Doña Berta

- I -

Hay un lugar en el Norte de España adonde no llegaron nunca ni los romanos ni los moros; y si doña Berta de Rondaliego, propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera algo más de historia, juraría que jamás Agripa, ni Augusto, ni Muza, ni Tarick habían puesto la osada planta sobre el suelo, mullido siempre con tupida hierba fresca, jugosa, obscura, aterciopelada y reluciente, de aquel rincón suyo, todo suyo, sordo, como ella, a los rumores del mundo, empaquetado en verdura espesa de árboles infinitos y de lozanos prados, como ella lo está en franela amarilla, por culpa de sus achaques.

Pertenece el rincón de hojas y hierbas de doña Berta a la parroquia de Pie del Oro, concejo de Carreño, partido judicial de Gijón; y dentro de la parroquia se distingue el barrio de doña Berta con el nombre de Zaornín, y dentro del barrio se llama Susacasa la hondonada frondosa, en medio de la cual hay un gran prado que tiene por nombre Aren. Al extremo Noroeste del prado pasa un arroyo orlado de altos álamos, abedules y cónicos humeros de hoja obscura, que comienza a rodear en espiral el tronco desde el suelo, tropezando con la hierba y con las flores de las márgenes del agua.

El arroyo no tiene allí nombre, ni lo merece, ni apenas agua para el bautizo; pero la vanidad geográfica de los dueños de Susacasa lo llamó desde siglos atrás el río, y los vecinos de otros lugares del mismo barrio, por desprecio al señorío de Rondaliego, llaman al tal río el regatu, y lo humillan cuanto pueden, manteniendo incólumes capciosas servidumbres que atraviesan la corriente del cristalino huésped fugitivo del Aren y de la llosa; y la atraviesan ¡oh sarcasmo!, sin necesidad de puentes, no ya romanos, pues queda dicho que por allí los romanos no anduvieron; ni siquiera con puentes que fueran troncos huecos y medio podridos, de verdores redivivos al contacto de la tierra húmeda de las orillas. De estas servidumbres tiranas, de ignorado y sospechoso origen, democráticas victorias sancionadas por el tiempo, se queja amargamente doña Berta, no tanto porque humillen el río, cruzándole sin puente (sin más que una piedra grande en medio del cauce, islote de sílice, gastado por el roce secular de pies desnudos y zapatos con tachuelas), cuanto porque marchitan las más lozanas flores campestres y matan, al brotar, la más fresca hierba del Aren fecundo, señalando su verdura inmaculada con cicatrices que lo cruzan como bandas un pecho; cicatrices hechas a patadas. Pero dejando estas tristezas para luego, seguiré diciendo que más allá y más arriba, pues aquí empieza la cuesta, más allá del río que se salta sin puentes ni vados, está la llosa, nombre genérico de las vegas de maíz que reúnen tales y cuales condiciones, que no hay para qué puntualizar ahora; ello es que cuando las cañas crecen, y sus hojas, lanzas flexibles, se columpian ya sobre el tallo, inclinadas en graciosa curva, parece la llosa verde mar agitado por las brisas. Pues a la otra orilla de ese mar está el palacio, una casa blanca, no muy grande, solariega de los Rondaliegos, y ella y su corral, quintana, y sus dependencias, que son: capilla, pegada al palacio, lagar (hoy convertido en pajar), hórreo de castaño con pies de piedra, pegollos, y un palomar blanco y cuadrado, todo aquello junto, más una cabaña con honores de casa de labranza, que hay en la misma falda de la loma en que se apoya el palacio, a treinta pasos del mismo; todo eso, digo, se llama Posadorio.

- II -

Viven solas en el palacio doña Berta y Sabelona. Ellas y el gato, que, como el arroyo del Aren, no tiene nombre porque es único, el gato, su género. En la casa de labor vive el casero, un viejo, sordo como doña Berta, con una hija casi imbécil que, sin embargo, le ayuda en sus faenas como un gañán forzudo, y un criado, zafio siempre, que cada pocos días es otro; porque el viejo sordo es de mal genio, y despide a su gente por culpas leves. La casería la lleva a medias. Aun entera valdría bien poco; el terreno tan verde, tan fresco, no es de primera clase, produce casi nada: doña Berta es pobre, pero limpia, y la dignidad de su señorío casi imaginario consiste en parte en aquella pulcritud que nace del alma. Doña Berta mezcla y confunde en sus adentros la idea de limpieza y la de soledad, de aislamiento; con una cara de pascua hace la vida de un muni... que hilara y lavara la ropa, mucha ropa, blanca, en casa, y que amasara el pan en casa también. Se amasa cada cinco o seis días; y en esta tarea, que pide músculos más fuertes que los suyos y aun los de la decadente Sabel, las ayuda la imbécil hija del casero; pero hilar, ellas solas, las dos viejas: y cuidar de la colada, en cuanto vuelve la ropa del río, ellas solas también. La huerta de arriba se cubre de blanco con la ropa puesta a secar, y desde la caseta del recuesto, que todo lo domina, doña Berta, sorda, callada, contempla risueña, y dando gracias a Dios, la nieve de lino inmaculado que tiene a los pies, y la verdura, que también parece lavada, que sirve de marco a la ropa, extendiéndose por el bosque de casa, y bajando hasta la llosa y hasta el Aren; el cual parece segado por un peluquero muy fino, y casi tiene aires de una persona muy afeitada, muy jabonada y muy olorosa. Sí. Parece que le cortan la hierba con tijeras y luego lo jabonan y lo pulen: no es llano del todo, es algo convexo, se hunde misteriosamente allá hacia los humeros, al besar el arroyo; y doña Berta mil veces deseó tener manos de gigante, de un día de bueyes cada una, para pasárselas por el lomo al Aren, ni más ni menos que se las pasa al gato. Cuando está de mal humor, sus ojos, al contemplar el prado, se detienen en las dos sendas que lo cruzan; manchas infames, huellas de la plebe, de los malditos destripaterrones que, por envidia, por moler, por pura malicia, mantienen sin necesidad, sin por qué ni para qué, aquellas servidumbres públicas, deshonra de los Rondaliegos.

Por aquí no se va a ninguna parte; en Zaornín se acaba el mundo; por Susacasa jamás atravesaron cazadores, ejércitos, bandidos, ni pícaros delincuentes; carreteras y ferrocarriles quédanse allá lejos; hasta los caminos vecinales pasan haciendo respetuosas eses por los confines de aquella mansión embutida en hierba y follaje; el rechino de los carros se oye siempre lejano, doña Berta ni lo oye... y los empecatados vecinos se empeñan en turbar tanta paz, en manchar aquellas alfombras con senderos que parecen la podre de aquella frescura, senderos en que dejan las huellas de los zapatones y de los pies desnudos y sucios, como grosero sello de una usurpación del dominio absoluto de los Rondaliegos. ¿Desde cuándo puede la chusma pasar por allí? «Desde tiempo inmemorial», han dicho cien veces los testigos. «¡Mentira! -replica doña Berta-. ¡Buenos eran los Rondaliegos de antaño para consentir a los sarnosos marchitarles con los calcaños puercos la hierba del Aren!». Los Rondaliegos no querían nada con nadie; se casaban unos con otros, siempre con parientes, y no mezclaban la sangre ni la herencia; no se dejaban manchar el linaje ni los prados. Ella, doña Berta, no podía recordar, es claro, desde cuándo había sendas públicas que cruzaban sus propiedades; pero el corazón le daba que todo aquello debía de ser desde la caída del antiguo régimen, desde que había liberales y cosas así por el mundo.

«Por aquí no se va a ninguna parte, este es el finibusterre del mundo», dice doña Berta, que tiene caprichosas nociones geográficas; un mapa-mundi homérico, por lo soñado; y piensa que la tierra acaba en punta, y que la punta es Zaornín, con Susacasa, el prado Aren y Posadorio.

«Ni los moros ni los romanos pisaron jamás la hierba del Aren», dice ella un día y otro día a su fidelísima Sabelona (Isabel grande), criada de los Rondaliegos desde los diez años, y por la cual tampoco pasaron moros ni cristianos, pues aún es tan virgen como la parió su madre, y hace de esto setenta inviernos.

«¡Ni los moros ni los romanos!» repite por la noche doña Berta, a la luz del candil, junto al rescoldo de la cocina, que tiene el hogar en el suelo; y Sabelona inclina la cabeza, en señal de asentimiento, con la misma credulidad ciega con que poco después repite arrodillada los actos de fe que su ama va recitando delante. Ni doña Berta ni Isabel saben de romanos y moros cosa mayor, fuera de aquella noticia negativa de que nunca pasaron por allí; tal vez no tienen seguridad completa de la total ruina del Imperio de Occidente ni de la toma de Granada, que doña Berta, al fin más versada en ciencias humanas, confunde un poco con la gloriosa guerra de África, y especialmente con la toma de Tetuán: de todas suertes, no creen ni una ni otra tan remotas, como lo son, en efecto, las respectivas dominaciones de agarenos y romanos; y en definitiva, romanos y moros vienen a representar para ambas, como en símbolo, todo lo extraño, todo lo lejano, todo lo enemigo; y así, cuando algún raro interlocutor osó decirles que los franceses tampoco llegaron jamás, ni había para qué, a Susacasa, ellas se encogieron de hombros; como diciendo: «Bueno, todo eso quiere decir lo de moros y romanos». Y es que esta manía, hereditaria en los Rondaliegos, le viene a doña Berta de tradición anterior a la invasión francesa.

- III -

¡Ay, los liberales! Esos sí habían llegado a Posadorio. Se ha hablado antes de la virginidad intacta de Sabelona. El lector habrá supuesto que doña Berta era viuda, o que su virtud se callaba por elipsis. Virtuosa era..., pero virgen no; soltera sí. Si Sabel se hubiera visto en el caso de su ama, no estaría tan entera. Bien lo comprendía, y por eso no mostraba ningún género de superioridad moral respecto de su señora. Había sido una desgracia, y bien cara se había pagado, desgracia y todo. Eran los Rondaliegos cuatro hermanos y una hermana, Berta, huérfanos desde niños. El mayorazgo, don Claudio, hacía de padre. La limpieza de la sangre era entre ellos un culto. Todos buenos, afables, como Berta, que era una sonrisa andando, hacían obras de caridad... desde lejos. Temían al vulgo, a quien amaban como hermano en Cristo, no en Rondaliego; su soledad aristocrática tenía tanto de ascetismo risueño y resignado, como de preocupación de linaje. La librería de la casa era símbolo de esas tendencias; apenas había allí más que libros religiosos, de devoción recogida y desengañada, y libros de blasones; por todas partes la cruz; y el oro, y la plata, y los gules de los escudos estampados en vitela. Un Rondaliego, tres o cuatro generaciones atrás, había aparecido muerto en un bosque, en la Matiella, a media legua de Posadorio, asesinado por un vecino, según todas las sospechas. Desde entonces toda la familia guardaba la espalda hasta al repartir limosna. El mayor pecado de los Rondaliegos era pensar mal de la plebe a quien protegían. Por su parte, los villanos, tal vez un día dependientes de Posadorio, recogían con gesto de humillación servil los beneficios, y a solapo se burlaban de la decadencia de aquel señorío, y mostraban, siempre que no hubiese que dar la cara, su falta de respeto en todas las formas posibles. Para esto, los ayudaban un poco las nuevas leyes, y la nueva política especialmente. El símbolo de las libertades públicas (que ellos no llamaban así, por supuesto) era para los vecinos de Pie del Oro el desprecio creciente a los Rondaliegos, y la sanción legal que a tal desprecio los alentaba, mediante recargo de contribución al distribuirse la del concejo, trabajo forzoso y desproporcionado en las sextaferias, abandono de la policía rural en los límites de Zaornín, y singularmente de Susacasa, con otros cien alfilerazos disimulados, que iban siempre a cuenta del Ayuntamiento, de la ley, de los nuevos usos, de los pícaros tiempos.

En cuanto al despojo de fruta, hierba, leña, etc., ya no se podía culpar directamente a la ley, que no llegaba a tanto como autorizar que se robase de noche y con escalamiento a los Rondaliegos; pero si no la ley, sus representantes, el alcalde, el juez, el pedáneo, según los casos, ayudaban al vecindario con su torpeza y apatía, que no les consentían tropezar jamás con los culpables. Todo esto había sido años atrás; la buena suerte de los Rondaliegos fue la esquivez topográfica de su dominio: si su carácter, el de la familia, los alejaba del vulgo, la situación de su casa también parecía una huida del mundo; los pliegues del terreno y las espesuras del contorno, y el no ser aquello camino para ninguna parte, fueron causa del olvido que, con ser un desprecio, era también la paz anhelada. «Bueno -se decían para sus adentros los hermanos de Posadorio-; el siglo, el populacho aldeano, nos desprecia, y nosotros a él; en paz». Sin embargo, siempre que había ocasión, los Rondaliegos ejercían su caridad por aquellos contornos.

Todos los hermanos permanecían solteros; eran fríos, apáticos, aunque bondadosos y risueños. El ídolo era el honor limpio, la sangre noble inmaculada. En Berta, la hermana, debía estar el santuario de aquella pureza. Pero Berta, aunque de la misma apariencia que sus hermanos, blanca, gruesa, dulce, reposada de gestos, voz y andares, tenía dentro ternuras que ellos no tenían. El hermano segundo, algo literato, traía a casa novelas de la época, traducidas del francés. Las leían todos. En los varones no dejaban huella; en Berta hacían estragos interiores. El romanticismo, que en tantos vecinos y vecinas de las ciudades y villas era pura conversación, a lo más, pretexto para viciucos, en Posadorio tenía una sacerdotisa verdadera, aunque llegaba hasta allí en ecos de ecos, en folletines apelmazados. Jamás pudieron sospechar los hermanos la hoguera de idealidad y puro sentimentalismo que tenían en Posadorio. Ni aun después de la desgracia dieron en la causa de ella, pensando en el romanticismo; la atribuyeron al azar, a la ocasión, a la traición, que culpa tuvieron también; tal vez el peor pensado llegó hasta pensar en la concupiscencia, que por parte de Berta no hubo; sólo no se acordó nadie del amor inocente, de un corazón que se derrite al contacto del fuego que adora. Berta se dejó engañar con todas las veras de su alma. La historia fue bien sencilla; como la de sus libros: todo pasó lo mismo. Llegó el capitán, un capitán de los cristinos; venía herido; fugitivo; cayó desmayado delante de la portilla de la quinta; ladró el perro; llegó Berta, vio la sangre, la palidez, el uniforme, y unos ojos dulces, azules, que pedían piedad, tal vez cariño; ella recogió al desgraciado, le escondió en la capilla de la casa, abandonada, hasta pensar si haría bien en avisar a sus hermanos, que eran, como ella, carlistas, y acaso entregarían a los suyos al fugitivo, si los suyos pasaban por allí y le buscaban. Al fin era un liberal, un negro. Pensó bien, y acertó. Reveló su secreto, los hermanos aprobaron su conducta, el herido pasó de la tarima de la capilla a las plumas del mejor lecho que había en la casa; todos callaron. La facción, que pasó por allí, no supo que tenía tan cerca a tal enemigo, que había sido azote de los blancos. Dos meses cuidó Berta al liberal con sus propias manos, solícita, enamorada ya desde el primer día; los hermanos la dejaban cuidar y enamorarse; la dejaban hacer servicios de amante esposa que tiene al esposo moribundo; y esperaban que ¡naturalmente!, el día en que el enfermo pudiera abandonar a Posadorio, todo afecto se acabaría; la señorita de Rondaliego sería una extraña para el capitán garrido, que todas las noches lloraba de agradecimiento, mientras los hermanos roncaban y la hermana velaba, no lejos del lecho, acompañada de una vieja y de Sabel, entonces lozana doncella. Cuando el capitán pudo levantarse y pasear por la huerta, dos de los hermanos, entonces presentes en Posadorio (los otros dos, el mayor y el último, habían ido a la ciudad por algunos días), vieron en el negro a un excelente amigo, capaz de distraerlos de su resignado aburrimiento; la simpatía entre los carlistas y el liberal creció de día en día; el capitán era expansivo, tierno, de imaginación viva y fuerte; quería, y se hacía querer; y a más de eso, animaba a los linfáticos Rondaliegos a inocentes diversiones, como asaltos de armas, que él dirigía, sin tomar en ellos parte muy activa, juegos de ajedrez y de naipes, y leía en voz alta, con hermosa entonación, blanda y rítmica, que los adormecía dulcemente, después de la cena, a la luz del velón vetusto del salón de Posadorio, que resonaba con las palabras y con los pasos.

- IV -

Llegó el día en que el liberal se creyó obligado por delicadeza a anunciar su marcha, porque las fuerzas, recobradas ya, le permitían volver al campo de batalla en busca de sus compañeros. Dejaba allí el alma, que era Berta; pero debía partir. Los hermanos no se lo consintieron; le dieron a entender con mil rodeos que cuanto más tardara en volver a luchar contra los carlistas, mejor pagaría aquella hospitalidad y aquella vida que decía deber a los Rondaliegos. Además, y sobre todo, ¡les era tan grata su compañía! Vivían unos y otros en una deliciosa interinidad, olvidados de los rencores políticos, de todo lo que estaba más allá de aquellos bosques, marco verde del cuadro idílico de Susacasa. El capitán se dejó vencer; permaneció en Posadorio más tiempo del que debiera; y un día, cuando las fuerzas de su cuerpo y la fuerza de su amor habían llegado a un grado de intensidad que producía en él una armonía deliciosa y de mucho peligro, cayó, sin poder remediarlo, a los pies de Berta, en cuanto la ocasión de verla sola vino a tentarle. Y ella, que no entendía palabra de aquellas cosas, se echó a llorar; y cuando un beso loco vino a quemarle los labios y el alma, no pudo protestar sino llorando, llorando de amor y miedo, todo mezclado y confuso. No fue aquel día cuando perdió el honor, sino más adelante; en la huerta, bajo un laurel real que olía a gloria; fue al anochecer; los hermanos, ciegos, los habían dejado solos en casa, a ella y al capitán; se habían ido a cazar, ejercicio todavía demasiado penoso para el convaleciente que quería ir a la guerra antes de tiempo.

Cantaba un ruiseñor solitario en la vecina carbayeda; un ruiseñor como el que oía arrobada de amor la sublime santa Dulcelina, la hermana del venerable obispo Hugues de Dignes. «¡Oh; qué canto solitario el de ese pájaro!» dijo la Santa, y en seguida se quedó en éxtasis absorta en Dios por el canto de aquel ave. Así habla Salimbeno. Así se quedó Berta; el ruiseñor la hizo desfallecer, perder las fuerzas con que se resiste, que son desabridas, frías; una infinita poesía que lo llena todo de amor y de indulgencia le inundó el alma; perdió la idea del bien y el mal; no había mal; y absorta por el canto de aquel ave, cayó en los brazos de su capitán, que hizo allí de Tenorio sin trazas de malicia. Tal vez si no hubiese estado presente el liberal, que le debía la vida a ella, Berta, escuchando aquella tarde al solitario ruiseñor, se hubiera jurado ser otra Dulcelina, y amar a Dios, y sólo a Dios, con el dulce nombre de Jesús, en la soledad del claustro, o como Santa Dulcelina, en el mundo, en el siglo, pero en aquel siglo de Susacasa, que era más solitario que un convento; de todas suertes, de seguro aquel día, a tal hora, bajo aquel laurel, ante aquel canto, Berta habría llorado de amor infinito, hubiera consagrado su vida a su culto. Cuando las circunstancias permitieron ya al capitán pensar en el aspecto civil de su felicidad suprema, se ofreció a sí mismo, a fuer de amante y caballero, volver cuanto antes a Posadorio, renunciar a sus armas y pedir la mano de su esposa a los hermanos, que a un guerrero liberal no se la darían. Berta, inocente en absoluto, comprendió que había pasado algo grave, pero no lo irreparable. Calló, más por la dulzura del misterio que por terror de las consecuencias de sus revelaciones. El capitán prometió volver a casarse. Estaba bien. No estaba de más eso; pero la dicha ya la tenía ella en el alma. Esperaría cien años. El capitán, como un cobarde, huye el peligro de la muerte; vuelve a sus banderas por ceremonia, por cumplir, dispuesto a salvar el cuerpo y pedir la absoluta; su vida no es suya, piensa él, es del honor de Berta.

Pero el hombre propone y el héroe dispone. Una tarde, a la misma hora en que cantaba el ruiseñor de Berta y de Santa Dulcelina, el capitán liberal oye cantar al bronce el himno de la guerra; como un amor supremo; la muerte gloriosa le llama desde una trinchera; sus soldados esperan el ejemplo, y el capitán lo da; y en un deliquio de santa valentía entrega el cuerpo a las balas, y el alma a Dios, aquel bravo que sólo fue feliz dos veces en la vida, y ambas para causar una desgracia y engendrar un desgraciado. Todo esto, traducido al único lenguaje que quisieron entender los hermanos Rondaliegos, quiso decir que un infame liberal, mancillando la hospitalidad, la gratitud, la amistad, la confianza, la ley, la virtud, todo lo santo, les había robado el honor y había huido.

Jamás supieron de él. Berta tampoco. No supo que el elegido de su alma no había podido volver a buscarla para cumplir con la Iglesia y con el mundo, porque un instinto indomable le había obligado a cumplir antes con su bandera. El capitán había salido de Zaornín al día siguiente de su ventura; de la deshonra que allí dejaba no se supo, hasta que, con pasmo y terror de los hermanos, con pasmo y sin terror de Berta, la infeliz cayó enferma de un mal que acabó en un bautizo misterioso y oculto, en lo que cabía, como una ignominia. Berta comenzó a comprender su falta por su castigo. Se le robó el hijo, y los hermanos, los ladrones, la dejaron sola en Posadorio con Isabel y otros criados. La herencia, que permanecía sin dividir, se partió, y a Berta se le dejó, además de lo poco que le tocaba, el usufructo de todo Susacasa, Posadorio inclusive: ya que había manchado la casa solariega pecando allí, se le dejaba el lugar de su deshonra, donde estaría más escondida que en parte alguna. Bien comprendió ella, cuando renunció a la esperanza de que volviera su capitán, que el mundo debía en adelante ser para la joven deshonrada aquel rincón perdido, oculto por la verdura que lo rodeaba y casi sumergía. Muchos años pasaron antes que los Rondaliegos empezasen, si no a perdonar, a olvidar; dos murieron con sus rencores, uno en la guerra, a la que se arrojó desesperado; otro en la emigración, meses adelante. Ambos habían gastado todo su patrimonio en servicio de la causa que defendían. Los otros dos también contribuyeron con su hacienda en pro de don Carlos, pero no expusieron el cuerpo a las balas; llegaron a viejos, y estos eran los que, de cuando en cuando, volvían a visitar el teatro de su deshonra. Ya no lo llamaban así. El secreto que habían sabido guardar había quitado a la deshonra mucho de su amargura; después, los años, pasando, habían vertido sobre la caída de Berta esa prescripción que el tiempo tiende, como un manto de indulgencia hecho de capas de polvo, sobre todo lo convencional. La muerte, acercándose, traía a los Rondaliegos pensamientos de más positiva seriedad; la vejez perdonaba en silencio a la juventud lejanos extravíos de que ella, por su mal, no era capaz siquiera; Berta se había perdonado a sí propia también, sin pensar apenas en ello; pero seguía en el retiro que le habían impuesto, y que había aceptado por gusto, por costumbre, como el ave del soneto de Lope, aquella que se volvió por no ver llorar a una mujer, Berta llegó a no comprender la vida fuera de Posadorio. A la preocupación de su aventura, poco a poco olvidada, en lo que tenía de mancha y pecado, no como poético recuerdo, que subsistió y se acentuó y sutilizó en la vejez, sucedieron las preocupaciones de familia, aquella lucha con toda sociedad y con todo contacto plebeyo. Pero si Berta se había perdonado su falta, no perdonaba en el fondo del alma a sus hermanos el robo de su hijo, que mientras ella fue joven, aunque le dolía infinito, la parecía legítimo; mas cuando la madurez del juicio le trajo la indulgencia para el pecado horroroso de que antes se acusaba, la conciencia de la madre recobró sus fuerzas, y no sólo no perdonaba a sus hermanos, sino que tampoco se perdonaba a sí misma. «Sí -se decía-: yo debí protestar, yo debí reclamar el fruto de mi amor; yo debí después buscarlo a toda costa, no creer a mis hermanos cuando me aseguraron que había muerto».

Cuando a Berta se le ocurrió sublevarse, indagar el paradero de su hijo, averiguar si se la engañaba anunciándole su muerte, ya era tarde. O en efecto había muerto, o por lo menos se había perdido. Los Rondaliegos se habían portado en este punto con la crueldad especial de los fanatismos que sacrifican a las abstracciones absolutas las realidades relativas que llegan a las entrañas. Aquellos hombres buenos, bondadosos, dulces, suaves, caballeros sin tacha, fueron cuatro Herodes contra una sola criatura, que a ellos se les antojó baldón de su linaje. Era el hijo del liberal, del traidor, del infame. Conservarle cerca, cuidarlo y exponerse con estos cuidados a que se descubrieran sus relaciones con el sobrino bastardo, les parecía a los Rondaliegos tanta locura, como fundir una campana con metal de escándalo y colgarla de una azotea de Posadorio para que de día y de noche estuviera tocando a vuelo la ignominia de su raza, la vergüenza eterna, irreparable, de los suyos. ¡Absurdo! El hijo maldito fue entregado a unos mercenarios, sin garantías de seguridad, precipitadamente, sin más precauciones que las que apartaban para siempre las sospechas que pudieran ir en busca del origen de aquella criatura: lo único que se procuró fue rodearle de dinero, asegurarle el pan; y esto contribuyó para que desapareciera. Desapareció. Borrando huellas, unos por un lado, por el punto de honor, y otros por otro, por interés y codicia, todo rastro se hizo imposible. Cuando la conciencia acusó a los Rondaliegos que quedaban vivos, y les pidió que buscasen al niño perdido, ya no había remedio. El interés, el egoísmo de estas buenas gentes se alegró de haber ideado tiempo atrás aquella patraña de la muerte del pobre niño. Primero se había mentido para castigar a la infame que aún se atrevía a pedir el fruto de su enorme pecado; después se mintió para que ella no se desesperase de dolor, maldiciendo a los verdugos de su felicidad de madre. Los dos últimos Rondaliegos murieron en Posadorio, con dos años de intervalo. Al primero, que era el hermano mayor, nada se atrevió a preguntarle Berta a la hora de la muerte: cerca del lecho, mientras él agonizaba, despejada la cabeza, expedita la palabra, Berta, en pie, le miraba con mirada profunda, sin preguntar ni con los ojos, pero pensando en el hijo. El hermano moribundo miraba también a veces a los ojos de Berta; pero nada decía de aquella respuesta que debía dar sin necesidad de pregunta; nada decía ni con labios ni con ojos. Y, sin embargo, Berta adivinaba que él también pensaba en el niño muerto o perdido. Y poco después cerraba ella misma, anegada en llanto, aquellos ojos que se llevaban un secreto. Cuando moría el último hermano, Berta, que se quedaba sola en el mundo, se arrojó sobre el pecho flaco del que expiraba, y sin compasión más que para su propia angustia, preguntó desolada, invocando a Dios y el recuerdo de sus padres, que ni él ni ella habían conocido; preguntó por su hijo. «¿Murió? ¿Murió? ¿Lo sabes de fijo? ¡Júramelo, Agustín; júramelo por el Señor, a quien vas a ver cara a cara!». Y Agustín, el menor de los Rondaliegos, miró a su hermana, ya sin verla, y lloró la lágrima con que suelen las almas despedirse del mundo.

Berta se quedó sola con Sabel y el gato, y empezó a envejecer de prisa, hasta que se hizo de pergamino, y comenzó a vivir la vida de la corteza de un roble seco. Por dentro también se apergaminaba; pero como dos cristalizaciones de diamante, quedaban entre tanta sequedad dos sentimientos, que tomaron en ella el carácter automático de la manía que se mueve en el espíritu con el tic-tac de un péndulo. La soledad, el aislamiento, la pureza y limpieza de Posadorio, de Susacasa, del Aren..., por aquí subía el péndulo a la actividad ratonil de aquella anciana flaca, amarillenta (ella, que era tan blanca y redonda), que, sorda y ligera de pies, iba y venía llosa arriba, llosa abajo, tendiendo ropa, dando órdenes para segar los prados, podar los árboles, limpiar las sebes. Pero, en medio de esta actividad, a contemplar la verdura inmaculada de sus tierras, la soledad y apartamiento de Susacasa, la sorprendía el recuerdo del liberal, de su capitán, traidor o no, de su hijo muerto o perdido...; y la pobre setentona lloraba a su niño, a quien siempre había querido con un amor algo abstracto, sin fuerza de imaginación para figurárselo; lloraba y amaba a su hijo con un tibio cariño de abuela; tibio, pero obstinado. Y por aquí bajaba el péndulo del pensar automático a la tristeza del desfallecimiento, de las sombras y frialdades del espíritu, quejosa del mundo, del destino, de sus hermanos, de sí misma. De este vaivén de su existencia sólo conocía Sabelona la mitad: lo notorio, lo activo, lo material. Como en tiempo de sus hermanos, Berta seguía condenada a soledad absoluta para lo más delicado, poético, fino y triste de su alma. Las viejas, hilando a la luz del candil en la cocina de campana, que tenía el hogar en el suelo, parecían dos momias, y lo eran; pero la una, Sabel, dormía en paz; la otra, Berta, tenía un ratoncillo, un espíritu loco dentro del pellejo. A veces, Berta, después de haber estado hablando de la colada una hora, callaba un rato, no contestaba a las observaciones de Sabel; y después, en el silencio, miraba a la criada con ojillos que reventaban con el tormento de las ideas..., y se le figuraba que aquella otra mujer, que nada adivinaba de su pena, de la rueda de ideas dolorosas que le andaba a ella por la cabeza, no era una mujer..., era una hilandera de marfil viejo.

- V -

Una tarde de Agosto, cuando ya el sol no quemaba y de soslayo sacaba brillo a la ropa blanca tendida en la huerta en declive, y encendía un diamante en la punta de cada hierba, que, cortada al rape por la guadaña, parecía punta de acero, doña Berta, después de contemplar desde la casa de arriba las blancuras y verdores de su dominio, con una brisa de alegría inmotivada en el alma, se puso a canturriar una de aquellas baladas románticas que había aprendido en su inocente juventud, y que se complacía en recordar cuando no estaba demasiado triste, ni Sabel delante, ni cerca. En presencia de la criada, su vetusto sentimentalismo le daba vergüenza. Pero en la soledad completa, la dama sorda cantaba sin oírse, oyéndose por dentro, con desafinación tan constante como melancólica, una especie de aires, que podrían llamarse el canto llano del romanticismo músico. La letra, apenas pronunciada, era no menos sentimental que la música, y siempre se refería a grandes pasiones contrariadas o al reposo idílico de un amor pastoril y candoroso.

Doña Berta, después de echar una mirada por entre las ramas de perales y manzanos para ver si Sabel andaba por allá abajo, cerciorada de que no había tal estorbo en la huerta, echó al aire las perlas de su repertorio; y mientras, inclinada y regadera en mano, iba refrescando plantas de pimientos, y limpiando de caracoles árboles y arbustos (su prurito era cumplir con varias faenas a un tiempo), su voz temblorosa decía:

Ven, pastora, a mi cabaña,
Deja el monte, deja el prado,
Deja alegre tu ganado
Y ven conmigo a la mar...

Llegó al extremo de la huerta, y frente al postigo que comunicaba con el monte, bosque de robles, pinos y castaños, se irguió y meditó. Se le había antojado salir por allí, meterse por el monte arriba entre helechos y zarzas. Años hacía que no se le había ocurrido tal cosa; pero sentía en aquel momento un poco de sol de invierno en el alma; el cuerpo le pedía aventuras, atrevimientos. ¡Cuántas veces, frente a aquel postigo, escondido entre follaje oscuro, había soñado su juventud que por allí iba a entrar su felicidad, lo inesperado, lo poético, lo ideal, lo inaudito! Después, cuando esperaba a su sueño de carne y hueso; a su capitán que no volvió, por aquel postigo le esperaba también. Dio vuelta a la llave, levantó el picaporte y salió al monte. A los pocos pasos tuvo que sentarse en el santo suelo, separando espinas con la mano; la pendiente era ardua para ella; además, le estorbaban el paso los helechos altos y las plantas con pinchos. Sentada a la sombra siguió cantando:

Y juntos en mi barquilla...

Un ruido en la maleza, que llegó a oír cuando ya estuvo muy próximo, le hizo callar, como un pájaro sorprendido en sus soledades; se puso en pie, miró hacia arriba y vio delante de sí un guapo mozo, como de treinta años a treinta y cinco, moreno, fuerte, de mucha barba, y vestido, aunque con descuido -de cazadora y hongo flexible, pantalón demasiado ancho- con ropa que debía ser buena y elegante; en fin, le pareció un joven de la corte, a pesar del desaliño. Colgada de una correa pendiente del hombro, traía una caja. Se miraban en silencio, los dos parados. Doña Berta, conoció que por fin el desconocido la saludaba, y, sin oírle, contestó inclinando la cabeza. Ella no tenía miedo, ¿por qué? Pero estaba pasmada y un poco contrariada. Un señorito tan señorito, tan de lejos, ¿cómo había ido a parar al bosque de Susacasa? ¡Si por allí no se iba a ninguna parte; si aquello era el finibusterre del...! La ofendía un poco un viajero que atravesaba sus dominios. Llegaron a explicarse. Ella, sin rodeos, le dijo que era sorda, y el ama de todo aquello que veía. ¿Y él? ¿Quién era él? ¿Qué hacía por allí? Aunque el recibimiento no fue muy cortés, ambos estaban comprendiendo que simpatizaban; ella comprendió más: que aquel señorito la estaba admirando. A las pocas palabras hablaban como buenos amigos; la exquisita amabilidad de ambos se sobrepuso a las asperezas del recelo, y cuando minutos después entraban por el postigo en la huerta, ya sabía doña Berta quién era aquel hombre. Era un pintor ilustre, que mientras dejaba en Madrid su última obra maestra colgada donde la estaba admirando media España, y dejaba a la crítica ocupada en cantar las alabanzas de su paleta, él huía del incienso y del estrépito, y a solas con su musa, la soledad, recorría los valles y vericuetos asturianos, sus amores del estío, en busca de efectos de luz, de matices del verde de la tierra y de los grises del cielo. Palmo a palmo conocía todos los secretos de belleza natural de aquellos repliegues de la marina; y por fin, más audaz o afortunado que romanos y moros, había llegado, rompiendo por malezas y toda clase de espesuras, al mismísimo bosque de Zaornín y al monte mismísimo de Susacasa, que era como llegar al riñón del riñón del misterio.

-¿Le gusta a usted todo esto? -preguntaba doña Berta al pintor, sonriéndole, sentados los dos en un sofá del salón, que resonaba con las palabras y los pasos.

-Sí, señora; mucho, muchísimo -respondió el pintor con voz y gesto para que se le entendiera mejor.

Y añadió por lo bajo:

-Y me gustas tú también, anciana insigne, bargueño humano.

En efecto; el ilustre artista estaba encantado. El encuentro con doña Berta le había hecho comprender el interés que puede dar al paisaje un alma que lo habita. Susacasa, que le había hecho cantar, al descubrir sus espesuras y verdores, acordándose de Gayarre:

O paradiso... Tu m'apartieni...

adquiría de repente un sentido dramático, una intención espiritual al mostrarse en medio del monte aquella figura delgada, llena de dibujo en su flaqueza, y cuyos colores podían resumirse diciendo: cera, tabaco, ceniza. Cera la piel, ceniza la cabeza, tabaco los ojos y el vestido. Poco a poco doña Berta había ido escogiendo, sin darse cuenta, batas y chales del color de las hojas muertas; y en cuanto a su cabellera, algo rizosa, al secarse se había quedado en cierto matiz que no era el blanco de plata, sino el recuerdo del color antiguo, más melancólico que el blanco puro, como ese obstinado rosicler del crepúsculo en los días largos, que no se decide a ceder el horizonte al negro de la noche. Al pintor le parecía aquella dama con aquellos colores y aquel dibujo ojival, copia de una miniatura en marfil. Se le antojaba escapada del país de un abanico precioso de fecha remota. Según él, debía de oler a sándalo.

El artista aceptó el chocolate y el dulce de conserva que le ofreció doña Berta de muy buena gana. Refrescaron en la huerta, debajo de un laurel real, hijo o nieto del otro. Habían hablado mucho. Aunque él había procurado que la conversación le dejase en la sombra, para observar mejor, y fuese toda la luz a caer sobre la historia de la anciana y sobre sus dominios, la curiosidad de doña Berta, y al fin el placer que siempre causa comunicar nuestras penas y esperanzas a las personas que se muestran inteligentes de corazón, hicieron que el mismo pintor se olvidara a ratos de su estudio para pensar en sí mismo. También contó su historia, que venía a ser una serie de ensueños y otra serie de cuadros. En sus cuadros iba su carácter. Naturaleza rica, risueña, pero misteriosa, casi sagrada, y figuras dulces, entrañables, tristes o heroicas, siempre modestas, recatadas... y sanas. Había pintado un amor que había tenido en una fuente; el público se había enamorado también de su colunguesa; pero él, el pintor, al volver por la primavera, tal vez a casarse con ella, la encontró muriendo tísica. Como este recuerdo le dolía mucho al pintor, por egoísmo volvió a olvidarse de sí mismo; y por asociación de ideas, con picante curiosidad, osó preguntar a aquella dama, entre mil delicadezas, si ella no había tenido amores y qué había sido de ellos. Y doña Berta, ante aquella dulzura, ante aquel candor retratado en aquella sonrisa del genio moreno, lleno de barbas; ante aquel dolor de un amante que había sido leal, sintió el pecho lleno de la muerta juventud, como si se lo inundara de luz misteriosa la presencia de un aparecido, el amor suyo; y con el espíritu retozón y aventurero que le había hecho cantar poco antes y salir al bosque, se decidió a hablar de sus amores, omitiendo el incidente deshonroso, aunque con tan mal arte, que el pintor, hombre de mundo, atando cabos y aclarando obscuridades que había notado en la narración anterior referente a los Rondaliegos, llegó a suponer algo muy parecido a la verdad que se ocultaba; igual en sustancia. Así que, cuando ella le preguntaba si, en su opinión, el capitán había sido un traidor o habría muerto en la guerra, él pudo apreciar en su valor la clase de traición que habría que atribuir al liberal, y se inclinó a pensar, por el carácter que ella le había pintado, que el amante de doña Berta no había vuelto... porque no había podido. Y los dos quedaron silenciosos, pensando en cosas diferentes. Doña Berta pensaba: «¡Parece mentira, pero es la primera vez en la vida que hablo con otro de estas cosas!». Y era verdad; jamás en sus labios habían estado aquellas palabras, que eran toda la historia de su alma. El pintor, saliendo de su meditación, dijo de repente algo por el estilo:

-A mí se me figura en este momento ver la causa de la eterna ausencia de su capitán, señora. Un espíritu noble como el suyo, un caballero de la calidad de ese que usted me pinta, vuelve de la guerra a cumplir a su amada una promesa..., a no ser que la muerte gloriosa le otorgue antes sus favores. Su capitán, a mi entender, no volvió..., porque, al ir a recoger la absoluta, se encontró con lo absoluto, el deber; ese liberal, que por la sangre de sus heridas mereció conocer a usted y ser amado, mi respetable amiga; ese capitán, por su sangre, perdió el logro de su amor. Como si lo viera, señora: no volvió porque murió como un héroe...

Iba a hablar doña Berta, cuyos ojillos brillaban con una especie de locura mística; pero el pintor tendió una mano, y prosiguió diciendo:

-Aquí nuestra historia se junta, y verá usted cómo hablándola del por qué de mi último cuadro, el que me alaban propios y extraños, sin que él merezca tantos elogios, queda explicado el por qué yo presumo, siento, que el capitán de usted se portó como el mío. Yo también tengo mi capitán. Era un amigo del alma...; es decir, no nos tratamos mucho tiempo; pero su muerte, su gloriosa y hermosa muerte, le hizo el íntimo de mis visiones de pintor que aspira a poner un corazón en una cara. Mi último cuadro, señora, ese de que hasta usted, que nada quiere saber del mundo, sabía algo por los periódicos que vienen envolviendo garbanzos y azúcar, es... seguramente el menos malo de los míos. ¿Sabe usted por qué? Porque lo vi de repente, y lo vi en la realidad primero. Años hace, cuando la segunda guerra civil, yo, aunque ya conocido y estimado, no había alcanzado esto que llaman... la celebridad, y acepté, porque me convenía para mi bolsa y mis planes, la plaza de corresponsal que un periódico ilustrado extranjero me ofreció, para que le dibujase cuadros de actualidad, de costumbres españolas, y principalmente de la guerra. Con este encargo, y mi gran afición a las emociones fuertes, y mi deseo de recoger datos, dignos de crédito para un gran cuadro de heroísmo militar con que yo soñaba, me fui a la guerra del Norte, resuelto a ver muy de cerca todo lo más serio de los combates, de modo que el peligro de mi propia persona me facilitase esta proximidad apetecida. Busqué, pues, el peligro, no por él, sino por estar cerca de la muerte heroica. Se dice, y hasta lo han dicho escritores insignes, que en la guerra cada cual no ve nada grande, nada poético. No es verdad esto... para un pintor. A lo menos para un pintor de mi carácter. Pues bueno; en aquella guerra conocí a mi capitán; él me permitió lo que acaso la disciplina no autorizaba: estar a veces donde debía estar un soldado. Mi capitán era un bravo y un jugador; pero jugaba tan bien, era tan pundonoroso, que el juego en él parecía una virtud, por las muchas buenas cualidades que le daba ocasión para ejercitar. Un día le hablé de su arrojo temerario, y frunció el ceño. «Yo no soy temerario -me dijo con mal humor-; ni siquiera valiente; tengo obligación de ser casi un cobarde... Por lo menos debo mirar por mi vida. Mi vida no es mía...; es de un acreedor. Un compañero, un oficial, no ha mucho me libró de la muerte, que iba a darme yo mismo, porque, por primera vez de mi vida, había jugado lo que no tenía, había perdido una cantidad... que no podía entregar al contrario; mi compañero, al sorprender mi desesperación, que me llevaba al suicidio, vino en mi ayuda; pagué con su dinero..., y ahora debo dinero, vida y gratitud. Pero el amigo me advirtió; después que ya era imposible devolverle aquella suma, que con ella había puesto su honra en mis manos... 'Vive -me dijo-, para pagarme trabajando, ahorrando, como puedas: esa cantidad de que hoy pude disponer, y dispuse para salvar tu vida, tendré un día que entregarla, y si no la entrego, pierdo la fama. Vive para ayudarme a recuperar esa fortunilla y salvar mi honor'. Dos honras, la suya y la mía, penden, pues, de mi existencia; de modo, señor artista, que huyo o debo huir de las balas. Pero tengo dos vicios: la guerra y el juego: y como ni debo jugar ni debo morir, en cuanto honrosamente pueda, pediré la absoluta; y, entre tanto, seré aquí muy prudente». Así, señora, poco más o menos me habló mi capitán; y yo noté que al siguiente día, en un encuentro, no se aventuró demasiado; pero pasaron semanas, hubo choques con el enemigo y él volvió a ser temerario; mas yo no volví a decirle que me lo parecía. Hasta que, por fin, llegó el día de mi cuadro...

El pintor se detuvo. Tomó aliento, reflexionó a su modo, es decir, recompuso en su fantasía el cuadro, no según su obra maestra, sino según la realidad se lo había ofrecido.

Doña Berta, asombrada, agradeciendo al artista las voces que este daba para que ella no perdiese ni una sola palabra, escuchó la historia del cuadro célebre, y supo que en un día ceniciento, frío, una batalla decisiva había llevado a los soldados de aquel capitán al extremo de la desesperación, que acaba en la fuga vergonzosa o en el heroísmo. Iban a huir todos, cuando el jugador, el que debía su vida a un acreedor, se arrojó a la muerte segura, como arrojaba a una carta toda su fortuna; y la muerte le rodeó como una aureola de fuego y de sangre; a la muerte y a la gloria arrastró consigo a muchos de los suyos. Mas antes hubo un momento, el que se había grabado como a la luz de un relámpago en el recuerdo del artista, llenando su fantasía; un momento en que en lo alto de un reducto, el capitán jugador brilló solo, como en una apoteosis, mientras más abajo y más lejos los soldados vacilaban, el terror y la duda pintados en el rostro.

-El gesto de aquel hombre, el que milagrosamente pude conservar con absoluta actitud y trasladarlo a mi idea, era de una expresión singular, que lo apartaba de todo lo clásico y de todo lo convencional; no había allí las líneas canónicas que podrían mostrar el entusiasmo bélico, el patriotismo exaltado; era otra cosa muy distinta...; había dolor, había remordimientos, había la pasión ciega y el impulso soberano en aquellos ojos, en aquella frente, en aquella boca, en aquellos brazos; bien se veía que aquel soldado caía en la muerte heroica como en el abismo de una tentación fascinadora a que en vano se resiste. El público y la crítica se han enamorado de mi capitán; ha traducido cada cual a su manera aquella idealidad del rostro y de todo el gesto; pero todos han visto en ello lo mejor del cuadro, lo mejor de mi pincel; ven una lucha espiritual misteriosa, de fuerza intensa, y admiran sin comprender, echándose a adivinar al explicar su admiración. El secreto de mi triunfo lo sé yo; es este, señora, lo que yo vi aquel día en aquel hombre que desapareció entre el humo, la sangre y el pánico, que después vino a oscurecerlo todo. Los demás tuvimos que huir al cabo; su heroísmo fue inútil...; pero mi cuadro conservará su recuerdo. Lo que no sabrá el mundo es que mi capitán murió faltando a su palabra de no buscar el peligro...

-¡Así murió el mío! -exclamó exaltada doña Berta, poniéndose en pie, tendiendo una mano como inspirada-. ¡Sí, el corazón me grita que él también me abandonó por la muerte gloriosa!

Y doña Berta, que en su vida había hecho frases ni ademanes de sibila, se dejó caer en su silla, llorando, llorando con una solemnidad que sobrecogió al pintor y le hizo pensar en una estatua de la Historia vertiendo lágrimas sobre el polvo anónimo de los heroísmos oscuros, de las grandes virtudes desconocidas, de los grandes dolores sin crónica.

Pasó una brisa fría; tembló la anciana, levantose, y con un ademán indicó al pintor que la siguiera. Volvieron al salón; y doña Berta, medio tendida en el sofá, siguió sollozando.

- VI -

Sabelona entró silenciosa y encendió todas las luces de los candelabros de plata que adornaban una consola. Le pareció a ella que era toda una inspiración, para dar tono a la casa, aquella ocurrencia de iluminar, sin que nadie se lo mandara, el salón oscuro. La noche se echaba encima sin que lo notaran ni el pintor ni doña Berta. Mientras esta ocultaba el rostro con las manos, porque Sabel no viera su enternecimiento, el artista se puso a pasear sus emociones hondas y vivas por el largo salón, cabizbajo. Pero al llegar junto a la consola, la luz le llamó la atención, levantó la cabeza, miró en torno de sí, y vio en la pared, cara a cara, el retrato de una joven vestida y peinada a la moda de hacía cuarenta y más años. Tardó en distinguir bien aquellas facciones; pero cuando por fin la imagen completa se le presentó con toda claridad, sintió por todo el cuerpo el ziszás de un escalofrío como un latigazo. Por señas preguntó a Sabelona quién era la dama pintada; y Sabel, con otro gesto y gran tranquilidad, señaló a la anciana, que seguía con el rostro escondido entre las manos. Salió Sabelona de la estancia en puntillas, que este era su modo de respetar los dolores de los amos cuando ella no los comprendía; y el pintor, que, pálido y como con miedo, seguía contemplando el retrato, no sintió que dos lágrimas se le asomaban a los ojos. Y cuando volvió a su paseo sobre los tablones de castaño, que crujían, iba pensando: «Estas cosas no caben en la pintura; además, por lo que tienen de casuales, de inverosímiles, tampoco caben en la poesía: no caben más que en el mundo... y en los corazones que saben sentirlas». Y se paró a contemplar a doña Berta, que, ya más serena, había cesado de llorar, pero con las manos cruzadas sobre las flacas rodillas, miraba al suelo con ojos apagados. El amor muerto, como un aparecido, volvía a pasar por aquel corazón arrugado, yerto; como una brisa perfumada en los jardines, que besa después los mármoles de los sepulcros.

-Amigo mío -dijo la anciana, poniéndose en pie y secando las últimas lágrimas con los flacos dedos, que parecían raíces-; hablando de mis cosas se nos ha pasado el tiempo, y usted... ya no puede buscar albergue en otra parte; llega la noche. Lo siento por el qué dirán -añadió sonriendo-; pero... tiene usted que quedarse a cenar y a dormir en Posadorio.

El pintor aceptó de buen grado y sin necesidad de ruegos.

-Pienso pagar la posada -dijo.

-¿Cómo?

-Sacando mañana una copia de ese retrato; unos apuntes para hacer después en mi casa otro... que sea como ese, en cuanto a la semejanza con el original... si es que la tiene.

-Dicen que sí -interrumpió doña Berta, encogiendo los hombros con una modestia póstuma, graciosa en su triste indiferencia-. Dicen -prosiguió- que se parece como una gota a otra gota, a una Berta Rondaliego, de que yo apenas hago memoria.

-Pues bien; mi copia, dicho sea sin jactancia... será algo menos mala que esa, en cuanto pintura...; y exactamente fiel en el parecido.

Y dicho y hecho; a la mañana siguiente, el pintor, que había dormido en el lecho de nogal en que había expirado el último Rondaliego, se levantó muy temprano; hizo llevar el cuadro a la huerta, y allí, al aire libre, comenzó su tarea. Comió con doña Berta, contemplándola atento cuando ella no le miraba, y después del café continuó su trabajo. A media tarde, terminados sus apuntes, recogió sus bártulos, se despidió con un cordialísimo abrazo de su nueva amiga, y por el Aren adelante desapareció entre la espesura, dando el último adiós desde lejos con un pañuelo blanco que tremolaba como una bandera.

Otra vez se quedó sola doña Berta con sus pensamientos; pero ¡cuán otros eran! Su capitán, de seguro, no había vuelto porque no había podido; no había sido un malvado, como decían los hermanos; había sido un héroe... Sí, lo mismo que el otro, el capitán del pintor, el jugador que jugaba hasta la honra por ganar la gloria... Los remordimientos de doña Berta, que aún más que remordimientos eran saudades, se irritaron más y más desde aquel día en que una corazonada le hizo creer con viva fe que su amante había sido un héroe, que había muerto en la guerra, y por eso no había vuelto a buscarla. Porque siendo así, ¡qué cuentas podía pedirle de su hijo! ¿Qué había hecho ella por encontrar al fruto de sus amores? Poco más que nada; se había dejado aterrar, y recordaba con espanto los días en que ella misma había llegado a creer que era remachar el clavo de su ignominia emprender clandestinas pesquisas en busca de su hijo. Y ahora... ¡qué tarde era ya para todo!... El hijo, o había muerto en efecto, o se había perdido para siempre. No era posible ni soñar con su rastro. Ella misma había perdido en sus entrañas a la madre...; era ya una abuela. Una vaga conciencia le decía que no podía sentir con la fuerza de otros tiempos; las menudencias de la vida ordinaria, la prosa de sus quehaceres la distraían a cada momento de su dolor, de sus meditaciones; volvían, era verdad, pero duraban poco en la cabeza, y aquel ritmo constante del olvido y del recuerdo llegaba a marearla. Ella propia llegaba a pensar: «¡Es que estoy chocha! Esto es una manía, más que un sentimiento». Y con todo, a ratos pensaba, particularmente después de cenar, antes de acostarse, mientras se paseaba por la espaciosa cocina a la luz del candil de Sabelona, pensaba que en ella había una recóndita energía que la llevaría a un gran sacrificio, a una absoluta abnegación... si hubiera asunto para esto. «¡Oh! ¡Adónde iría yo por mi hijo... vivo o muerto! Por besar sus huesos pelados ¡qué años no daría, si no de vida, que ya no puedo ofrecerla, qué años de gloria pasándolos de más en el purgatorio! O porque yo soy como un sepulcro, un alma que ya se descompone, o porque presiento la muerte, sin querer pienso siempre, al figurarme que busco y encuentro a mi hijo..., que doy con sus restos, no con sus brazos abiertos para abrazarme». Imaginando estas y otras amarguras semejantes, sorprendió a doña Berta el mensaje que, al cabo de ocho días, le envió el pintor por un propio. Un aldeano, que desapareció en seguida sin esperar propina ni refrigerio, dejó en poder de doña Berta un gran paquete que contenía una tarjeta del pintor y dos retratos al óleo; uno era el de Berta Rondaliego, copia fiel del cuadro que estaba sobre la consola en el salón de Posadorio, pero copia idealizada y llena de expresión y vida, gracias al arte verdadero. Doña Berta, que apenas se reconocía en el retrato del salón, al mirar el nuevo, se vio de repente en un espejo... de hacía más de cuarenta años. El otro retrato que le enviaba el pintor tenía un rótulo al pie, que decía en letras pequeñas, rojas: «Mi capitán». No era más que una cabeza: doña Berta, al mirarlo, perdió el aliento y dio un grito de espanto. Aquel mi capitán era también el suyo... el suyo, mezclado con ella misma, con la Berta de hacía cuarenta años, con la que estaba allí al lado... Juntó, confrontó las telas, vio la semejanza perfecta que el pintor había visto entre el retrato del salón y el capitán de sus recuerdos, y de su obra maestra; pero además, y sobre todo, vio otra semejanza, aún más acentuada, en ciertas facciones y en la expresión general de aquel rostro, con las facciones y la expresión que ella podía evocar de la imagen que en su cerebro vivía, grabada con el buril de lo indeleble, como la gota labra la piedra. El amor único, muerto, siempre escondido, había plasmado en su fantasía una imagen fija, indestructible, parecida a su modo a ese granito pulimentado por los besos de muchas generaciones de creyentes que van a llorar y esperar sobre los pies de una Virgen o de un santo de piedra. El capitán del pintor era como una restauración del retrato del otro capitán que ella veía en su cerebro, algo borrado por el tiempo, con la pátina obscura de su escondido y prolongado culto; ahumado por el holocausto del amor antiguo, como lo están los cuadros de iglesia por la cera y el incienso. Ello fue que cuando Sabelona vino a llamar a doña Berta, la encontró pálida, desencajado el rostro y medio desvanecida. No dijo más que «Me siento mal», y dejó que la criada la acostara. Al día siguiente vino el médico del concejo, y se encogió de hombros. No recetó. «Es cosa de los años», dijo. A los tres días, doña Berta volvía a correr por la casa más ágil que nunca, y con un brillo en los ojos que parecía de fiebre. Sabelona vio con asombro que a la siguiente madrugada salía de Posadorio un propio con una carta lacrada. ¿A quién escribía la señorita? ¿Qué podía haber en el mundo, por allá lejos, que la importase a ella? El ama había escrito al pintor; sabía su nombre y el del concejo en que solía tener su posada durante el verano; pero no sabía más, ni el nombre de la parroquia en que estaba el rústico albergue del artista, ni si estaría él entonces en su casa, o muy lejos, en sus ordinarias excursiones.

El propio volvió a los cuatro días, sin contestación y sin la carta de la señorita. Después de muchos afanes, de mil pesquisas, en la capital del concejo le habían admitido la misiva, dándole seguridades de entregar el pliego al pintor, que estaría de vuelta en aquella fonda en que esto le decían, antes de una semana. Buscarle inmediatamente era inútil. Podía estar muy cerca, o a veinte leguas. Se deslizaron días y días, y doña Berta aguardaba en vano, casi loca de impaciencia, noticias del pintor. En tanto, su carta, en que iba entre medias palabras el secreto de su honra, andaba por el mundo en manos de Dios sabía quién. Pasaron tristes semanas, y la pobre anciana, de flaquísima memoria, comenzó a olvidar lo que había escrito al pintor. Recordaba ya sólo, vagamente, que le declaraba de modo implícito su pecado, y que le pedía, por lo que más amase, noticias de su capitán: ¿cómo se llamaba?, ¿quién era?, ¿su origen?, ¿su familia?, y además quería saber quién había dado aquel dinero al pobre héroe que había muerto sin pagar; cómo sería posible encontrar al acreedor... Y, por último, ¡qué locura!, le preguntaba por el cuadro, por la obra maestra. ¿Era suya aún? ¿Estaba ya vendida? ¿Cuánto podría costar? ¿Alcanzaría el dinero que le quedase a ella, después de vender todo lo que tenía y de pagar al acreedor del... capitán, para comprar el cuadro? Sí, de todo esto hablaba en la carta, aunque ya no se acordaba cómo; pero de lo que estaba segura era de que no se volvía atrás. En la cama, en los pocos días que tuvo que permanecer en ella, había resuelto aquella locura, de que no se arrepentía. Sí, sí, estaba resuelta; quería pagar la deuda de su hijo, quería comprar el cuadro que representaba la muerte heroica de su hijo, y que contenía el cuerpo entero de su hijo en el momento de perder la vida. Ella no tenía idea aproximada de lo que podían valer Susacasa, Posadorio y el Aren vendidos; ni la tenía remota siquiera de la deuda de su hijo y del precio del cuadro. Pero no importaba. Por eso quería enterarse, por eso había escrito al pintor. Las razones que tenía para su locura eran bien sencillas. Ella no le había dado nada suyo al hijo de sus entrañas, mientras el infeliz vivió; ahora muerto le encontraba, y quería dárselo todo; la honra de su hijo era la suya; lo que debía él lo debía ella, y quería pagar, y pedir limosna; y si después de pagar quedaba dinero para comprar el cuadro, comprarlo y morir de hambre; porque era como tener la sepultura de los dos capitanes, restaurar su honra, y era además tener la imagen fiel del hijo adorado y el reflejo de otra imagen adorada. Doña Berta sentía que aquella fortísima, absoluta, irrevocable resolución suya debía acaso su fuerza a un impulso invisible, extraordinario, que se le había metido en la cabeza como un cuerpo extraño que lo tiranizaba todo. «Esto, pensaba, será que definitivamente me he vuelto loca; pero, mejor, así estoy más a gusto, así estoy menos inquieta; esta resolución es un asidero; más vale el dolor material que de aquí venga, que aquel tic-tac insufrible de mis antiguos remordimientos, aquel ir y venir de las mismas ideas...». Doña Berta, para animarse en su resolución heroica, para llevar a cabo su sacrificio sin esfuerzo, por propio deseo y complacencia, y no por aquel impulso irresistible, pero que no le parecía suyo, se consagraba a irritar su amor maternal, a buscar ternuras de madre... y no podía. Su espíritu se fatigaba en vano; las imágenes que pudieran enternecerla no acudían a su mente; no sabía cómo se era madre. Quería figurarse a su hijo, niño, abandonado... sin un regazo para su inocencia... No podía; el hijo que ella veía era un bravo capitán, de pie sobre un reducto, entre fuego y humo...; era la cabeza que el pintor le había regalado. «Esto es -se decía- como si a mis años me quisiera enamorar... y no pudiera». Y sin embargo, su resolución era absoluta. Con ayuda del pintor, o sin ella, buscaría el cuadro, lo vería, ¡oh, sí, verlo antes de morir!, y buscaría al acreedor o a sus herederos, y les pagaría la deuda de su hijo. «Parece que hay dos almas -se decía a veces-; una que se va secando con el cuerpo, y es la que imagina, la que siente con fuerza, pintorescamente; y otra alma más honda, más pura, que llora sin lágrimas, que ama sin memoria y hasta sin latidos... y esta alma es la que Dios se debe de llevar al cielo».

Transcurridos algunos meses sin que llegara noticia del pintor, doña Berta se decidió a obrar por sí sola: a Sabelona no había para qué enterarla de nada hasta el momento supremo, el de separarse. ¡Adiós, Zaornín, adiós Susacasa, adiós Aren, adiós Posadorio! El ama recibió una visita que sorprendió a Sabel y le dio mala espina.

El Sr. Pumariega, D. Casto, notario retirado de la profesión y usurero en activo servicio, ratón del campo, esponja del concejo, gran coleccionista de fincas de pan llevar y toda clase de bienes raíces, se presentó en Posadorio preguntando por la señorita de Rondaliego con aquella sonrisa eterna que había hecho llorar lágrimas de sangre a todos los desvalidos de la comarca. Este señor vivía en la capital del concejo, a varios kilómetros de Zaornín. Se presentó a caballo; se apeó, encargó, siempre sonriendo, que le echasen hierba a la jaca, pero no de la nueva, y, pensándolo mejor, se fue él mismo a la cuadra, y con sus propias manos llenó el pesebre de heno.

Todavía llevaba algunas hierbas entre las barbas, y otras pegadas en el cristal de las gafas, cuando doña Berta le recibió en el salón, pálida, con la voz temblorosa, pero resuelta al sacrificio. Sin rodeos se fue al asunto, al negocio; hubiera sido absurdo y hasta una vergüenza enterar al Sr. Pumariega de los motivos sentimentales de aquella extraña resolución. El por qué no lo supo D. Casto; pero ello era que doña Berta necesitaba, en dinero que ella se pudiera llevar en el bolsillo, todo lo que valiera, bien vendido, Susacasa con su Aren y con Posadorio inclusive. La casa, sus dependencias, la llosa, el bosque, el prado, todo... pero en dinero. Si se le daban los cuartos en préstamo, con hipoteca de las fincas dichas, bien, ella no pensaba pagar muchos intereses, porque esperaba morirse pronto, y el Sr. Pumariega podía cargar con todo; si no quería él este negocio, la venta, la venta en redondo.

Cuando el Sr. Pumariega iba a pasmarse de la resolución casi sobrenatural de la Rondaliego, se acordó de que mucho más útil era pasar desde luego a considerar las ventajas del trato; sin sorpresa de ningún género. La admiración no venía a cuento, sobre todo desde el momento en que se le proponía un buen negocio. Así, pues, como si se tratase de venderle unas cuantas pipas de manzana o la hierba de aquella otoñada, D. Casto entró de lleno en el asunto, sin manifestar sorpresa ni curiosidad siquiera.

Y siguiendo su costumbre, al exponer sus argumentos para demostrar las ventajas del préstamo con hipoteca, llamaba a los contratantes A y B. «El prestamista B, la hipoteca H, el predio C...». Así hablaba don Casto, que odiaba los personalismos, y no veía en la parte contraria jamás un ser vivo, un semejante, sino una letra, elemento de una fórmula que había que eliminar. Doña Berta, que a fuerza de administrar muchos años sus intereses había adquirido cierta experiencia y alguna malicia, se veía como una mosca metida en la red de la araña; pero le importaba poco. D. Casto insistía en querer engañarla, en hacerla ver que no perdía a Susacasa necesariamente en las combinaciones que él la proponía; ella fingió que caía en la trampa; comprendió que de aquella aventura salía Pumariega dueño de los dominios de Rondaliego, pero en eso precisamente consistía el sacrificio; a eso iba ella, a que la crucificara aquel sayón. Y decidido esto, lo que la tenía anhelante, pendiente de los labios del judío, obsequioso, hasta adulador y servil, era... la cantidad, los miles de duros que había de entregarle el ratón del campo. Al fijar números D. Casto, doña Berta sintió que el corazón le saltaba de alegría; el usurero ofrecía mucho más de lo que ella podía esperar; no creía que sus dominios mermados y empobrecidos pudieran responder de tantos miles de duros. Cuando Pumariega salía de Posadorio, Sabelona y el casero, que le ayudaban a montar mirándole de reojo, le vieron sonreír como siempre; pero además los ojuelos le echaban chispas que atravesaban los cristales de las gafas. Poco después, en una altura que dominaba a Zaornín, don Casto se detuvo y dio vuelta al caballo para contemplar el perímetro y el buen aspecto de sus nuevas posesiones. Siempre llamaba él posesión, por falsa modestia, a lo que sabía hacer suyo con todas las áncoras y garras del dominio quiritario que le facilitaban el papel sellado y los libros del Registro. Tres días después estaba Pumariega otra vez en Posadorio acompañado del nuevo notario, obra suya, y de varios testigos y peritos, todos sus deudores. No fue cosa tan sencilla y breve como doña Berta deseaba, y se había figurado, dejar toda la lana a merced de las frías tijeras del Sr. Pumariega; este quería seguridades de mil géneros y aturdir a la parte contraria, a fuerza de ceremonias y complicaciones legales. A lo único que se opuso con toda energía doña Berta fue a personarse en la capital del concejo. Eso no; ella no quería moverse de Susacasa... hasta el día de salir a tomar el tren de Madrid. Todo se arregló, en fin, y doña Berta vio el momento de tener en su cofrecillo de secretos antiguos los miles de duros que le prestaba el usurero. Bien comprendía ella que para siempre jamás se despedía de Posadorio, del Aren, de todo... ¿Cómo iba a pagar nunca aquel dineral que le entregaban? ¿Cómo había de pagar siquiera, si vivía algunos años, los intereses? Podría haber un milagro. Sólo así. Si el milagro venía, Susacasa seguiría siendo suyo, y siempre era una ventaja esta esperanza, o por lo menos un consuelo. Sí; todo lo perdía. Pero el caso era pagar las deudas de su hijo, comprar el cuadro... y después morir de hambre si era necesario. ¿Y Sabelona? D. Casto había dado a entender bien claramente que él necesitaba garantías para la seguridad de su hipoteca mediante la vigilancia de un diligentísimo padre de familia sobre los bienes en que la dicha hipoteca consistía; él no tenía inconveniente en que el casero siguiera en la casería por ahora; pero en cuanto a las llaves de Posadorio y al cuidado del palacio y sus dependencias... prefería que corriesen de su propia cuenta. De modo que Sabelona no podía quedar en Posadorio. El ama vaciló antes de proponerla llevársela consigo; era cuestión de gastos; había que hacer economías, mermar lo menos posible su caudal, que ella no sabía si podría alcanzar a la deuda y al precio del cuadro; todo gasto de que se pudiese prescindir, había que suprimirlo. Sabelona era una boca más, un huésped más, un viajero más. Doble gasto casi. Con todo, prometiéndose ahorrar este dispendio en el regalo de su propia persona, doña Berta propuso a la criada llevarla a Madrid consigo.

Sabelona no tuvo valor para aceptar. Ella no se había vuelto loca como el ama, y veía el peligro. Demasiadas desgracias le caían encima sin buscar esa otra, la mayor, la muerte segura. ¡Ella a Madrid! Siempre había pensado en esas cosas de tan lejos vagamente, como en la otra vida; no estaba segura de que hubiera países tan distantes de Susacasa... ¡Madrid! El tren... tanta gente... tantos caminos... ¡Imposible! Que dispensara el ama, pero Sabel no llegaba en su cariño y lealtad a ese extremo. Se le pedía una acción heroica, y ahí no llegaba ella. Sabelona, como San Pedro, negó a su señora, desertó de su locura ideal, la abandonó en el peligro, al pie de la cruz. Así como si doña Berta se estuviera muriendo, Sabelona lo sentiría infinito, pero no la acompañaría a la sepultura, así la abandonaba al borde del camino de Madrid. La criada tenía unos parientes lejanos en un concejo vecino, y allá se iría, bien a su pesar, durante la ausencia del ama, ya que el señor Pumariega quería llevarse las llaves de Posadorio, contra todas las leyes divinas y humanas, según Sabel.

-Pero ¿no es usted el ama? ¿Qué tiene él que mandar aquí?

-Déjame de cuentos, Isabel; manda todo lo que quiere, porque es quien me da el dinero. Esto es ya como suyo.

Doña Berta sintió en el alma que su compañera de tantos años, de toda la vida, la abandonase en el trance supremo a que se arriesgaba; pero perdonó la flaqueza de la criada, porque ella misma necesitaba de todo su valor, de su resolución inquebrantable, para salir de su casa y meterse en aquel laberinto de caminos, de pueblos, de ruido y de gentes extrañas, enemigas. Suspiró la pobre señora, y se dijo: «Ya que Sabel no viene... me llevaré el gato». Cuando la criada supo que el gato también se iba, le miró asustada, como consultándole. No le parecía justo, valga la verdad, abusar del pobre animal porque no podía decir que no, como ella; pero si supiese en la que le metían, estaba segura de que tampoco el gato querría acompañar a su dueña. Sabel no se atrevió, sin embargo, a oponerse, por más que el animalito le había traído ella a casa; era, en rigor, suyo. Ella tampoco podría llevarlo a casa de los parientes lejanos: dos bocas más eran demasiado. Y en Posadorio no podía quedar solo, y menos con don Casto, que lo mataría de hambre. Se decidió que el gato iría a Madrid con doña Berta.

- VII -

Una mañana se levantó Sabelona de su casto lecho, se asomó a una ventana de la cocina, miró al cielo, con una mano puesta delante de los ojos a guisa de pantalla, y con gesto avinagrado y voz más agria todavía, exclamó, hablando a solas, contra su costumbre:

«¡Bonito día de viaje!». Y en seguida pensó, pero sin decirlo: «¡El último día!». Encendió el fuego, barrió un poco, fue a buscar agua fresca, se hizo su café, después el chocolate del ama; y como si allí no fuera a suceder nada extraordinario, dio los golpes de ordenanza a la puerta de la alcoba de doña Berta, modo usual de indicarle que el desayuno la esperaba; y ella, Sabel, como si no se acabara todo aquella misma mañana, como si lo que iba a pasar dentro de una hora no fuese para ella una especie de fin del mundo, se entregó a la rutinaria marcha de sus faenas domésticas, inútiles en gran parte esta vez, puesto que aquella noche ya no dormiría nadie en Posadorio.

Mientras ella fregaba un cangilón, por el postigo de la huerta, que estaba al nivel de la cocina, entró el gato, cubierto de rocío, con la cierza de aquella mañana plomiza y húmeda pegada al cuerpo blanco y reluciente. Sabel le miró con cariño, envidia y lástima.

Y se dijo: «¡Pobre animal!, no sabe lo que le espera». El gato positivamente no había hecho ningún preparativo de viaje; aquella vida que llevaba, para él desde tiempo inmemorial, seguramente le parecía eterna. La posibilidad de una mudanza no entraba en su metafísica. Se puso a lamer platos de la cena de la víspera, como hubiera hecho en su caso un buen epicurista.

Doña Berta entró silenciosa; vio el chocolate sobre la masera, y allí, como siempre, se puso a tomarlo. Los preparativos de la marcha estaban hechos, hasta el último pormenor, desde muchos días atrás. No había más que marchar, y, antes, despedirse. Ama y criada apenas hablaron en aquella última escena de su vida común. Pasó una hora, y llegó don Casto Pumariega, que se había encargado de todo con una amabilidad que nadie tenía valor para agradecerle. Él llevaría a doña Berta hasta la misma estación, la más próxima de Zaornín, facturaría el equipaje, la metería a ella en un coche de segunda (no había querido doña Berta primera, por ahorrar) y vamos andando. En Madrid la esperaba el dueño de una casa de pupilos barata. Le había escrito don Casto, para que le agradeciese el favor de enviarle un huésped. Allí paraba él cuando iba a Madrid, y eso que era tan rico. Con don Casto se presentó en la cocina el mozo a quien había alquilado Pumariega un borrico en que había de montar doña Berta para llegar a la estación, a dos leguas de Posadorio. Ama y criada, que habían callado tanto, que hasta parecían hostiles una a otra aquella mañana, como si mutuamente se acusaran en silencio de aquella separación, en presencia de los que venían a buscarla sintieron una infinita ternura y gran desfallecimiento; rompieron a llorar, y lloraron largo rato abrazadas. El gato dejó de lamer platos y las miraba pasmado. Aquello era nuevo en aquella casa donde el cariño no tenía expresión. Todos se querían, pero no se acariciaban. A él mismo se le daba muy buena vida, pero nada de besos ni halagos. Por si acaso se acercó a las faldas de sus viejas y puso mala cara al señor Pumariega. Doña Berta pidió un momento a don Casto, y salió por el postigo de la huerta. Subió el repecho, llegó a lo más alto, y desde allí contempló sus dominios. La espesura se movía blandamente, reluciendo con la humedad, y parecía quejarse en voz baja. Chillaban algunos gorriones. Doña Berta no tuvo ni el consuelo de poetizar la solemne escena de despedida. La Naturaleza ante su imaginación apagada y preocupada no tuvo esa piedad de personalizarse que tanto alivio suele dar a los soñadores melancólicos. Ni el Aren, ni la llosa, ni el bosque, ni el palacio le dijeron nada. Ellos se quedaban allí, indolentes, sin recuerdos de la ausencia; su egoísmo era el mismo de Sabel, aunque más franco: el que el gato hubiera mostrado si hubiesen consultado su voluntad respecto del viaje. No importaba. Doña Berta no se sentía amada por sus tierras, pero en cambio ella las amaba infinito. Sí, sí. En el mundo no se quiere sólo a los hombres, se quiere a las cosas. El Aren, la llosa, la huerta, Posadorio, eran algo de su alma, por sí mismos, sin necesidad de reunirlos a recuerdos de amores humanos. A la Naturaleza hay que saber amarla como los amantes verdaderos aman, a pesar del desdén. Adorar el ídolo, adorar la piedra, lo que no siente ni puede corresponder, es la adoración suprema. El mejor creyente es el que sigue postrado ante el ara sin dios. Chillaban los gorriones. Parecían decir: «A nosotros, ¿qué nos cuenta usted? Usted se va, nosotros nos quedamos; usted es loca, nosotros no; usted va a buscar el retrato de su hijo... que no está usted segura de que sea su hijo. Vaya con Dios». Pero doña Berta perdonaba a los pájaros, al fin chiquillos, y hasta al mismo Aren verde, que, más cruel aún, callaba. El bosque se quejaba, ese sí; pero poco, como un niño que, cansado de llorar, convierte en ritmo su queja y se divierte con su pena; y doña Berta llegó a notar, con la clarividencia de los instantes supremos ante la naturaleza, llegó a notar que el bosque no se quejaba porque ella se iba; siempre se quejaba así; aquel frío de la mañana plomiza y húmeda era una de las mil formas del hastío que tantas veces se puede leer en la naturaleza. El bosque se quejaba, como siempre, de ese aburrimiento de cuanto vive pegado a la tierra y de cuanto rueda por el espacio en el mundo, sujeto a la gravedad como a una cadena. Todas las cosas que veía se la aparecieron entonces a ella como presidiarios que se lamentan de sus prisiones y sin embargo aman su presidio. Ella, como era libre, podía romper la cadena, y la había roto...; pero agarrada a la cadena se le quedaba la mitad del alma.

«¡Adiós, adiós!» se decía doña Berta, queriendo bajar aprisa; y no se movía. En su corazón había el dolor de muchas generaciones de Rondaliegos que se despedían de su tierra: El padre, los hermanos, los abuelos..., todos allí, en su pecho y en su garganta, ahogándose de pena con ella...

-Pero, doña Berta, ¡que vamos a perder el tren! -gritó allá abajo Pumariega; y a ella le sonó como si dijese: «Que va usted a perder la horca».

En el patio estaban ya D. Casto y el espolique; el verdugo y su ayudante, y también el burro en que doña Berta había de montar para ir al palo.

El gato iba en una cesta.

- VIII -

Amanecía, y la nieve que caía a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del andar del gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas de armiño, que ya habían borrado desde horas atrás las huellas de los transeúntes trasnochadores. Todas las puertas estaban cerradas. Sólo había una entreabierta, la del Principal; una mesa con buñuelos, que alguien había intentado sacar al aire libre, la habían retirado al portal de Gobernación. Doña Berta, que contemplaba el espectáculo desde una esquina de la calle del Carmen, no comprendía por qué dejaban freír buñuelos, o, por lo menos, venderlos en el portal del Ministerio; pero ello era que por allí había desaparecido la mesa, y tras ella dos guardias y uno que parecía de telégrafos. Y quedó la plaza sola; solas doña Berta y la nieve. Estaba inmóvil la vieja; los pies, calzados con chanclos, hundidos en la blandura; el paraguas abierto, cual forrado de tela blanca. «Como allá -pensaba-, así estará el Aren». Iba a misa de alba. La iglesia era su refugio; sólo allí encontraba algo que se pareciese a lo de allá. Sólo se sentía unida a sus semejantes de la corte por el vínculo religioso. «Al fin -se decía- todos católicos, todos hermanos». Y esta reflexión le quitaba algo del miedo que le inspiraban todos los desconocidos, más que uno a uno, considerados en conjunto, como multitud, como gente. La misa era como la que ella oía en Zaornín, en la hijuela de Piedeloro. El cura decía lo mismo y hacía lo mismo. Siempre era un consuelo. El oír todos los días misa era por esto; pero el madrugar tanto era por otra cosa. Contemplar a Madrid desierto la reconciliaba un poco con él. Las calles le parecían menos enemigas, más semejantes a las callejas; los árboles más semejantes a los árboles de verdad. Había querido pasear por las afueras..., ¡pero estaban tan lejos! ¡Las piernas suyas eran tan flacas, y los coches tan caros y tan peligrosos!... Por fin, una, dos veces llegó a los límites de aquel caserío que se le antojaba inacabable...; pero renunció a tales descubrimientos, porque el campo no era campo, era un desierto; ¡todo pardo!, ¡todo seco! Se le apretaba el corazón, y se tenía una lástima infinita. «¡Yo debía haberme muerto sin ver esto!, sin saber que había esta desolación en el mundo; para una pobre vieja de Susacasa, aquel rincón de la verde alegría es demasiada pena estar tan lejos del verdadero mundo, de la verdadera tierra, y estar separada de la frescura, de la hierba, de las ramas, por estas leguas y leguas de piedra y polvo». Mirando las tristes lontananzas, sentía la impresión de mascar polvo y manosear tierra seca, y se le crispaban las manos. Se sentía tan extraña a todo lo que la rodeaba, que a veces, en mitad del arroyo, tenía que contenerse para no pedir socorro, para no pedir que por caridad la llevasen a su Posadorio. A pesar de tales tristezas, andaba por la calle sonriendo, sonriendo de miedo a la multitud, de quien era cortesana, a la que quería halagar, adular, para que no le hiciesen daño. Dejaba la acera a todos. Como era sorda, quería adivinar con la mirada si los transeúntes con quienes tropezaba le decían algo; y por eso sonreía, y saludaba con cabezadas expresivas, y murmuraba excusas. La multitud debía de simpatizar con la pobre anciana, pulcra, vivaracha, vestida de seda de color de tabaco; muchos le sonreían también, le dejaban el paso franco; nadie la había robado ni pretendido estafar. Con todo, ella no perdía el miedo, y no se sospecharía, al verla detenerse y santiguarse antes de salir del portal de su casa, que en aquella anciana era un heroísmo cada día el echarse a la calle.

Temía a la multitud..., pero sobre todo temía el ser atropellada, pisada, triturada por caballos, por ruedas. Cada coche, cada carro, era una fiera suelta que se le echaba encima. Se arrojaba a atravesar la Puerta del Sol como una mártir cristiana podía entrar en la arena del circo. El tranvía le parecía un monstruo cauteloso, una serpiente insidiosa. La guillotina se la figuraba como una cosa semejante a las ruedas escondidas resbalando como una cuchilla sobre las dos líneas de hierro. El rumor de ruedas, pasos, campanas, silbatos y trompetas llegaba a su cerebro confuso, formidable, en su misteriosa penumbra del sonido. Cuando el tranvía llegaba por detrás y ella advertía su proximidad por señales que eran casi adivinaciones, por una especie de reflejo del peligro próximo en los demás transeúntes, por un temblor suyo, por el indeciso rumor, se apartaba doña Berta con ligereza nerviosa, que parecía imposible en una anciana; dejaba paso a la fiera, volviéndole la cara, y también sonreía al tranvía, y hasta le hacía una involuntaria reverencia; pura adulación, porque en el fondo del alma lo aborrecía, sobre todo por traidor y alevoso. ¡Cómo se echaba encima! ¡Qué bárbara y refinada crueldad!... Muchos transeúntes la habían salvado de graves peligros, sacándola de entre los pies de los caballos o las ruedas de los coches; la cogían en brazos, le daban empujones por librarla de un atropello... ¡Qué agradecimiento el suyo! ¡Cómo se volvía hacia su salvador deshaciéndose en gestos y palabras de elogio y reconocimiento! «Le debo a usted la vida. Caballero, si yo pudiera algo... Soy sorda muy sorda, perdone usted; pero todo lo que yo pudiera...». Y la dejaban con la palabra en la boca aquellas providencias de paso. «¿Por qué tendré yo tanto miedo a la gente, si hay tantas personas buenas que la sacan a una de las garras de la muerte?». No la extrañaría que la muchedumbre indiferente la dejase pisotear por un caballo, partir en dos por una rueda, sin tenderle una mano, sin darle una voz de aviso. ¿Qué tenía ella que ver con todos aquellos desconocidos? ¿Qué importaba ella en el mundo, fuera de Zaornín, mejor, de Susacasa? Por eso agradecía tanto que se le ayudase a huir de un coche, del tranvía... También ella quería servir al prójimo. La vida de la calle era, en su sentir, como una batalla de todos los días, en que entraban descuidados, valerosos, todos los habitantes de Madrid: la batalla de los choques, de los atropellos; pues en esa jornada de peligros sin fin, quería ella también ayudar a sus semejantes, que al fin lo eran, aunque tan extraños, tan desconocidos. Y siempre caminaba ojo avizor, supliendo el oído con la vista, con la atención preocupada con sus pasos y los de los demás. En cada bocacalle, en cada paso de adoquines, en cada plaza había un tiroteo, así se lo figuraba, de coches y caballos, los mayores peligros; y al llegar a estos tremendos trances de cruzar la vía pública, redoblaba su atención, y, con miedo y todo, pensaba en los demás como en sí misma; y grande era su satisfacción cuando podía salvar de un percance de aquellos a un niño, a un anciano, a una pobre vieja, como ella; a quienquiera que fuese. Un día, a la hora de mayor circulación, vio desde la acera del Imperial a un borracho que atravesaba la Puerta del Sol, haciendo grandes eses, con mil circunloquios y perífrasis de los pies; y en tanto, tranvías, ripperts y simones, ómnibus y carros, y caballos y mozos de cordel cargados iban y venían, como saetas que se cruzan en el aire... Y el borracho sereno, a fuerza de no estarlo, tranquilo, caminaba agotando el tratado más completo de curvas, imitando toda clase de órbitas y eclípticas, sin soñar siquiera con el peligro, con aquel fuego graneado de muertes seguras que iba atravesando con sus traspiés. Doña Berta le veía avanzar, retroceder, librar por milagro de cada tropiezo, perseguido en vano por los gritos desdeñosos de los cocheros y jinetes...; y ella, con las manos unidas por las palmas, rezaba a Dios por aquel hombre desde la acera, como hubiera podido desde la costa orar por la vida de un náufrago que se ahogara a su vista.

Y no respiró hasta que vio al de la mona en el puerto seguro de los brazos de un polizonte, que se lo llevaba no sabía ella adónde. ¡La Providencia, el Ángel de la Guarda velaba, sin duda alguna, pon la suerte y los malos pasos de los borrachos de la corte!

Aquella preocupación constante del ruido, del tránsito, de los choques y los atropellos, había llegado a ser una obsesión; una manía, la inmediata impresión material constante, repetida sin cesar, que la apartaba, a pesar suyo, de sus grandes pensamientos, de su vida atormentada de pretendiente. Sí, tenía que confesarlo; pensaba mucho más en los peligros de las masas de gente, de los coches y tranvías, que en su pleito, en su descomunal combate con aquellos ricachones que se oponían a que ella lograse el anhelo que la había arrastrado hasta Madrid. Sin saber cómo ni por qué, desde que se había visto fuera de Posadorio, sus ideas y su corazón habían padecido un trastorno; pensaba y sentía con más egoísmo; se tenía mucha lástima a sí misma, y se acordaba con horror de la muerte. ¡Qué horrible debía de ser irse nada menos que a otro mundo, cuando ya era tan gran tormento dar unos pasos fuera de Susacasa, por esta misma tierra, que, lo que es parecer, ya parecía otra! Desde que se había metido en el tren, le había acometido un ansia loca de volverse atrás, de apearse, de echar a correr en busca de los suyos, que eran Sabelona y los árboles, y el prado y el palacio..., todo aquello que dejaba tan lejos. Perdió la noción de las distancias, y se le antojó que había recorrido espacios infinitos; no creía imposible que se pudiera desandar lo andado en menos de siglos... ¡Y qué dolor de cabeza! ¡Y qué fugitiva le parecía la existencia de todos los demás, de todos aquellos desconocidos sin historia, tan indiferentes, que entraban y salían en el coche de segunda en que iba ella, que le pedían billetes, que le ofrecían servicios, que la llevaban en un cochecillo a una posada! ¡Estaba perdida, perdida en el gran mundo, en el infinito universo, en un universo poblado de fantasmas! Se le figuraba que habiendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; la vida de este, del otro, no importaba nada; y así debían de pensar las demás gentes, a juzgar por la indiferencia con que se veían, se hablaban y se separaban para siempre. Aquel teje maneje de la vida; aquella confusión de las gentes, se le antojaba como los enjambres de mosquitos de que ella huía en el bosque y junto al río en verano. Pasó algunos días en Madrid sin pensar en moverse, sin imaginar que fuera posible empezar de algún modo sus diligencias para averiguar lo que necesitaba saber, lo que la llevaba a la corte. Positivamente había sido una locura. Por lo pronto, pensaba en sí misma, en no morirse de asco en la mesa, de tristeza en su cuarto interior con vistas a un callejón sucio que llamaban patio, de frío en la cama estrecha, sórdida, dura, miserable. Cayó enferma. Ocho días de cama le dieron cierto valor; se levantó algo más dispuesta a orientarse en aquel infierno que no había sospechado que existiera en este mundo. El ama de la posada llegó a ser una amiga; tenía ciertos visos de caritativa; la miseria no la dejaba serlo por completo. Doña Berta empezó a preguntar, a inquirir...; salió de casa. Y entonces fue cuando empezó la fiebre del peligro de la calle. Esta fiebre no había de pasar como la otra. Pero en fin, entre sus terrores, entre sus batallas, llegó a averiguar algo; que el cuadro que buscaba yacía depositado en un caserón cerrado al público, donde le tenía el Gobierno hasta que se decidiera si se quedaba con un Ministro o se lo llevaba un señorón americano para su palacio de Madrid primero, y después tal vez para su palacio de la Habana. Todo esto sabía, pero no el precio del cuadro, que no había podido ver todavía. Y en esto andaba; en los pasos de sus pretensiones para verlo.

Aquella mañana fría, de nieve, era la de un día que iba a ser solemne para doña Berta; le habían ofrecido, por influencia de un compañero de pupilaje, que se le dejaría ver, por favor, el cuadro famoso, que ya no estaba expuesto al público, sino tendido en el suelo, para empaquetarlo, en una sala fría y desierta, allá en las afueras. ¡Pícara casualidad! O aquel día, o tal vez nunca. Había que atravesar mucha nieve... No importaba. Tomaría un simón, por extraordinario, si era que los dejaban circular aquel día. ¡Iba a ver a su hijo! Para estar bien preparada, para ganar la voluntad divina a fin de que todo le saliera bien en sus atrevidas pretensiones, primero iba a la iglesia, a misa de alba. La Puerta del Sol, nevada, solitaria, silenciosa, era de buen agüero. «Así estará allá. ¡Qué limpia sábana!, ¡qué blancura sin mancha! Nada de caminitos, nada de sendas de barro y escarcha, nada de huellas... Se parece a la nieve del Aren, que nadie pisa».

- IX -

En la iglesia, obscura, fría, solitaria, ocupó un rincón que ya tenía por suyo. Las luces del altar y de las lámparas le llevaban un calorcillo familiar, de hogar querido, al fondo del alma. Los murmullos del latín del cura, mezclados con toses del asma, le sonaban a gloria, a cosa de allá. Las imágenes de los altares, que se perdían vagamente en la penumbra, hablaban con su silencio de la solidaridad del cielo y la tierra, de la constancia de la fe, de la unidad del mundo, que era la idea que perdía doña Berta (sin darse cuenta de ello, es claro) en sus horas de miedo, decaimiento, desesperación. Salió de la iglesia animada, valiente, dispuesta a luchar por su causa. A buscar al hijo... y a los acreedores del hijo.

Llegó la hora, después de almorzar mal, de prisa y sin apetito; salió sola con su tarjeta de recomendación, tomó un coche de punto, dio las señas del barracón lejano, y al oír al cochero blasfemar y ver que vacilaba; como buscando un pretexto para no ir tan lejos, sonriente y persuasiva dijo doña Berta: «¡Por horas!» y a poco, paso tras paso, un triste animal amarillento y escuálido la arrastraba calle arriba. Doña Berta, con su tarjeta en la mano, venció dificultades de portería, y después de andar de sala en sala, muerta de frío, oyendo apagados los golpes secos de muchos martillos que clavaban cajones, llegó a la presencia de un señor gordo, mal vestido, que parecía dirigir aquel estrépito y confusión de la mudanza del arte. Los cuadros se iban, los más ya se habían ido; en las paredes no quedaba casi ninguno. Había que andar con cuidado para no pisar los lienzos que tapizaban el pavimento: ¡los miles de duros que valdría aquella alfombra! Eran los cuadros grandes, algunos ya famosos, los que yacían tendidos sobre la tarima. El señor gordo leyó la tarjeta de doña Berta, miró a la vieja de hito en hito, y cuando ella le dio a entender sonriendo y señalando a un oído que estaba sorda, puso mala cara; sin duda le parecía un esfuerzo demasiado grande levantar un poco la voz en obsequio de aquel ser tan insignificante, recomendado por un cualquiera de los que se creen amigos y son conocidos, indiferentes.

-¿Conque quiere usted ver el cuadro de Valencia? Pues por poco se queda usted in albis, abuela. Dentro de media hora ya estará camino de su casa.

-¿Dónde está, dónde está?, ¿cuál es? -preguntó ella temblando.

-Ese.

Y el hombre gordo señaló con un dedo una gran sábana de tela gris, como sucia, que tenía a sus pies tendida.

-¡Ese, ese! Pero... ¡Dios mío!, ¡no se ve nada!

El otro se encogió de hombros.

-¡No se ve nada!... -repitió doña Berta con terror, implorando compasión con la mirada y el gesto y la voz temblorosa.

-¡Claro! Los lienzos no se han hecho para verlos en el suelo. Pero ¡qué quiere usted que yo le haga! Haber venido antes.

-No tenía recomendación. El público no podía entrar aquí. Estaba cerrado esto...

El hombre gordo y soez volvió a levantar los hombros, y se dirigió a un grupo de obreros para dar órdenes y olvidar la presencia de aquella dama vieja.

Doña Berta se vio sola, completamente sola ante la masa informe de manchas confusas, tristes, que yacía a sus pies.

-¡Y mi hijo está ahí! ¡Es eso..., algo de eso gris, negro, blanco, rojo, azul, todo mezclado, que parece una costra!...

Miró a todos lados como pidiendo socorro.

-¡Ah, es claro! Por mi cara bonita no han de clavarlo de nuevo en la pared... Ni marco tiene...

Cuatro hombres de blusa, sin reparar en la anciana, se acercaron a la tela, y con palabras que doña Berta no podía entender, comenzaron a tratar de la manera mejor de levantar el cuadro y llevarlo a lugar más cómodo para empaquetarlo...

La pobre setentona los miraba pasmada, queriendo adivinar su propósito... Cuando dos de los mozos se inclinaron para echar mano a la tela, doña Berta dio un grito.

-¡Por Dios, señores! ¡Un momento!... -exclamó agarrándose con dedos que parecían tenazas a la blusa de un joven rubio y de cara alegre-. ¡Un momento!... ¡Quiero verle!... ¡Un instante!... ¡Quién sabe si volveré a tenerle delante de mí!

Los cuatro mozos miraron con asombro a la vieja, y soltaron sendas carcajadas.

-Debe de estar loca -dijo uno.

Entonces doña Berta, que no lloraba a menudo, a pesar de tantos motivos, sintió, como un consuelo, dos lágrimas que asomaban a sus ojos. Resbalaron claras, solitarias, solemnes, por sus enjutas mejillas.

Los obreros las vieron correr, y cesaron de reír.

No debía de estar loca. Otra cosa sería. El rubio risueño la dio a entender que ellos no mandaban allí, que el cuadro aquel no podía verse ya más tiempo, porque mudaba de casa: lo llevaban a la de su dueño, un señor americano muy rico que lo había comprado.

-Sí, ya sé..., por eso..., yo tengo que ver esa figura que hay en el medio...

-¿El capitán?

-Sí, eso es, el capitán. ¡Dios mío!... Yo he venido de mi pueblo, de mi casa, nada más que por esto, por ver al capitán..., y si se lo llevan, ¿quién me dice a mí que podré entrar en el palacio de ese señorón? Y mientras yo intrigo para que me dejen entrar, ¿quién sabe si se llevarán el cuadro a América?

Los obreros acabaron por encogerse de hombros, como el señor gordo, que había desaparecido de la sala.

-Oigan ustedes -dijo doña Berta-; un momento... ¡por caridad! Esta escalera de mano que hay aquí puede servirme... Sí; si ustedes me la acercan un poco... ¡yo no tengo fuerzas!...; si me la acercan aquí, delante de la pintura..., por este lado..., yo... podré subir..., subir tres, cuatro, cinco travesaños... agarrándome bien... ¡Vaya si podré!..., y desde arriba se verá algo...

-Va usted a matarse, abuela.

-No, señor; allá en la huerta, yo me subía así para coger fruta y tender la ropa blanca... No me caeré, no. ¡Por caridad! Ayúdenme. Desde ahí arriba, volviendo bien la cabeza, debe de verse algo... ¡Por caridad! Ayúdenme.

El mozo rubio tuvo lástima; los otros no. Impacientes, echaron mano a la tela, en tanto que su compañero, con mucha prisa, acercaba la escalera; y mientras la sujetaba por un lado para que no se moviera, daba la mano a doña Berta, que, apresurada y temblorosa, subía con gran trabajo uno a uno aquellos travesaños gastados y resbaladizos. Subió cinco, se agarró con toda la fuerza que tenía a la madera, y, doblando el cuello, contempló el lienzo famoso... que se movía, pues los obreros habían comenzado a levantarlo. Como un fantasma ondulante, como un sueño, vio entre humo, sangre, piedras, tierra, colorines de uniformes, una figura que la miró a ella un instante con ojos de sublime espanto, de heroico terror...: la figura de su capitán, del que ella había encontrado, manchado de sangre también, a la puerta de Posadorio. Sí, era su capitán, mezclado con ella misma, con su hermano mayor; era un Rondaliego injerto en el esposo de su alma: ¡era su hijo! Pero pasó como un relámpago, moviéndose en ziszás, supino como si le llevaran a enterrar... Iba con los brazos abiertos, una espada en la mano, entre piedras que se desmoronan y arena, entre cadáveres y bayonetas. No podía fijar la imagen; apenas había visto más que aquella figura que le llenó el alma de repente, tan pálida, ondulante, desvanecida entre otras manchas y figuras... Pero la expresión de aquel rostro, la virtud mágica de aquella mirada, eran fijas, permanecían en el cerebro... Y al mismo tiempo que el cuadro desaparecía, llevado por los operarios, la vista se le nublaba, a doña Berta, que perdía el sentido, se desplomaba y venía a caer, deslizándose por la escalera, en los brazos del mozo compasivo que la había ayudado en su ascensión penosa.

Aquello también era un cuadro; parecía a su manera, un Descendimiento.

- X -

En el mismo coche que ella había tomado por horas, y la esperaba a la puerta, fue trasladada a su casa doña Berta, que volvió en sí muy pronto, aunque sin fuerzas para andar apenas. Otros dos días de cama. Después la actividad nerviosa, febril, resucitada; nuevas pesquisas, más olfatear recomendaciones para saber dónde vivía el dueño de su capitán y ser admitida en su casa, poder contemplar el cuadro... y abordar la cuestión magna... la de la compra.

Doña Berta no hablaba a nadie, ni aun a los que la ayudaban a buscar tarjetas de recomendación, de sus pretensiones enormes de adquirir aquella obra maestra. Tenía miedo de que supieran en la posada que era bastante rica para dar miles de duros por una tela, y temía que la robasen su dinero, que llevaba siempre consigo. Jamás había cedido al consejo de ponerlo en un Banco, de depositarlo... No entendía de eso. Podían estafarla; lo más seguro eran sus propias uñas. Cosidos los billetes a la ropa, al corsé: era lo mejor.

Aislada del mundo (a pesar de corretear por las calles más céntricas de Madrid) por la sordera y por sus costumbres, en que no entraba la de saber noticias por los periódicos -no los leía, ni creía en ellos-, ignoraba todavía un triste suceso, que había de influir de modo decisivo en sus propios asuntos. No lo supo hasta que logró, por fin, penetrar en el palacio de su rival el dueño del cuadro. Era un señor de su edad, aproximadamente, sano, fuerte, afable, que procuraba hacerse perdonar sus riquezas repartiendo beneficios; socorría a la desgracia, pero sin entenderla; no sentía el dolor ajeno, lo aliviaba; por la lógica llegaba a curar estragos de la miseria, no por revelaciones de su corazón, completamente ocupado con la propia dicha. Doña Berta le hizo gracia. Opinó, como los mozos aquellos del barracón de los cuadros, que estaba loca. Pero su locura era divertida, inofensiva, interesante. «¡Figúrense ustedes -decía en su tertulia de notabilidades de la banca y de la política-, figúrense ustedes que quiere comprarme el último cuadro de Valencia!». Carcajadas unánimes respondían siempre a estas palabras.

El último cuadro de Valencia se lo había arrancado aquel prócer americano al mismísimo Gobierno a fuerza de dinero y de intrigas diplomáticas. Habían venido hasta recomendaciones del extranjero para que el pobre diablo del Ministro de Fomento tuviera que ceder, reconociendo la prioridad del dinero. Además la justicia, la caridad, estaban de parte del fúcar. Los herederos de Valencia, que eran los hospitales, según su testamento, salían ganando mucho más con que el americano se quedara con la joya artística; pues el Gobierno no había podido pasar de la cantidad fijada como precio al cuadro en vida del pintor, y el ricachón ultramarino pagaba su justo precio en consideración a ser venta póstuma. La cantidad a entregar había triplicado por el accidente de haber muerto el autor del cuadro aquel otoño, allá en Asturias, en un poblachón obscuro de los puertos, a consecuencia de un enfriamiento, de una gran mojadura. En la preferencia dada al más rico había habido algo de irregularidad legal; pero lo justo, en rigor, era que se llevase el cuadro el que había dado más por él.

Doña Berta no supo esto los primeros días que visitó el museo particular del americano. Tardó en conocer y hablar al millonario, que la había dejado entrar en su palacio por una recomendación, sin saber aún quién era, ni sus pretensiones. Los lacayos dejaban pasar a la vieja, que se limpiaba muy bien los zapatos antes de pisar aquellas alfombras, repartía sonrisas y propinas y se quedaba como en misa, recogida, absorta, contemplando siempre el mismo lienzo, el del pleito, como lo llamaban en la casa.

El cuadro, metido en su marco dorado, fijo en la pared, en aquella estancia lujosa, entre muchas otras maravillas del arte, le parecía otro a doña Berta. Ahora le contemplaba a su placer; leía en las facciones y en la actitud del héroe que moría sobre aquel montón sangriento y glorioso de tierra y cadáveres, en una aureola de fuego y humo; leía todo lo que el pintor había querido expresar; pero... no siempre reconocía a su hijo. Según las luces, según el estado de su propio ánimo, según había comido y bebido, así adivinaba o no en aquel capitán del cuadro famoso al hijo suyo y de su capitán. La primera vez que sintió vacilar su fe, que sintió la duda, tuvo escalofríos, y le corrió por el espinazo un sudor helado como de muerte.

Si perdía aquella íntima convicción de que el capitán del cuadro era su hijo, ¿qué iba a ser de ella? ¡Cómo entregar toda su fortuna, cómo abismarse en la miseria por adquirir un pedazo de lienzo que no sabía si era o no el sudario de la imagen de su hijo! ¡Cómo consagrarse después a buscar al acreedor o a su familia para pagarles la deuda de aquel héroe, si no era su hijo!

¡Y para dudar, para temer engañarse había entregado a la avaricia y la usura su Posadorio, su verde Aren! ¡Para dudar y temer había ella consentido en venir a Madrid, en arrojarse al infierno de las calles, a la batalla diaria de los coches, caballos y transeúntes!

Repitió sus visitas al palacio del americano, con toda la frecuencia que le consentían. Hubo día de acudir a su puesto, frente al cuadro, por mañana y tarde. Las propinas alentaban la tolerancia de los criados. En cuanto salía de allí, el anhelo de volver se convertía en fiebre. Cuando dudaba, era cuando más deseaba tornar a su contemplación, para fortalecer su creencia, abismándose como una extática en aquel rostro, en aquellos ojos a quien quería arrancar la revelación de su secreto. ¿Era o no era su hijo? «Sí, sí», decía unas veces el alma. «Pero, madre ingrata, ¿ni aun ahora me reconoces?» parecían gritar aquellos labios entreabiertos. Y otras veces los labios callaban y el alma de doña Berta decía: «¡Quién sabe, quién sabe! Puede ser casualidad el parecido, casualidad y aprensión. ¿Y si estoy loca? Por lo menos, ¿no puedo estar chocha? Pero ¿y el tener algo de mi capitán y algo mío, de todos los Rondaliegos? ¡Es él... no es él!...».

Se acordó de los santos; de los santos místicos, a quienes también solía tentar el demonio; a quienes olvidaba el Señor de cuando en cuando, para probarlos, dejándolos en la aridez de un desierto espiritual.

Y los santos vencían; y aun obscurecido, nublado el sol de su espíritu... creían y amaban... oraban en la ausencia del Señor, para que volviera.

Doña Berta acabó por sentir la sublime y austera alegría de la fe en la duda. Sacrificarse por lo evidente, ¡vaya una gloria!, ¡vaya un triunfo! La valentía estaba en darlo todo, no por su fe... sino por su duda. En la duda amaba lo que tenía de fe, como las madres aman más y más al hijo cuando está enfermo o cuando se lo roba el pecado. «La fe débil, enferma» llegó a ser a sus ojos más grande que la fe ciega, robusta.

Desde que sintió así, su resolución de mover cielo y tierra para hacer suyo el cuadro fue más firme que nunca.

Y en esta disposición de ánimo estaba, cuando por primera vez encontró al rico americano en el salón de su museo: El primer día no se atrevió a comunicarle su pretensión inaudita. Ni siquiera a preguntarle el precio de la pintura famosa. A la segunda entrevista, solicitada por ella, le habló solemnemente de su idea, de su ansia infinita de poseer aquel lienzo.

Ella sabía cuánto iba a dar por él, tiempo atrás, el Estado. Su caudal alcanzaba a tal suma, y aún sobraban miles de pesetas para pagar la deuda de su hijo, si los acreedores parecían. Doña Berta aguardó anhelante la respuesta del millonario; sin parar mientes en el asombro que él mostraba, y que ya tenía ella previsto. Entonces fue cuando supo por qué el pintor amigo no había contestado a la carta que le había enviado por un propio: supo que el compañero de su hijo, el artista insigne y simpático que había cambiado la vida de la última Rondaliego al final de su carrera, aquel aparecido del bosque... había muerto allá en la tierra, en una de aquellas excursiones suyas en busca de lecciones de la Naturaleza.

¡Y el cuadro de su capitán, por causa de aquella muerte, valía ahora tantos miles de duros, que todo Susacasa, aunque fuese tres veces más grande, no bastaría para pagar aquellas pocas varas de tela!

La pobre anciana lloró, apoyada en el hombro del fúcar ultramarino, que era muy llano, y sabía tener todas las apariencias de los hombres caritativos... La buena señora estaba loca, sin duda; pero no por eso su dolor era menos cierto, y menos interesante la aventura. Estuvo amabilísimo con la abuelita; procuró engañarla como a los niños; todo menos, es claro, soltar el cuadro, no ya por lo que ella podía ofrecerle, sino por lo mismo que valía. ¡Estaría bien! ¿Qué diría el Gobierno? Además, aun suponiendo que la buena mujer dispusiera del capital que ofrecía, acceder a sus ruegos era perderla, arruinarla; caso de prodigalidad, de locura. ¡Imposible!

Doña Berta lloró mucho, suplicó mucho, y llegó a comprender que el dueño de su bien único tenía bastante paciencia aguantándola, aunque no tuviera bastante corazón para ablandarse. Sin embargo, ella esperaba que Dios la ayudase con un milagro; se prometió sacar agua de aquella peña, ternura de aquel canto rodado que el millonario llevaba en el pecho. Así, se conformó por lo pronto con que la dejara, mientras el cuadro no fuera trasladado a América, ir a contemplarlo todos los días; y de cuando en cuando también habría de tolerar que le viese a él, al ricachón, y le hablase y le suplicase de rodillas... A todo accedió el hombre, seguro de no dejarse vencer ¡es claro!, porque era absurdo.

Y doña Berta iba y venía, atravesando los peligros de las ruedas de los coches y de los cascos de los caballos; cada vez más aturdida, más débil... y más empeñada en su imposible. Ya era famosa, y por loca reputada en el círculo de las amistades del americano, y muy conocida de los habituales transeúntes de ciertas calles.

Medio Madrid tenía en la cabeza la imagen de aquella viejecilla sonriente, vivaracha, amarillenta, vestida de color de tabaco, con traje de moda atrasadísima, que huía de los ómnibus, que se refugiaba en los portales, y hablaba cariñosa y con mil gestos a la multitud que no se paraba a oírla.

Una tarde, al saber la de Rondaliego que el de la Habana se iba y se llevaba su museo, pálida como nunca, sin llorar, esto a duras penas, con la voz firme al principio, pidió la última conferencia a su verdugo; y a solas, frente a su hijo, testigo mudo, muerto..., le declaró su secreto, aquel secreto que andaba por el mundo en la carta perdida al pintor difunto. Ni por esas. El dueño del cuadro ni se ablandó ni creyó aquella nueva locura. Admitiendo que no fuera todo pura fábula, pura invención de la loca; suponiendo que, en efecto, aquella señora hubiera tenido un hijo natural, ¿cómo podía ella asegurar que tal hijo era el original del supuesto retrato del cuadro? Todo lo que doña Berta pudo conseguir fue que la permitieran asistir al acto solemne y triste de descolgar el cuadro y empaquetarlo para el largo viaje; se la dejaba ir a despedirse para siempre de su capitán, de su presunto hijo. Algo más ofreció el millonario; guardar el secreto, por de contado; pero sin perjuicio de iniciar pesquisas para la identificación del original de aquella figura, en el supuesto de que no fuera pura fábula lo que la anciana refería. Y doña Berta se despidió hasta el día siguiente, el último, relativamente tranquila, no porque se resignase, sino porque todavía esperaba vencer. Sin duda quería Dios probarla mucho, y reservaba para el último instante el milagro. «¡Oh, pero habría milagro!».

- XI -

Y aquella noche soñó doña Berta que de un pueblo remoto, allá en los puertos de su tierra, donde había muerto el pintor amigo, llegaba como por encanto, con las alas del viento, un señor notario, pequeño, pequeñísimo, casi enano, que tenía voz de cigarra y gritaba agitando en la mano un papel amarillento: «¡Eh, señores!, deténganse; aquí está el último testamento, el verdadero, el otro no vale; el cuadro de doña Berta no lo deja el autor a los hospitales; se lo regala, como es natural, a la madre de su capitán, de su amigo... Con que recoja usted los cuartos, señor americano el de los millones, y venga el cuadro...; pase a su dueño legítimo doña Berta Rondaliego».

Despertó temprano, recordó el sueño y se puso de mal humor, porque aquella solución, que hubiera sido muy a propósito para realizar el milagro que esperaba la víspera, ya había que descartarla. ¡Ay! ¡Demasiado sabía ella, por toda la triste experiencia de su vida, que las cosas soñadas no se cumplen!

Salió al comedor a pedir el chocolate, y se encontró allí con un incidente molesto, que era importuno sobre todo, porque haciéndola irritarse, le quitaba aquella unción que necesitaba para ir a dar el último ataque al empedernido Creso y a ver si había milagro.

Ello era que la pupilera, doña Petronila, le ponía sobre el tapete (el tapete de la mesa del comedor) la cuestión eterna, única que dividía a aquellas dos pacíficas mujeres, la cuestión del gato. No se le podía sufrir, ya se lo tenía dicho; parecía montés; con sus mimos de gato único de dos viejas de edad, con sus costumbres de animal campesino, independiente, terco, revoltoso y huraño, salvaje, en suma, no se le podía aguantar. Como no había huerta adonde poder salir, ensuciaba toda la casa, el salón inclusive; rompía vasos y platos, rasgaba sillas, cortinas, alfombras, vestidos; se comía las golosinas y la carne. Había que tomar una medida. O salían de casa el gato y su ama, o esta accedía a una reclusión perpetua del animalucho en lugar seguro, donde no pudiera escaparse. Doña Berta discutió, defendió la libertad de su mejor amigo, pero al fin cedió, porque no quería complicaciones domésticas en día tan solemne para ella. El gato de Sabelona fue encerrado en la guardilla, en una trastera, prisión segura, porque los hierros del tragaluz tenían red de alambre. Como nadie habitaba por allí cerca, los gritos del prisionero no podían interrumpir el sueño de los vecinos; nadie lo oiría, aunque se volviera tigre para vociferar su derecho al aire libre.

Salió doña Berta de su posada, triste, alicaída, disgustada y contrariada con el incidente del gato y el recuerdo del sueño, que tan bueno hubiera sido para realidad. Era día de fiesta; la circulación a tales horas producía espanto en el ánimo de la Rondaliego. El piso estaba resbaladizo, seco y pulimentado por la helada... Era temprano; había que hacer tiempo. Entró en la iglesia, oyó dos misas; después fue a una tienda a comprar un collar para el gato, con ánimo de bordarle en él unas iniciales, por si se perdía, para que pudiera ser reconocido... Por fin, llegó la hora. Estaba en la Carrera de San Jerónimo; atravesó la calle; a fuerza de cortesías y codazos discretos, temerosos, se hizo paso entre la multitud que ocupaba la entrada del Imperial. Llegó el trance serio, el de cruzar la calle de Alcalá. Tardó un cuarto de hora en decidirse. Aprovechó una clara, como ella decía, y, levantado un poco el vestido, echó a correr... y sin novedad, entre la multitud que se la tragaba como una ola, arribó a la calle de la Montera, y la subió despacio, porque se fatigaba. Se sentía más cansada que nunca. Era la debilidad acaso; el chocolate se le había atragantado con la riña del gato. Atravesó la red de San Luis, pensando: «Debía haber cruzado por abajo, por donde la calle es más estrecha». Entró en la calle de Fuencarral, que era de las que más temía; allí los raíles del tranvía le parecían navajas de afeitar al ras de sus carnes: ¡iban tan pegados a la acera! Al pasar frente a un caserón antiguo que hay al comenzar la calle, se olvidó por un momento, contra su costumbre, del peligro y de sus cuidados para no ser atropellada; y pensó: «Ahí creo que vive el señor Cánovas... Ese podía hacerme el milagro. Darme... una Real orden... yo no sé... en fin, un vale para que el señor americano tuviera que venderme el cuadro a la fuerza... Dicen que este don Antonio manda tanto... ¡Dios mío!, el mandar mucho debía servir para esto, para mandar las cosas justas que no están en las leyes». Mientras meditaba así, había dado algunos pasos sin sentir por dónde iba. En aquel momento oyó un ruido confuso como de voces, vio manos tendidas hacia ella, sintió un golpe en la espalda... que la pisaban el vestido... «El tranvía», pensó. Ya era tarde. Sí, era el tranvía. Un caballo la derribó, la pisó; una rueda le pasó por medio del cuerpo. El vehículo se detuvo antes de dejar atrás a su víctima. Hubo que sacarla con gran cuidado de entre las ruedas. Ya parecía muerta. No tardó diez minutos en estarlo de veras. No habló, ni suspiró, ni nada. Estuvo algunos minutos depositada sobre la acera, hasta que llegara la autoridad. La multitud, en corro, contemplaba el cadáver. Algunos reconocieron a la abuelita que tanto iba y venía y que sonreía a todo el mundo. Un periodista, joven y risueño, vivaracho, se quedó triste de repente, recordando, y lo dijo al concurso, que aquella pobre anciana le había librado a él de una cogida por el estilo en la calle Mayor, junto a los Consejos. No repugnaba ni horrorizaba el cadáver. Doña Berta parecía dormida, porque cuando dormía parecía muerta. De color de marfil amarillento el rostro; el pelo, de ceniza, en ondas; lo demás, botinas inclusive, todo tabaco. No había más que una mancha roja, un reguerillo de sangre que salía por la comisura de los labios blanquecinos y estrechos. En el público había más simpatía que lástima. De una manera o de otra, aquella mujercilla endeble no podía durar mucho; tenía qué descomponerse pronto. En pocos minutos se borró la huella de aquel dolor; se restableció el tránsito, desapareció el cadáver, desapareció el tranvía, y el siniestro pasó de la calle al Juzgado y a los periódicos. Así acabó la última Rondaliego, doña Berta la de Posadorio.

En la calle de Tetuán, en un rincón de una trastera, en un desván, quedaba un gato, que no tenía otro nombre, que había sido feliz en Susacasa, cazador de ratones campesinos, gran botánico, amigo de las mariposas y de las siestas dormidas a la sombra de árboles seculares. Olvidado por el mundo entero, muerta su ama, el gato vivió muchos días tirándose a las paredes, y al cabo pereció como un Ugolino, pero sin un mal hueso que roer siquiera; sintiendo los ratones en las soledades de los desvanes próximos, pero sin poder aliviar el hambre con una sola presa. Primero, furioso, rabiando, bufaba, saltaba, arañaba y mordía puertas y paredes y el hierro de la reja. Después, con la resignación última de la debilidad suprema, se dejó caer en un rincón; y murió tal vez soñando con las mariposas que no podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por Abril, de fresca hierba y deleitable sombra en sus lindes, a la margen del arroyo que llamaban el río los señores de Susacasa.

FIN

Cuervo

- I -

Laguna es una ciudad alegre, blanca toda y metida en un cuadro de verdura. Rodéanla anchos prados pantanosos; por Oriente le besa las antiguas murallas un río que describe delante del pueblo una ese, como quien hace una pirueta, y que después, en seguida, se para en un remanso, yo creo que para pintar en un reflejo la ciudad hermosa de quien está enamorado. Bordan el horizonte bosques seculares de encinas y castaños por un lado, y por otro crestas de altísimas montañas muy lejanas y cubiertas de nieve. El paisaje que se contempla desde la torre de la colegiata no tiene más defecto que el de parecer amanerado y casi casi de abanico. El pueblo, por dentro, es también risueño, y como está tan blanco, parece limpio.

De las veinte mil almas que, sin distinguir de clases, atribuye la estadística oficial a Laguna, bien se puede decir que diecinueve mil son alegres como unas sonajas. No se ha visto en España pueblo más bullanguero ni donde se muera más gente.

- II -

Durante mucho tiempo, tiempo inmemorial, los lagunenses o paludenses, como se empeña en llamarlos el médico higienista y pedante don Torcuato Resma, han venido negando, pero negando en absoluto, que su querida ciudad fuese insalubre. Según la mayoría de la población, la gente se moría porque no había más remedio que morirse, y porque no todos habían de quedar para antecristos; pero lo mismo sucedía en todas partes, sólo que «Ojos que no ven, corazón que no siente»; y como allí casi todos eran parientes más o menos lejanos, y mejor o peor avenidos... por eso, es decir, por eso se hablaba tanto de los difuntos y se sabía quiénes eran, y parecían muchos.

-¡Claro! -gritaba cualquier vecino-; aquí la entrega uno, y todos le conocemos, todos lo sentimos, y por eso se abultan tanto las cosas; en Madrid mueren cuarenta... y al hoyo; nadie lo sabe más que La Correspondencia, que cobra el anuncio.

Después de la revolución fue cuando empezó el pueblo a preocuparse y a creer a ratos en la mortalidad desproporcionada. Según unos, bastaba para explicar el fenómeno la dichosa revolución.

-Sí, hay que reconocerlo: desde la gloriosa se muere mucha más gente; pero eso se explica por la revolución.

Según otros, había que especificar más: cierto, era por culpa de la revolución; pero ¿por qué? Porque con ella había venido la libertad de enseñanza, y con la libertad de enseñanza el prurito de dar carrera a todos los muchachos del pueblo y hacerlos médicos de prisa y corriendo y a granel. ¿Qué resultaba? Que en dos años volvían los chicos de la Universidad hechos unos pedantones y empeñados en buscar clientela debajo de las piedras. Y enfermo que cogían en sus manos, muerto seguro. Pero esto no era lo peor, sino la aprensión que metían a los vecinos y las voces que hacían correr y lo que decían en los periódicos de la localidad.

Sobre todo, el doctor Torcuato Resma (que años después tuvo que escapar del pueblo porque se descubrió, tal se dijo, que su título de licenciado era falso); Torcuato Resma, en opinión de muchos, había traído al pueblo todas las plantas de Egipto con su dichosa higiene y sus estadísticas demográficas y observaciones en el cementerio y en el hospital, y en la malatería y en las viviendas pobres, y hasta en la ropa de los vecinos honrados. «¡Qué peste de don Torcuato! ¡Mala bomba lo parta!».

Publicaba artículos en que siempre se prometía continuar, y que nunca concluían por lo que ya explicaré, en el eco imparcial de la opinión lagunense, El Despertador Eléctrico, diario muy amigo de los intereses locales y de los adelantos modernos, y de vivir en paz con todos los humanos, en forma de suscritores. Los artículos de don Torcuato comenzaban y no concluían: primero, porque el mismo Resma no sabía dónde quería ir a parar, y todo lo tomaba desde el principio de la creación y un poco antes; segundo, porque el director de El Despertador Eléctrico se le echaba encima con los mejores modos del mundo, diciéndole que se le quejaban los suscritores y hasta se le despedían.

-Bueno, comenzaré otra serie -decía Resma-, porque la ya empezada no admite tergiversaciones (así decía, tergiversaciones) ni componendas, y si sigo los caprichos de los lectores de usted, me expongo a contradecirme.

Y don Torcuato comenzaba otra serie, que tenía que suspender también, porque el alcalde, o el capellán del cementerio, o el administrador del hospicio, o el arquitecto municipal, o el cabo de serenos se daban por aludidos.

-Yo quiero salvar a Laguna de una muerte segura; se están ustedes dejando diezmar...

-Lo que usted quiere es matarme el periódico.

-Yo no aludo a nadie; yo estoy muy por encima de las personalidades...

-No, señor; usted tendrá buena intención, pero resulta que sin querer hiere muchas susceptibilidades...

-¡Pero entonces aquí no se puede hablar de nadie, no se puede defender la higiene, criticar los abusos y perseguir la ignorancia!...

-No, señor; no se puede... en perjuicio de tercero.

-Lo primero es la vida, la salud, la diosa salud.

-No, señor; lo primero es el alcalde, y lo segundo el primer teniente alcalde. Usted sabrá higiene pública; pero yo sé higiene privada.

-Pero su periódico de usted es de intereses materiales...

-Sí, señor, y morales. Y mi único interés moral es que viva el periódico, porque si usted me lo mata, ya no puedo defender nada, incluso el estómago.

El último artículo que publicó Resma en El Despertador Eléctrico comenzaba diciendo:

«Esperamos que esta vez nadie se dé por aludido. Vamos a hablar de la terrible enfermedad que azota en toda la comarca al nunca bastante alabado y bien mantenido ganado de cerda...».

Pues por este artículo, que no iba más que con los cerdos, fue precisamente por el que tuvo que abandonar Resma la colaboración de El Despertador Eléctrico. No fueron los cerdos los que se quejaron, sino el encargado de demostrar que ya no había cerdos enfermos en la comarca. Este mismo personaje, que se tenía por gran estadista, excelente zoólogo y agrónomo eminente, fue el que años atrás había sido comisionado para estudiar en una provincia vecina el boliche. Parece ser que el boliche es un hierbato importado de América, que se propaga con una rapidez asoladora y que deja la tierra en que arraiga, estéril por completo. Pues nuestro hombre, el de los cerdos, fue a la provincia limítrofe con unas dietas que no se merecía; gastó allí alegremente su dinero, llamémosle así, y no vio el boliche ni se acordó de él siquiera hasta que, poco antes de dar la vuelta para Laguna, un amigo suyo, a quien había encargado que estudiara «aquello del boliche, o San Boliche», se le presentó con una Memoria acerca de la planta y una caja bien cerrada, donde había ejemplares de ella. El hombre de los cerdos guardó la caja en un bolsillo de su cazadora, metió en la maleta la Memoria, y se volvió a Laguna. Y allí se estuvo meses y meses sin acordarse del boliche para nada y sin que nadie le preguntase por él, porque entonces todavía no estaba Resma en el pueblo, sino en Madrid, estudiando, o falsificando su título. Al fin, en un periódico de oposición al Ayuntamiento se publicó una terrible gacetilla, que se titulaba ¿Y el Boliche? El de los cerdos se dio una palmada en la frente y buscó la Memoria del amigo, que no pareció. No estaba en la maleta ni en parte alguna, a no ser los dos primeros folios, que se encontraron envolviendo los restos grasientos de una empanada fría. ¡El Boliche! ¿El boliche de la caja? Ese pareció también... en la huerta de la casa. La caja se había perdido; pero el boliche, no se sabe cómo, había ido a dar a la huerta, y allí hacía de las suyas; pasó pronto a la heredad del vecino, y de una en otra saltó a las afueras, se extendió por los campos, y toda la comarca supo a los pocos meses lo que era el boliche y en qué consistían sus estragos. Este hombre de los cerdos sanos y del boliche fue el que hizo a don Torcuato dejar El Despertador Eléctrico, porque amenazó con incendiar la imprenta y la redacción y matar al director y a cuantos se le pusieran por delante.

Afortunadamente, por aquellos días, apareció Juan Claridades, periódico jocoserio que venía al estadio de la prensa a desenmascarar a Lucrecia Borgia, o sea a la descarada inmoralidad, que lo invade todo, etcétera, etc. ¿Qué más quería don Torcuato? Allí continuó su campaña higiénica... en letras de molde. Pero tenía un formidable enemigo. ¿Quién? Don Ángel Cuervo; es decir, nuestro héroe.

- III -

Don Ángel Cuervo no tenía familia, ni le hacía falta, como decía él, porque en todas las casas de Laguna veía la propia; entraba y salía con la mayor confianza, así en el palacio del magnate como en la cabaña más humilde.

-Yo soy -decía- el paño de lágrimas de toda la población (y solía limpiarse las narices, al hablar así, con un inmenso pañuelo de hierbas); tal vez hubiera en esto una asociación de ideas, o por lo menos de pañuelos.

Era alto y fornido, no se sabe de qué edad, probablemente de cincuenta años, aunque no se puede jurar que pasaran de cuarenta, o que no fuesen cincuenta y cinco. Era su rostro grande, largo, pero no desproporcionadamente, porque también de pómulo a pómulo había su distancia. En toda aquella extensión de carne, pálida a trechos y a trechos tirando a cárdena, no había más vegetación que monte bajo; es decir, barbas que todo lo invadían, pero afeitadas siempre, y siempre tarde y mal afeitadas. Parecía aquello un milagro: o las barbas le crecían a razón de milímetro por hora, o no se podía explicar cómo don Ángel, jamás barbudo, jamás tenía la cara limpia. ¿Se afeitaba... con tijeras? No se sabe. En fin, no importa; basta figurársele siempre con una barba de tres o cuatro días.

Tenía cuello de toro, y alrededor del cuello un corbatín negro con broches por detrás, que le tapaba la tirilla de la camisa, no muy limpia tampoco ordinariamente. Con esto y vestir siempre de negro y usar sombrero de copa de forma anticuada y algo grasiento, largo levitón, cuyos faldones, muy sueltos y movedizos, tenían aires de manteo, parecía un cura de la montaña, sano, pobre, fuerte y contento. Disfrutaba un destino muy humilde en el palacio episcopal; pero lo despreciaba, y pocos días asistía a la hora debida, porque su vocación le llamaba a otra parte: a los entierros.

Aludiendo a Cuervo en un artículo, le había llamado Resma «el parásito de la muerte, el bufón de la Funeraria».

Aparte del mal gusto de estas frases rebuscadas, semejantes epítetos tenían cierta aplicación exacta a nuestro Cuervo, si se distinguía de tiempos. Era verdad que Cuervo había comenzado por ser un cortesano de la desgracia; es decir, por vivir como podía de la muerte. Era pobre, muy pobre; no tenía hombre, y tuvo que ingeniarse para encontrar su cubierto alguna vez en el llamado banquete de la vida. Y para esto acudía al banquete de la muerte; acudía a las casas donde se moría alguien, y comía allí con motivo de «no tener ánimo para otra cosa». Después, las relaciones de amistad, que se estrechaban más y más en tan solemnes momentos, le sirvieron para ganar aquel pedazo de pan que le daban en palacio, y también para tener alguna influencia en todas las clases sociales, y explotarla modestamente. Pero esto no le hizo rico, ni poderoso, ni lo que empezó siendo en parte necesidad e industria lícita, y en parte afición ingénita, dejó de convertirse muy pronto en pasión viva, en vocación irresistible. Así es que cuando don Torcuato Resma se atrevió a llamarle en Juan Claridades «parásito de la muerte, bufón de la Funeraria», ya era nuestro hombre muy otra cosa. «Esta afición mía a los difuntos, a los duelos y a las misas de Requiem, no la puede comprender el espíritu mezquino de ese bachiller pedantón, que pretende sanar a los cristianos con artículos de fondo, siendo él digno de que le asista un veterinario». Esto decía Cuervo a los numerosos amigos que le venían con cuentos y con artículos del otro.

- IV -

En Laguna se formaron dos partidos: el de Cuervo y el de don Torcuato. El del doctor tenía su órgano en la prensa, Juan Claridades; el de Cuervo, no; ni lo quería, ni lo necesitaba. «¡Puf! ¡Papeluchos!» decía don Ángel, que despreciaba la prensa local con todo su corazón. Cuervo no escribía, hablaba; pero como él era bienquisto (frase favorita suya) de toda la población, y estaba en todas partes, sus palabras tenían mucha mayor publicidad que los artículos del otro. Hablaba y recitaba letrillas, único género literario que él creía digno de ocupar su ingenio. De noche, en la cama, o tal vez mientras velaba a un moribundo, o cuando después seguía su cadáver caminó del cementerio, se entretenía en componer aquellas «cuchufletas», según las llamaba siempre; las aprendía de memoria, daba en seguida la noticia del hallazgo a un amigo íntimo, diciéndole al oído: «Cayó una», y el amigo, delante de otros pocos íntimos, le decía: «Vamos, don Ángel, venga eso...; ya sabemos que cayó otra»; y después de hacerse rogar, sonriendo y rascándose la cabeza someramente, comenzaba con voz muy baja y mirando a las puertas y ventanas, como si temiese que por allí pudiese entrar el otro:

«¿Quién...?» etc., etc.

Casi todas las letrillas de Cuervo comenzaban así: preguntando quién era esto o lo otro, o quién hacía tal o cual cosa; y resultaba, allá en el estribillo, que era don Torcuato. Podía Cuervo prescindir del quien; pero de los interrogantes, difícilmente; y de los estribillos de pie quebrado, de ninguna manera. Tenía el ingenio satírico muy en su punto, y la conciencia de él; pero no creía posible que la sátira pudiese tener otra forma que la letrilla; ni la letrilla podía en rigor prescindir del pie quebrado. En cuanto a los ripios, no le arredraban, y con un candor que los legitimaba hasta cierto punto, empleábalos sin miedo, y aun en dar con los más rebuscados fundaba el quid del arte, por lo que toca a la expresión. Así, por ejemplo, si para insultar al otro le llamaba por el apellido, ya se sabía que había de decir: ¿Quién con cara de Cuaresma?..., etc. Y después venía infaliblemente en un verso de dos sílabas, con punto y aparte, como decía don Ángel; venía, digo, Resma. Y si le preguntaban: «Pero, don Ángel: ¿qué pito toca ahí la Cuaresma?». Se encogía de hombros y solía decir: «Sic vos non vobis». Latín que, según él, no pasaba de ahí, y significaba: Esto no es para vosotros. Porque es de notar, siquiera sea de paso, que aunque Cuervo había estudiado en el Seminario hasta el segundo año de Filosofía, y no había sido mal estudiante, desde el punto y hora en que se decidió a ahorcar los hábitos, se propuso olvidar la traducción y el orden (frase suya), y lo consiguió a poco tiempo. A pesar de esto, su excelente memoria conservaba casi todo el Nebrija sin entender palabra, muchos versos y cerca de medio misal romano. La misa de difuntos y casi todos los cantos relativos al entierro y demás ceremonias fúnebres, es claro que los sabía con las notas correspondientes del sonsonete religioso, y tampoco paraba mientes en la traducción que pudieran tener.

- V -

Antes que Resma anduviese por el mundo, o por lo menos antes que fuese médico, «si lo era, que eso ya se averiguaría», estaba cansado Cuervo de saber que en Laguna se moría mucha gente. ¿Y qué? ¡Vaya una novedad! Él, que iba de aldea en aldea por todas las de la comarca, y comía en casa de todos los curas del contorno, estaba cansado de oír que no había en toda la diócesis parroquias como aquellas parroquias del Ayuntamiento de Laguna, así las del casco de la ciudad como las de fuera, en materia de pitanzas. ¿Por qué? Pues, claro, por eso; porque había muchos entierros y muchas misas de funeral. ¿Qué clérigo de cuantos concursaban no sabía eso? ¿Qué sacristán ni acólito lo ignoraba? ¿Quién no envidiaba a los acólitos, sacristanes, coadjutores, ecónomos y párrocos de Laguna? Pero esto era bueno para sabido por los de la clase, y para callado. La alegría de los lagunenses era proverbial en toda la provincia: ¿por qué turbarles el ánimo con tristes enseñanzas? Ni ellos querían ver el mal, ni mostrárselo era más que una crueldad inútil, porque no tenía remedio. No; no lo tenía, en opinión de Cuervo y los suyos. «La higiene..., la estadística, las tablas de la mortalidad..., Quetelet..., el término medio..., conversación. Los antiguos no sabían de términos medios, ni de Quetelet, ni de estadísticas, ni de higiene, y vivían más que los modernos».

A don Ángel le ponía furioso la cuenta que Resma echaba para demostrar que «hoy vivimos más que nuestros antepasados».

«¡Es un majadero! -gritaba Cuervo-; figúrense ustedes que dice que vivimos hoy más..., por término medio. ¿Qué es eso de vivir por término medio? Yo, sí, pienso vivir mucho, tanto como el más pintado de nuestros ilustres ascendientes; pero no pienso vivir por término medio, sino todo entero, como salí del vientre de mi madre. Mediante una cuenta de dividir, o de quebrados, o no sé qué engañifa, ese señor Resma saca la cuenta de lo que nos toca a cada quisque estar en este mundo; y, según esa cuenta, resulta que yo estoy de sobra hace muchos años. Y a eso le llaman higiene, o geografía, o democracia, y dicen que lo dijo San Quetelé o San Tararira. ¿Y lo del agua? De todo le echa la culpa al río, y dice que por el río puede venir la peste, y que se filtran por las capas de la tierra no sé qué diablos de animalejos que nos envenenan; y cita ejemplos de cosas que pasaron allá en tierras de franchutes; tal como el haber echado entre el estiércol de un corral no sé qué substancias que solitas, pian, pianito, vinieron por debajo de tierra para envenenar el río y después hacer que reventaran los vecinos de no sé qué ciudad ribereña... ¿Habrá embustero?». Y entusiasmándose, añadía Cuervo:

-Por algo se dijo aquello de

¿Quién con cara de Cuaresma,
renegando del bautismo,
puso el agua en ostracismo?
Resma.
¿Quién hace pagar el pato
a Perico el fontanero,
diciendo que hay un regato
que envenena al pueblo entero?
Don Torcuato,
¡Don Torcuato el embustero!

- VI -

Don Ángel no perdonaba medio de desacreditar al otro. Para ello mentía si era preciso. De él salió la sospecha de que el título de Resma pudiera ser falso. Aquel rumor, que él fue alimentando, se convirtió en una intriga de partido más adelante: y combinadas las fuerzas de los cuervistas o antehigienistas con las del bando político contrario al en que militaba don Torcuato, se fue condensando la nube que al fin estalló sobre la cabeza del pobre médico, que tuvo que escapar del pueblo, acusado, no se sabe si con razón, de falsario.

Respiró todo Laguna; respiró el alcalde; respiró el director del hospital; respiró Perico el fontanero; respiraron también el capellán del cementerio, los matarifes, las pescaderas, el señor del boliche, y respiró Cuervo, que si era cruel con su enemigo, tenía la disculpa de que él también defendía su reino.

Sí, su reino, que no era de este mundo ni del otro, sino un término medio (dicho sea con su permiso). Su reino estaba con un pie en la sepultura.

Y, sin embargo, nada menos fúnebre y ajeno al imperio pavoroso de las larvas que la vida y obras, ingenio y ánimo, gustos y tendencias de don Ángel.

Así como pudo decirse con razón de Leopardi que en su poesía desesperada, a pesar de que la inspira la musa de la muerte, no hay nada que repugne a los sentidos, porque allí no se ve el aparato tétrico y repulsivo del osario, ni se huele la podredumbre, ni se ve la tarea asquerosa de los gusanos, ni se oyen los chasquidos de los esqueletos, del propio modo en la persona de Cuervo y en su ambiente se notaba una especie de pulcritud moral, en que la limpieza consistía en la ausencia de todo signo de muerte, de toda idea o sensación de descomposición, podredumbre o aniquilamiento.

Justamente las grandes y arraigadas simpatías que don Ángel se había ganado en toda Laguna y sus parroquias rurales nacían de esta atmósfera de vida, robustez, apetito y sosiego que rodeaba a nuestro hombre. Había quien aseguraba que con verle se les abrían las ganas de comer a las personas afligidas por un duelo. Si algún lector supone que esto es inverosímil, recordando que don Ángel vestía de negro y enseñaba apenas un centímetro de cuello de camisa, y esto poco no muy blanco, a ese lector le diré con buenos modos que por culpa de su indiscreta advertencia tengo que declarar lo siguiente: que la limpieza material no había sido una de las virtudes cívicas por las cuales había ganado la ciudad años atrás el título de heroica y muy leal; los lagunenses, que cuando eran alcaldes o barrenderos no barrían bien las calles, y que fuesen lo que fuesen las ensuciaban sin escrúpulo, no tenían clara conciencia de que Mahoma había obrado como un sabio imponiendo a sus creyentes el deber de lavarse tantas veces. Ciudadano había que se estimaba limpio de una vez para siempre, después de recibir el agua bautismal. Pero dejo este incidente enojoso e importuno.

Sí, lo repito; Cuervo, sea lo que quiera de su limpieza material, era la alegría de los duelos. Me explicaré. Pero antes, y por no faltar al orden, considerémosle en sus relaciones con los moribundos y su familia.

- VII -

No visitaba a los enfermos mientras ofrecían esperanzas de vida. No era su vocación. Él entraba en la casa cuando el portal olía a cera y en las escaleras había dos filas de gotas amarillentas, lágrimas de los cirios. Entraba cuando salía el Señor. Llegaba siempre como sofocado.

«¡No sabía nada, no sabía que la cosa apuraba tanto!...». Hablaba más alto que los demás; pisaba con menos precaución y respeto; no temía hacer ruido; traía de la calle un aire de frescura y de esperanza. Ante los extraños, merced a signos discretísimos, casi imperceptibles, pero muy significativos, daba a entender que se hacía el tonto para animar a la familia.

A esta le hablaba de la vida, de la salud del moribundo, como cosa que volvería probablemente. «Los médicos se equivocan muy a menudo».

Y en tanto iba y venía y tomaba sus determinaciones, preparándolo todo, metiéndose en todo, con la maestría de la experiencia y de la vocación del arte. Entraba en la alcoba del moribundo, sin miedo, ni aspavientos, ni escrúpulos de monja, como él decía. Si el paciente no daba pie ni mano, mejor; pero si no había perdido el conocimiento, había que atenderle y mimarle. Las manos de Cuervo, blandas y grandes, movían el cuerpo de plomo con habilidad de enfermera, sin lastimarle y con la eficacia precisa. Nadie como él para engañar al moribundo con las esperanzas de la vida, si eran oportunas, dado el carácter del enfermo. Era también muy discreto cortesano del delirio, como hubiera dicho Resma; los disparates de la imaginación que se despedía de la vida con una orgía de ensueños, los comprendía Cuervo a medias palabras; por una seña, por un gesto; casi los adivinaba; y con la misma serenidad con que daba vueltas al pesado tronco, se atemperaba al absurdo, y veía las visiones de que el enfermo hablaba, siguiéndole el humor a la fiebre con santa cachaza, con una habilidad caritativa que las Hermanitas de los Pobres admiraban, como obra maestra del arte delicado que cultivaban ellas también.

Ni el ojo avizor de la más refinada malicia podría notar en aquel trato de don Ángel con los moribundos un asomo de impaciencia contenida. Había, sin embargo, esa impaciencia; pero ¡qué recóndita, o, mejor, qué bien disimulada!

Sí, don Ángel tenía prisa; no era aquella su verdadera especialidad; sabía tratar bien a los desahuciados, porque este trato era como una ciencia auxiliar que servía de introducción a las artes de su vocación verdadera.

«Si yo manejo tan bien a los moribundos, decía él en el seno de la confianza, es por la gran experiencia que he adquirido zarandeando cadáveres al ponerles la mortaja y demás. El secreto está en moverlos como si fueran cuerpo muerto, en cuanto a lo de no contar con su ayuda, y en cuanto a lo de moverlos con cierto respetillo que inspira la muerte».

Por fortuna, si así puede decirse, los que estaban muriendo no podían adivinar en el contacto de don Ángel lo que él pensaba al tocarlos.

Era muy partidario de darle al enfermo lo que pidiera, sobre todo comida fuerte, si lo pedía el cuerpo. Parecía querer alimentar al que agonizaba, para un viaje largo. Había en este afán suyo tal vez reminiscencias de las religiones antiquísimas que rodeaban los cadáveres de provisiones, allá para la vida subterránea. Pero lo que había de seguro en esto, como en todo lo que se refería a don Ángel, era la ausencia completa de toda idea fúnebre, de todo sentimiento tétrico enfrente de la muerte del prójimo.

- VIII -

Las tristes escenas y lances que precedían a la defunción eran menos interesantes para Cuervo que los lances y escenas que venían después. No obstante, algo había a veces, anterior a la consumación de la desgracia, que le parecía de perlas: era lo que él llamaba la noche del aguardiente. Con el ojo certero que todos le reconocían, anunciaba siempre cuál sería la última noche, y aquella la pasaba él en vela en casa del paciente. Dos condiciones exigía: que se acostasen los de la familia, y aguardiente y pitillos a discreción. Si alguna persona muy allegada al enfermo se empeñaba en velar también, don Ángel, o se marchaba, o dividía a la gente en dos secciones, y él se iba con los que se quedaban, por si ocurría algo, a una habitación lejana, que cerraba por dentro.

Lo mejor era que aquella noche no velasen ni esposo, ni padre, ni hijos, ni demás parientes cercanos. Entonces sí que gozaba de veras don Ángel, sin malicia alguna y sin algazara, que sería monstruosa profanación; gozaba sin darse cuenta de ello, saboreando el placer recóndito, que era el alma, la más profunda medula de toda esta pasión invencible de nuestro hombre; un placer de que no podía acusarse, porque lo sentía sin reconocer su naturaleza; y consistía en saborear la vida, la salud, el aguardiente, el tabaco, la buena conversación.

Jamás había comunicado a nadie la idea de esta sensación, de una voluptuosidad intensa, perezosa, profundamente animal, arraigada en la carne con garras de egoísmo; jamás tampoco los demás le habían hablado a él de sensación parecida. Y, sin embargo, Cuervo conocía por mil señales que todos sentían cosa semejante a lo que pasaba por él. Ello era allá, a las altas horas de la noche; el moribundo algo lejos; por medio, puertas y pasillos; la habitación donde se velaba, más caliente, gracias al fuego de la estufa o del brasero y a la transpiración de los cuerpos; el humo de los cigarros se cortaba en la atmósfera; se hablaba en voz baja, pero algunos, por ejemplo, Cuervo, roncaban al hablar, dejaban escapar gruñidos y silbidos, válvulas por donde se iba el aire, la fuerza de la salud rebosando en los fornidos hombrachones. La conversación se animaba a impulsos del aguardiente, por inspiraciones del humo. Si asomos de hipocresía cortés o piadosa había al principio, íbanse al diablo luego; y todos, seguros de hacer una buena obra velando, dejaban al cabo asomar la fresca sonrisa del egoísmo satisfecho de la salud fortificante. Pronto se dejaban a un lado las alusiones al enfermo; se convertía todo lo que a él se refiriese en lugar común ya insoportable; llegaba a ser así, como de mal gusto, hablar de él, ni para compadecerle ni para envidiarle si acababa pronto de padecer, etc., etc.; se hablaba de otra cosa, de cosas de fuera, de lejos: de la vida, del sol, de la luz, de la nieve, de la caza.

Tal vez se había comenzado por cuentos de miedo, por chascos de fantasmas; pero pronto se pasaba a los sustos reales, a los que daban ladrones de carne y hueso; del ladrón se iba al héroe o al vencedor; la fuerza, el peligro frente a la fuerza, ésta triunfando, y la reposada narración y descripción plasmante de los buenos bocados tras los momentos de apuro, recuerdos suculentos, que hacían deglutir imaginarios manjares, abrían el apetito, poniendo en movimiento otra vez el queso, el pan, el aguardiente. Solía entrar alguna mujer, una criada, una amiga de los amos, una monja de buen color, con ojos frescos. Cosa rara: sin pensarlo ellos, sin quererlo nadie, por el contraste, por la hora, por el frío soñoliento del alba, por lo que fuese, como en los viajes, como en las campañas, aquella mujer era el símbolo de todo el sexo; sus ojos equivalían a una desnudez, pinchaban; si se recataban, peor, pinchaban más. Los contactos eran eléctricos, y cuanto más calladas, disimuladas y rápidas estas sensaciones extrañas, inverosímiles, más íntimo el placer, en que la reflexión no sabía o no quería pararse.

Pero el placer no necesitaba de nadie para tener conciencia de sí mismo, a su modo, y así era más feliz. Esto que sentía así, pero sin pensarlo y menos describirlo, don Ángel Cuervo, creía él que era ley natural en igualdad de circunstancias. Sólo exceptuaba al enfermo y a los que tenían sangre de su sangre, o por amor, raro en el mundo, le amaban de veras, por su sangre también. En los tales notaba Cuervo signos de impresiones un poco extrañas; pero de otra índole, egoístas también, de otro modo. A los nerviosos los veía huir del dolor, sin conocer la huida, como recluta que recibe el bautismo del fuego, y sin pensarlo dobla la cabeza al silbar de las balas... Oía a veces carcajadas inoportunas, que no tomaba a mal porque nada malo revelaban, sino juegos extravagantes de nuestro misterioso organismo... Pero en estas y otras honduras no le agradaba entrar; él era de los de fuera, y así como prefería el trato del cadáver ya en el féretro, al trato del moribundo, también escogía, a poder, la compañía de los amigos y parientes lejanos. Los del dolor físico, los que se separaban a la fuerza del muerto, eran pedazos de las entrañas arrancados recientemente al difunto; padres, hijos, esposos, llevaban todavía en el cuerpo señales de la fractura, parecían cachos del otro, daban tristeza; no, no era esta todavía ocasión de estar a su lado, tranquilo.

Más adelante... lo más pronto al volver del entierro; entonces ya les encontraba otro aspecto; ya empezaban a vivir por sí mismos. Antes no; eran pedazos animados del difunto. Después, a la vuelta, la viuda ya se había recogido el pelo, se había echado un pañuelo sobre los hombros; el hijo se había puesto una levita. Y la levita y el chal por esta parte, y las paletadas de cal y tierra por la parte del muerto, los iba separando, separando...

- IX -

Creo haber dicho ya que la frase bien quisto era muy del agrado de don Ángel; y no sólo amaba la frase, sino lo que significa; le encantaba el aprecio general, y no porque de esto venía a vivir, pues sus rentas consistían principalmente en lo que se guisaba en las cocinas amigas; sino por el aprecio mismo, por entrar y salir como Pedro por su casa en todos los hogares. No, no era un parásito en el sentido de que explotase sus relaciones con reflexión y cálculo; no pensaba en eso: era un idealista, un artista a su modo; comía donde le cogía la hora de comer, pero sin fijarse, como la cosa más natural del mundo, cual si el tener un sitio suyo en todos los comedores de la ciudad, fuese una ley social que no podía menos de cumplirse.

Dejemos cuanto antes este aspecto mezquino, prosaico, ruin, de la vocación de Cuervo, aspecto a que él no daba importancia; despreciemos a los mal pensados, como él los despreciaba. Cuervo, además de tener asegurado el pan de cada día, se sentía hombre de influencia; muchos personajes de provincias, y algunos de la corte que tenían en Laguna residencia de verano, estimaban a Cuervo en lo mucho que valía, y a una recomendación suya atendían muchas veces antes que a la de un elector con docenas de votos. Pero él no solía sacar partido de esta ventaja; a lo que estaba, estaba; se contentaba con ser admitido y agasajado en la más escogida sociedad, lo mismo que en la casa más humilde.

Gracias a este trato continuo con los altos y los bajos, había adquirido cierta soltura y equitativa independencia de maneras sociales que le hacían semejarse en este punto a esos grandes señores de verdad que saben ser aristocráticamente democráticos, y, sin dejar de apreciar los matices de la clase y de la educación, estimar como la primera y la más respetable la condición humana, y, dentro de esta, los grados de la debilidad y la desgracia.

Además, no era un adulador. Era un corruptor, pero sin echarlo de ver él, ni los que experimentaban su disolvente influencia. Ayudaba a olvidar; era un colaborador del tiempo. Como el tiempo por sí no es nada, como es sólo la forma de los sucesos, un hilo, Cuervo era para el olvido de eficacia más inmediata, pues presentaba de una vez, como un acumulador, la fuerza olvidadiza que los años van destilando gota a gota. Don Ángel vertía a cántaros el agua del Leteo.

Al volver de un entierro a la casa mortuoria, por la puerta que a él se le abría parecía entrar el aire fresco de la vida, la alegría de la naturaleza inconsciente, el cándido egoísmo de las fuerzas fatales. Era el primero que hacía sonreír a la viuda, al huérfano. Los padres solían ser refractarios..., pero al fin sucumbían; sonreían también. Llenaba la sala oscura y las fantasías de cosas del mundo; discretamente, con medida, pero sin miedo ni hipocresías de rodeos, se convertía en un periódico noticiero del día de la fecha, y tenía el instinto seguro de los acontecimientos más a propósito para recordar la vida, la actividad, la salud, la fuerza, el movimiento, todo lo contrario de la muerte.

También aludía a la ceremonia reciente, al entierro, a los funerales, pero sin citar al protagonista; hablaba del coro, de lo lucido que había estado. Y sin insistir, se refería de pasada a las buenas relaciones de la familia. Sembrada esta primer semilla, vertido este primer chorro de agua del olvido, Cuervo dejaba a las visitas prodigar sus consuelos vulgares, y se metía por la casa adentro. Iba a la cocina; si allí había desorden, rastros de la enfermedad, descuidos consiguientes a los días de apuro, él procuraba que desapareciesen tales huellas; la cocina era para los vivos: ¡todo en su sitio! Había que alimentar bien a la señorita o al señorito para; que no sucumbiera al dolor. Y comenzaba a sonar la maquinaria de aquella fábrica de conserva humana; gruñía el vapor, saltaba la chispa, chisporroteaba la lumbre, chillaba el aceite, y era el conjunto animado de tal orquesta un ergo vivamus, que sustituía al ergo bibamus, que no sería allí oportuno, aunque viniese a decir lo mismo.

De la cocina don Ángel pasaba al comedor; preparaba, o retocaba al menos, la mesa, y hasta no tenía inconveniente en aclarar un vaso o pasarle el rodillo a un plato; porque él quería el servicio como los callos del agua, como la plata; y si bien no tenía nada de particular que los criados, con la pena... de los amos, olvidasen el fregoteo, allí estaba él para suplir faltas. Y seguía su inspección por la casa adelante, vertiendo vida por todas partes, borrando vestigios del otro, del difunto, como desinfectando el aire con el ácido fénico de su espíritu incorruptible, al que no podía atacar la acción corrosiva de la idea de la muerte.

Por fin, llegaba a la jaula vacía, a la alcoba del enemigo, porque, en adelante ya lo era el difunto. Comenzaba la guerra sorda, irreflexiva. ¡Abrir ventanas! Venga aire, fuera colchones; todo patas arriba; aquí no ha pasado nada. Como no hubiera orden expresa en contrario, y a veces aunque la hubiera, Cuervo transformaba el escenario de repente como el mejor tramoyista; y a los pocos momentos nadie reconocía la habitación en que había resonado un estertor horas antes.

No se podría decir si al que de allí había salido le estaban bautizando en la iglesia o enterrando en el cementerio. Pero faltaba lo principal, la escena, o serie de escenas, a solas con el que quedaba, con la viuda, con el hijo...

- X -

La viuda joven y de buen ver era el caso que Cuervo prefería para ir presentando la guerra al muerto. Sin pesimismo de ningún género, sin filosofía misantrópica, don Ángel veía en los ojos llenos de lágrimas una hipocresía inocente. Entraba desde luego en el terreno de las confidencias y daba por sabido que el dolor tiene sus límites, y que, no siendo hacedero moralmente acompañar al difunto, pues el suicidio está prohibido, no había más remedio que seguir viviendo; y ya de vivir ¡qué caramba!, debía ser de la mejor manera posible. «Tome usted este espejo». «Hay qué arreglar ese peinado». «¡Qué tristeza! ¡Quedar tan joven en el mundo sin compañero, que ayude a llevar la carga de la vida!». «Pero el tiempo es largo». Y todo lo que hacía Cuervo era una especie de seducción que ayudaba, con rodeos y disimulos, eufemismos y elipsis, a seguir las tendencias del egoísmo que busca el placer, que huye del dolor por instinto, y que en la vecindad de la muerte siente con nueva fuerza, picante, irresistible, el ansia de querer vivir a toda costa y siempre. Vivir para gozar. Cuervo se daba arte para irritar en la viuda el sentido íntimo de la salud, del bienestar que busca expansión; las esperanzas lejanas que se ofrecían por diabólica influencia a la imaginación de la enlutada, Cuervo las adivinaba y las traía a la actividad para darles fuerza plasmante, despojándolas de todo aspecto de remordimiento. No lograba tales resultados con discursos, con disertaciones, sino con frases hechas, tomadas de la que suele llamarse sabiduría popular; y sobre todo, con hechos, con asociaciones de imágenes y de citas que llevaban, como por una pendiente irremediable, al amor de la vida y al olvido de la muerte.

Su convicción instintiva, fuerte, aunque sin reflexionarlo, la iba comunicando Cuervo, sin darse cuenta de ello, a la mujer hermosa, robusta, que quedaba en el mundo sola y libre. En adelante, Cuervo, a pesar de su aspecto poco pulcro, casi fúnebre, representaba la vida, el placer futuro, la efectividad de la dicha saboreada poco a poco, con deleite: Se establecía un pacto tácito; don Ángel venía a ser la Celestina de estas relaciones ilícitas entre la viuda y la infidelidad futura, el amor repuesto, la voluptuosidad aplazada.

Los hijos que heredaban algo eran otro caso que agradaba también a Cuervo. Pero aquí se luchaba menos; se iba con más franqueza a la seriedad del negocio, a la importancia de la vida llena de faenas, de actividad interesada; y sin escrúpulos y paráfrasis, se iba dejando en la sombra lo que estaba destinado al olvido. Para Cuervo, debía considerarse que el alma del difunto, por una rara manera de avatar, pasaba a la herencia; hablar del testamento, ¿no era hablar del muerto? El espíritu, al evaporarse, se incorporaba a los bienes de la sucesión, como su perfume. Pensaba Cuervo: si la ley se hubiera andado con sentimentalismos, no tendríamos una tan rica y variada legislación relativa a las sucesiones testadas y abintestato. El derecho, la justicia, se quedan con los vivos; para ellos hablan. La vida es todo, por eso se atiende a ella en los Códigos; la muerte no es nada, no es más que una aprensión de los vivos. Estar muerto no es estar, es no estar... vivo. Y esta filosofía espontánea llevaba a don Ángel a los testamentos y a los codicilos como a un teatro. Legados, particiones, curatelas... mejoras, legítimas... todo esto era un emporio de vida, de animación, de interés, de pasiones, que brotaban, por enjambres, de la muerte.

No sólo de los humores del cuerpo que cubría la tierra brotaban flores y frutos; también había frutos civiles, que brotaban del simple fallecimiento... Primero el entierro, las pitanzas, los derechos de la parroquia, los funerales, la música...; después los derechos de la Hacienda por transmisión de dominio, la liquidación, las hijuelas, el notario, probablemente la curia, los peritos... ¡Todo un mundo bullicioso, interesado, ardiente en la lucha, surgiendo de aquel hecho puramente negativo: la muerte!

La muerte no era nada; pero la vida, al atribuirle una forma, la poetizaba, y esta poesía de la estética de la muerte, que él no llamaba así, por supuesto, era lo que mejor comprendía y sentía Cuervo, el cual, si al manejar con esmero los cuerpos moribundos, y al asistir a la visita de duelo y consolar a los que quedaban, trabajaba por los demás, y cumplía con las hipocresías sociales, lo que es, al seguir al cadáver al cementerio, al presenciar los funerales, vivía para sí, satisfacía, ya tranquila la conciencia, los propios apetitos, su pasión inconsciente del contraste de la muerte ajena y de la salud propia. En tales deliquios tenía su confidente: Antón el bobo.

- XI -

Antón el bobo y Cuervo se habían conocido en un entierro, al borde de una sepultura. El duelo, aunque se despedía en el cementerio, según rezaban las esquelas, se había quedado atrás, muy atrás, por no atreverse con el lodo de la carretera; y como en Laguna no iban coches a los entierros, sólo los valientes, los verdaderos aficionados, habían osado llegar a la lejana necrópolis, como llamaba el diputado eléctrico al camposanto.

Los curas, que se despedían siempre del difunto en la casilla del resguardo, habían vuelto la espalda al que dejaban entregado a la Justicia ultratelúrica; y el carro fúnebre con la gente de servicio y un criado del difunto habían emprendido cuesta arriba el fin de la jornada.

Antón el bobo se detuvo para doblar los pantalones, que no quería manchar de barro; y al levantar, sonriendo, la cabeza, vio que un señor que parecía clérigo vestido de paisano, le imitaba y sonreía también.

Y los dos, sin hablarse todavía, con los pantalones remangados, siguieron al muerto. Poco después, cuando el capellán del cementerio rezaba las últimas oraciones al que había bajado al hoyo, atado con sogas de esparto, Cuervo y Antón volvieron a reunirse, sonriendo otra vez los dos al decir Amen a los latines del clérigo. Y al mismo tiempo, Cuervo y Antón se inclinaron hacia la tierra para coger terrones amarillentos y pegajosos, que besaron y solemnemente dejaron caer sobre la tapa del féretro.

-Retumba, ¿eh? -dijo Antón el bobo, acercándose familiarmente a Cuervo, riéndose francamente y tocando en el hombro a nuestro protagonista.

-Sí, retumba -contestó Cuervo, que acogió con simpatía la familiaridad y la observación de aquel desconocido.

El bobo repitió la experiencia; arrojó otro pedazo de tierra húmeda y pegajosa sobre la caja, y volvió a decir:

-¡Retumba!

Salieron juntos del cementerio, y cuesta abajo, camino de Laguna, se hicieron amigos.

Les parecía imposible no haberse encontrado antes. Recordaban entierros famosos a que los dos habían asistido. Y nunca se habían visto. Tenían los mismos conocimientos en la sociedad de curas y sacristanes, enterradores y demás personal de la administración de la muerte.

El tonto discurría perfectamente en materia de servicios fúnebres: Cuervo apoyaba con sinceridad todas sus afirmaciones. «Sin duda hablaba de memoria; repetía lo que había oído». Ello era que en la absoluta indiferencia con que Antón miraba el doloroso aparato de la muerte, y en el placer con que saboreaba los elementos pintorescos y dramáticos de los entierros, Cuervo veía un espejo de sus aficiones, ideas y sentimientos.

Era Antón un mozo de treinta años, pálido, afeitado, como Cuervo, de ojos apagados, y llevaba el hongo negro, flexible, metido hasta las orejas; sobre los hombros encorvados, había siempre colgada una esclavina azul, muy larga, con broches de metal blanco. Supo don Ángel que su amigo vivía de sus rentas, que le administraba un tío curador, y que todo el tiempo hábil lo invertía en contemplar ceremonias religiosas, prefiriendo siempre las de carácter fúnebre.

Desde aquel día casi todos se dieron cita para el entierro de mañana. Antón, más desocupado, era el que solía avisar dónde había difunto. La delicia de ambos era un buen funeral en la aldea.

-Don Ángel -decía Antón, acercándose a su compañero con misterio-; mañana uno de primera en Regatos: ¿voy a buscarle?

-Bien, ¿a qué hora?

-A las cinco; hay legua y media...

-Corriente; llevaré liga.

Y poco después del alba, al día siguiente, salían al campo, por trochas y senderos, pisando la hierba mojada, alegres como los pájaros que cantaban en los árboles, y como las flores que, al tropezar con ellas, sacudían las faldas de la levita de Cuervo y la eterna esclavina de Antón. Como tenían tiempo de sobra, no iban derechos a Regatos, sino dando los rodeos que determinaban los azares de la caza con liga, una de las aficiones secundarias de don Ángel. Por hacer algo, iban preparando varas; las dejaban sobre los setos, entre las ramas de los árboles, y se retiraban a esperar el resultado de sus asechanzas; si los pájaros tardaban en caer... mejor para ellos. Cuervo y Antón seguían adelante. Lo primero era lo primero. Los dos mostraban impaciencia, y abandonaban las varas a la suerte. El caso era llegar al entierro.

Siempre eran bien recibidos; casi siempre esperados.

Cuervo veía en la sencillez de las costumbres aldeanas una franqueza y sinceridad muy conformes con su manera de entender las cosas relativas a la muerte. Por de pronto, el aspecto de la casa mortuoria era muy semejante al que la misma podía ofrecer el día de fiesta de la parroquia, si el amo era factor, o esperaba convidados de categoría.

En la cocina, en quintana, en el huerto, señales alegres del próximo festín; mucho hervor de pucheros, la gran olla en medio del hogar, como dirigiendo el concierto de bajos profundos de los respetables cacharros, cuyas tapas palpitaban a la lumbre; la cocinera de encargo, la especialista, Pepa la tuerta, del color de un tizón, arrogante, mal humorada, sin contestar a los saludos, activa y enérgica, dirigiendo a los improvisados marmitones y a las maritornes de por vida; postrimeros ayes de algún volátil, víctima propiciatoria, que habría de estar guisado a la hora de la cena; espectáculo suculento, aunque trágico, de patos y gallinas sumidos en crueles calderos, asomando picos y patas, como en son de protesta, entre las llamas, o bien dignos, solemnes, en su silencio de muerte, atravesados por instrumentos que recuerdan la tiranía romana y la Inquisición; supinos sobre aparatos de hierro que son símbolos del martirio, capones y perdices más tostados que otra cosa, que parecen testigos de una fe que los hombres somos incapaces de explicarnos: allá fuera restos de la res descuartizada; las pieles de los conejos, el testuz del carnero, las escamas de los pescados, las plumas de las aves, las conchas de los mariscos, los desperdicios de las legumbres: y por todas partes buen olor, un ruido de cucharas y vajilla que es una esperanza del estómago; cristal que se lava, plata que se friega, platos que se limpian... ¡y todo por el muerto! Por el muerto, en quien no piensa nadie sino como en una abstracción, como se piensa en el santo el día de la fiesta.

Verdad es que allá dentro lloran. Son las mujeres. ¡Ay mío Pachu del alma!... ¡Por qué me dexaste, Pachín del corazón!... «Bueno, bueno; no hay que hacer caso» piensa Cuervo. Así es la aldea; mucho estrépito. También gritan cuando están en la llosa arrendando, y corren el cabritu, con una alegría que en el fondo no tienen. Esto es como el ijujú de las romerías; ni aquello es tanto placer como parece, ni estos lamentos, que atruenan el espacio, son tanto dolor como quieren indicar. Restos de costumbres paganas; ya no se usan las plañideras, y hacen sus veces las mujeres de la familia. No hay que hacer caso.

«¡A la sala, Antón, a la sala! Allí están los señores curas».

¡Cómo respeta y admira Antón al clero parroquial! Casi tanto como a los señores del cabildo.

Cuervo es acogido por los párrocos y coadjutores, capellanes sueltos y sacristanes, como un compañero; Antón como un sainete muy oportuno.

Blancas sobrepellices, manzanas en las mejillas, dentaduras formidables, risas homéricas, salud, espontaneidad, un hermoso egoísmo sin disfraz, comunicativo, simpático a los demás egoísmos.

-¡Vaya! ¡Vaya! El señor Cuervo. ¡Tome una copiquina! -grita Sebades (cada cura se llama como su parroquia). Y allá va el Jerez al gaznate.

Se pregunta mucho por la salud de todos, y por la prosperidad y trances de la fortuna.

-No se siente junto a la puerta, que viene sudando.

-¡Valiente pedantón y majadero y framasón sería -piensa Cuervo- el que censurase a estos benditos varones porque ríen, y beben, y están contentos cuando van a cantarle el gori gori a un difunto! ¿Y qué? ¿Cuándo pueden ellos verse en otra?... La mayor parte del año viven aislados en su parroquia, sin ver una persona decente durante semanas, llenos de trabajos, asistiendo a los moribundos de noche, haya nieve, hielo, ladrones y fieras, o no; a leguas y leguas de distancia... ¿Por qué no han de alegrarse, cómo no han de alegrarse cuando se muere un Pachu de estos, que deja mandado un entierro de verdad, como una boda? Van a comer bien, como no suelen; van a tener conversación de amigos y compañeros, que casi siempre les falta; van a echar un tresillejo, que constituye sus delicias; van a cobrar una buena pitanza, que les viene de perlas: ¿y han de estar tristes? ¡Porque se ha muerto uno! ¿Pues no se han de morir todos? Usted, señor framasón, que censura, ¿no lee todos los días en los periódicos noticias de grandes desgracias, de horrendas catástrofes? ¿Y cómo se queda usted? ¡Tan fresco! Ayer, que el río Colorado, en China, se llevó de calle más de cien pueblos con millares de millares de chinitos. ¿Y qué? Usted, framasón, al teatro. Hoy estalló el gas de una mina y ahogó a quinientos trabajadores que dejan quinientos mil huérfanos: ¿y qué? Usted, a paseo. Y porque esos millones de muertos estén lejos, no se vean, ¿dejarán de ser prójimos?... ¿Sabe usted, señor ateo, por qué estos señores curas no sienten ya el olor a difunto? Porque su sagrado ministerio les obliga a vivir siempre pegados a la muerte; demasiado saben ellos que morir no es un arco de iglesia, y además no hay dolor que resista al uso, no hay pena que no se desgaste, como se gasta el placer. ¡Hipócritas! ¡Fariseos! Nosotros, los que manoseamos la muerte, los que enterramos vuestros difuntos, hacemos algo útil, sin sentirlo; y vosotros, que sentís tanto, no hacéis nada de provecho. Los muertos quedarían insepultos, y habría pestes sin fin, y se acabaría el mundo si todos fuésemos sensitivas como vosotros. Vade retro! Venga otra copa, señor arcipreste.

Y al cementerio. Delante la cruz y los ciriales; detrás la caja, y luego, en dos filas, el coro de la muerte, el coro trágico, que calla a ratos, mientras habla el misterio de ultratumba allí dentro, en la caja, sin que lo oigan los del coro; como, en el palacio de Agamenón, mientras Orestes asesina a Egisto no se oye nada... Y vuelve el coro a cantar, a cantar los terrores de la muerte; terrores de que no habla la letra, a que nadie atiende, pero de que hablan las voces cavernosas, el canto llano, el aparato fúnebre.

Y dicen los amigos de Cuervo:

Benedictus Dominus Deus Israel, quia visitavit et fecit redemptionem plebis suæ.

Et erexit cornu salutis nobis in domo David, pueri sui.

Sicut locutus est per os Sanctorum...

Y en tanto, los pájaros en los setos de la calleja y en los árboles de la huerta, trinan, gorjean, silban y pían; las nubes corren silenciosas, solemnes, por el azul del cielo; la brisa cuchichea y retoza con las mismísimas ropas talares del acompañamiento de la muerte; y Antón y Cuervo, en el colmo de un deliquio, oyen como extáticos, como en ensueños, el run run del Benedictus, los sonidos dulces y misteriosos de la naturaleza, que, como ellos, ve pasar la muerte, sin comprenderla, sin profanarla, sin insultarla, sin temerla, como albergándola en su seno, y haciéndola desaparecer cual una hoja seca en un torrente, entre las olas de vida que derrama el sol, que esparce el viento y de que se empapa la tierra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Superchería

- I -

Nicolás Serrano, un filósofo de treinta inviernos, víctima de la bilis y de los nervios, viajaba por consejo de la medicina, representada en un doctor, cansado de discutir con su enfermo. No estaba el médico seguro de que sanara Nicolás viajando; pero sí de verse libre, con tal receta, de un cliente que todo lo ponía en tela de juicio, y no quería reconocer otros males y peligros propios que aquellos de que tenía él clara conciencia. En fin, viajó Serrano, lo vio todo sin verlo, y regresaba a España, después de tres años de correr mundo, preocupado con los mismos problemas metafísicos y psicológicos, y con idénticas aprensiones nerviosas.

Era rico; no necesitaba trabajar para comer, y, aunque tenía el proyecto, ya muy antiguo en él, de dejarlo todo para los pobres y coger su cruz, esperaba, para poner en planta su propósito, a tener la convicción absoluta, científica, es decir, una, universal, verdadera y evidente de que semejante rasgo de abnegación estaba conforme con la justicia, y era lo que le tocaba hacer. Pero esta convicción no acababa de llegar: dependía de todo un sistema; suponía multitud de verdades evidentes, metafísicas, físicas, antropológicas, sociológicas, religiosas y morales, averiguadas previamente; de modo que mientras no resolviera tantas dudas y dificultades, continuaba siendo rico, desocupado, pero con poca resignación. Para él, las dudas y los dolores de cabeza y estómago, y aun de vientre, ya venían a ser una misma cosa; y veces había, sobre todo a la hora de dormirse, en que no sabía si su dolor era jaqueca o una cuestión psico-física atravesada en el cerebro. No era pedante ni miraba la filosofía desde el punto de vista de la cátedra o de las letras de molde, sino con el interés con que un buen creyente atiende a su salvación o un comerciante a sus negocios. Así que, a pesar de ser tan filósofo, casi nadie lo sabía en el mundo, fuera de él y su médico, a quien había tenido que confesar aquella preocupación dominante, para poder entenderse ambos.

Volvía a España en el expreso de París. Era media noche. Venía solo en un coche de primera, donde no se fumaba. Acurrucado en su gabán de pieles, casi embutido en un rincón; los pies envueltos en una manta de Teruel, negra y roja; calado hasta las cejas un gorro moscovita, meditaba; y de tarde en tarde, en un libro de Memorias de piel negra, apuntaba con lápiz automático unos pocos renglones de letra enrevesada, con caracteres alemanes, según se emplean en los manuscritos, mezclados con otros del alfabeto griego. Lo muy incorrecto de la letra, amén de las abreviaturas de esta mezcolanza de caracteres exóticos aplicados al castellano, daban al conjunto un aspecto de extraña taquigrafía, muy difícil de descifrar. Así escribía sus Memorias íntimas Serrano. Era lo único que pensaba escribir en este mundo, y no quería que se publicase hasta después de su muerte. En tales Memorias no había recuerdos de la infancia, ni aventuras amorosas, y apenas nada de la historia del corazón: todo se refería a la vida del pensamiento y a los efectos anímicos, así estéticos como de la voluntad y de la inteligencia, que las ideas propias y ajenas producían en el que escribía. Abundaban las máximas sueltas, las fórmulas sugeridas por repentinas inspiraciones; aquí un rasgo de mal humor filosófico; luego la expresión lacónica de una antipatía filosófica también; más adelante la fecha de un desengaño intelectual, o la de una duda que le había dado una mala noche. Así, se leía hacia mitad del volumen: «13 de Junio (caracteres griegos y de alemán manuscrito, mezclados, por supuesto). He oído esta noche a don Torcuato, autor de El Sentido Común. Es una acémila. ¡Y yo que le había admirado y leído con atención pitagórica! ¡Avestruz! Ahora resulta darwinista porque ha viajado, porque ha vivido tres meses en Oxford y tiene acciones en una sociedad minera de Cornuailles. ¡Siempre igual! Hoy don Torcuato; ayer Martínez, que resulta un boticario vulgar. ¡Qué vida!- 15 de Mayo. El cura Murder es un pastor protestante, digno de ser cabrero. Le hablo del Evangelio, y me contesta diciendo pestes del padre Sánchez y de la Inquisición...- 16 de Septiembre. Creo que he estado tocando el violón: mi sistema de composición armónica entre la inmortalidad y la muerte del espíritu es una necedad, según voy sospechando.- 20 de Octubre. ¡Dios mío! ¡Si seré yo el Estrada de la filosofía! ¡Ahora miro mi sistema de la muerte inmortal, y me pongo rojo de vergüenza! Por un lado, plagio de Schopenhauer y de Guyau; y por otro, sueños de enfermo. ¡Oh! Todos somos despreciables: yo el primero. No hay modo de componer nada.- 21 de Noviembre. No hay más filósofos, admirados de veras, que los temidos. Todos los que no han servido para destruir, me parecen algo tontos en el fondo.- 30 de Noviembre. Hay momentos en que Platón me parece un prestidigitador.- 4 de Enero. Hoy he sentido en el alma que Aristóteles no viviera... para poder ir a desafiarle. ¡Qué antipático!...».

Todos estos apuntes eran antiguos. Después había otros muchos en el mismo libro de memorias, cuya última página, era la que tenía abierta ante los ojos Serrano aquella noche. Nunca leía aquellos renglones de fecha remota (cinco meses). ¿Qué tenía él que ver con el que había escrito todo aquello? Ya era otro. El pensamiento había cambiado, y él era su pensamiento. No se avergonzaba de lo escrito en otro tiempo: no hacía más que despreciarlo. No pensaba, sin embargo, borrar una sola letra, porque justamente la mejor utilidad que aquellas Memorias podían tener algún día, consistiría en ser la historia sincera de una conciencia dedicada a la meditación.

Dejó un momento el cuaderno sobre el asiento, y acercándose a la ventanilla, apoyó la frente sobre el cristal. La noche estaba serena; el cielo estrellado. Corría el tren por tierra de Ávila, sobre una meseta ancha y desierta. La tierra, representada por la región de sombra compacta, parecía desvanecerse allá a lo lejos, cuesta abajo. Las estrellas caían como una cascada sobre el horizonte, que parecía haberse hundido. Siempre que pasaba por allí Nicolás, se complacía en figurarse que volaba por el espacio, lejos de la tierra, y que veía estrellas del hemisferio austral a sus pies, allá abajo, allá abajo. -Esta es la tierra de Santa Teresa -pensó. Y sintió el escalofrío que sentía siempre al pensar en algún santo místico. Millares de estrellas titilaban.

Un gran astro cuya luz palpitaba, se le antojaba paloma de fuego que batía muy lejos las luminosas alas, y del infinito venía hacia él, navegando por el negro espacio entre tantas islas brillantes. Miraba a veces hacia el suelo y veía a la llama de los carbones encendidos que iba vomitando la locomotora, como huellas del diablo; veía una mancha brusca de una peña pelada y parda que pasaba rápida, cual arrojada al aire por la honda de algún gigante.

La emoción extraña que sentía ante aquel espectáculo de tinieblas bordadas de puntos luminosos de estrellas y brasas, tenía más melancólico encanto porque se juntaba al recuerdo de muchas emociones semejantes, que sin falta despertaban, siempre iguales, al pasar por aquellos campos desiertos, a tales horas y en noches como aquella. Nunca había visto de día aquellos lugares ni quería tener idea de cómo podían ser: bastábale ver el cielo tan grande, tan puro, tan lleno de mundos lejanos y luminosos; la tierra tan humillada, desvaneciéndose en su sombra y sin más adorno que bruscas apariciones de tristes rocas esparcidas por el polvo acá y allá, como restos de una batalla de dioses; monumentos taciturnos de la melancólica misteriosa antigüedad del planeta. En la emoción que sentía, había la dulzura del dolor mitigado y espiritual, la impresión del destierro, el dejo picante de la austeridad del sentimiento religioso indeciso, pero profundo.

-¡Tierra de Ávila, tierra para santos! -dijo en voz alta, estirando los brazos y bostezando con el tono más prosaico que pudo. Quería «llamarse al orden», volver a la realidad, espantar las aprensiones místicas, como él se decía, que en otro tiempo le habían hecho gozar tanto y le habían tenido tan orgulloso. Y abrió la boca dos o tres veces, provocando nuevos bostezos para despreciar ostensiblemente aquella invasión de ideas religiosas, que en otra época habría acogido con entusiasmo, y que ahora rechazaba por mil argumentos que a él le parecían razones y que constaban en sus libros de memorias, en aquellos apuntes, historia de su conciencia.

-¡Pura voluptuosidad imaginativa! -dijo también en alta voz, para oírse él mismo, poniéndose por testigo de que no sucumbía a la tentación de aquel cielo de Ávila, que había recogido las miradas y las meditaciones de Santa Teresa, y que ahora era pabellón tendido sobre su humilde sepultura.

Volvió a estirar los brazos, con las manos muy abiertas, y abrió la boca de nuevo, y en vez de suspirar, como le pedía el cuerpo, hizo con los labios un ruido mate, afectando prosaica resignación vulgar; y como si esto fuera poco, concluyó con dos resoplidos y subiéndose un poco los pantalones y apretándose la fajacinto que usaba siempre, después de ciertas insurrecciones del hígado.

- II -

En esto estaba cuando el tren se detuvo porque había llegado a una estación, y a pocos segundos se abrió la portezuela del lado opuesto al que ocupaba Nicolás, dejando paso a un bulto negro.

Era una monja. Nicolás, al ver que alguien subía, se había sentado en su rincón, sumido en la sombra, porque la oscura luz del techo agonizaba y no tenía fuerza para alumbrar los extremos del coche.

-Aquí, que no hay nadie, en este reservado -le habían dicho a la monja; y allí había entrado. Ya había emprendido la marcha el tren, cuando ella notó, acostumbrada a aquella media oscuridad, que en el rincón opuesto había un bulto humano. «Será una mujer» pensó, porque creía ir en un reservado de señoras. Llevaba la cara descubierta; era joven, blanca, con grandes rosas en las mejillas, los ojos pardos, rasgados, de pestañas largas en onda, de mirada quieta y sincera. Miraba con fijeza a la oscuridad para descubrir las facciones de la que suponía mujer. Sin saberlo ella, sus ojos se clavaban en los de Serrano, otra vez acurrucado, encogido. Comprendía él que aquella religiosa, no sabía de qué profesión, se creía o sola o en compañía de otra hembra. Le pareció lo más adecuado, al filósofo, hacerse invisible hasta cuando pudiera, y además fingirse dormido. Cerró los ojos, pero no tanto que no siguiera viendo entre pestañas a la monja. Esta, a cada momento más preocupada, tenía constantemente la cabeza vuelta hacia el rincón oscuro de Serrano, y fijos en él los ojos muy abiertos. -Sí -iba pensando-; de seguro es una señora. Pero, no importa: no debí, de todas maneras, consentir en venir sola, aunque sea por tan pocos minutos y en un reservado. Por algo no nos dejan viajar solas. El lance, sin embargo, es apurado. En fin, no será un ladrón ni un libertino disfrazado de señora. Si la hubiera visto al entrar, la hubiera dado las buenas noches, y por su voz, al contestarme, hubiese conocido lo que era. Ahora ya no es tiempo.

Serrano permanecía inmóvil. La delicadeza consistía, en aquella ocasión, en imitar lo mejor posible la ausencia. «Si me ve, esa buena mujer se va a asustar, debe de creerse en un reservado; la han metido aquí por equivocación». El caso era que en aquella inmovilidad del cuerpo había una especie de influjo magnético que le paraba el pensamiento en una idea fija e insignificante: la presencia de aquella mujer. También la mirada se le paró, clavándose en la estrella, que parecía volar; y, como ya le había pasado muchas veces, aquella fijeza de la vista en un solo astro le produjo un efecto que sólo le había asustado la primera vez que lo experimentara; las demás estrellas se fueron borrando, todo se convirtió, cielo, tierra, y hasta el coche, de primera en que iba, en un círculo de negras tinieblas alrededor del astro luminoso; la estrella volandera, ahora quieta, fue enrojeciendo; después se turbó su luz, palideció y desapareció también. Al llegar a este punto otras veces, Nicolás solía sacudir la cabeza, un poco temeroso de accidentes nerviosos desconocidos; pero ahora, en vez de moverse por volver a la visión plena, se dejó abismar en aquella especie de hipnotismo visual provocado por él mismo: se dejó alucinar, y se quedó dormido.

Al despertar, el sueño le pareció breve, pero muy profundo. De repente se acordó de la monja, y como si mientras dormía hubiera trabajado su cerebro sobre un pensamiento que le llevara a una terminante conclusión, esta idea estalló en su cabeza: «Esa monja no era real: era; una visión, era Santa Teresa... y no está ahí». Poco dueño de su valor todavía, con la voluntad medio dormida, Serrano volvió los ojos con terror al rincón de la monja... En efecto, había desaparecido.

Sintió debajo de la piel el latigazo de un escalofrío de que le dio vergüenza. Se frotó los ojos, se puso en pie apoyándose en la vara de hierro de la red, y pensó un momento en pedir socorro, no sabía cómo. No tenía miedo a lo sobrenatural, sino a su cerebro. «¿Estaré malo? ¿Habrá sido una alucinación? Pero eso sería... terrible, porque la fuerza de la realidad con que vi a esa monja... ¡Será así la alucinación; tan viva, tan fuerte, tan engañadora! De lo que estoy seguro es de que no hemos parado en ninguna estación. Ni ha habido tiempo, ni yo habría dejado de sentir, como siempre siento, que el tren se detenía». Rara vez, por muy dormido que estuviera, dejaba de notar, entre sueños, que el movimiento del tren había cesado: sobre todo, ahora tenía la conciencia clara, evidente, no sabía por qué, de que no había parado el tren en estación alguna mientras él dormía. Consultó el reloj, y, en efecto, eran muy pocos minutos los transcurridos desde la última vez que le había mirado, poco antes, al entrar la monja.

En aquel instante cesó la marcha. La estación era aquella. ¡Absurdo parece que en tan poco tiempo hubieran pasado dos estaciones!

El demonio del miedo le sugirió otra idea, acordose del nombre de la última estación que él había oído anunciar. Lo recordó, consultó la Guía... y aquella a que ahora llegaba era la siguiente.

Como en lo sobrenatural no había que creer, era preciso admitir que había tenido una visión, es decir, que él, que creía los nervios tan calmados con la vida medio animal que había hecho durante gran parte de sus viajes, se encontraba peor que nunca, con la revelación instantánea de un síntoma de muy mal género.

Pero... también le avergonzaba el miedo a la enfermedad. Además, ¿no podía haber estado allí, en efecto, aquella monja y haberse marchado? ¿Cómo? ¿Cuándo? Cuando yo dormía. Pero ¿cómo? El tren volaba. Fue una alucinación... no cabe duda.

Como en los tiempos, de triste recordación, de sus aprensiones de locura, clase de manía tan dolorosa como cualquiera, sintió con espanto, dentro de la cabeza, una cascada de ideas extrañas, como engendradas por el pánico; y recurrió, para librarse del tormento, a lo que él llamaba la fuga de la razón y el sálvese quien pueda de las ideas. Abrió una ventanilla, miró a la oscuridad y al cielo estrellado, pero tembló de frío y de miedo mezclados: temió ver vagar en el aire la imagen que antes se había sentado en aquel rincón del coche. Volvió a cerrar, y como viese su libro de apuntes abierto a su lado, a él recurrió, y se puso a escribir con ansia febril, huyendo, huyendo de las aprensiones. Y resultó lo apuntado una serie de diatribas en estilo conciso, nervioso, contra el milagro, la superstición, las ciencias ocultas, el misterio y las pretensiones científicas del hipnotismo moderno. «Tal vez -decía uno de los últimos párrafos- las conquistas de la moderna fisiología y de las ciencias afines son una superstición más». «Comte -decía más adelante- habló de la edad teológica, de la edad metafísica y de la edad positiva. Lo que debió decir fue: primero hubo la superchería teológica, después la superchería metafísica y después la superchería científica. Todo lo maravilloso es obra de un Simón Mago. En tiempo de Cristo, el milagro era la patente del profeta: hoy, en vez de resucitar a Lázaro, le revolvemos las entrañas para asegurar nuevas supercherías». Nicolás Serrano se enfrascó en sus desahogos de lápiz sin creer él mismo en lo que escribía, como con entusiasmo de enfermo que toma una ducha. Un cuarto de hora después estaba algo más tranquilo. El sueño volvió a invadirle como las sombras la noche, y la última sensación de que se dio cuenta fue que el libro de memorias se le caía de las manos sobre el calorífero. Pero no: también sintió, al dormirse, que volvía a pararse el tren.

Lo que ya no pudo notar fue que la portezuela por donde había entrado poco antes una monja, se abría para dar paso a una dama vestida de negro y cubierta con manto largo.

- III -

Nicolás el filósofo pasó el verano de aquel año sin moverse de Madrid. El calor le mataba; el mal humor, complicado en él con tantos pensamientos de hastío y desconsuelo, aumentaba con aquella temperatura bochornosa. Podía irse adonde quisiera; tenía libertad y dinero... y no se movía. Los viajes no le habían curado, y había tomado horror a los ferrocarriles, a las estaciones, a los baúles, a todo lo que le recordaba su infructuosa Odisea por el mundo civilizado. Padecía quedándose en Madrid... y se quedaba. Vivía como en un desierto en medio de todo el mundo. De las pocas relaciones, ninguna íntima, que había conservado, no quería acordarse. Los más de sus amigos estaban veraneando; pero, de los contados que quedaban achicharrándose con él, no quería ver ni la sombra.

No se levantaba hasta el medio día; no salía de casa hasta caer el sol; se iba al Prado, se sentaba en una silla, se quedaba medio dormido, como borracho de calor; sudaba, y respiraba fuego, y no gozaba más placer que el de conseguir no pensar en nada más que en lo que tenía delante: un barquillero, un farol, un polizonte, una niñera con un chiquillo arrastrado por la arena, una manga de riego, sarcasmo de frescura, y el aire vestido de polvo... De noche al Retiro a dar una vuelta, una sola; porque el aburrimiento era tan fuerte y tan inmediato, que no podía pasar allí más tiempo del necesario para volver a encontrar la salida.

Se le había puesto en la cabeza que él era un hombre sedentario que había hecho una serie de tonterías metiéndose en tantos coches de tantos trenes. «Querer ver mundo, tal como el mundo está ahora, el que se puede visitar sin grandes molestias, no era más que una ridícula manía de burgués, de snob, etc., etc.».

Hasta fines de Octubre no salió del casco de Madrid ni un solo día. Y su viaje de Octubre duró poco más de una hora. Fue a Guadalajara. Tenía un sobrino en la Academia de ingenieros; una hermana de la madre de Serrano suplicaba a este, en una carta llena de cariño, que por Dios fuera a visitar a su Antoñito, que estaba arrestado por meses, y escribía hablando de suicidio y de emigración, de las Peñas de San Pedro, de la tremenda disciplina y otros tópicos trágicos. «Ve a consolarle, a consultar con los profesores, a reducir hasta donde se pueda el horrible castigo...; y, si no se ablandan aquellos Nerones, sácamelo de allí: que pida la absoluta. En ti confío: tú me dirás si es tan insoportable como él jura su vida en aquellos calabozos...».

Serrano tal vez no hubiera accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido; pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la edad de doce a trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar motivos de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.

Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y se fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba, en la pared desnuda, la sombra del perro.

Serrano se acordó de repente de aquel portal y de aquel farol que había visto veinte años antes. Cosas de tan poca importancia para él, las tenía grabadas en el fondo del cerebro, y sin manchas, no desteñidas ni desdibujadas: la imagen de la memoria vino a sobreponerse realmente a la realidad que tenía delante. Sintió, con una fuerza que no suele acompañar a la contemplación ordinaria y frecuente de la vanidad de la vida, el soplo frío y el rumor misterioso de las alas del tiempo, la sensación penosa de los fenómenos que huyen a nuestra vista como en un vértigo y nos hacen muecas, alejándose y confundiéndose, como si enseñaran, abriendo miembros y vestiduras, el vacío de sus entrañas.

Allí, a las diez o doce leguas de Madrid, estaba aquella Guadalajara donde él había tenido doce años, y apenas había vuelto a pensar en ella; y ella le guardaba, como guarda el fósil el molde de tantas cosas muertas, sus recuerdos petrificados. Se puso a pensar en el alma que él había tenido a los doce años. Recordó, de pronto, unos versos sáficos, imitación de los famosos de Villegas al «huésped eterno del Abril florido», que había escrito a orillas del Henares, que estaba helado. Él hacía sáficos, y sus amigos resbalaban sobre el río. ¡Qué universo el de sus ensueños de entonces! Y recordaba que sus poesías eran tristes y hablaban de desengaños y de ilusiones perdidas. Guadalajara no era su patria: en Guadalajara sólo había vivido seis meses. No le había pasado allí nada de particular. Él, que había amado desde los ocho años en todos los parajes que había recorrido, no había alimentado en Guadalajara ninguna pasión; no había hecho allí sus primeros versos, ni los que después le parecieron inmortales: allí había estudiado aritmética, y álgebra y griego, y se había visto en el cuadro de honor, y... nada más. Pero allí había tenido los doce o trece años de un espíritu precoz; allí había vivido siglos en pocos días, mundos en breve espacio, con un alma nueva, un cuerpo puro, una curiosidad carnal, todavía no peligrosa. ¡Cómo era la vida, y cómo se la figuraba cuando él habitaba aquel pueblo triste! Caracæ: así fechaba las composiciones latinas que había que llevar a cátedra. ¡Cuánta poesía inefable en el recuerdo de aquel Caracæ, tantas veces escrito con sublime pedantería! ¡Lo que eran la literatura, la ciencia, y lo que él había pensado de ellas! Parecíale mentira que un lugar en que no había recuerdos amorosos, ya de amor de niño, que en él había sido vehemente e idealísimo, ya de adolescente o de joven, pudiera haber reminiscencias melancólicas con tal perspectiva poética. La emoción dominante era amarga, un dolor positivo; pero no importaba: aquello valía la pena de sentirlo. Se acordaba de sí mismo, de aquel niño que había sido él, como de un hijo muerto: se tenía una lástima infinita. El verse en aquel tiempo le hacía pensar en el efecto de mirarse de espaldas en los espejos paralelos.

Acostumbrado a despreciar todo enternecimiento que se fundara en el sentimentalismo egoísta de lamentar una decepción personal, tenía para él una novedad encantadora, y era un descanso del corazón, siempre cohibido, el abandonarse a aquella tristeza de pensar en el niño despierto, todo alma, con vida de pájaro espiritual, que iba a ser un sabio, un santo, un héroe, un poeta, todo junto, y que se había desvanecido, rozándose con las cosas, diluyéndose en la vida, como desaparecía la nube que estaba deshaciéndose en hilos de agua helada. ¿Qué le quedaba a él de aquel niño? Hasta él mismo había sido ingrato con él olvidándole. ¡Quién le dijera, cuando pocos días antes se aburría en el Prado, meciéndose en una silla de paja, con la cabeza vacía, con el corazón ausente, que allí tan cerca, a la hora y media de tren, tenía aquel antiquísimo yo, aquel pobre huérfano de sus recuerdos (así pensaba) tan superior a él, al que él era ahora! ¡Cuántas veces, huyendo del mundo actual, se había ido a refrescar el alma en la lectura de antiguos poemas, en las locuras panteísticas del Mahabarata, en las divinas niñerías de Aquiles, en las filosofías blancas de Platón o de San Agustín! ¡Y tenía tan cerca su epopeya primitiva, el despertar de aquel espíritu que había sido suyo!

Aunque por sistema huía Serrano, mucho tiempo hacía, de toda clase de exaltaciones ideales, por miedo a sus efectos fisiológicos y por el rencor que guardaba a la inutilidad final de todas estas orgías místicas, por esta vez se alegró de verse preocupado seria y profundamente, y bendijo, en medio de su tristeza, su viaje a Guadalajara. Esta bendición le hizo acordarse, por agradecimiento, de su señora tía, y a seguida de Antoñito, su primo, preso allí enfrente; y, por último, vino el fijarse en que estaba en el portal de la fonda, frente a un perro, que ya no gruñía, sino que meneaba la cola en silencio, dejándose acariciar por un niño rubio de cinco o seis años, palidillo, delgado, de una hermosura irreprochable, que daba tristeza. Aquella cabecita de guedejas lánguidas, alrededor de una garganta de seda, muy delicada, tenía como un símbolo algo de las flores y tules del ataúd de un inocente. Él también parecía vestido para la muerte: su trajecillo blanco, de tela demasiado fresca para la estación, con muchas cintas, en bandas de colores, algo ajadas, tenía tanto de teatral como de fúnebre; parecía lucir el luto blanco de los niños que llevan al cementerio; color de alegría mística para el transeúnte distraído e indiferente: color de helada tristeza para los padres.

El niño, dulce, hermoso y enfermizo de seguro, hablaba al perro en italiano, y le invitaba a pasar al comedor, donde una campana chillona estaba ofreciendo la sopa a los huéspedes.

Serrano, que había dejado arrimado a la pared su saco de noche, único equipaje que traía, acarició la barba del niño y le preguntó con la voz más suave que pudo:

-¿No hay criados en esta fonda?

-Sí, señor, ¡oh, sí! -contestó el chiquillo en español de una pronunciación dulcísimamente incorrecta; hay tres criados y una doncella. A mi mamá y a mí nos sirve la doncella, que se llama Lucía -mientras hablaba movía suavemente la cabeza para acariciar, a su vez, con la barba, la mano de Nicolás, que había sujetado con las dos suyas. Se conocía que se agarraba a los halagos como a una golosina-. Mi mamá se llama Caterina Porena, y papá es el doctor Vincenzo Foligno. Yo soy Tomasuccio Foligno. Il babbo e morto!

Lo que dijo en italiano lo dijo después, al separar su cabeza de la mano del nuevo amigo, más inteligente, sin duda, que el perro. Se apartaba para ver los ojos de Nicolás; a los que imploraba con los suyos una gran compasión por la muerte del abuelito, que este era el babbo.

-¡Ah! -dijo Serrano-. ¡Un muerto en la fonda! Tal vez por eso no veo por aquí a nadie.

-Ma non... Il babbo e morto... en Sevilla... Ci sonno... hace... due... años... dos años. Yo tengo siete.

- IV -

La muerte de su abuelo era para aquel inocente el suceso supremo, una tristeza grande, que en su sentir debían conocer todos los seres inteligentes a quien él encontrara por el mundo en la muy asendereada vida que llevaba con sus padres, el doctor Foligno y la somnámbula Caterina Porena. Il babbo era el padre de Catalina. Iba con ellos de pueblo en pueblo, enfermo, prefiriendo el traqueo perpetuo de los viajes a la pena de la soledad y al terror de la ausencia. Era el babbo para todos: para su hija, para su nieto, que le llamaba así también; hasta para el doctor, que, en efecto, le quería como a padre. Y en una de estas idas y venidas había muerto, hacía dos años, lejos de la patria, en Sevilla. Tomasuccio recordaba, después de tanto tiempo, más que la desgracia, el duelo que había dejado tras de sí, la tristeza de sus padres y la falta de ciertas caricias y de ciertos juegos; pero, en cuanto al babbo mismo, poco a poco su imagen se había ido borrando de la memoria del niño, y el abuelito y Papá-Dios empezaban a confundirse en las nieblas de su teogonía infantil. De lo que él estaba seguro era de que Dios también se había muerto, ni más ni menos que el babbo; pero hacía menos tiempo, porque todavía recordaba haberlo visto en una iglesia, tendido en tierra, envuelto en tela negra y entre muchas luces, cadáver. Pero le decían que Papá-Dios había resucitado, vuelto a vivir, y del babbo también podía creerse algo por el estilo; pero cuando hablaba Tomasuccio, a sus compatriotas, de su desgracia, todos le decían que el babbo no había muerto, que el babbo era su padre; el doctor Foligno. Pero no: él nunca le había llamado así: le llamaba papá, y esto era otra cosa. Su tristeza de niño débil y nervioso, soñador y precoz, le aconsejaba no creer en aquellas resurrecciones: ni a Papá-Dios ni al otro los había vuelto él a ver: cuando se quedaba solo en casa, en las fondas, en las posadas, porque sus padres iban a ganar el dinero a los salones, a los teatros, ya no tenía aquel compañero, del que vagamente se acordaba: recordaba que antiguamente, mucho tiempo hacía, no tenía miedo de noche y oía muchos cuentos y se reía mucho, montado en unas rodillas.

La locuacidad de Tomasuccio daba la misma clase de tristeza que el aspecto de su hermosura delicada: las ideas de muerte, de cielo y de infierno, de cementerio y de vida subterránea en el ataúd, venían a mezclarse, por relaciones extrañas y sutiles que encontraba en su imaginación, en aquella historia que él siempre estaba narrando, mitad inventada, mitad nacida de sus recuerdos.

Todo esto lo había notado ya Nicolás Serrano cuando, media hora después, comían juntos, los dos solos, en el comedor de la fonda. No había, en aquellos días, más huéspedes en el triste albergue, que dos comisionistas que habían comido antes, y los cómicos, los Foligno; pero Catalina y su esposo estaban aquella noche convidados fuera: sentábanse a la mesa del señor alcalde, un famoso médico, especialista en partos y alcaldadas, que creía que el teodolito era un aparato de batir cataratas, y que tenía dos grandes vanidades: la gran cruz de Isabel la Católica que poseía, y un fluido magnético de mucha fuerza que había conservado desde la florida juventud, aunque ahora apenas podía usarlo, porque la sociedad era incrédula. La moda del hipnotismo le pareció al Sr. Mijares, el alcalde, una resurrección de sus diabluras de espiritista y magnetizador. Le pasó con el hipnotismo lo mismo que con el sombrero de copa: él usaba siempre la copa baja y el ala ancha: la moda le dejaba en ridículo a lo mejor; pero volvía, como una marea, y su sombrero parecía por algún tiempo de última novedad. El hipnotismo era, pensaba él, ni más ni menos que aquello del fluido magnético y de las mesas giratorias y demás diversiones de su retozona juventud. El historiador, que tanto puede penetrar en el espíritu de los personajes que estudia, unas veces viendo y otras adivinando, no puede menos de detenerse ante ciertos arcanos, ante ciertas profundidades y encrucijadas psicológicas: así, por ejemplo, no hubo nunca modo de averiguar si el alcalde médico creía sinceramente en el fluido magnético que le tenía tan ufano. Él se ponía furioso si se lo negaban: enseñaba los puños, muy robustos, en efecto, y los sacudía en el aire, con fuerza, como despidiendo magnetismo a chorros. Hablaba del tal fluido suyo, que él llamaba superior, como el dueño de una bodega habla de la calidad de su vino añejo. «Hay fluidos y fluidos -decía Mijares-: el mío es de primera clase. ¡Ya lo creo! ¡Superior! ¡Si ustedes me hubieran visto bracear allá, en las tertulias de mis buenos tiempos!... ¡Las señoritas y señoras que yo dejé dormidas como marmotas! ¡Qué sueños! ¡Qué pellizcos, es decir, qué pases de fluido!...». Ello fue que cuando el doctor Vincenzo Foligno se le presentó en la alcaldía a solicitar el teatro para dar funciones de hipnotismo con su esposa, la famosa sonámbula Caterina Porena, Mijares vio el cielo abierto y dio un abrazo al italiano, llamándole compañero, querido compañero. Foligno, que era hombre listo y acostumbrado a conocer a los imbéciles y a los locos con una sola mirada a veces (no necesitaba menos para las trazas que había de emplear en los espectáculos que dirigía), Foligno comprendió en seguida que con Mijares no se jugaba, que había que tomarle en serio lo del magnetismo o exponerse a cualquier arbitrariedad. Se trataba de un majadero que era alcalde y disponía del teatro. La oposición de Mijares hubiera sido un contratiempo para los pobres mágicos, cuyo presupuesto no consentía viajes perdidos, inútiles. Había que ganar algo en Guadalajara, por poco que fuera. Así, pues, Foligno se volvió a la fonda, después de su primera visita al alcalde, decidido a cumplir la voluntad del médico caracense, que consistía en que había de presentársele en persona Caterina Porena para dejarse magnetizar por la primera autoridad popular de la capital. «Primero -había dicho Mijares- dormirá usted a su mujer, y después la dormiré yo; y los amigos verán qué fluido es superior, el de usted o el mío. Nada, nada: mañana mismo, mientras se limpia el teatro y los periódicos anuncian la llegada de ustedes, por vía de propaganda y reclamo dan ustedes, es decir, damos una función en mi casa. Vengan ustedes a eso de las siete, porque tengo gusto en que coman conmigo: después del café vendrán el Gobernador civil y el militar, y varios profesores de la Academia de Ingenieros, con más el chantre de Sigüenza, que está aquí de paso; y más tarde, a la hora de la función, se llenarán mis salones con lo mejor de Guadalajara: muchas señoras, mucha pillería, un público distinguido que hará atmósfera, que decidirá del éxito que al día siguiente tengan ustedes en el teatro».

Caterina Porena, venciendo la natural repugnancia, se redujo a seguir a su marido a casa del alcalde, comprendiendo que no había más remedio que aceptar el estrambótico convite, cuya utilidad para los propios intereses comprendía. Triste, como estaba casi siempre, dio un beso a Tomasuccio en la boca; encargó a la camarera, que en dos días se había hecho gran amiga del niño delicado, que le cuidara mucho y que bajara con él al comedor si él quería comer en la mesa redonda. Y se fueron los padres a casa del alcalde, y quedó Tomasuccio solo, como tantas veces. La doncella de la fonda estaba en pie a su lado, sonriendo, rubia y joven, mientras él, con grandes aspavientos, enteraba a su nuevo amigo, Nicolás Serrano, de todas las cosas que había visto en él mundo y de las infinitas que había soñado.

Serrano se sentía en una atmósfera espiritual extraña en presencia de aquel niño: observaba en él algo desconocido, una de esas novedades que sólo puede ofrecer la experiencia, que no cabe prever, adivinar o suponer. Era algo así como una imagen de la debilidad, de la enfermedad, de la tristeza última, de la muerte, en un ser lleno de gracia, expresión, viveza; casi nada carne, hecho de nervios, tules, cintas de seda; todo fúnebre, marchito, pero impregnado de luz, amor, inteligencia. No sabía cómo explicarse la fascinación que en él producían aquellos ojos inocentes, fijos en los suyos, y aquella charla inagotable, preñada de visiones de ultratumba, mezcladas con las cosas más triviales de la tierra. De repente pensó Serrano:

-¿Qué impresión me causaría una mujer que se pareciera a este niño... en estas cosas raras?

-Dime -preguntó, sin pensar en contener el impulso de la curiosidad-: ¿a quién te pareces tú, a tu papá o a tu mamá?

-A mamá.

-A la mamá, mucho: es el retrato de su madre, confirmó la doméstica.

Serrano sintió un estremecimiento frío.

Nunca había pensado en la mujer como en un consuelo, como en un regazo para los desencantos del alma solitaria, incomunicable: sin saber por qué, esta idea le llenó la mente, mientras sus ojos se clavaban en aquel niño, como aspirando, en fuerza de imaginación y voluntad, a producir en él la absurda metamorfosis de convertirlo en su madre. ¿Cómo sería aquella madre? El deseo ardiente de verla fue para el filósofo de treinta años una voluptuosidad intensa, como un día de verano al fin del otoño; la presencia de la juventud en el alma, cuando ya se la había despedido entre lágrimas disimuladas. «Caterina Porena», pensó, hablándose en voz alta para sus adentros. Y estas dos palabras, que poco antes no le habían sonado más que a italiano, ahora tenían una extraña música sugestiva, algo de cifra babilónica; eran como el sésamo de nuevos misterios de la sensibilidad que no semejaban al misticismo, impersonal, anafrodita. También se acordó de repente de unos versos suyos, allá, de la adolescencia, que se titulaban El amante de la bruja. No recordaba la poesía al pie de la letra, pero el pensamiento era este: «un joven, casi niño todavía, tímido, de pasiones ardientes, siempre ocultas, estudioso, gran humanista a los quince años, había pedido a la musa de Horacio, cuyas odas lúbricas y epístolas nada castas había devorado con el doble placer de la voluptuosidad literaria, una visión a quien amar, una querida fiel en el sueño, la mágica Canidia aunque fuera, y el súcubo había acudido a su conjuro; mas, en vez de los torpes placeres del misterioso Cocytto, el adolescente había saboreado en los besos de la Canidia romántica el amor triste y profundo, ideal, caballeresco; y la bruja, que era de nuevos tiempos, no iba a celebrar los sortilegios al monte Esquilino, sino al aquelarre de Sevilla, todos los sábados; era la bruja de la Valpurgis y no cualquiera de las Pelignas; era una bruja que montaba en la escoba por neurosismo, que padecía la brujería como una epilepsia, pero que en las horas del descanso, pálida, descarnada, palpitando aún con los últimos latidos de las eclampsias infernales del aquelarre mágico, besaba y abrazaba, llevada de amor puro, casto, ideal, a su pobre adolescente, que por aquellos besos sufría el tormento de su vergüenza de ser esposo de la bruja, y de su vergüenza de partir su ventura con el diablo».

Mientras Serrano pensaba y recordaba tantas y tan extrañas cosas, no pasó más tiempo del que tardó en temblar de frío. La doncella rubia, que cuidaba de Tomasuccio, preguntó al filósofo:

-¿Quiere usted que cierre la puerta?

-¿Por qué?

-Porque parece que tiene usted frío: se ha puesto pálido y le he visto temblar. Este comedor es húmedo y demasiado fresco. Por esa puerta entra la muerte.

-Sí, cierra -dijo Tomasuccio-; yo también tiemblo de frío.

Serrano reparó entonces en la estancia triste y desnuda en que comía; a la prosaica desilusión de toda mesa de fonda pobre y desierta, se añadían en aquella los horrores de una escasez y sordidez no disimulada en vajilla y manjares y en todos los pormenores del servicio. Sobre el extremo de la mesa, adonde no llegaba el mantel, se destacaban dos botijos de barro, ánforas de Octubre, que daban escalofríos en aquella noche húmeda y fría de un invierno anticipado.

-Aquí no se come más que perdices, dijo Tomasuccio. Pero no se crea usted... es que están muy baratas.

Serrano, con profundísima tristeza, se quedó pensando en los botijos, en las manchas del mantel, en el piso de ladrillo resquebrajado, en las perdices eternas por lo baratas; y era acompañamiento de esta súbita melancolía disparatada el silencio repentino del niño, que se quedó en su silla de brazos, alta, cabizbajo, pálido, ojeroso, sin hacer más que acariciar paulatinamente una mano de la camarera, que él mismo se había puesto debajo de la barba.

-¿Te sientes mal? -le preguntó su nuevo amigo.

Tomasuccio respondió que no con la cabeza.

-Tendrá sueño.

-¡Ca! -dijo la sirvienta rubia-. Ahora le acuesto y se está las horas muertas acurrucado, con los ojos muy abiertos, contándole historias raras a la almohada. A veces llama a su madre y llora un poco. Pero lo primero que hace al meterse en la cama es rezar por el babbo, que es su abuelito, el padre de su mamá, que llama también babbo al difunto. Si no fuera que pronto se encariña con las personas, este nene daría lástima, porque casi todas las noches tienen que dejarle solo sus papás y él necesita muchos mimos. ¿Verdad, Suchio? Pero a mí ya me quieres mucho: ¿verdad, Tomasito?

El niño no contestó; pero tendió los brazos hacia su amiga con pereza cariñosa, sonrió entre dos bostezos, y, después que se vio agarrado al cuello de la doncella, se apretó a ella como una hiedra, inclinó sobre su hombro la cabeza y dijo con voz soñolienta y mimosa:

-Un beso a este caballero.

Serrano besó la frente de Tomasuccio, y cuando se vio solo en el comedor frío y desierto, se sintió mucho más triste que cuando llegaba a la fonda acordándose de sus trece años. ¡Qué soledad la suya en aquella Guadalajara oscura, mojada, helada, sorda y muda! De repente se acordó de su primo el alumno de ingenieros, el prisionero; y fue para él un consuelo inesperado el pensar que a lo menos tenía allí uno de la propia familia.

Bien mirado, a pesar de sus treinta años, él necesitaba, no menos que Tomasuccio, los brazos de una madre...; y no la tenía.

Pero hermana de su madre era su tía, y aquella tía tenía aquel hijo encerrado en un calabozo, allí cerca, y él, su primo, se había olvidado de que debía ir a verle, a consolarle, a libertarle, si podía, cuanto antes. Tomó de prisa café, y salió de la fonda. La noche estaba oscurísima; seguía lloviendo; los pocos faroles de petróleo hacían oficio de faros en aquellas tinieblas húmedas, pero no de alumbrado público.

La Academia estaba cerca: la Nueva a la derecha, a cuatro pasos, hacia la estación; la Vieja, enfrente, en atravesando un paseo con árboles. ¡Bien se acordaba él de todo! A tientas llegó a la puerta de la Academia Vieja, que era donde debía de estar arrestado el primo. Unos soldados muy finos le dijeron que ellos no podían saber si estaba allí el alumno Alcázar, por quien preguntaba. Le hicieron andar por atrios y escaleras y galerías oscuras y resonantes con los pasos de Serrano y de quien le guiaba. Por fin topó con un oficial, muy amable también, que con asombro oyó hablar del arresto del pollo Alcázar. Alcázar no había estado en el calabozo más que ocho días: meses hacía que campaba por sus respetos. Con algún trabajo, previa consulta a los porteros y conserjes de la casa, se pudo averiguar que vivía en la calle Alvar Fáñez de Minaya, no se recordaba en qué número. Más de media hora tardó Serrano en dar con el domicilio de su dichoso primo. El amor a sus colaterales se le había enfriado mucho con aquellas pesquisas, a oscuras, entre chaparrones, con el barro hasta las rodillas por aquellas tristes calles sin empedrado.

Al fin, en una posada de doce reales con principio, pareció el perseguido militar que hablaba a su madre en elegías familiares, de las Peñas de San Pedro. Estaba de pie, sobre una mesa de juego, con un gorro frigio en la cabeza y una copa de champañas llena de vino tinto, en la mano derecha; con la izquierda accionaba, imitando el vuelo de un águila, según se deducía del contexto, pues estaba pronunciando un discurso, en mangas de camisa, ante una docena de compañeros, no más circunspectos, que le interrumpían a gritos. Ello fue que una hora después Nicolás Serrano, quieras que no quieras, era presentado en la recepción del alcalde prodigioso, como le llamaba Alcázar, gran amigo del presidente del Ayuntamiento.

- V -

Mientras iban Serrano, Antoñito su primo y algunos amigos y colegas de este desde la fonda (adonde había vuelto Nicolás a mudar de ropa) a casa del Sr. Mijares, el filósofo pensaba:

-¡Qué pariente tan lejano es este pariente mío!

Quería decirse: -¡Cuán lejos está su carácter del mío, su pensamiento del mío!

En efecto: Antonio Alcázar había tomado el mundo en una síntesis de alegría. No lo pensaba él en estos términos, pero así era. No por ser propio de la edad, sino porque él era, había sido y sería siempre así: consideraba la vida como una cosa que se chupa, se chupa, hasta que ya no tiene más jugo. Cuando por un lado ya no había más que chupar, a otra cosa. Lo que se llamaba románticamente la ingratitud, no era más que el quedarse una cosa seca, sin pizca de jugo, y el ir a aplicar los labios a otra, sin pensar más en la agotada. ¡Era esto tan natural! Sobre todo, él lo hacía sin malicia. Su madre, a quien pensaba querer ciegamente, adorar, era la víctima constante y principal del egoísmo de Antonio. ¡Quién se lo hubiera dicho a él! Engañar a su madre para sacarle dinero, o lograr el cumplimiento de cualquier capricho, le parecía una obra de caridad, porque era ahorrarle el disgusto de hacerla consentir en una cosa mala, a sabiendas de que era malo.

Antoñico había sido ya artillero, dos años nada más, y pensaba ser marino otros dos, y por fin abogado en su tierra, y después paseante en Madrid.

Todo esto había que ir dándoselo a su madre en píldoras.

Si su madre servía para aquello, el resto de los mortales, no se diga. Antonio Alcázar tenía fama de cariñoso, simpático: se metía por los corazones; sobaba a los amigos, y a las amigas cuando podía; repartía abrazos y hasta besos en las grandes circunstancias; y los seres humanos eran para él juguetes de movimiento, formas vivientes del placer suyo, el de Antonio. Pensaba y sentía y obraba con tan feroz egoísmo sin ningún género de hipocresía; y, sin embargo, no había en el mundo muchacho más corriente, tan bienquisto en cualquier parte. El misterio estaba, aparte de su figura, voz y gestos llenos de atractivo, de alegría comunicativa, en la misma inocencia de su instinto: era un parásito de toda la vida, caro a quien tenía que alimentar alguno de sus placeres. Casi siempre fumaba, montaba a caballo y amaba de balde.

Además, nadie podía asociar al recuerdo de Alcázar ninguna idea triste, ningún suceso desagradable. Él lo decía: fuese casualidad o lo que fuese, nunca había visto un enfermo, lo que se llama enfermo de verdad, ni había asistido a ningún entierro. Nunca había dado el pésame de nada a nadie, ni había transmitido una mala noticia, ni filosofado con la gente acerca de la brevedad de la vida, los desengaños del mundo, etc. Lejos de los negocios complicados que despiertan los odios de la lucha por la existencia, pues su egoísmo de parásito universal le permitía tomar los intereses materiales a lo artista, como cosa de juego, y decir cuando iban mal dadas: allá mi madre, o en su caso: allá mi inglés; a nadie estorbaba, nadie ambicionaba nada de lo suyo.

Olvidaba los agravios (lo que él llamaba así, sin que lo fueran), lo mismo que los favores, no por nada, sino por el gran desprecio que le inspiraba lo pasado: lo pasado era el símbolo de las cosas chupadas ya y arrojadas naturalmente. Despreciaba la historia, pero no tanto como la filosofía. Si aquella era lo que ya no valía nada, la otra era la que no había valido ni podía valer nunca. Porque había algo más inútil que lo que ya no era: el por qué del ser. El placer no tiene por qué. La causa de lo que es, no le importa más que al que tiene ganas de calentarse la cabeza, de averiguar vidas ajenas. Por todo lo cual su primo Nicolás Serrano y Alcázar era, en opinión de Antoñito, un chiflado muy simpático, que a pesar de sus viajes y sus libros gastaba poco y tenía siempre el bolsillo abierto para los apuros de los primos.

Todavía despreciaba otra cosa Antonio más que la historia y la filosofía: era la verdad misma, el asunto de ambas.

¿Qué importaba que las cosas hubieran sucedido o no? ¡Tenía gracia! ¿Servía para divertirse la mentira? Pues ¡viva la mentira! Él nunca refería suceso alguno tal como había pasado, sino tal como se le iba ocurriendo que a él le gustaría más que hubiera sido. Como no la necesitaba, había perdido casi por completo la memoria.

Por este concepto de la verdad con gracia, admitía una clase de filosofía: la maravillosa, la que ofrecía el atractivo de lo extraordinario y de lo nuevo. Era gran defensor de todas las paradojas y de todos los imposibles. Por eso era tan buen amigo del alcalde. El Sr. Mijares, que era un payaso de la política municipal, y otro payaso de la medicina, y el gran payaso de las ciencias misteriosas, del magnetismo animal, tenía en Alcázar un admirador, un apóstol; y es claro que Antoñito se disponía a divertirse mucho con la gran guasa de Caterina Porena y su marido. Lo menos que se figuraba era que entre él y el alcalde iban a regalarle al doctor Foligno unas astas magnéticas que llegaran al techo.

Poco antes de llegar a casa del Sr. Mijares, se le ocurrió a Serrano decir:

-Tiene un niño muy hermoso y muy inteligente: Ha comido conmigo en la fonda.

-¿Un niño -preguntó Antoñito-, la Porena? ¡Bah! Esa gente no tiene niños: no será de ellos: lo habrán robado como los roban los titiriteros; le estarán dislocando el cuerpo y el alma para enseñarle la catalepsia.

-¡Demonio con el pariente! -pensó Nicolás con cierto asco. Y en voz alta dijo:- ¿Conoces tú a Catalina?

-Sí, la he visto esta tarde: me presentó a ella el alcalde. Chico, le fui muy simpático, me apretó la mano y se rió mucho con mis cosas. Es guapa y no es guapa. No: lo que se llama guapa... Pero tiene un no sé qué... y una elegancia... y debe de estar muy... vamos, muy... cuando esté dormida. ¡La gran guasa! Ya veréis al alcalde haciendo fluido en mangas de camisa, como un horchatero trabajando con la garapiñera. Él me dijo que se sudaba mucho. Nosotros vamos a sudar de risa.

Llegaron. El salón del alcalde estaba lleno de lo mejor de Guadalajara. Ya había empezado la función. Las damas, sentadas en cuadro, cerca de las paredes, dejaban libre grande espacio en el medio. Los hombres se amontonaban en las puertas y en los huecos de los balcones; otros procuraban ver y oír desde los gabinetes contiguos. Había silencio como en un templo. En medio de la estancia vio Serrano una mujer vestida de blanco, muy pálida, rubia -tendida más que sentada en una silla-, larga, rígida, con los ojos cerrados. Parecía muerta y vestida para la caja, como aquel Tomasuccio que quedaba en la fonda. Las mismas telas, las mismas cintas de seda ajadas de los mismos colores. Nicolás vio a Tomasillo muerto al fin y hecho mujer; pero lo que sintió al verlo así fue algo de novedad más inesperada, más interesante que lo que había experimentado en la fonda observando al hijo de la Porena. ¡Oh, sí! La madre era cosa más nueva todavía. Aquella mujer de cara pequeña, casi redonda, de cabello de color de oro cubierto de ceniza, de frente ancha, pura y llena de dolor; que fingía dormir, por lo visto, y afectaba, de seguro, un padecimiento nervioso; sintiendo, de fijo, la pena de la vergüenza de su papel grotesco en aquella sociedad de pobres necios; aquella mujer era... tenía que confesárselo a sí propio, una emoción fuerte, llena de angustia deliciosa, algo serio, algo que le arrancaba a sus cavilaciones de alma desocupada y de pasiones apagadas. Era el amor... sin ojos. ¿Cómo los tendría? Tal vez como los de su hijo; pero ¿con qué más?

- VI -

Caterina Porena abrió, por fin, los ojos, que eran pardos; y Serrano, con el ansia de un enamorado entre una multitud, llamaba a sí, con la intensidad de la propia, la mirada de la Porena. Catalina no acababa de verle. Si andaba por allí el magnetismo, ciertamente no salía de los ojos del filósofo, que, sin embargo, estaba sintiendo cosas nuevas y fuertes que debían valer mucho más que el fluido formidable del señor alcalde, y aún más que el fluido sutil y tramposo de Foligno.

No era aquel momento para presentaciones, y Antoñito no se cuidó de poner a su primo cara a cara con el alcalde. Serrano se lo agradeció, y, como Pedro por su casa, se fue acercando, entre codazos discretos, al grupo de hombres más próximo a la sonámbula. Cuando creyó poder verla a su sabor y de frente, con la esperanza no confesada y confusa de que le mirase aquella mujer extraña, aquella cómica de lo maravilloso, histrionisa de las nuevas ciencias ocultas, sólo consiguió contemplar de cerca y frente a frente al doctor Vincenzo Foligno, que sintió su presencia, se volvió un poco, le miró a las niñas de los ojos, le midió de alto a bajo, y apartó en seguida de él la vista con esa rapidez discreta y experimentada que se observa en los reyes ante la multitud hostil o indiferente, y en general en los cómicos, los oradores y cuantos tienen costumbre de ostentar en público su persona. Foligno hablaba, apoyada una mano en la silla en que aún descansaba, jadeante, su mujer; y su discurso en incorrecto español, lleno de italianismos y galicismos, padeció casi un tropiezo con la rapidísima mirada dirigida al filósofo. Estuvo a punto, el orador, de perder el hilo; pero un esfuerzo de atención le bastó para proseguir su relato científico de los progresos maravillosos del hipnotismo.

Era el doctor un hombre muy blanco, de cutis de dama, de mediana estatura, muy airoso y bien formado. Su frac, de corte perfecto, era mucho más nuevo que el vestido de su mujer. El atavío de ella era modesto y cursi en sus blancuras ajadas. Foligno parecía todo un caballero. Su pelo negro, corto, atusado; su bigote fino y estrecho y su mirada melosa y no sin fuego, recordaron, con todo lo demás de su aspecto, al filósofo Nicolás, la presencia elegante y simpática del galán joven de cierta compañía italiana que el invierno anterior había él visto en Roma. En efecto: Foligno parecía un galán de comedia fina, el amante de El Demi-monde, El hijo de Coralia, o cosa por el estilo.

Interesaba como un actor discreto y que finge ocultar bajo su frialdad y circunspección mundanas un alma de fuego, etc., etc. Por todo lo cual, a Serrano, a quien apestaban los galanes de Delpit y los pensadores de por medio de Dumas, le fue desde luego antipático el doctor; pero con una de esas antipatías que atraen, como una sensación amarga que provoca la insistencia. El atractivo de aquella antipatía estaba en las relaciones de aquel histrión con aquella mujer. «Era su marido... o su querido... o su amo: de todos modos era ella cosa de él». El filósofo atendió al discurso del doctor. Lo que decía Foligno estaba muy por encima de la inteligencia del público y muy por debajo de la inteligencia y de la ciencia de Serrano. «Razón por la cual -pensaba el filósofo- si yo discutiera con este, si me pusiese a convencerle aquí de falsario, de charlatán ilustrado, saldría yo perdiendo. A estas gentes tiene que sonarles todo esto a sabiduría».

La voz de Foligno era de timbre suave, algo opaco. El tono, sencillo, afectaba naturalidad y modestia, como lo que iba diciendo con facilidad agradable. Si hablaba de memoria, lo disimulaba bien, porque parecía que se le veía discurrir. Hablaba sin aspavientos, sin calor, de las falsificaciones de su industria. Ya sabía él que había muchísimos charlatanes que convertían en granjería el fruto de la ciencia, etc., etc. Pero fácil era distinguir de gente y gente... Su mujer no hacía milagros: era una enferma, y él un estudiante humilde de la nueva ciencia. Si se presentaba en público, hasta en teatros, como en espectáculo, era por una triste necesidad, cuyos pormenores no interesaban al auditorio. Además, la misma propaganda científica aconsejaba estas exhibiciones, por dolorosas que fuesen en algunas circunstancias, no en las presentes, en que él se consideraba en un círculo aristocrático, de personas ilustradas, discretísimas y de la más esmerada educación. Allí no se le pedirían imposibles, etc., etc. «Las experiencias que acababan de hacer eran de las más sencillas (Caterina había adivinado él olor de un pañuelo a diez metros de distancia, había visto la hora que era en un reloj parado que estaba en el bolsillo de un médico, enemigo no disimulado del alcalde y que no creía en brujas, etc., etc.). En cuanto descansara algunos minutos Caterina, se entraría en una serie de experimentos algo más complicados». Con este motivo, otra digresión histórica en que Foligno probaba conocer, más o menos superficialmente, los últimos tratados de este orden de maravillas, llegando a la reciente obra de Gibier, donde se habla de lapiceros que escriben solos, etc., etc. Aquella semierudición del charlatán le picó un tantico el amor propio a Nicolás, sin que este se diera cuenta de ello; y con esto y lo otro de ser aquel guapo mozo, marido, amante o dueño de Catalina, bastó para hacerle sentir un prurito de contradicción tan extemporáneo como ridículo, si bien se miraba. Esto mismo de comprender y sentir que era ridícula allí toda oposición a la farsa discreta del italiano, le incitaba, a su pesar, a una protesta, y conoció que si se le presentaba ocasión, haría cualquier tontería para dejar corrido al sacamuelas elegante y sabihondo.

Terminado el discurso, acogido por la ignorancia ambiente con murmullos de aprobación, Foligno se sentó al lado de la Porena, las rodillas tocando en las rodillas. Cogió las manos de su mujer y permanecieron, clavados los ojos en los ojos, algunos minutos, como olvidados del concurso, absortos en aquella contemplación muda.

A Nicolás le parecieron, en aquellos momentos, dos amantes que se lo han dicho todo, pero que se quieren todavía. En la mirada de él, más fuerte, con cierto imperio de fascinación, no todo le pareció al filósofo fingido. Pensaba él: «Ahora esto acaso no sea más que farsa. El marido y la mujer deben de saber a qué atenerse respecto al magnetismo animal y... respecto al magnetismo del amor; pero hay, en esa actitud sumisa y como de vencida de la Porena, y en la arrogante y cómicamente misteriosa de Foligno, como huellas de antigua pasión verdadera; la postura, conservada como en una fotografía gastada y borrosa, de horas muy lejanas de verdadera fascinación. Esta mujer debe de haber amado mucho a ese hombre: sus deliquios hipnóticos tal vez fueron algún día una broma pesada para el público estúpido, que fue como eunuco de esta delectación amorosa: acaso hoy mismo se burlan de todos nosotros, gozando todavía en lo que se dicen con los ojos; acaso ganan el pan con los restos de una pasión silenciosa y soñolienta...».

Pensando así crecía en Serrano el odio a las supercherías seudocientíficas, y subía hasta Swendenborg en sus maldiciones, y acaso acaso no perdonaba a Gœthe y a Pascal, sus ídolos, sus debilidades del orden milagroso o portentoso. Lo que más le inquietaba era la indudable superioridad de Foligno, el dominio de energía, y que en algún tiempo debía haber sido de seducción, que mostraba tener sobre su esposa. Cuando al fin ella se quedó o fingió quedarse dormida, o lo que fuese, Nicolás creyó sentir que salía de aquellos labios delgados y algo pálidos la brisa de un suspiro que llevaba discretamente en sus alas invisibles un beso del deleite agradecido hacia los labios del otro.

Había un profundo silencio en la sala. Algunos jóvenes, de la Academia de ingenieros unos, y otros paisanos, miraban con envidia al magnetizador. Pensando, a su modo, algo análogo a lo que cavilaba Serrano, vieron, en lo que acababan de presenciar, algo que les humillaba a ellos y debía de ser sabroso para el señor doctor italiano. El alcalde, que esperaba su vez, se relamía saboreando ya su próximo contacto magnético con la hermosa rubia dormida.

- VII -

Comenzaron los prodigios. El doctor paseó por delante del concurso femenino, y, mientras sondeaba rápidamente la capacidad mental de aquellas buenas señoras, leyéndoles en ojos y gestos los grados de necedad probable, fingiose absorto en las advertencias que de camino exponía; y por fin se detuvo ante una dama muy gruesa, que escogió muy deliberadamente, aunque cualquiera hubiera creído pura casualidad el haberse detenido ante ella el italiano. Era una rica americana que, en compañía de su marido y varias hijas casaderas, vivía hacía algunos años en Guadalajara por acompañar a su hijo único, que estudiaba en la Academia. Su voz era meliflua, y luchaba, para producirse, con la inercia de la grasa. Era un alma de Dios y de guayaba; un terrón de bondad azucarada que se disolvía en sudores, pero oliendo a perfumes.

-Esta señora -dijo el doctor en voz baja- me hará el obsequio de pensar... en cualquier objeto... en un animal, en una fiera... un león, tigre, lobo, pantera... lo que más le agrade.

La señora americana, muy sofocada, encendida y hecha un acueducto que se rezuma, consultó, entre sonrisas, la mirada de su esposo, el cual le dio licencia a su mujer para pensar algo, con un gesto imperceptible para los extraños. Se movió la cándida paloma de Matanzas en su sillón, que se quejó de la carga; y al fin se puso a pensar, con grandísimo esfuerzo de atención y de imaginación, no sin asesorarse antes del doctor.

-¿Dise uté... que en un animal?

-Sí, señora: en una fiera, en un león, un tigre... cualquier cosa...

-¡Sí, sí; etá bien, etá bien!

-¿Está ya?

-Pue sí, señó; ya etá.

Foligno preguntó, de lejos, a la sonámbula, en qué pensaba aquella señora.

-En un animal, respondió una voz perezosa, suave y dolorida.

Aquel «en un animal» le sonó a Serrano a canto elegíaco de una esclava que llora su servidumbre vergonzosa.

Lo que aún no le habían dicho aquellos ojos que habían vuelto a cerrarse sin reparar en él, se lo decía aquella voz, que recogió como si fuera para él solo, como si fuera una caricia honda, voluptuosa, franca: algo semejante a la sensación de apoyar ella su cuerpo, y hasta el alma, en él, sobre su pecho.

-¿En qué animal, en qué clase de animal piensa esta señora?

-En una fiera.

La señora, que efectivamente pensaba en una fiera -a tanto se había atrevido- abría los ojos mucho y apretaba la boca, temerosa de que por allí se le escapara el secreto de su meditación. Cada vez se ponía más encendida: temía vagamente que aquello de ir adivinándole el pensamiento, lo cual ya le parecía inevitable, fuese algo que atentara a su pudor, algo como el que «se la viera alguna cosa» que no se debiera ver. Instintivamente sujetando contra sí la falda del vestido, escondió los pies y se compuso el escote.

-Pero ¿no se podrá determinar más? ¿Qué fiera es esa?...

La sonámbula manifestaba con gestos y débiles quejidos la dificultad de la empresa.

Foligno, apretando el cerco a la adivinación, insistió en su pregunta.

Por fin Caterina dijo:

-Un león.

Así era, en efecto. La americana, como si la hubieran arrancado una muela sin dolor, respiró satisfecha, libre ya de su secreto, y tuvo una grandísima satisfacción en certificar, con su insustituible testimonio, que la señora dormida había dado en el clavo: en un león, aunque no podía decir cuál, estaba ella pensando efectivamente. Toda la familia ultramarina hizo suyo el alegrón y el honor de que le hubiesen adivinado el pensamiento a la buena señora; y el público, en su inmensa mayoría, participó del asombro y de la satisfacción, inclinándose a un optimismo que Foligno cogió al vuelo, prometiéndose sacar partido de él prudentemente.

La mujer dormida también debió oler algo en la atmósfera, que la envalentonó. Cada vez las adivinaciones fueron más complicadas, exactas y atrevidas. Lo de menos fue que dijese cuál era la carta de la baraja en que pensaba una señorita, que era efectivamente el as de oros; y en qué tenía puesto el pensamiento la señora del Gobernador militar, que lo tenía puesto en sus hijos, que habían quedado en casa durmiendo. También el sexo fuerte tuvo que rendir parias, como decía un coronel, a la evidencia de lo maravilloso: a él también se le adivinaron ideas y voliciones. El jefe de ingenieros de montes era de los más tercos: quería explicárselo todo por los artículos de física y química que él leía en la Revista rosa, y no podía. En cambio, un Marqués muy buen mozo y muy fino, declaró solemnemente y varias veces (y su voto era de calidad, porque muchos de los presentes le debían favores, dinero inclusive)... declaró que la Porena se había detenido, en un paseo que dio dormida, bajo la araña de cristal, ni más ni menos en el sitio en que él había querido que se parase; declaró, otrosí, que las iniciales de su tarjetero eran las que ella había dicho, y tenían, en efecto, por adorno un pensamiento de plata y otro de oro esmaltado: ¿Se quería más? Foligno, triunfante, huía, en sus idas y venidas, de tropezar con el cuerpo o con las miradas de Serrano. Pero Antoñito, el primo, a quien la sonámbula había adivinado también una porción de cosas, probando con ello verdaderas maravillas de penetración; Antoñito, que había tomado cierta confianza con Foligno, a manera de testigo falso, le dijo:

-A ver si usted hace alguna experiencia con este caballero, que es mi primo y debe de ser incrédulo... y sabe mucho de filosofías.

Foligno se turbó un poco, tardó en contestar; pero, repuesto en cuanto pudo, se volvió a Serrano con mirada valiente, de desafío, si bien acompañada de gestos de perfecta cortesía.

-¡Oh, sí! Con mucho gusto. Pero este caballero sabrá que en los refractarios estas pruebas se hacen con dificultad. Sin embargo, ensayaremos.

Se ensayó un paseo, como el del Marqués complaciente.

Catalina, con paso lento, pronta a detenerse a cada segundo, pasó cerca de Serrano, muy cerca, rozando su cuerpo con el pobre vestido blanco, con las tristes cintas ajadas, iguales que las del traje de Tomasuccio, de quien el filósofo se acordó con cariño y tristeza.

-Piense usted en un sitio determinado en que ella ha de pararse, dijo el doctor colocándose junto al supuesto incrédulo.

A Serrano le costó trabajo fijar el pensamiento en tales nimiedades: sólo por un escrúpulo de sinceridad consiguió, con grande esfuerzo, tomar en serio aquello por un minuto, y pensar en un rosetón de la alfombra, algo distante, donde quería que la sonámbula se detuviera.

El doctor miraba a Serrano, Serrano al doctor, ambos inmóviles. Nicolás no hizo gesto alguno. Catalina no se detuvo donde era necesario, sino dos pasos más adelante.

-¿Era allí? -preguntó el doctor con voz algo insegura.

Sin darse cuenta de lo que hacía, olvidado de Tomasuccio, de aquella mujer que le parecía cosa de sus ensueños y que todavía no le había mirado, sintiéndose ridículamente cruel y Quijote de la verdad, tal vez impulsado por su odio a la farsa y al doctor y por el tono de desafío que creyó leer en la pregunta, Serrano dijo en voz muy baja, con tono irónico y de resolución:

-¿Qué quiere usted que diga?

El doctor fingió no oírle, y repitió la pregunta. Serrano, insistiendo en su crueldad volvió a decir; ahora en italiano:

-¿Qué quiere usted que diga: que sí... o que...?

El doctor, como picado por un bicho, dio un paso atrás huyendo de aquellas confidencias, de todo secreto, rechazando toda connivencia y todo favor.

-¡Oh, caballero! Diga usted la verdad; nada más que la verdad.

-Pues la verdad es que esta señora no se ha detenido donde yo quería, sino mucho más lejos.

Estupefacción y disgusto generales.

El Marqués complaciente sonreía cerca del filósofo, atusándose el bigote. Daba a entender que él era mucho más galante que aquel desconocido.

En aquel momento, Caterina Porena, con los ojos pardos abiertos, volvió a pasar junto a Serrano, pero sin mirarle todavía.

- VIII -

Hubo un entreacto. A las señoras se les sirvió un refresco, y los hombres salieron a los pasillos y gabinetes contiguos a fumar y discutir. Serrano, objeto de general curiosidad, sintiéndose en ridículo a sus propios ojos, por no estarlo también ante los demás, hizo prodigios de gracia y de ingenio. Sin pedantería, como dando poca importancia a la polémica, demostró a muchos de aquellos señores, capaces de entenderle, sus conocimientos psicológicos y fisiológicos, muy superiores, sin duda, a los de Foligno. Este, en vez de rehuir un encuentro con el descreído, lo procuró, y, amable, risueño, también buscando gracia y descuido en sus maneras y palabras, defendió su causa como un cómico una comedia que está representando y que es discutida entre bastidores; comedia que él hace en las tablas, pero que al cabo no es obra suya. Los chistes, los incidentes de las conversaciones, los vaivenes de la multitud, estorbaron bien pronto a los contendientes; se perdió o se dejó perder el hilo de la argumentación; el público admiró los conocimientos de Serrano y los de Foligno; y estos, al despedirse, porque se reanudaba el espectáculo, se apretaron la mano sonriendo y se declararon, con sendos ofrecimientos, buenos amigos.

Cuando los caballeros volvieron al salón, el alcalde, en mangas de camisa, sudaba como un mozo de cordel, cerca de la sonámbula; sudaba porque no era para menos el ejercicio de brazos y cintura a que se entregaba para fabricar el fluido que él creía indispensable para aquella grande experiencia. Como se pudiera quejar de una máquina oxidada, se lamentaba de las dificultades que la falta de uso oponía a su buen propósito de convertirse cuanto antes en un emporio de magnetismo.

La Porena, sentada en su silla, permanecía inmóvil, seria, triste, lo mismo que cuando su marido comenzaba a dormirla. Mijares daba vueltas alrededor de su víctima como si quisiera enterrarla bajo un Osa y un Pelión de fluido magnético de primera clase.

Como allá, hacia una de las puertas del salón, donde se aglomeraba la multitud del sexo fuerte, sonaran algunas risas sofocadas, el médico alcalde se volvió indignado, y, suspendiendo los pases que le hacían sudar, mientras arremangaba más y mejor los puños de la camisa, pronunció una enérgica filípica, especie de bando oral, en que, invocando su triple autoridad de alcalde-presidente, amo de su casa y doctor en medicina, conminaba a los incrédulos irrespetuosos con la pena de poner de patitas en la calle al que se burlase del fluido más poderoso que había en toda la provincia, del fluido del alcalde-presidente del Ayuntamiento.

-Señores, concluía, si me cuesta más tiempo y más trabajo que al doctor extranjero dormir a esta señora, es porque hace mucho tiempo que ya no me ejercito; pero ella dormirá: ¡vaya si dormirá!, ¡ya lo creo que dormirá!

Esto último lo decía con un tono tan enérgico, que no dejaba duda posible respecto a sus condiciones de mando y valor cívico.

El público, que si no creía en el fluido del alcalde, le tenía por muy capaz de hacer una alcaldada en su propia casa, guardó silencio más o menos religioso, pero absoluto. Los pollos esperaban que todo aquello acabaría en un poco de baile, y no quisieron aguar la fiesta. Nadie volvió a reír.

Foligno, muy grave, miraba con grande atención al magnetizador, que parecía trabajar en una cabria invisible. Serrano estaba indignado. Aquel joven fino, simpático, listo, instruido; y, lo que era peor, aquella mujer interesante, hermosa, que a él le estaba llegando al alma, aun sin haberle mirado, se prestaban a aquella farsa ridícula por miedo, por adulación. ¡Luego ellos eran también unos farsantes!... ¡Se jugaba allí con cosa tan seria como los misterios del hipnotismo!

Por fin Caterina cerró los ojos: estaba dormida. El alcalde, triunfante, se irguió; paseó la mirada en torno con aire de vanidad satisfecha, se limpió el sudor de la frente, y con ademán solemne entregó a la sonámbula al brazo secular de su marido:

-Ahora usted haga los experimentos que quiera. Ella está bien dormida.

No hubo risas. Algunos ya empezaban a creer en la fuerza magnética de la autoridad.

Antoñito se había acercado a su primo y hablaba con él fingiéndose creyente fervoroso del alcalde magnético, como él decía.

Foligno se aproximó a ellos y les invitó a poner cada cual un dedo, el índice, sobre la cabeza de Catalina, la cual, por el contacto de las yemas, conocería siempre a la misma persona.

Con no poca vergüenza y grandísima emoción, y emoción voluptuosa y alambicada, Serrano se acercó, por detrás de la silla que ocupaba Caterina, a su cabeza, y suavemente apoyó en ella la yema del dedo. Lo mismo hizo Antonio. La Porena, a los pocos segundos, levantó el brazo derecho con graciosa languidez, y, sin vacilar, cogió con su mano tibia y dulcemente suave la mano del filósofo.

Ya sabía él, por sus lecturas y observaciones, que en el contacto hay misterios de afinidad y simpatía, revelaciones de la unidad cósmica, etc., etc.; pero nunca hubiera creído que una mano de mujer desconocida, agarrándose a la suya con fuerza, sin verse las caras ella y él, Catalina y Serrano, pudiera decir tantas cosas. Aquella mano ciega había ido a la suya como a un imán, sin vacilar, como a un asidero, llena de dulces reproches, llamándole ingrato, torpe, incrédulo, inundándole el cuerpo entero de un calor simpático, familiar, casi aromático, cargado de sentido voluptuoso sin dejar de ser espiritual, puro. ¡Qué sabía él! Aquel contacto era una revelación evangélica del amor en el misterio. Y además... ¡el amor propio! ¡qué orgullo, qué dulcísimo orgullo! Lo que en otras circunstancias le hubiera parecido una pueril vanidad, ahora se le antojaba legítima satisfacción. -Afinidades electivas -pensaba.

Foligno cambió la experiencia: separó suavemente con la mano al primo de Serrano, y en silencio invitó a otro joven a ocupar su puesto. Las manos se apoyaron en la cabeza de Catalina, cruzándose. Catalina volvió a coger, volvió a estrechar la mano del filósofo. Se repitió la experiencia otras cuatro veces, siempre apoyándose en la cabeza de la sonámbula el dedo de Serrano, y siempre siendo de persona distinta el otro dedo. Catalina no se equivocó nunca: las seis veces apretó la mano del filósofo.

El público estaba impresionado, por completo vencido. Se opinaba que aquel joven madrileño, aquel Santo Tomás del hipnotismo, debía de estar persuadido ya, lleno de fe. En cuanto al alcalde, reventaba de satisfacción. ¡Era su fluido el que hacía aquellos milagros!

Foligno, sólo él, notó un movimiento en el rostro de su esposa, y de repente, como inspirado, se volvió hacia Nicolás, y, con sonrisa entre amable y cortésmente burlona, dijo en alta voz:

-Este caballero que no quería creer, resulta un excelente medio de experimentación. Caterina se siente capaz ahora de penetrar en el espíritu del incrédulo y leer allí de corrido. ¿No es verdad, Catalina? ¿Dirás lo que piensa este caballero?

Con voz apagada y lentamente, la sonámbula fue diciendo:

-Sí... sé... lo... que pensó... Diré lo que pensó...

Serrano, que aún sentía en la piel, y más adentro, el calor, que parecía cariño, de la mano de la Porena; que se sentía como ligado a ella por hilos invisibles que nada tenían que ver con el magnetismo, padeció un escalofrío al oír hablar de aquella suerte a la mujer del farsante, que se dejaba dormir por el fluido del alcalde. La superchería le indignaba, pero le fascinaba la mujer.

-¿Qué irá a decir? -pensó.

El público no respiraba, todo atención y pasmo. Era aquello para él una especie de desafío entre el milagro y la incredulidad. Sin duda iba a vencer el milagro. La Porena prosiguió:

-Ese caballero... incrédulo... no debiera serlo. Una noche... se le apareció Santa Teresa y él no lo quiso creer. La vio, y se lo negó a sí mismo.

- IX -

Serrano dio un grito; un grito nervioso, de miedo. Se sintió muy mal, como antaño, antes de sus viajes; peor que nunca: todo lo que presenciaba se le figuró que estaba en su cabeza: estaba delirando, tenía ante los ojos la alucinación... ¡Santa Teresa! Era verdad, la noche del tren... ¡y volvía! Aquello era el ritornello de la locura... ¡La alucinación! ¡Qué horror! Se había dejado caer en una silla, temiendo un desmayo, con las piernas flojas y frías. El alcalde, el primo Antoñito y muchos más caballeros, le rodearon. En la confusión del susto se olvidó por un momento la causa de este por atender al forastero, que estaba pasmado, pálido, tal vez próximo a un síncope; pero los que estaban más lejos, los demás que no habían podido llegar cerca de Serrano, se decían, todos en pie:

-Pero ¿es verdad? Pero ¿es verdad? ¿Ha acertado la Porena?

Nadie había advertido un movimiento de Catalina como para levantarse de la silla, ni el gesto imperioso y rapidísimo con que Foligno la contuvo, apoyando fuertemente una mano sobre la espalda de su mujer.

El alcalde médico tomaba el pulso a Serrano. Antoñito pedía tila, azahar. Otros proponían llevar a una cama al enfermo...

-¡Que respire, que respire! -gritaban los de más lejos-. ¡Darle aire!

Serrano, que seguía sintiéndose muy mal, aunque menos asustado, entre mareos y náuseas y temblores, procuraba separar de su lado, con las manos extendidas, la multitud que le rodeaba... quería ver... ver si... aquella mujer estaba allí... si alguien había dicho, en efecto... aquello...

Incorporándose y dejando libre algún espacio delante de sí, volvió a ver a la Porena que en aquel momento abría los ojos, los ojos que dulcemente, llenos de curiosidad y honda simpatía, se clavaban en los del filósofo.

«Pero entonces... -pensó y dijo entre dientes Serrano- entonces... no es alucinación... esa mujer está ahí... realmente...». ¡Oh, sí! Allí estaba: aquellos ojos eran los de Masuccio, que quedaba en la fonda dormido; pero llenos de idealidad, de poesía, del fuego de pasión pura que no cabe que haya en los ojos de un niño. Aquellos ojos le volvían al mundo, le sacaban del abismo horroroso del pánico de la locura: aprensión tal vez no menos terrible que la demencia misma. Aquellos ojos eran el mundo del afecto, de la realidad tranquila, ordenada, buena, suave. Quedaba sin explicación, eso sí, el cómo aquella mujer sabía que él hubiera creído ver a Santa Teresa en una alucinación. Todo se explicaría, y si no, poco importaba. Él estaba en su juicio y aquellos ojos le acariciaban: esto era lo principal. Lo malo era, mal accidental, que la digestión estaba cortada y ya no tenía compostura. Sí, no cabía dudarlo: el susto, el miedo, la locura, le habían interrumpido la pacífica... digestión. ¡Claro! ¡Acababa de comer! Quiso sacar fuerzas de flaqueza, serenarse, estar tranquilo, tranquilizar al concurso, y, una vez que ya se había dado en espectáculo, no quiso retroceder: quiso llegar hasta el fin de la manera más airosa posible. Además, le punzaba el deseo de acercarse a Catalina, de hablar con ella, de averiguar cómo ella sabía su secreto, que a nadie había comunicado; el secreto de sus aprensiones de alucinado.

-Lo que esta señora ha descubierto es verdad -dijo dirigiéndose al alcalde y a Foligno. Entendámonos: es verdad... que en cierta ocasión tuve ante mí una mujer que desapareció no sé cómo, y que se me ocurrió como una obsesión la disparatada idea de que fuese una alucinación que me representaba a Santa Teresa. Pero yo esto, lo confieso, no lo he dicho a nadie en el mundo. Esta señora, ciertamente, ha tenido que adivinarlo.

Nicolás no pudo continuar: tuvo otro mareo, más escalofríos, perdió la vista, y sintió hormigueos de la piel en el brazo izquierdo, que quedó insensible.

-Señores, me siento mal: una jaqueca.

-¿Acaba usted de comer? -preguntó el alcalde.

-Sí, señor -dijo Antonio-. Con la sorpresa, con la emoción...

-Sí, sí: un pasmo.

-Efectivamente, es pasmoso lo que acaba de suceder.

-Vean ustedes, y todo con mi fluido.

Foligno, triunfante, disimulaba su alegría, lamentándose de la mala suerte, del accidente, de la digestión interrumpida, etc.

Serrano tuvo que retirarse. En el coche del alcalde se lo llevaron a la fonda Antonio y sus amigos. La reunión no se deshizo en seguida, porque faltaban los comentarios. Se olvidó pronto la indisposición del madrileño para no pensar más que en el milagro de la Porena. ¡Le había adivinado su secreto pensamiento de hacía tanto tiempo! ¡Y qué secreto! Las mujeres se inclinaban a creer en la autenticidad de la aparición de Santa Teresa al incrédulo, al nuevo Saulo del magnetismo.

Catalina y su esposo se despidieron pronto, sin más experimentos. Foligno, después de tamaño triunfo, no quiso demostraciones menos importantes de su ciencia oculta.

Además, la Porena estaba fatigada, fatigada de verdad. En cuanto volvió el coche del alcalde, hizo un segundo viaje a la fonda con el matrimonio. Se disolvió la tertulia. Todos se marchaban admirados. Sólo al ingeniero jefe de montes se le ocurrió decir, en el portal, a unos cuantos jóvenes:

-Señores, a mí no me la pegan: ese madrileñito y esos comediantes... estaban de acuerdo.

-¡Pero, hombre -le dijeron- si él es primo de Antoñito, y hombre muy serio, y se puso enfermo de verdad!...

-Pamplinas, pamplinas: han querido burlarse de los pobres caracenses.

En uno de los libros de Nicolás Serrano, en uno de aquellos en que él apuntaba la historia de sus reflexiones, a saltos, sin repasarlos jamás, se leía este fragmento:

«...Tomasuccio me puso en relación doméstica con sus padres. Me llevó de la mano hasta el cuarto de la fonda que ocupaban ellos, y me hizo entrar. El doctor me recibió con una amabilidad que me pareció falsa por lo excesiva. Catalina me sonrió, y su palidez, que siempre era mucha, se tiñó, al verme, de un color de rosa que duró poco en sus mejillas. El pretexto para llegar yo allí fue, aparte de la ocasión, el empeño de Tomasillo, el volver a Catalina el álbum que por la mañana me había enviado al saber que yo estaba en la misma fonda. En una tarjeta me pedía algunos pensamientos para llenar una página de aquella colección de elogios hiperbólicos, de versos y dibujos. Yo tuve el capricho de escribir varias máximas de autores alemanes, que recordaba de memoria, en alemán, y que sin traducir pasaron al álbum. Más o menos directamente, todas ellas iban contra las supercherías de las adivinaciones, de los portentos del género que cultivaba aquella pareja italiana.

»Al entregar su álbum a la Porena, esta buscó con ansiedad, que disimulaba mal, la página mía.

»-¡Ah! -dijo al verla-. Yo no entiendo esto. Debe de ser... alemán.

»Foligno tampoco podía traducirlo.

»-Pues yo no lo traduzco -exclamé yo, que no me atrevía a decir cara a cara a aquellas gentes que no creía en sus milagros, a pesar de la inexplicable revelación de la noche anterior.

»-No faltará quien lo traduzca -dijo la italiana. Y cerró el álbum de prisa, colocándolo después en su regazo y oprimiéndolo contra su cuerpo, como quien abraza estrechamente.

»Hablamos de muchas cosas: unas relativas al sonambulismo y otras no; pero yo no quise aludir a los sucesos de la víspera, y ellos tampoco hablaron de tal escena.

»Sin saber por qué, prolongué mi estancia en Guadalajara por ocho días: no volví a Madrid hasta el día siguiente de salir los Folignos para Zaragoza. En aquella semana dieron varias funciones en el teatro. Asistí a ellas desde bastidores, porque se había divulgado el portento de que era yo principal actor, y no quise nuevas exhibiciones. A las cuarenta y ocho horas de conocerle ya quería yo a Tomasuccio como a un hermanillo, que venía a ser para mí como un hijo. Él se metía por mí y me obligaba a estrechar relaciones con sus padres. Siempre que en mi presencia daba Catalina un beso a su hijo, yo le daba otro. Aquella mujer era en el retiro de su hogar... de la fonda, diferente de la que se veía en el teatro representando su comedia de pitonisa moderna. Parecía más hermosa, pero aún más amable; había en ella menos misterio melancólico, pero mayor pureza de gestos; el atractivo de una poética virtud casera. Sí, sí: era una honrada madre de familia que ganaba el pan de los suyos con oficios de bruja. Mi presencia (a mí mismo puedo decírmelo) la turbaba, como la suya a mí. Foligno nos dejaba solos muchas veces. Hablábamos de mil cosas; nunca del placer, cada vez más íntimo, de estar juntos, de contarnos nuestra historia; nunca de la aventura de aquella adivinación. Pero la noche anterior a nuestra separación, probablemente eterna, pensábamos (ausente Foligno, que estaba arreglando cuentas en la administración del teatro; dormido Tomasuccio, al pie de cuyo lecho estábamos los dos), comprendimos que teníamos algo que decirnos antes de separarnos. De dos asuntos quería yo hablar. Cuando mis labios iban a romper el silencio para abordar la materia más importante y más difícil, la que era más para callada, Catalina me miró a los ojos, me adivinó otra vez, y tuvo miedo. Se puso de pie, pasó la mano por la frente de su hijo dormido, y, volviendo a sentarse, sonrió con dulcísima malicia, y dijo, antes de que hablara yo:

»-Usted, amigo mío, me oculta algo... calla usted algo... que quisiera decir.

»-Sí, Catalina: yo...

»-Sí: usted quisiera saber cómo yo pude adivinar, gracias al fluido magnético del señor alcalde...

»Comprendí su prudencia, su lección, su miedo. Me levanté, besé en la frente a Tomasuccio, y, oculto en la sombra del pabellón de aquella cuna de la inocencia, me atreví a hablar de todo... de todo menos de lo más importante.

»Catalina supo de mi curiosidad contenida; supo más; le confesé que era para mí causa de disgusto aquella sombra de superchería que quedaba en el misterio. Mi simpatía hacia aquella familia, con que me habían unido de corazón lazos del azar, padecía con aquella sombra de superchería, de... comedia, llegué a decir. Estuve casi duro, demasiado franco. Pero ella entendió bien mi idea. Mi amor a la verdad, a la sinceridad, era muy cierto; mi amistad, también muy seria y muy cierta: la sospechada superchería se ponía en medio y me lastimaba. No dije nada de amor, no la separé a ella de su marido al hablar de mi afecto; iban los tres juntos: los cónyuges y el niño. Catalina me entendía y me agradecía aquella preterición de lo que me estaba adivinando en la voz temblorosa.

»No recuerdo sus propias palabras de cuando me contestó. Recuerdo que tardó en hablar. Otra vez acarició la frente del niño, se paseó por el gabinete, y al volver a mi lado estaba cambiada: sus ojos brillaban; su tez, encendida, parecía despedir pasión eléctrica, no sé qué; todas sus facciones se acentuaron, adquirieron más expresión, más fuerza... estaba menos hermosa y mucho más interesante. Vino a decir, con voz algo ronca, que yo tenía derecho a que ella no guardase el secreto de su arte por lo que se refería a nuestra aventura. Me engañaba, según ella, si creía que era farsa aquella enfermedad que padecía y que le servía para dar de comer a su hijo. No me podía explicar muchas cosas que no eran su secreto exclusivo, sino el de su familia: esto sería una infidelidad. Pero... en lo que tocaba a nuestras relaciones, a mi aventura..., todo había sido puramente natural... aunque Dios sabía si en el fondo sería aquello no menos misterioso que lo pasado en el mayor misterio: Yo venía, prosiguió diciendo con palabras equivalentes a estas, de Segovia a Madrid. En el coche que me llevaba a la estación en que había de tomar el tren, creo que la de Arévalo, viajaba también un sacerdote que iba a esperar a unas monjas, hermanitas de los pobres, las cuales, para cuidar un enfermo de no recuerdo qué pueblo, debían llegar de la estación anterior a la en que iba yo a tomar el tren. En Arévalo el sacerdote me acompañó al andén. Juntos buscamos a las monjas. Venía una sola... y ¡cómo venía! Como un revisor, en pie sobre el estribo y agarrada al picaporte de una portezuela. Un empleado de la estación la salió al paso antes que mi señor cura la reconociese; y reprendiéndola estaba por su modo de viajar, cuando intervenimos nosotros. La monja, casi llorando, explicaba su conducta. La hermana Santa Fe no había podido venir: se había puesto enferma horas antes de pasar el tren. El párroco de no sé dónde, de aquel pueblo, había visto la necesidad de enviar a la hermana Santa Águeda sola, y esto porque el caso no daba espera y él no podía acompañarla. Le había metido en un reservado de señoras. Ella había aceptado porque el viaje era corto, entre dos estaciones intermedias, y reconocía lo apurado del asunto. Pero en el reservado de señoras no iba más señora que un caballero, un joven, un joven dormido... que podía ser un libertino o un ladrón. A ella, a la Santa Águeda, le había entrado el pánico del pudor... y sin encomendarse a Dios había abierto la portezuela con gran sigilo, y muy agarrada a la barandilla y al picaporte había salido del coche... y había llegado a Arévalo, como habíamos visto. Los comentarios del suceso duraban todavía entre el sacerdote, mi compañero de viaje, la monja y el empleado, cuando la locomotora silbó y tuve que meterme a toda prisa en el tren. Vi un coche con una tabla colgando de la portezuela. 'Este será el reservado verdadero -pensé-; aquí no irán hombres'. Y allí entré. Caí en el mismo error que los que embarcaron a la monja. No era reservado: era el coche en que no se consentía fumar, según vi cuando salí de él. En efecto, allí había un joven solo, un joven dormido. Yo no tuve miedo; yo no escapé. Al llegar a este punto Catalina vaciló, calló un punto, y con más brasas en el rostro, dijo por fin:

»-Esto... es una especie de confesión. Yo no soy una santa: soy... mujer... curiosa... indiscreta. Además, mi obligación es, lo manda el arte, mi obligación... es enterarme de todo lo que la casualidad quiere hacerme aprender; siempre que la curiosidad me acerque a un objeto del cual deseo saber algo, que ofrece posibles consecuencias provechosas... mi obligación es oír la voz de la curiosidad. Así lo hice. El sueño de aquel joven era inquieto...; parecía soñar, murmuraba frases que yo no podía entender. A su lado, sobre el almohadón, había un libro de memorias abierto. Esto parece tan imposible como el adivinar, pero es más natural. Cogí el libro con el mismo sigilo que la monja había empleado para escaparse. No había miedo: el viajero dormía profundamente. La rapidez de mis movimientos era para mí guardia segura: antes que él tuviera tiempo de despertar por completo y darse cuenta de mi presencia, estaba yo segura de poder dejar el libro en su sitio, sin que su dueño notara mi curiosidad. Con grandes precauciones me puse a hojear el libro. Yo no entendía aquello: las letras eran muy raras y desiguales: no eran del alfabeto que yo conozco. Ya iba a dejar donde le había cogido el cuerpo del delito, defraudada mi mala intención, cuando llegué, al pasar hojas, a la última. Allí vi letra inteligible. Me puse a leer con avidez, y leí mil abominaciones contra el milagro y la superstición, y a vueltas de todo esto la declaración de su miedo de usted, de su miedo a las alucinaciones. Allí se decía bien claramente, en pocas palabras, que había creído usted ver a Santa Teresa en un rincón del coche. Lo demás lo comprendí yo atando cabos. Lo singular, lo excepcional, lo milagroso, lo inverosímil de la aventura, de la coincidencia, me impresionó sobremanera. ¡Cuántas veces he pensado en el viajero, en la monja y en la visión! El joven, usted, siguió dormido. Al llegar a la primera estación se movió un poco, suspiró, tal vez despertó, pero sin incorporarse, sin abrir los ojos. Se abrió la puerta del coche, entraron un viejo y una vieja, y yo salí para buscar el verdadero reservado de señoras.

»-Es verdad, interrumpí yo. Recuerdo que llegué a Madrid acompañado de una pareja de sesentones que nada tenían de aparecidos.

»-Pero el verdadero milagro -prosiguió Catalina- está en habernos vuelto a encontrar. Es decir, en volver yo a encontrarle a usted. Ahora quien dormía no era usted: era yo.

»-Pero usted no me vio...

»-No le vi a usted hasta que volvió al salón cuando el alcalde me estaba magnetizando. Yo le veía a usted... con los ojos casi cerrados: Le reconocí en seguida: formé mi plan inmediatamente. ¡Si viera usted qué emoción! Un incrédulo que quería quitarme el pan de mi Tomasuccio, que no quería que yo pudiera vestir a mi niño... ni siquiera con tul viejo y cintas ajadas. Mi superchería fue mi arma. Avisé a Vincenzo, a mi marido; me entendió... y vino el segundo milagro... el segundo, porque el primero, el mejor, el importante, era el otro. Aquella casualidad de habernos vuelto a encontrar, venía a coronar la otra serie de casualidades.

»-Todo esto en un cuento parecería inverosímil.

»-Pero todo es verdad: luego fue posible.

»Además, cosa por cosa, nada es extraordinario... mucho menos lo que más lo parece, lo principal, el atreverme yo a leer su libro de memorias.

»-¿Y el escribir yo aquello, nada más que aquello, en letra ordinaria? (En efecto, después busqué en mis apuntes la narración y las reflexiones a que Catalina aludía, y en letra bastardilla estaban escritas; en letra rapidísima, pero clara).

»-Eso se explica por la emoción con que usted escribiría: no le dio tiempo a recordar su costumbre de usar letras exóticas: escribía usted como escribirá lo que le importa más; todo lo que no sea para sus Memorias.

»-De modo que, según usted, no hay milagro.

»-¡Oh, sí! ¡Evidente! El milagro está en el conjunto; en la reunión de todo eso... ¡en tantas coincidencias!

»Los dos callamos, nos miramos fijamente, leímos, confrontando las almas, el respectivo pensamiento. Pero nadie leyó en voz alta. Se oía la respiración algo fatigada de Tomasuccio.

»Los dos atendimos al niño; ella le tapó mejor; yo arreglé los pliegues del pabellón de la cuna. Y, como si hubiéramos cambiado de conversación, me atreví a decir:

»-Después de todo, ¿qué mayor coincidencia inverosímil que el encontrarse en el mundo dos almas, dos almas hechas la una para la otra?

»-¡Ah! Sí: es verdad. El amor es un misterio. El amor es un milagro.

»Llegó Foligno. Yo le estreché la mano sin miedo: sin miedo ni a él ni a mi conciencia. Después estreché la de Catalina, aquella mano tan mía, y la estreché tranquilo. Nos miramos ambos satisfechos como dos compañeros de naufragio que se saludan, sanos y salvos, en la orilla.

»Al día siguiente fui a despedirlos a la estación.

»No más unos momentos, muy pocos, estuve a solas con la Porena, mientras facturaba el equipaje el doctor.

»No hablábamos. Me miró sonriendo. Yo fui quien se atrevió a decir:

»-En la explicación de ayer, pensando en ella esta noche, vi dos puntos... oscuros.

»-¡Dos! ¿Cuáles son?

»-¿Cómo viajaba usted sola de Segovia a Madrid?

»-¡Bah! ¡Tantas veces he viajado sola! Foligno tenía que presentarse en Madrid a responder... de una deuda. Era una batalla con un usurero empresario de un teatro. Amenazaba con pleitos, con la cárcel... ¡qué sé yo! Somos extranjeros, tenemos miedo a todo. Foligno aquellos días cayó enfermo en Segovia, y fui yo sola a calmar al enemigo, a darle garantías de nuestra buena fe, a pedir prórroga. ¡Es usted demasiado curioso! Ya sabe usted más de lo que yo debía decir. No pregunte usted más cosas... así.

»-La otra pregunta... el otro punto oscuro...

»No hubo tiempo a más. Foligno llegó. Entraron en un coche de segunda. Un apretón de manos, un beso muy largo a Tomasuccio... y partió el tren.

»¿Hasta cuándo?

»Al día siguiente yo me volvía a Madrid.

»Nota. La segunda pregunta, que no hubo tiempo a formular, era esta:

»-¿Por qué me conocía usted siempre por el contacto de la yema de un dedo?».

- X -

Dos años después de haber escrito Nicolás Serrano en sus Memorias lo que va copiado, se paseaba por Recoletos una tarde de primavera. Una muchacha de quince abriles pregonaba violetas, ramitos de violetas. Algunos árboles del paseo olían a gloria. Las golondrinas, bulliciosas, jugaban al escondite de tejado a tejado, rayando con su vuelo el cielo azul, rozando con las puntas de las alas, a veces, la tierra. Las fieras del carro de la Cibeles, teñidas de la púrpura del crepúsculo esplendoroso, parecían contentas, soñando, como la diosa, al son de la cascada de la fuente. Serrano gozaba de aquellas emanaciones de la Maya inmortal, si no contento, tranquilo por lo pronto, en una tregua de la angustia metafísica, que era su enfermedad incurable. Un perro cursi, pero muy satisfecho de la existencia, canelo, insignificante, pasó por allí, al parecer lleno de ocupaciones. Iba deprisa, pero no le faltaba tiempo para entretenerse en los accidentes del camino. Quiso tragarse una golondrina que le pasó junto al hocico. Es claro que no pudo. No se inquietó: siguió adelante. Dio con un papel que debía de haber envuelto algo sustancioso. No era nada: era un pedazo de Correspondencia que había contenido queso. Adelante. Un chiquillo le salió al paso. Dos brincos, un gruñido, un simulacro de mordisco, y después nada: el más absoluto desprecio. Adelante. Ahora una perrita de lanas, esclava, melindrosa, remilgada. Algunos chicoleos, dos o tres asaltos amorosos, protestas de la perra y de sus dueños, un matrimonio viejo. Bueno, corriente. ¿Que no quieren? ¿Que hay escrúpulos? En paz. Adelante: lo que a él le sobraban eran perras. Y se perdió a lo lejos, torciendo a la derecha, camino de la Casa de la Moneda. A Serrano se le figuraba que aquel perro iba así... como cantando. -¡Oh! Es mucho mejor filósofo que yo -se dijo.

Y, al volver la cabeza, vio enfrente de sí a Caterina Porena vestida de negro.

Ella le reconoció antes. Se puso muy encarnada y pasó un mal rato dudando si él la saludaría, si se acordaría de ella. Si él pasaba adelante... ¡adiós!, ¿cómo atreverse a detenerle?

Pero Nicolás se detuvo, sintió el corazón en la garganta y alargó una mano, después de hacer un ruido extraño con la garganta donde tenía el corazón; acaso con el corazón mismo.

Se estrecharon las manos.

«¿Su vida?».

La de él... como siempre. No habían vuelto a adivinarle nada.

No le había pasado ninguna otra gran casualidad.

¿Y a ella? A ella se le había muerto Tomasuccio. Hacía más de un año. Pero aquel año no era como los dos meses de Ofelia: era como los dos días de Hamlet, era ayer siempre el día de la muerte.

A Serrano se le nubló la primavera. Sintió de pronto la tristeza del mundo en medio de los pregones de violetas, de la luz radiante, del cuchicheo de las golondrinas.

El rostro, los ojos sobre todo, anunciaban en Caterina un dolor incurable.

-¡Qué horriblemente desgraciada debe de ser! -pensó Serrano.

Callaron un momento, puesto el recuerdo, lleno de amor, en Tomasuccio.

Después, en un tono mate, frío sin querer, preguntó el filósofo:

-¿Y Foligno?

-Bueno, muy bueno.

«Sí -pensó Nicolás-; ese nos enterrará a todos».

Se separaron. Ella estaba en Madrid de paso. No hablaron siquiera de volver a verse. ¿Para qué?

Ella era honrada, él también: vivía Foligno... y Tomasuccio había muerto. La Porena, siempre en el éxtasis de su pena, vivía como en un templo, sacerdotisa del dolor. Todo mal pensamiento era una profanación del altar en que se quemaba un corazón sacrificado al recuerdo de un hijo. No era el corazón sólo: todo se consumía. Catalina estaba muy delgada, muy pálida: se iba poco a poco con su Masuccio.

El amor, y el amor adúltero singularmente, no tenía ya sitio allí.

No cabía más que recordarse de lejos, sin buscarse. Queriéndose, o lo que fuese, hasta que el esfumino del tiempo se encargara de desvanecer la última aprensión sentimental.

Catalina siguió su camino hacia la Cibeles. Serrano, sin saber lo que hacía, torció a la derecha, hacia la Casa de la Moneda, como si quisiera seguir la pista del perro canelo, que tomaba los fenómenos como lo que eran, como una... superchería.

Appendix A

FIN

Appendix A.1 A Tomás Tuero

Tomás: Después de leído este libro, el que más quiero de los míos, no sé por qué, a no ser vagamente, sentí la comezón de dedicártelo a ti.
Clarín.

The text is freely available.