioso había sido sacrificado por sus ambiciosos generales, ávidos de repartirse el botín y apoderarse del reino.
«Viento querido, amigo mío, sácame de aquí -gritó la pluma agitando su fleco para volar.- Levántame; llévame por esos aires de Dios, que no quiero ver tantos horrores. ¡Maldita sea la gloria y malditos los pícaros que la inventaron! Parece mentira que me haya dejado alucinar por tan craso disparate. Ya ves que de la gloria no se saca cosa alguna, si no es la desesperación, el odio, la envidia y todas las bajezas de la ambición. ¡Cuánto más valen la dulce modestia y una apacible obscuridad! Gracias a Dios que he salido de las tinieblas del error. Tres veces me equivoqué; pero al fin la luz ha entrado en mi cabeza, y ya tengo la certeza de no equivocarme más, ¡Cuán claro veo ahora todo! ¡Qué bien considero y profundizo la verdad de las cosas! No, no volverá a incurrir en tales tonterías. Por supuesto, siempre es conveniente equivocarse para adquirir experiencia y estudiar y conocer la vida felizmente, ya sé a qué atenerme. Dichosos los que han pasado tantas amarguras y visto tantísimo mundo... Pero si no tengo telarañas en los ojos, amigo vientecillo, allá a lo lejos se distingue una altísima torre que debe de ser de alguna catedral. Sí, a medida que nos acercamos se va destacando la mole del edificio... No parece sino que Dios nos ha encaminado a este sitio para que nos arrepintamos de nuestras culpas y aprendamos de todas las cosas, consuelo de todas las aflicciones, asilo de todos los extraviados... ¡Ay! vamos pronto, que ya tengo deseo de entrar allí: ¿no oyes el repicar de las campanas? ¿no ves cómo el sol perfila con rayos de oro las mil estatuas erigidas en los pináculos y agujas que rematan el grandioso monumento por una y otra parte? Date prisa y lleguemos pronto, amiguito; ¡qué pesado te has vuelto! A ver si encontramos un agujerito por donde introducirnos.
Dieron vueltas alrededor del templo, que era ojival y de sorprendente hermosura, y al fin, hallando un vidrio roto, se colaron dentro sin pedir permiso al sacristán. Soberbio espectáculo se ofreció a las miradas de nuestros dos viajeros. La vasta nave y sus haces de columnas delicadísimas, que remataban en palmeras, entreteniéndose para formar la bóveda; las ventanas rasgadas en toda la extensión del pavimento y cubiertas con el diáfano muro de cristales de colores; la multitud de figuras representativas; la fauna, la flora; la riqueza de los altares, las luces, sus resplandecientes trajes de los sacerdotes, el incienso, formando azuladas nubes; el son del órgano, a veces suave y apagado como la respiración de un niño que duerme, después fuerte y estentóreo como el resoplido de un gigante colérico; el coro grave y los rezos quejumbrosos, todo esto impresionó de tal modo a nuestra viajera, que estuvo un buen rato pegada a la bóveda, sin atreverse a descender, sobrecogida de admiración, piedad y respeto.
«Me falta poco para llorar, amigo vientecillo -dijo-. Aunque un poco tardío, mi arrepentimiento es seguro. ¡Con cuánto gozo abro mis ojos a la luz de la verdad! ¿Y habrá quien sostenga que puede haber dicha, reposo y paz fuera de la religión sacratísima? Santa y sublime fe: a ti vengo fatigada de las luchas del mundo, el alma llena de congoja y atormentada por el recuerdo de mis pasados extravíos. Inexperta y alucinada, juzgué que el mejor empleo y ocupación de mi ser era el amor, los goces o la incitante gloria, cosas ¡ay! de liviana realidad, que se desvanecen pasada la ilusión primera. Mi alma está pura, y anhela reposarse en el bien. Aborrezco el mundo; pienso sólo en Dios, imán de nuestros corazones, fuente de toda salud, principio de toda inteligencia. Aquí, en este santo y bello asilo, creado por el arte y la fe, he de pasar lo que me resta de vida. Segurísima estoy ahora de no variar de inclinaciones ni de pensamiento. Aquí, siempre aquí. Dulce es, entre todas las dulzuras, zambullir el pensamiento en la idea de Dios, adorarle, contemplarle, confundirnos ante su presencia como granos de polvo frágiles plumas que somos las criaturas. Vientecillo, puedes marcharte, que yo me quedo aquí para toda la vida. ¡Cuán feliz soy!
Calló la pluma y se acurrucó con devota compostura en la punta de una de las espinas que ceñían la frente del dorado Cristo suspendido en lo más alto del retablo. Cesaron cantos, apagáronse las luces. Rumores extraños de misales que se cierran, de goznes rechinantes, de papeles de música que se arrollan, de cortinas que se corren tapando un santo, de llaves que crujen en la enmohecida cerradura, de acólitos que tropiezan, corriendo hacia la sacristía, de rosarios que se guardan, sustituyeron a la imponente salmodia de antes; y las pisadas de los hombres y las faldas de las mujeres levantaron ligera nube de polvo que subió confundirse con los desgarrados celajes del incienso, vagabundos aun por las altas bóvedas, como los girones de nubes que corren por el cielo después de una tempestad.
Vino la noche, y los vidrios se obscurecieron, tomando tintas suaves y misteriosas. La gran nave quedó por fin en completa sombra; mas en lo alto de sus muros velaban, como espectros de moribundo resplandor, las pintadas efigies de cristal. En el centro del lóbrego santuario lucía un punto de luz: era la lámpara del altar, que como un alma despierta y vigilante oraba en el recinto. Su débil claridad apenas iluminaba los pies del Santo Cristo próximo, y el blanco cuerpo de un obispo de mármol que, tendido en su mausoleo, parecía como que a ratos abría la boca para bostezar.
Pasaron horas y más horas, que por lo largas parecían noches empalmadas, sin días que las separasen, y la pluma acabo sus rezos y los volvió a empezar, y acabados de nuevo, y agotado todo el repertorio de oraciones, que sabía, dijo otras que sacaba de su cabeza, hasta que al fin, no nada, aburrida de aburrirse, se dejó decir:
«Vientecillo, me alegro de que no te hayas ido. Ven acá un momento: ¿sabes que siento así como ganas de dar un paseíto por ahí fuera? No es que quiera abandonar este sitio; pues lo dicho, dicho: aquí he de estarme toda la vida. Es que, hablando con sinceridad, esto es bastante triste, y no sé, no sé... las horas tienen una longitud desmesurada. Si me apuras te diré con mi habitual franqueza que me aburro soberanamente. ¿Por qué no hemos de salir a refrescarnos la cabeza y a ver el cielo? Pues por mucha que sea nuestra devoción, no hemos de estar siempre reza que te reza, y conviene dar al ánimo esparcimiento para cobrar fuerzas y... ya me entiendes. Salgamos, que en realidad no tiene maldita gracia que nos estemos aquí hechos unos pasmarotes. Y repara que después que aquellos señores acabaron de cantar, esto está tan solo y obscuro que antes impone miedo que piedad. Larguémonos fuera un ratito, que una cosa es la fe y otra el saludable recreo del cuerpo y del alma.
Salieron por donde habían entrado, y al hallarse fuera, la pluma prorrumpió en exclamaciones:
«¡Oh, gracias a Dios que veo otra vez el profundo cielo, las altas estrellas y la luna! ¡Qué hermosura! Paréceme que hace años que no he visto este admirable espectáculo siempre nuevo y seductor. Mira, alarguemos nuestro paseíto, que en nada se admira tanto a Dios como en la naturaleza, ni nada es en ésta tan bello como la noche. Vaya, con franqueza, amigo viento: ¿no es esto más hermoso que el antro sombrío y estrecho de la catedral? Compara aquella lámpara con estas luminarias celestiales que tenemos encima de nuestras cabezas... Sigamos un poquitín más allá; que si no volviéramos, ya encontraríamos otra catedral en que meternos. Hay muchas, mientras que cielos no hay más que uno... ¡Cuánto se aprende viviendo! ¿Sabes lo que se me ha ocurrido? Pues que la religión es cosa admirable; pero que consagrarse enteramente a ella sin pensar en nada más, me parece una gran majadería. Ya voy teniendo experiencia, y. veo todas las cosas con mucha claridad. Para alabar a Dios y honrarle, me parece a mí que antes que pasarnos la vida metidas en las iglesias, debemos las plumas emplear constantemente nuestro pensamiento en conocer y apreciar las leyes por el mismo Dios creadas. Yo, si quieres que te hable con el corazón en la mano, no tengo muchas ganas de volver a la catedral, fuera de que ya hemos perdido, el camino y no lo encontraremos fácilmente. ¿No te parece que debemos lanzarnos por esos espacios anchísimos buscando en ellos la razón de todas las cosas? Siento tal curiosidad que no sé qué haría por satisfacerla. ¡Saber! Ése es el objeto de nuestra vida; en saber consiste la felicidad. No negaré yo que la Fe es muy estimable; pero la Ciencia, amigo mío, ¡cuánto más estimable es! Por consiguiente, te confieso con toda ingenuidad que he variado de ideas; pero con el firme propósito de que sea ésta la última vez. Quiero, a fe de pluma de origen divino, examinar cómo y por qué se mueven esos astros, a qué distancia están unos de otros; qué tamaño y qué cantidad de agua tienen los mares; qué hay dentro de la tierra; cómo se hacen la lluvia, el rayo, el granizo; de qué diablos está compuesto el sol; qué cosa es la luz y qué el calor, etc., etcétera. Me da la gana de saber todas esas cosas. Gracias a Dios que he encontrado la verdadera y legítima ocupación de mi espíritu. Ni el amor pastoril, ni los placeres sensuales, ni la terrible y estúpida gloria, ni el misticismo estéril enaltecen al ser. ¡El conocimiento! ahí tienes la vida, la verdadera vida, amigo vientecillo. Bendigo mis errores, de cuyas tinieblas saqué la luz de mi experiencia y la certeza del destino que tenemos las plumas. Llévame, amigo, llévame por ahí, pronto, que hay mucho que ver y mucho que estudiar.
Corrieron, volaron, y la pluma no se cansaba de sus observaciones especulativas. Estudió la marcha de los astros y las distancias a que están de la tierra; atravesó el inmenso Océano de una orilla a otra; hízose cargo de la configuración y trazado de las costas; midió el globo, fijando la atención en la diversidad de sus climas y habitantes; penetró en las cavernas profundas, donde existen los indescifrables documentos de la Mineralogía, y leyó el gran libro Geológico, en cuyas páginas o capas hablan idioma parecido al de los jeroglíficos la multitud de fósiles, siglos muertos que tan bien saben contar el misterio de las pasadas vidas; todo lo estudió, lo conoció y se lo metió en el magín, y entretanto no cesaba de repetir:
«¡Gran cosa es la Ciencia! ¡Y cuánto me felicito de haber entrado por este camino, el único digno de nuestro noble origen! Pero lo que me enfada es que nunca llegamos al fin: a medida que voy aprendiendo se me presentan nuevos misterios y enigmas. Yo quisiera aprendérmelo todo de una vez. Es mucho cuento éste, de que nunca se le ve el fondo al odre de la sabiduría. ¡Ay! Vientecillo perezoso, corre más, a ver si conseguimos llegar a un punto donde no haya más tierra, ni más mar, ni más cielo, ni más estrellas... Esto no se acaba nunca. Corramos, volemos, que no ha de haber cosa que yo no vea ni examine, ni arcano que no se me revele. He de saber cómo es Dios, cómo es el alma humana, de dónde salimos las plumas y a donde volvemos, después de dar nuestro último vuelo en el viaje de la existencia.
Y así transcurrió un lapso de tiempo indeterminable, y ni se veía el fin de la Ciencia, ni la sed de saber encontraba donde saciarse por completo. Ya habían recorrido toda la atmósfera que rodea nuestro planeta; y la buena pluma, cansada y aburrida, sin fuerzas para avanzar más, giraba alrededor de su eje con desorden y aturdimiento, como un astro que se vuelve loco y olvida la ley de su rotación.
«¡Ay! vientecillo -exclamaba lánguidamente- ya estoy confusa, ya estoy mareada. ¿De qué vale la ciencia, si al fin, después de tanto investigar, más me espanta lo que ignoro que me satisface lo que sé? ¡Ay! compañero mío, de desengaños, sólo sé que no sé una condenada palabra de nada. Esto es para volverse una loca. Llévame a un sitio recóndito donde encuentre el consuelo del olvido. Quiero aniquilarme; quiero reposar en completa calma, dando paz al pensamiento y a la imaginación siempre ambiciosa. ¡Cuántas equivocaciones en tan breve tiempo! Ni el amor, ni el placer, ni la gloria, ni la religión, ni la Ciencia me satisfacen. El lugar de paz y de contento perdurable con que soñaba para pasar la vida, no se encuentra en parte alguna. Experiencia lenta y dolorosa, ¿de qué sirves? Si ese lugar que busco no existe por aquí, forzosamente ha de exigir en alguna otra región. Busquémoslo, amigo leal y ya inseparable... Veo que no estás menos aburrido y desilusionado que yo. ¡Ay! yo desfallezco; apenas puedo sostenerme en tus brazos; todo me desagrada, el aire, la luz, los árboles, la mar, el espacio; las estrellas, el sol.
Fijaron la vista en la tierra, de la cual muy cerca estaban, y vieron una como procesión que se dirigía a un bosquecillo frondoso, entre cuya verdura se destacaban objetos de blanquísimo mármol. Era un cementerio, y la procesión un entierro. Observaron nuestros viajeros que sobre la tierra había sido colocado un ataúd pequeño y azul. Abriéronlo algunos de los circunstantes, y todos los demás se agruparon en derredor para ver las facciones de la muerta: era una niña como de diez años, coronada de flores, las manecitas cruzadas en actitud de rezar no se sabe qué, y semejante a un ángel de cera, tan bonito y puro, que al verle todos se admiraban de que se hubiera tomado el trabajo de vivir.
«Aquí, aquí quiero estar siempre, querido vientecillo. Suéltame, déjame caer -dijo la pluma, desasiéndose de los brazos de su amado conductor, para caer dentro del ataúd.
Éste se cerró, y el vientecillo, que empezaba a dar revoloteos para sacarla con maña, no pudo conseguirlo, y la pluma, quedó dentro.
¿Acabarán con esto tus paseos, oh alma humana?
Abril de 1872.
Érase un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer a un viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal edificio en el estante de su dueto, la tabla que lo sostenía amenazaba desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía, un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y a la posteridad el nombre, y significación de aquel gran monumento.
Por dentro era mi laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se le igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus números llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres corredores o crujías muy grandes, y en estas crujías se hallaban innumerables celdas, ocupadas por los ochocientos o novecientos mil seres que en aquel vastísimo recinto tenían su habitación. Estos seres se llamaban palabras.
Una mañana sintiose gran ruido de voces, putadas, choque de armas, roce de vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se levantara y vistiese a toda prisa, apercibiéndose para una tremenda batalla. Y a la verdad, cosa de guerra debía de ser, porque a poco rato salieron todas o casi todas las palabras del Diccionario, con fuertes y relucientes armas, formando un escuadrón tan grande que no cupiera en la misma Biblioteca Nacional. Magnífico y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino, que en el propio estante se hallaba a la sazón.
Avanzó la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio. Trataré de describir el orden y aparato de aquel ejército, siguiendo fielmente la veraz, escrupulosa y auténtica narración de mi amigo el Flos sanctorum.
Delante marchaban unos heraldos llamados Artículos, vestidos con magníficas dalmáticas y cotas de finísimo acero: no llevaban armas, y si los escudos de sus señores los Sustantivos, que venían un poco más atrás. Éstos, en número casi infinito, eran tan vistosos y gallardos que daba gozo verlos. Unos llevaban resplandecientes armas del más puro metal, y cascos en cuya cimera ondeaban plumas y festones; otros vestían lorigas de cuero finísimo, recamadas de oro y plata; otros cubrían sus cuerpos con luengos trajes talares, a modo de senadores venecianos. Aquéllos montaban poderosos potros ricamente enjaezados, y otros iban a pie. Algunos parecían menos ricos y lujosos que los demás; y aun puede asegurarse que había bastantes pobremente vestidos, si bien éstos eran poco vistos, porque el brillo y elegancia de los otros, como que les ocultaba y obscurecía. Junto a los Sustantivos marchaban los Pronombres, que iban a pie y delante, llevando la brida de los caballos, o detrás, sosteniendo la cola del vestido de sus amos, ya guiándoles a guisa de lazarillos, ya dándoles el brazo para sostén de sus flacos cuerpos, porque, sea dicho de paso, también había Sustantivos muy valetudinarios y decrépitos, y algunos parecían próximos a morir. También se veían no pocos Pronombres representando a sus amos, que se quedaron en cama por enfermos o perezosos, y estos Pronombres formaban en la línea de los Sustantivos como si de tales hubieran categoría. No es necesario decir que los había de ambos sexos; y las damas cabalgaban con igual donaire que los hombres, y aun esgrimían las armas con tanto desenfado como ellos.
Detrás venían los Adjetivos, todos a pie; y eran como servidores o satélites de los Sustantivos, porque formaban al lado de ellos, atendiendo a sus órdenes para obedecerlas. Era cosa sabida que ningún caballero Sustantivo podía hacer cosa derecha sin el auxilio, de un buen escudero de la honrada familia de los Adjetivos; pero éstos, a pesar de la fuerza y significación que prestaban a sus amos, no valían solos ni un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto quedaban solos. Eran brillantes y caprichosos sus adornos y trajes, de colores vivos y formas muy determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo, éste tomaba el color y la forma de aquéllos, quedando transformado al exterior, aunque en esencia el mismo.
Como a diez varas de distancia venían los Verbos, que eran unos señores de lo más extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía.
No es posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus facciones, ni contar su edad, ni describirlos con precisión y exactitud. Basta saber que se movían mucho y a todos lados, y tan pronto iban hacia atrás como hacia delante, y se juntaban dos para andar emparejados. Lo cierto del caso, según me aseguré el Flos sanctorum, es que sin los tales personajes no se hacía cosa a derechas en aquella República, y, si bien los Sustantivos eran muy útiles, no podían hacer nada por sí, y eran como instrumentos ciegos cuando algún señor Verbo no los dirigía. Tras éstos venían los Adverbios, que tenían cataduras de pinches de cocina; como que su oficio era prepararles la comida a los Verbos y servirles en todo. Es fama que eran parientes de los Adjetivos, como lo acreditaban viejisímos pergaminos genealógicos, y aun había Adjetivos que desempeñaban en comisión la plaza de Adverbios, para lo cual bastaba ponerles una cola o falda que, decía: mente.
Las Preposiciones, eran enanas; y más, que personas parecían cosas, moviéndose iban junto a los Sustantivos para llevar recado a algún Verbo, o viceversa. Las Conjunciones andaban por todos lados metiendo bulla; y una de ellas especialmente, llamada que, era el mismo enemigo y a todos los tenía revueltos y alborotados, porque indisponía a un señor Sustantivo con un señor Verbo, y a veces trastornaba lo que éste decía, variando completamente el sentido. Detrás de todos marchaban las interjecciones, que no tenían cuerpo, sino tan sólo cabeza con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y se manejaban solas; que, aunque pocas en número, es fama que sabían hacerse valer.
De estas palabras, algunas eran nobilísimas, y llevaban en sus escudos delicadas empresas, por donde se venía en conocimiento de su abolengo latino o árabe; otras, sin alcurnia antigua de que vanagloriarse, eran nuevecillas, plebeyas o de poco más o menos. Las nobles las trataban con desprecio. Algunas había también en calidad de emigradas de Francia, esperando el tiempo de adquirir nacionalidad. Otras, en cambio, indígenas hasta la pared de enfrente, se caían de puro viejas, y yacían arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración a sus arrugas; y las había tan petulantes y presumidas, que despreciaban a las demás mirándolas enfáticamente.
Llegaron a la plaza del Estante y la ocuparon de punta a punta. El verbo Ser hizo una especie de cadalso o tribuna con dos admiraciones y algunas comas que por allí rodaban, y subió a él con intención de despotricarse; pero le quitó la palabra un Sustantivo muy travieso y hablador, llamado Hombre, el cual, subiendo a los hombros de sus edecanes, los simpáticos Adjetivos Racional y Libre, saludó a la multitud, quitándose la H, que a guisa de sombrero le cubría, y empezó a hablar en estos o parecidos términos:
«Señores: La osadía de los escritores españoles ha irritado nuestros ánimos, y es preciso darles justo y pronto castigo. Ya no les basta introducir en sus libros contrabando francés, con gran detrimento de la riqueza nacional, sino que cuando por casualidad se nos emplea, trastornan nuestro sentido y nos hacen decir lo contrario de nuestra intención. (Bien, bien.) De nada sirve nuestro noble origen latino, para que esos tales respeten nuestro significado. Se nos desfigura de un modo que da grima y dolor. Así, permitidme que me conmueva, porque las lágrimas brotan de mis ojos y no puedo reprimir la emoción». (Nutridos aplausos.)
El orador se enjugó las lágrimas con la punta de la e, que de faldón le servía, y ya se preparaba a continuar, cuando le distrajo el rumor de una disputa que no lejos se había entablado.
Era que el Sustantivo Sentido estaba dando de mojicones al Adjetivo Común, y le decía:
«Perro, follón y sucio vocablo; por ti me traen asendereado, y me ponen como salvaguardia de toda clase de destinos. Desde que cualquier escritor no entiende palotada de una ciencia, se escuda con el Sentido Común, y ya le parece que es el más sabio de la tierra. Vete, negro y pestífero Adjetivo, lejos de mí, o te juro que no saldrás, con vida de mis manos.
Y al decir esto, el Sentido enarboló la t, y dándole un garrotazo con ella a su escudero, le dejó tan malparado, que tuvieron que ponerle un vendaje en la o, y bizmarle las costillas de la m, porque se iba desangrando por allí a toda prisa.
«Haya paz, señores -dijo un Sustantivo Femenino llamado Filosofía, que con dueñescas tocas blancas apareció entre el tumulto. Mas en cuanto le vio otra palabra llamada Música, se echó sobre ella y empezó a mesarla los cabellos y a darla coces, cantando así:
-Miren la bellaca, la sandía, la loca; ¿pues no quiere llevarme encadenada -con una Preposición, diciendo que yo tengo Filosofía? Yo no tengo sino Música, hermana. Déjeme en paz y púdrase de vieja en compañía de la Alemana, que es obra vieja loca.
-Quita allá, bullanguera -dijo la Filosofía arrancándole a la Música el penacho o acento que muy erguido sobre la u llevaba: -quita allá, que para nada vales, ni sirves más que de pasatiempo pueril.
-Poco a poco, señoras mías -gritó un Sustantivo, alto, delgado, flaco y medio tísico, llamado el Sentimiento. A ver, señora Filosofía, si no me dice usted esas cosas a mi hermana o tendremos que vernos las caras. Estese usted quieta y deje a Perico en su casa, porque todos tenemos trapitos que la lavar, y si yo saco los suyos, ni con colada habrán de quedar limpios.
-Miren el mocoso -dijo la Razón que andaba por allí en paños menores y un poquillo desmelenada, -¿qué sería de estos badulaques sin mí? No reñir, y cada uno a su puesto, que si me incomodo...
-No ha de ser -dijo el Sustantivo Mal, que en todo había de meterse.
-¿Quién le ha dado a usted vela en este entierro, tío Mal? Váyase al Infierno, que ya está de más en el mundo.
-No, señoras, perdonen usías, que no estoy sino muy retebién. Un poco decaidillo andaba; pero después que tomó este lacayo, que ahora me sirve, me voy remediando.- Y mostró un lacayo que era el Adjetivo Necesario.
-Quítenmela, que la mato -chillaba la Religión, que había venido a las manos con la Política;- quítenmela que me ha usurpado el nombre para disimular en el mundo sus socaliñas y gatuperios.
-Basta de indirectas. ¡Orden! -dijo el Sustantivo Gobierno, que se presentó para poner paz en el asunto.
Déjalas que se arañen, hermano -observó la Justicia-; déjelas que se arañen que ya sabe vuecencia que rabian de verse juntas. Procuremos nosotros no andar también a la greña, y adelante con los faroles.
¡Mientras esto ocurría, se presentó un gallardo Sustantivo, vestido con relucientes armas, y trayendo un escudo con peregrinas figuras y lema de plata y oro. Llamábase el Honor y venía a quejarse de los innumerables desatinos que hacían los humanos en su nombre, dándole las más raras aplicaciones, y haciéndole significar lo que más les venía a cuento. Pero el Sustantivo Moral, que estaba en un rincón atándose un hilo en l que se le había roto en la anterior refriega, se presentó, atrayendo la atención general. Quejose de que se le subían a las barbas ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó diciendo que no le gustaban ciertas compañías y que más le valiera andar solo, de lo cual se rieron otros muchos Sustantivos fachendosos que no llevaban nunca menos de seis Adjetivos de servidumbre.
Entretanto, la Inquisición, una viejecilla que no se podía tener, estaba pesando fuego a una hoguera que había hecho con interrogantes gastados, palos de T y paréntesis rotos, en la cual hoguera dicen que quería quemar a la Libertad, que andaba dando zancajos por allí con muchísima gracia y desenvoltura. Por otro lado estaba el Verbo Matar dando grandes voces, y cerrando el puño con rabia, decía de vez en cuando:
«¡Si me conjugo...!
Oyendo lo cual el Sustantivo Paz, acudió corriendo tan a prisa, que tropezó en la ¿con que venía calzada, y cayó cuan larga era, dando un gran batacazo.
Allá voy -gritó el Sustantivo Arte, que ya se había metido a zapatero.- Allá voy a componer este zapato, que es cosa de mi incumbencia.
Y con unas comas le clavó la z a la Paz, que tomó vuelo, y se fue a hacer cabriolas ante el Sustantivo Cañón, de quien dicen estaba perdidamente enamorada.
No pudiendo ni el Verbo Ser, ni el Sustantivo Hombre, ni el Adjetivo Racional, poner en orden a aquella gente, y comprendiendo que de aquella manera iban a ser vencidos en la desigual batalla que con los escritores españoles tendrían que emprender, resolvieron volverse a su casa. Dieron orden de que cada cual entrara en su celda, y así se cumplió; costando gran trabajo encerrar a algunas camorristas que se empeñaban en alborotar y hacer el coco.
Resultaron de este tumulto bastantes heridos, que aún están en el hospital de sangre o sea Fe de erratas del Diccionario. Han determinado congregarse de nuevo para examinar los medios de imponerse a la gente de letras. Se están redactando las pragmáticas que establecerán el orden en las discusiones. No tuvo resultado el pronunciamiento, por gastar el tiempo los conjurados en estériles debates y luchas de amor propio, en vez de congregarse para combatir al enemigo común: así es que concluyó aquello como el Rosario de la Aurora.
El Flos sanctorum me asegura que la Gramática había mandado al Diccionario una embajada de géneros, números y casos, para ver si por las buenas y sin derramamiento de sangre se arreglaba los trastornados asuntos de la Lengua Castellana.
Madrid, Abril de 1868.
«Me gustaría enteramente sentimental, que llegase al alma, que hiciera llorar... Yo cuando leo y no lloro, me parece que no he leído. ¿Qué quiere usted? yo soy así, -me dijo el duque de Cantarranas, haciendo con los gestos frente, boca y narices uno de aquellos nerviosos que le distinguen de los demás duques y de todos los mortales.
-Yo le aseguro a usted que será sentimental, será de esas que dan convulsiones y síncopes; hará llorar a todo el género humano, querido señor duque, -le contesté abriendo el manuscrito por la primera página.
-Eso es lo que hace falta, amigo mío: sentimiento, sentimiento. En este siglo materialista, conviene al arte despertar los nobles afectos. Es preciso hacer llorar a las muchedumbres, cuyo corazón esta endurecido por la pasión política, cuya mente está extraviada por las ideas de vanidad que les han imbuido los socialistas. Si no pone usted ahí mucho lloro, mucho suspiro, mucho amor contrariado, mucha terneza, mucha languidez, mucha tórtola y mucha codorniz, le auguro un éxito triste, y lo que es peor, el tremendo fallo de reprobación y anatema de la posteridad enfurecida.
Dijo; y afectando la gravedad de un Mecenas, mirome el duque de Cantarranas con expresión de superioridad, no sin hacer otro gesto nervioso que parecía hundirle la nariz, romperle la boca y rasgarle el cuero de la frente, de su frente olímpica en que resplandecía el genio apacible, dulzón y melancólico de la poesía sentimental.
Aquello me turbó. ¡Tal autoridad tenía para mí el prócer insigne! Cerré y abrí el manuscrito varias voces; pasé fuertemente el dedo por el interior de la parte cosida, queriendo obligar a las hojas a estar abiertas sin necesidad de sujetarlas con la mano; paseé la vista por los primeros renglones, leí el título, tosí, moví la silla, y, con franqueza lo declaro, habría deseado en aquel momento que un pretexto cualquiera, verbi gracia, un incendio en la casa vecina, un hundimiento o terremoto, me hubieran impedido leer; porque, a la verdad, me hallaba sobrecogido ante el respetable auditorio que a escucharme iba. Componíase de cuatro ilustres personajes de tanto peso y autoridad en la república de las letras, que apenas comprendo hoy cómo fui capaz de convocarles para una lectura de cosa mía, naturalmente pobre y sin valor. Aterrábame, sobre todo, el mencionado duque de los gestos nerviosos, el más eminente crítico de mi tiempo, según opinión de amigos y adversarios.
Sin embargo, Su Excelencia había ido allí, como los demás, para oírme leer aquel mal parto de mi infecundo ingenio, y era preciso hacer un esfuerzo. Me llené, pues, de resolución, y empecé a leer.
Pero permitidme, antes de referir lo que leí, que os dé alguna noticia del grande, del ilustre, del imponderable duque de Cantarranas.
Era un hidalguillo de poco más o menos, atendida su fortuna, que consistía en una posesión enclavada en Meco, dos casas en Alcobendas y un coto en la Puebla de Montalbán; también disfrutaba de unos censos en el mismo lugar y de unos dinerillos dados a rédito. A esto habían venido los estados de los Cantarranas, ducado cuyo origen es de los más empingorotados. Así es que el buen duque era pobre de solemnidad; porque la posesión no lo daba más que unos dos mil reales, y esos mal pagados, las casas no producían tres maravedises, porque la una estaba destechada, y la otra, la solariega por más señas, era un palacio destartalado, que no esperaba sino un pretexto para venirse al suelo con escudo y todo. Nadie lo quería alquilar porque tenía fama de estar habitado por brujas, y los alcobendanos decían que allí se aparecían de noche las irritadas sombras de los Cantarranas difuntos.
El coto no tenía más que catorce árboles, y esos malos. En cuanto a caza, ni con hurones se encontraba, por atravesar la finca una servidumbre desde principios del siglo, en que huyó de allí el último conejo de que hay noticia. Los dinerillos le producían, salvo disgustos, apremios y tardanzas, unos tres mil realejos. Así es que Su Excelencia no poseía más que gloria y un inmenso caudal de metáforas, que gastaba con la prodigalidad de un millonario. Su ciencia era mucha, su fortuna escasa, su corazón bueno, su alma una retórica viviente, su persona... su persona merece párrafo aparte.
Frisaba en los cuarenta y cinco años; y esto que sé por casualidad, se confía aquí como sagrado secreto, porque él, ni a tirones pasaba de los treinta y nueve. Era colorado y barbipuntiagudo, con lentes que parecían haber echado raíces en lo alto de su nariz. Éstas llamaron siempre la atención de los frenólogos por una especial configuración en que se traslucía lo que él llamaba exquisito olfato moral. Para la Ciencia eran un magnífico ejemplar de estudio, un tesoro; para el vulgo eran meramente grandes. Pero lo más notable de su cariz era la afección nerviosa que padecía, pues no pasaban dos minutos sin que hiciese tantos y tan violentos visajes, que sólo por respeto a tan alta persona, no se morían de risa los que le miraban.
Su vestido era lección o tratado de economía doméstica. Describir cómo variaba los cortes de sus chalecos para que siempre pareciesen de moda, no es empresa de plumas vulgares. Decir con qué prolijo esmero cepillaba todas las mañanas sus dos levitas y con qué amor profundo les daba aguardiente en la tapa del cuello, cuidando siempre de cogerlas con las puntas de los dedos para que no se le rompieran, es hazaña reservada a más puntuales cronistas.
¿Pues y la escrupulosa revista de roturas que pasaba cada día a sus dos pantalones, y los remojos, planchados y frotamientos con que martirizaba su gabán, prenda inocente que había encontrado un purgatorio en este mundo? En cuanto a su sombrero, basta decir que era un problema de longevidad. Su ignora qué talismán poseía el duque para que ni un átomo de polvo, ni una gota de agua manchasen nunca sus inmaculados pelos. Añádase a esto que siempre fue un misterio profundo la salud inalterable de un paraguas de ballena que le conocí toda la vida, y que mejor que el Observatorio podría dar cuenta de todos los temporales que se han sucedido en veinte años. Por lo que hace a los guantes, que habían paseado por Madrid durante cinco abriles su demacrada amarillez, puede asegurarse que la alquimia doméstica tomaba mucha parte en aquel prodigio. Además el duque tenía un modo singularísimo de poner las manos, y a esto, más que a nada, se debe la vida perdurable de aquellas prendas, que él, usando una de sus figuras predilectas, llamaba el coturno de las manos. Puede formarse idea de su modo de andar, recordando que las botas me visitaron tres años seguidos, después de tres remontas; y sólo a un sistema de locomoción tan ingenioso como prudente, se deben las etapas de vida que tuvieron las que, valiéndonos de la retórica del duque, podremos llamar las quirotecas de los pies.
Usaba joyas, muchos anillos, prefiriendo siempre uno, donde campeaba una esmeralda del tamaño de media peseta, tan disforme, que parecía falsa; y lo era en efecto, según testimonio de los más reputados cronistas que de la casa de Cantarranas han escrito. No reina la misma uniformidad de pareceres, y aún son muy distintas las versiones respecto a cierta cadena que hermoseaba su chaleco, pues aunque todos convienen en que era de doublé, hay quien asegura ser alhaja de familia, y haber pertenecido a un magnate de la casa, que fue virrey de Nápoles, donde la compré a unos genoveses por un grueso puñado de maravedises.
Corría, con visos de muy autorizada, la voz de que el duque de Cantarranas era un cursi (ya podemos escribir la palabrilla sin remordimientos, gracias a la condescendencia del Diccionario de la Academia); pero esto no sirve sino para probar que los tiros de la envidia se asestan siempre a lo más alto, del mismo modo que los huracanes hacen mayores estragos en las corpulentas encinas.
El duque, por su parte, despreciaba estas hablillas, como cumple a las almas grandes. Pero llegaron tiempos en que salía poco de día, porque en su levita había descubierto la astronomía vulgar no sé qué manchas. En esto se parecía al sol, aunque por raro fenómeno, era un sol que no lucía sino por las noches. Frecuentaba varias tertulias, tomaba café, iba tres veces al año al teatro, paseaba en invierno por el Prado y en verano por la Montaña, y se retiraba a su casa después de conversar un rato con el sereno.
La índole de su talento le inclinaba a la contemplación. Leía mucho, deleitándose sobremanera con las novelas sentimentales, que tanta boga tuvieron hace cuarenta años. En esto, es fuerza confesar que vivía un poco atrasadillo; pero los grandes ingenios tienen esa ventaja sobre el común de las gentes; es decir, pueden quedarse allí donde les conviene, venciendo el oleaje revolucionario, que también arrastra a las letras. Para él, las novelas de Mad. Genlis eran el prototipo, y siempre creyó que ni antiguos ni modernos habían llegado al zancajo de Madama de Staël en su Corina. No le agradaba tanto, aunque sí la tenía en gran aprecio, La Nueva Eloísa, de Rousseau; porque decía que sus pretensiones eruditas y filosóficas atenuaban en parte el puro encanto de la acción sentimental. Pero lo que le sacaba de sus casillas eran Las noches de Young, traducidas por Escóiquiz; y él se sumergía en aquel océano de tristezas, identificándose de tal modo con el personaje, que, a veces le encontraban por las mañanas pálido, extenuado y sin acertar a pronunciar palabra que no fuera lúgubre y sombría como un responso. En su conversación se dejaba ver esta influencia, porque empleaba frecuentemente la quincalla de figuras retóricas que sus autores favoritos le habían depositado en el cerebro. Su imagen predilecta era el sauce entre los vegetales, y la codorniz entre los vertebrados. Cuando veía una higuera, la llamaba sauce; todos los chopos eran para él cipreses; las gallinas antojábansele palomas, y no hubo jilguero ni calandria que, él, con la fuerza de su fantasía, no trocara en ruiseñor. Más de una vez le oí nombrar Pamela a su criada, y sé que únicamente dejó de llamar Clarisa a su lavandera señá Clara, cuando ésta manifestó que no gustaba de que la pusiesen motes.
¿Será necesario afirmar que, aun concretado a una especialidad, el duque de Cantarranas era un excelente crítico? Baste decir que sus consejos tenían fuerza de ley y sus dictámenes eran tan decisivos, que jamás se apeló contra ellos al tribunal augusto de la opinión pública. Por eso le cité, en unión de los otros tres personajes que describiré luego, para que juzgase mi obrilla.
Era ésta una novela mal concebida y peor hilvanada, incapaz por lo tanto de hombrearse con las muchas que, por tantos y tan preclaros ingenios producidas, enaltecen actualmente las letras en este afortunado país. Luego que los cuatro ilustres senadores que formaban mi auditorio se colocaron bien en sus sillas, saqué fuerzas de flaqueza, tosí, miré a todos lados con angustia, respiró con fuerza, y con voz apagada y temblorosa, empecé de esta manera:
«Capítulo primero. Alejo era un joven bastante feo, hijo de honrados padres, chico de estudios de sanas y muy honestas costumbres, pobre de solemnidad, y bueno como una manzana. Vivía encajonado en su bohardilla, y desde allí contemplaba los gorriones que iban a pararse en la chimenea y los gatos que retozaban por el tejado. Miraba de vez en cuando al cielo, y de vez en cuando a la tierra, para ver ya las estrellas, ya los simones. Alejo estudiaba abogacía, lo cual le aburría mucho, y no tenía más distracción que asomarse al ventanillo de su tugurio. ¿Describiré la habitación de esta desventurada excrescencia de la sociedad? Sí; voy a describirla.
Imaginaos cuatro sucias paredes sosteniendo un inclinado techo, al través del cual el agua del invierno por innumerables goteras se escurre. Andrajos de uno a modo de papel azul, pendían de los muros; y la cama, enclavada en un rincón, era paralela al techo, es decir, inclinada por los pies. Una mesa que no los tenía completos, sostenía apenas dos docenas de libros muy usados, un tintero y una sombrerera. Allí formaban estrecho consorcio dos babuchas en muy mal estado, con una guitarra de la cual habían huido a toda prisa las cuatro cuerdas, quedando una sola, con que Alejo se acompañaba cierta seguidilla que sabía desde muy niño. Allí alternaban dos pares y medio de guantes descosidos, restos de una conquista, con un tarro de betún y un frasco de agua de Colonia, al cual los vaivenes de la suerte convirtieron en botella de tinta, después de haber sido mucho tiempo alcuza de aceite. De inválida percha pendían una capa, una cartuchera de miliciano (1854), dos chalecos de rayas encarnadas y una faja que parecía soga. Un clavo sostenía el sombrero perteneciente a la anterior generación, y un baúl guardaba en sus antros algunas piezas de ropa, en las cuales los remiendos, aunque muchos y diversos, no eran tantos ni tan pintorescos como los agujeros no remendados.
Pero asomémonos a la ventana. Desde ella se ve el tejado de enfrente, con sus bohardillas, sus chimeneas y sus misifuces. Más abajo se divisa el tercer piso de la casa; bajando más la vista el segundo, y por fin el principal. En éste hay un cierro de cristales, con flores, pájaros y... ¡otra cosa! Alejo miraba continuamente la otra cosa que contenía el cierro. ¿Diremos lo que era? Pues era una dama. Alejo la contemplaba todos los días, y por un singular efecto de imaginación, estaba viéndola después toda la noche, despierto y en sueños; si escribía, en el fondo del tintero; si meditaba, revoloteando como espectro de mariposa alrededor de la macilenta, luz que hacía, veces de astro en el paraíso del estudiante.
Mirando desde allí hacía el piso principal de enfrente, se distinguía en primer término una mano, después un brazo, el cual estaba adherido a un admirable busto alabastrino, que sustentaba la cabeza de la joven, singularmente hermosa. ¿Me atreveré a describirla? ¿Me atreveré a decir que era una de las damas más bellas, de más alto origen, de más distinguido trato que ha dado a la sociedad esta raza humana, tan fecunda en duquesas y marquesas? Sí, me atrevo.
Desde arriba, Alejo devoraba con sus ojos una gran cabellera negra, espléndida, profusa, un río de cabellos, como diría mi amigo el ilustre Cantarranas. (Al oír esto símil en que yo rendía público tributo de admiración al esclarecido prócer, éste se inclinó con modestia y se ruborizó unas miajas. Debajo de estos cabellos, Alejo admiraba un arco blanco en forma de media luna: era la frente, que desde tan alto punto de vista afectaba, esta singular forma. De la nariz y barba sólo asomaba la punta. Pero lo que se podía contemplar entero, magnífico, eran los hombros, admirable muestra de escultura humana, que la tela no podía disimular. Suavemente caía el cabello sobre la espalda: el color de su rostro al mismo mármol semejaba, y no ha existido cuello de cisne más blanco, airoso y suave que el suyo, ni seno como aquél, en que parecían haberse dado cita todos los deleites. La gracia de sus movimientos era tal, que a nuestro joven se le derretía, el cerebro siempre que la consideraba saludando a un transeúnte, o a la amiga de enfrente. Cuando no estaba puesta al balcón, las voces de un soberbio piano la llevaban, trocada en armonías, a la zahúrda del pobre estudiante. Si no la admiraba, la oía: tal poder tiene el amor que se vale de todos los sentidos para consolidar su dominio pérfido. Pero, ¡extraño caso! jamás en el largo espacio de un trienio alzó la vista hacia el nido de Alejo, no observar aquella cosa fea que desde tan alto la miraba y la escuchaba con el puro fervor del idealismo.
Añadamos que Alejo era miope: el estudio y las vigilias habían aumentado esta flaqueza que no le permitía distinguir tres sobre un asno. Felizmente, el autor de este libro goza una vista admirable, y por lo tanto puede ver desde la bohardilla de Alejo lo que éste no podía: la dama tal cual era en su forma real, despojada de todos los encantos con que la fantasía de un miope la había revestido; las máculas que le salpicaban el rostro, bastante empañado después de su quinto parto; podía advertir (y para esto hubo de reunir datos que facilitó cierta doncella) que para formar aquella sorprendente cabellera habían intervenido, primero Dios, que la creó no sabemos en que cabeza, y después un peluquero muy hábil que sola, arregló a la señora. También hubo de notar que no era su talle tan airoso como desde las boreales regiones de Alejo parecía, y que la nariz estaba teñida de un ligero rosicler, no suficiente a disimular su magnitud. En cuanto al piano, juraría que la dama no tocó en tres años otra cosa que un que empezaba en Norma y acababa en Barba Azul, pieza extravagante que su inhabilidad había compuesto de lo que oyó al maestro; y por último, por lo que respecte al seno, sería capaz de apostar que...».
Al llegar aquí me interrumpieron. Desdo que leí lo de las máculas, notaba yo ciertos murmullos mal contenidos. Fueron en crescendo, hasta que llegando al citado pasaje, una exclamación de horror me cortó la palabra y me hizo suspender la lectura.
Cantarranas estaba nervioso, y la poetisa se abanicaba con furia, ciega de enojo y hecho un basilisco. No sé si he dicho que una de las cuatro personas de mi auditorio, era una poetisa. Creo llegada la ocasión de describir a esta ilustre hembra.
La cual pasaba por literata muy docta y de mucha fama en todo el mundo, por haber escrito varios tomos de poesía, y borronado madrigales en todos los álbumes de la humanidad. Cumpliendo cierta misteriosa ley fisionómica, era rubia como todas las poetisas, y obedeciendo a la misma fatalidad, alta y huesuda. La adornaba una muy picuda y afilada nariz, y una boca hecha de encargo para respirar por ella, pues no eran sus órganos respiratorios los más fáciles y expeditos. No sé qué tenían sus obras, que llevaban siempre el sello de su nariz, visión que me persiguió en sueños varias noches; y el mismo efecto de pesadilla me causaban dos rizos tan largos como poco frondosos, que de una y otra sien le colgaban. Por lo que el traje, dejaba traslucir, era fácil suponer su cuerpo como de lo más flaco, amojamado y pobrecillo que en Safos se acostumbra.
Era viuda, casada y soltera. Expliquémonos. Siempre se la oyó decir que era viuda; todos la tenían por casada, y era en realidad soltera. En una ocasión vivió en cierto lugar con un periodista provinciano, y allí pasaban por esposos. El infeliz consorte fue un mártir. Llamaba ella a las piernas columnas del orden social, lo cual no era sino gallarda figura retórica, que cubría su mortal aversión a coser pantalones... Ella no cogía los puntos a los calcetines, porque, poco fuerte en toda clase de ortografías, siempre tenía en boca aquella sabia máxima: no se vive sólo de pan, apotegma con que quería disimular su absoluta ignorancia en materia de guisados. La novela era su pasión: en el folletín del periódico de su marido, publicó una que éste, aunque enemigo de prodigar elogios, calificaba de piramidal. Yo leí tres hojas, y confieso que no me pareció muy católica. También escribió obra que ella llamaba eminentemente moral. No quise moralizarme leyéndola, y regalé el ejemplar a mi criado, el cual lo traspasó a no sé quién.
Excuso reiterar la veneración que me infundía la tal señora por su competencia en el arte de novelar. Me había dicho repetidas veces, que quería inculcarme alguno de sus elevados principios, y con este fin asistía como inexorable Juez a la lectura.
La buena de la poetisa se escandalizó viendo el giro que yo daba a la acción. Rabiosamente idealista, como pretendían demostrar sus rizos y su nariz, no podía tolerar que en una ficción novelesca entrasen damas que no fueran la misma hermosura, galanes que no fueran la caballerosidad en persona. Por eso, saliendo a defender los fueros del idealismo, tomó la palabra, y con áspera y chillona voz, me dijo:
«¿Pero está usted loco? ¿Qué arte, qué ideal, qué estilo es ése? Usted escribirá sin duda para gente soez y sin delicadeza, no para espíritus distinguidos. Yo creí que se me había llamado para oír cosas más cultas, más elegantes. ¡Oh! No comprendo yo así la novela. Ya veo el sesgo que va usted a dar a eso: terminará con burlas indignas, como ha empezado. ¡Ay! ¡Encanallar una cosa que empezaba tan bien! Ahí está el germen de una alta obra moralizadora. ¡Qué lastima! Esa bohardilla, ese joven pobre que vive en ella, melancólicamente entretenido en contemplar a la dama del mirador... y pasan días, y la mira... y pasan noches, y la mira... ¡Que me maten si con eso no era yo capaz de hacer dos tomos! Y esa dama misteriosa... yo no diría quién era hasta el trigésimo capítulo. Tenía usted admirablemente preparado el terreno para componer una obra de largo aliento. ¡Qué lastima!
Al oír esto, no sé qué pasó por mí. Puesto que debo hacer confesión franca de mis impresiones aunque me sean desfavorables, me veo precisado a decir que el dictamen de persona tan perita me desconcertó de modo que en mucho tiempo no acerté a decir palabra. Sirva el rubor con que lo confieso de expiación a mi singular audacia y a la petulante idea de convocar tan esclarecido jurado para dar a conocer uno de los más ridículos abortos que de mente humana han podido salir. Al fin me serenó, gracias a algunas frases bondadosas del siempre magnífico duque, y haciendo un esfuerzo, respondí a la poetisa:
«Y dado el principio de la novela; dados los dos personajes, la bohardilla, el cierro y lo demás, ¿qué discurriría usted? ¿Cómo desarrollaría la acción? (Inútil es decir que al hacer estas preguntas sólo me guiaba el deseo de aprender, apoderándome de las recetas que para componer sus artificios literarios usaba aquella incomparable sibila.)»
¡Oh! ¿Que haría yo, dice usted? -repuso acercándose a mí con tal violencia que pensé que me iba a saltar los ojos con su nariz; -¿qué haría yo? Seguramente había de tirar mucho partido de esos elementos. Supongamos que soy la autora: ese joven pobre es muy hermoso, es moreno e interesante, un tipo meridional, tórrido, un hijo del desierto. Desde su ventana mira constantemente a la joven, y pasa la noche oyendo el triste mayar ele los tigres (así llamaremos por ahora a los gatos hasta encontrar otro animal más poético), y desde allí se aniquila en el loco amor que le inspira aquella dama misteriosa, misteriooooosa... ¿Qué haré? ¡Dios mío! Primero describiría a la dama muy poética... ticamente, muy lánguida, con cabellos rubios, muy rubios y flotantes, y una cintura así... (Al decir esto, hizo un ademán usual, determinando con los dedos pulgar e índice de ambas manos un círculo no más, grande que la periferia de una cebolla.) La pintaría muy triste, vestida siempre de blanco, apoyada día y noche en el barandal, la mano en la mejilla, y contemplando la enredadera, que trepando como vegetal lagartija por los balcones, hasta sus mismos hombros llegaba.
Le advierto a usted -dije con timidez- que yo no he puesto jardín, sino calle.
-No importa -respondió-; yo quito la calle y pongo pensiles. Continúo: la supondría siempre muy triste, y de vez en cuando una lágrima asomaba a sus ojos azules, semejando errante gota de rocío que se detiene a descansar en el cáliz de un jacinto. El joven mira a la dama, la dama no mira al joven. ¿Quién es aquella dama? ¿Es una esposa víctima, una hija mártir, una doncella pura lanzada al torbellino de la sociedad por la furia de las pasiones? ¿Ama o aborrece? ¿Espera o teme? ¡Ah! Esto es lo que yo me guardaría muy bien de decir hasta el capítulo trigésimo, donde pondría el gran golpe teatral de la obra... Veamos cómo desarrollaría la acción para lograr que se vieran y se conocieran los dos personajes. Un día la dama llora más que nunca y mira más fijamente al jardín; su vestido es más blanco que nunca y más rubios que nunca sus cabellos. Un pajarito que juguetea entre las matas viene a apoyarse en la enredadera junto a la mano de la dama, y como al ver la yema del dedo gordo crea que es una cereza, la pica. La joven da un grito, y en el mismo momento el pajarillo salva asustado, remonta el vuelo y va a posarse en la bohardilla de enfrente. La dama alza la vista siguiendo al diminuto volátil y ve... ¿a quién creeréis que ve? Al joven que ha estado doce capítulos con los ojos sin que ésta se dignara mirarle. Desde entonces una corriente eléctrica se establece entre los dos amantes. ¡Se hallan contemplado! ¡Ay!
Al llegar, volvime casualmente hacia el duque de Cantarranas: estaba pálido de emoción y una lágrima se asomaba a sus ojos verdes, semejando viajera gota de rocío que se detiene a reposar en el cáliz de una lechuga. Sentíame yo confundido, anonadado ante la pasmosa inventiva, la originalidad, el ingenio de aquella mujer, junto a quien las Safos y Staëlas eran literatas de tres al cuarto. De los demás personajes de mi auditorio nada diré, todavía.
«-¡Bravo, soberbio! -exclamó Cantarranas aplaudiendo con fuerza y entusiasmándose de tal modo que se le saltó el mal pegado botón de la camisa, y las puntas del cuello postizo quedaron en el aire.
-¿Le gusta a usted mi pensamiento? preguntó la poetisa.- Esto es el canevas tan sólo; después viene el estilo y...
-Me entusiasma la idea -repliqué, apuntando con lápiz lo que ella con el mágico pincel de su fantasía dibujara.
-Ése es el camino que usted debe seguir -añadió, dando a Cantarranas un alfiler para que afirmase el cuello.
-¡Oh! el recurso del pajarillo es encantador.
-El pajarillo -dijo Cantarranas- debe ser el intermediario entre la dama blanca y el joven meridional.
-Pues yo continuaría desarrollando la acción del modo siguiente -prosiguió ella: -Veamos; el joven tomó el pajarillo con sus delicados dedos, y dándole algunas miguitas de pan, le alimentó varios días, consiguiendo domesticarle a fuerza de paciencia. Verá usted qué raro: le tenía suelto en el cuarto sin que intentara evadirse. Un día le ató un hilito en la pata y lo echó a volar; el pájaro fue a posarse al balcón en donde estaba la dama, que le acarició mucho y lo obsequió con migajitas de bizcocho, mojadas en leche. Volvió después a la bohardilla; el joven le puso un billete atado al cuello, y el ave se lo llevó a la dama. Así se estableció una rápida, apasionada y volátil correspondencia, que duró tres meses. Aquí copiaría yo la correspondencia, que ocuparía medio libro, de lo más delicado y elegante. Él empezaría diciendo: «Ignorada señora: los alados caracteres que envío a usted, le dirán, etc...». Y ella contestaría: «Desconocido caballero: Con rubor y sobresalto he leído su epístola, y mentiría si no le asegurara que desde luego he creído encontrar un leal amigo, un amigo nada más...». Por esto de los amigos nada más se empieza. Así se prepara al lector a los grandes aspavientos amorosos que han de venir después.
-¡Qué ternura, qué suavidad, qué delicadeza! -dijo el duque en el colmo de la admiración.
-Acepto el pensamiento -manifesté, anotando todo aquel discreto artificio para encajarlo después en mi obra como mejor me conviniese.
Después que la poetisa hubo mostrado en todo su esplendor, adornándole con las galanuras del estilo, su incomparable ingenio; después que me dejó corrido y vergonzoso por la diferencia que resultaba entre su inventiva maravillosa y el seco, estéril y encanijado parto de mi caletre, ¿cómo había de atreverme a continuar leyendo? Ni a dos tirones me harían despegar los labios; y allí mismo hubiera roto el manuscrito, si el duque, que era la misma benevolencia, no me obligase a proseguir, con ruegos y cortesanías, que vencieron mi modestia y trocaron en valor mis fundados temores. Busqué, pues, en mi manuscrito el punto donde había quedado, y leí lo siguiente:
-«El joven Alejo era pobre, muy pobre. (Bien -dijo la poetisa.) Sus padres habían muerto hacía algunos años, y sólo con lo que le pasaba una tía suya, residente en Alicante, vivía, si vivir era aquello. La mala sopa y el peor cocido con que doña Antonia de Trastámara y Peransurez le alimentaba eran tales, que no bastarían para mantener en pie a un cartujo. Y aun así, doña Antonia de Trastámara y Peransurez, tan noble de apellido como fea de catadura, solía quejarse de que el huésped no pagaba; horrible acusación que hiela la sangre en las venas, pero que es cierta. (La poetisa articuló una censura que me resonó en el corazón como un eco siniestro.) Así es que con los doscientos reales que de Alicante venían, el pobre no tenía más que para palillos, que era, en verdad, la cosa que menos necesitara. Luego las deudas se lo comían, y no podía echarse a la calle sin ver salir de cada adoquín un acreedor. Como era miope, las monedas falsas parece que le buscaban. ¡Singular atracción del bolsillo raras veces ocupado! En cuanto a distracciones, no tenía, aparte la dama citada, sino las murgas que en bandadas venían todas las noches, por entretener a la gente colgada de los balcones.
-¡Ay! ¡ay! -observó la poetisa; -eso de las murgas es deplorable. Ya ha vuelto usted a caer en la sentina.
Al oír esto, otro de los personajes que me escuchaban rompió por primera vez su silencio, y con atronadora voz, dando en la mesa un puñetazo que nos asustó a todos, dijo:
-No está sino muy bien, magnífico, sorprendente. Pues qué, ¿todo ha de ser lloriqueos, blanduras, dengues, melosidades y tonterías? ¿Se escribe para doncellas de labor y viejas verdes, o para hombres formales y gentes de sentido común?
Quien así hablaba era la tercera eminencia que componía el jurado, y me parece llegada la ocasión de describirlo.
Don Marcos había sido novelista. Desde que se casó con la comercianta en paños de la calle de Postas, dejó las musas, que no le produjeron nunca gran cosa ni le ayudaron a sacar el vientre de mal año. Continuaba, sin embargo, con sus aficiones; y ya que no se entregara al penoso trabajo de la creación, solía dedicarse al de la crítica, más fácil y llevadero. Siempre en sus novelas (la más célebre se titulaba El Candil de Anastasio) brillaba la realidad desnuda. De las muchas diferencias que existían entre su musa y la de Virgilio, la principal era que la de D. Marcos huía de las sencillas y puras escenas de la naturaleza; y así como el pez no puede vivir fuera del agua, la Musa susodicha no se encontraba en su centro fuera de las infectas bohardillas, de los húmedos sótanos, de todos los sitios desapacibles y repugnantes. Sus pinturas eran descarnados cuadros, y sus tipos predilectos los más extraños y deformes seres. Un curioso aficionado a la estadística, hizo constar que en una de sus novelas salían veintiocho jorobados, ochenta tuertos, sesenta mujeres de estas que llaman del partido, hasta dos docenas y media de viejos verdes, y otras tantas viejas embaucadoras. Su teatro era la alcantarilla, y un fango espeso y mal oliente cubría todos sus personajes. Y tal era el temperamento de aquel hombre insigne, que cuanto Dios crió lo veía feo, repugnante y asqueroso. Estos epítetos los encajaba en cada página, ensartados como cuentas de rosario. Era prolijo en las descripciones, deteniéndose más cuando el objeto reproducido estaba lleno de telarañas, habitado por las chinches o colonizado por la ilustre familia de las ratas; y su estilo tenía un desaliño sublime, remedo fiel del desorden de la tempestad. ¿Será preciso decir que usaba de mano maestra los más negros colores, y que sus personajes, sin excepción, morían ahogados en algún sumidero, asfixiados en laguna pestilencial, o asesinados con hacha, sierra u otra herramienta estrambótica? No es preciso, no, pues andan por el mundo, fatigando las prensas, más de tres docenas de novelas suyas, que pienso son leídas en toda la redondez del globo.
De su vida privada se contaban mil aventuras a cuál más interesantes. Mientras fue literato, su fama era grande, su hambre mucha, su peculio escaso, su porte de esos que llamamos de mal traer. El editor que compraba y publicaba sus lucubraciones, no era tan resuelto en el pagar como en el imprimir, achaque propio de quien comercia con el talento; y D. Marcos, cuyo nombre sonaba desde las márgenes del Guadalete hasta las del Llobregat, desfallecía cubierto de laureles, sin más oro que el de su fantasía, ni otro caudal que su gloria. Pero quiso la suerte que la persona del insigne autor no pareciese costal de paja a una viuda que tenía comercio de lana y otros excesos en la calle de Postas: hubo tierna correspondencia, corteses visitas, honesto trato; y al fin uniolos Himeneo, no sin que todo aquel barrio murmurara sobre el por qué, cómo y cuándo de la boda. Lo que las musas lloraron este enlace, no es para contado; porque viéndose en la holgura, trocó el escritor los poco nutritivos laureles por la prosaica hartura de su nueva vida, y cuéntase que colgó su pluma de una espetera, como Cide Hamete, para que de ningún ramplón novelista fuera en lo sucesivo tocada. Después de larga luna de miel, cual nunca se ha visto en comerciantes de tela, se afirma que no reinó siempre en el hogar la paz más octaviana. No están conformes los biógrafos de D. Marcos en la causa de ciertas riñas que pusieron a la esposa en peligro de morir a manos de su esposo: unos lo atribuyen a veleidades del escritor, otros más concienzudos, y buscando siempre las causas recónditas de los sucesos humanos, a que el pesimismo adquirido cultivando las letras infiltrose de tal modo en su pensamiento, que llenó su vida de melancolía y fastidio. ¡Tal influjo tienen las grandes ideas en las grandes almas!
A los ojos del profano vulgo, D. Marcos era siempre el mismo. Aconsejaba a los jóvenes, procurando guiarles por el camino de la alcantarilla. Daba su opinión siempre que se la pidieran, y no negaba elogios a los escritores noveles, siempre que fuesen de su escuela colorista, que era la escuela del betún.
Éste es el tercer personaje de los cuatro que formaban mi auditorio, y este el que expuso su modo de pensar, diciendo:
«No está sino muy bien. Hay que pintar la vida tal como es, repugnante, soez, grosera. El mundo es así: no nos toca a nosotros reformarlo, suponiéndolo a nuestro capricho y antojo: nos cumple sólo retratar las cosas como son, y las cosas son feas. Ese joven que usted ha pintado ahí tiene demasiada luz, y le hace falta una buena dosis de negro. Hoy no saben dar claro-obscuro al estilo, y desde que han dejado de escribir ciertas personas que yo me sé, está la novela por los suelos. Si usted quiere hacer una obra ejemplar, rodee a ese caballerito de toda clase de lástimas y miserias; arroje usted sobre él la sombra siniestra de la sociedad, y la tal sociedad es de lo más repugnante, asqueroso o inmundo que yo me he echado a la cara. Y después, si lo conviene ofrecer una lección moral a sus lectores, haga que el chico se trueque de la noche a la mañana, por la sola fuerza del hambre y del hastío, en un ser abyecto, revelando así el fondo de inmundicia que en el corazón de todo ser humano existe. Preséntele usted con toda la negra realidad de la vida, braceando en este océano de cieno, sin poder flotar, y ahogándose, ahogándose, ahogándose... Pero, eso sí, déjele usted que se enamore con hidrofobia de la dama de enfrente; porque en ese gran recurso dramático ha de cimentarse todo el edificio novelesco. Si yo me encargara de desarrollar el plan, lo haría de ingenioso modo, nunca visto ni en novelas ni en dramas.
-¿A ver, a ver? -interrogamos todos, yo por afán de penetrar los pensamientos literarios de mi amigo, los demás por curiosidad y deseo de ver en todo su horror la cloaca intelectual de aquel atroz ingenio.
-Yo haría lo siguiente, -continuó-: le supondría muy desesperado sin saber qué hacer para comunicarse y entablar relaciones con la dama de enfrente. Suprimo eso del pajarito, que es insufrible. (La poetisa dejó traslucir, con un movimiento de indignación, su ultrajado amor de madre.) Él piensa unas veces meterse a bandido para robar a la dama; otras se le ocurre quemar la casa para sacar a la señora en brazos. Entre tanto se pone flaco, amarillo, cadavérico, con aspecto de loco o de brujo: la casa se cae a pedazos, y en su miseria se ve obligado a comer ratas. (Cantarranas cerró los ojos después de mirar al cielo con angustia.) Un día se le pasa por las mientes un ardid ingenioso, y para esto tengo que suponer que vive, no en la casa de enfrente, sino en la bohardilla de la misma casa. Modificada de este modo la escena, fácil es comprender su plan, que consiste en introducirse por el cañón de la chimenea y colarse hasta el piso principal.
-¡Qué horror! -exclamó la poetisa tapándose la cara con las manos. -¡Se va a tiznar! Si al menos tuviera donde lavarse antes de presentarse a ella.
-No importa que se tizne, -continuó el novelista.- Yo pintaría a la dama muy hermosa, sí, pero con una contracción en el rostro que denota sus feroces instintos. Ha tenido muchos amantes; es mujer caprichosa, uno de esos caracteres corrompidos que tanto abundan en la sociedad, marcando los distintos grados de relajación a que llega en cada etapa la especie humana. Ha tenido, como decía, muchísimos querindangos, y al fin viene a enamorarse de un negro traído de Cuba por cierto banquero, que es un agiotista inicuo, un bandolero de frac.
Con estos antecedentes, ya puedo desarrollar la situación dramática, de un efecto horriblemente sublime. Veamos: ella está en su cuarto, lánguidamente sentada junto a un veladorcillo, y piensa en el Apolo de azabache, charolado objeto de su pasión. Hojea un álbum, y de tiempo en tiempo su rostro se contrae con aquel siniestro mohín que la hace tan espantablemente guapa. De repente se siente ruido en la chimenea: la dama tiembla, mira, y ve que de ella sale, saltando por encima de los leños encendidos, un hombre tiznado: en su delirio creo que es el negro: domínanla al mismo tiempo el estupor y la concupiscencia. La luz se apaga ¡Pataplum!... Qué les parece a ustedes esta situación?
-Digo que es usted el mismo demonio o tiene algún mágico encantador que lo inspire tan admirables cosas -respondí confuso ante la donosa invención de D. Marcos, que me parecía en aquel momento superior cuantos, entre antiguos y modernos, habían imaginado las más sutiles trazas de novela.
La poetisa estaba un tanto cabizbaja, no sé si porque le parecía mejor lo suyo o porque, teniendo por detestable el engendro de D. Marcos, consideraba, a qué límite de fatal extravío pueden llegar los más esclarecidos entendimientos. No estará de más que con la mayor reserva diga yo aquí, para ilustrar a mis lectores, que la poetisa tenía, entre otros, un defecto que suele ser cosa corriente entre las hembras que agarran la pluma cuando sólo para la aguja sirven: es decir, la envidia.
Pues verán ustedes ahora continuó D. Marcos -cómo armo yo el desenlace de tan estupendo suceso. A la mañana siguiente hállase la dama en su tocador, y ha gastado dos pastas de jabón en quitarse el tizne de la cara. Su rabia es inmensa: está furiosa; ha descubierto el engaño, y en su desesperación da unos chillidos que se oyen desde la calle. El joven, por su parte, trata de huir, al ver el enojo de la que adora. Quiere matar al desconocido mandinga, de quien está celosísimo; pero en lugar de bajar la escalera, se ve obligado a subir por el mismo cañón de la chimenea para no ser visto de cierto conde que entra a la sazón en la casa.
La fatalidad hace que no pueda subir por el cañón, habiendo sido tan fácil la bajada; y mientras forcejea trabajosamente para ascender, resbala y cae al sótano y de allí, sin saber cómo, a un sumidero, yendo a parar a la alcantarilla, donde se ahoga como una rata. La ronda le encuentra al día siguiente, y le llevan, en los carros de la basura, al cementerio. Como aquí no tenemos Morgue, es preciso renunciar a un buen efecto final.
Así habló el realista D. Marcos. Cantarranas estaba más nervioso que nunca, y la poetisa sacó un pomito de esencias, para aplicarlo al cartucho que tenía por nariz: este singular pomito era el flacón que había visto en todas las novelas francesas. Es la verdad que D. Marcos le inspiraba profunda repugnancia, y por eso le llamaba ella barril de prosa, sin duda por vengarse del otro, que en cierto artículo crítico la llamó una vez espuerta de tonterías.
Yo no sabía qué hacer en presencia de dos fallos tan autorizados y al mismo tiempo tan contradictorios. Vacilaba entre figurar a mi héroe dando migajas de pan al pajarito, o metiendo la cabeza en los sumideros del palacio de su amada. Miré al magnífico duque, y le vi con la cabeza gacha y colgante, como higo maduro. La poetisa se hallaba en un paroxismo de furor secreto. ¿Cómo podía yo decidirme por una solución contraria a las ideas de Cantarranas, cuando éste era mi Mecenas, o, para valerme de una de sus más queridas figuras, corpulento roble que daba sombra a este modesto hisopo de los campos literarios? Y al mismo tiempo, ¿cómo desairar a D. Marcos, tan experimentado en artes de novela? ¿Cómo renunciar a su plan que era el más nuevo, el más extraño, el más atrevido, el más sorprendente de cuantos había concebido la humana fantasía? En tan crítica situación me hallaba, con el manuscrito en las manos, la boca abierta, los ojos asombrados, indeciso el magín y agitado el pecho, cuando vino a sacarme de mi estupor y a cortar el hilo de mis dudas la voz del cuarto de los personajes que el jurado componían. Hasta entonces había permanecido mudo, en una butaca vieja, cuyas crines por innumerables agujeros se salían, allí estaba, con aspecto de esfinge, acentuado por la singular expresión de su rostro severo. Creo que ha llegado la ocasión de describir a este personaje, el más importante sin duda de los cuatro, y voy a hacerlo.
Si cuarenta años de incansable laboriosidad, de continuos servicios prestados al arte, a las letras y a la juventud son título bastantes para elevar a un hombre sobre sus contemporáneos, ninguno debiera estar más por cima de la vulgar muchedumbre que don Severiano Carranza conocido entra los árcades de Roma por Flavonio Mastodontiano. Era casi académico, porque siempre que vacaba un sillón se presentaba candidato, aunque nunca quisieron elegirle. Su fuerte era la erudición; espigaba en todos los campos; en la historia, en la poesía, en las artes bellas, en la filosofía, en la numismática, en la indumentaria. Recuerdo su última obra, que estremeció el mundo de polo a polo, por tratar de una cuestión grave, a saber: de si el Arcipreste de Hita tenía o no la costumbre de ponerse las medias al revés, decidiéndose nuestro autor por la negativa, con gran escándalo y algazara de las Academias de Leipsick, Gottinga Edimburgo y Ratisbona, las cuales dijeron que el célebre Carranza era un alma de cántaro al atreverse a llegar un hecho que formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ¿Pues y su disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fue causa de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos? No diré nada, pues corre en manos de todo el mundo de su famoso discurso sobre el modo de combinar las tes y las des en el metro de Arte Mayor, el cual le alzara a los cuernos de la luna, si antes, para gloria de España y enaltecimiento de sí propio, no hubiera escrito y dado a la estampa la nunca bastante encarecida Oda a la invención de la pólvora, en que llamaba a este producto químico atmósfera flamínea. Ésta es su única obra de fantasía. Las demás son todas eruditas, porque vive consagrado a los apuntes. Como crítico no se le igualara ni el mismo Cantarranas, aunque no faltan biógrafos que lo equiparan a él, y hubo alguno que aseguró le aventajaba en muchas cosas. Basta decir que Carranza había leído cuanto salió de plumas humanas, siendo de notar que todo libro que pasase por su memoria dejaba en ella un pequeño sedimento o depósito, aunque, no fuera más grande que una gota de agua.
No había fecha que él no supiera, ni nombre que ignorara, ni dato que le fuera desconocido, ni coincidencia que se escapase a su penetración y colosal memoria. Bien es verdad que de este almacén sacaba el cargamento de sus críticas, las cuales tenían más de indigestas que de sabrosas, porque no existe cosa antigua que no sacara a colación, ni autor clásico que no desenterrara a cada paso para llevarle y traerle como a los gigantones en día de Corpus. Escribiendo, era prolijo: su estilo se componía de las más crespas y ensortijadas frases que es dado imaginar. Pulía de tal modo su prosa, que parecía una cabellera con cosmético y bandolina, pudiendo servir de espejo; y sus versos eran tales, que se les creerían rizados con tenacillas. Nunca repitió una palabra en un mismo pliego de papel, por miedo a las redundancias y sonsonetes. En cierta ocasión, habiendo hablado en un artículo del mondadientes de marfil de una dama, viéndose obligado a repetirlo por la fuerza de la sintaxis y pareciéndole vulgar la palabra palillo, llamó a aquel objeto el ebúrneo estilete. Por esta razón aparecían en sus escritos unas palabrejas que sus enemigos, en el furor de la envidia, llamaban estrambóticas. Tratarle a él de pedante era cosa corriente entre los malignos gacetilleros que molestan siempre a los grandes hombres como las pulgas al león.
La persona del erudito Carranza era tan notable como sus obras. Componíase de un destroncado cuerpo sobre dos no muy iguales piernas, brazos pequeños y los hombros cansadísimos; exornando todo el edificio un sombrero monumental, bajo el cual solía verse, en días despejados, la cabeza más arqueológica que ha existido. Después de la corbata, que afectaba cierto desaliño, lo que más descollaba era la boca, donde en un tiempo moraron todas las gracias, y ahora no quedaba ni un diente; y la nariz hubiera sido lo más inverosímil de aquel rostro si no ocuparan el primer lugar unos espejuelos voluminosos, tras los cuales el ojo perspicaz y certero del crítico fulguraba.
Estos ojos fueron los que me miraron con severidad que me turbó: esta boca fue la que con voz tan solemne como cascada, tomó la palabra y dijo:
«¡Oh extravío de las imaginaciones juveniles! ¡Oh ruindad de sentimientos! ¡Oh corrupción del siglo! ¡Oh bajeza de ideas! ¡Oh pérdida del buen gusto! ¡Oh aniquilamiento de las clásicas reglas! ¿Hay más formidable máquina de disparates que la que usted escribió, ni mayor balumba de despropósitos que la que esa señora y ese caballero han dicho? ¿En qué tiempos vivimos? ¿Qué república tenemos? Vaya usted, señora, a coser sus calcetas y a espumar el puchero, y usted, D. Marcos, a cuidar sus hijos si los ha; y usted, joven, a aprender un oficio, que más cuenta le tiene, cualquier ocupación, aunque sea ingrata y vil, que componer libros. Pues qué, ¿es el campo de las letras dehesa de pasto para toda clase de pecus o jardín frondosísimo donde sólo los más delicados ingenios pueden hallar deleites y amenidades? Id, cocineros del pensamiento, a condimentar vulgares sopas y no sabrosos platos; que no es dado a tan groseras manos preparar los exquisitos manjares que se sirven en el ágape de los dioses.
Como Semíramis cuando ve aparecer la sombra de Nino para echarle en cara sus trapicheos; como Hamlet cuando oye al espectro de su padre revelándole los delitos de la señá Gertrudis; como Moisés cuando vislumbra a Jehová en la zarza ardiente, así nos quedamos todos, mudos, fríos, petrificados de espanto. El apóstrofe de aquel hombre, tenido por un oráculo, su singular aspecto, su severa mirada y el eco de su vocecilla, nos infundieron tal pavor, que hubo de transcurrir buen espacio de tiempo antes que yo tomase aliento, y sacara la poetisa su flacón y cerrara la boca el excelente duque.
Al fin nos repusimos del terror, y Carranza, advirtiendo el buen efecto que sus palabras habían producido, arremetió de nuevo contra nosotros, y de tal modo se ensañó con D. Marcos, que pienso no le quedara hueso sano. La poetisa estaba turulata y no hacía más que abanicarse para disimular su enojo, mientras Cantarranas parecía inclinado, en fuerza de su natural bondad, a ponerse de parte del tremendo crítico.
«¡Y para esto me han llamado! -decía éste. -La culpa tiene quien, dejando serias ocupaciones y la sabrosa compañía de las musas, asiste a estas lecturas, donde le hacen echar los bofes con tantísimo desatino.
Entonces yo, desafiando con un arrojo que ahora me espanta la cólera del Aristarco, le dije:
«Pero ya que he tenido la osadía de traerle a usted aquí, oh varón insigne, ¿no me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme pudiera, ayudando con sus luces a mejorar este engendro mío que con tan mala estrella viene al mundo?
-Sí, lo haré de muy buen grado -contestó el sabio, trocándose repentinamente en el hombre más suave y meloso de la tierra. Voy a decir cómo desarrollaría yo mi pensamiento; pero han de prometerme que no he de ser interrumpido por aplausos, ni otra manifestación semejante. Empezaré, pues, declarando que yo colocaría la acción de mi obra en tiempos remotos, en los tiempos pintorescos e interesantes, cuando no había alumbrado público, y sí muchas r ondas y gran número de corchetes; cuando los galanes se abrían en canal por una palabrilla, y las damas andaban con manto por esas callejuelas, seguidas de Celestinas y rodrigones; cuando se guardaba con siete llaves el honor, sin que eso quiera decir que no se perdiese en su santiamén. Yo no sé cómo hay ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar aventuras en una calle empedrada y con faroles de gas. Por Dios y por los Santos, ¿cabe nada más ridículo que un diálogo amoroso, en que aparece a cada momento la palabra usted, hecha para preguntar cómo está el tiempo, los precios de la carne, etc.?... Pues bien; yo figuraría mis personajes en el siglo XVII, y abriría la escena con gran ruido de cuchilladas y muchos pardieces y voto a sanes; después el ir y venir de los alguaciles y, por último, la voz cascada de una vieja alcahueta que acude con su farolito a reconocer la cara del muerto.
Todos nos mirábamos, sorprendidos ante el pintoresco cuadro que en un periquete había trazado aquel maestro incomparable.
«El joven pobre que ha puesto usted en la bohardilla, donde está muy retebién, le figuraría yo un hidalgo de provincias, sin blanca y con malísima estrella. Ha llegado a Madrid en busca de fortuna, y solicita que la hagan capitán de Tercios, para lo cual anda de ceca en meca, sin poder conseguir otra cosa que desprecios. La dama de enfrente es de la más alta nobleza, hija de algún montero mayor de la casta real, o cosa por el estilo, lo cual hace que tenga entrada en palacio, y sea bienquista de reyes, príncipes e infantes. Meteremos en el ajo algún rapabarbas o criado socarrón que haga de tercero, porque novela o comedia sin rapista charlatán y enredador es olla sin tocino y sermón sin Agustino. ¡Y cómo había yo de pintar las escenas de tabernas, las cuchilladas, las pendencias que dirige siempre un tal maese Blas o maese Pedrillo! ¿Pues y las escenas de amor? ¡Qué discreción, qué ternezas, qué riqueza metafórica había yo de poner allí! Carta acá, carta allá, y entrevista en las Descalzas todos los días, porque la condesa vieja es tan devota, que no se mueve un clérigo ni fraile en las iglesias de Madrid sin que ella vaya a meter sus narices en la función. El hidalguillo tañe su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y quintillas. Ambos están muy amartelados. Pero cata aquí que el padre, que es un condazo muy serio, con su gorguera de encajes que parece un sol gran talabarte de pieles y unos gregüescos como dos colchones, quiere que se case con D. Gaspar Hinojosa, Afán de Rivera, ete., etc., etc., que es contralor, hijo del virrey de Nápoles y secretario del general qué sé yo cuántos, que ha tomado a Amberes, Ostende, Maestrich u otra plaza cualquiera. El Rey tiene un gran empeño en estas nupcias, y la Reina dice que quiere ser madrina del bodorrio. Ahora es ella. La dama está fuera de sí, y el hidalguillo se rompe la cabeza para inventar un ardid cualquiera que le saque de tan espantoso laberinto. ¡Oh terrible obstáculo! ¡Oh inesperado suceso! ¡Oh veleidades del destino! ¡Oh amargor de la vida! Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha enterado de que hay un galán que corteja a la niña, y se enfurece de tal modo, que si le coge, le parte la cabeza en dos con la espada toledana. Cuenta al Rey lo que pasa, la Reina lo echa fuerte reprimenda a nuestra heroína, y todos convienen en que el galán aquel es un majagranzas, que no merece ni descalzarle el chapín a la doncella. El mozo ya no rasca laúdes ni vihuelas, y se pasea por el Cerrillo de San Blas muy cabizbajo y melancólico. Los criados del conde le andan buscando para darle una paliza; pero escapa de ella, gracias a las tretas del socarrón de su lacayo, que no por estar muerto de hambre deja de ser maestro en artimañas y sutilezas. Los amantes van a ser separados para siempre. Y lo peor es que el D. Gaspar se enfurruña y ya no quiere casarse, y dice que si topa en la calle al pobre hidalgo, le pondrá como nuevo. ¿Qué hacer? ¡Tate!... Aquí está el quid de la dificultad. ¿Cómo desenredar esta enmarañada madeja? Pues verán ustedes de qué manera ingeniosa, con qué donosura y originalidad desato yo este intrincado nudo, en que el lector, suspenso de los imaginarios hechos, los mira como si fuesen reales y efectivos. ¿Qué les parece a ustedes que voy a inventar? ¿A ver?
Todos nos quedamos con la boca abierta, sin saber qué contestarle. Yo sobre todo, ¿cómo había de imaginar cosa alguna que igualara a los profundos pensamientos de aquel pozo de ciencia?
-Pues verán ustedes -prosiguió-. Hallándose las cosas he dicho, de repente... ¡Qué novedad! ¡Qué agudísima e inesperada anagnórisis!... Pues es el caso que el muchacho tiene un tío, oidor de Indias. Este tío oidor, que es todo un letrado y persona de pro, muere legando un caudal inmenso; de modo que cuando menos se lo piensa, el hidalguillo se ve con doscientos mil escudos en el arca y es más rico que el conde de enfrente. Cátate que en un momento le obsequian todos y le guardan más miramientos que si fuera el mismo duque de Lerma, ministro universal. El padre de la dama se ablanda, ésta se marcha a Platerías diciendo que va a comprar unas arracadas, pero con el disimulado fin de ver al hidalguillo y oír de sus mismos labios la noticia de la herencia; la Reina se desenoja, el Rey dice que les ha de casar o deja de ser quien es. Don Gaspar se va furioso a las guerras de la Valtellina, donde le matan de un arcabuzazo, y por fin los dos jóvenes se casan, son muy obsequiados, y viven luengos años en paz y en gracia de Dios. Así, señores, desarrollaría yo el pensamiento de esta novela, que, expuesta de tal modo, pienso no sería igualada por ninguna de cuantas en lengua italiana o española se han escrito, desde Bocaccio hasta Vicente Espinel; que yo las he leído todas, y aquí pudiera referirlas ce por be, sin que se me quedara una en la cuenta.
Aquí terminó el dictamen de D. Severiano Carranza, fénix de los literatos. Esta lección tercera era ya demasiada carga de lección tercera era ya demasiada carga de bochorno y humillación para mí. Y ¿cómo había yo de continuar leyendo, si en un dos por tres me habían mostrado aquellos personajes la flaqueza de mi entendimiento, apto tan sólo para bajas empresas? Me afrentaron, y de sus enseñanzas saqué menos provecho que vergüenza. Sí: lo digo con la entereza del que ya ha desistido de caminar por el escabroso sendero de la literatura, y confiesa todos sus yerros y ridiculeces. Cuando D. Severiano acabó, la poetisa hizo un mohín de fastidio, señal de que el discurso no le había parecido de perlas. D. Marcos se reía del insigne erudito, y el duque de Cantarranas... (rubor me cuesta el confesarlo, porque lo estimo sobremanera, y desearía ocultar todo lo que le menoscabase; pero la imparcialidad me obliga a decirlo) el duque se había dormido, cosa inexplicable en quien siempre fue la misma cortesía.
Otro suceso doloroso tengo que referir, y sabe Dios cuánto me cuesta revelar cosas que puedan obscurecer algún tanto la fama que rodea a estas cuatro venerandas personas. ¿Revelaré este funesto incidente? ¿Llevaré la mundanal consideración y el afecto particular hasta el extremo de callar la verdad, hija de Dios, sin la cual ninguna cosa va a derechas en este mundo? No; que antes que nada es mi conciencia; y además, si enseño una flaqueza de mis cuatro amigos, no por eso van a perder la estimación general quienes tantos y tan grandes merecimientos y títulos de gloria reúnen. Hay momentos en que los más rutilantes espíritus sufren pasajero eclipse, y entonces, mostrándose la naturaleza en toda su desnudez, aparecen las malas pasiones que bullen siempre en el fondo del alma humana.
Esto fue lo quo pasó a mis cuatro jueces en aquella noche funesta. Sucedió que unas palabras de D. Marcos, que fue siempre algo deslenguado irritaron al augusto crítico. Quiso intervenir Cantarranas, y como la poetisa dijese no sé qué tontería de las muchas que tenía en la cabeza, D. Marcos le increpó duramente; salió a defenderla con singular tesón el duque, y recibió de pasada, y como sin querer, un furibundo sopapo. Desde entonces fue aquello un campo de Agramante, y es imposible pintar el jaleo que se armó. Daba el erudito a D. Marcos, D. Marcos al duque, éste al erudito, el cual se vengaba en la poetisa, que arañaba a todos y chillaba como un estornino, siendo tal la baraúnda, que no parecía sino que una legión de demonios se había metido en mi casa. No pararon los irritados combatientes hasta que D. Marcos no derramó sangre a raudales, rasguñado por la poetisa; hasta que ésta no se desmayó dejando caer sus postizos bucles, y haciéndome en la frente un chichón del tamaño de una nuez; hasta que al duque no se le fraccionó en dos pedazos completos la mejor levita que tenía; hasta que Carranza no perdió sus espejuelos y la peluca, que era bermeja y muy sebosa.
Así terminó la sesión que ha dejado en mí recuerdos pavorosos. He revelado esta lamentable escena por amor a la verdad, y porque debo ser severo con aquellos que más valen y más fama gozan. De todos modos, si hago esta confesión, no es con ánimo de publicar debilidades, sino por hacer patente lo miserable de la naturaleza humana, que aun en los más elevados caracteres deja ver en alguna ocasión su fondo de perversidad.
De la novela, inocente causa de tan reñida controversia y desbarajuste final, ¿qué he de decir, sino que salió cual engendrada en aciaga noche de escándalo? Como quise adoptar las ideas de cada uno, por parecerme todas excelentes, mi obra resultó análoga a esas capas tan llenas de remiendos y pegotes, que no se puede saber cuál es el color y la tela primitivos. Después de la introducción que he leído, adopté el pensamiento del pajarito y le puse de intermediario entre los dos amantes. Luego, pareciéndome de perlas el incidente de la chimenea, hice que Alejo se mudara a la casa de enfrente, y que una noche se deslizara muy callandito por el interior del ennegrecido tubo, apareciéndose a la dama cuando ésta se percataba menos. Lo del negro no me fue posible introducirlo; pero sí el magnífico desenlace del tío en Indias, ideado por el fénix de los críticos, aunque no pude suponerlo oidor, sino tabernero, diferencia que importa poco para el caso. Así la novela, como hija de distintos progenitores, venía a ser la cosa más pintoresca, variada y original del mundo, y bien podía decir su autor: «yo, el menor padre de todos...». Imprimila, porque ningún editor la quería tomar, aunque yo, llevando mi modestia hasta lo sublime, la daba por ochenta reales al contado y otros ochenta, pagaderos a plazos de dos duros en dos años.
La puse a la venta en las principales librerías, y en un lustro que ha corrido llevo despachada la friolera de tras ejemplares, con más los que me tomaron al fiado, y que espero cobrar si la cosecha es buena en el próximo otoño. Un librero de Sevilla me ha prometido comprarme un ejemplar, si le hago la rebaja de dos reales; y este pedido, con otras proposiciones que me dirigen de lejanas tierras, me hace esperar que venderé hasta diez en todo lo que queda de año. No puedo quejarme, en verdad, porque yo sé que si las cosas estuvieran mejor y sobrase dinero en el país, no había de quedar un ejemplar para muestra.
De todos modos, me consuela la singular protección que me dispensa, ahora como antes, el duque de Cantarranas, mi ilustre Mecenas; quien ha podido conseguir de un amigo suyo, dueño de una tienda de ultramarinos, que me compre media edición al peso, y a veinticinco reales la arroba. Si merced a la solicitud del prócer ilustre, consigo realizar este negocio, me servirá de estímulo para proseguir por el fatigoso camino de las letras, que si tiene toda clase de espinas y zarzales en su largo trayecto, también nos conduce, como sin querer, a la holgura, a la satisfacción y a la gloria.
Madrid, Septiembre de 1872.
Pacorrito Migajas era un gran personaje. Alzaba del suelo poco más de tres cuartas, y su edad apenas pasaba de los siete años. Tenía la piel curtida del sol y del aire, y una carilla avejentada que más bien le hacía parecer enano que niño. Sus ojos eran negros y vividores, con grandes pestañas como alambres y resplandor de pillería. Pero su boca daba miedo de puro fea, y sus orejas, al modo de aventadores, antes parecían pegadas que nacidas. Vestía gallardamente una camisa de todos colores, por lo sucia, y pantalón hecho de remiendos, sostenido con un solo tirante. En invierno abrigábase con una chaqueta que fue de su señor abuelo, la cual después de cortadas las mangas por el codo, a Pacorrito le venía que ni pintada para gabán. En el cuello le daba varias vueltas a manera de serpiente, un guiñapo con aspiraciones a bufanda, y cubría la mollera con una gorrita que afanó en el Rastro. No usaba zapatos, por serle esta prenda de grandísimo estorbo, ni tampoco medias, porque le molestaba el punto.
La familia de Pacorrito Migajas no podía ser más ilustre. Su padre, acusado de intentar un escalo por la alcantarilla, fue a tomar aires a Ceuta, donde murió. Su madre, una señora muy apersonada que por muchos años tuvo puesto de castañas en la Cava de San Miguel, fue también metida en líos de justicia, y después de muchos embrollos, y dimes y diretes con jueces y escribanos, me la empaquetaron para el penal de Alcalá. Aún quedaba a Pacorrito su hermana; pero ésta, abandonando su plaza en la Fábrica de Tabacos, corrió a Sevilla en amoroso seguimiento de un cabo de artillería, y ésta es la hora, en que no ha vuelto. Estaba, pues, Migajas solo en el mundo, sin más familia que él mismo, sin más amparo que el de Dios, ni otro guía que su propia voluntad.
¿Pero creerá el pío lector que Pacorrito se acobardó al verse solo? Ni por pienso. Había tenido ocasión, en su breve existencia, de conocer los vaivenes del mundo, y algo de lo falso y mentiroso que encierra esta vida miserable. Llenándose de energía, afrontó la situación como un héroe. Afortunadamente, tenía buenas relaciones con diversa gente de su estofa y aun con hombres barbudos que parecían dispuestos a protegerle, y bulle que bulle, aquí me meto y allí me saco, consiguió dominar su triste estado.
Vendía fósforos, periódicos y algún billete de Lotería, tres ramos mercantiles que explotados con inteligencia podían asegurarle honradas ganancias; así es que a Pacorrito nunca le faltaban cuatro cuartos en el bolsillo para sacar de un apuro a un compañero, o para obsequiar a las amigas.
No le inquietaban gran cosa ni las molestias del domicilio ni las exigencias del casero. Sus palacios eran el Prado en verano, y en invierno los portales de la casa Panadería. Varón sobrio y enemigo de pompas mundanas, se contentaba con un rincón cualquiera donde pasar la noche. Comía, como los pájaros, lo que encontraba, sin que jamás se apurase por esto, a causa de la conformidad religiosa que existía en su alma, y de su instintiva fe en los misteriosos auxilios de la Providencia, que a ningún ser grande ni chico desampara.
Los que esto lean creerán que Migajas era feliz. Parece natural que lo fuese. Si carecía de familia, gozaba de preciosísima libertad, y como sus necesidades eran escasas, vivía holgadamente de su trabajo, sin deber nada a nadie; sin que le quitaran el sueño cuidados ni ambiciones; pobre, pero tranquilo; desnudo el cuerpo, pero lleno de paz sabrosa el espíritu. Pues a pesar de esto, el señor de Migajas no era feliz. ¿Por qué? Porque estaba enamorado hasta las gachas, como suelo decirse.
Sí, señores, aquel Pacorrito tan pequeño y tan feo y tan pobre y tan solo, amaba. ¡Ley inexorable de la vida, que no permite a ningún ser, cualquiera que sea, redimirse del despótico yugo de amor!
Amaba nuestro héroe con soñador idealismo, libre de todo pensamiento impuro, a veces con ardoroso fuego que en sus venas ponía un hervor de todos los demonios. Su corazón volcánico tenía sensaciones de todas clases para el objeto amado, ora dulces y platónicas como las de Petrarca, ora arrebatadas como las de Romeo.
¿Y quién había inspirado a Pacorrito pasión tan terrible? Pues una dama que arrastraba vestidos de seda y terciopelo con vistosas pieles, una dama de cabellos rubios, que en bucles descendían sobre su alabastrino cuello. La tal solía gastar quevedos de oro, y a veces estaba sentada al piano tres días seguidos.
Sabed cómo la conoció Pacorro y quién era aquella celestial hermosura.
Extendía el chico la esfera de sus operaciones mercantiles por la mitad de una de las calles que afluyen a la Puerta del Sol, calle muy concurrida y con hermosas tiendas, que de día ostentan en sus escaparates mil prodigios de la industria, y por las noches se iluminan con la resplandeciente claridad del gas. Entre estas tiendas, la más bonita es una que pertenece a un alemán, siempre llena de bagatelas preciosísimas destinadas a grandes y pequeños. Es el bazar de la infancia infantil y de la adulta. Por Carnaval se llena de caretas burlescas; en Semana Santa de figuras piadosas; hacia Navidad de Nacimientos y árboles cargados de juguetes, y por Año Nuevo de magníficos objetos para regalos.
La pasión frenética de Pacorrito empezó cuando el alemán puso en su vitrina una encantadora colección de damas vestidas con los ricos trajes que imagina la fantasía parisiense. Casi todas tenían más de media vara de estatura. Sus rostros eran de fina y purificada cera, y ningún carmín de frescas rosas se igualaba al rubor de sus castas mejillas. Sus azules ojos de vidrio brillaban inmóviles con más fulgor que la pupila humana. Sus cabellos, de suavísima lana rizada, podían compararse, con más razón que los de muchas damas, a los rayos del sol; y las fresas de Abril, las cerezas de Mayo y el coral de los hondos mares, parecerían cosa fea en comparación de sus labios rojos.
Eran tan juiciosas que jamás se movían de sitio en que las colocaban. Sólo crujía el gozne de madera de sus rodillas, hombros y codos, cuando el alemán las sentaba al piano, o las hacía tomar los lentes para mirar a la calle. De resto, no daban nada que hacer, y jamás se les oyó decir esta boca es mía.
Entre ellas había una ¡ay qué hembra! la más hermosa, la más alta, la más simpática, la más esbelta, la mejor vestida, la más señora. Debía de ser mujer de elevada categoría, a juzgar por su ademán grave y pomposo, y cierto airecillo de protección que a maravilla le sentaba.
-¡Gran mujer!- dijo Pacorrito la primera vez que la vio; y más de una hora estuvo plantado ante el escaparate, contemplando tan seductora belleza.
Nuestro personaje se hallaba en ese estado particular de exaltación y desvarío en que aparecen los héroes de las novelas amatorias. Su cerebro hervía; en su corazón se enroscaban culebras mordedoras; su pensamiento era un volcán; deseaba la muerte; aborrecía la vida; hablaba sin cesar consigo mismo; miraba a la luna; se remontaba al quinto cielo, etc.
¡Cuántas veces le sorprendió la noche en melancólico éxtasis delante del cristal, olvidado de todo, hasta de su propio comercio y modo de vivir! no era por cierto muy desairada la situación del buen Migajas, quiero decir, que era hasta cierto punto correspondido en su loca pasión. ¿Quién puede medir la intensidad amorosa de un corazón de estopa o serrín? El mundo está lleno de misterios. La ciencia es vana y jamás llegará a lo íntimo de las cosas. ¡Oh, Dios! ¿será posible algún día demarcar fijamente la esfera de lo inanimado? ¿Lo inanimado, dónde empieza? Atrás los pedantes que, deteniéndose delante de una piedra o de un corcho, le dicen: «Tú no tienes alma.» Sólo Dios sabe cuáles son las verdaderas dimensiones de ese Limbo invisible donde yace todo lo que no ama.
Bien seguro estaba Pacorrito de haber hecho tilín a la dama. Ésta le miraba, y sin moverse ni pestañear ni abrir la boca, decíale mil cosas deleitables, ya dulces como la esperanza, ya tristes como el presentimiento de sucesos infaustos. Con esto se encendía más y más en el corazón del amigo Migajas la llama que le devoraba, y su atrevidamente concebía dramáticos planes de seducción, rapto y aun de matrimonio.
Una noche, el amartelado galán acudió puntual a la cita. La señora estaba sentada al piano, las manos suspendidas sobre las teclas y el divino rostro vuelto hacia la calle. El granuja y ella se miraron. ¡Ay! ¡Cuánto idealismo, cuanta pasión en aquella mirada! Los suspiros sucedieron a los suspiros, y las ternezas a las ternezas, hasta que un suceso imprevisto cortó el hilo de tan dulce comunicación truncando de un golpe la felicidad de los amantes. Fue como esas súbitas catástrofes que hieren mortalmente los corazones, originando suicidios, tragedias y otros lamentables casos.
Una mano penetró en el escaparate, por la parte de la tienda, y cogiendo a la señora por la cintura se la llevó dentro. Al asombro de Migajas sucedió una pena tan viva que deseó morirse en aquel mismo instante. ¡Ver desaparecer al objeto amado, cual si se lo tragara la insaciable tumba, y no poder detener aquella existencia que se escapa, y no poder seguirla aunque fuera al mismo infierno! ¡Desgracia superior a las fuerzas de un mortal! Migajas estuvo a punto de caer al suelo; pensó en el suicidio; invocó a Dios y al diablo...
-¡La han vendido! -murmuró sordamente.
Y se arrancó los cabellos, y se arañó el rostro; y en las pataletas de su desesperación se le cayeron al suelo los fósforos, los periódicos y los billetes de Lotería. ¡Intereses del mundo, no valéis lo que un suspiro!
Repuesto al cabo de su violenta emoción, el rapaz miró hacia el interior de la tienda, y vio a unas niñas y a dos o tres personas mayores hablando con el alemán. Una de las chicas sostenía en sus brazos a la dama de los pensamientos de Migajas. Hubiérase lanzado éste con ímpetu salvaje dentro del local; pero se detuvo, temeroso de que viendo su facha estrambótica, le adjudicaran una paliza o le entregasen a una pareja.
Fijo en la puerta, consideraba los horrores de la trata de blancos, de aquella nefanda institución tirolesa, en la cual unos cuantos duros deciden la suerte de honradas criaturas, entregándolas a la destructora ferocidad de niños mal criados. ¡Ay! ¡Cuán miserable le parecía a Pacorrito la naturaleza humana!
Los que habían comprado la señora salieron de la tienda y entraron en un coche de lujo. ¡Cómo reían los tunantes! Hasta el más pequeño, que era el más mimoso, se permitía tirar de los brazos a la desgraciada muñeca, a pesar de tener él para su exclusivo goce variedad de juguetillos propios de su edad. Las personas mayores también parecían muy satisfechas de la adquisición.
Mientras el lacayo recibía órdenes, Pacorrito, que era hombre de resoluciones heroicas y audaces, concibió la idea de colgarse a la zaga del coche. Así lo hizo, con la agilidad cuadrumana que emplean los granujas cuando quieren pasear en carruaje de un cabo a otro de la Villa.
Alargando el hocico hacia la derecha, veía asomar por la portezuela uno de los brazos de la dama sacrificada al vil metal. Aquel brazo rígido y aquel puño de rosa hablaban enérgico lenguaje a la imaginación de Migajas, que en medio del estrépito de las ruedas oía estas palabras:
-¡Sálvame, Pacorrito mío, sálvame!
En el pórtico de la casa grande donde se detuvo el coche, cesaron las ilusiones del granuja, porque un criado le dijo que si manchaba el piso con sus pies enlodados, le rompería el espinazo. Ante esta abrumadora razón, Migajas se retiró, lleno el corazón de un ardiente anhelo de venganza.
Su fogoso temperamento le impulsaba a seguir adelante, arrojándose en brazos de la fortuna y en las tinieblas de lo imprevisto. Su alma se adaptaba a las ruidosas y dramáticas aventuras. ¿Qué hizo el muy pillo? Pues concertarse con los que iban a recoger la basura a la casa donde estaba en esclavitud su adorada, y por tal medio, que podrá no ser poético, pero que revela agudeza de ingenio y un corazón como la copa de un pino, Migajas se introdujo en el palacio.
¡Cómo le palpitaba el corazón cuando subía y penetraba en la cocina! La idea de estar cerca de ella le confundía de tal suerte, que más de una vez se le cayó la espuerta de la mano, derramándose en la escalera. Pero de ningún modo podía saciar la ardiente sed de sus ojos, que anhelaban ver a la hermosa dama. Sintió lejanos chillidos de niños juguetones, pero nada más. La gran señora por ninguna parte aparecía.
Los criados de la casa, viéndole tan pequeño y tan feo, le hacían mil burlas; mas uno de ellos, que era algo compasivo, le daba golosinas. Una mañana muy fría, el cocinero ya fuese por lástima, ya por maldad, lo dio a beber de un vino áspero y picón como demonios. El granuja sintió dulcísimo calor en todo el cuerpo y un vapor ardiente que a la cabeza le subía. Sus piernas flaqueaban, sus brazos desmayados caían con abandono voluptuoso. Del pecho le brotaba una risa juguetona, que iba afluyendo de su boca, cual arroyo sin fin, y Pacorrito reía y se agarraba con ambas manos a la pared para no caer.
Un puntapié vigoroso, aplicado en semejante parte, modificó un tanto la risa, y puesta la mano en la parte dolorida, Pacorrito salió de la cocina. Su cabeza seguía trastornada. Él no sabía a dónde le conducían sus pasos. Corrió tambaleándose y riendo de nuevo; pisó fríos ladrillos, y después suave entarimado, y luego tibias alfombras.
De repente sus ojos se detuvieron en un objeto que en el suelo yacía. ¡Cielos!... Migajas exhaló un rugido de dolor, y cayó de rodillas.
Allí, tendida como un cadáver, los vestidos rasgados y en desorden, partida la frente alabastrina, roto uno de los brazos, desgreñado el pelo, estaba la señora de sus pensamientos. ¡Lastimoso cuadro que partía el corazón!
Nuestro héroe, durante un rato, no pudo articular palabra. La voz se ahogaba en su garganta. Estrechó contra su corazón aquel frío cuerpo inanimado, cubriéndolo de besos ardientes. La señora tenía abiertos los ojos, y miraba con melancólica dulzura a su fiel adorador. A pesar de sus horribles heridas y del lastimoso estado de su cuerpo, la noble dama vivía. Pacorrito lo conoció en la luz singular de sus quietos ojos azules, que despedían llamaradas de amor y gratitud.
-Señora, ¿quién os trajo a tan triste estado? -exclamó en tono patético, angustioso.
Pero pronto, al dolor agudísimo sucedió la ira, y Pacorrito pensó tomar venganza de aquel descomunal agravio.
Como en el mismo instante sintiera pasos, cargó en sus brazos a la gentil dama echando a correr con ella fuera de la casa. Bajó la escalera, atravesó el patio, salió a la calle con tanta velocidad, que no se podía decir que corría, sino que volaba. Su carrera era como la del pájaro que al robar un grano, oye el tiro del cazador, y sintiéndose ileso, quiere poner entre su persona y la escopeta toda la distancia posible.
Corrió por una, dos, tres, diez calles, hasta que, creyéndose bastante lejos, descansó, poniendo sobre sus rodillas el precioso objeto de su insensato amor.
Vino la noche, y Pacorrito vio con placer las dulces sombras que envolvían el atrevido rapto, protegiendo sus honestos. Examinando atentamente las heridas del descalabrado cuerpo de su adorada, observó que no eran de gravedad, aunque por los agujeros del cráneo se le verían los sesos si los tuviera, y toda la estopa, del corazón se salía a borbotones por diferentes heridas. El traje estaba hecho girones, y parte de la cabellera se había quedado en el camino durante la veloz corrida. Inundósele el alma de pena al considerar que carecía de fondos para hacer frente a situación tan apurada. Con el abandono de su comercio se le habían vaciado los bolsillos, y una mujer amada, mayormente si no está bien de salud, es fuente inagotable de gastos. Migajas se tentó aquella parte de su andrajosa ropa donde solía tener la calderilla, y no halló ni tampoco un triste chavo.
«Ahora -pensó- ahora necesitaré casa, cama, la mar de médicos y cirujanos, modista, mucha comida, un buen fuego... y nada, tengo.
Pero como estaba tan fatigado, recostó la cabeza sobre el cuerpo de su ídolo y se durmió como un ángel.
Entonces, ¡oh prodigio! la señora se fue reanimando, y levántandose al fin, mostró a Pacorrito su risueño semblante, su noble frente sin ninguna herida, su cuerpo esbelto sin la más leve rotura, su vestido completo y limpio, su cabellera rizosa y perfumada, su sombrero coquetón, que adornaban diminutas flores; en suma, se mostró perfecta y acabadamente hermosa, tal como la conoció el muchacho en la vitrina.
¡Ay! Migajas se quedó deslumbrado, atónito, suspenso, sin habla. Púsose de rodillas y adoré a la señora como a una divinidad. Entonces, ella tomó la mano al granuja, y con voz entera, más dulce que el canto de los ruiseñores, le dijo:
«Pacorrito, sígueme, ven conmigo. Quiero demostrarte mi agradecimiento y el sublime amor que has sabido inspirarme. Has sido constante, leal, generoso y heroico, porque me has salvado del poder de aquellos vándalos que me martirizaban. Mereces mi corazón y mi mano. Ven, sígueme y no seas bobo, ni te creas inferior a mí porque estás vestido de pingos.
Observó Migajas la deslumbradora apostura de la dama, el lujo con que vestía, y lleno de pena exclamo:
«Señora, ¿a dónde he de ir yo con esta facha?
La hermosa dama no contestó, y tirando de la mano a Pacorrito, le llevó por misteriosa región de sombras.
El granuja vio al cabo una gran sala iluminada y llena de preciosidades, cuya forma no pudo precisar bien en el primer momento. Al poco rato, comenzó a percibir con claridad mil figurillas diversas, como las que poblaban la tienda donde había conocido a su adorada. Lo que más llamó su atención fue ver que salieron a recibirles, luciendo sus flamantes vestidos, todas las damas que acompañaban en el escaparate a la gran señora.
La cual contestó con una grave y ceremoniosa cortesía a los saludos de todas ellas. Parecía ser de superior condición, algo como princesa, reina o emperatriz. Su gesto soberano y su gallardo continente sin altanería, revelaban dominio sobre las demás. Al instante presentó a Pacorrito. Éste se quedó todo turbado y más rojo que una amapola cuando la Princesa, tomándolo de la mano, dijo:
«Presento a ustedes al Sr. D. Pacorro de las Migajas, que viene a honrarnos esta noche.
Al pobre chico se le cayeron las alas del corazón cuando observó el desmedido lujo que allí reinaba, comparándolo con su pobreza, sus pies desnudos, sus calzones sujetos con un tirante y su chaqueta cortada por los codos.
«Ya adivino lo que piensas -manifestó la Princesa con disimulo.- Tu traje no es el más conveniente para una fiesta como la de esta noche. En rigor de verdad, no estás presentable.»
-Señora, mi pícaro sastre -murmuró Pacorrito, creyendo que una mentirilla pondría a salvo su decoro,- no me ha acabado la condenada ropa.
-Aquí te vestiremos -indicó la noble dama.
Los lacayos de aquella extraña mansión eran monos pequeños y graciosísimos. De pajes hacían unos loros diminutos, de esos que llaman Pericos, y varias pajaritas de papel. Éstas no se apartaban un momento de la señora.
La servidumbre se ocupó al punto de arreglar un poco la desgraciada figura del buen Migajas. Con unas fosforeras doradas y muy monas en forma de zapatos le calzaron al momento. Por gorguera le pusieron medio farolillo de papel encarnado, y de una jardinera de mimbres hiciéronle una especie de sombrerete, pastoril, con graciosas flores adornado. Al cuello le colgaron a modo de condecoraciones, la chapa de un kepis elegantísimo, una fosforera redonda que parecía reloj y el tapón de cristal de un frasquito de esencias. Las pajaritas tuvieron la buena ocurrencia de ponerle en la cintura, a guisa de espada o daga, una lujosa plegadera de marfil. Con estas y otras invenciones para ocultar sus haraposos vestidos, el vendedor de periódicos quedó tan guapo que no parecía el mismo. Mucho se vanaglorió de su persona cuando le pusieron ante el espejo de un estuche de costura para que se mirase. Estaba el chico deslumbrador.
En seguida principió el baile. Varios canarios cantaban en sus jaulas «walses» y habaneras, y las cajas de música tocaban solas, así como los clarinetes y cornetines, que se movían a sí mismos sus llaves con gran destreza. Los violines también se las componían de un modo extraño para pulsarse a sí propios sus cuerdas, y las trompetas se soplaban unas a otras. La música era un poco discordante; pero Migajas, en la exaltación de su espíritu, la hallaba encantadora.
No es necesario decir que la Princesa bailó con nuestro héroe. Las otras damas tenían por pareja a militares de alta graduación, o a soberanos que habían dejado sus caballos a la puerta. Entre aquellas figuras interesantísimas se veía a Bismarck, al Emperador de Alemania, a Napoleón y a otros grandes hombres. Migajas no cabía en su pellejo de puro orgulloso.
Pintar las emociones de su alma cuando se lanzaba a las vertiginosas curvas del «wals» con su amada en brazos, fuera imposible. La dulce respiración de la Princesa, y sus cabellos de oro acariciaban blandamente la cara de Pacorrito, haciéndole cosquillas y causándole cierta embriaguez. La mirada amorosa de la gentil dama o un suave quejido de cansancio acababan de enloquecerle.
En lo mejor del baile, los monos anunciaron que la cena estaba servida, y al punto se desconcertó el cotarro. Ya nadie pensó más que en comer, y al bueno de Migajas se le alegraron los espíritus, porque, sin perjuicio de la espiritualidad de su amor, tenía un hambre de mil demonios.
El comedor era precioso y la mesa magnífica; las vajillas y toda la loza de lo mejor que se ha fabricado para muñecas, y multitud de ramilletes esparcían su fragancia y mostraban sus colores en pequeños búcaros, en hueveras, y algunos en dedales.
Pacorrito ocupó el asiento a la derecha de la Princesa. Empezaron a comer. Servían los pericos y las pajaritas tan bien y con tanta precisión como los soldados que maniobran en una parada a la orden de su general. Los platos eran exquisitos, y todos crudos o fiambres. Si la comida no disgustó a Migajas al comenzar, pronto empezó a producirle cierto empacho, aun antes de haber tragado como un buitre. Componían el festín pedacitos de mazapán, pavos más chicos que pájaros y que se engullían de un solo bocado, filetes y besugos como almendras, un rico principio de cañamones y un pastel de alpiste a la canaria, albóndigas de miga de pan a la perdigona, fricasé de ojos de faisán en salsa de moras silvestres, ensalada de musgo, dulces riquísimos y frutas de todas clases, que los pericos habían cosechado en un tapiz donde estaban bordadas, siendo los melones como uvas y las uvas como lentejas.
Durante la comida, todos charlaban por los codos, excepto Pacorrito, que por ser muy corto de genio no desplegaba sus labios. La presencia de aquellos personajes de uniforme y entorchados le tenía perplejo, y se asombraba mucho de ver tan charlatanes y retozones a los que en el escaparate estaban tiesos y mudos cual si fuesen de barro.
Principalmente el llamado Bismarck no paraba. Decía mil chirigotas, daba manotadas sobre la mesa, y arrojaba a la Princesa bolitas de pan. Movía sus brazos como atolondrado, cual si los goznes de éstos tuviese un hilo, y oculta mano tirase de él por debajo de la mesa.
«¡Cómo me estoy divirtiendo! -decía el canciller. -Querida Princesa, cuando uno se pasa la vida adornando una chimenea, entre un reloj, una figura de bronce y un tiesto de begonia, estas fiestas le rejuvenecen y le dan alegría para todo el año».
-¡Ay! dichosos mil veces -dijo la señora con melancólico acento- los que no tienen otro oficio que adornar chimeneas y entredoses. Ésos se aburren, pero no padecen como nosotras, que vivimos en continuo martirio, destinadas a servir de juguete a los hombres chicos. No podré pintar a usted, señor de Bismarck, lo que se sufre cuando uno nos tira del brazo derecho, otro del izquierdo, cuando éste nos rompe la cabeza y aquél nos descuartiza, o nos pone de remojo, o nos abre en canal para ver lo que tenemos dentro del cuerpo.
-Ya lo supongo -contestó el canciller abriendo los brazos y cerrándolos repetidas veces.
¡Oh, desgraciados, desgraciados! -exclamaron en coro los Emperadores, Espartero y demás personajes.
Y menos desgraciada yo -añadió la dama-, que encontré un protector y amigo en el valeroso y constante Migajas, que supo librarme del bárbaro suplicio.
Pacorro se puso colorado hasta la raíz del pelo.
-Valeroso y constante- repitieron a una las muñecas todas, en tono de admiración.
-Por eso -continuó la Princesa- esta noche, en que nuestro Genio Creador nos permite reunirnos para celebrar el primer día del año, he querido obsequiarlo, trayéndole conmigo, y dándole mi mano de esposa, en señal de alianza y reconciliación entre el linaje muñequil y los niños juiciosos y compasivos.
Cuando esto decía, el señor de Bismarck miraba a Pacorrito con expresión de burla tan picante y maligna, que nuestro insigne héroe se llenó de coraje. En el mismo instante, el tuno del canciller disparó una bolita de pan con tanta puntería que por poco deja ciego a Migajas. Pero éste, como era tan prudente y el prototipo de la circunspección, calló y disimuló.
La Princesa le dirigía miradas de amor y gratitud.
«¡Cómo me estoy divirtiendo! -repitió Bismarck dando palmadas con sus manos de madera.- Mientras llega la hora de volver junto al reloj y de oír su incesante tic-tac, divirtámonos, embriaguémonos, seamos felices. Si el caballero Pacorrito quisiera pregonar La Correspondencia, nos reiríamos un rato.»
-El señor de Migajas- dijo la Princesa mirándole con benevolencia-, no ha venido aquí a divertirnos. Eso no quita que lo oigamos con gusto pregonar La Correspondencia y los fósforos, si quiere hacerlo.
Hallaba el granuja esta proposición tan contraria a su dignidad y decoro, que se llenó de aflicción y no supo qué contestar a su adorada.
-¡Que baile! -gritó el canciller con desparpajo-, que baile encima de la mesa. Y si no lo quiere hacer, pido que se le quiten los adornos que se le han puesto, dejándole cubierto de andrajos y descalzo, como cuando entró aquí.
Migajas sintió que afluía toda su sangre al corazón. Su cólera impetuosa no le permitió pronunciar una sola sílaba.
No seáis cruel, mi querido Príncipe, -dijo la señora sonriendo.- Por lo demás, yo espero quitarle al buen Migajas esos humos que está echando.
Una carcajada general acogió estas palabras, y allí eran de ver todas las muñecas, y los más célebres generales y emperadores del mundo, dándose simultáneamente cachiporrazos en la cabeza como las figuras de Guignol.
«¡Que baile! ¡Que pregone La Correspondencia! -clamaron todos.»
Migajas se sintió desfallecer. Era en él tan poderoso el sentimiento de la dignidad, que antes muriera que pasar por la degradación que se le proponía. Iba a contestar, cuando el maligno canciller tomó una paja larga y fina, sacada al parecer de una cestilla de labores, y mojando la punta en saliva se la metió por una oreja a Pacorrito con tanta presteza, que éste no se enteró de la grosera familiaridad hasta que hubo experimentado la sacudida nerviosa que tales chanzas ocasionan.
Ciego de furor, echó mano al cinto y blandió la plegadera. Las damas prorrumpieron en gritos y la Princesa se desmayó. Pero no aplacado con esto el fiero Migajas, sino, por el contrario, más rabioso, arremetió contra los insolentes, y empezó a repartir estacazos a diestra y siniestra, rompiendo cabezas que era un primor. Oíanse alaridos, ternos, amenazas: hasta los pericos graznaban, y las pajaritas movían sus colas de papel en señal de pánico.
Un momento después, nadie se burlaba del bravo Migajas. El canciller andaba recogiendo del suelo sus dos brazos y sus dos piernas (caso raro que no puede explicarse), y todos los emperadores se hablan quedado sin nariz. Poco a poco, con saliva y cierta destreza ingénita se iban curando todos los desperfectos; que esta ventaja tiene la cirugía muñequil. La Princesa, repuesta de su desmayo con las esencias que en un casco de avellana la trajeron sus pajes, llamó aparte al granuja, y llevándole a su camarín reservado, le habló a solas de esta manera:
«Ínclito Migajas, lo que acabas de hacer, lejos de amenguar el amor que puse en ti, lo aumenta, porque me has probado tu valor indómito, triunfando con facilidad de toda esa caterva de muñecos bufones, la peor casta de seres que conozco. Movida por los dulces afectos que me impulsan hacia ti, te propongo ahora solemnemente que seas mi esposo, sin pérdida de tiempo.»
Pacorrito cayó de rodillas.
«Cuando nos casemos -continuó la señora-, no habrá uno solo de esos emperadorcillos y cancilleretes que no te acate y reverencie como a mí misma, porque has de saber que yo soy la Reina de todos los que en aquesta parte del mundo existen, y mis títulos no son usurpados, sino transmitidos por la divina Ley muñequil que estableciera el Supremo Genio que nos creó y nos gobierna.»
-Señora, señora mía -dijo, o quiso decir Migajas-; mi dicha es tanta que no puedo expresarla.
-Pues bien -manifestó la señora con majestad.- Puesto que quieres ser mi esposo, y por consiguiente, Príncipe y señor de estos monigotiles reinos, debo advertirte que para ello es necesario que renuncies a tu personalidad humana.
-No comprendo lo que quiere decir Vuestra Alteza.
-Tú perteneces al linaje humano, yo no. Siendo distintas nuestras naturalezas, no podemos unirnos. Es preciso que tú cambies la tuya por la mía, lo cual puedes hacer fácilmente con sólo quererlo. Respóndeme pues. Pacorrito Migajas, hijo del hombre, ¿quieres ser muñeco?
La singularidad de esta pregunta tuvo en suspenso al granuja durante breve rato.
-¿Y qué es eso de ser muñeco? -preguntó al fin.
-Ser como yo. La naturaleza nuestra es quizás más perfecta que la humana. Nosotros carecemos de vida, aparentemente; pero la tenemos grande en nosotros mismos. Para los imperfectos sentidos de los hombres, carecemos de movimiento, de afectos y de palabra; pero no es así. Ya ves cómo nos movemos, cómo sentimos y cómo hablamos. Nuestro destino no es, en verdad, muy lisonjero por ahora, porque servimos para entretener a los niños de tu linaje, y aun a los hombres del mismo; pero en cambio de esta desventaja, somos eternos.
¡Eternos!
-Sí, nosotros vivimos eternamente. Si nos rompen esos crueles chiquillos, renacemos de nuestra destrucción y tornamos a vivir, describiendo sin cesar un tenebroso círculo desde la tienda a las manos de los niños, y de las manos de los niños a la fábrica tirolesa, y de la fábrica a la tienda, por los siglos de los siglos.
-¡Por los siglos de los siglos!- repitió Migajas absorto.
-Pasamos malísimos ratos, eso sí -añadió la señora-; pero en cambio no conocemos el morir, y nuestro Genio Creador nos permite reunirnos en ciertas festividades para celebrar las glorias de la estirpe, tal como lo hacemos esta noche. No podemos evadir ninguna de las leyes de nuestra naturaleza; no nos es dado pasar al reino humano, a pesar de que a los hombres se les permite venir al nuestro, convirtiéndose en monigotes netos.
-¡Cosa más particular!- exclamó Migajas lleno de asombro.
-Ya sabes todo lo necesario para la iniciación muñequillesca. Nuestros dogmas son muy sencillos. Ahora medítalo y respondo a mi pregunta: ¿quieres ser muñeco?
La Princesa tenía unos desplantes de sacerdotisa antigua, que cautivaron más a Pacorrito.
-Quiero ser muñeco -afirmó el granuja con aplomo.
Y al punto la Princesa trazó unos endiablados signos en el espacio, pronunciando palabrotas que Pacorro no sabia si eran latín, chino o caldeo, pero que de seguro serían tirolés. Después la dama dio un estrecho abrazo al bravo Migajas, y le dijo:
-Ahora, ya eres mi esposo. Yo tengo poder para casar, así como lo tengo para recibir neófitos en nuestra gran Ley. Amado Principillo mío, bendito seas por los siglos de los siglos.
Toda la corte de figurillas entró de repente, cantando con música de canarios y ruiseñores: «Por los siglos de los siglos».
Discurrieron por los salones en parejas. Migajas daba el brazo a su consorte.
-¡Es lástima -dijo ésta-, que nuestras horas de placer sean tan breves! Pronto tendremos que volver a nuestros puestos.
El Serenísimo Migajas experimentaba, desde el instante de su trasformación, sensaciones peregrinas. La más extraña era haber perdido por completo el sentido del paladar y la noción del alimento. Todo lo que había comido era para él como si su estómago fuese una cesta o una caja y hubiera encerrado en ella mil manjares de cartón que ni se digerían, ni alimentaban, ni tenían peso, sustancia, ni gusto.
Además, no se sentía dueño de sus movimientos, y tenía que andar con cierto compás difícil. Notaba en su cuerpo una gran dureza, como si todo en él fuese hueso, madera o barro. Al tentarse, su persona sonaba a porcelana. Hasta la ropa era dura, y nada diferente del cuerpo.
Cuando, solo ya con su mujercita, la estrechó entre sus brazos, no experimentó sensación alguna de placer divino ni humano, sino el choque áspero de dos cuerpos duros y fríos. Besola en las mejillas y las encontró heladas. En vano su espíritu, sediento de goces, llamaba con furor a la naturaleza. La naturaleza en él era cosa de cacharrería. Sintió palpitar su corazón como una máquina de reloj. Sus pensamientos subsistían, pero todo lo restante era insensible materia.
La Princesa se mostraba muy complacida.
«¿Qué tienes, amor mío? -preguntó a Pacorrito viendo su expresión de desconsuelo.»
-Me aburro soberanamente, chica -dijo el galán, adquiriendo confianza.
-Ya te irás acostumbrando. ¡Oh, deliciosos instantes! Si durarais mucho, no podríamos vivir.
-¡A esto llama delicioso tu Alteza! -exclamó Migajas. -¡Dios mío, qué frialdad, qué dureza, qué vacío, qué rigidez!
Tienes aún los resabios humanos, y el vicio de los estragados sentidos del hombre. Pacorrito, modera tus arrebatos o trastornarás con tu mal ejemplo a todo el muñequismo viviente.
¡Vida, vida, sangre, calor, pellejo! -gritó Migajas con desesperación, agitándose como un insensato. -¿Qué es esto que pasa en mí?
La Princesa le estrechó en sus brazos, y besándolo con sus rojos labios de cora, exclamó:
«Eres mío, mío por los siglos de los siglos.
En aquel instante oyose gran bulla y muchas voces que decían: «¡La hora, la hora!»
Doce campanadas saludaron la entrada del Año Nuevo. Todo desapareció de súbito a los ojos de Pacorrito: Princesa, palacio, muñecos, emperadores, y se quedó solo.
Se quedó solo y en obscuridad profunda.
Quiso gritar y no tenía voz. Quiso moverse y carecía de movimiento. Era piedra.
Lleno de congoja esperó. Vino por fin el día, y entonces Pacorrito se vio en su antigua forma; pero todo de un color, y al parecer de una misma materia, cara, brazos, ropa, cabello y hasta los periódicos que en la mano tenía.
«Ya no me queda duda -exclamó llorando por dentro.- Soy mismamente como un ladrillo.»
Vio que frente a él había un gran cristal con algunas letras del revés. A un lado, multitud de figurillas y objetos de capricho le acompañaban.
«¡Estoy en el escaparate!... ¡Horror!»
Un mozo le tomó cuidadosamente en la mano, y después de limpiarle el polvo, volvió a ponerle en su sitio.
Su Alteza Serenísima vio que en el pedestal donde estaba colocado, había una tarjeta con esta cifra: 240 reales.
«Dios mío, es un tesoro lo que valgo. Esto al menos le consuela a uno.»
Y la gente se detenía por la parte afuera del cristal, para ver la graciosa escultura de barro amarillo representando un vendedor de periódicos y cerillas. Todos alababan la destreza del artista, todos se reían observando la chusca fisonomía y la chabacana figura del gran Migajas, mientras éste, en lo íntimo de su insensible barro, no cesaba de exclamar con angustia:
¡Muñeco, muñeco, por los siglos de los siglos!
Enero de 1879.
Mayo se enojará, lo sé; pero rindiendo culto a la verdad, es preciso decírselo en sus barbas. Sí, el imperio de las flores en nuestro clima, no le corresponde.
¡Tunante! ¿Qué dirán de él en la otra vida las almas de aquellas pobrecitas a quienes dejó morir de frío después de abrasarlas con importunos calores? En cambio, Junio, si alguna vez las calienta con demasiado celo (porque es algo brusco, llanote y toma muy a pechos sus obligaciones), también las orea delicadamente con abanico, no con el atronador fuelle de los vientos septentrionales; se desvive por tenerlas en templada atmósfera, las abriga y las refresca, todo con esmerado pulso y medida; dales savia fecunda, primorosa luz, sustento benéfico, frescas y transparentes aguas. Hay que ver cómo derrocha este capitalista sus tesoros, calor, luz, frescura y aire, humedad y lumbre. Se parecería a muchos ricos de la tierra si no empleara toda su fortuna en hacer bien.
Aquí están sus obras.
Ved los pensamientos, con sus caritas amarillas y sus caperuzas de terciopelo. Miran a un lado y a otro, mecidos por el delicado aliento de la mañana, y tiemblan de gozo contemplándose tan guapos, tan saludables, tan vividores. Los ojuelos negros de estos enanos, que a semejanza de los ángeles menores, no tienen sino cabeza y alas, nos miran con picaresca malicia, y hasta parece que se ríen, los muy pillos, cuando el viento les hace dar cabezadas unos contra otros, agitándolos en toda la extensión de su inmensa falange. Los hay pálidos y linfáticos, los hay sanguíneos y mofletudos; unos se calan el gorrito hasta las cejas; otros lo echan hacia atrás; éstos parecen calvos, de aquéllos se diría que gastan barbas, y todos están más alegres que unas pascuas, y en su charlar ignoto exclaman sin duda: «Compañeros, a vivir se ha dicho. ¡Buena panzada de aire, de luz y de agua nos estamos dando!»
Más juiciosas son esas chiquillas que llaman minutisas, pues si las han puesto en compañía de tales granujas, saben ellas formar grupos encantadores, ramilletes que parecen corrillos, y jugando a la rueda sin admitir a ningún intruso, se entienden solas. Estas lindas estrellas de la tierra, que esmaltan los jardines con su púrpura risueña, son parientas lejanas del orgulloso clavel. Nadie lo diría, porque son tan modestas...!
Allí está. ¡Qué noblemente pliega el aromático turbante blanco y rojo de mil rizos! Salud al califa espléndido, magnífico, soberano. La embriagadora poesía que de él brota incita al sibaritismo, a las ardientes pasiones. ¡Ah calaverón!... Este vicioso es tan popular, que hasta los pobres más pobres lo crían, aunque sea en una olla rota. Parece que hace soñar, como el opio, felicidades imposibles. Su fuerte aroma sensual es como una visión.
No son así las rosas, que aparecen en este mes en primoroso estado de madurez. Las de Mayo eran niñas, éstas son damas, y en sus abiertas hojas ahuecadas, blandas, puras, tenues, hay no sé qué magistral arte del mundo. Si Dios les concediera un soplo más de vida, uno no más, hablarían seguramente; pero más vale que estén mudas. Una gracia infinita, una delicadeza incomparable, una hermosura ideal hacen de esta flor la sonrisa de la Naturaleza. Cuando las rosas mueren, el mundo se pone serio.
Allá lejos, encaramado sobre la tapia o al arrimo de la antigua pared, buscando la soledad, buscando la altura, esperando con ansia la sosegada noche, está el galán, el poeta sentimental, el romántico jazmín, en una palabra. Pálido y pequeño, toda su vida es alma. Le tocan, y cae del tallo. Vive del sentimiento, ama la noche, y si los aromas fueran música, el jazmín sería el ruiseñor.
Fijemos la vista en las gallardas peonías. No se necesitan ciertamente anteojos para verlas, según son de abultadas y presumidas. No merecen mis simpatías estas enfáticas señoras que todo lo gastan en trapos; y si está fuera de duda que son bellas, ello es que antes admiran que enamoran, y su hermosura más tiene de aparente que de real. Nada, nada; aquí hay algo postizo: estas señoras se pintan.
Grande y vistosa es también aquélla. Saludemos a la magnolia, princesa india que ha venido de viaje y se ha quedado en nuestro clima. No está bien de salud la señora; pero ¡qué aristocrática, qué regia es esta amazona! No se contenta con ser fragante y deliciosa flor, sino que quiere ser árbol, es decir, hombre. Ved cómo cabalga en la alta rama, y atrevida mira cara a cara al olmo corpulento, al castaño de mil flores y al quijotesco eucaliptus.
Por el suelo rastrea muchedumbre de pajes y espoliques, alelíes, espuelas de caballero, gentezuela menuda que vive de la adulación, a la sombra de los grandes señores, y el bíblico lirio, vestido siempre de nazareno. La madreselva, arisca y melancólica por la nostalgia que la perturba, busca el campo de donde contra su voluntad la han traído; mira ansiosa a todos lados para orientarse, se va arrastrando por los troncos, por las barandillas, por las escalinatas, hasta que logra tocar con su crispada mano la cerca; sube, va trepando, trepando, y se asoma para ver horizontes y el libre espacio, y hacerse la ilusión de que es libre. Esta flor, como muchas personas, no tiene más que manos, y son blancas, finas, aromáticas; pero aunque contrae sus finos dedos, cual si fuera a coger alguna cosa, jamás coge nada.
¡Paso al pueblo! La inmensa república de geranios todo lo llena. Parece que no hay tierra bastante para estos gorros colorados que se reproducen con facilidad maravillosa, y crecen como la plebe, duran como la ignorancia, y resisten fríos y soles como la pobreza. Para que nada falte, hasta los cactus, caterva de repugnantes bufones, se engalanan con gorritos de vistosas plumas; otros se ponen gregüescos amarillos, y algunos se encargan vestidos completos de Mefistófeles, como estudiantes en Carnaval, y tienen el descaro de vestir con ellos sus ventrudos cuerpos. Otros, flacos y verrugosos, siguen con las manos en los bolsillos, riéndose de todo y agitando el bastón con borlas de escarlata. Pero a nadie hacen gracia estas caricaturas vegetales, flores que parecen lagartos, sapos que parecen plantas; y viven aislados, sin sociedad, visitados tan sólo de las abejas, que a menudo vienen a decirles mi secreto al oído.
Si las violetas no hubiesen exhalado su último aroma en Mayo; si los jacintos no estuvieran ya en el limbo de sus jóvenes cebolletas; si las dalias, por el contrario, no durmiesen aún en el vientre de sus batatas; si las petunias no se hallaran en estado de lactancia, y las campanillas dando los primeros pasos; si las francesillas no hubiesen bajado también al frío sepulcro de sus arañuelas, y las extrañas no estuvieran aún cortando sus múltiples gasas de bailarina para presentarse en el Otoño, el panorama floreal de Junio sería completo.
Un monstruo, un gigante, un figurón, que parece hombre y no es más que espantajo, bracea y gesticula en medio del campo. Es el funcionario inamovible encargado de advertir a los gorriones que el trigo no se ha sembrado para ellos. ¡Ah, los gorriones, lo más canalla de la creación, la casta de pillos y rateros más desvergonzados que hay sobre la tierra! Cuando hicieron sus nidos, se metían en las casas para robar de los costureros de las señoras, hilachas y trapos, de que luego, con la mayor destreza hacían sábanas, almohadas y edredones para sus hijuelos. Ahora, estos graciosos bandidos andan por esos mundos ejerciendo su depravada rapacidad en los trigos y en las hortalizas. Todo se lo comen, todo lo pican, todo lo han de catar, como si fuese preciso que dieran su opinión sobre cuanto Dios cría en esta época. Si al menos fueran como las amapolas, que aunque se meten en todas partes, no toman nada... ¡Qué hermosos están los trigos! Llovió tan a tiempo que la espiga ha salido robusta y cuajada de corpulentos granos. Ya se está poniendo rubio, y como continúe el tiempo seco y tibio (pues la lluvia, por San Juan, quita vino y no da pan) pronto se le podrá meter la hoz.
El labrador no le quita los ojos, sino para mirar al cielo. Éste es el mes crítico, el mes de las esperanzas, el resumen del año, la cifra adicional de esta larga cuenta de gastos y beneficios que doce meses dura. El labrador está contento, y espera pagar la contribución, los intereses del préstamo que le hizo el judío de la localidad, comprar aperos nuevos, remendar la casa, regalarse por San Juan, y aun guardar en el bolso tal cual pieza de a cinco duros para lo que pueda sobrevenir.
Escarda los trigos y los garbanzos, las lechugas, las habas, aporca las patatas y todas las siembras de primavera. Pasa revista a los árboles frutales, a ver cómo van cuajando. Las cerezas abundan. En cuanto a los perales, todavía no se sabe a punto fijo lo que darán; pero esta noble familia, que es sumamente cortés y atenta, manda en este mes, como regalo extraordinario, unas peritas sabrosas, que aceptamos con júbilo. San Juan las trae, las apadrina y les da su nombre. El mismo santo, al venir con su puntualidad acostumbrada, ha traído en el morral excelentes brevas, y es tan fino y liberal, que dice que para el año que viene traerá lo mismo.
El labrador azufra las villas, y después las aporca y arrodriga, dándoles unos bastoncitos para que se apoyen y estiren sus entumecidos brazos. Luego se ocupa en sembrar al aire libre zanahorias, perifollos, escarolas diversas, coles de Milán, rizadas, brécoles, malpicas, perejil y otras muchas clases que constituyen la jerarquía ensaladesca, y entre las cuales hay excelentes personas que nos acompañan a la mesa y se dejan comer.
También atiende a una faena tan interesante como útil. Llama a las ovejas y les dice: «con el calor que se ha entrado, señoras, para nada necesitáis esos gabanes de invierno». ¡Es admirable el equipo de la muchedumbre pecuaria! Carnero hay que ostenta un carric con el cual se envanecerían muchos hombres: otros llevan luengo capote ruso de blanquísima y espesa lana.- «Venga todo eso, y al fresco, caballeritos, -añade el ganadero-, que vuestro próvido sastre os vestirá gratis el año que viene, mientras yo tengo que arreglarme con vuestra ropa de desecho». Suenan las tijeras y empieza la operación de descortar gabanes, paletós y bufandas. Hasta las ovejas más enseñoradas se quedan sin sus manteletas, y los corderillos pierden sus chaquetitas de astracán.
En el corral aparece un día la gallina, muy satisfecha. Allá, como Dios le da a entender, con sus cacareos sonoros, le dice al amo que ya tiene veinte criados más que le sirvan. Y es buena casta de chicuelos; no será preciso ponerles ama de cría, que ya saben ellos buscarse la vida. Con el cuerpecillo cubierto de pelos y algo de cascarón adherido aún a semejante parte, corren alrededor de su madre, asombrados de todo, del cielo, de la luz, del aire, dándose el parabién por haber sabido escapar de aquel lóbrego huevo donde los tenían encerrados contra toda justicia y razón. Los patitos ven un charco, sienten bullir en su mente el genio de Colón, y ¡zas!... al agua. Cuando regresan, la gallina les echa una reprimenda por su osadía; pero son tan mal criados, que al poco rato vuelven a hacer lo mismo.
Los pavos grandecitos se ponen las corbatas rojas y la monterilla, y se van al campo en manadas, sin juntarse con nadie más que con los de la familia, porque estos fatuos son muy linajudos, y andan a compás, gravemente, pronunciando palabrotas huecas y aun echando unos discursazos, como los de ciertos oradores, llenos de apóstrofes y epifonemas, pero sin pizca de sentido.
Allá en el monte, entra las negras encinas y los tomillos, una escena lamentable ocurre. Millares de señoras enfurecidas zumban y pican, defendiendo el fruto de su maravillosa industria. Son las más diestras y más pulcras fabricantes de mermeladas, almíbares y caramelos que hay en la creación, y es por demás lastimoso que de la riquísima confitería con tanto afán y labor tan prolija formada en largos días venga a incautarse un zafio ganapán, que con sus manos lavadas (o sucias) se apropia el delicioso néctar. Y no trate de disculparse el desvergonzado gorrón diciendo que con la miel va a hacer medicinas y con la cera velas para los santos... «Aquí no se admiten subterfugios. Atrás, pillo, ladrón, descamisado, demagogo. Pero todo es inútil. Se lleva, se lleva nuestra cosecha, nuestro bienestar, nuestra riqueza. Pobres hermanas arruinadas ¿qué haremos para recobrar la perdida colmena?» Empezar otra.
Más allá... Pero no; ya no se oye aquel persistente chasquido de hojas magulladas; ya no percibimos el rumor de los voraces dientes. ¡Silencio!... Industriales de la tierra, fabricantes, obreros, tejedores, artífices, todo el mundo de rodillas. El gusano de seda ha empezado su capullo.
Como los prados están tan apetitosos para los ganados, la carne de este mes es la mejor del año. La vaca y el carnero hacen honor a su alto renombre.
Todavía hay fresa abundante, y las cerezas entran enredadas unas en otras, porque no les gusta ir solas; que bien se conoce su cortedad de genio en el vivo rubor que enciende sus mejillas. Las uvas y melones no vienen aún; pero Toledo nos manda sabrosos albaricoques.
Los guisantes, los rabanitos y las alcachofas se presentan en la Plaza todos los días, acompañados de algún espárrago tardío, que pide mil perdones por no haber venido antes.
Los pollos nuevos, que hasta ahora no servían más que para guisados, entran, y con mucha urbanidad nos piden que los asemos con setas. Galantemente recomiendan, previa presentación, a sus primos los patitos y a sus parientes las palomas silvestres.
Un caballero, un prócer, un lord, aparece, sombrero en mano, suplicando que lo metan de una vez en la cazuela, sin olvidarse de advertir que aquélla ha de ser grande. Es talludo y obeso; viste impermeable blanco, y su rosada piel indica que tenemos en casa a un caballero inglés. Es el señor de Salmón. ¡Adelante!
Tras él aparecen pidiendo fuego y aceite y aromáticas especias, los primeros lenguados, y traen afectuosos recaditos de las ostras, que no pueden venir mientras los meses carezcan de r; y también asoman algunos rodaballos y menudos pajeles.
¿Quién más llega? La señora anguila que viene en embajada de parte del agua dulce... ¡Adelante!
Por más prisa que se da el pobrecito no puede llegar hasta el día 13. Viene jadeante, fatigado, los desnudos pies llenos de sangre por los picotazos de las zarzas. En el camino ha estado predicando a las aves y a los peces, y por eso no ha podido venir más pronto. Además, trae gran pesadumbre sobre sus manos, que sustentan un libro, y sobre el libro un divino niño, que es el Redentor del mundo. Trae también una vara de azucenas.
Su humilde hábito franciscano está lleno de remiendos, señal inequívoca de pobreza. Es su semblante juvenil, pálido, ardoroso, calenturiento, porque la devoción le inflama, y sublime, místico amor le espiritualiza.
Tiénele preocupado y melancólico el sin número de matrimonios que le piden y que no puede dar, así como el mal éxito de los que concedió generosamente el año pasado. Prepárase a recibir cantidad mediana de solicitudes pidiendo novios y no pocas demandas de buenas novias. ¡Ay! él es tan bueno que está dispuesto a darlas, y las daría si las hubiera.
¡Salve, santo de la juventud, de la inocencia, de los tiernos amores, de las esperanzas risueñas! ¡Salve, adorno preciosísimo de los cielos celestiales, joven sublime, gran soldado de Cristo, apóstol de la humanidad, amor del pobre, huésped cariñoso de las moradas modestas! ¡Salve, encarnación de la fe sencilla, de las creencias puras a que debieron paz y consuelo las edades todas! Al poner tu descalzo pie en el rústico altar del pobre, parece que las lóbregas estancias se llenan de celeste luz. Rosadas nubes te circundan, y de tus azucenas se desprenden finísimos aromas que embelesan el alma, dándole a conocer el puro ambiente que en la mansión de los justos se respira.
Recibe las piadosas ofrendas del pobre, acepta el fulgor de esas luces de aceite, que palidecen entre los torrentes de claridad divina que traes contigo, y presta oídos a los ruegos, a las recomendaciones y solicitudes hechas con limpio corazón.
En algunos pueblos son tan impíos, tan ingratos los labradores (esto lo he visto) que cuando San Antonio no accede al suministro de novios le vuelven de espaldas, en el altar, poniéndole con la cara hacia la pared, y sé que una doncella desesperada le metió en el pozo atándole una cuerda al cuello; pero estas excepciones irreverentes y sacrílegas no merman en general la devoción y popularidad del santo paduano, ideal figura del catolicismo, y uno de los seres más perfectos y menos imitados, mientras anduvo en carne mortal por la tierra.
Tras él viene otro no menos grande. Se ha detenido administrando el primer sacramento; pero ya está ahí: sólo que no gusta de entrar hasta el día 24, y ni un solo año ha faltado a la costumbre. Recíbele, como a San Antonio, la hueste frescachona de albahacas, unas plantas humildes, olorosas, con olor de huerto más que de jardín, y muy frescas y diminutas. Las hay como avellanas, en tiestecillos del tamaño de almendras.
Acompáñanle ciertos heraldos que se llaman las rosquillas de la tía Javiera, y a su paso, el suelo está empedrado de buñuelos. Blanquecinas hojas del árbol del Paraíso embalsaman la atmósfera en torno suyo. Todas las flores de la estación salen a relucir sus lindas personas en graciosos grupos que se llaman ramos. Matas diversas adornan las casas, y los altares parece que reverdecen y se cubren de vegetación. En las calles, en los campos, en el cerro, en la cabaña, en el monte, no se encuentra un medio bastante expresivo para declarar la alegría que inunda el mundo, y en vez de poner flores, encienden hogueras. Rosas y llamas saludan al enviado de Dios.
Inefable contento llena los pueblos, lo que no es extraño, porque todo el mundo se llama Juan. La madrugada del 24 es la más poética de las 365 que hay en el año. No amanece, no, como en los demás días. Hay playas donde aparecen fantásticas ciudades. El sol no se presenta sobre el horizonte con la circunspección que parece inherente a sujeto de tanto peso y calidad, no. Su Majestad entra bailando, haciendo graciosas cabriolas y volteretas cual si hubiera perdido el juicio o empinado el codo. En las puertas de todas las casas, pucheros, palanganas, barreños llenos de agua reflejan las locuras del Rey de los astros, y los dibujos que la juguetona luz hace en el líquido espejo son representaciones más o menos claras del destino individual.
El rocío de esta madrugada tiene una misión tan singular como interesante: sirve para conservar la belleza, y hasta las feas se lavan en él, seguras e hermosear durante el año. Una clara de huevo puesta en vaso de agua la noche anterior toma las más extrañas formas, y es jeroglífico cuyos signos hablan, cuyas figuras emblemáticas anuncian las contingencias de la vida. Si la caprichosa albúmina fabrica un ataúd, la muerte está cerca.
El santo ha perdido mucho tiempo la noche anterior recorriendo a la calladita las casas para dejar juguetes en los zapatos de los chicos; después ha puesto ramos en las ventanas de las mozas; y como éstas son tantas y no es prudente desenojar a ninguna de ellas, el primo de Jesús llega un poco tarde a la iglesia. Verdad es que tenemos misa mayor, la cual no exige extraordinario madrugar. ¡Qué solemnidad, qué alegría, qué exaltado entusiasmo respira la iglesia! El sermón versa sobre la infancia de Jesús, asunto que no puede ser más bonito; y oyendo las palabras del cura, parece que es el santo quien habla, porque alza el dedo y su boca entreabierta expresa muy al vivo la emisión de la palabra.
Como el año ha sido bueno, la procesión no deja nada que desear en punto a brincos, cohetes, vivas, cantares, piporrazos, aleluyas, flores, ramos, tortas, plegarias. Por la tarde, algunas cabezas dan en el suelo o se estrellan contra la esquina. Es el alcohol que sube al púlpito.
De noche, sobre el negro cielo, surgen las más hermosas especies de una flora rutilante, tallos de fuego que se elevan rápidamente, y allá arriba echan de improviso cantidad de flores, de luz, que duran un momento y se deshojan cayendo en chispas: son los cohetes. Flores gigantescas dan vueltas, como las imágenes luminosas del sueño calenturiento; y torres fabricadas con arena de estrellas destácanse imponentes, hasta que un soplo las destruye, cual si fueran ilusiones, y todo queda más obscuro que antes. Una ráfaga luminosa flota en el negro espacio, última chispa de la pólvora moribunda, que sonríe al expirar. Es una cinta que pasa veloz, el gallardete de la cruz del santo. San Juan se marcha.
Los días pasan alegremente, y el 29 aparecen dos grandes llaves, una mano que las empuña, tras de la mano un brazo, después una hermosa cabeza calva, un cuerpo robusto, un hombre con humilde saya y los pies desnudos. Es el Príncipe de los Apóstoles, el primero de todos los santos, el Pescador, Pedro, la piedra, el cimiento, la cabeza de la Iglesia. Mucho hay que decir de él, muchísimo: pero el mismo santo nos lo estorba, porque frunce el ceño, adelanta un paso, empuña la llave, da vuelta... ¡charrás! y nos cierra este capítulo.
Los campos se llenan de amapolas, el aire de mariposas, de flores el jardín y la Universidad de calabazas.
Muchos rapaces, sin embargo, se inflan al recibir la nota de sobresaliente, señal de que han salido del aula hechos unos pozos de ciencia, y así se lo creen los papás. La estación da bachilleres en artes con más abundancia que trigo, y es un contento ver tanto sabio como sale a las anchas esferas del mundo. Por todas partes, matemáticos jugando al trompo, químicos que saltan en la comba, y filósofos que cabalgan en un palo.
Los abogadillos en ciernes inundan los pueblos, y al verles, los autos agitan alegres sus macilentas hojas. Los mediquillos de veintiún años salen a tomar el pulso a la vida, con gran regocijo de la muerte. ¡Oh! mes prolífico entre todos los meses, mes de los frutos, de las flores, de las colmenas, de los mosquitos, de los exámenes; principal delegado del Criador, porque todo lo crías, hasta los licenciados, falange infinita de donde sale el bullidor enjambre de los políticos, semillero de pretendientes, de empleados, cesantes y agitadores.
Pero también nos trajiste cosecha de grandes hombres. El día 3 nos diste al marqués de la Concordia (1743); el 5 al economista Adam Smith (1723); el 6 creaste al gran Corneille, príncipe de los trágicos franceses (1606) y bautizaste a Velázquez, rey de nuestros pintores (1599); el día 8 no te pareció bien dar uno solo, y nos echaste dos: el ingeniero inglés Stephenson (1781) y el orador español Olózaga (1805). El 10 vinieron un marino francés, Duguay-Trouin (1673) y el predicador Flechier (1632). El 11, entre la opulencia de la primavera andaluza, llena de luz, flores, aires tibios, arroyos murmuradores y poesía, Córdoba sonrió, y le diste a Góngora (1561). El 12 aumentaste con Arjona (1771) el número de los poetas menores. El 13 concediste a Young, melancólico cantor de las Noches (1773). Pero estos dones te parecían mezquinos, y el 15 dijiste con orgullo: «allá va eso», y nació en Holanda Rembrant (1606). Para que los españoles no nos enojáramos, nos regalaste el 17 a Espoz y Mina (1781). Los ingleses, que no querían ser menos, recibieron el 18 a Castelreagh (1769). Pero tú querías halagar a Francia en aquella semana, y en un solo día, el 19, le diste a su primer prosista, Pascal (1623), y a Lamennais (1782); y el 20 a Leconte (1812), y el 21 a Royer Collard (1763), y el 22 a Delille (1758). ¡Ay! Comprendiste que a Alemania no le habías dado nada, y el mismo día 22 la obsequiaste con Guillermo Humboldt (1767), Mehul (1763) y Malborough (1650) fueron regalitos del día 24; Carlos XII (1682) del 27.
Reservabas, sin embargo, tus mejores dones para los últimos días, y el 28 dijiste a la humanidad: «Ahí tienes a Rousseau» (1712). En un solo día, el 29, ¡fecundidad asombrosa! hiciste tres obras maestras, que, se llamaron: Rubens(1577), Leopardi (1798), y Bastiat (1801). El mundo insaciable pedía más, y el 30 le otorgaste un Emperador, Pedro el Grande (1672), y un artista, Horacio Vernet (1789).
Problema: dada la fecundidad para producir grandes hombres, ¡oh Junio! si hubieras tenido 31 días ¿a quién nos hubieras dado en el último? Ese hombre que no ha nacido, ¿quién es? o mejor, ¿quién sería?
Pero también has matado gente. El 1.º te llevaste a Berthier; el 2 a D. Álvaro de Luna; el 4 a Laura, la novia de Petrarca; el 5 a Egmont y Horn, el 8 a Jorge Sand; el 10 a Camöens; el 11 a Bacon; el 12 a Xavier de Maistre, el 14 a Kleber; el 17 a D. Fermín Caballero; el 21 a Moratín; el 24 a Zumalacárregui; el 25 a monseñor D'Affre; el 26 a Pizarro; el 27 al Marqués del Duero, y el 28 Guillén de Castro. Has segado, hermanito, has segado bastante. Esto prueba que tienes días tristes. Muchos cayeron en ellos. En cuanto a mí, deseo que me dejes para tu 31.
Madrid.- 1876.