Genaro canta en el segundo libro el poema del suburbio y con él muere una parte de la vieja alma nacional. El ombú se va; los cercos de moras y de sina-sina se van. Sobre los charcos mefíticos y verdes, donde se pudre la basura y se esfacelan las osamentas abandonadas, se levantan casas pequeñas por todas partes y en el cambio violento de las cosas, hasta el idioma se va transformando. Ahora don Manuel de Paloche empieza su peregrinación y escribe su libro. Entra en la ciudad con sus ímpetus de iluminado, que vive treinta años adelante como un profeta. Bien pronto el martirio lo espera. Habrá pagado él también tributo, entregando la vida a su credo. Es la repetición de la vieja y triste historia de los sacrificados por la civilización, que se ha entrado aquí a saltos violentos, apurada por la Europa que todo lo ha modificado.
La teja ha desaparecido; el techo de pizarra negrea sobre los palacios; la pintura al óleo tapa los vetustos blanqueos de los frentes y la pared lisa está adornada de columnas y artísticos frisos. Los grandes cristales de las ventanas chisporrotean en la hilera larga de las casas de altos. Por todas partes hay un ímpetu de vida ferviente y alegre. Se edifica con apuro y ya se ha perdido la monástica seriedad de los antiguos edificios con sus grandes patios de baldosas y ladrillos llenos de verdín. Han tronchado las higueras y los parrales de gruesa cepa. El mosaico de color variado es el rey de los pisos y los sustituye. No hay pozos. Aljibes quedan pocos. La ciudad tiene sus túneles subterráneos, un dédalo de cañerías que traen agua y gas a torrentes y arrojan lejos los desperdicios a torrentes también. Por todas partes cruzan alambres. Buenos Aires es una jaula. La electricidad lleva y trae la palabra y el pensamiento humano; los tranvías, los carros y coches se atropellan en sus calles, chocan y suenan. Un enorme fragor cruza de punta a punta y zumba a lo lejos. Son las notas de la actividad, es el barullo de la colmena. A veces es imposible pasar. Ruedas y lanzas de coches, capotas y gente han hecho una trenza en una bocacalle, y mientras la muchedumbre se aglomera, los vehículos están detenidos atrás en largas y oscuras filas. Se habla un extraño lenguaje, una mezcla de palabras de todos los idiomas. Al fin se mueve la enorme caravana en medio de un pueblo vigoroso, que parece llevar en su sangre los gérmenes sanos de todas las razas. Hay mucho apuro. Cada uno vive por cuatro. La gente muere joven, porque las metamorfosis son violentas. Desde la casa colonial al palacio de la Avenida de Mayo, hay cuatro siglos. Ese camino se ha hecho en treinta años y desde el antiguo muelle hasta los malecones pelásgicos del puerto, la civilización hidráulica se ha entrado victoriosa de un salto en la obra ciclópea, mientras algo como una ráfaga del alma de París, alegra a la ciudad populosa. Le han partido la entraña y la Avenida de Mayo es hoy el monumento que sintetiza la hegemonía de nuestra tierra en América. La arquitectura raya en el prodigio y los cambios de esta manifestación de arte, van hundiendo a través de la ciudad las piedras miliarias con que se señalan las etapas sucesivas. Ya no hay ranchos sino en el extremo suburbio. Sus habitantes han desaparecido. Un enjambre de trabajadores usa cal y ladrillo hace tiempo y hay en las pequeñas casas de dos piezas una muchedumbre laboriosa que trabaja y ahorra. Después se modifica la edificación. Cesan las casas de dos piezas encerradas en su cerco de ladrillo. Hay veredas y salas a la calle, contenidas las paredes en el sólido reboque y más al centro, las casas de alto arrojan en el éter la esbelta figura y alternan a lo lejos con los edificios de un piso para rematar en el macizo de las manzanas que limitan el hondo y estrecho cajón de la calle. Faroles y alambres por todos lados, estrépitos violentos, tableros y toldos, ingentes negocios y una multitud que va y viene apurada, sale, entra y corre entre el rumor de las cornetas o campanas de los tramways. Hay mucha hediondez. Por las puertas escapa esa náusea; olores a grasa rancia, a cuero podrido, a fango viejo, dejos malsanos de cocinas sucias, oleadas de sótanos cerrados, emanaciones de legumbres marchitas y hacinadas, soplos gangrenosos y aleteos de cuando en cuando de purulencias escondidas; una atmósfera sucia y densa de cortar con cuchillo, cuyos átomos han salido de las ropavejerías y de los bodegones y están llenos de todas las acritudes de los mercados, del olor a bosta y de las picazones del amoniaco de los orines que saturan los pavimentos. En las noches de verano se levanta silencioso del suelo un vaho, que es como la síntesis de todas las contaminaciones, que sabe a matete y a porquería, cuajado de las respiraciones de las bestias que han pisoteado la calle y del olor de los cuerpos sucios de sudor y de tierra.
La gente no se apercibe. Corre y trabaja y donde las calles se estrechan, se conglomeran carros, carruajes, hombres y caballos que patalean para arrancar en medio de gritos, choques y blasfemias. Todo está mezclado, hacinado y confundido. En la hilera de carruajes detenida puede verse en lo alto la librea de botones niquelados cubriendo el cuerpo de un cochero de casa señorial y debajo el espejo negro y brillante de la caja, reflejando a la multitud que se mueve delante. En seguida las victorias de alquiler desvencijadas y sucias con sus overos eternos y flacos, escuálidos jamelgos, cuyo cuero está lleno de surcos negruzcos, apaleados y heridos en el cansado trote de todos los días. En los pescantes de hule desgarrados pasan sentados los cocheros. Hablan una jerga imposible. El chascarrillo y el retruécano dominan sus diálogos. Flacos y sucios, de nariz roja y ojos turbios, tienen las desazones de la miseria y las blasfemias de los impulsivos. Se atropellan echándose uno encima del otro las lanzas, para concluir entre imprecaciones atronadoras. Son los tiranos de los días lluviosos. Se les ve cruzar lentamente bajo el chaparrón, entre la semioscuridad negando su coche al que lo solicita. Se vengan así. Piensan en el viajero que tiene los botines llenos de barro y las ropas empapadas, que forcejea caminando por las veredas resbaladizas mientras la lluvia sigue cayendo y llenando las calles de riachos.
La ciudad está como adormecida bajo el temporal. Hay en todos los rostros una expresión de fastidio contra las lobregueces del cielo color ceniza. En los negocios la luz se enciende temprano y se ve de afuera como un esplendor mortecino detrás de la húmeda opacidad de las vidrieras cerradas. Las tiendas están vacías; la gente no sale. Contempla aburrida la lluvia fina, monótona y fría que sigue mojando las paredes y el pavimento, mientras en las casas se empañan los espejos, se difunde un dejo desagradable de humedad, que llena de hongos blanquecinos los rincones y las ropas. La calle negrea. Está llena de surcos y de barro. Los caballos chapalean al trote y las ruedas aventan los costados largas hileras de lodo blando. Hay pequeñas charcas hediondas en todas partes. El temporal tiene su alfombra. El vulgo para denominarla ha encontrado un eufonismo. Le llama matete. Es la superficie fangosa y blanda que se extiende en la calle, que trepa sobre las veredas y se encarama al tronco de los árboles de las aceras. Es el espejo bruñido y sucio que refleja al cielo gris, a los frentes de las casas y recibe un rato la imagen fugitiva de los vehículos. Extenso mar negro y hediondo, tiene todas las figuras geométricas, dibujadas por los que pasan y se llevan el barro en los botines o lo arrastran resbalando a cada paso. Extraño piso en verdad, que debiera haber inspirado el estro de nuestros vates. ¡Un canto al matete podría llegar a ser un punto de partida en las letras americanas! Esos canales de lodo pegajoso, donde están disueltas las deyecciones y los sudores de los animales, donde entran los albañales con todas las inmundicias de las casas y de los techos, se quedan bajo el temporal con su aspecto de largas lagunas muertas, ciénaga civilizada, donde se pudren papeles, trapos, pedazos de cuero y herraduras, mefítica sentina de acres hediondeces y deletéreos miasmas. A veces, cuando la lluvia cesa, se levanta del suelo y desciende de lo alto en anchos planos movedizos, la bruma, que atropella el vacío de las calles y envuelve casas, postes e hilos de teléfono en su densa cortina, con olores parecidos a quemazones lejanas dominadas por chorros de agua. Dentro de la niebla apenas se distingue la luz de los faroles, el bulto oscuro de algún tranvía y la línea incierta y desconfiada de los peatones en marcha. La cerrazón se entra por todos los huecos, invade los patios y se apodera de las habitaciones; las paredes se humedecen; el reboque se desprende y mientras la gente tiene hambre de sol y de sequedad, el cielo no deja su tinte ceniciento y vuelve la lluvia monótona y fría a tamborilear en las baldosas de los patios, hace sonar los vidrios con un sordo repiqueteo y rueda con tonalidades graves por el hueco de los caños desde las azoteas. Éste es el invierno de la ciudad. De cuando en cuando se siente el chasquido de una racha que vuela en todas direcciones. Hay más tibieza que de costumbre. La tormenta se traba dentro del cielo gris. Las rachas adquieren la violencia del ventarrón. En la ciudad, todo vibra y suena. Son mugidos de alambres, bofetadas de puertas contra los marcos, zumbidos del aire en fuga que se quiebra en las esquinas y choca contra las paredes, silbidos de las rendijas que se estremecen como lengüetas, fragores que no se sabe por qué se producen y ásperos berridos como de luchadores jadeantes escondidos por todas partes. La mole de las manzanas edificadas se irgue como baluarte ante el pampero que llega. Las aristas, los huecos, los balcones, las torres de las iglesias, las cuencas de los patios, la escasa arboleda de la huerta del fondo, son cajas de música que silban, mugen y estrepitan. El viento se arremolina, arremete, gira, se quiebra y salta por todas partes; embiste de nuevo y se retira y de todos los fragores producidos, surge y crece la sinfonía, entre cuyos acordes empiezan a secarse las calles. La atmósfera se vuelve glacial; el firmamento se limpia y por arriba de las casas de alto, aparecen largas fajas de cielo diáfano y azul. Se adivina al sol que dora las crestas de los edificios y desciende apenas un poco sobre las paredes de una de las aceras. Es el sol frío que no penetra nunca en las habitaciones, que permanecen húmedas mucho tiempo sin la bendición del calor y de la luz, mientras el pampero sigue con su soplo helado apurando en las calles la evaporación.
En uno de esos días lluviosos venía D. Manuel de Paloche caminando con dificultad sobre el lodo de la vereda. El agua caía por la comba de seda de su paraguas que se mueve a los costados por el viento. Las gotas penetran debajo y lo traen hecho sopa. Se encontró frente a una gran plaza y levantó la mano para llamar a un cochero. Éste lo miró de soslayo y se sonrió sin moverse de su asiento.
-A ver, pues, si viene -agregó con fuerza D. Manuel.
-No puedo, señor -contestó el cochero-. Tengo viaje.
-Así es este país -pensó Paloche, siguiendo su pesada marcha-. Aquí mandan los sirvientes. ¡Qué gran país!
Al llegar a la bocacalle se acercó a un vigilante todo arrebujado en su gran capote azul oscuro. Estaba en el centro soportando con cierta ira la llovizna fastidiosa. D. Manuel quiso explicar la insolencia del cochero, pero el guardián lo interrumpió gruñendo.
-Non capisco -dijo-. Non sacho! non sacho! -repitió sin moverse.
-¡Qué gran país éste! -pensó D. Manuel, siguiendo su camino-. Por poco más, la torre de Babel. Éste me ha hablado por lo menos en Araucano. Las razas están evolucionando. ¡Vivan las razas!
El buen humor no lo deja. Su espíritu filosófico se desenvuelve en frases llenas le amable ironía. Se dirige a casa de Desiderio, el caudillo revolucionario. Es su amigo y quiere hacerlo desistir de sus propósitos de sangre; pero en esas correrías por la ciudad, se olvida de todo, para no ocuparse sino de reflexionar sobre lo que observa. A pesar del cielo gris, del viento frío que le tironea el paraguas y del barro resbaladizo de las veredas que lo detiene a veces, él seguía pensando en esta ciudad políglota y enorme, sacudida por el vértigo de la creación y del crecimiento. Le tiene cariño. La ha visto crecer y transformarse.
-Su sangre es roja y sana -piensa D. Manuel-. Su musculatura es robusta y dominadora. Tiene el corazón alegre, el estómago lleno y el alma buena. Es la ciudad feliz y rica.
Sigue caminando. Los negocios tienen luz de gas en plena tarde y se oyen los ruidos y los cantos de los trabajadores. La garúa no cesa. Las gotas frecuentes producen en la atmósfera como una ligera niebla; la vereda está llena de pequeños charcos y las gotas saltan allí produciendo combas y círculos concéntricos. Por la calle tapizada por el muelle edredón del matete, corren tranvías y carruajes y se ve llegar cabeceando alguna carreta con su enorme menisco de legumbres. Aquella húmeda filosofía, sucia de barro, empezó a disgustar a D. Manuel.
Enderezó al primer tramway. El cochero lo miró. Aquello no era un rostro, sino una máscara con su frente chata y hundida, las narices dilatadas y amplias, gruesos los labios, la piel cobriza y agujereada por la viruela, cuatro cerdas gruesas en la barba y una que otra chuza de bigote en el labio superior. Era un indio. Paloche reconoció a uno de sus antepasados y colgado del estribo de adelante, dijo:
-¡Oh aborigen! ¡Tipo de museo prehistórico! ¡Yo te saludo, noble sobreviviente de una raza muerta! ¿Puedo entrar?
El indio dio vuelta apurado el freno y señaló con el índice una tablilla que decía: «Completo».
En eso se sintieron adentro voces coléricas como de protesta. La campanilla dio su sonido estridente mientras el mayoral abría con estrépito la puerta.
-¡Rediós! Adelante -gritó el mayoral haciendo silbar la ese-. ¡Mal haya la que te engendró! ¡Bájate marrano!
El indio contestó con un cantito entre dientes y aflojó el freno. Éste dio cuatro o cinco vueltas violentas y ruidosas y el coche se puso en marcha. Pasó al lado de D. Manuel de pie en medio del barro hasta la pantorrilla, rozando con las puntas de su paraguas. Dio vueltas Paloche pesadamente hacia la vereda, pensando:
-¡Qué gran país éste! Ese hidalgo hijo de Asturias manda más que el aborigen. La evolución trepa. ¡No vale tampoco ser poetas! Las musas no lo salvan a uno de las humedades. ¡Quemaré mi poema sobre el masaje y cantaré en heroica epopeya las cortesías de las razas en evolución! ¡Qué gran país éste! ¡Vivan las razas!
Cae la noche. En medio a la penumbra se ven más vivas las luces de los negocios. Sobre la vereda mojada se reflejan como en un espejo los esplendores del gas y a lo lejos aparece el largo cajón de la calle salpicado de puntos brillantes que apenas se distinguen en una línea quebrada y alta. Son los faroles sucios y empañados que aletean entre la semioscuridad de la noche y se ve cruzar una cantidad de luces de todos colores suspendidas del pescante de los coches al trote. Garúa siempre. La humedad difunde su dejo malsano y del matete surge un hálito gangrenoso. Su superficie negra brilla a intervalos por los chorros de luz y la calle suena por el chasquear de las herraduras en el limo, y los choques y los saltos de las ruedas por el empedrado. Arriba el cielo no se ve casi. Es un gran palio oscuro y sin ninguna estrella. La noche está fría y quieta y como encerrada entre los paredones altos y tenebrosos y bajo la lluvia fina caminan los obreros con el saco dado vuelta y las botas de barro hasta la rodilla, mientras de los zaguanes y de las casas emana la fragancia de la cena; olores aceitosos de guisos en ebullición, perfumes de asados lejanos y casi apagados chirridos. A veces pasan mujeres flacas y escuálidas con bultos sobre la cabeza o debajo del brazo. Son costureras que se escurren cerca de la pared a paso corto y ligero en momentos en que detrás se siente el repiqueteo rápido de algún carruaje nobiliario que salpica sus ropas de largas lenguas de fango e hiere los pobres ojos cansados con las fulguraciones de sus fanales de cristal. D. Manuel sigue su camino pesadamente. En las bocacalles el agua corre en pequeñas rías y al pasarlas, tiene que hacer contracciones musculares de acróbata, agachándose a ratos y saltando. A pesar de estar convencido de nuestra civilización, no deja de comprender que hubiera sido más útil con menos barro y más sequedad. Conviene decir que la observación serena enfría un poco su argentinismo. Al fin le parecía que quedaba, a pesar de todo, mucho que hacer. Por lo pronto, él no comprendía cómo ha podido llegar a creer en la grandeza de un país cuyo idioma se parece a los de la torre de Babel, en un país cuya efigie heterogénea se revela en las costumbres en la sociabilidad y en las artes. Él pasa al lado de muchas casas sin arquitectura definida, una mezcla de todos los estilos, de la cual resulta ninguno; siempre la sala adelante y el comedor lejos, cuadrando el patio de baldosa en el solar atávico, angosto y hondo; los pisos malsanos sobre el suelo húmedo. De cuando en cuando la mole esbelta de un palacete moderno con su gran escalera de mármol brillante bajo el esplendor del gas. Y nada más. Después, de nuevo la casa larga y húmeda o el conventillo maltrecho y por arriba de su cabeza grandes tableros con inscripciones en todos los idiomas. Él hubiera deseado creer en la grandeza nacional, pero con calles más aseadas y más anchas, con tufos menos desagradables, con esplendores de sol iluminando el gigantesco panorama de la ciudad, con estufas en las casas, puertas y ventanas que cerraran bien y no le dieran pretexto al viento y al hielo para meterse en los cuartos. Esas calles largas y eternas todas iguales cruzadas por otras en ángulo recto que forman el damero aburrido e interminable, se le antojan de un gusto dudoso. Piensa en la ciudad ideal con jardines de trecho en trecho, saturada de ozono, con bosques llenos de sombras y de perfumes, con anchos espacios abiertos como enormes ventanas por donde pudieran escapar los malos olores de su vientre. Hubiera torcido al Río de la Plata en cualquier parte y lo hubiera precipitado con su brutal corriente por calles y aceras como una enorme escoba que las barriera chirriando. Le parece que los constructores han sido insuficientes. Dijeron en su medioeval caletre:
-Hágase una ciudad que no tenga cielo, ni sol, ni aire sano y quede suprimida la Naturaleza.
Por eso fue construida toda arrugada, amontonada, gravitando dos casas sobre la misma pared, con letrinas oscuras y sucias; una ciudad fortaleza, como para esperar asaltos de moros o sarracenos. El caso se produjo el año de 1807. Esta nación cometió allí su primer error de diagnóstico. Esos héroes que echaron a los ingleses con balas y aceite caliente, protrajeron así por muchos años el porvenir nacional. Después de la derrota han debido incorporarlos. Habría hoy mucha gente rubia de verdad. Tal vez fuéramos muchos millones más, porque ésta es estirpe que procrea abundante y no cree en el heroísmo que no trabaja y se destruye en las guerras civiles. Y después es un pueblo que hace muchos años que sabe sumar y restar. Conoce el ahorro. El error fue devolverlos a la Europa. Menos mal, porque de todas maneras la conquista se produjo y por el lado de los pies y del bolsillo. Nadie da un paso en este país sino en inglés. Nos han arrebatado la facultad animal de movernos. Toda la viabilidad es de ellos. Al llegar aquí, D. Manuel se asustó de sus paradojas de megalómano.
-Si me oyen el pensamiento -se dijo para su caletre-, me lapidan estos amables ciudadanos. Así me parece que voy a concluir de repente, porque a pesar de mis idiosincrasias aborígenes, sigo creyendo que muchos heroísmos son errores. Pero yo he de modificar la conciencia nacional -dijo en voz alta D. Manuel, encarándose con el primero que pasó a su lado-. Éste es un hervidero de razas. De este crisol -continuó sin detenerse-, ha de salir la verdad civilizadora. Todavía no estamos en ella. El atavismo impera. Poca gente se baña en este país y para ser grandes, es preciso empezar por ser aseados. Intus et extra. ¡La mugre suele contaminar la integridad psicológica de los pueblos!
D. Manuel hablaba fuerte. Parecía loco. Su persona era alta y enjuta, lleno de ángulos y de flacuras el rostro, arrugada y amplia la frente, la nariz larga, afilada y el ojo grande y un poco apagado. Usaba bigote y larga pera llena de canas. Caminaba erguido y rígido, la cabeza en alto. Era célebre en la ciudad su levita cruzada color aceituna y en los días de sol, solía usar galera volcada sobre la nuca. Todos le conocían y sus curas, reputadas milagrosas, le dieron cierto renombre de mago y de iluminado. Ha observado mucho en sus correrías. Conoce los barrios y sus habitantes y sabe de sus costumbres y de sus idiosincrasias. Convencido que en la homeopatía estaba la panacea universal, ha dejado un poco la medicina para entregarse en cuerpo y alma a los estudios sociológicos y enamorado de los países europeos, se pasaba las noches en blanco, leyendo las obras de aquellos sabios y tragando quimeras y utopías. Así enflaqueció su cuerpo y lo puso en tanta miseria, que dio en la nada con el poco juicio que le quedaba, delirante a menudo en sus atropellos violentos de innovador. La paradoja y la profecía dominaban a todas sus frases. Su estilo era vibrante; sus sentencias bruscas e incisivas y en medio de todo usaba a veces en sus conversaciones y en sus discursos, cierta profunda amenidad de buen hombre, y decimos discursos, porque en ese tiempo había en el país una enfermedad contagiosa a la cual los psiquiatras denominaban logomanía. Los logómanos se habían multiplicado. Hablaban en todas partes con frase hueca y altisonante, discurriendo sobre honorabilidad de los gobiernos, y sobre estados sociales a modificarse. Naturalmente encontraban que la revolución era una panacea, la gran vengadora de los delitos políticos, capaz de sanar de cuajo los desaguisados económicos que eran su corolario. Con este motivo se hacían turbulentos corrillos en medio de aplausos y bravos. La turba crecía, de tez amenazadora, de brazo pronto a la acción, de chambergo arrugado y saco de paño de indefinido color. Se oían frases lapidarias. El robo era índole de gobierno, el desquicio síntesis administrativa; las libertades de pensar, de hacer y de elegir habían muerto. Los dirigentes eran sacerdotes de la orgía, cultores de las siniestras divinidades de la ruina nacional y vulgares salteadores de la noche; olvidados de la majestad de la patria, iban a reducir a escombros al templo augusto. Las imprentas eran invadidas. Todos llevaban sueltos, panfletos y diatribas. Estas honorables conductoras de la conciencia nacional, se habían transformado en esa fecha en parlamentos, donde todos los días se preparaban proyectos para salvar al país.
Son los receptáculos de todas las verdades y de todas las calumnias. Los diputados de la casa esperan a cada rato con la pluma afilada y temblorosa la ruina de algún banco, el derrumbamiento de una sociedad, o la noticia de algún uñate formidable. La pluma cae entonces al tintero y luego salta frenética sobre el papel y escribe el artículo de fondo de macarrónica gravedad o el suelto incisivo y violento y en aquellos oscuros sótanos, iluminados a gas en pleno día con olor a tinta rancia y atmósfera cuajada de moléculas de plomo y de amoniaco, donde los obreros se enferman de tuberculosis y de saturnismo, se fabrican artículos que pregonan la necesidad de la higiene física y de la salud moral. En honor de la verdad, debe decirse que esta nación tiene suerte y talento precoz, a juzgar por la juventud de los que escriben y los resultados que obtienen. En cualquier parte un director de la conciencia nacional parece que debiera tener por lo menos cuarenta años, época de madurez de un bien organizado cerebro, a estar a lo poco que se sabe por la observación y la fisiología. Pero aquí, a esa edad, ya hemos dirigido. Muchos caen agobiados por decrepitudes al parecer prematuras y uno que otro queda de profeta de luenga barba entrecana y nigrománticos donaires. Conviene decir que ese tiempo se tipificó no por el parlamento largo, sino por los muchos parlamentos, porque además había uno en cada comité, por no decir en cada casa y el inconveniente de las juveniles iniciativas, de las disputas y de las virulencias, del dolor por la patria, sincero en muchos, pérfido y utilitario en algunos se redujo a una síntesis. El soplo revolucionario cundió, abonado por una cantidad de poderes ejecutivos que brotaban de todas partes. Había un meeting en un teatro. En el proscenio, adornado con banderas, estaba el presidente, vice, secretarios y una larga corte. ¡Era un poder ejecutivo que allí se reunía, para encontrar la forma de guardar la honra nacional! Había una manifestación en la calle. Adelante marchaba muy erguido un poder ejecutivo seguido de no menos egregia plebe más atrás. Todo empezaba con el Himno. Se buscaba una sanción. La constitución salía a cada rato de su larga y estropeada vaina. Conviene decir que se llegó hasta el abuso y a D. Manuel de Paloche le parecía, allá en sus profundas amenidades de buen hombre, que se debían dejar un poco quietas cosas tan sagradas so pena de que perdieran renombre y majestad y cuando de verdad se precisaran ya no sirviesen. ¡Porque hablaba el caudillo D. Desiderio, Himno! ¡Porque se iba a leer una lista de candidatos, Himno! ¡En las veladas literarias, Himno! ¡Tiempo nublado, Himno! ¡Gran sol, ídem! ¡Por arriba, por abajo y a los costados! D. Manuel vivía desesperado. Una vez en una reunión de media calle, estando en plena peroración el padre prior de los logómanos, un gran vientre intelectual, una de tantas montgolfieras de la familia en medio de aplausos fragorosos, se oyeron los primeros compases del Himno. Era una sacrílega consagración de las vaciedades altisonantes del orador. Paloche se indignó y saltando al medio, dijo:
-¡Hago moción para que se guarde ese Himno bajo las bóvedas de la Catedral!
-¡Abajo el loco! ¡Abajo el loco! -gritaron veinte voces estentóreas.
Un delicioso y civilizado olor de ginebra se difundió, mientras Paloche se sentía como mareado en aquella atmósfera. Los improperios lo irritaron más. Gritaba como endemoniado:
-¡Repito que debe guardarse! ¡Nadie tiene derecho de ajar ese símbolo! Si siguen, ya no ha de significar nada, ni conmoverá a nadie y puede llegar el caso que haya que cambiarlo de puro viejo.
-¡Al loco! ¡Al loco! -repetía la turba y empezó a cerrar el vacío donde estaba Paloche. Era gente de ojo sucio y nariz roja, buenos muchachos que se preparaban a darle a D. Manuel el más formidable manteo estilo aborigen a lonja limpia y fundillo caído. Ya veinte rebenques estaban por desplomarse sobre su desencuadernada figura, si Juan Paloche que lo acompañaba no hubiera sacado temblando de ira su puñal. Todos sabían que lo había muerto a Genaro y en aquel momento sus ojos despedían chispas oblicuas. En el ímpetu bárbaro con que se arrojó adelante arrastrando al padre, había como una brama de exterminio. La gente le abrió paso...
Eso era D. Manuel. Todo lo quiere modificar. No está de acuerdo con la índole nacional. Él ve por todas partes una serie de metamorfosis en la industria, en el comercio, en las artes, en la sociabilidad; pero la forma en que se desenvuelve la política es siempre la misma y comprende entonces que la podredumbre que contamina las alturas, ha descendido al valle y que un nuevo gobierno indisciplinado, violento y callejero se ha colocado en frente de la vieja y caduca larva que vive por derecho en las casas rosadas y en los congresos. Estos hechos tuvieron por corolario dos revoluciones. El gobierno levantisco y pendenciero se azotó sobre el otro para precipitarlo, y éste a su vez produjo la resistencia para sostenerse. En su profunda amenidad de buen hombre y por lo que sabía de otros pueblos, pensaba D. Manuel de Paloche que los errores y los crímenes cometidos cavan el abismo en que han de precipitar fatalmente tarde o temprano los que los cometen y nunca creyó que la sangre y la monomanía homicida pudieran llegar a ser en medios civilizados un sistema de terapéutica. La naturaleza enseña la mejor forma. Cuando quiere secar una pradera no la riega; cuando marchitar una planta, crea la maleza parásita que le arrebata el humus. No necesita el huracán que derribe y tronche. Le niega alimento y la condena a la soledad estéril. Así los pueblos civiles, donde hay relativa perfección política, se alejan de los malos gobiernos, no le dan savia y los entregan al silencio y al desamparo. Entonces el vacío se abre para que caigan. Con esto se paga tributo a una alta concepción intelectual, mientras que si corre sangre, las revoluciones pueden ser dominadas y resultar inútiles y crueles, porque no logran el objetivo después de haber pagado tributo al más demente de los instintos. Es bueno decir que D. Manuel era un ingenuo. En sus predicaciones en media calle aseguraba a grandes voces que todos los problemas debían resolverse por la razón. ¡No creía en el dios Garrote! Pensaba que la vida pública podía hacerse llevadera sin provocar nunca violencias, si los hombres se decidían a ser tolerantes y bien educados, si se hacían mutuas concesiones y en una palabra, si conseguían comprender que en la transacción inteligente y decorosa estaba condensada toda el alma de la República. Pero D. Manuel no sabía que los hombres obran siempre por el interés y así mismo comprendiendo a medias eso, decía que hasta por esta necesidad humana debía la gente arreglarse, porque él había observado que los problemas resueltos por el desorden y la sangre, no tenían vida duradera y la libertad que se buscaba así solía concluir en el despotismo y la ventura que se buscaba así, tenía por corolario infelicidades sin término y en vez de lograr riquezas encontraban los pueblos en ese camino a la miseria con sus hielos y con sus hambres. Él predicaba en todas partes estas doctrinas, agregando que cuando los pueblos se habían rehecho, reconstituida la fortuna y recuperada la libertad, lo obtuvieron con la transacción inteligente y decorosa. Luego, para hacerlo después de la revuelta, de la asonada o del motín sobre cadáveres de los hermanos más heroicos y sobre el escombro de la riqueza pública en ruinas, el interés exigía que se hiciera antes. Estas ideas las aplicaba a su tiempo en los tristes días del año 18... Es cierto que hay mucho esfacelo en las alturas y como corolario, asoma la miseria escuálida y horrenda. Es cierto también que se ha producido como una huida de todos los hombres de la vida común hacia las casas, que empiezan a desmantelarse. El dinero quedó encerrado bajo siete llaves, huyendo de la trampa y de la perfidia comercial. Los hombres que trabajan prefieren la inacción a los peligros de entregarse a una situación pavorosa y esta ciudad tuvo las soledades silenciosas del desamparo. D. Manuel sentía estremecerse en todas partes al soplo revolucionario, y como era un buen burgués en los momentos en que la locura periódica no lo dominaba, creyó que aquel no era el remedio. Pensó que el trabajo y el ahorro modificarían aquel estado patológico y ya veía asomar el vacío con su tiniebla ávida de hundir gobiernos insuficientes. Se hizo el campeón, él que era un evidente desequilibrado, de estas ideas que le parecían sensatas. Hablaba en todas partes, con irritado lenguaje contra la revolución. La ironía y el sarcasmo lo acosó. Las turbas lo atropellaron alguna vez. Lo bajaban de los postes que tomaba como púlpito para sus predicaciones, arrancándole los faldones de su levita verde-aceituna y lo largaban maltrecho, sumida la galera, camino de su consultorio. Al fin comprendió D. Manuel por qué las gentes no entendían esas teorías. Vio que la revolución era una enfermedad crónica y hereditaria y empezó a creer que aquello resultaba una índole. La llamaba idiosincrasia aborigen. Observó que esas cosas duraban antes mucho más tiempo, eran frecuentes y numerosas. Cada estado federal armaba la de Dios y se le iba al humo al poder central a tacuara limpia y vio que en los tiempos que corrían duraban menos y eran más raras. Por eso victoreaba a las razas, porque se imaginó que estas modificaciones resultaban de la influencia e infiltración de las nuevas índoles en la nativa denodada si se quiere pero harto levantisca e instintiva. En eso encontraba Paloche la verdadera razón.
El alma de la vieja raza vivía embriagada del culto al heroísmo. No se podía ser otra cosa que valientes. El país era del caudillo más vagabundo y pendenciero, del mejor domador y del más diestro y más temerario en la lucha cuerpo a cuerpo. Los hombres tenían por delante la llanura silenciosa y desierta y las hondas soledades sin término; con un amigo el caballo, una égida el facón y un techo el cielo curvo como una copa enorme; vagabundos indiferentes bajo las iras de las tormentas desatadas en el éter abierto, surcado de relámpagos y sacudido por el trueno. Entonces a veces se santiguaban. Eran los resignados en las horas frías y huracánicas. Libres viajeros de la Pampa desolada la corrían al paso lento del parejero, vigorosos centauros, dueños del edredón brutalmente lujurioso de los campos. Bastándose a sí mismo siempre con un lazo en la grupa del caballo, la daga en las caronas y las boleadoras recogidas al lado del recado, la brama de libertad era en ellos infinita como aquella pradera sobre la cual iban galopando y en cuyo fondo se perdían como una siniestra visión. La noche los encontraba en pleno desierto. Se acostaban sobre el recado bajo el cielo azul profundo lleno de chispas, de la solemne majestad de la naturaleza dormida, en medio del concierto sosegado de las soledades, con sinfonías lejanas que llegaban apenas en la brisa y mal definidas cadencias como vibraciones de sordinas en instrumentos escondidos; con tonos del viento, libre en el espacio abierto; con chasquidos de pajonales donde se agita el tigre; con sonidos de pisadas cautelosas, y relinchar de caballos lejanos al galope. Dormían sobre el recado el sueño tranquilo de los valerosos que se cansan, teniendo al parejero de la rienda. De trecho en trecho anunciado por una mancha oscura en el horizonte, rompe la monotonía salvaje el monte de la estancia o levanta la copa opulenta el ombú lleno de verrugas y de siglos cobijando al rancho, mientras la hacienda polícroma se ve aquí y allá pastar en la vasta llanura con el morro agachado. Es la casa del gaucho que semeja un grito de vida humana en la Pampa sola. Eso aumenta la tristeza del panorama. Allí vive el sufrimiento. ¡Hay madres! Sin eso podía haberse pensado que el desierto era del hombre solamente, obligado a vivir en el peligro y a vencerlo. Solitario y bárbaro habría sido el caballero andante de nuestra edad primitiva, astuto como el zorro y armado de zarpa leonina. Pero la mujer y los hijos han sido causa de la honda melancolía de su alma, porque a veces fueron de fogón arrebatados hacia el cautiverio que ya no tenía retorno y la guitarra sollozó de rancho en rancho, de pulpería en pulpería, las angustias varoniles del peregrino en las cuatro notas del estilo, que tienen en su seno todas las amarguras de la congoja sin esperanzas. Entonces su soberbia creció en la vida sola. Era un vencedor de la naturaleza. Los instintos se agigantaron y en esas almas nunca quebradas, brotaron las garras de la fiera, y se acumularon las crueldades del desierto. La razón quedó obscura y no se aplicó la inteligencia sino contra el peligro y la muerte. Al poblado no le debían nada y a las ciudades menos. Al contrario, cuando era necesario morir por alguna causa, aparecían por los ranchos comandantes y alcaldes apoyando al arzón las vetustas tercerolas. Eran sacados de allí a la fuerza. Servían para el holocausto. Entonces muchos huían al desierto y se mezclaban con los salvajes y estos hechos produjeron una psicología especial, una mezcla de ira y de desprecio contra los hermanos que degeneró al fin en un sordo y profundo rencor. Y cuando fue necesario la unidad de las fuerzas en las guerras nacionales, los caudillos del desierto levantaron montoneras que no eran sino el tributo pagado a los instintos licenciosos de la vida nómada y expresiones de odio a las iniciativas civilizadoras de los poblados. Los hombres defendían a sus patriarcas. Estaban en pleno gobierno sacerdotal. Y como no había más religión que el peligro ni más culto que el valor personal, eran patriarcas los más heroicos y los más homicidas. Así han resultado algunas figuras, rodeadas de lúgubre grandeza. El criterio moderno habla de tiranías y de crueldades sin fin, la justicia histórica tal vez encuentre que no fueron sino personalidades sintéticas de un medio salvaje. El drama de la evolución argentina está manchado con sangre. Sus cantos son desolaciones y ruinas. Los diálogos de personales y pueblos se desenvuelven en el desorden o entre el humo de los combates y el trapo rojo es el emblema de la era nefasta. Fue la lucha de los campos contra las ciudades y de éstos contra Buenos Aires. Llegaban al desierto pobres los ecos de las alegrías de la gran sultana feliz. Sentían crecer su poderío y temieron su fuerza. Conviene decir que ésta de su parte no fue sagaz ni moderada y quiso el dominio impetuoso e injusto. Por eso se equivocó y fue vencida. Los pueblos del interior luchando por sus fueros y sus autonomías, inconscientemente tal vez, dieron a través de las batallas con la constitución definitiva de la nacionalidad. Luego aunque sea errando los procedimientos, es bueno cuidar la libertad. ¡Pero el gran error de toda la evolución fue haberse operado por el heroísmo! Tal vez con otra psicología se habría obtenido por el progreso de la razón pública, discutiendo los problemas dentro de las ideas de civilización, como otras naciones de raza distinta lo hicieran, sin desbordes y sin sangre de guerras civiles. La verdad es que arreglar las cosas peleando, resulta una singular manera de arreglar. Esto comprendieron las nuevas razas. El heroísmo empezó a ser sustituido por el trabajo y la natural generosidad de los nativos, que había producido épocas de riquezas ficticias y de derroches sin cuento y a ratos dolorosas pobrezas, cedió el campo a la labor ordenada y constante y por ende más provechosa. El buey empezó a vencer al león. Las nuevas razas llegaban al país con una tradición de miseria. Eran por esto arrojadas fuera de su tierra natal; pero conservaban en el corazón la nostalgia y el deseo de volver a ella. Allí habían pasado la juventud con todas sus alegres fantasmagorías y el recuerdo de la vieja casa y de los dioses tutelares, dieron bríos y robusteces bravías a los que tenían por misión reconstituir las familias. Para llegar a esto, era necesario trabajar y ahorrar. Pero cuando muchos quisieron, ya no podían volver. El alma de esta tierra los había conquistado. Los poseedores aborígenes les entregaban sus predios por poco dinero y la tierra fácil de comprar les reveló entonces todo el prodigio de sus virginales fecundidades. Se hicieron propietarios. Después los hidalgos los recibieron en sus casas y se mezclaron con ellos. Así se formó la familia mixta y los descendientes constituyen la nueva generación vigorosa. Por eso se quedan aquí para siempre, con el corazón transformado y viven la vida nuestra, alegres con nuestras alegrías, heroicos en nuestras guerras y acongojados en el dolor común. Se entregaron mutuamente sus propias idiosincrasias. Ellos trajeron las civilizaciones europeas, éstos les dieron su índole bravía y caballeresca. Con los primeros llegan las industrias y las artes; pero los nativos fascinan y exacerban el temperamento empobrecido de las viejas naciones, obligándolas a la contemplación de las faenas de los campos que tienen toda la pavorosa grandeza. ¡Son los juegos olímpicos que no están hechos sino para los atletas! Entonces el carpintero y el albañil estrechan la mano del domador de la estancia y el zumbido del lazo que gira en el aire sobre el redomón en fuga, es la armonía gigantesca de la pampa, contestando a las melopeas enervadas de la casta diva. Por eso los cantores, los bailarines de can-can, creadores de la frase breve llena de acción y de chispa, los esgrimistas de la navaja, maestros del toreo y de la jota; los apasionados del whisky, idólatras y dueños del mar, acariciaron al corcel de la llanura, le pusieron recado y freno y lo montaron. Fue una alegre procesión de cabalgadores que saltaban, descompaginadas y revueltas las tripas en el galope frenético. Los jinetes criollos se sonreían al verlos pasar y les llamaban maturrangos.
Pero éstos compraron sus campos, se hicieron de a caballo y les enseñaron a los nativos a refinar las razas, es decir, a ahorrar humus y pastizales. De paso enamoraban las mujeres y más de una china exuberante con tez de cobre viejo y ojos negros, aprendió a tomar whisky, y a enroscarse en los caracoleos de una jota, y se calentó al arrullo de una mandolinata partenopea. Y después... la retahíla de gordos muchachos de color indefinido, hablando una jerga imposible, mientras desaparecía la llanura fragmentada por los alambrados. Todo ese hondo misterio, toda la siniestra leyenda de la estepa sin término, reveló a la locomotora en marcha la robustez prodigiosa de su entraña y los lúgubres dioses, borrachos en el denuedo salvaje, sicarios y salteadores, volando semi-desnudos en la carrera frenética y violando los silencios de las soledades con el berrido estridente de la horda que cautiva y asola, los lúgubres dioses fueron repelidos hasta las gargantas de la cordillera y sus esqueletos tendidos sobre el inmane osario de la montaña. En esta conquista de la pampa concluyeron los nativos su ciclo heroico. Entregaron el país al trabajo. Pero la odisea larga está sembrada con el sacrificio. Muchas familias se extinguieron. Las que quedan están pobres casi todas. Todavía hay algunos salones donde se reúnen los sobrevivientes de la nobleza de antaño. Cuidan los dioses tutelares, enamorados de las viejas leyendas patricias y de la virtud de los grandes primitivos. Allí se recuerdan las edades heroicas, los que murieron por la patria y los que heredaron el duro pan del destierro y sus casas, empobrecidas casi todas, se alimentan de la embriaguez melancólica de las memorias augustas. Nietos de capitanes y de virreyes se buscan y viven entre ellos. Se conocen todos. Hacen sus fiestas y dan sus comidas. Son hidalgos y bondadosos y muchos han conservado el tipo caballeresco de la raza y las ingenuidades de los que son fuertes en la esencia, porque son corolarios de la buena cuna y resulta así gente de estirpe. Tienen dos cultos: la religión y la patria y sin querer uno piensa a veces en las altiveces de los viejos caballeros cruzados. Conviene decir que muchos han resistido a las innovaciones del espíritu moderno. Han conservado sus sencillas costumbres y miran con cierto austero desdén a los nobles de ogaño, detrás de los cuales suele asomar a menudo el plebeyo de áureo blasón y bota con taquito alto. No conocen el bolauvent, prefieren la carbonada. Las mujeres conservan como reliquias los grandes pañuelos de espumilla y las ricas sedas de otro tiempo, que todavía duran a pesar de tantos años y en sus casas hay muebles de caoba seculares que han visto pasar dos o tres generaciones. Lo nuevo efímero y deleznable, los rasos falsificados, el corsé corto que abomba las nalgas y ofrece contoneos de bayadera; los afeites y toda la complicación del tocador moderno no han penetrado por los largos zaguanes de las casas solariegas. No entienden el sandwich y el oporto en la hora de la merienda. Todavía creen en el mate. El escote los asusta. No piensan que es por ahí que deben estudiarse las altas cumbres. Tienen el culto de las viejas aromas. Sus ropas saben a cedrón y a alhucemas. El opopánax y otros enervamientos de la familia les resultan de un exotismo incómodo. Pero a pesar de esta amable sencillez, tan llena de infantiles admiraciones, ellos saben que sus antepasados han fundado la nacionalidad y las nuevas razas no pagarán seguramente con muchos siglos de reverencias el martirio de los héroes muertos y las congojas de las familias desaparecidas. Es cierto que estamos en presencia de una índole que se va, que asistimos a la última etapa de una generación moribunda, pero bueno sería pensar que sus virtudes son la verdad, y que la verdad sirve para todos los tiempos y que la idolatría del honor practicada por ella, puede cambiar de formas, permaneciendo incólume la esencia, que en sus pobrezas y errores, en la época heroica, en las guerras civiles y en los destierros, se ve la brega violenta por el ideal de la gran patria futura sin desmayos, ni felonías dando por ese ideal a raudales su sangre y su caudal. ¡Entonces las nuevas generaciones rinden armas, cuando desfilan delante de la mansión colonial, de donde sale todavía un soplo de gloria anciana!
Porque ellos fueron héroes, nosotros edificamos hoy aldeas donde antes estaban las tolderías del indio. En cada una hay una Iglesia, una escuela y una casa municipal. El alarido de la tribu sanguinaria desapareció. La esquila de la campana es el remedo de la civilización que se hunde en la pampa, la escuela su heraldo y el municipio el símbolo del pueblo libre que avanza. Así se ha operado la metamorfosis. Las nuevas razas han construido la capital. Han cultivado los campos llenándolos de viñedos de rica cepa y de trigales. El pueblo nómada se ha detenido porque le faltó la llanura abierta y se ha incrustado al terruño lujurioso y ávido de parir. Es agricultor. La cabaña de barro y chorizo todavía eleva en la chacra su media agua de zinc y por la tarde, cuando el silencio del descanso invade los campos, en el ambiente quieto con olor a gramilla y alfalfares, sobre el humus negro y húmedo de polen picoteado por las gaviotas en bandadas se difunde de la cocina una fragancia de albahacas y queso de Parma. Es el hogar italiano. La sopa de legumbres hierve en las ollas de barro y es saludada por los cantos de los trabajadores que vuelven despacio, la azada al hombro. De lejos se les siente venir. Los cantos son recuerdos armoniosos de la tierra natal. Pasan los lagos lombardos con sus cristales de aguas transparentes y la llanura parecida a la pampa saludados por el que ha emigrado a enriquecerse en el alma de nuestra patria que los ha recibido sonriendo con los brazos abiertos. ¡Colinas de la Liguria y de Toscana, gargantas de Alpes inhospitalarios, playas mediterráneas coronadas de olivos y de naranjos, mares azules, espejos de cielos puros y diáfanos, glorias de Santa Croce y vetustas arcadas en ruinas del Coliseo! ¡Vuestro idioma se habla en la vasta llanura cuando el sol cae en la tristeza infinita de la plegaria de la tarde que va desmayando en la sombra, mientras después cruje la cuna en el silencio al arrullo de alguna melodiosa barcarola! ¡Oh Italia! ¡Eres nuestra hermana! ¡Tus hijos aman la tierra bendita y los nietos crecidos al lado del potro en la salvaje faena, los sudorosos de la fragua o del taller escuchan en la noche las leyendas de tus glorias muertas y las alabanzas de tus sangrientas resurrecciones! Ya lo sabíamos. ¡No es posible contar todos los sepulcros de tus grandes! ¡Sobre la tierra eres la reina del arte y más que eso los mártires que han entregado la vida al cadalso y a la ergástula de la tiranía o entre los gritos del combate han hecho posible tu acción civilizadora en la hora presente! Vengan tus hijos. El corazón de la tierra argentina tiene criptas enormes para cubijarlos. Son honestos. Trabajan. Son los constructores de las casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo. Han esbozado a Buenos Aires. Son los dueños de casi todas las pequeñas industrias y el ahorro es en ellos una índole. No entran en la vida pública sino para acompañarnos a sufrir. Han sido conmilitones en las guerras nacionales y apasionados de los ídolos populares, se dejaron arrastrar en las discordias fratricidas. A pesar de eso el día de ellos es útil a la patria. Empieza muy temprano apenas el alba rompe la noche. Salen al trabajo en la semioscuridad en medio del zumbar indefinido como lejanas descargas de la ciudad que despierta. Caminan apurados por las veredas húmedas del rocío matinal al lado de las calles llenas de fragmentos de papel sucio, por donde corren al trote los primeros carros, que parecen sombras fugitivas en medio de las penumbras. Pero la luz estalla por todas partes, se abre la tiniebla y desaparece y el macizo informe y tétrico de las casas, se va iluminando y dejando ver en el éter claro sus contornos y colores. Aparecen las torres de los templos, las chimeneas, los caños que se irguen sobre cada edificio, los techos de baldosa y de pizarra, los alambres que cruzan de acera a acera, mientras debajo se abren los negocios y sale afuera una oleada mefítica de las contaminaciones de la noche. Por todas partes el estrépito crece y se acerca. Los mil rumores confusos que vagan en todas direcciones adquieren notas definidas. Son tranvías que pasan, carros pesados que ruedan fragorosamente por el empedrado, y berridos de locomotoras en fuga. Los talleres despiertan. Es una de golpes, resoplidos de máquinas, retumbamientos de fraguas, chirridos de carpinterías y cantos de zapateros que empiezan la faena. Los andamios se columpian en el aire sostenidos por pilares de madera que forman armazón alrededor de las casas en construcción. Abajo la arena y la cal en montones, escombros y carretillas, arriba el borde de la pared que crece, mientras los obreros recogen el ladrillo lanzado desde el suelo en línea recta y lo acomodan sobre la mezcla con pequeños golpes del canto de sus cucharas. La ciudad trabaja. Ama la vida. Los italianos le entregan el vigor de sus músculos. Son los albañiles y los carpinteros. La fragua estridente, donde llamea el carbón y el fuelle sopla, los tiene cerca desde el amanecer. Renegridos y sudorosos, los brazos robustos y desnudos, a guisa de muslos peludos, son los dominadores del hierro, de anchos pectorales y corazón alegre. A veces cantan alrededor del yunque. Son felices como la tierra donde han construido sus hogares, señores de la fuerza que forja la yanta y construye el tranvía, peones gigantescos que ponen el techo de pizarra sobre los palacios de la Avenida de Mayo. Así la acción de esta colonia ha desarrollado el progreso de la República. Ha contribuido a la educación común. Ha tenido en las aulas algunos profesores célebres. Por ella en gran parte florecen aquí las artes, cuya pasión despertaron y el encanto y la difusión de los estudios musicales le pertenece casi en absoluto. Conviene decir que los dolores de la tierra italiana hicieron simpáticos a los que de allá emigraban. Parecían desterrados. Traían con ellos su alma artística y el aspecto iracundo de las viejas glorias contaminadas por el extranjero. Se sabía todo aquí. Conocían el nombre de los mártires y la infamia de las crijias, donde habían perecido los que amaron a la patria y la deseaban fuerte y libre y muchos a quienes el cadalso hubiera impedido allá guerrear en pro de los problemas de independencia, que fueron en ese tiempo los del honor humano, se mezclaron como soldados en los ejércitos de América y les entregaron su sangre. Aquí conocieron los versos de sus poetas y aprendieron el armonioso idioma, y en ellos leyeron escrita la congoja inmortal de todas las emancipaciones. Porque ésa fue la vida argentina también desde el año nueve al año diez y siete y ésa era la brega de la tierra italiana, cuando sus hijos empezaban a llegar a este país. Y como tuvieron una misma situación política, se reconocieron hermanos por la similitud de tendencias y de objetivos. Aquí contra España, allá contra el Austria y los feudatarios regionales. Aquí Buenos Aires centro de la vindicta, allá Roma, estremecida todavía en sus escombros por el soplo de sus grandezas imperiales. Había llegado la hora en que era necesario arrancar de cuajo a las tiranías y pulverizarlas. Los esclavos se daban la mano en la noche de las conspiraciones y los dos pueblos con diferencia de años, arrojaron el guante de los caballeros al rostro de la Europa asombrada y enferma de atavismo, para fundar en las batallas el derecho de tener idioma, religión y confines. Y como la libertad es prerrogativa, para cuya conquista fue necesario el presidio, el exilio y la muerte, aquí y allí pagaron en demasía los hombres ese tributo. Las dos naciones, resurgidas de la sombra medioeval de los tiempos estallaron en el horizonte del universo como un gran esplendor. Hubieron batallas. ¡La sangre manchó la faz de los que resistían las nuevas ideas de felicidad humana y todos los mares y las lluvias de todos los siglos no borraran su rastro tal vez, si no flotase para su desagravio en el alma de los redimidos a hierro y a fuego la inmensa compasión por los errores desolados de épocas muertas y sepultadas bajo sus mismos crímenes y dentro de sus vergüenzas! En la odisea de los dos pueblos hacia la libertad, hay un sedimento de solemne tristeza. Tuvieron un gran número de mártires y la gloria de los héroes está llena de hondos desconsuelos. Pocos encontraron en su camino los alegres laureles del triunfo, muchos la ingratitud amarga, el destierro solitario y la muerte y en vez del himno que canta la fama y las proezas, suenan en su historia las trovas elegíacas que narran la pesadumbre de sus hombres superiores. Por eso es melancólica el alma de sus poetas. La visión de las ruinas recuerdo y emblema de las grandezas fenecidas, los trofeos del arte, creadora de la ideal belleza y toda la suprema hermosura de la naturaleza yacían sin elocuencia en la urna de la esclavitud y aquí estaba el desierto con la infinita magnificencia de la soledad eterna, la selva primitiva, lujuriosa de pólenes virginales y el gaucho bárbaro y gigantesco, indolente vagabundo, capaz por su vigor de todas las civilizaciones. Esto vieron sus genios que adivinaron a la vez los beneficios de la libertad de que carecían. Por eso fue intensa la nostalgia de poseerla, triste el alma de los escritores y profunda la fraternidad entre los nativos y los inmigrantes italianos. Los colonos se encuentran bien aquí y en cambio de la fortuna adquirida, ellos han impreso modificaciones profundas a la índole nacional. Aquí se apercibieron en seguida de lo que importaba el trabajo metódico, y el ahorro que daba sus frutos, empezó a ser en muchos una necesidad. Por estos factores cada obrero había edificado su casa de dos piezas y formado su familia. A las doce, sentados alrededor de la mesa de pino sobre sillas de paja, están la mujer y los hijos esperándolo. Se come con apetito. El puchero con arroz y legumbres llena el ambiente de sabrosos aromas. Los muchachos han vuelto de la escuela. La cartera de cuero negro, la pizarra y el lápiz están colgados de un clavo de la pared sin rebocar. La mesa es bulliciosa. Se habla el idioma nuevo y el padre escucha sonriente ocupando la cabecera los diálogos vivaces. No falta alguna jaula con trampera, donde los jilgueros y los mixtos cantan y acompañan a la familia. Son los amigos de los muchachos. Vagabundos como ellos, conocen los huecos del suburbio, los cercos de moras y los últimos ombúes que van quedando. Se crían en el éter saturado del olor de los lirios silvestres, entre el perfume de las violetas primaverales. Hermanos del gorrión y del pico-de-plata como ellos aman la tierra donde juegan al rescate y a la rayuela, donde montan el primer caballo que pasa sin jinete y dejan a pie al lechero de la mañana. Desde chicos aprenden el Himno. Descalzos y con la pechera abierta, roja la cara y rubio el pelo, se ven vagar por las afueras los que serán mañana soldados. No han de tener más patria que la que conocieron en la niñez errante, estos perseguidores de la ratona y del chingolo y acostumbrados a vivir en criollo en la guerrilla a pedradas y en la reyerta a cortaplumas limpia, los hijos de italianos entregarán su sangre toda entera si fuere menester por la nación hidalga que hospedó a los padres. Por eso viven equivocados los que pensaron perder a esta república creyendo que no había cohesión y que los habitantes no eran sino mercaderes. No saben la rabia brutal y la locura de exterminio que se habría apoderado de los extranjeros y de sus hijos, si el territorio argentino hubiera sido violado. En estas cosas es bueno no meterse a sonsos, porque la amalgama aquí es fraternidad y se trabaja para hacer grande a la nación.
Por la tarde de todas partes vuelven los obreros a sus casas. Los ruidos van cesando. Hay pocos coches. La atmósfera tiene menos estremecimientos. Cae la sombra. Algunos negocios empiezan a iluminarse y mientras el estrépito y el vocerío dominan todavía el centro de la ciudad, un poco afuera se extiende la quietud. Las calles están silenciosas, casi desiertas. A lo lejos se ve brillar los faroles, cuya luz da aletazos en la penumbra y se siente el olor de los guisos de las cocinas. Los trabajadores desaparecen en los zaguanes oscuros. Temprano empiezan su noche rodeados de los hijos. Cenan. Después los muchachos hacen los deberes, mientras el padre descansa y la madre cose. Muchos rezan antes de acostarse en sus catres de lona, bajo la mirada de las vírgenes de todos colores que cuelgan de la pared. Garibaldi y Víctor Manuel suelen acompañar a la familia. Sería bueno dejarlos quietos. No hacen mal a nadie. Duermen ellos también en la noche el sueño honesto de los trabajadores italianos. Al día siguiente vuelven a empezar la faena y cada día que pasa se graba más profundamente su acción. Conviene decir aquí, que los nativos la alientan, porque ésta es colonia de humildes, que no sabe de los disturbios de la política casera al menudeo. No se mezcla en ella. Así le queda ancho el camino y libre la marcha. Con todos los defectos que tiene, a pesar de haber inventado el estileto, de ofrecer de cuando en cuando huéspedes al presidio y vocablos al caló de los bajos fondos, a pesar de todo el desaliño de la persona y de las ropas, de la talla pequeña, el mal color y la flacura enfermiza de los inmigrantes de algunas provincias, el alma viril del trabajo encuentra esta raza pronta a toda hora. Son hombres productores de virtud nacional y los hijos que entregan a la tierra, donde construyen sus hogares, los educan para que sean mejores que ellos. Así se ve que ya están invadiendo las universidades, el ejército y el gobierno. Los padres despertaron el amor al trabajo y revelaron los beneficios del ahorro. Luego a los hijos les quedan gran parte de los graves deberes nacionales. Con los descendientes de las otras razas nacidas en esta tierra, serán en breve tiempo los civilizadores de Sud-América.
Estas cosas predicaba D. Manuel de Paloche en todas partes y explican su lema «¡Vivan las razas! ¡Viva la evolución!» aunque los gritos, en media calle, fueran a veces precursores de los más descomunales manteos de que se tenga memoria en esta juiciosa tierra de María Santísima. Pero él no se contenía. A pesar de ser logómano, guardaba particular inquina a sus congéneres, no por rivalidad de oficio sino porque se apercibió que éstos en la fraseología diarreica, se reconocían hijos legítimos de la Revolución Francesa y cada uno era un Mirabeau de la legua, de voz estentórea y gesto académico y trascendental. La convención se salía de la vaina. La Bastilla asomaba su morro pardo y la guillotina tenía sus aristocráticas y humanas reverberaciones. Éste era una Saint Just de afectado continente y trágico garbo, aquél un Danton de luenga y mal pergeñada melena. Él creía que lo mejor hubiera sido hablar con sencillez y tranquila y fuerte llaneza sin caer a cada momento en la hidrofobia. Suponía también que antes que eruditos, convenía ser observadores de su propio país, de sus necesidades y de los remedios para sus males y no buscarlos fuera, donde tal vez no han sido sino corolarios de tiempos instintivos. Llegó a ver que la idiosincrasia aborigen bravía de suyo, derrochadora y generosa, tenía en sus entrañas el espermatozoario del pronunciamiento. Creía en el motín y en la asonada y se deleitaba en los cambios bruscos de los gobiernos. Trabajaba poco y hacía mucha política. La gente se lo pasaba en las calles y los cafés desplomando al ministerio. ¡Elegante profesión! ¡Por lo demás de ahorro... ni agua! ¿Para qué? Aquí todo se le arregla con esta frase: ¡somos un gran país! Esta tendencia a la megalomanía es otra faz de la idiosincrasia. En su nombre cada ocho años se produce una catástrofe económica y por ende una política; porque se observa que estas cosas suelen marchar de consuno. Por ella se han perdido muchas familias entre las congojas y la pobreza; la razón se ha obscurecido y las pasiones pendencieras azotadas a la calle, detuvieron a menudo la marcha nacional. A D. Manuel le parecía que eso de gran país no era verdad. Tomaba la estadística y el censo y haciéndolos sudar números, apenas si conseguía cinco millones en una comarca vasta y rica como para cien y esto después de cuatro siglos de descubiertos, como los Estados Unidos que tenían setenta millones. El corolario lógico de estos hechos era que dada la igualdad de procreación en los pueblos, los Argentinos habían tenido un hermoso talento para destruirse.
-Éste es un raro pueblo -pensaba D. Manuel-. Hay dos grandes agrupaciones igualmente dañinas, sin intención por supuesto. Están los impacientes, que todo lo atropellan, que quieren en un cuarto de hora todas las conquistas, la riqueza y el poderío, batalladores que no descansan, irreflexivos en la acción violenta, que cortan y venden la fruta antes que madure y entran a vivir en la casa antes que esté concluida. Éstos son perjudiciales porque se mueren jóvenes y no consienten a las cosas su marcha y desenvolvimiento natural. Están los patriarcas, que todo lo dejan para mañana, que viven y engordan con la boca abierta, esperando el maná que les ha de destilar el gran país, indolentes señores o haraganes plebeyos que son perjudiciales porque no hacen nada, mucho más que los otros que hacen demasiado. Hoy no somos un gran país -predicaba D. Manuel-. Para ser, es preciso tener juicio y sensatez. Con megalomanías no se hace nada. Sigan derrochando no más. ¡Viva el gran país! -con estas ideas hacía su vida callejera D. Manuel de Paloche, penetrando en los barrios a sermón cada media hora. Todos lo conocían y la gente se alborotaba al verlo pasar. Era el titeo de la distinguida e ilustrada villa. Juan Paloche lo acompañaba siempre. Esta vez no lo siguió. Se quedó en su casa, gruñendo como un perro ñato. Odiaba a Desiderio con las brutales ferocidades de su demencia homicida. D. Manuel había seguido su peroración, sin ver que la gente empezaba a aglomerarse. Su interlocutor era un inglés alto y flaco, rubio y barbilampiño. Todo su cuerpo estaba envuelto en una gran capa de goma y los botines los llevaba metidos en un amplio calzado de goma también. Tenía doblados los pantalones hasta cerca de las rodillas y escuchaba con gran tranquilidad, La gente se agitaba un tanto porque Paloche había levantado la voz. Muchos querían acercarse a él e inclinaban sus paraguas para meterlos por los claros que dejaba a ratos la concurrencia. Toda esta escena bajo la lluvia fina y monótona, que no había cesado, era tolerada en esa época en que los oradores callejeros guiaban a la muchedumbre alborotada por el espíritu revolucionario y si no hubiese sido porque los derrumbes económicos habían entristecido a la gente, aquella vida no hubiera sido del todo desagradable, aun así bajo el negro capote del cielo, entre la humedad de la atmósfera y sobre el blando matete de las veredas.
-Intus et extra! -repitió D. Manuel con fuerza-. ¡La época no está para que nos inclinemos ante los sepulcros blanqueados!
La gente aplaudió. No había entendido una palabra.
-La época es de economías y de regeneración -seguía Paloche sin inmutarse.
-¡De revolución! ¡De revolución! -rugió la plebe circunstante-. ¡Viva D. Manuel de Paloche!
-¡De trabajo y de economías! -replicó D. Manuel con fuerza-. Ésta es la única forma de reconstituir las energías nacionales.
-¡Muy pien dicho! -repitió el inglés-. Hay que pagar las deudas. Nosotros somos amigos vuestros. Cada uno se viene aquí con un pedazo de vida inglesa. Jugamos al polo y al lawn-tennis y creemos en los pueblos atléticos. Unas cuantas coces de football no están de más. No pensamos tampoco que los jóvenes deben trasnochar. ¡Nuestros bachelor-balls concluyen a las doce de la noche! Somos partidarios del método y creemos que un inglés debe ser longevo. Para eso es inglés. Tenemos mucha pena de verlos morir a ustedes a los cuarenta años. Es bueno que yo les diga que nos los estimamos demasiado. No deben ofenderse, porque no se puede pensar sin lástima en las razas que se suicidan así. A nosotros no nos acontece esto porque en cualquier región que estemos, vivimos en Inglaterra. Ésta es una verdad, que está muy cerca de ustedes. Raro es que un comarcano nuestro se salga a vivir fuera de su colonia. Es la única forma de convencerse que es una falta al decoro morirse antes de ochenta años. No digo que viviendo entre ustedes nos contamináramos. Es un verbo demasiado acre. Pero empezarían por reírse de nosotros porque fumamos tranquilamente nuestra pipa de madera a las doce del día y porque usamos grandes y cómodos botines y nuestros trajes son holgados y amplios. Un ejemplo. En este momento yo salvo del barro al borde de mis pantalones y muestro los calzoncillos. Para un nativo esto es una inconveniencia. Lo propio es enlodarse a pesar de todo, usar botín ajustado y ropa ceñida al talle. Si no fuera porque soy hombre cortés, diría que el nativo tiene tendencias a transformarse en percha. Y después ustedes no comprenden ciertas cosas. Nosotros no tenemos miedo de nadie. La crítica, el reproche, el qué dirán latino, no lo conocemos. Hacemos lo que nos conviene. Por el hecho de ser ingleses, no titubeamos en entrar a la Ópera de París en noche de gala con una valija en la mano y un traje a cuadros color chocolate. Somos el pueblo más cosmopolita, es decir, para nosotros la Inglaterra es nación universal y está en todas partes. La razón de su grandeza es ésta: es una nación metódica que no se incomoda nunca por los demás. Ustedes son violentos, viven anhelantes, preocupados todo el día y la noche en gran parte en la resolución de los problemas económicos y políticos. No tienen hora para comer ni para dormir. El inglés trabaja hasta las cuatro de la tarde. Después, mientras los de aquí siguen pugnando y enfermándose del hígado, el inglés anda en bicicleta en pandilla, con los pantalones arremangados, juega al polo y se olvida de su banco o de su casa de comercio y le prende al coñac o al gengirbier por vía de aperitivo. All right! Después come. Ésta es la hora clásica. Nadie se permite ir a la mesa, sino aseado y con su mejor traje. Las señoras pagan tributo al decoro. Usan vestido escotado, como para una fiesta y los hombres tienen el smoking elegante y liviano. Están alegres. Allí bajo la luz del gas, llenos los centros de mesa de flores recién cortadas, se venera la religión del viejo y honesto hogar inglés. Como ninguna raza tienen ellos el culto de la familia y la reverencia por el recuerdo de las glorias nativas. Han hecho conocer aquí el encanto de la estufa prendida y la necesidad del ambiente tibio en la noche de invierno, llena de la amable poesía del diálogo jovial, impregnado de humour y de cortesías. Yo no niego que suele haber a veces en sus diversiones algo de grotesco, pero hay que admitir que el clown deriva de la salud de los órganos y del exceso de elasticidad y robustez muscular y es bueno no creer demasiado en la leyenda que describe al inglés, amaneciendo acostado debajo de la mesa de su comedor, saturado de humo de cigarro y de vapores de gin... Son hipérboles. No será imposible por cierto uno que otro descomunal peludo como dicen ustedes pero esto no es muy reprochable. Al fin y al cabo todos los pueblos participan un poco de la idiosincrasia del gran padre Noé. Pero ustedes no negarán que como en ninguna parte, Natividad canta en el hogar inglés el tierno poema de las cunas en la penumbra. Es la dominadora de sus casas. En las otras razas buscan los padres la noche callejera, aquí no salen después de comer. Hablan de la patria lejana y de su reina y tienen el orgullo de aquella gran madre virtuosa, mientras las muñecas vestidas de seda, los helechos y los caballitos de palo asisten en el comedor a las emociones de la familia, bajo la luz del gas, cerca de la estufa prendida. Ellos están en Inglaterra, y se impregnan de la prepotente lascivia de sus glorias inmortales. Conquistan para enriquecerse, porque ése es un medio de ecuanimidad moral y de felicidad humana y una resultante de virtud y para civilizar, porque éste es pueblo que ama a Dios, respeta el hogar y busca en definitiva, digan lo que quieran, que sea sagrada la libertad del hombre. Por esto ha resultado un pueblo superior. Ha concluido la conquista sin oponerse más que lo necesario a las emancipaciones, mientras otros la empezaron con sangre como él y la terminaron con la opresión y la esclavitud. God save, England!
-Muy bien, muy bien -exclamaron muchas voces a un tiempo. Eran ingleses mezclados a la muchedumbre.
-¡Vivan las razas! ¡Viva la evolución! -gritó D. Manuel de Paloche, abrazando al inglés.
-¡Revolución! -rugió la turba- ¡Viva la revolución!
-¡Animales! -increpó D. Manuel, echándose la galera a la nuca-. No he dicho esa barbaridad.
El pueblo aplaudió. Le convenía el apóstrofe. No entendía palabra. Se sentían los ruidos secos y fofos de los paraguas al chocarse y el chapaleo de los pies en el lodo de la vereda. La gente había invadido la calle y el grupo ya era manifestación. Se empujaban de aquí para allá. Todos querían acercarse al orador, cuya voz tranquila se oía de nuevo claramente.
-Eso del padre Noé, y otros defectos -siguió el inglés-, son detalles sin importancia. Lo esencial ya lo repito es el método de verdad. Hay que cuidar la salud física y nuestra influencia es grande en este país, porque somos los inspiradores de todas las sociedades atléticas que ustedes tienen. Los músculos están para ser contraídos y no ha sido creado el torso y el vientre para la exhibición y la inmovilidad. Hay una gimnasia para cada uno de ellos. Por eso un inglés es doble hombre. El método lo ha hecho gigantesco. Pueden ponerme a prueba. Si les parece vamos a boxear...
El inglés se arremangó y con los brazos desnudos, bajo la llovizna, levantó los dos puños formidables a la altura de sus hombros. Nadie aceptó el reto, mientras el orador seguía hablando.
-Les repito que no los estimamos demasiado. Ustedes no tienen método. No hacen nada o se extenúan en los ejercicios. Prefieren el sistema latino y no saben que mientras nosotros llegamos a lo perfecto en el coup de sabatte con la contracción paulatina y científica, el puntapié francés apenas horada, la muselina y el cuchillo español tiene como corolario el crimen y el presidio. Hay que tener cuidado porque el hombre puede estar para ser derribado y no suprimido. Los pueblos superiores no matan, utilizan; y es a través del ejercicio continuado que se llega a ser tales, que se adquiere el máximum de vigor y como consecuencia de equilibrio moral. La buena digestión es importante. Da alegría al corazón y energías a la voluntad. El que no suda está obligado tarde o temprano a tomar sal inglesa o antibillious pills. Se me ocurre por consiguiente que eso de estar inmóviles en Palermo rígidos y deslumbrantes cuatro horas todos los días, tiene sus inconvenientes. Sería mejor tal vez pasear bajo la hermosa arboleda frente al río lleno de frescuras. Messieurs, et mes dames! Prenez garde! Le danger est en antibilious pills!
Estas palabras pronunciadas por el inglés con acento gutural suscitaron la risa. Hubo aplausos. De no haber sido los puños formidables del orador el manteo hubiera estado cerca. D. Manuel de Paloche gozaba con haber encontrado tan fiel intérprete de sus ideas y lo concitaba a seguir, mientras crecía la muchedumbre. El alboroto arreciaba, pero la voz del inglés se levantó sobre todo y dominó el tumulto.
-Sí, mis amigos -proseguía el orador-, el método ha hecho grande a Inglaterra. Aquí leemos y estudiamos pero no estrujamos el cerebro como hacen ustedes. Nosotros dormimos siete horas, mientras por acá se desfibra la gente en el insomnio y se prepara a ser neurasténica. Yo no digo que nuestras mujeres no sean un poco anticuadas. Se complacen en la novela heroica. Cada una es una romántica, que tiene el ensueño delicioso del lago azul y del castillo almenado. ¡La que menos se cree adorada por un Plantagenet! Casi todas escriben y cantan. Es bueno que confiese aquí que no siempre lo que resulta es melodía y en honor de la verdad es raro que tengan la belleza física de Ofelia o la gracia de Miranda. Son altas y delgadas, rápidas en el andar y vivaces en el diálogo. Cada una lleva su perro atrás. Generalmente es un galgo o un mastín. En arte perruno adoran la gracia y la fuerza. Pasean con un libro en la mano leyendo. Son grandes jugadoras al lawn-tennis. Sudan. Nosotros también somos lectores. No se nos escapa ningún balance de Banco, ni discurso de tenedores de títulos o arengas en los meetings de accionistas del Ferrocarril del Sud. Nuestra ilustración consiste en saber finanzas. Donde quiera que estemos es de práctica reunirnos de cuando en cuando y mientras la gente cree que no hacemos sino tomar whisky, nosotros estudiamos los acontecimientos del país y buscamos los medios de prevenirnos contra sus crisis y de enriquecernos en su prosperidad. Para tener esta clarividencia de los sucesos nos refugiamos en la soledad. Es el mejor medio para no contagiarse de las enfermedades económicas del ambiente. Por instinto de conservación de la robustez física y de la integridad moral, vivimos en las afueras. Las quintas del suburbio nos pertenecen y las hemos transformado en parques ingleses. Poca arboleda, mucho sol, verdes y extensas praderas. No creemos en la casa baja y colonial. Nuestros alegres dormitorios están siempre en el piso alto. Muy cómoda la casa de ustedes pero oscura y antihigiénica. Nosotros preferimos el chalet o la arquitectura del castillo escocés. Por todas estas razones el inglés tiene la alegría de su mansión. Su alma es clara como el color de sus muebles. Desde el vestíbulo hasta la bohardilla toda la tendencia es llegar a la respectability, lo que ustedes llamarían la corrección señorial. Para esto cada uno está convencido que vive en el mundo, donde el ideal debe ser, conocer bien la aritmética y para esto también a los hombres no les exigimos sino cosas de hombres. Esto de quererlos transformar en semidioses, es la causa de todos los errores de ustedes. Si hay una elección de presidente esgrimen la libertad del sufragio, especie de símbolo extrahumano, en cuyo nombre hacen una revolución cada cinco años y después como yunta va la honradez administrativa. Yo no he visto ningún país en que se pronuncie más la palabra ladrón y en que se robe menos que en éste, a estar a las obras monumentales y extraordinarias que se construyen aquí. Lo primero que se le ocurre a uno es que eso es una broma, si no fuese que observa que todo se reduce a trepar. Es la religión política de los que están abajo. En nombre de la patria ultrajada tumban al de arriba. Es el triunfo a veces del pretexto sobre la verdad. A este respecto debo declarar que la influencia inglesa es decisiva. El gobierno allí es la vanguardia de la nación; aquí ésta suele ser muy superior a su gobierno. Lo buscamos en la plaza de Mayo y recién viene por Trenquen-Lauquen. Nos enojamos pues. Pero es que no queremos convencernos de la enorme distancia que hay entre la capital y lo demás. Si ustedes me permiten sigo adelante.
-¡Que hable el inglés! ¡Abajo el Gobierno! -rugió la turba.
Se arremolinó de aquí para allá bajo los paraguas. No se oía nada. Era un barullo de voces, de protestas y de gritos. Zumbaba la calle y se sentían los estampidos de algunas puertas de negocios que se cerraban. La garúa seguía cayendo con implacable monotonía y el matete en su chic-chac escribía un civilizado concertante. D. Manuel de Paloche quería dominar el tumulto. Si había subido a una reja, con la frente sudorosa y la galera volcada sobre una oreja. Extendió la mano enorme y dijo con voz de trueno:
-¡Señores! ¡Pueblo de Mayo! ¡Calmaos! ¡Es necesario favorecer la evolución! ¡El uso de la palabra es sagrado! ¡Respetemos!
-¡Sí! ¡Sí! -exclamaron muchas voces a la vez-. ¡Favorezcamos! ¡Viva Paloche!
-¡Gracias! ¡Pueblo de Mayo! -contestó D. Manuel-. Pero veo algunas lonjas de rebenques en inusitado movimiento. ¡Dejadlas colgando! ¡Todo lo que cuelga es signo de virilidad en acecho! ¡Ese argumento aborigen no debe esgrimirse contra las razas en evolución!
Una salva de aplausos saludaba su defensa. Estaba ufano D. Manuel, como diputado patriota que hubiera cobrado su dieta. El inglés no se había movido de adentro del círculo de paraguas. Conviene decir en su honor que ya traía en el buche algunas copas de gin, lo que explica su paciencia y su tranquilidad en ese momento. No dejaba de comprenderse, que aquella era reunión cosmopolita. La indumentaria de la honorable concurrencia era variada y pintoresca, el dejo de los sudorcillos bastante políglota y el vocabulario comparable al de la torre de Babel. Su base era el español pero con mezcla abigarrada de neologismos suburbano, de dicharachos y ternos genoveses, de solecismos gallegos y catalanes, de acentos guturales, que no permiten adivinar el terruño de origen, ronqueras alemanas, gorgoteos de gargantas francesas, estridores agudos de calabreses, de baja estatura, color cobrizo, saco azul que difundían un olorcillo de cebolla pugnando a coces con el jugo gástrico, una mezcla de palabras de todos los idiomas, de giros de todas las gramáticas populares, que herían de muerte la majestad de la lengua madre. Todo esto con la mayor naturalidad, como por derecho de conquista. Debía suceder eso. En esta invasión de las razas, así como todas las manifestaciones de la industria, comercio y artes, padecieron la metamorfosis de las nuevas ideas, el idioma fue perdiendo su clásico sabor y maravillosa opulencia. Empezó a ser derrotado y a llenarse de neologismos y de palabras extranjeras. Los ingleses le dan muchos de sus términos comerciales y algunos vocablos de arte italianos hacen su entrada triunfal en el idioma. Hay barrios enteros donde la mezcla es tan copiosa, que a ratos parecen de otra nación y en el suburbio la observación demuestra que todo está transformado. Aquí se habla un rarísimo italiano, más allá predomina el idioma vasco. En las clases cultas las palabras francesas abundan en la conversación. Esta lengua rompe el período español largo y ampuloso y lo sustituye por la frase breve y sencilla. Es cuestión de buen tono y la forma de guardar estilo. La eufonía tiene en parte la culpa. El castellano posee eses que le sobran y jotas que silban demasiado. El pretérito imperfecto es un tiempo incómodo y ninguna oración resiste a toda su cacofonía. Entonces a galicismos corridos, por los cuatro vientos. El retruécano entra en boga. ¡Calembourg a secas! Se empieza a usar la síntesis en la conversación y en el escrito. Las disertaciones extensas, encanto y fruición aborigen se vuelven fastidiosas e inútiles. La tendencia es llegar al triunfo del monosílabo. Un orador altisonante y diluido semeja una ridícula montgolfiera y los Demóstenes de poste y reja se alejan de la ciudad cada vez más. Fueron muertos por la ironía fina y aguda. Conviene decir que la vida se hizo muy rápida; por eso se llegó a comprender que la simulación, la hipocresía y la mentira exige tiempo y mucha artimaña. Se optó por la sinceridad intelectual que es lo más breve y está dentro de la verdad.
La metamorfosis la hizo sobre todo el libro francés. Invade los estudios superiores. Son los textos de física, química e historia natural. Los que estudian medicina son también tributarios. Los libros de derecho en ese idioma corren en todas las manos y los ingenieros encuentran allí mejor que en otra parte su necesidad intelectual. Ya hace años que en letras la alta sociedad no leía otra cosa. Dumas, Hugo y Sue dominan el corazón y la fantasía de abuelas y madres, mientras los burgueses más aferrados a la lengua se deleitaban con Pérez Escrich y Fernández y González. Ya de antes había preponderancia. En el año diez todo se hizo apoyándose tanto en las conquistas de la Revolución Francesa como en la conciencia de su propio derecho. Conviene decir que no solamente Francia envía sus libros sino también sus escuelas y sus idiosincrasias y hubo épocas en que el romanticismo melifluo era de buen estilo. La moda había impuesto hasta cierto punto la necesidad de los paseos poéticos en plena luz de luna, sobre lagos dormidos. Tenían anhelos de azul. Vivían cantando los amores de las aves y las maravillas de los rosales y de los lirios en flor. Cada uno era un trovador de melena luenga y ensortijada y de abundosa y renegrida barba. Vivían en plena reve. Las damas tomaban vinagre para palidecer y el blanco mate era la elegante color. ¡Qué idilios! Las crónicas no dicen si en los paseos nocturnos no se producían redondeces nuevemesinas entre copla y copla de Musset. Sin estos románticos descuidos no se explicaría el torno, compasiva institución que todavía existe, herencia tal vez de nuestros hermanos de la Convención y de la Gironda. Con todo, sea o no sea, no se puede negar que la influencia de Francia es grande. Ha enseñado la caridad elegante y mundana, el óbolo para el pobre sobre el mórbido guante perla de piel de Suecia. Las damas visten en francés. Se ponen todo traído. Wolf y otros las proveen. El modisto quedó consagrado y sostenido con los dineros de aquí y mientras para un aborigen esto constituye una bochornosa enormidad, la moda lo ha transformado en un inocente entretenimiento y hay quien aconseja la profesión, porque es productiva y por las alegrías de la retina, que puede tal vez complacerse en la contemplación de torsos ebúrneos y turgescentes y resbalar por valles y collados de atrevidas y marmóreas parábolas. La buena sociedad de antes, era grave y ceremoniosa. Cada uno era un grande de España. Los antepasados habían sido por lo menos gentiles hombres a corte y muchos a pesar de las nuevas ideas republicanas, conservaban sus entusiasmos y sus sinceros fanatismos por el símbolo de la realeza. Hoy las cosas han cambiado. Han ido a París. La duquesa de Alençon y de Uzes han llegado a ser un modelo. Tienen su faubourg Saint Germain y su iglesia de la Magdalena y mientras la vieja nobleza vive en sus largas casas bajas de índole colonial, la influencia de París ha construido los elegantes palacetes de la Avenida Alvear, calentados por el sol del norte, entre la brisa fresca del Río de la Plata. Se podría pensar que aquí hay una vulgar imitación. Es preciso no equivocarse. Puede ser que éste sea un raro caso en que las copias se tiran por tablas cada cuarto de hora a los originales. Hay cada Orleans aquí que en punto a ejercicios caballerescos, como corresponde a gente de prosapia, desde la esgrima hasta la natación, nada deja que desear y cada Morny corregido y aumentado, capaz de dar lecciones en Monte Carlo y de enseñar a sus congéneres de allende el mar, cómo se viste de raso y terciopelo Aspasia y cómo culebrea en sus lubricidades horizontales. La alta sociedad come en francés, con cocinero y sirvientes franceses y en la mesa se oyen a cada rato palabras en ese idioma. Lo que ha cambiado mucho son los diálogos en esas comidas. Los diplomáticos, mozos diablos, que tienen muchos méritos y condecoraciones y personajes de la nobleza europea auténticos o apócrifos (es lo mismo) han introducido un vocabulario mundano. Nada de hipócritas melindres. Pero si saben tanto esos refulgentes, ¿cómo no van a destruir la psicología del comedor antiguo? Los tiempos bíblicos en que se empezaba la comida con una oración resultan prehistóricos. ¡Qué ingenuos nuestros abuelos! Hoy reina la anécdota chispeante y el cuento breve en su perversa sensualidad velada. ¡Tanto escote, pues! ¡Tanto nacimiento de seno blanco y turgente! Y ese olor a carne perfumada y fina en el ambiente tibio, entre el brillo de una selva de copas con fragancias de vinos y perfumes de flores. ¡Vamos! Es preciso no ser colegiales y pensar que el vino que calienta la carne y la fantasía; los rasos, los encajes y el brillo de la plata en comedores tapizados de gobelinos, nos dan una hora de ese eterno París, cuya índole y costumbres han modificado más que ninguna al alma colonial. Hasta hace poco eran los franceses la cabeza del mundo... en Europa. Aquí los reyes de la moda, merceros y sastres de elegantes, zapateros de lujo, creadores de la flor artificial y del ramo artístico. Se han hecho estancieros y dueños de almacenes por mayor -esos socavones de mercaderías hasta el tope. Hay escritores. Castigan el vicio aborigen con la ironía fina y aguda. Han muerto a la prosopopeya. En manos de ellos, a través del ridículo, han perecido la seriedad nigromántica y las vaciedades pretenciosas. Así la ciencia se ha hecho jovial y las letras alegres y sinceras. De ahí el dominio sobre el intelectual de este país. Hay idólatras de Taine y de Renan. Anatole France es un patriarca. Las letras están sometidas y está prohibido tener estilo individual y pensamiento. Hay que seguir a Francia. Lo que no sea eso, resulta rural e insoportable. Los escritores desdeñan el tema de la tierra y no conocen la observación. Hasta los argumentos de sus libros suelen ser europeos. El que se atreve a romper el cerco es oveja ruin. Aquello es lo distinguido. Es preciso amar a Zola, porque ha destruido mucha gazmoñería, se ha metido en las casas y vive escondido en los roperos perfumados entre los rasos y el encaje de Inglaterra. ¡Ah bribón! Se ha revuelto en el lodo, pero es el pintor más profundo de lo sensual. Aquí como en Francia cada uno ha tenido veinte años, una mesa de luz y una vela de estearina para prenderla a las dos de la mañana, cuando los padres duermen. Es la hora de leerlo, entre las sábanas, acariciados por el calor afrodisíaco. Siempre hay tiempo al día siguiente para rezar el rosario, devotamente arrodillados bajo las bóvedas doradas de la catedral y arrepentirse de leer a Francia que ha inventado en este país al demonio, al mundo y a la carne. Al fin dominadora. En la ciencia ha seguido su imperio mucho tiempo. Apenas ahora Alemania se lo disputa. Es posible que después la destronen. Decimos después, porque todavía no estamos muy acostumbrados al sabio alemán. Es un nuevo espécimen, de reciente producción en el país. Hablo de los que imitan a los de verdad. El sabio de aquí es trascendental en todos los momentos. Vive de eso. Es serio y circunspecto. No se ríe nunca. Sabe mucho. Se expresa con augusta solemnidad, como que se cree el único depositario de lo verdadero, pero tiene el defecto de que su sabiduría lo hace rígido en el andar y en la frase, como si por la boca hubiera tragado un palo y hubiera quedado sin salir por donde no puede decirse. No es humano. Se retrae como un ser superior. Tiene compasión de sus comprofesionales y vive perfeccionándolos siquiera sea in pectore. Lo regular es que no ande solo. Lleva a cuestas su gabinete de estudio y marcha entre frascos de laboratorio y objetivos de microscopio. La gente dice que no tiene talento, que todo eso no es más que una especiosa prosopopeya. El tiro de ellos es deslumbrar, por eso se hacen eruditos. Es verdad que cuando se trata de problemas de observación, no hay ni talla ni médula y que son inútiles todas sus litúrgicas actitudes de pitonisa. No resuelven nada. No dan fuego. Apenas si de cuando en cuando consiguen que el país los vea en esos momentos de inocente abriboca que suele tener. A pesar de saberse esto, se ha dado en decir y puede ser que haya sus razones que Berlín es superior a París. Hay hacia esa ciudad éxodo de hombres de ciencia y se observa que vuelven más humanos. La diferencia que existe entre las dos nacionalidades es que aquí es rara esa síntesis, a la cual se ha llamado sabio alemán, personalidad aislada y especie de semidiós que se digna hacerse terráneo, mientras la influencia de Francia es honda y vigorosa. Ha constituido aquí y constituye todavía a pesar de sus desventuras gran parte de la mente nacional. Encanta la vivacidad de su talento y esa especie de descuido de muchacho grande y generoso que conservan los franceses aun lejos de su patria. Son alegres y juguetones. Aman la caza y las mujeres y aunque hablan de su París como orgullo y de su Francia gloriosa y buena, se mezclan fácilmente con los nativos, son amigos de ellos y no tienen como el inglés talante desdeñoso. No desprecian. El chez nous, lo defienden con el júbilo y la audacia de un colegial escapado en plena rabona. Si nos miran a ratos por sobre el hombro, si nos creen chicos, es bueno confesar que lo hacen con toda cortesía. Debe decirse que los nativos amaron siempre a Francia, se interesaron en sus desgracias y la glorificaron en sus triunfos. De aquí el vínculo y la fraternidad. La conocen profundamente. Saben mucho de París y de la vida prodigiosa de sus bulevares. A esa ciudad la leen todos los días y visitarla es una especie de ensueño y de esperanza. Es la espléndida y alegre locuela, que ha creado la risa del alma sana, que vive enamorada del pecho hinchado y procaz de sus elegantes lascivas nocturnas y tiene las audacias de todas las iniciativas civilizadoras. Conocen a Daudet, a Leconte de l'Isle y a Pasteur. Roux ha llegado a ser un santo en la familia argentina y aquí se sabe que París es la creadora del titeo intelectual amable y profundo. Se ríe siempre con todo su cuerpo. A veces la carcajada se llama can-can. Conocen sus provincias y saben mucho de Normandía y de Provenza y de los olores salinos de los mares bretones.
El gascón Cyrano tiene descendientes muy numerosos. Aquí es bueno detenerse. Los vascos son los inmigrantes más vigorosos que llegan al país. Éstos no traen ni sífilis ni tuberculosis. Llegan saturados del aire vivo de la montaña y tienen sangre bermeja, tan pura y cristalina como el agua de sus torrentes. Son musculosos y gigantescos, de torso levantado y brazo hercúleo, los mismos de antes cuando despedazaban la roca para hundir cráneos de enemigos con sus fragmentos. Son honestos. Así defendieron sus abruptos desfiladeros y así conservaron incontaminados su hogar, su religión y su lengua. ¡Ay del que se atreva! Suenan los riscos y las gargantas ásperas. Las notas del himno guerrero cruzan de valle en valle como un escalofrío de heroísmo y el silbido de la barreta es feroz y homicida catapulta. ¡Ay del que se atreva! Las cumbres están llenas de cruces, batidas por el cierzo de la montana. Cobijan el cuerpo de los héroes, que repiten en la batalla para morir la balada dulcísima:
-¡Adiós enemaitia! ¡Adiós sekúlaco!
El aire libre es de ellos. No se encierran para trabajar. Son peones de estancia como pocos. Sus majadas están siempre bien cuidadas y raro es que al costado del rancho no haya arboleda plantada por ellos y huerta para la legumbre fresca. Estos ásperos caminadores de la montaña se hacen en seguida jinetes. Usan botas y chiripá; pero no dejan la boina. Ésta es la gloria y el emblema de Euskalduna. Hay que conservarla. Con ella puesta en pleno sol alambran los campos. Todo a mano limpia. Así tienen los brazos hinchados por el relieve de los músculos, capaces del máximum de fuerza dentro de lo humano. ¡Emakhor! Son los titanes bravíos de las herrerías. Todavía suena en el oído el clangor de las pesadas masas al dar en el yunque para doblar la yanta. Cantan y trabajan, mientras brama la fragua y vuelan las chispas del hierro despedazado y rojo. Toda obra ciclópea, que deba hacer en este país el brazo humano, es de los vascos. Tienen un similar: el criollo de la antigua estancia que doma el potro con muslos y talones de acero y echa a pechadas al rodeo al toro más bravo y levantisco. La grandeza de éstos está en el desprecio del peligro y en el reto temerario a la muerte cada cuarto de hora. Los vascos son gigantes tranquilos. Acomodan sus anchas espaldas bajo las bolsas de diez arrobas y la suben sobre la pila; hacen resbalar por la planchada una pipa de vino, le ponen hombro y brazo y rueda la pipa, rueda como un juguete, se desvía, gira y recibe al fin el empujón que la para. Se ríen los vascos. Son alegres. Toman vino carlón y sudan. Usan alpargata, un ancho calzoncillo blanco y sobre él un lienzo del mismo color que les envuelve nalgas y piernas y que sujetan a la cintura con una faja. Tienen camiseta a cuadros, el pecho abierto y la boina clásica y en los intervalos de la descarga que podrían dedicar al reposo, ellos corren, juegan y luchan, como cachorros, ágiles y fuertes, necesitados de la eterna juventud del músculo que se contrae y oxida. ¡Hermosa raza! Han sido de los primeros horneros y con los italianos son constructores del suburbio. La pala y el pico de los vascos han producido en las afueras las enormes cuevas de los hornos. Allí han crecido muchos de sus hijos al lado del renegrido y del pico de plata, en medio del trabajo rudo, entre las emanaciones mefíticas de los charcos verdes y quietos. Hoy están llenos de casas sin rebocar. Ya no hay en Almagro montones de bosta seca, ni fangos de pisaderos, ni yeguas flacas y sucias de barro con el pelo aglutinado de pelotones. El cono de los hornos y la pila de ladrillos se han retirado más afuera. De lejos parecía una agitada colmena, entre tanto túmulo humeante, entre tanta rama preparada para el fuego, con carretas aquí y allá y vascos de boina roja la picana al hombro. Se les veía salir de ladrillos hasta el tope, el carretero a pie al costado. Caminan lentamente cantando y excitan al buey que entiende el vasco. Es raza que trabaja. Son curtidores. Todavía se ven sus grandes fábricas, las piletas blancas de cal, las pilas de aserrín rojo y debajo de aereados galpones colgando las pieles. Son los lecheros de la ciudad. Cruzan el suburbio entre tres o cuatro de la mañana, todos los días. Se le siente pasar al trote en pandilla. Cantan siempre, con voz pura y fuerte, alguna de sus canciones sencillas y armoniosas, recuerdos tal vez de los viejos hogares vascongados, firmes y sublimes casi en el amor por su Dios, en la reverencia por su fe, en la devoción por su rey. Son robles esos hombres. No importa la mañana yerta, ni los latigazos brutales del chaparrón del invierno. Ellos tienen la boina y el poncho amplio que los cubre y se empapa. Nada los detiene. Cruzan la tormenta, bajo el cielo hecho trizas por la centella a través de la atmósfera helada y negra azotada en todas direcciones por el fragorear del trueno. Hay algo de titánico en ellos y de temerario, algo como el reto de la salud y de la fuerza contra la naturaleza a veces madrastra. Son luchadores ingenuos. Tienen la cara afeitada y roja y pasan al trote haciendo sonar los botones de plata del tirador criollo, con la macana en la derecha, sentados sobre un cuero de carnero entre los tarros que cuelgan a un lado y otro del caballo. No importa que haya mal tiempo. Los niños de la ciudad necesitan leche. Es preciso llevarla. Por eso en alegres cohortes todas las mañanas, cruzan el suburbio, rompen el silencio con sus canciones y de cuando en cuando lanzan alaridos que son como el grito de la juventud que trabaja y triunfa y la expresión de la sensualidad de la fuerza que domina y conquista. ¡Hermosa raza! Los zaguanes de las casas saben de muchos espasmos matutinos de esa virilidad y las mucamas también. Pero lo que domina y singulariza a este pueblo es la alegría constante del corazón. Juegan siempre. Son astutos y jocosos. La salud física es tal vez la principal causa de ese equilibrio del espíritu y la conciencia de su robustez para el trabajo los hace despreocupados y generosos. De los inmigrantes nadie gasta como los vascos y lo hacen sin sentimiento, con algo de derroche, sin pensar demasiado en el mañana con ese olvido del interés personal, que huele a planta joven y llena de savia. Comen bien y abundante, beben mejor y en sus fiestas hay un chiripá limpio, un tirador con botones de plata, una boina limpia y una camiseta negra con adornos de cintas delgadas y azules. Otras razas no son así. Medrosas y hurañas permanecen desconfiadas cuando se trata de dinero. Ahorran demasiado sobre el alimento y el vino, con perjuicio del organismo que necesita comer para trabajar. Son sucios. Cambian poca ropa y la que tienen la usan llena de remiendos. Un pan y dos cebollas es el almuerzo, dos cebollas y un pan es la comida. No hay exageración. Se lo puede ver en esas cuadrillas de peones que trabajan en las calles, donde los hombres son flacos, de pequeña estatura y de tez amarillenta. Tienen el color anémico de la inanición. Peso que muerden no largan más. Hay algo de ferocidad suicida en esa avaricia que acorta la vida individual y lega a los hijos glóbulos rojos con hierro y hematina insuficientes. Tal vez fuera bueno hacerles comprender que viven diez años menos y que preparan generaciones moribundas. Esto no es un anatema. ¡Hay que tener compasión por los pobres que han sufrido tanto! El hambre deja recuerdos pavorosos y el grito de los hijos que han pedido pan sin poder obtenerlo, acompaña siempre al padre, aun después cuando trabaja y gana. El frío hace dar diente con diente y la familia harapienta que se agrupa en los rincones del tugurio alrededor del padre desesperado, explica el hambre de dinero, la voracidad de eso que puede darles a los hijos vino y medicamentos cuando están enfermos, ropa y fuego cuando tienen frío. Los vascos deben gozar en su tierra un relativo bienestar. No traen por eso recuerdos funestos y no tienen la sensación terrible del mañana sin pan y sin calor. Ganan y gastan. Cuando vuelven a las once de repartir leche entran a las fondas y a la cancha de pelota. Ésta es el estadio, la pelota el juego olímpico. Es bueno detenerse un poco. La cancha forma parte del hogar vasco. Es un cariño. Sus proezas se escriben y se comentan en la hora de la cena y se glorifican sus audaces y violentas peripecias. El nombre de los triunfadores cruza la comarca, estremece las ásperas gargantas de los Pirineos, como si fuera un soplo de veneración religiosa que diera renombre y perpetuidad a una tradición y ese amor por la cancha es grande casi como la ternura por la aldea donde nacieron. Allí y acá, en todas partes donde haya una boina azul, la cancha es el símbolo de piedra del alma vasca, llena de audacia, de astucia, de agilidad y de fuerza. Venga la cesta. Entren los jugadores. Arriba en el anfiteatro pulula y hormiguea la muchedumbre en la contemplación de los atletas preparados para el triunfo, porque la noche antes, las mozas del lugar hablaban de la batalla en el plenilunio, a la sombra de la montaña entre rumores de aguas, murmurar de bosques, ecos de cantinelas lejanas que interrumpen los sagrados silencios bajo el cielo claro y diáfano como el alma de las vírgenes vascongadas. El primer cestazo se siente. El frontón tiembla; pasa la pelota, zumba y vuelve; el frontón suena; hay trapicheos y chasquidos de carreras violentas, respiraciones anhelantes; silban las cestas, suena el frontón en medio de la emoción silenciosa. Ni un grito ni una protesta, nada. ¡Todo el fragor de la lucha tiene variadas emociones e inesperados sobresaltos hasta que el volar violentísimo de una pelota que ya nadie alcanza, rompe la valla y estallan formidables aplausos y frenéticos victoreos en la brega demoníaca! Al fin la muchedumbre se precipita a la explanada. Los triunfadores pasan lentos y sudorosos, armados de la cesta victoriosa y en la noche las mozas del lugar en el plenilunio aman a los héroes y adornan el pecho amplio con la flor de la montaña nativa. Aquí es lo mismo. La cancha sigue siendo un culto y el juego un fervor. Los hijos de los vascos nacen pelotaris. Desarrollan el músculo y la astucia. Han contagiado a las otras razas, han hecho de la pelota casi una religión. Desde niños han oído en el hogar el renombre de los héroes y heredan el apasionamiento paterno por la noble lucha. La influencia de estas manifestaciones de vigor ha sido grande en este país. Los nativos que tienen su adoración en el caballo, que lo doman cuando potro y lo adornan después con prendas de plata, miran a esa atlética generación que se muestra en plena luz llena de sangre roja saturada de hierro emblema de la fuerza, saturada de ozono emblema de la pureza. La imita y juega. El frontón llega a ser un monumento nacional. Se arma de guante, de pala y cesta. Usa alpargatas y conoce la leyenda de los vencedores de Irún y de Bilbao. En un momento dado el frenesí por el combate olímpico estremece la ciudad. Ha coronado a un héroe. ¡Chiquito de Eibar elegante y fuerte escribe en letras de oro el poema del cuerpo sano y la oda del alma alegre y generosa! Los nativos abandonan un rato al potro. Ya se va lejos con la pampa que huye también, azotada contra la cordillera por el ferrocarril y los alambrados; pero los vascos que cachorrean eternamente, dominadores de la montaña lo ven, se apoderan de él y lo montan, en cambio del frontón que entregan para la tierra que los hospeda y la boina de euskalduna suele estar a veces tirada sobre el esparto y la paja brava, mientras lejos desaparece el bagual dominado por el muslo férreo de su jinete. Así se infiltran mutuamente las idiosincrasias; así se hace la amalgama. La mujer vasca la completa. Su sangre es de realeza, su línea pura y su piel blanca y tersa, grueso el esqueleto óseo y musculoso. Tiene el tórax erguido, los pechos duros, amplias las caderas, el ojo grande y suave. En general es hermosa, robusta y apasionada. Ha amado mucho aquí y se ha hecho amar. Los nativos y otras razas la persiguen con preferencia y muchos después se la guardan para siempre. Constituyen familias sanas. No hay raquitismo entre ellas. Es el triunfo de la gracia fuerte y de la belleza escultural de las formas. Luego es preciso ser humanos y perdonar a los que las codician. Podemos asegurar que el objetivo es la multiplicación de la especie. No hay lirismos enfermizos y sentimentales. Al grano. Casi siempre por el matrimonio; pero si llega a ser fruta prohibida... ¡Dios nos asista! ¡Qué fruta! Son bondadosas y trabajadoras, como los fuertes de verdad y se observa que fácilmente usan las modas con talento. Al rato no más son señoritas y así como los hombres toman en seguida los hábitos varoniles de aquí, ellas asimilan las costumbres femeninas en poco tiempo. Es raza honesta y que es preciso cuidar en este país, cuya grandeza en el presente ha sido hecha por los trabajadores. Tienen un adagio que dice más que toda la observación: «Cuando un vasco sale malo, es siete veces malo». Los delincuentes son muy raros. Un vasco ladrón sería señalado como una desagradable vergüenza y arrojado al ostracismo eterno como una basura. ¿Asesinos? No conocemos casos. Si los hay deben ser la excepción. Sucede que a veces se emborrachan y llegan hasta la reyerta, casi siempre a trompadas o a macana limpia. Tienen horror al cuchillo y al revólver. Esas armas irresponsables repugnan a su nativa generosidad y cuando asaltados por sicarios en el suburbio, las usaban para defenderse, más que una seguridad y una égida eran un estorbo y un peso incómodo. Los vascos son sanos y duermen bien. Ecuánimes por esta razón dentro de lo humano no necesitan herir ni matar en ningún caso, porque el homicidio es grima y acción en el espíritu sombrío que no tiene sueño y no descansa. No son psicópatas, viven alegres como la vida en su primavera, como la naturaleza en sus tripudios y en sus florescencias. Algunas costumbres piadosas revelan al corazón generoso de esa raza. No sabemos si se habrán perdido. Ningún vasco, por pobre que fuese, moría sin funerales. Después de la ceremonia los amigos se reúnen en la cancha que es fonda también. Allí comen fuerte. No hay que hacer sufrir el cuerpo, dicen ellos. Después del café dos de los más conspicuos se levantan y boina en mano, piden el óbolo a los comensales, lo reciben y lo entregan a la iglesia. Si sobra es para la familia del muerto. Con todas estas cualidades la mezcla con los nativos ha sido fácil y abundante. Así procrean. Cada cópula canta un credo y hace un hijo y como los italianos construyeron la Boca y los ingleses han invadido las quintas del suburbio, ellos tienen un barrio, que les pertenece, donde hablan su lengua y juegan al trinquete y a la barreta, donde bailan zorzitkos, tocados con un pito y un tamboril por músicos que usan galera de felpa y donde cantan los aires amables de la vieja Gascoña, sencillos como su pueblo. Esa aldea se llama Barracas. Allí han crecido los hijos en el espectáculo de esos trabajadores honestos. Son como ellos. Han entrado de lleno en la evolución nacional. Están en la marina y en el ejército. Son comerciantes y hombres de ciencia. Sus apellidos terminan en buru, berry, garay y rica. ¡Cancha, muchachos! La pelota pasa. Es bueno sacarse el sombrero, porque en la sangre argentina, ese símbolo hace rato deja gérmenes sanos, que la rejuvenecen y la preparan para las resistencias de la marcha hacia el porvenir, a pesar de los defectos de esa raza varonil, de sus terquedades y de sus rudezas, de lo poco industriosa y de su consagración casi exclusiva a las faenas materiales. ¿Que no todo es oro? ¿Que algunos suelen ser pillos? ¿Que alguna vasquita hermosa se ha pasado con el mármol de su cuerpo a la afrodisía seducida por el terciopelo o el encaje señorial? Es preciso ser humanos. El beso tiene calor y fascinaciones y podemos perdonar desde que Jesús perdonó a Magdalena la elegante y amó su blonda cabellera. ¡No sabemos por otra parte lo que habría sucedido si Magdalena hubiera sido vasca y Jesús no hubiera sido Dios, porque tienen tanta primavera en el cutis y tanta luz en la mirada, tanto brío y calor en toda la persona, que a un cristiano que no sea hipócrita y sano de organismo y de mente, lo primero que se le ocurre es que han nacido para ser fecundadas y si tienen defectos, debe saberse que no se utilizan en la evolución y sobre todo la raza que no haya pecado tire la primera piedra!
A través de los Pirineos se dan la mano con los vascos españoles. Éstos son como aquéllos, muy trabajadores y puede decirse, sin temor de equivocarse, que de las provincias de España ésta es la más laboriosa y la que menos se acuerda que ha sido dueña de estas comarcas. No se mezcla en la vida política al menudeo. No les importa dirigir. Decimos esto porque como se sabe, en todos los pueblos de campo los españoles hacen política. Es una idiosincrasia y no puede con ella. Debe decirse que no dejan por esto de producir, pero son inquietos, necesitan ser municipales y aunque a veces traban luchas violentas, debe confesarse que en general los inspira y mueve el bien de la comuna. No pueden olvidar que han sido dueños del mundo. Conservan aquí la altivez caballeresca, cultivan los añejos ideales; la veneración por el valor personal, la idolatría por las glorias pasadas. Han vivido descansando sobre ellas, sin apercibirse que la fuerza y la riqueza son tal vez hoy los únicos objetivos y lo que antes sabían muy pocos, es decir, que esos dos vigores dieron siempre supremacía y hegemonía, en el momento presente es un axioma claro. Todos lo conocen y para el observador es evidente que ésa es hoy la brega en las naciones. Para llegar a esto no hay más medios que el trabajo y el ahorro. Pero España, nieta de ricos, derrochadora y buena, cargada con el peso de su inmenso poderío, desdeña al dollar y vive acariciando las panoplias y los emblemas de la antigua usanza, dormida en la embriaguez de los recuerdos desde los Pirineos al Mediterráneo, arrullada en su letargo por la música de las bandurrias, por sus alegres danzas y por el canto doloroso de sus malagueñas. Dan ganas de llorar, ¡oh anciana madre! ¡Oh creadora de la edad moderna a través de Lepanto y de América! ¡Oh volviera el fragor de la carga victoriosa «Santiago y cierra España» y se dispersaran los salmos que tienen la estrofa cruel de las mutilaciones! Las ruinas hacen mal, ¡oh anciana madre! Son tristes y solitarias. ¡Sobre ellas la cicuta crece y el porvenir se arroja para devorarlas! ¡La elegía no sirve y enferma, porque mata el vigor del músculo, acongoja y detiene! La victoria es del arado, de la fábrica y del instituto científico y la sinfonía universal está llena del resoplar de los trabajadores, de estruendos de máquinas y de elocuentes meditaciones de sabios. El corolario es la riqueza. Ésta da la fuerza que establece la integridad del territorio y el instituto científico dilata el espíritu humano y prepara a los pueblos a la hegemonía. ¡La verdad está en ese camino y lo que no sea eso, no resulta sino un hermoso sueño de gloria y un estéril poema del pasado! Los españoles de aquí parecen haberlo comprendido y a pesar de cierta tendencia a ser dominadores que irrita un poco a los nativos y a las otras razas, ellos trabajan mucho y ahorran. Estudiados sin pasión, debe confesarse que a pesar de las desventuras y de las pobrezas, no han perdido su honesta tradición de hidalgos. La honradez gallega es como veinte honradeces juntas y las historias de virtud y de labor que se han desarrollado aquí son tantas, que puede decirse que ellos han contribuido mucho a la evolución. Es siempre la misma. Empiezan por barrer la tienda a los diez años, limpian las lámparas de keroseno y concluyen muchos a los cuarenta por ser dueños de registros y de estancias. Todo ese tiempo ha sido una larga serie de abnegaciones, la entrega de la juventud entera al deber y al trabajo. Hay siempre un mostrador, ese liso y barnizado paralelepípedo. Es la barrera que la pobreza ha puesto entre ellos y el mundo. Más allá, el sol, la atmósfera dilatada y el espectáculo de los felices que tienen alegrías y libertad y atrás, en una vara sobre el estrecho pasaje está todo el espacio que les queda para ellos y si dan vuelta caras, a una cuarta no más se levanta hasta el techo la estantería llena de géneros con ese olorcillo desagradable a goma rancia y a mefíticas tinturas o irguen el oscuro cono las botellas dispuestas en batallones, las cajas de conservas simulando torres, las bolas de queso en inminencia de putrefacción, en medio del tufo de los alcoholes del despacho de bebidas desparramando sus puercas moléculas hasta el medio de la calle. Las estaciones pasan, los años corren y ellos, en plena adolescencia, están siempre allí parados cerca del mostrador con piezas de género por delante, cintas o trajes en diálogos animados con una clientela cosmopolita, o inclinados en los almacenes sobre la balanza, con grandes cucharones de lata oxidada en actitud de echar mercaderías sobre los platillos o derramando en copas opacas de vidrio, vinos con olor a campeche y alcoholes cristalinos agudos como navajas que ulceran el estómago y preparan a los órganos para transformarse en cueros de curtiembre. En cada tienda hay españoles y muchos de esos hondos socavones llamados almacenes por mayor y registros, les pertenecen. Han llegado hasta allí a través de toda una odisea, después de haber estado años enteros detrás del mostrador y de haber demostrado que lo tenían bueno. Tener buen mostrador, constituye un bachillerato. Se necesitan muchas condiciones. Ser amables con el cliente, saber sus mañas, si es generoso o avaro, cuáles son sus vanidades y su lado flaco y sobre todo, hacerle comprar aunque no quiera y marearlo siempre con la palabra y con el gesto hasta que se convence y afloja la bolsa. A fuerza de demostrar esto a la perfección, los patrones encuentran que deben ayudarlos. Entonces le dan dinero para que pongan un negocio. Se hacen dueños a su vez, siguen la misma vida de antes y empiezan su bienestar en medio del prodigio de las riquezas de la nación. Aquí trabaja esta raza. ¡No hay toros, ni panderetas, ni chulos, ni malas, ni navajas! La serenata está mandada guardar; no viven echados de barriga. Lo que echan es el quito en esta tierra de María Santísima, tanto que hasta hace poco casi todo el alto comercio era español y en las aldeas de la campaña tienen el dominio económico. Todos los grandes negocios les pertenecen. Es entonces que quieren ser municipales. Empieza la jota política. Arman barullo pero no se olvidan del tanto por ciento. En esta profesión de fe está la síntesis del español de aquí. No descuida el pronunciamiento. Lo acaricia como en España. En los conciliábulos de las noches largas de invierno, en las tiendas iluminadas con keroseno, pasan los ratos aburridos y desiertos, discutiendo de política y derriban al juez de paz y al intendente municipal; pero al mismo tiempo la incertidumbre del futuro en extraño país y el contacto de las otras razas que trabajan y prosperan, ejercen influencia y dominio sobre las nativas idiosincrasias. Allá derriban al gobierno, y no trabajan, aquí este defecto de índole no es un inconveniente, porque siguen a la evolución del país. Más todavía. Tienen un mérito que muchos de ellos tal vez no conocen. Han sido con el soldado nuestro los pobladores de la frontera, y en la línea rayana con el toldo del indio, se levanta la casa de negocio, rodeada del foso que la transforma en fuerte. Una reja de hierro separa del mundo a sus habitantes. La mano de un español valeroso, perdido allá en la pampa solitaria, alcanza entre barrote y barrote la copa de caña al gaucho malo, el siniestro vagabundo de la llanura desolada. Su rancho es la etapa donde llegan y encuentran hospitalidad y reposo los viajeros y al lado del wínchester inglés que contenía la indiada con su bala certera, el trabuco español y la navaja desparramaban la horda con los miembros hechos pedazos en la fuga pavorosa. Luego para ser jueces es bueno saber todas las cosas. La acción de esta raza es útil. Sirve para el país y esa especie de hipertrofia del yo que tiene cada uno de ellos, esa terca y vigorosa altivez que forma el fondo de la índole hasta de los más humildes es tal vez semilla necesaria en este crisol de pueblos para procrear fuertes. Hay que creer en el espermatozoario. Un gallego testarudo ha de engendrar hijos distintos de los que engendrar puede un melifluo bailarín y hasta su cópula ha de tener el orgasmo y las violencias de los sistemas nerviosos de raza. Esto es ciencia. ¡Dejémosnos de escupiditas de alcobas neurasténicas! ¡Machos necesita el país! Incomodan un poco porque los defectos que tienen ya no son lógicos en la época presente. No saben sumar. D. Quijote los pierde. El nivel intelectual, en lo que se refiere a vida política, no ha progresado, como en otras razas. Por esto sufren desventuras nacionales a cada rato. Siempre creen que en los dominios de ellos no se pone el sol. Éste es el error porque se pone y cerca. ¡Si se apercibieran de esto y sudaran sobre las campiñas incultas y desiertas de su territorio, buscando así la resurrección, no hay tal vez pueblo que lo iguale en polen bravío, ni más digno de tener grandezas por su pasado bienhechor para la civilización humana! Esta fuerza la desarrollan aquí en el trabajo y esto es lo que nos debe importar. Ellos son carpinteros, panaderos, albañiles y agricultores. Tienen estancias, pintan y escriben. Son arquitectos, basureros, sirvientes, dueños de tiendas, almacenes y registros. Son profesores de nuestras facultades y abogados. Tienen sociedades casi en cada parroquia y en cada pueblo, con la vieja y honesta bandera y estandartes simbólicos. En resumen una España en miniatura, desparramada en toda la República, llena de las extremas sensibilidades de los que están lejos de la patria y sufren nostalgia. Así cada gloria de allá estremece y alegra a esta colonia, cada desventura la consterna y cuando fue necesaria la caridad por la madre patria, no hubo quien no entregara su óbolo. Con los nativos se mezclan, aunque se observa cierta prevención entre ellos. Parece que la fraternidad no fuera muy clara y que las otras razas aceptaran difícilmente esa superioridad de gentes que ellos creen tener y que los demás no reconocen. No se puede por otra parte negar que de cierto punto de vista tienen razón. Poblaron esto. Fueron padres y abuelos de los que produjeron la independencia. Por los hijos y los nietos siguieron siendo dueños y dominando por su índole política. La forma en que se han desarrollado los acontecimientos aquí, parece un capítulo de la historia de España y si allá hubieron pronunciamientos y revoluciones y una marcha del pueblo desigual, sin plan casi y sin rumbos, por acá nosotros, como buenos discípulos, los hemos superado y si el acaso salvó más de una vez a esa nación, nosotros no nos podemos quejar. En cada vara de firmamento tenemos una divina providencia. Si no, ¿quién sabe? Eso de que el buen Dios debe ser argentino, parece ser ya un axioma incontrovertible. No se puede negar en ningún caso la similitud de alma entre padres y descendientes, y así se explica que haya en la sangre argentina algo de Andalucía alegre, despreocupada, derrochadora, calavera, imprevisora y brava. De todas maneras los hechos son éstos. La influencia de esta nación ha sido enorme. Le ha dado al país el idioma. Muy bueno. Al mismo tiempo le ha entregado su índole política. El espíritu moderno ha demostrado que ya es atávica y que las naciones americanas que no la han sacudido todavía, viven enfermas y desencuadernadas. Le ha legado su religión que en el alma argentina ha grabado honda su huella. Se declaró religión del estado. En el gobierno hasta hace poco no había sino apellidos españoles. Aquí en el teatro no vivía sino Moratín, Lope y el duque de Rivas. Lo mismo eran las modas. La mantilla tenía una hermana: el rebozo, hoy ya muy escaso, de lana o de espumilla. Apenas se ven en el suburbio. De la educación no se hable. Ellos la iniciaron y los descendientes la continúan muy modificada por cierto. Hoy es absolutamente ecléctica. En los parlamentos era encanto aborigen, oír largas oraciones, cuajada de retórica híbrida llenas de figuras, de cuadros, de imágenes y hasta de versos. Era el dominio de los grandes oradores españoles que salían del tema a cada rato para entrar en capítulos de literatura y escanciar, venga o no viniere al caso, el vino añejo y embriagador de las pasadas glorias, mientras hoy se habla poco, con sencillez y naturalidad y es mejor orador aquel que es capaz de decir más cosas útiles en menos tiempo. El periodismo no vivía sin la polémica personal y el debate ardiente como allá. Eso no se agarra y cuando algún diario extranjero o del país lo ensaya, nadie contesta. El silencio lo anonada y apenas se ven a ratos relampaguear sus iras en la sección avisos. Aquí la gente necesita trabajar. Apenas tiene tiempo. Por eso el sistema no cuaja. Conviene decir que entre las colonias hay una lenta lucha y un trabajo de desalojo. Sin saberlo y sin intención, por una exigencia tal vez de los tiempos, ellas han arrojado juntas todas sus idiosincrasias sobre la idiosincrasia española. Quieren alejarla y sustituirse a ella. Cada una desea ser el alma del porvenir y la observación demuestra que empiezan a triunfar. Lo que más claro se ve es la fractura del idioma. Es el primer trofeo y nadie hoy se atrevería a decir qué lengua se habla en este país. Ya se entrevé sin embargo un idioma nuevo que será en el porvenir constituido prodigiosamente rico, lleno de fuerza y de concisión sana, y la torre de Babel no tendrá como en la Biblia la confusión por corolario. Ha de tocar el cielo y como se diría aquí: «ha de llegar a la raya, sostenida por la savia de todos los idiomas conocidos». Las razas han modificado también el alma política. En otro tiempo, si se producía una revolución en el interior, aquí la gente se mostraba recelosa y afligida. Se acudía a los diarios; se deseaba saber; se tenía mucho en cuenta la sangre derramada o a derramarse. Hoy sigue tomando a la tarde tranquilamente su chop sentada en las veredas de la Avenida de Mayo, con la pizarra de la Bolsa por delante. No cree en la revuelta; no le da importancia; se ríe porque sabe que eso ya no es incendio, sino brasa mortecina que asoma apenas bajo el montón de cenizas, débiles resplandores de una hoguera muerta. A fuerza de no creer en el desorden político, éste ha concluido por ir desapareciendo. Un jefe de montoneras, héroe y mártir antes, es hoy una negación y una ridícula prosopopeya atávica. Es más considerado un semental de casa de remates, o un toro de renombrada cabaña europea. Y sin ir tan lejos, los caudillos que se pregonaban los únicos depositarios del honor y de la virtud y tramaban la revolución, llevando adelante esa bandera, resultaron hombres con los mismos crímenes que pretendían castigar. Por eso el país ya no cree en ellos, hace una mueca y guiña el ojo cuando alguno quiere la resurrección de la era sangrienta. Los llama oradores prehistóricos y sigue trabajando, el inglés en su estancia o ferrocarril, el alemán en su banco, el francés en su casa de modas, el italiano en su fábrica y el español en su tienda. Pero las razas saben que eso es enfermedad ibérica y luchan contra esa colonia y ésta a su vez, se apercibe que el alma argentina se aleja cada vez más de su fuente y origen y ve que después de haber perdido el dominio político, está perdiendo ahora el dominio psicológico. Por eso existe cierta prevención entre ellos y los demás, por eso la fraternidad no es tan clara. Estas verdades de observación no ofenden a nadie. Las leyes que rigen la evolución de los países nuevos son siempre las mismas y la filosofía de la historia que las revela no ha de abandonar en las cosas nuestras sus concepciones abonadas por la experiencia de siglos. Para descubrir, poblar, educar, formar la lengua y crear un alma sintética en extraño suelo, que es obra de honor y de gloria, se necesita extenuarse y se necesita morir. Así les pasó a los primeros cristianos por transformar el espíritu del mundo y en Estados Unidos ha muerto el alma inglesa y lo propio sucederá en Indias. La amalgama engendra al yankee, psicología distinta, cuya audacia y capacidad para las empresas temerarias, ha superado a sus conquistadores. Lo mismo aquí. El alma española se va, empujada por los hijos que heredaron sus cualidades de autonomía e independencia y por el oro inglés, vencida por la industria francesa y la tenacidad alemana y sustituida por el ahorro italiano. Les pasó lo que era fatal. Entregaron su savia en la conquista para poblar los campos solitarios de América y lucharon con los indios primero y con sus propios nietos después. Ahora su influencia en esta comarca está en descenso. Va a cerrarse el anillo del ciclo que la ciencia sociológica ha imaginado para la marcha de las naciones conquistadoras.
La creación de esta sorda lucha de razas es el hombre argentino. Todos los tipos de la tierra contribuyen a formar su tipo físico. La capital produce lo más perfecto. Hace rato que se está allí involucrando y germinando el polen universal. El hombre argentino es más bien alto que bajo, superior en su talla al español y al napolitano, inferior al alemán. No es gigantesco como el vasco, ni flaco como el andaluz y el calabrés. Hablamos de los que se observan aquí. Antes predominaba el color moreno con su palidez sana y marmórea, el ojo y el cabello negro. Ése era un argentino, pero de poca mezcla; más tarde sigue la transformación y aparece el blanco, color cuajada, de pelo rubio y ojos azules. Los hombres del norte de Europa han engendrado este tipo. De chicos parecen albinos, de grandes les queda color de oro el sistema piloso. Hay ejemplos intermediarios y son los más de tez blanca y pelo castaño. Si uno se fija un rato, puede afirmar que el mulato y el negro van desapareciendo. Es una resultante fisiológicamente inferior. Los observadores saben que la tuberculosis es la guadaña encargada de segarlos. Entre los connubios raros que se ven en este país, está el que se produce entre los napolitanos y las negras. Es la continuación de lo que antes sucedía entre el español y las africanas. El mulato es el corolario de estos matrimonios. Son ya muy raros; pero los frutos son de deleznable urdimbre, insuficientes para el trabajo físico y repetimos la tuberculosis está en acecho con sus incendios fulmíneos. El gaucho de tez tostada, de color de cobre viejo se va modificando. Los rubios no son raros; los blancos de pelo castaño abundan. Siempre fueron robustos y capaces de todas las fatigas. Conviene decir que la metamorfosis no los ha enervado, a pesar del cambio del tipo físico, pero también es bueno saber que los trabajos de la estancia han perdido un poco de su olímpica brutalidad. Se necesita ser menos fuerte y saber más; por eso los gauchos del día, donde hay apellidos de todas las razas, son perfectamente suficientes. En resumen, el hombre argentino de hoy es más fuerte que el antiguo, tiene cuerpo más elevado y mejor color. Muere menos. Es más activo. No ama la siesta, porque el día le es corto. Hace tres o cuatro cosas a la vez, todo con vivacidad, mucho con audacia y enamorado del porvenir acepta lo nuevo; se hace su heraldo y su paladín y lo entrega para la nación y sobre todo para su capital. Tiene orgullo de Buenos Aires y lo muestra y así como ha crecido gigantesca sobre todas las ciudades de América, así también ha venido a ser como la revelación de su alma. El hombre argentino sabe que en este continente es hegemónico. Comprende que de su nación se desprende una fuerza benéfica utilizada por los demás pueblos y esta idea de la grandeza futura pasa en su historia a través de todas las épocas, a través de sus victorias y en la derrota, entre los horrores cruentos de la anarquía y en sus resurrecciones. Es su oriflama y su coraza. ¡Es el poema vibrante de estrofa sonora y heroica que le indica el sendero abrupto, en cuyo fondo está la acrópolis de granito, custodia de la integridad de América, erizada de cañones y amenazadora! Esta conciencia de su destino lo ha hecho retroceder en sus errores y lo ha empujado en sus progresos, a veces tan lejos que su capacidad económica ha sido superada. De ahí sus retrocesos y sus miserias, seguidas a los años de resurgimientos que parecen milagros. Ha comprendido, por el estudio de otros pueblos, que es preciso ser ricos para tener la primacía. Eso es una enfermedad. Todos quieren serlo, porque ven también que los ricos aquí son muy considerados y hacer una fortuna, constituye un mérito más grande tal vez que la creación de una obra de arte útil o sublime. Esta botaratería hegemónica, los hace un poco incómodos. Las demás naciones se muestran recelosas, pero no trabajan como ellos, ni hacen tantos ferrocarriles, ni crían tanto ganado, ni tienen sus industrias, ni poseen ese hambre de ser los primeros en el presente, ni esas audacias colectivas que le aseguren análogo el porvenir. A este respecto hay hechos de observaciones verdaderamente raros. Este frenesí de trabajo no está en toda la República. Hay provincias que se levantan muy tarde y duermen la siesta. Hablan lentamente y cantan. No tienen apuro, ni quieren ser ricas. Se han transformado poco y viven en la vieja casa colonial, o en la finca, llena de higueras seculares, mirando con desconfianza al ferrocarril que pasa. Hay muchos rebozos y el mate anda de mano en mano. Tienen la silla de la confitería y la sombra del alero del rancho. Por leguas reina el silencio y el desamparo. El desierto tendido como una inmensa sábana verde o alzado en sierras, donde se enseñorea, trepa y se trenza la selva primitiva, es la honda soledad en que mueren las iniciativas y la sordomudez para la elocuencia civilizadora. Por eso el hombre argentino de allí es diferente; no recibe savia de afuera, necesaria para la perpetuidad de las razas; no busca el matrimonio fuera de su cortijo, ni sale de él. Encerrado en el pequeño círculo, el matrimonio de consanguíneos a través de tantas generaciones, ha producido un tipo débil, de mal color y caduco, y la locomotora que ha empezado la era nueva y vivificadora, saluda en su violenta carrera a los morituros. Sería bueno que la nación se convenciera de esto. Hay un país sobre la tierra en que se puede producir la igualdad humana que deriva de la uniformidad de nivel en el saber y de la división equitativa de la riqueza y del bienestar. Es el nuestro. Por ahí se lee y se promete mucho la igualdad, pero el espíritu que estudia las sociedades con serena justicia, vuelve descorazonado y mustio a su melancólico retiro, pobre caballero, convencido de que todo sigue siendo una utopía generosa. La desigualdad es cada vez más profunda; pero si en el mundo hay generaciones huérfanas de libros y de pan, almas errantes y desnudas, sin más apoyo que la ley que es demasiado cara y Dios que está demasiado lejos, si hay quien no tenga sol, ni fuego, ni ozono y viva aferrado por el hambre frente a frente con el harapo desgarrado e inmundo y lo devore ese vago dolor de la ignorancia que lo convence de su inferioridad y que lo obliga a marchar tanteando como el ciego y tambaleándose, siempre sometido y humillado sin esperar otra paz y otra resurrección que la de una fosa sucia entre las miserias de un osario; si hay generaciones así, bueno sería que no retoñaran en nuestra tierra y las que existan entraran despacio en la región augusta donde viven los que conocen sus deberes y saben de sus derechos. La orfandad intelectual hiere y lastima a los pueblos y ciegos son los que no conocen sus males. Es el freno que detiene la rueda del carro triunfal en marcha y la miseria, agota la fuerza física y mata la iniciativa moral. En nuestro camino como nación, hay ese gran desequilibrio; vigores que le arrojan resueltamente en el porvenir e inercias atávicas que no saben ni leer, ni trabajar. Por eso el viaje, a pesar de nuestras exuberancias, ha sido corto. ¡Que sepan leer todos pues y que sepan trabajar! ¡Menos lujo y más ilustración! ¡Menos fiestas y más pan! Que no sea todo para la capital y que ella dé un poco más para los argentinos de afuera que tienen ese vago dolor de la ignorancia que los convence de su inferioridad siempre sometidos, siempre humillados. Y para que la grandeza sea rápida, se necesita que todo el pueblo se precipite en masa hacia ella. Basta de inercias. Hay quien tiene el deber y la misión de destruirlas. Mucho trabajo y mucha escuela. ¡Los que no entienden esto, están de más! Pueden irse. No sabemos qué hacernos de los conductores aborígenes y hay que pensar que este fin de siglo, vuelve pronto sobre sus errores de diagnóstico. Los viajeros tienen el pie indiferente para la maleza rastrera y el ojo límpido y lleno de luz para el árbol fecundo. En la naturaleza, lo primero se pisotea y se reduce a polvo y lo segundo se glorifica. Elijan y alienten las condiciones nativas y den calor a la esperanza de la mente argentina que es y quiere ser siempre la vanguardia de América y no debe olvidarse que no seremos tales, mientras la nación entera igualmente ilustrada e igualmente rica, no reúna con ese solo fin todas sus robusteces. La imagen del cadenero fogoso y libre que cincha, suda, hunde la pezuña y arroja el encuentro adelante, trémulos de audacia y fuerza los músculos y el ojo vivo, que arrastra el carro solo, mientras que el de las varas aprisionado por el arreo herido en su altivez, se sienta sobre la retranca, se nos antoja ser la verdad de nuestra marcha como pueblo. Luego debe apurarse la igualdad humana. Escuelas cuantas se pueda; ganado cuantos se pueda. Inteligencia sobra. Casi diríamos que será tal vez rara la nación que la tenga tan viva y profunda. Hay una estadística curiosa. En los estudios superiores sobresalen diez o doce alumnos en cada año. Es difícil juzgar cuál es el mejor. En las escuelas europeas nunca son tantos. Esto es ya perfectamente sabido y aceptado por todos. Luego es bueno que los gérmenes no se esterilicen por falta de abono, tanto más que el hombre argentino de hoy que tiene buena talla, mejor músculo, actividad que raya en lo frenético y audacia en lo temerario, es en general bueno y generoso. Podemos dar pruebas colectivas. Abandona fácilmente sus odios; sabe poco de enconos. Se ha visto esto. En las guerras civiles, al día siguiente de la batalla, lleno de muertos el campo y de heridos los hospitales, los adversarios se reconcilian y los amigos de uno y otro lado se buscan. Las familias no se alejan y la sociabilidad no se pierde. De las guerras civiles de América, especialmente las últimas, las argentinas han sido las más humanas. Es posible que la metamorfosis producida por las razas no sea indiferente en este caso. Además hay otras pruebas. El extranjero es aquí bien recibido y en muchos casos con fiestas y agasajos. No se desprecia al inmigrante. Se le quiere más bien y sabemos de muchos que los ven desembarcar del piróscafo con esa pena profunda que producen el dolor y la pobreza en las almas compasivas. En otros países los nativos han tenido más de una vez con ellos sangrientas reyertas. Aquí no se ha producido el caso. El estado los cuida y los coloca. Más de una vez la tolerancia ha sido extrema. En sus periódicos, que son muchos, nuestro pueblo ha sido en ocasiones menospreciado y si uno escarba y penetra un poco la psicología de algunos gremios de los que inmigran, especialmente los de clase elevada, en seguida observa en ellos cierto desdén altanero mal ocultado y cierto orgullo de superioridad que no se justifica. A ratos se nos ocurre que no dejan de pensar que somos animalitos de calidad inferior. Parece que olvidan que hace tiempo hemos dejado de vestirnos con plumas de avestruz. A pesar de esto la represalia no ha venido y muy pocas veces se ha llegado a la polémica. Han arrojado el guante en la sombra. No lo hemos recogido. Al contrario. Las oficinas públicas están abiertas para todos y muchos extranjeros viven de su renta. Hay profesores, empleados de administración, peones de arsenales; están en el ejercito y en la armada; son ingenieros de la nación y no se conocen hechos en que por puebladas hayan sido arrojados de sus puestos. En estas cosas que tocan tan de cerca el interés, se conoce la generosidad de este pueblo. Lo lógico sería que estuvieran allí los nativos, pero si los tienen extranjeros, son respetados y gozan como ellos de los mismos derechos. Pero donde más se ve clara esta cualidad, es en esta verdad de observación. Los hijos de extranjeros son en general de humilde origen pero ganosos y anhelantes. Están aquí en plena conquista. Sus esfuerzos tienen premio. La buena sociedad los hace pasar adelante, los recibe en su seno y a veces los transforma en hijos. De repente el talento y la virtud hacen un lord de cualquiera de ellos. Nadie encuentra diferencia en los descendientes de vieja prosapia y empedernido abolengo. Todos saben que no basta derivar de reyes y que lo que se necesita es continuar la tradición de la realeza y seguir escribiendo en su libro la página de oro; por eso los humildes que la escriben, no son rechazados y no solamente conquistar pueden todo lo que está dentro de la ley sino que el agasajo todavía es más profundo. El hogar argentino está abierto para todos y las heridas de la lucha y el cansancio de los luchadores se mitigan en su amable dulzura, en el ágapa cortés, en las penumbras de sus santuarios. El paria de la ciudad no existe ni afuera el siervo de la gleba. ¡No se lastima aquí la dignidad humana! ¡No hay rotos! Ésa es la diferencia. Todos son iguales por el corazón. Es su bondad y su hombría la que da mayores derechos, donde quiera que nazca, a ver cómo no ha latido en su niñez en la tapera pobre o bajo el techo de zinc del hogar trabajador. ¡Hay algo de caridad cristiana en esos viejos hogares! Es bueno que el mundo se fije en esto porque es la razón fundamental del progreso de este país, mucho más que su riqueza y que sus leyes benignas y mucho más que la igualdad política por ellas pregonada. Puede ser que los herederos de los conquistadores se encuentren a veces incomodados por estos apellidos exóticos que se encaraman. Es humano; pero el que los zahiriese y vilipendiara al humilde y escarneciera al mérito que brega y surge, ése no revelaría estirpe y fueran tal vez sus opiniones consideradas ultraje a la piedad cristiana, enamorada del triste y del pobre. Quedaría solo y el ridículo de amigos y coetáneos lo acosara tal vez. Así en el vértigo de las razas se ha modelado el nuevo hombre argentino, bravo como un catalán, elegante y fanfarrón, lleno de imprevisión y de bondad paciente a ratos como el trabajador italiano, impetuoso, descompuesto y fratricida, gastado por el polen de la anarquía, emprendedor a lo yankee, a veces aritmético como el inglés o derrochador sin abuela.
El rabo de Namuncurá aparece de cuando en cuando entre los faldones de su frac y más de una vez en las calles ha podido oírse el alarido de la toldería. Eso es fugaz. En cambio lo que es permanente es esta verdad dolorosa. La estadística da de seis a siete homicidios diarios y un revólver para cada cuatro habitantes y aunque parezca vulgar, la verdad es que hasta los distinguidos lo usan. No se encuentran bien sin él, y sobre todo, lo más interesante es esto. Es necesario que nadie le meta a uno los monos. Así se ve a ratos la reyerta sangrienta en la calle pública. Ellos han hecho su duelo de acera a acera. La gente se para, se aglomera y observa. En Inglaterra el anatema vendría en seguida y lo menos que allí dirían de estos hechos, es que son bochornosos; pero aquí el pueblo se reúne en consulta y después de haber diagnosticado quién metió los monos a quién, se retira a su casa sonriente y satisfecho. La justicia por su parte es amable. A los dos o tres días los distinguidos pasean por la calle Florida entre plácemes y felicitaciones; ya nadie se acuerda que una bala entró en la nalga de una vieja, que otra rompió vidrios y lámparas y la tercera hirió de refilón la crisma de un pobre padre de familia. Estos duelos se hacen en los atrios a menudo. Allí se afila el uñate, se escamotean los votos y se recurre a todo con tal de llegar a la victoria electoral y cuando el partido tal le hubo metido los monos al partido cual, madama la Constitución se regocija, se esponja como gallina clueca, ufana de cobijar tanto heroísmo. ¡Qué gran país! En esos momentos los jueces no están. Veranean y tienen cataratas. Luego, debe confesarse que la higiene moral no es muy brillante y corre pareja con la higiene física. Todos los que conocen hogares habrán sido recibidos más de una vez por la diosa mugre desde el umbral y habrán pasado a través de las roñas, una familia de vestales, vírgenes jamás polucionadas por escoba o plumero alguno, libres de jabones y de bencina. No hay que afligirse tanto. Parece ser que este Olimpo de desagradable olorcillo, está en todas partes. Nosotros imitamos. Hacemos esto en muchas cosas y los eruditos que todo leen, se encargan de aconsejar, según el último libro aparecido. ¡Personajes importantes! Brillan en los salones, en las aulas y parlamentos y no se puede luchar con ellos. No importa que el país sea distinto, sus recursos y necesidades diversas, que la observación demuestre que lo que es bueno en una comarca, puede ser malo en otra; que los remedios deben buscarse por la observación profunda y sensata del medio en que se vive, que esto es lo fundamental y la erudición la hojarasca. No importa todo esto. ¿Quién le mete diente a un ilustrado? A fuerza de leer libros de otros países son ciegos para la obra, cuyas páginas se escriben cerca de ellos y cuyos capítulos señalan la vida diaria, con todas sus metamorfosis. Pero esta observación es paulatina y no da brillo y en esta tierra de María Santísima cada uno quiere ser astro y tener talento. Entonces hay que bregar para conseguirlo, aunque sea con lo ajeno. Esta faz de la idiosincrasia es deliciosa. Los hombres de talento pululan en este país. Un orador, prendido de una reja habla al pueblo. Dice cuatro vaciedades con voz vibrante y viril. La gente aplaude y diagnostica un talento. Otro con cordura solemne aconseja diez barbaridades en su discurso y la ciudad conmovida, se va a dormir acariciando al genio hasta entonces desconocido. ¡Qué gran país! Otro que se ha presentado en sus arengas como apóstol y hombre de estado, en cuanto llega al estadio, donde se prueban las energías de verdad, pierde pie, se resbala y cae hecho pedazos. Asimismo, nadie sea osado de negarle talento, aunque la acción lo haya revelado híbrido e insuficiente. No se les conoce la obra; pero revueltos en el maremágnum de la capital, muchos ilustres retirados viven de la renta del talento, que fue diagnosticado en sus mocedades o en la edad viril. Todavía dura la sugestión. Por otra parte, algo se ha aprendido, y debe confesarse esto que parece paradójico. El talento de los argentinos ha sido un mal. No trabajan, porque los obreros no gozan de esa prerrogativa. Entonces viven del empleo. Llegan a viejos sin un cobre, cansados de tener talento, rodeados de una familia en camino a un porvenir pavoroso, mientras al lado de ellos que relumbran, no se ve siquiera la mano áspera, el cuerpo de bronce y todas las iras de las almas sanas que bregan y luchan para construir la nación vigorosa, esa cohorte honesta de anchos pectorales y piel rústica y sudorosa, que marcha cantando el himno triunfal de los trabajadores, paso a paso, cuidando el santuario de dos piezas y cerco de rojo ladrillo, que se arrodilla y reza al Dios de los humildes, antes de acostarse a dormir. Así los espasmos del talento callejero dilataron por mucho tiempo la cohesión. ¡Por culpa de ellos la patria tiene tan pocos años! ¡El gran país fue pensado y pregonado por ellos! Los hombres de talento encontraron lógica la revolución y el derroche y cuando en las bocacalles decía don Manuel estas verdades, algunos de ellos, mezclados en el tumulto, pensaban que no debía respetarse la palabra. El alarido del indio resonaba cuajado de insultos y entre el fragor se perdía la idea civilizadora. Mientras tanto, porque tenían talento, se les permitió que torcieran las fuerzas productoras naturales de este país. Enseñaron a descuidar el humus y a olvidar el rebaño y la hacienda que transforma los campos en jardines. Inventaron la agricultura que los empobrece y concluye por extenuarlos y día llegará en que sea necesario el abono y el estiércol como en las tierras cansadas para suscitar la vida germinativa. ¡La nación marcha hacia su miseria fisiológica! Hicieron cosas peores los hombres de talento. Inventaron la industria y para que naciera y pudiera crecer la protegieron. Han hecho así la riqueza de pocos con la pobreza de muchos. ¡Esto es injusto y delictuoso! Sucedió entonces que la riqueza fácil multiplicó a los industriales; la producción superó a las necesidades y la ruina de todo ese artificio ha empezado hace rato. La miseria ha atropellado a toda una provincia; hay otra que está en capilla. Mientras tanto la Europa que sabe que esta tierra es un desierto, mira de soslayo, desconfía de este país de genios y no manda a sus hijos, desde que no se quiere que mande su industria. Después de eso ya no se podrá negar que éste es un gran país. Pero a pesar de todos sus defectos, el hombre argentino ejerce influencia sobre los limítrofes. De su riqueza y bienestar participan todos; sus desgracias y miserias las sienten tanto como ellos los vecinos. Ya se sabe que la América del Sud tiene su París. Es Buenos Aires. Sus hijos viajan mucho y llevan su dinero a las otras naciones. Se les encuentra por todas partes. Se comprende así que ejerzan influencia y que sus pobrezas se extiendan más allá de sus confines, como su prosperidad y que su robustez juvenil y potente impresione y asombre a las naciones de América.
Este poema de las razas con el verso sonoro, que tiene adentro el estruendo del trabajo y las iras del progreso que todo lo invade, lo escribía D. Manuel de Paloche en cada hora de su vida, en cada bocacalle por donde pasara. Esa noche, frente al inglés, bajo la garúa, en medio de una reunión tumultuaria, seguía acumulando paradoja sobre paradoja. Lo habían empujado bastante. Sudaba y con la galera echada atrás, transformada en húmedo espejo, había seguido su discurso.
-Sí, señores. ¡Dejadlas colgando! -repetía D. Manuel-. La lonja es argumento aborigen! Es necesario permitir que hable Inglaterra. Es el país más libre del mundo. Ha contribuido mucho a la evolución. Es cierto que nos llevan la plata; pero nos dejan la obra. Los ferrocarriles han fomentado la fraternidad argentina, que no estaba sino en el papel. Nos conocemos mejor. Resulta que el porteño no es tan botarate y que el provinciano no es tan suspicaz y desconfiado. Vamos. Inglaterra ha suprimido el arroyo del Medio. ¡Viva la evolución!
La turba oyó su palabra favorita y lanzó un alarido:
-¡Viva la Revolución! ¡Que hable el inglés!
-Sacramento! Cosa dice il vecchio? -arguye un italiano.
-Bigre! Tu ne comprend pas donc? Il dit qu'il faut faire la revolution, animal! -contesta un francés de blusa azul.
Se sintió un ¡ia! ronco. Era un alemán rubio y rechoncho que olía a cerveza. Más allá un turco hablaba como si tuviera carraspera, al lado de un grupo de españoles de baja estatura y talante atrevido que discutían a Cánovas del Castillo, a Mazzantini y a Sagasta. Echaban abajo el ministerio y más lejos por todas partes entre un guisona y una serie de accidenti, entre el vaivén agitado de la muchedumbre, las frases llenas de malicia y de intención de los criollos, se cruzaban con las palabras de todos los dialectos italianos. De repente la gente empezó a chistar. Quería silencio. El inglés estaba agarrado de una reja y sobre todas las combas de los paraguas inclinados, se oyó otra vez su voz fuerte y tranquila:
-Yo digo -repitió el inglés-, que el Gobierno viene recién por Trenque-Lauquen. Es preciso entender las cosas. Ustedes son felices. Tienen todos los gobiernos. En algunas partes están los patriarcas. Buenos muchachos, con el inconveniente que no dejan pensar, ni sentir. Todo lo arreglan ellos. Casan a sus feligreses; les enseñan la milicia y los llevan a votar. A veces les dan maestros, aunque esto no tiene gran importancia. Ellos son todo; la justicia, la ley, la constitución y las cosas se hacen en santa paz en esas provincias. Los patriarcas se dignan ser pastores y los pueblos son mansos. Engordan. No queremos decir que son rebaños, como lo afirman los diarios de oposición. Esto no es verdad. Si no fuera porque de repente los patriarcas se pelean entre ellos, la vida sería allí silenciosa y discreta como de claustro. Buenos Aires bufa contra ellos. ¡Anatema! ¡Anatema! A mí me parece que eso es gritar en el desierto. En Inglaterra construiríamos más ferrocarriles. También se podía fundar algunas escuelas más. La locomotora lleva siempre un poco de ciudad adentro de los campos y el libro suele enseñar a conocer sus propios derechos. All right! En el lenguaje moderno hay palabras un poco duras. Hay algo de ignorante esclavitud en este modo de vivir. Un inglés no tolera eso.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! -exclamó la turba-. ¡Abajo los tiranos! ¡Viva la libertad del sufragio! ¡Viva Desiderio! ¡Viva el caudillo y la honradez administrativa!
-¡Eh, no, no! -repetía el inglés sin conmoverse-. Esa libertad del sufragio y honradez administrativa, no hay que vivar. Eso es un deber natural. No merece aplausos. Y ese caudillo tampoco. Ése de caudillos es el otro gobierno. Está más cerca de la capital que el de los patriarcas. Pero yo digo que no sirve. Entra mucho la trompada, el tiro, el cuchillo y poco la ley. Después, cuando son vencidos, hacen un barullo sangriento y le ponen un nombre equivocado. Le llaman revolución. Eso no es cierto. Y know, yo sabe mejor lo que es eso. Es peste Americano. Ustedes son muy calientes. El inglés más frío nunca hace eso y cuando en otros países hay desórdenes, el inglés agarra por ahí una isla u otro pedazo de tierra. Este gobierno de peleadores atrasa y divierte mucho, tanto que Inglaterra tomó para sí las islas Fa'klan para poderlos ver pelear de cerca. Ustedes se enojan porque no se acuerdan que el océano es de todos, es decir, del primero que lo agarra. ¡Pero si no tienen tiempo sino para cuidarse entre sí! ¡Bonita ocupación! Esto es cierto también. Los caudillos hacen el gobierno guerrero. No hay ninguno que no tenga un batallón de línea. Sirve para conservar la constitución, que parece debiera ser capaz de guardarse sola, lo que hace pensar que los ciudadanos son inferiores a ella. La fuerza de la ley debe ser intrínseca. Si se la prestan, deja de ser ley. En Inglaterra el soldado está para enriquecerla, conquistándole territorio y haciéndola respetar; aquí está con el arma al brazo, mirando a todas partes para defender al caudillo que está arriba contra el que está abajo. Así se ve que del lado que está la fuerza, ahí está el gobierno, cuando parece sensato que debiera estar del lado que está el derecho. Es una cosa curiosa esta forma de gobierno. ¿Hay una elección? ¡Bala! ¿Hay una protesta porque no se ha hecho con virtud? ¡Más bala! ¿Le parece a los pueblos que la Constitución ha sido violada? ¡Revolución y bala! ¿Y a los que mandan que los pueblos están inquietos y de mal humor? ¡Bala para que estén tranquilos! De repente tres personas asaltan el Cabildo y derriban un gobierno. Por supuesto que el aparato de la legalidad no falta en esas provincias que viven en pleno régimen guerrero. Hay un cabildo que es como el símbolo de la virtud republicana, el monumento que conglomera toda la santidad del derecho. ¿Y adentro qué? ¿Acaso los parlamentos que legislan, los jueces que representan sobre la tierra a la divinidad en uno de sus atributos más excelsos o la soberanía popular que debe ser la conquista definitiva en la vida pública moderna? Nada. Lo que hay es esto. En la entrada no más, en el suelo transformado en fogón, hierve el agua en una enorme pava. A los costados en pabellón los remingtones y alrededor sentado en el suelo, con uniformes sucios en medio del humo, está tomando mate el rey de la provincia republicana. Se llama el piquete. Señores: ¡tengo el honor de presentarlo a ustedes!
-¡Abajo el piquete! -gritó la turba, aplaudiendo-. ¡Que hable el inglés! ¡Viva D. Manuel de Paloche!
-¡Pueblo de Mayo! -exclamó D. Manuel sacándose la galera-. ¡Calmaos! El piquete caerá el día que las provincias tengan gobierno civil.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! -se oyó por todas partes.
-Pero ese gobierno -agregó D. Manuel en voz alta-, no es posible mientras no se aniquile el germen revolucionario.
Esta sentencia dejó bizca a la muchedumbre. No entendió nada y se calmó. En medio del silencio se oyó de nuevo la voz del inglés.
-Lo raro es -decía-, que son civiles los que hacen el gobierno guerrero. Aquí un médico, allá un abogado, más allá, si uno se descuida, un sacerdote. ¿Ustedes se imaginarán tal vez que le van a menudear estetóscopo, pandetas o incensario? Pues nada. Son monótonos. ¡Garrote y lata! Ése es el gobierno. En Inglaterra se preocupan de saber si se trabaja o no, si la fuerza física se desarrolla o no, aumentan los institutos científicos y las escuelas de agronomía. Aquí conocemos gobiernos que no usan la estadística sino para contar el número de votos. Los ciudadanos que en todas partes se dividen en útiles e inútiles, aquí en provincia se catalogan así: «con nosotros o contra nosotros», es decir, enemigos que siguen al caudillo que está abajo. Esos no tienen derechos y asómbrense en pleno fin de siglo, suelen carecer hasta de patria. Viven desterrados en otras provincias y en el extranjero. Por eso yo decía que eso de caudillos, aquí no tiene respetability. En la ciudad no son importantes. No están en primera línea y no tendrían influencia, si no les fuera prestada. Generalmente son los poderes públicos los que los hacen crecer. Los jueces son benévolos con los delincuentes a solicitud del caudillo de parroquia; la policía entrega fácilmente los presos con esta gran ventaja. Eso aumenta el número de criminales. Suelen tener mando militar. La guardia nacional les da elementos electorales. Se hacen nombrar jueces de paz. Es un medio de terror para la turba que no paga sus deudas y que puede seguir no pagándolas si entrega su voto, y cuando no puede otra cosa, se hace nombrar miembro de la Comisión de higiene. La cuestión es tener mando. Como ustedes ven, no son gente principal. Aquí no son considerados.
El inglés se detuvo. El pueblo había empezado a gruñir, mientras cesaba la garúa. Arriba asomaba alguna estrella. De los negocios salían esplendores de gas que alumbraban la calle. Cerrados los paraguas, era aquello un mar de cabezas inquietas y la multitud se hamacaba de aquí para allá. Se oían gritos de protesta. La nota aguda de un silbido cruza de repente. El pueblo tiene pasión por sus caudillos. Desiderio era su ídolo y aquellas verdades dichas con acento extranjero, parecieron insolentes. De ahí que el temporal que había huido del cielo, agitase ahora a aquella enorme masa; pero el inglés siguió no más su peroración a pesar del continente amenazador de sus vecinos.
-Repito que son subalternos -agregaba-. Por eso aquí en la ciudad es posible el gobierno civil. Aunque se hagan fraudes hay libertad de elegir. El emperador trabuco y la daga, graciosa infanta, se han alejado de los atrios. Si no tuvieran frenos poderosos, los caudillos darían una batalla en cada elección. ¡Muy edificante! Ya sucedió antes. Alrededor de la Iglesia, agazapados detrás de los parapetos de las azoteas en nombre de la Constitución, se agujereaban el cuero y caían heridos y muertos entre el fragor de la fusilería y ganaba la elección el que tenía más remingtones. ¡Muy legal eso!
Los gritos y las imprecaciones arreciaban. La muchedumbre iba cerrando el vacío alrededor del inglés; pero Paloche, apercibido del peligro, intervino exclamando:
-¡Pueblo de Mayo! ¡Calmaos! Es claro. Tiene razón el mister. El tercer gobierno está en la capital. Aquí no elige el piquete. A ratos hay justicia. De cuando en cuando se ve la soberanía popular. Los parlamentos legislan y la armonía de los poderes coexiste. Al ejecutivo se le ha mellado el sable; el legislativo se preocupa de los intereses nacionales y de refilón de los propios y los jueces que prevarican, si los hay, son colmeros de nacimiento. La amenaza que es un atributo de los gobiernos guerreros, no tiene aquí influencia en las sentencias. La prensa es libre, es decir, puede decir la verdad y no decirla, si se le ocurre. Puede tener todos los adjetivos. Es majestuosa, pedagógica, industrial; es procaz, elegante, incorrecta, patriotera, conservadora y licenciosa, revolucionaria y liberticida. Tiene la alegría moderna. Escribe sencillo y sin pretensiones. Es ampulosa, altisonante y aburrida. Tiene rezongos y regañamientos de vieja célibe y carcajadas de colegial en plena rabona. Es irónica y atea, casta como un cartujo o una capuchina en plena menopausia. Es libertina con desnudeces comprometedoras al aire libre y todos blasonan de su amor al país, los que aconsejan la revolución y los que la condenan. Porque hay gobierno civil, se respeta la palabra escrita y si no fuera que los diarios se pelean entre ellos, si llegaran alguna vez a la unanimidad de ideales, echan en un santiamén patas arriba a la situación más constitucional. Más al norte no hay tanta tolerancia. Los que mandan por allí son muy ejecutivos. ¡Lata a los redactores y empastelamiento a los tipos! ¡Meta no más, y viva el doctor caudillo!
El pueblo sintió la ironía y rugió. Las cosas iban a concluir mal. Se sentían silbar en el aire algunas lonjas de rebenque aborigen; pero, Paloche, poseído por la paradoja, estaba en pleno vértigo oratorio. Estaba logómano.
-Sí, señores -continuaba entre los gritos-. Voy a dar una prueba de la superioridad de la capital. La prensa que no tiene sino la pluma, es más poderosa que el gobierno. La civilización ha permitido que crezca su autoridad. Ésta ha llegado a veces hasta la violencia y la tiranía. Un vendedor de diarios desarrapado, de cara oscura y voz estentórea, ha llegado a ser personaje conspicuo. El ministerio reunido acordó más de una vez que era necesario tenerle miedo, y mientras antes era el caudillo el símbolo pavoroso, hoy es la Marinoni. Entonces la verdad es la verdad. No hay para qué enojarse. La ferocidad está mandada guardar en Buenos Aires. Para todos hay sitio. Vean lo que sucede con la religión. Aquí están todas. Nadie estorba a los demás y se observa que ni Mahoma ni Jesús han llegado a modificar ninguna cotización de bolsa. Se respeta al judío, al protestante, al metodista. A nadie incomoda cierto tufillo a fraile bastante esparcido en la capital, porque se sabe que las creencias son sentimientos y si se pueden discutir las concepciones intelectuales, es preciso venerar al corazón. Dentro de la Fe está siempre el alma inmaculada del hogar paterno y los recuerdos de los primeros pasos en la vida. Luego es bueno que nadie lastime a los demás en lo que se ama. Conste. Ya no hay herejes. Todos son hombres hechos, a imagen y semejanza de Dios, cualquiera que sea su Dios. Entonces el Gobierno civil ampara y protege al hombre y esto sin esfuerzo como un derivado lógico de progreso. Lo ampara en todos sus derechos. En un tiempo, el alma religiosa era bien limitada y tenía tan poca libertad como el alma política. La idea de un Dios inmenso infinitamente bueno, capaz de ser culto universal y de perdonar siempre, uno solo para todos con cualquier nombre, sea Budha, Mahoma o Jesús, respetados los creyentes por todos los pueblos y venerados todos los cultos como un signo de reverencia a la humildad humana, que los crea para los hijos y para los ancianos, la idea de un Dios así, amparo del hogar y égida de las naciones, estaba muy lejos de la conciencia de los hombres. Siempre resultaba un Dios pequeño en el ejercicio de las religiones. La piedad era fanatismo y detrás de su adoración se pensaba en la recompensa, cuando debiera ser pasión ingenua y desinteresada y se meditaba el castigo eterno que ha de perseguir al ateo, transformando el inmenso amor en sombría crueldad. Y la idea de libertad amplia, llena del fuego inextinguible del honor, libertad del cuerpo y de la mente, libertad política y religiosa, la industria y el comercio sin trabas, la justicia sin cadenas, la palabra honesta libre, como la conciencia que la forma y la lengua que la dice, el hombre transformado en Vir y la mujer en madre, la idea de libertad amplia que asegure la marcha paralela de las naciones dentro del respeto internacional, en pos del triunfo definitivo de la justicia y del trabajo, estaba muy lejos, señores, de la conciencia de los hombres.
-All right! -exclamó el inglés-. Very well! Hay que trabajar con libertad para pagar las deudas.
La muchedumbre quedó dominada. La palabra de D. Manuel de Paloche tenía calor y arrebatos adentro. Su voz era sonora y profunda y el ademán sobrio y decidido. La tormenta se detuvo y el populacho retrocedió como empujado por aquella oración; pero se conocía el esfuerzo para contenerse en el vaivén agitado de la turba. El estallido conservaba siempre sus torvas y semi-apagadas sonoridades.
-Porque los hombres son insuficientes -agregaba D. Manuel, casi sin detenerse-; los grandes y absolutos ideales se transforman en recelos y bajas luchas; pierden su majestad y en vez de ser la concepción y el esfuerzo de almas íntegras y vigorosas, se hacen mezquinas y criminales degeneraciones. Por eso la libertad, ideal necesario y absoluto, tuvo por corolario en las naciones y tiempos inferiores, la prisión de estado y el destierro; Dios degeneró en Torquemada y la hoguera; la república en la Montaña y la carnicería bestial, en Rosas y en Facundo, brutales derivados del gobierno de los patriarcas y reflejos rojizos del corazón sanguinario del caudillaje. Vamos, señores, a través de esos gobiernos, no se llega a la felicidad, ni los pueblos que usan el motín, la asonada y las revoluciones, están dentro de la verdad política. La falta de ilustración y las pobrezas son malas consejeras. Se me ocurre que el libro y el trabajo han de resolver para toda la República el problema y día ha de llegar en que las naciones del mundo, rendidas las banderas como un homenaje a la gloria y a la virtud de nuestra marcha, digan a los hombres: «Ése es pueblo civil. Tiene el gobierno que le corresponde. Allí se adoran todos los dioses. La palabra es libre. Hay habeas corpus. El libre cambio ha realizado el problema de la población del país, detenida en muchos años por errores económicos. La cárcel enseña a trabajar y educa. La caridad es universal. No tiene nacionalidad ni gremios. La ley goza de valor intrínseco, porque todos la respetan y la cumplen. Se elige con pasión; pero el atrio no es campo de batalla. El rémington es inferior a las mayorías. Éstas triunfan. ¡La fraternidad nacional está hecha y hay una mano abierta y grande, tendida hacia todos los pueblos de la tierra en pos de la fraternidad humana! Lo que se le puede ofrecer es un país, donde el piquete y los caudillos inconscientes o criminales, que atizan las pasiones populacheras, han desaparecido y con ellos que son símbolo de la tiranía en los que mandan, la revolución que es la tiranía de los que obedecen; un país que sabe que sólo el orden funda. Allí el ignorante tiene escuelas, apoyo y compasión el desvalido, hospitales el enfermo, lástimas y dulzuras el psicópata, honestidad los que mandan, disciplina y altivez los que obedecen. Hay higiene. El término medio de la vida aquí no son los cuarenta años.
»Los analfabetos se han concluido y sobre el desierto, a millares las aldeas realizan el triunfo de la riqueza con honor, sobre todos los ideales enfermizos, sobre la gloria, sobre el heroísmo, sobre la manía de la conquista, porque ella permite el aseo, la longevidad nivela a los hombres y engrandece a los pueblos».
-Por eso yo ha dicho -interrumpió el inglés con voz estentórea-, que el gobierno no está en la plaza de Mayo. No hace en todo el país ese programa. Entonces viene por el Pampa central. Repito que eso de caudillo no sirve. Nosotros no los estimamos demasiado. No hay mucha altura como pueblo aquí. Inglaterra es civil y así es el gobierno. Menos quimeras y más esterlinas. Razonar más y pelear menos. Entonces hay que decir la verdad. ¡Muera la revolución! ¡Y eso de caudillos también!
La plebe no quiso más. Silba una lonja y cae, otra y otra. Se oyeron gritos sofocados y sonidos de cuerpos que se tironean y arrastran. Se siente un castañazo. El inglés, arrancado de la reja, no bien toca tierra, hunde la nariz del más cercano de un brutal soplamocos. Éste derriba al que está detrás. El inglés pasa con los dos puños a media vara. Giran como una rueda. Tira patas arriba lo que encuentra y pasa. Su cabeza chorrea sangre; pero en su furia, sigue rompiendo cráneos, mientras mucha gente huye y otras arremeten con ademanes y rugidos tumultuarios. La lucha se ha extendido. La turba dividida en dos campos, inicia el feroz combate a los gritos de «¡viva y muera la revolución!». Los partidos políticos allí mezclados, van a escribir en las calles el primer acto de la tragedia sangrienta. Se sienten los golpes de los paraguas, el chasquido de los lonjazos, el ruido seco del cabo de los rebenques sobre el chambergo compadre y el alarido de los heridos de puñal y cerniéndose sobre todos los combatientes como una sinfonía siniestra; el fragor de la zinguizarra, disparando por las calles y penetrando por las ventanas y puertas entreabiertas a los hogares achuchados de frío y de miedo. D. Manuel a la cabeza de un grupo, gritaba:
-¡Viva el orden! ¡Abajo la revuelta!
Estaba sin galera, con la cara sudorosa y con un faldón de su levita verde aceituna, colgando, frente a una turba enloquecida. Lo llenaban de insultos.
-¡Al loco! ¡Mátenlo! ¡Mátenlo!
Su ropa estaba salpicada de lodo. Resistía y evitaba sin miedo lonjazos y trompadas.
-¡Aborígenes! -repetía-. ¡Hasta cuándo aborígenes!
Un facineroso que estaba cerca le hizo un portillo en los dientes con una piedra; pero el inglés, rápido, le dio en el vientre uno de sus mejores golpes de football. El atorrante abrió los brazos y se desplomó, mientras los partidarios de D. Manuel enfurecidos y blasfemando en todos los idiomas, dieron una carga para salvarlo. Los adversarios cedieron. Todas las razas habían soplado sobre ellos sus idiosincrasias conservadoras. El inglés boxea; los franceses juegan la partida con formidables coups de sabatte; algún sombrero vuela impelido por un puntapié cancanesco; los vascos toman de pelotas a los cráneos a revés limpio no más o descargan la macana que suena fofo como sobre calabaza huera; se ve brillar una que otra navaja sevillana entre los amigos de la revolución, mientras el estileto gira con resplandor carbonario, defendiendo al orden. En esa calle sobre el matete sucio, frente a las puertas de los negocios cerrados, entre la luz escasa de los faroles de gas, la vieja doctrina derrama sus sangrientas ponzoñas. El caudillo domina la noche con su error secular. Las épocas muertas resucitan y los sudarios manchados de crímenes, se agitan a la vanguardia como lábaros de guerra. Nadie se acuerda de los lutos que van quedando, ni lo estéril de los que mueren en las civiles reyertas. ¡Cruces y más cruces! ¡En los cementerios, por los caminos, en los campos yermos de la batalla! ¡Almas en pena vagando por la tiniebla solitaria, entre los aullidos del viento que galopa el desierto y desparrama los ayes! ¡Larvas desoladas cuya memoria todos olvidan! Tal vez si no fuera la plegaria materna y la reverencia lacrimosa de los hermanos buenos, sobre el recuerdo de los que mueren habría una sombra impenetrable. No esperen funerales. ¡La observación demuestra que a los pocos años ya no se hacen! En las casas, entre todo ese silencio, alguna vieja con las manos temblorosas contempla en los aniversarios los retratos guardados entre los pañuelos de seda, acariciados así, de los hijos que ya no están y las flores del jardín donde pasaron su infancia son los perfumes funerarios que los rodean. ¡Eso es lo que queda, porque es la verdad! ¡Lo demás se lo lleva el viento y entra en la sombra porque es ignominia; lo mismo el robo, el prevaricato, el peculado y el dolo, putrílago de los gobiernos, que la guerra civil, degeneración enfermiza y pretexto al desenfreno instintivo de la bestia humana! ¡Ah jóvenes! ¡No escribáis jamás como esa noche, el primer acto de la tragedia! ¡Los oradores de la revolución fueron siempre lo mismo! ¡No han cambiado en los siglos! ¡Por dentro de la fraseología emocionante y de las actitudes sacerdotales y bajo los cuadros de virtud que presentan al pueblo, serpea la ambición, el error o el interés personal y mientras los jóvenes entregan la vida, creyendo servir ideales, sirven personas y quiebran el vigor orgánico de la nación! ¡Hay el derecho de estar equivocados por ingenuos, pero la patria no ha de ser lastimada por la misma razón! Los que pelean esa noche y no tienen veinticinco años son sinceros. Creen hacer el bien y es su misión la venganza contra las turpitudes de los gobiernos exageradas por los oradores y malditas en la prensa. Los que resisten ya son vicios como D. Manuel de Paloche. Han pasado épocas análogas y sido siervos de la revuelta. Sufren remordimientos por sus errores, pena y dolor porque los ven retoñar y renovarse como la maleza parásita. ¡Por eso la figura de Paloche es grande! Su voz no deja de oírse entre el bárbaro tumulto y de aquí para allá, va su larga y escuálida figura en los vaivenes de los luchadores, tironeado, desgarrado y herido, hablando sin cesar, intrépido como un iluminado. ¡Está loco! ¡Quiere la patria feliz y respetada y que su gloria sea la única pujanza de los ciudadanos, mientras los caudillos son cuerdos! ¡Fascinan la juventud en provecho propio y detienen a la nación predicando el desorden! La calle está llena de alaridos y la muchedumbre apiñada sigue el combate, húmeda de sudor y de sangre. La penumbra es pavorosa. Caen muchos heridos. El revólver ha empezado sus estampidos y cuando el furor de exterminio amenaza una bárbara y frenética matanza, de lelos se siente un tropel violento, un rápido pataleo, mil galopes juntos, un ruidoso cerrar de puertas, casas que tiemblan, vidrios que estallan y cuerpos que ruedan. Una mole negra de jinetes se ha precipitado a media rienda sobre los tumultuarios con relámpagos de sables y brutales pechadas. Fracturan cráneos, rompen costillas, pisotean y despedazan caídos, pero entran y deshacen la muralla humana y entran cada vez más, rugiendo al galope sobre los cuerpos, bellacamente el sable en relámpagos de arriba abajo iluminando a ratos los rojos uniformes.
-¡La caballería! ¡La caballería!
Un grito horrendo se escapa de mil pechos. ¡Cae un jinete, otro y otro! La persecución recrudece, retrocede el pueblo; el hocico de los caballos lo llena de babas. Ya no resiste. Quiere huir y no puede. Se hacen veinte remolinos que giran a todos lados. Hay quien se levanta sostenido y arrastrado sobre la masa humana mientras los de abajo se asfixian. Comprimidos dentro del cajón estrecho de la calle, azotados contra las paredes, tratan de derribar puertas para escurrirse por ellas; algunas se hacen astillas pero detrás está la barricada y no pueden penetrar, otras se abren y se cierran piadosamente tragándose proletarios. Las calles laterales son invadidas a gran carrera y detrás piafan y saltan los caballos enloquecidos también en la pavorosa barahúnda, mientras las azoteas negrean de gente y en los zaguanes abiertos la multitud se apiña. El suelo queda cubierto de sombreros, de sables rotos y de bosta. Hay aquí y allá agrupados sobre el barro bultos oscuros. Son los muertos y uno que otro herido que se agazapa contra la pared buscando la fuga. La balumba se va en dispersión a lo lejos. En el sitio de la carga furiosa, apenas suena el casco de algún caballo sobre pequeños cuajarones de sangre y de lodo; cornetas de tramways y ruidos de pasos de caminantes recelosos. Todas las puertas están cerradas; pero los mil rumores apagados que llegan hasta la calle, prueban que la ciudad no duerme. ¡Tal vez así era la paz de Varsovia!
D. Manuel de Paloche, con la ropa en andrajos, no quiere retirarse. Arremete a grandes voces a la cabeza de sus partidarios. Está fuera de sí. En su mirada hay como el lúgubre deseo de morir en aquella tormenta de pasiones. No tiene más vocabulario que ese grito que retumba en la calle como protesta contra las degeneraciones políticas.
-¡Abajo la revolución! ¡Abajo la revolución!
Pero el inglés que no se ha separado de él y que sabe sumar, comprende que no se puede esgrimir box ni football contra la caballería y a pesar de sus protestas lo alza, se lo atraviesa en la espalda y retrocediendo hasta una puerta, hunde las nalgas con alma y vida contra ellas. Los glúteos se contraen como una bocha de fierro y se siente un rechinamiento y un crujir de fractura. Cedieron los batientes y detrás de ellos, empujados por veinte brazos vigorosos, volvieron a cerrarse.
Era un club alemán. Estaban sentados alrededor de pequeñas mesas. Tomaban cerveza en copas largas y cónicas y eran rubios, de tez sonrosada y fresca, casi infantil y robustos. La entrada de los personajes sucios de lodo y agitados no los ha conmovido. Siguen tomando cerveza y conversando. No hablan de la revolución. Ni se ocupan. Lo que se oye en todas partes es la palabra oro. Parece una bolsa de comercio. Tampoco muestran inquietudes porque esté alto. Así y todo, ellos han de seguir siendo sus dominadores. Con relación a las otras, es colonia pequeña, pero muy rica. Tienen para los negocios algo de la astucia judía. Son vivaces y emprendedores. No estiman mucho a los nativos; pero entre ellos y los ingleses hay la diferencia de que se sienten huéspedes, mientras el inglés cree que hospeda en todas partes. Se mezclan más que ellos y los hijos aquí nacidos tienen alma argentina. Se les ve en el ejército, en las universidades y en los talleres. No se dedican a nada especialmente. Trabajan en todas las industrias; pero se nota que son muy dados a la especulación en la Bolsa. Usan mucho el pregón lo que parece raro en gente tan seria. Sus casas están llenas de letreros. De la puerta de ese club se desprendía un arco luminoso con su nombre. Aquí no se quieren con los franceses, pero lo que puede ser una novedad, es que éstos ya no son su odio. Los han vencido por las armas y los han anonadado por la superioridad de las industrias y los consideran bastante chicos para que ya no sean enemigos. Ahora la lucha es contra el inglés. No toleran su altivez; saben que éstos se consideran el primer pueblo del mundo y no los pasan. La Alemania para ellos es la verdadera cuna de la civilización. Tiene la hegemonía de la ciencia y del arte. Ha vencido a Francia y le ha impuesto a la Europa su psicología, menos a Inglaterra que puede aceptar que sean los mejores científicos y los soldados más aguerridos, pero que sabe que les falta mucho para que sean ciudadanos en la acepción inglesa de la palabra. Por esto, para el inglés, son todavía inferiores y lo que en Europa es rivalidad, se revela aquí también en muchos hechos. Por caminos distintos son las dos razas ricas. Unos son los señores de la viabilidad; pero los otros se apoderan de las empresas; hacen con los gobiernos los grandes negocios y tienen los monopolios. Es colonia útil y trabajadora. El hogar alemán es honesto y severo. Allá es el fundamento del Estado, aquí es una fuerza que inspira respeto. El juego atlético forma parte de su vida y el ejercicio de las armas está en gran boga. En sus fiestas hay una sencillez y un vigor que las distingue y a pesar de cierto aspecto burgués en la generalidad, no descienden a lo grotesco. Se cultiva aquí con amor las glorias de la antigua Alemania. En las casas se conocen los nombres y las gestas de sus héroes soldados y se enternecen cuando recuerdan. De las paredes cuelgan los retratos de Guillermo, de Moltke y de Bismark y en las salas está Goethe y Wagner, orgullo de artistas y honra de la humanidad. Gretchen es todavía el símbolo amable de la belleza y de la gracia incausta y desventurada que huele a margarita silvestre y perfuma los siglos, cándida como la luz que cruza la naturaleza, virginal como la flor del aire y aquí de cuando en cuando pasan en los salones iluminados, altas y esbeltas con la cabellera de oro, el iris azul y la piel de alabastro, las vírgenes de Torwaldzen, creando en esta tierra las ideales leyendas de las baladas germánicas. Entre estrofa y estrofa una copa de cerveza, una jugada al alza y un sindicato para dominar la plaza. Sostienen con hombros robustos la empresa temeraria, porque son de sangre sana y tranquila. Dejan aquí mucho dinero, mientras el inglés lo manda casi todo. Se quedan en el país más que los franceses y como éstos, no se mezclan en la política. Miran con indiferencia y con lástima nuestra forma de vida pública. Por esa batahola sangrienta a las diez de la noche no tomaron ni una copa de cerveza menos. Era para ellos un sencillo caso de alza de oro. Es pueblo disciplinado. Tiene el hábito de la obediencia y del trabajo y usa aquí las tenacidades nativas. Saben. Todo lo estudian con profundidad y han torcido hacia Alemania la importación de productos, arrebatándole a Francia casi todo este mercado. Su ciencia seria y detallada, en breve se ha de apoderar del espíritu de los estudiosos y el sabio alemán de pega ya descrito, pronto lo será de verdad. Hay que dejar el absinthe. ¡A la cerveza! Es más sana y sobre todo mata menos.
Una cosa desagradó a esa reunión. Fue la entrada del inglés, bastante maltrecho; pero no se le dijo nada. Acompañaba a D. Manuel de Paloche, muy conocido y adversario de la revolución. Los pasaron a la peluquería que estaba en el fondo. Allí estaba Herzen, amigo de Paloche, hijo de alemanes, poeta en argentino y pintor eximio -un bohemio de galera de felpa y guante, uno de esos vagabundos que no tienen hogar ni sueño. Toda la vida los buscan, mártires de la concepción perfecta, para no encontrar sino la fonda y el sepulcro. No usan lenguaje humano. Tienen estrofas y cantan, porque la tierra no tranquiliza y la hetaira blanca con carne de marfil no sacia. La asonada lo encontró en la calle medio borracho de morfina. Le incomodó la gritería y no pudiendo llegar a la sociedad de las letras y de las artes, buscó allí su refugio. Se saludaron los dos poetas: D. Manuel de Paloche, el cantor del masaje y Herzen cuya musa era una filigrana y cuya cítara tenía por cuerdas las alas de un cisne. A nuestro homeópata lo puso la industria alemana como nuevo y para probar su superioridad sobre la francesa, en un santiamén, le tiñeron pelo y barba. Protestas de Paloche que no se reconoció y se tanteaba para estar seguro que era él; risas del inglés al ver a D. Manuel transformado en un rubio abuelo irlandés; Herzen munificente que paga la metamorfosis en la indumentaria de los dos héroes, bullicio lejano de los alemanes combinando un formidable copo para el día siguiente; silencio y desierto en la calle; apretones de mano del inglés despidiéndose; Paloche y Herzen juntos, uno hacia la casa de Desiderio y el otro hacia la sociedad de letras y artes que quedaba de paso. Todo en media hora...
La noche estaba fría y sola. Arriba estrellas en el pedazo de cielo entre las casas de alto, abajo lodo y pocilgas. ¡Vasto silencio y aire quieto! Apenas, a lo lejos, de cuando en cuando, el rodar de un tranvía y silbidos. En las esquinas, vigilantes de a dos. Recelosos. Los dos poetas cruzan el esplendor del arco luminoso del club y entran en la penumbra. Caminan, callados. Sus sombras pasan bajo los faroles y los pasos suenan por las aceras oscuras. La tiniebla de las casas de alto sigue y sigue. Se conoce que adentro hay luz. Algún rayo filtra, y a trechos se ve una ventana iluminada toda entera. La gente no duerme. Al ruido de los pasos se entreabre alguna y se cierra rápida y con violencia. En las casas está la revolución con todos sus miedos. Por eso velan. Cada rumor es un chucho, cada esquila lejana de clarín, un estremecimiento y los tiros que se oyen a ratos hacen saltar al corazón en su cripta, mientras Paloche, en el silencio, medita la mejor forma de educar aborígenes y Herzen fantasea. Pasan las bocacalles. En el espejo del matete están los faroles de las esquinas y se desliza la silueta de los dos caminantes. A los costados, el cajón claroscuro de las calles hondas y tenebrosas; en el fondo se ve como una línea de luces suspendidas en el aire y con curvas amplias. Faroles y más faroles y por arriba alambres en todas direcciones. De cuando en cuando asoma el ojo amarillo de un reloj de iglesia y vuelan ondulando por la atmósfera sosegada los tañidos de sus cuartos de hora. A pesar de ser poetas, no decían más que monosílabos. Cosa rara en un país donde el mejor elogio es para ellos que se les compare con las aves canoras. Ser gárrulo es lo sublime en lo que se refiere a elogios. Hay que convenir por otra parte que la razón de la metamorfosis era ésta. D. Manuel de Paloche había bebido cerveza y Herzen se había hecho muchas inyecciones de morfina. Se comprende por estas cristianas costumbres que se les compare con los dioses. A medida que avanzan, la ciudad más estrecha desparrama en la atmósfera el mal olor de lodo viejo echado a pala sobre el cordón de la vereda sucia de plastas y orines. Las casas son más altas, el cajón más hondo. De cuando en cuando el negro mausoleo de un templo, largo, una cuadra arrojando en la tiniebla la rotonda, terminado adelante y arriba por el largo paralelepípedo del campanario. Mudos y sombríos en la noche siniestra, más que albergue del Dios bueno, semejan la cripta cerrada sobre los cuerpos de un pueblo muerto, la imagen arquitectónica de la soledad sin alma y sin esperanzas. Hace rato que no se canta allí. La patria triste, entristece sus templos y sus hijos han transformado en dolientes salmos las sonrisas de la religión, alegre como el corazón de los niños. Antes el órgano decía a los creyentes las melopeas del cielo, el himno de las glorias felices que no tienen término. Hoy calla. La asonada ha detenido la mano que las escribía y el templo escucha con su enorme oreja oscura y teme. La sangre fratricida hace el silencio. Apenas si las lauchas bajo las bóvedas lóbregas y desiertas saltan y roen las telas de los altares y las ratas resbalan como locas fuera de los albañales, a lo largo de la pared, donde se aplasta como un crespón el murciélago, mientras arriba la lechuza desde el campanario corta la noche con su grito estridente y sobre la jovial Buenos Aires, a través del vaho quieto y frío, vuelan las almas ofendidas por los ultrajes al honor de la vida pública y vuela también el soplo trágico de la revuelta que aconseja la demencia y la sangre. ¡Razas, trabajad! ¡Sed honestas! ¡Vuestros dineros han de servir para hartar la impudicia! ¡Ay de los niños pobres que están en el mismo cuarto donde el padre trabaja y la madre cose! ¡Así serán muchos años, porque sus ahorros han de servir para hartar la impudicia y el sudor del cuerpo que fecundando el hueco lo puebla, y el dolor de las miserias aceptadas para el bien de los hijos, escarnio serán del corrompido que les arrebate todo! ¡Ellos tienen harems! ¡Ellos juegan! ¡Sultanes con lo ajeno! Lúculos con lo ajeno, mientras vuestras casas de dos piezas surgidas en el erial, con la frente al sol, una historia de honor van escribiendo en páginas de oro, una historia de fuertes con letra de virtud y sonoridades de trabajo. ¡La caridad por la patria os salva y os sostiene la fe en su misión! Vosotras edificáis sobre los cementerios prehistóricos. ¡Eso hacen los que triunfan!
Así llegaron los poetas a la plaza de Mayo, casi desierta. De cuando en cuando una luz roja o verde de tranvía y algún farol amarillo sucio de victoria desvencijada. En frente, la sombra de la Catedral, a la derecha el río y la casa de los virreyes, a la izquierda la entraña iluminada de la Avenida. Sobre la explanada enorme muchos mecheros de gas, pequeños charcos y la pirámide en el centro con su silencio de monolito. Todavía es y será esa plaza la gran pupila de la nación, que mira al río y a la pampa, las dos riquezas. Antes era el estadio heroico. Hoy está Belgrano por ahí en su caballo de guerra. Tal vez su estatua es simbólica y se es más grande en los pueblos dentro de la abnegación que dentro de la audacia. En esa época los ciudadanos los habían descuidado. No tenían tiempo sino para cultivar sus degeneraciones. ¡Era una plaza triste y abandonada; pero a pesar de eso, tiene tantos capítulos de gloria humana, que no los ha de borrar el error, ni las metamorfosis han de superarla jamás en grandeza! La cruzaron. Los monumentos pasaban al lado de ellos en silencio. Parecía como que las viejas generaciones, creadoras de toda la elocuencia heroica, ya no estuvieran allí. Detrás de los caminantes venía un regimiento de soldados. Cambiaban de cuartel. Dormirían al raso tal vez fuera de la ciudad rodeados de centinelas, para evitar la sorpresa y el asalto y más atrás todavía, cañones y más cañones con su sordo y fragoroso rodar. Bajo la luz del gas no se veían sino relámpagos de bayonetas. ¡Qué diferencia! Ochenta años atrás la lucha contra el extranjero se hacía allí mismo en pleno sol. Hoy contra los hermanos se busca la tiniebla y el acecho. Es necesaria la precaución medioeval y ha de sustituirse el peligro caballeresco por la astucia florentina, el espadón de Diego García de Paredes por el puñal del Valentinois. Así era. Hasta eso se llega en las perturbaciones civiles. Frente a un cuartel, un club con armas y a unos pasos del pobre centinela que guarda su puerta, el ciudadano agazapado en la azotea, detrás del parapeto. Seguían caminando. Los monumentos pasaban al lado de ellos llenos de penumbras, con algo de solemne en su silencio en momentos en que el cielo estaba abierto arriba lleno de estrellas, y por la plaza, de cuando en cuando, se veía una línea oscura y rápida; la silueta de un caminante que busca ligero su casa. Al lado de ellos desfila el regimiento. Los soldados no hablan. Armas al hombro, caminan un poco en desorden. Parecen cansados; no tienen tambores y se pierden a lo lejos como un bulto que quisiera escurrirse en el cajón tenebroso de la calle. Los dos hombres los vieron desaparecer con una callada tristeza. ¡Pensaron que esos humildes, los únicos tal vez que no le piden nada a la patria y se lo dan todo, iban quién sabe dónde a esconder sus banderas para que nadie las viese en la hora melancólica de la batalla fratricida! Esa fue la única estrofa que crearon esa noche los poetas. No declamaron versos ajenos, ni se elogiaron mutuamente. Hubo un rato de juicio. Eran unos raros que creían que en este país no era lo mejor hacer versos y a pesar del encanto de las musas, tal vez fuera preferible hacer un poco de patria. Con estos pensamientos, mientras la mancha de los soldados se borraba en lo hondo de la calle, Herzen y D. Manuel de Paloche entraban a la Sociedad de las Letras y de las Artes.
Sus miembros estaban sentados con solemne gravedad. Resolvían problemas importantes. Era necesario saber en qué país estábamos y luchar contra los que contaminaban el idioma, en momentos en que pasaban en camillas al lado de las ventanas del edificio los heridos de bala y de puñal. Allí nadie asomó la cabeza. Llenos de discreta parsimonia escuchaban la voz de un orador castizo. Felizmente los estatutos de la secta establecían que sufrir por los dolores de la patria significaba salir fuera de las regiones serenas del arte. Luego eso permitía conservar la augusta majestad de los seres superiores. Al entrar los dos fugitivos, los asociados saludaron. Algunos catecúmenos atildados y barbilampiños osaron sonreírse por la metamorfosis de D. Manuel, no sin recibir algunas miradas fulmíneas del Gran Rabino. La verdad es que el edificio no correspondía a la importancia de esos personajes. Era de un solo piso, de techo bajo y pavimento de baldosa. Arriba, la teja curva y oscura entre cuyos intersticios crece la yerba, abajo el patio de ladrillo lleno de verdín. Toda ella está cubierta de un reboque prehistórico y en el patio se levanta una higuera y un enorme cactus. Era una casa, si se quiere, un poco colonial. Las ventanas estaban defendidas por gruesas rejas y el marco de la puerta era curvo en su parte superior. Dos matas de pasto amarillento asomaban sus briznas entre la pared y el marco. El orador castizo hablaba con olímpicas altisonancias y a estar a la crónica, la memorable sesión había empezado con el Himno. En momentos en que D. Manuel se sentaba, decía:
-Es preciso ir a la lucha. El idioma está pervertido. Se debe guardar como en un templo y defenderlo contra la deturpación. ¡Atrás el vocablo italiano! Es corruptor. ¡Atrás el chiste francés! ¡Fuera el período breve! ¿Quién ha dicho que las cosas deben decirse en el menor tiempo posible y oscurecer la grandilocuencia de la nativa lengua? ¡Réprobos! ¡Por Cervantes y Garcilaso! Es necesario rechazar los modismos y las palabras creadas en la tierra. ¿Cómo los revolucionarios nos van a hacer creer que el arte es turbulenta, antojadiza y licenciosa y que nuestra naturaleza no es igual a todas las demás? No conocen el idioma, señores. Por eso inventan palabras y giros rebeldes y no saben que la disciplina es la base de todo lo grande. Son enfermos. Hay que tenerles lástima, si violar la gramática no fuera una sacrílega profanación. Además pretenden arrancar poemas a la vasta soledad, al cielo infinito, a la inquietud humana y pregonan esta cosa inicua: «la poesía está en la naturaleza», cuando fuera de la disciplina y de lo clásico no hay arte posible. Y se imaginan también que no deben corregir sus obras...
-¡Eh! ¡Catecúmeno, barbilampiño cultor de la gaya ciencia! Yo te saludo -interrumpió D. Manuel en voz alta-. ¡Porque eres enfermo del delirio de la perfección, el barroquismo te espera!
Hacía rato que quería hablar. Estaba desasosegado, crujía su silla y de no ser Herzen que lo contuvo hasta entonces, el baile se habría deshecho mucho antes. La exclamación cruzó la sala, silbando como un latigazo y rompió el embeleso de esos solemnes hechizados. Quedaron con la boca abierta, inmóviles y estupefactos y mientras fruncían el ceño, agitó el rabino la campanilla y sobre la clásica sinagoga, pasaba temblando de risa y de sarcasmo la palabra de Paloche.
-Vamos a cuentas -repetía D. Manuel-. Voy a hacer mi diagnóstico. Ustedes son casos de hermafrodisia intelectual aguda.
-Nos insulta -gritaron varias voces a la vez-. ¡Que deje la palabra! ¡Que se vaya! ¡Que se vaya!
Se había apoderado de D. Manuel el fuego sagrado de la oratoria. En medio del tumulto se oía su voz vigorosa.
-¡Hablaré quand meme! ¡Sapristi! -gritó.
Por todas partes se levantó un doliente clamoreo.
-¡Horror! ¡La Galia! -exclamó el rabino-. ¡Ha profanado al templo!
-¡Horror! -repitieron los catecúmenos.
D. Manuel estaba de pie. Reía como un loco, moviendo aquí y allá el único faldón de su levita verde aceituna salvado en la refriega. Había doblado hacia atrás un poco su cabeza, mientras la pera rubia latía sobre el esternón.
-Quiero hablar -agregó Paloche-, y les prevengo que veinte mil personas, que han cesado hace rato de ser aborígenes, están diseminados en la ciudad para defender mi vida. Quos ego!... -replicó extendiendo el índice hacia el gran rabino.
Éste quedó hasta el presente con la campanilla en el aire, mientras los socios se entregaban al delicioso arcano del más clásico silencio. D. Manuel no se detuvo.
-¿Arte? -preguntó-. ¿Ustedes, qué saben de arte? Han reducido ese glorioso instinto a proporciones liliputienses. Le han roto el ímpetu y le han extenuado el vigor bravío. Han transformado al águila en pavo real. Lo han evirado. Han hecho del arte una mistificación. ¿O quieren modificar la obra de Dios que ha establecido que se precisa el espermatozoario? No le permiten que vea, ni que oiga, ni que palpe. La naturaleza ha muerto para ustedes y sus soberbias magnificencias que cantan el poema sinfónico de la belleza universal. Ninguna retina las ve, ningún oído las recoge. Vamos a cuentas. Ahí está la aurora. Lleno de luz el mundo, abre su gigantesca pupila. Saltan los contornos, tienen relieve las cosas. Las praderas huelen a pasto; los mares huelen a sal y la montaña preñada de granitos y de metales, sombría de selvas, huele a lo lejos a pólenes virginales, bálsamos llenos de humedad sabrosa. ¡Vamos! Los partos de la naturaleza tienen su amnios, la mirra que envuelve al parir humano. ¡Poetas! Enormes los muslos blancos y mórbidos se han abierto para la procreación. ¡Venga la cítara, pues! ¡Que sea una orquesta! ¡Que haya suspiros y gemidos! El abrazo cruje, chocan los vientres unidos y los átomos danzan en las bodas del universo. La luz alumbra los connubios y los colores se fijan en el gran prisma de la naturaleza, desde el rayo de oro vívido del sol naciente que hiere los ojos, hasta la incierta vaguedad del claroscuro. ¡Poetas! Métanle al plectro y digan cómo las praderas se apoderan del verde, cómo los mares usan y abusan en el eterno balanceo de la policromía del iris y cómo el cielo tiene aguas cristalinas de zafiros y ópalo. Escriban el color fresco, suave, lleno de blandas morbideces que tiene el terciopelo de las flores y las hinchazones vigorosas, ásperas y húmedas de la corteza y de las raíces desnudas y preñadas de licores lascivos, arrancados al humus. Hagan la revolución dentro de la naturaleza. ¡El país está cansado de vuestras auroras decadentes, escritas con los colores muertos de los papeles de forro de las pinturerías! ¡Autores a peso el plato! ¡Escuchen, pues! ¿Para qué tienen oídos? Digan cómo las ciudades despiertan y escuchen la lejana balumba. Escriban las notas del tableteo de los vehículos, el chirrido de las fábricas, el reboato de los trenes que disparan y desaparecen, el tañido de las campanas, que anuncian el amanecer del mundo, el resoplar de las maquinarias en movimiento y el canto matutino de los trabajadores. ¡Escuchen, pues! ¿Para qué tienen oídos? La naturaleza suena su orquesta. Escríbanla. Gorjean las aves, y plan los nidos. El bosque es un gárrulo salmista. ¡Gloria a las arpas escondidas en la espesura! ¡Fragorea el torrente, murmura el océano con su lamento interminable, un quejido infinito que muere a través del espacio entre el zumbar de las mareas que van y vienen y llevan lejos los ayes de la criatura y traen las endechas de las olas como el espíritu humano agitadas siempre! Vamos. Han perdido el tiempo. No han escrito cómo suena la pampa, ni conocen los rimbombos de las hondonadas y de los abismos de la cordillera, ni cómo estrepita la esquina Florida y Cuyo en un día jueves a la seis de la tarde, ni cómo rechinan los guinches del puerto en su ondular pavoroso. Pero lo que saben bien es apoderarse del cetro del arte y prepararse para la inmortalidad. ¡Oh, eso sí! Solamente son dignos de ella los que comulgan con el pan ázimo de vuestros altares.
En el recinto había silencio. Nadie contestaba las invectivas de Paloche. Este se dio vuelta. Toda la cofradía de inmortales dormía profundamente. Afuera, de cuando en cuando, se oían rumores lejanos, como si fueran tropeles de gente que huyera. D. Manuel se sonreía, apuntando con el dedo al gran rabino.
-Así son éstos, amigo Herzen -agregó Paloche-. Duermen y mientras alrededor todo crece y se agiganta, estos coquins s'en fiche y viven incrustados en su solemnidad.
Esta profanación de lo castizo hizo abrir los ojos al gran rabino. Estaban llenos de lágrimas.
-¡Horror! -exclamó-. ¡Sacrilegio! ¡Otra vez la Galia! ¡Oh!
-Sacrilegio -replicaron los inmortales entonando una elegía doliente.
Pero Paloche, poseído del numen oratorio, no cejaba.
-Duerman no más -agregó en voz alta-. El arte sano y robusto no lo entienden. Se aletargan. ¡Ah, marmotas! Si no han hecho otra cosa. Vea, amigo Herzen, lo que ha pasado y ellos no han visto. El sol está en pleno meridiano con su disco al rojo blanco en un gran ciclo azul y sin nubes. Alumbra toda la República. Aquí no se hace más que parir. De punta a punta cruzan los gemidos de la procreación y las praderas tienen todas las lujurias germinativas bajo los rayos del sol meridiano. ¡Entendámosnos! En vez de cantar olores enervantes de alcobas pecaminosas, acuérdense de la donosura, gallardía y caracoleos de un semental en acción y canten. ¡Diablos! En las costumbres de la pampa está el poema épico cuajado de estrofas varoniles. La hacienda muge; el toro brama y atropella con el morro en el suelo; el potro huye a lo lejos con las crines al aire y patalea en la carrera frenética, mientras las yeguas enloquecidas pisotean y pulverizan los campos, derribando lo que encuentran al paso y la oveja, símbolo de la mansedumbre tímida, va caminando y roe las yerbas, llenas de perfumadas y húmedas emanaciones. En la loma solitaria, cobijado por el ombú secular, el rancho guarda la honra de la familia en el hondo silencio. En el suelo está el lazo y las boleadoras. Es el mediodía. Los gauchos descansan su cuerpo de bronce. Han concluido la yerra. A pechadas han hecho tropa y todavía zumba el lazo vibrante en la tensión brutal, cuando retrocede el toro ante el tirón vigoroso que quiere arrastrarlo mientras a veinte pasos más lejos, el caballo arroja el encuentro adelante y cincha. ¡Canten al gaucho señor de las soledades, ese rey huraño y grande que se quiebra en la pradera domando al bagual en fuga, semidiós trigueño y tostado por el sol que calienta los pastos y exacerba el celo! El país está cansado de la estrofa afeminada. La melodía meliflua lo empalaga. Escriban la oda del macho temeraria y bárbara y graben pronto en la inmortalidad la efigie primitiva de este pueblo, antes que las razas limiten con los alambrados y la locomotora la inmane amplitud del territorio. El país no quiere poetas evirados que escriban el encaje y la muselina. La orquídea le sabe mal. Prefiere la corteza áspera del quebracho. ¡Diablos! No contestan nada, amigo Herzen. Duermen. Mírelos.
Era cierto. La honorable sinagoga se había vuelto a dormir. D. Manuel de Paloche, españolizó algunas palabras italianas. Recién entonces sus miembros suspiraron. El gran Rabino abrió un ojo y murmuró desconsoladamente:
-¡Ahora el Latium!!
-Aprovecho el momento, amigo Herzen -agregó D. Manuel-, antes que el letargo sea más profundo. ¡Vamos, pues, inmortales! El sol meridiano, alumbra las ciudades de la República. Éstas trabajan. Están en plena metamorfosis. En lo que se refiere a techos, tenemos la pizarra; en lo que se refiere a pisos, hemos llegado al asfalto. Hay barrios enteros de elegantes palacetes de cuatro pisos para una sola familia. A ratos se bañan los argentinos. La baldosa y el empedrado burdo de antaño se van y la vieja casa honda edificada sobre el subsuelo húmedo y mal sano, desaparecerá en definitiva. Hay muchas plazas ricas de arboledas y de sombras, no tantas como debiera haber. El sol meridiano ilumina y calienta la ciudad de los trabajadores. Bajo sus rayos, el obrero suda y crea. Todas las industrias se van perfeccionando y el taller, el escritorio y la fragua, no son escuela malsana de degeneraciones sociales. La religión del trabajo vive y se veneran todos sus corolarios de honor. Lo que falta son inmortales que escriban la biografía de esos héroes. Ellos duermen, amigo Herzen, mientras en las estancias los trabajadores llegan a lo perfecto en la selección de las razas. El comercio es vivaz y aquí se produce a cada rato un hecho que consuela bajo el punto de vista de la altivez humana. Peones y dependientes quedan así muy poco tiempo. Se emancipan en seguida y se transforman en dueños del boliche. Por más que sea chico y sucio, es bueno que se sepa que eso es la consagración y el premio al trabajo que produce y ahorra y significa el despertar de las iniciativas escondidas en la mente de todos los altivos. No hay cómo titubear. Son los apellidos que surgen. Vaya por otros que se disponen a morir entre las sedas luisquince y los perfumes exóticos que matan la virilidad. Éstos han concluido su ciclo. Ya no hacen falta y por más esfuerzos que se haga, todo tiene su ocaso, lo que podía ser un dolor, si en esta necesidad de equilibrio en las sociedades, por un saloncito decadente transformado en sarcófago, donde dormir podría el eterno sueño alguna reina enfermiza sin sangre y sin alma, último corolario de largos siglos de neuropatías, por un saloncito así que desaparece, no surgiera el taller ruidoso o el oscuro socavón del boliche donde se escribe el poema de la mente sana y del músculo robusto. Por lo demás, aquí se abusa del vapor. Se usa en las faenas agrícolas y en las fábricas. Todo se hace con rapidez y el tiempo apura. Es breve. Por leguas crecen los trigales y los alfalfares invitan al engorde que enriquece, mientras la locomotora cruza con su fragua de fuego, dejando hacia atrás el largo gallardete de humo y a lo lejos, en el pasado, la tropa de carretas camina al tranco como un emblema de vetustez moribunda. Marcha en la penumbra. Cerca no más la espera la noche para sepultarla en su sombra. La nación vieja yace toda ella ahí adentro y el alma colonial forma el substratum histórico lleno de heroísmos y de errores. Siquiera en su mausoleo, donde duermen los esqueletos desnudos, corre el putrílago fecundo, en cuyo limo brotan laureles para la gloria y el recuerdo. Pero nosotros, señores inmortales, llevamos desplegada la bandera del espíritu nuevo...
Todos los inmortales bostezaron ruidosamente ante esta entrada de D. Manuel en el porvenir. Afuera se sentían como descargas lejanas y mil rumores extraños. La ciudad no dormía, mientras en el recinto hubo un crujir de sillones. Los presentes se habían acomodado mejor con los brazos cruzados y el mentón sobre el pecho. Al rato roncaban. Solamente Herzen escuchaba a D. Manuel de Paloche con curiosidad de artista.
-Aunque ronquen, hablaré -siguió sin detenerse D. Manuel-. El sol meridiano alumbra las iniciativas del espíritu nuevo. Éste cree en la ciencia...
Los ronquidos arreciaron.
-No me interrumpan, catecúmenos -replicó Paloche-. Voy a decir por qué cree en la ciencia. Ella forma a los hombres, cuya misión es bregar por la justicia; al ingeniero que civiliza acercando a los pueblos; a los conductores de razas; a los educadores que las ilustran; a los trabajadores que las enriquecen. Concédanle esto, pues, siquiera. No se parece a ustedes. En su templo se guarda la honra del país, como en urna de oro, mientras que aquí se vive de la prosopopeya. Después no ha causado a nuestra patria ni un solo dolor; no ha derramado ni una gota de sangre estéril; no ha sugestionado la perversidad moral, ni la demencia política, ni el extravío económico, no ha creído nunca en las híbridas o criminales panaceas de los manosantas de todas las profesiones y de todos los gremios y pone en frente de los solemnes, ¡oh inmortales! que pasean por las calles sus vanidades y que por un diagnóstico benevolente apenas resultan un punto de interrogación metido dentro de un traje, a los trabajadores pacientes y tenaces que sudan por la grandeza de la nación y a los que estudian con lágrima y las torturas de las noches insomnes. ¡Ven, pues! El espíritu nuevo cree en la ciencia porque no es empleómana y vive del trabajo; porque conforta y alienta a los trabajadores; porque es tenaz y vigorosa; troncha y derriba los obstáculos y persigue de esta manera la perfectibilidad progresiva. Sabe que ella observa la Fe, la Esperanza y la Caridad; y por eso aconseja el vigor físico y la salud moral y condena las neurastenias y el escepticismo y execra todos los suicidios. Es además la alegría del sol, que surca el espacio y fecunda; la vanguardia de las razas, cuya misión perfecciona; hace el mayor número de felices realizando así el objetivo del estado moderno y no ha ofendido nunca las leyes de la civilización. Por eso cree en las universidades, altares para la ciencia porque el espíritu nuevo se ha apoderado de ellas. Forman la vanguardia de la nación y representan el nuevo país. Su triunfo ha producido en esta tierra la desaparición del castillo feudal. Son el templo del espíritu nuevo. Es la resultante de la infiltración y de la influencia de todas las razas sobre la aborigen, hidalga y noble si se quiere pero enferma crónica por la ponzoña del pronunciamiento. En arquitectura, el espíritu nuevo está representado por las avenidas, en hidráulica por los puertos. En sociabilidad, significa olvido de la estirpe y permiso al humilde con condiciones para pasar adelante; agasajo al talento honesto venga de donde viniere; estimación profunda por la sinceridad y ridículo a la gazmoñería; himno a la gracia y a la belleza; saludo a la elegancia y a la fiesta brillante y culta. En agricultura y ganadería, transformación de los viejos ideales especulativos por prácticas realidades de bienestar; sustitución del heroísmo por el trabajo que no da gloria, ideal especulativo, pero que da la riqueza, que hace a los pueblos fuertes, eternos y felices. En letras ¡oh valetudinarios! el espíritu nuevo significa absoluta libertad de pensar y sentir y necesidad de metamorfosis de forma y fondo en el idioma. Conviene no asustarse porque entre un chorro de polen americano en la vetusta y majestuosa lengua. De todos modos, con susto o sin él, ya está el polen adentro. El corolario es el idioma argentino. Exige también la existencia de prototipos intelectuales que lleven a la creación su propia idiosincrasia y piensa en el adagio, lleno de sabiduría. «Es mejor un mal original que una buena copia». En arte piensa lo mismo y dice que puede perdonar la forma exótica, pero exige alma de aquí, calentada por nuestro sol, con todas las lujurias de nuestra naturaleza, no porque no sepa que el alma universal es más amplia, sino porque está convencido que aquí hay mucha virginidad, susceptible de mucha preñez. Es lo que alumbra el sol meridiano y ustedes no han visto. No han cantado a la naturaleza y no han hecho el poema de esta prodigiosa evolución de razas...
Al llegar aquí D. Manuel de Paloche se detuvo, se sentían tiros de fusil a lo lejos. Los inmortales despiertos saludaron al espíritu nuevo con risas de incredulidad y un enorme abrir de bocas. Bostezaban. Algunos más atrevidos gritaron:
-¡Afuera! ¡Afuera! ¡Al manicomio!
D. Manuel siguió hablando. El vértigo oratorio le arrebataba el cerebro y mientras el gran Rabino intentaba exorcisarlo con algunos pases solemnes de magnetizador, su voz vibrante y sonora se oía de nuevo atropelladamente.
-¿De razas? -se preguntó D. Manuel-. ¿Pero qué? Si ya no tienen raza. Están sometidos mientras el espíritu nuevo ha proclamado la libertad de la ciencia y de las artes y modificado sus tendencias. Ha establecido la necesidad de la observación y del experimento. ¡Afuera la logorrea insulsa, el verso hueco y la literatura belleza! Los libros son buenos, cuando son útiles. La belleza es un esplendor efímero. Lo que educa y perfecciona sirve. Lo que conforta sirve. Pasteur es superior a Fidias y el misionero al artista. Entreguen una idea civilizadora que mejore un dolor, que haga más felices a las sociedades, que haga más fácil la vida y la prolongue; escriban con relámpagos de genio la forma práctica de llegar a la fraternidad universal, de suprimir las guerras, de hacer el pan barato y la habitación sana y habrán hecho la obra. Hagan que la palabra sea acción y que esta lleve en su entraña, aplicada a cualquier problema la quinta esencia del honor. ¡Es necesario creer en Cristo, creador de la familia humana! Es necesario creer en los que impusieron la igualdad política y en los que tratan de nivelar las castas, en los que mejoran las pobrezas y proclaman el respeto por los niños y los débiles y la reverencia por la vejez virtuosa. Les perdonaremos que no nos den poemas, pero también debe saberse que el derecho a la inmortalidad real, no se tiene sino cuando por un credo cualquiera de civilización, el hombre es capaz de entregar al martirio la osamenta. No basta escribir, es necesario hacer y sufrir y no basta tampoco eso. Es necesario sacrificarse y mientras ustedes creen que hacen obra buena cincelando frases, la acción busca a través del mundo moderno el triunfo del bien y de la justicia.
D. Manuel parecía loco en su gesto y en su ademán. Hablaba en voz alta, en una forma violenta y torrentosa. En ese momento una descarga de fusilería más cercana azotó de aquí para allá su formidable estruendo. Los vidrios y las paredes trepidaron, mientras de lejos se oía un sordo rodar, una zinguizarra de fragores innominados y una convulsa marcha de ruidos en todas direcciones; carreras de corceles enloquecidos y estampidos brutales de cañonazos. D. Manuel se detuvo.
-¿Saben lo que es eso? -gritó-. ¡Es la revolución! ¡Oyen! ¡Es la noche nacional! Es el triunfo momentáneo de los ideales aborígenes sobre el espíritu nuevo. ¡Es la noche nacional! Los culpables son ustedes, que viven alejados de la vida pública. Viven en las regiones serenas del arte, mientras otros contemplan indiferentes los destinos del país. Así es como no se impone a los gobernantes la honradez y no se enseña a los partidos que sin la transacción no se hace grandeza. ¡Vamos! La enfermedad aborigen de la facundia abundosa triunfa otra vez. Ésta es la obra de los oradores altisonantes. El espíritu nuevo tal vez aconsejara el trabajo y la fraternidad.
La voz de Paloche se había hecho estentórea y había anatemas en sus graves tonalidades. Una manifestación pasó al lado de la casa, una turba tumultuaria armada de puñal y de fusiles. Gritaban:
-¡Viva la revolución! ¡Viva Desiderio! ¡Abajo el ejército! ¡Muera el gobierno!
D. Manuel de Paloche se agitaba en el salón como un endemoniado. Su cara era lívida y su mirada oblicua. Se lanzó a las ventanas sacudiendo con furor los barrotes de hierro, mientras los inmortales, cansados de hacer la conspiración y el vacío del silencio, se escurrían unos tras otros en la tiniebla de la noche.
-¡Fratricidas todos! ¡Gobierno insuficiente! ¡No se bañan, amigo Herzen! -dijo D. Manuel, mientras la turba no concluía de pasar-. ¡Fratricidas! ¡Están manchando la bandera! ¡Arrastran por el suelo a la nación! ¡Vilipendian su historia! ¡Vamos, víboras! ¡Están locos por exterminar! ¡Marchan arrebatados por el ajenjo y tienen la noche conturbada de los homicidas! ¡Eh! ¡Eh! ¡El gran pueblo! Se va a destripar en las calles. ¡En la mitad del cerebro tiene la civilización, en la otra mitad la barbarie! ¡Todos, gobierno y pueblo pasan al lado de los monumentos y los escupen! ¡Y al lado de los hogares! ¡Mejor es que nadie tenga hermanas! ¡Y al lado de los templos, de donde el buen Dios ya se ha llevado imágenes, oros y pudor! ¡La ciudad está llena de sombras infames! ¡Una cohorte de rameras, tiradas sobre el pavimento con sus desnudeces abiertas al cielo de la noche, se revuelca en el abrazo de los ladrones y en el beso lascivo de los tahures noctámbulos! ¡Tus hijos, noble ciudad, han ahuyentado a la virtud! Los hombres heridos en el combate de las calles, blasfeman y los niños con el vientre partido, blasfeman. ¡Ah madres! ¡Madres! Envueltas en vuestros rebozos ya andan como duendes entre los fogonazos y el humo de la lucha inclinándose sobre los caídos. Les miran la cara y la mano suavemente te colocan sobre el corazón. Después, de rodillas, al lado de los muertos, lloran con un sollozo larguísimo, con una lastimera nenia que no se acaba nunca... ¡Ah! ¡Ah! ¡El pueblo de Mayo, la vanguardia de la civilización de América! ¡No sabe que hay madres, no sabe que hay Dios! ¡Señores delegados del mundo, heraldos del espíritu nuevo que manda que se viva y que se llegue a longevos y que dice que la patria es la madre amorosa del corazón humano, que es necesario acariciar con ternuras de fuertes y sensateces de hombres inteligentes y cristianos; señores heraldos del espíritu nuevo, cultores de la religión del perdón, dejad pasar a éstos que quieren ser civilizadores de América! ¡Cancha! ¡Se van a destripar en las calles! Es el destino. La mitad del país busca la grandeza a través del trabajo y la otra mitad lo vuelve hacia el pasado a través de la guerra civil...
Cerca estalla una descarga. Las balas entran y el reboque en pedazos se desparrama por todas partes, mientras D. Manuel, arrastrado por Herzen, se aleja de aquella casa vociferando y se pierde en el tumulto...
Desiderio, con la galera echada atrás y envuelto en su poncho vicuña de largo fleco, lleva a la muchedumbre a la pelea. Está pálido y flaco; pero su voz caliente enardece y agita. Cruza los treinta años. De rostro enjuto y pómulos salientes tiene color moreno y ojo grande y vivísimo. Alta la persona. Sus movimientos rápidos. Alma vibrante con energías hasta el heroísmo y generosidades hasta la miseria suya; por eso su mansión de rico heredero se transformó en tugurio. Un batallador con capacidad moral para el martirio. Su casa es de todos y a su mesa se sientan los pobres; sus dineros son de los demás; sus ropas visten, en los inviernos sin sol, carnes de miserables. Actitud y gesto de apóstol y palabra de iluminado; poeta, cuya oración suena con algo de la tristeza del salmo; corazón melancólico desgarrado por alguna herencia dolorosa; algo de Cristo el gran compasivo y de Saint Just, el gran vengador; un ingenuo de recia voluntad y convencido de su divina misión en este país. Con la misma mano con que acaricia el rostro del oprimido aferra el rémington homicida. Siempre hay al frente déspotas que oprimen y deshonestos que prevarican. Ha vivido en esta bárbara brega demasiado pronto, en la brecha, el primero en la pelea y el último en la retirada, sin una cobardía jamás, sin un retroceso y sin una desviación, arrojando su persona en el peligro audazmente, como los antiguos caballeros... Por eso su pera y sus cabellos tienen canas. Duerme poco. Es un enfermo de insomnio. Alrededor de su cuarto, en la sombra de la noche alta, vagan los fantasmas de los desheredados que no tienen pan, ni techo, ni libertad, el espectro de los asesinados, las larvas misérrimas de los hijos sin padre y vaga también el clamoreo de los que gimen en la ergástula política y llega el aullido de los que están en el destierro, enfermos de pobrezas y de nostalgias. Después una cohorte de despojados que lamentan sus ahorros honestos desaparecidos en las dádivas tenebrosas a los leones de los gobiernos; familias enteras que se echan desnudas fuera de sus casas; las fortunas asechadas por buitres carniceros y la persona de la patria, por todas las violaciones de la ley, enferma y moribunda. Los que mandan viven en la orgía. Su hogar es el prostíbulo; sus mujeres hetairas vestidas de raso, que arrojan sobre sus carnes el champagne a chorros. No respetan los dolores de los demás, ni tienen reverencias por las miserias que ellos produjeron con el peculado y el robo. Ya no hay bancos de estado. Los depósitos desaparecieron. Una turba de trabajadores honestos han atropellado sus puertas para pedir lo que es de ellos; pero los soldados los han golpeado con la culata de los fusiles y han hecho fuego. Entonces, repelidos a sus hogares, ante el espectáculo de la familia expuesta al frío y al hambre, acariciaron el odio. Al lado de ellos otros que querían la riqueza rápida y jugaban, vieron desmoronarse en un momento todo el castillo de naipes y desaparecer la alegre fantasmagoría. Así creyeron que la ruina se producía por los latrocinios de los gobiernos y retirados a sus casas acariciaron el odio. Todo disminuyó de valor. Las fortunas quedaron reducidas a su cuarta parte; el comercio cesó casi; las industrias detuvieron sus máquinas y los obreros, arrojados en pandillas, por las calles y plazas, escasos de pan y de carne, creyeron en la injusticia humana y en la infamia de los gobiernos y acariciaron el odio. Las universidades se sintieron humilladas. El decoro nacional estaba muerto y las glorias ultrajadas. El sufragio era un sarcasmo. La república había perdido su alma política, amplia y generosa. Eran oligarcas sus hombres de gobierno. En las provincias, a cada rato, se siente el bofetón de la mano enguantada. Es una rebelión que derriba un estado; es un motín que arroja sobre la ley al cuartel con su tufo malsano. Entonces las universidades se retiran a sus casas y acarician el odio. Sus jóvenes con el alma henchida de las antiguas gestas y de varoniles reverencias por aquellas virtudes, caminan aquí como en tierra extraña. El calabozo puede abrir de un momento a otro su obscura boca y el cubil inmundo de un presidio cualquiera o el destierro los espera tal vez con sus tristes soledades. Entonces fue que de punta a punta se dilató el rencor y estalló el encono. Ya no había sangre roja en el corazón de nadie y corrían por las arterias hervores enfermizos y malignas emanaciones; por eso el himno del odio se dilató de punta a punta.
-¡Que la revolución sea, con su corolario el cadalso! ¡El arco de hierro de los faroles puede sostener la horca! Es necesario tener la lubricidad del homicidio lento. Van a incinerar los palacios. Van a deshonrar las familias de los prevaricadores y arrancados de las mansiones deshonestas, templos libidinosos, el pueblo los arrastraría a puntapiés y los azotaría contra las piedras a despachurrarles el cráneo. ¡Aquí y allá iban a saltar largas lenguas de cerebro, manchadas de sangre y de mocos! ¡Vamos! ¡Ellos vistieron de luto los monumentos y entristecieron a Dios! ¡Los templos están cubiertos con los crespones del dolor! ¡Ya no miran a la patria con la alegre y casta beatitud de las imágenes celestes! ¡La constitución hecha pedazos se ha quemado en el rogo sacrílego y las banderas escondidas por los piadosos no quieren ver la deshonra! ¡Estrofas del odio, apurad vuestras sangrientas imaginaciones! Son traidores. Están fuera de la ley. ¡El alma mater de nuestra tierra generosa hasta las heces vació la copa de acíbar! ¡Era una elegante y formosa mujer llena de amor y caridad! ¡Hoy su cuerpo lívido y macilento está lleno de úlceras! ¡Marcha tambaleando hacia el rincón obsceno de un osario! ¡La empuja la oligarquía canallesca! ¡Estrofas del odio, apurad vuestras sangrientas imaginaciones! ¡Ellos profanaron los sepulcros y han arrebatado de manos de los viejos las muletas y las vértebras con ellas añicos les hicieron! ¡Han manchado la pureza! ¡Las vírgenes han derramado sangre y sobre el rostro tiradas en el suelo lloran! ¡Se ha rasgado la túnica blanca y chasquea por los aires todavía el beso infame! ¡Ah, vampiros! ¡Queréis que esta nación se transforme en un solitario monolito! ¡Le han robado las galas y con la diadema rota, como una bestia feroz, la arrojaron al hueco de basuras para que se pudra y desaparezca! ¡Allí hay limos verdes y mefíticos, donde se han disuelto el estiércol, los sapos y las carnes de las carroñas y de los miserables! ¡Ése va a ser su sepulcro! ¡Allí encerrada dormirá su eterno sueño, comprimido su cuerpo por todas las hediondeces acumuladas y sus átomos entrarán en la infinita metamorfosis, acompañados por los nocturnos lamentos de la lechuza y perseguidos por las hienas en su galope famélico entre las sombras! Tal vez no encuentren átomos a quienes fijarse para entrar de nuevo en el concierto de la vida universal. ¡Esta nación no tendrá leyenda, ni historia, ni filósofos! Desvanecida en la nada estéril será para los futuros un enigma sombrío y acaso algún clarividente diga en extraño suelo:
-¡Esa nación fue! ¡La ignominia de sus hijos la ha borrado de los tiempos!
¡La noche del caudillo era ésa! Después de la pesadilla siniestra el despertar amargo y la idea de la venganza. En vano busca el sueño. ¡Dios le ha confiado la misión de regenerar la patria y él no ha hecho nada! Alrededor suyo cunde y se multiplica el latrocinio y la tiranía, que lastima los derechos de las provincias, empieza a aherrojar muñecas de metropolitanos. Se viola el hogar. No hay propiedad. ¡La ley es letra muerta y él no ha hecho nada! ¡Se levanta y se sienta melancólico en el cuarto solitario! No ha cumplido con su deber y el remordimiento con sus fieras remezones, le desgarra el pecho. Así en la mañana apura su trabajo de caudillo. Busca sus pobres y los socorre. Escribe cartas. Recomienda. Visita presos, ve jueces y procura que salgan en libertad. Es abogado y los defiende. Estudia los crímenes dentro de las ideas modernas y encuentra psicopatías que atenúan. Transforma a sus delincuentes en irresponsables. Siempre es un dipsómano o hay en la mente y en la esencia del delito alguna herencia que suprime la razón y la conciencia. El perdón desde luego se impone. Lucha en todas las formas, sin interés, porque lo aflige una compasión inmensa por la desgracia de otros. Su estilo es vibrante y lleno de imaginación. La Biblia le presta sus parábolas, los salmos sus iras, la plegaria sus dulzuras y dentro de su idiosincrasia de iluminado, suenan a veces las lúgubres profecías y la amenaza aterradora. El concepto de la justicia es absoluto como Dios, y corolarios de esa divina cualidad deben ser los hombres que la administran. ¡El error, derivado de la insuficiencia humana, es en ellos delito imperdonable! ¡Es entonces cuando contempla actos así que sus anatemas tienen las fulguraciones de la centella y el detonar del rayo! Es necesario verlo cómo se irgue y cómo cimbra todo su cuerpo. Su voz tiene extrañas y tempestuosas tonalidades; la cólera atropella su garganta y la enronquece. ¡Les llama impíos a los jueces y de su alma entristecida por el sacrilegio que condena la inocencia o por la incapacidad que no tiene en cuenta las psicopatías, brota sangre y brotan horribles anatemas! Dios debe estar en los jueces, en los parlamentos y en los gobiernos, porque Él puede perdonar que el desheredado delinca, pero nada de humano debe retoñar en los encargados de los dineros y del honor de la patria. Sigue viendo sus pobres. Los cuida en sus enfermedades; les manda médico, vinos generosos y remedios. Por él tienen leña en invierno y carne en sus comidas. Si mueren, no falta al velorio y al entierro; todo se hace con su dinero; a los huérfanos les busca trabajo y no desampara la viuda de los que lo han seguido en las elecciones. Allí, en el atrio, es intrépido. Lucha de todos modos con el voto y con las armas, porque él defiende siempre la causa buena. ¡Ay de los que se opongan al enviado de Dios a regenerar todas las impudicias! Los que pierden sus empleos lo buscan para recuperarlos o derramar allí la hiel del despecho. Él recibe a todos los que tengan un dolor, una pobreza o una ambición y en su casa está el crisol en que hierven todos los apasionamientos y todos los odios. Él promete a todos que ha llegado la hora en que se repristine la antigua virtud. No importa la forma en que se llegue. ¡Si la sangre es necesaria y si el ejército debe violar su disciplina por la moral contaminada, así sea! ¡Si es necesario el motín y la asonada, si el desorden revolucionario se precisa por ese ideal de virtud divina que es crucifixión y le perturba el sueño, así sea! La hora de la redención se acerca. Es menester estar preparados. Él predica en todos los diarios la buena nueva, en sueltos incisivos y en artículos largos, llenos de doctrina revolucionaria y la muchedumbre espera con ansiedad la palabra ardorosa que alimenta sus enconos. En la entrada de la imprenta se atropella la gente entre un barullo de gritos. Compra los diarios y se arrima por ahí en cualquier parte para leerlos, mientras Desiderio que es diputado, entra al Congreso. La muchedumbre tumultuaria le abre paso y su caminar es saludado con aplausos. Allí lo ha llevado el corazón del pueblo, pero su mente honesta se ha estremecido de cólera, cuando los secretos de esa vida del Congreso le fueron conocidos. Supo que algunos estaban allí por el fraude; que otros compraron con dineros su elevación; que los de más allá habían manchado con sangre a los atrios; que éstos, para llegar, habían vendido su libertad y atado la conciencia y que eran una fuerza, porque la complicidad los reunía en manípulo. Entonces pensó que la casa augusta llegaría a ser fuente lustral y que tal vez la vestimenta perdiera sus manchas para que entrar pudieran a la vida privada y besar sin remordimientos ya la frente de sus hijos. Pero en seguida vio cosas que le parecieron nefandas y se conturbó su alma de iluminado. Se vivía del negocio. La coima era necesaria para votar las leyes. Sin esto no era posible ningún progreso, ni las ideas generosas llegaban a ser prácticas y lo que en esa casa se hacía con toda tranquilidad, sin que se pensara siquiera que eso era irregular, a él le parecieron delitos. Agigantaba la idea del honor. Éste era para él de una divina pureza y lo humano no debía empañarlo. Entonces sus reverencias fueron para unos pocos altivos que allí vivían solitarios y sus fulminaciones alcanzaban a todos los enemigos políticos. Entre ellos no había honestos. ¡Todos caían flagelados por sus diatribas de sectario! ¡A su vez él sin saberlo era injusto! Sus discursos estremecían en el Parlamento. La barra numerosa y agitada se conmovía hasta el frenesí y sus frases se perdían entre el aplauso tumultuario. Conviene decir que abusaba un poco de la bandera azul y blanca y pelaba al año diez con frecuencia. Pero esto que con un poco de juicio y recto criterio hubiera parecido profanación, en esa psicopatía del pueblo exacerbaba los entusiasmos. Había en el país un estado de delirio; algo de persecuciones y de megalomanía. Desiderio era un semidiós; los adversarios réprobos. Cuando el caudillo hablaba del honor, aparecía el cuadro de las viejas familias patricias que en el servicio del país se empobrecían y cuando amenazaba, la Revolución Francesa cruzaba el recinto con su siniestra silueta, todo eso iluminado a trechos por el relámpago de la guillotina. Era su gesto bravío y su ademán resuelto. Todos lo sabían pobre y generoso. Por esto eran conquistados y por su valor temerario. Era el ídolo del pueblo. Así que cuando sale del Congreso, lo acompañan entre victoreos y aclamaciones. Lo sigue una multitud enorme. Todos quieren verlo en medio de una vocinglería ruidosa. La masa humana empujada en todas direcciones, negreando los sombreros, tiene un movimiento de oleaje irritado y se ve el vaivén de los cuerpos que forman una superficie obscura como una enorme cubierta de barca que cabeceara. De trecho en trecho se forman remolinos. Son los que luchan a codo recio y forcejean para huir de la asfixia. Cuando se encajonan en las calles estrechas, caminan comprimidos y adheridos a la pared, muchos de ellos en el aire dejándose llevar, sudorosos y apresurados por llegar adelante. El fragor no cesa; hay hombres hacinados en las veredas, en los umbrales y colgados de las rejas que palmotean cuando pasa la multitud, mientras de los balcones arrojan flores y muchos son arrebatados por el ímpetu de la masa y arrojados a pesar de ellos en el tumulto. Hay de todo allí; desde el señor que usa sombrero de copa hasta el ladrón que empuja y pugna por desasirse de aquel dédalo para meter las manos y robar. Se observa que hay pocos rubios. El color trigueño domina. Los apellidos que suenan en la marcha fatigosa de la columna terminan casi todos con ese. Son descendientes del espermatozoario del pronunciamiento que se ha hecho feroz y funerario. De cuando en cuando se oyen mueras. No se tiene respeto por nada que huela a sable, mientras los soldados que por casualidad pasan, agachan la cabeza bajo el vilipendio. Los vivas arrecian. Cada uno se aturde y se enajena con los gritos de los demás. El estruendo llega a ser gigantesco. De todos lados hombres y muchachos se incorporan al tumulto. Entran los desocupados de todos los barrios, enfermos de ocio y de alcoholismo, los inquietos y desazonados de todas las edades, los soñadores políticos de todas las casas, los que tuvieron la riqueza fácil y tienen ahora la pobreza súbita, los que meditan el delito en todas las formas, los cultores del dios titeo, los cesantes y las histéricas de todas las alcobas, los levantiscos y pendencieros de nacimiento, los orgiásticos de las tabernas y de los lupanares, los pálidos de buena cuna que tienen el vestir elegante, la frase distinguida y usan revólveres de níquel y las almas enfermas de neurastenias revolucionarias. Siguen al caudillo que marcha erguido adelante, rodeado y defendido de los apretones por un grupo de vigorosos. Necesitan alimentar en las turbulencias su ideal y sus sensaciones políticas y vivir fascinados en esa embriaguez. Hay algo de sombrío en eso. ¡Se parecen a los morfinómanos que precisan a cada rato la inyección! En aquel tiempo los alaridos son un fragor de todas las tardes. Se les conoce en la ciudad en toda su gama violenta. Cuando se acercan, desde el taller o el negocio se contesta con el silencio. Muchas puertas se cierran; muchos obreros desaparecen porque los trabajadores no saben lo que es aquello y no entienden esa forma de vivir. Tienen hijos que piden pan y hogares que piden porvenir y mientras una parte del país busca para aminorar y enmendar los dolores de la corrupción y del derroche el remedio aborigen de la revuelta, las nuevas razas creen que esos errores se arreglan con el trabajo, el ahorro y la paz. Por este convencimiento, en frente de la idea revolucionaria, se ha levantado otra fuerza. No grita, ni sale a la calle; no amenaza, no es despótica, ni convulsionaria; ni tiene las falsas energías de los psicópatas; ni es impulsiva. Lenta en su trabajo, ha empeñado la lucha con las tenacidades de los ecuánimes y de los fuertes. Ha labrado a la vieja índole como la gota de agua al granito. La va a empobrecer, enriqueciéndose ella y mientras los otros ensangrientan las calles y los atrios, éstos se hacen dueños de las ciudades y de los campos. Por eso son poderosos y desarrollan un extraordinario vigor por la paz, que les conserve lo que han adquirido y les permita aumentar su caudal y cuando la pobreza haya aferrado a todos los sobrevivientes de la vieja índole, que han resistido entrar en el seno de las nuevas ideas de felicidad humana que rigen a los pueblos civiles, entonces habrá llegado para ella el momento de la mugre y el triunfo del andrajo. ¡Mucho cuidado! La pobreza enflaquece. La sangre se pone pálida. Los órganos que no se nutren, mueren jóvenes y los hijos de la miseria nacen raquíticos. ¡El cáncer acecha a los que sufren y la tuberculosis los ulcera! Los que han estudiado aquí la desaparición de otras razas, saben que los indios y los negros han sido exterminados así por la pobreza y el alcohol que es su corolario. Por eso los trabajadores van a conseguir el triunfo. Su fuerza era extraordinaria ya en esa época. Los progresos de la República eran en gran parte obra de ellos y sobretodo nunca supieron destruir. En el escenario de América, ese ejército de honestos que marcha en medio del fuego de las guerras civiles guiando el arado o meditando sobre los libros de ciencia, y que salva indemne el dintel, sin quemarse las ropas ni chamuscarse las carnes, dejando detrás de sí los gérmenes para el arquetipo de una civilización, en el escenario de América se señala esa marcha como ejemplo de nobleza y revelación de viriles energías. Por esto merecen imponer las nuevas ideas. Los observadores de entonces ya veían que la mayor parte de la Nación no era revolucionaria y se fijaban en esa terrible inercia que no echaba leña a la hoguera y concluía por extinguirla. Pero Desiderio era un psicópata y un ultrasensible. Su retina no veía otra cosa que su propio microcosmos y su yo de iluminado tenía algo de megalómano. Los redentores políticos no dudan nunca de su misión. Si no fueran sinceros, resultarían más de una vez casos de presidio. No es raro ver que sus actos sean males muy graves, casi delitos. Los salva el espíritu nuevo que ha aprendido a compadecer y a perdonar. El futuro ha perdonado a Desiderio. Él no sabía que la turba que lo acompañaba a su casa con cualquier motivo, era apenas una parte del viejo país.
Una tarde, cuando todo era miedo y temblor en la ciudad y las pasiones irritadas hacían preveer el estallido, un grupo de trabajadores se lanza a la calle en demanda de paz. La ciudad los acompaña. En cada casa hay quien reza para que la guerra civil se evite. Proceden lentamente, bajo los balcones, donde se apiña la gente y llevan estandartes con lemas sintéticos.
«El gobierno civil transa», decía uno; «los pueblos civiles transan», decía otro. D. Manuel de Paloche camina en primera fila, la cabeza erguida. De lejos sintiose una gritería ensordecedora. Era Desiderio. Lo acompañaban sus partidarios. Los dos grupos se iban a encontrar y la manifestación por la paz no se habría producido. Entonces D. Manuel apuró el paso para acercarse y vio que en frente se detenían a esperarlo. Estrechó la mano de Desiderio y le dijo:
-Espero que nos dejará Vd. pasar. Estamos en esta calle reunidos para aconsejar sensatez y paz. Nuestros hombres no creen en los beneficios de la sangre.
Piensan que es vulgar y tiene mal olor. Además sería bueno acordarse que los niños merecen respeto y ejemplo y que los ancianos tienen derecho al reposo. Hay muchas madres que por la mañana se acercan en angustias al dormitorio de los hijos, porque temen no encontrarlos y cuando sienten sus tranquilas respiraciones se arrodillan en sus reclinatorios y bendicen a Dios. Luego las naciones no están para ser detenidas. La evolución universal no debe suspenderse ni un cuarto de hora, sin que derive una catástrofe, como en la Naturaleza y los pueblos viejos y caducos que se destruyen en la guerra revelan con eso su decrepitud y su falta de razón. Parese ser que lo que acerca los pueblos a Dios es la facultad de crear, civilizarse e ir a la perfección. Aquí mucho más. Hay juventud, una hermosa primavera. La linfa a chorros alimenta a los troncos y a las ramas en flor. El progreso tiene apresuramientos. Esta nación es una vanguardia. ¡Tenga cuidado! Esto no ha de morir, ni ha de retroceder a pesar de sus hijos. Yo soy su amigo. Mi deber es decirle toda la verdad. Tengo miedo de esta forma violenta con que Vd. ha ascendido al renombre. Veo en el futuro mucho sombrío. Hay que temer las veleidades humanas. Deprimen hoy lo que glorificaron ayer. Uno no puede ser ídolo sino un cuarto de hora, porque la mente se cansa adorando siempre lo mismo y el silencio y el abandono rodean después las casas de los glorificados y el frío de la soledad ingrata sustituye a la bullanga inconsciente y populachera. Usted tiene tiempo. ¡Detenga la revolución! El gobierno conoce el peligro y se hará más amplio y más honesto. Esos pálidos oligarcas que usan frac, cederán el campo, para que la voluntad nacional domine. Yo le digo esto porque me sabe mal pensar que un hombre que se ha educado cerca de mis hijos, pueda encontrar en su camino más tarde la desesperación que produce el convencimiento de la deslealtad humana. Está en tiempo todavía. Su proceder es el error político. Vive usted en pleno atavismo. ¡No haga la revolución!
-Voy a desviarme para que ustedes pasen -contestó Desiderio con voz honda y grave-. Yo respeto la intención que los conduce; pero debo advertirle que la deshonra es tan grande, que no desaparecerá sino con el castigo y el exterminio. Era esta Nación ilustre; hoy es un miserable tugurio. ¡Es necesario que perezca la desvergüenza, aunque de esto no quede piedra sobre piedra, para que los que sobrevivan tengan siquiera escombros y ruinas honestas sobre que sentarse! Me parece que la tentativa de reconciliación será inútil. Todo se nos puede pedir menos que en nombre de un ideal equivocado de felicidad nacional, estrechemos la mano de los truhanes que han emporcado nuestra historia. Me permitirá D. Manuel que le diga que todo esto es una triste sombra. ¡No hay honor, ni virtud, ni ley, ni nada! ¡La cicuta cubre y emponzoña los monumentos y este pueblo altivo y celoso, no ha producido el escarmiento para ejemplo de los siglos! Por mucho menos, en otros tiempos, esta nación habría saltado como leona herida a desgarrar a zarpazos. ¿Dónde están los altivos caballeros creadores de la cruzada americana? ¿No hay traidores, acaso? ¿Qué se hace pues con los que polucionan la patria? ¡Se roba, D. Manuel! ¡El salteo de la encrucijada, donde siquiera se corre el peligro de perecer, se ha sustituido por el manotón en la sombra, escudado por la policía y protegido por el ejército! ¡La libertad ha muerto! ¡El hogar inviolable ha muerto! ¡La propiedad ha desaparecido en manos de la lascivia! ¡Hasta el territorio, que no fue violado ni en épocas de autocracia, está manchado hoy con pisadas y casas de extranjeros! ¡A veces pienso que ésta es una raza degenerada y que habrá que sacarla del templo a latigazos! Vd. conoce la historia dolorosa de estos últimos años. Tras de un déspota, de sonrisa irónica y alma de sicario, un bizantino que ha hecho de una nación de fuertes, criaturas de boudoirs contaminados. ¡Después un tahúr de mano enguantada y taco de hierro y luego decrépitos que pretendieron evirar el alma argentina, porque ellos eran evirados! ¿Hasta cuándo? ¡Y no viene la horca! ¡Y no se fusila! ¿Cómo se venga tanta infamia? ¡Cuatro potros que cincharan en todas direcciones y cuatro lazos que cimbraran, aferrando miembros de criminales! ¡Ni eso merecen! ¡Que tengan día y sol para morir! ¡Mejor fuera en el silencio de la noche propaginarlos! ¿Hasta cuándo? A veces uno piensa que ésta es una raza degenerada y que habrá que sacarla del templo a latigazos!
Una sombra dolorosa cruzó por la mirada del caudillo, como si esos pensamientos le hicieran mal. Parecía luchar contra ellos y agachó la cabeza para mirar cómo le taladraban el tórax. Paloche le estrechó la mano y la tuvo entre las suyas un rato. ¡Eran en ese momento las dos tendencias que se perdonaban antes de la batalla y de la muerte!
-¿Entonces pasamos? -preguntó sonriendo D. Manuel.
Desiderio asintió en silencio.
-Bueno -agregó Paloche-, pero antes permítame que le diga esto. Lo que Vd. cree que es crimen de algunos, lo es de todos. Muchos de los que lo acompañan también prevarican. La enfermedad está en la índole. Somos una raza caduca. El triunfo ha de ser de los trabajadores y de los que aman la paz. Está en tiempo. Detenga la revolución. Fíjese que el porvenir le puede pedir razón de sus actos. Usted no tiene el derecho de apurar la desaparición de su raza.
Desiderio no contestó. Después de saludar a Paloche, hizo un ademán. Quería que se abriese una calle entre el pueblo que lo acompañaba. Así se cumplió. Un grupo de sus amigos, a codazos, fueron arrojando contra la pared a cuantos encontraban. La manifestación de la paz siguió por aquel sendero en silencio.
Los vivas que hablaban de cuando en cuando de concordia y de caridad por la patria, no eran contestados y lo único que se oía, era el chasquido de los pies sobre el empedrado. Sobre todo ese desfile de rostros sudorosos y bronceados por el sol, de brazos robustos y manos ásperas de callos y de viejos caballeros, cuyos apellidos eran emblema de virtud, se hacía en nombre de una necesidad de grandeza. Nadie hirió con sarcasmos a los obreros que pasaban. Había olores a cuero, dejos de cola y de pintura, emanaciones de géneros y de frutos. Este grupo tenía manchas de cal, aquel llevaba la camisa húmeda de grasa en figuras las más variadas. Se veían los más robustos con delantales de cuero quemados en la fragua, herreros que dejaban el yunque para acompañar a los hermanos trabajadores. Marchaban alegres, entre una multitud de revolucionarios desazonados e inquietos, como si las glorias tranquilas del taller y el alma sana y vigorosa de los campos hubieran buscado la calle para revelar cómo el trabajo tiene la felicidad en su entraña y cómo sus cansancios, que obligan al obrero a sentarse en el umbral de la puerta de calle, predisponen al hondo sueño que repara y fortalece. Esa vez la vieja índole inclinó la frente sin saberlo. Era la primera reverencia de los tiempos al espíritu nuevo y parecía el ave César! del gladiador desnudo. Había cierta triste solemnidad en ese silencio. Así la manifestación por la paz llegó a través de esa doble fila hasta la plaza de Mayo y mientras Desidero se movía hacia su casa en medio del tumulto y de los víctores de sus partidarios, D. Manuel de Paloche, sobre un banco, dirigía la palabra al gobierno, asomado a un balcón. Su voz se oía clara y vibrante. Reinaba un profundo sosiego y los dioses tutelares rezaban en esa plaza el salmo por la paz.
-Es necesario que el Gobierno se dé cuenta que está en la plaza de Mayo -decía D. Manuel-. Aquí hay aseo. Los edificios saben a civilización. La Avenida, que levanta al cielo en sus frentes gigantescas y elegantes, el himno del trabajo por la patria, exige que se gobierne como Disraeli y se tenga en el espíritu el apostolado magnánimo de Gladstone. ¡Vamos, pues! ¡Ahí está la catedral! ¡Os está mirando! ¡La nación cristiana que tiene allí sus altares, ha constituido ese monumento, saturado del esplendor de la Fe, para que irradie de confín a confín el honor y el perdón! Los trabajadores a quienes represento en este momento quieren eso. ¡Que haya honor! ¡Que haya perdón! A eso os concitan. Sería bueno que el mundo se convenciera que sois guía de la nación y vanguardia de sus progresos; porque un gobierno que viene por Trenque-Lauquen y que es inferior a su pueblo, debe resignar el mando. La situación es peligrosa. Hay un pueblo que se siente herido en su dignidad y en sus intereses. Piensa que esto no es una república. ¡Tiene sed de libertad, más libertad y más justicia! Ese pueblo está pobre y tiene hambre. Ha vivido en una riqueza ficticia, fomentada tal vez por procederes equivocados del gobierno. Ahora está en la desolación que es mala consejera. Se conspira. La revolución cruza la república con su espectro siniestro y sanguinario y sería humano evitarla. ¡Se trata de la civilización! Hay que comprender eso. No hay que violar sus leyes que significan en definitiva el imperio de la razón humana. El gobierno que es fuerte, debe todo conceder mientras lo que se pida no perjudique a tercero. Los que piensan y los que trabajan, están cansados de este nuevo despertar del atavismo. No creen en el progreso por la guerra civil que va a destruir muchas conquistas. Toda la obra de las razas, creadoras de la hegemonía, perecerá si se la cubre y alimenta con sangre. No es ése el abono que le conviene. Y después no estamos solos en el mundo. La Europa nos mira; nos da su dinero y nos entrega a los hijos para que el gobierno sea protector y la nación égida, porque conoce nuestros defectos y sabe de nuestras generosidades. La Europa quiere que seamos aseados y desconfía, porque tal vez supone que el gobierno no se baña a pesar del Río de la Plata. Por lo demás, para tener limpieza y ser puros, es bueno no pensar en la represalia y olvidar la ofensa y el encono que ella produce, para que no haya en las calles más heridos ni más muertos en los cajones. ¡Europa quiere eso! Que haya paz y nosotros pensamos que las guerras fratricidas son vulgares porque revelan una educación política inferior y sucias. ¡Saben a chaira a lo lejos!...
Cuando el orador cesó, el gobierno había desaparecido de los balcones. Verdad es que dijo todo eso con gran sencillez y mucha sobriedad; que no tuvo gesto heroico, ni ademán trascendental, ni lloró, ni hizo llorar y no sucedió tampoco que ninguna vieja se desgraciara de miedo a la guerra y en honor de la civilización. Los monumentos se quedaron donde estaban y no hubo temblor de tierra. El gobierno, acostumbrado al discurso estupendo, de maravillosas imágenes y corte grandilocuente y a ver pasar en la frase al «pueblo de Mayo», al «año diez» y a la «satisfacción del deber cumplido», frases necesarias en la oratoria de la época, como no las viera llegar, se aburrió y sentado en los salones de la casa, juzgó con lástima la pobreza franciscana de aquella oración. Un nuevo orador se presenta entonces. Hace el discurso heroico. Hay aplausos. El gobierno se asoma de nuevo al balcón y se enternece. Con una mano se seca las lágrimas y con la otra decreta destierros y manda pertrechar las tropas. Tal vez D. Manuel tuvo razón. El gobierno recién venía por Trenque-Lauquen...
Ya en ese tiempo Desiderio ha llegado a su casa y empieza la noche de siempre. Reúne a sus amigos. Allí se habla de todos los actos de tiranía y de todos los delitos del partido que está en el poder. Muchos jóvenes se presentan y estrechan con emoción la mano del caudillo. Tienen idolatría por su valor; se enardecen con su palabra ardorosa, con sus anatemas fulmíneos y se escurren después entre las sombras de la noche esperando la hora del estallido. Otros hablan en secreto con Desiderio. Guardan fusiles y municiones escondidas; cuentan con batallones que volverán en el momento oportuno las armas contra los que gobiernan. Hablan de las reuniones sigilosas de los oficiales subalternos, de sus juramentos y traen para él la promesa de la devoción hasta la muerte. De a uno suelen éstos llegar disfrazados. Allí renuevan sus propósitos de lealtad a la buena causa y para salir toman precauciones y por el zaguán oscuro en distintos rumbos se pierden en la noche. Pero la escuadra es una fuerza que debe agregarse. Su acción puede ser decisiva y Desiderio siente que en el seno de los barcos bulle también el vigor hercúleo que va a hacer tambalear lo existente. Recibe cartas. Sabe que en algunas fiestas, las nuevas ideas revolucionarias, no se han podido disimular y que su nombre ha sido aclamado. La semilla cuaja y retoña. A su casa vienen heraldos que anuncian que la armada quiere la revolución, porque ya el honor nacional no consiente que se pueda tolerar a los contaminados, que deshonran todo lo glorioso y manchan el pasado y preparan la corrupción del porvenir. Todos los muchachos estarán cuando llegue la hora. Han jurado y de cuando en cuando en las veladas nocturnas, en el silencio de la noche, arrimados a la borda y contemplando las luces lejanas de la ciudad, conversan y fraguan la forma de dominar a los superiores, cuya fidelidad conocen y cuya resistencia temen. Los matarán, si es necesario, convencidos de su misión de honor y de virtud, porque estos iluminados no desechan las tétricas sugestiones de su demencia. No son culpables. Están dominados por la psicopatía aborigen de la revolución. En cada barrio hay un comité. Allí se reúne mucha gente al parecer sin ocupación, toman mate y tocan la guitarra. En esos galpones llenos de humo viven, comen y duermen y por la noche se emponchan y de la azotea vigilan las casas vecinas. Están situados frente a una comisaría o es una casa que domina a un cuartel. El día es tranquilo. Apenas si de cuando en cuando llegan carros con bultos sospechosos, cajones que parecen contener botellas de bebidas y changadores que entran y salen; pero de noche hay allí mucha agitación. Se sienten como ruidos de armas y voces de mando y se ven entrar caballeros que conversan con sigilosa violencia. Desiderio los visita. Cuando llega, estallan los vivas y los aplausos y se oye su voz sonora y vibrante. Los cuarteles son vigilados. Hay gente que pasa con indiferencia y mira; otros viven en los almacenes o confiterías cercanas y avisan al comité todas las novedades, mientras hay quien con más atrevimiento entra, busca a los oficiales amigos e indaga los hechos y las intenciones. En ese tiempo se han producido cosas misteriosas y trágicas. Cerca de un cuartel se encontró todo contraído un joven con un puñal que le había partido el corazón. En el suelo un papel. Decía con letras rojas: «¡Así los traidores!». Mucha gente había desaparecido. Se retiraban al interior. Eran revolucionarios que extendían el incendio. De repente, en alguna provincia, se producía un motín. Había una de estruendos y de tiros. Caían algunos jefes y el motín se hacía montonera al día siguiente. Sobre todo, no se sabe muy bien cómo de los arsenales se llevan las armas, custodiadas como están por centinelas con terribles consignas. Algunos amanecen heridos. No se sabe por quién; mientras otros arrojan en la noche su fusil y se hacen desertores. De repente se supo que algunos ciudadanos habían sido arrancados de sus casas y confinados en las cárceles o en los pontones. Se habla de torturas. El cepo reina de nuevo, pero estas medidas, lejos de intimidar, acrecen y agigantan la audacia. En plena calle oyen palabras amigas y voces de esperanza y de consuelo, mientras los guardianes dejan en sus celdas resbalar cartas y periódicos. En todas partes se oyen gritos de venganza y en las bocacalles se hacen tumultos a cada rato. En la policía no se duerme; en el ejército no se duerme. Las armas están en pabellón en los patios y la noche pasan los soldados al lado de fogatas para no aterirse. De día no se duerme tampoco y el insomnio encona las almas y las llena de sombras. Se medita la tragedia. ¡Eso no es vida! ¡Cuánto antes, pues! La razón está perdida y hasta la incertidumbre y el miedo se han desvanecido. La muerte es preferible a esa extenuación de los días sin reposo y de las noches sin sueño. Vienen denuncias. Estalla esta noche. Se conoce el plan. Van a dirigirla jefes de línea comprometidos. Va a usarse el puñal y la dinamita. Entonces se ven en la ciudad extraños movimientos de tropas, batallones que cambian de cuartel, vigilantes que pasan la noche al raso sobre las azoteas en medio del hielo húmedo; galopes brutales de corceles de un lado a otro, encuentros en las calles de cuerpos que preparan las armas para despedazarse y fragores lejanos que se dilatan como largas hondas de miedo... En la tiniebla nocturna el horrible grito de: «a las armas» suele oírse, seguido por una brutal atropellada de soldados soñolientos, que sacan las bayonetas con un siniestro cric-crac. Las casas vecinas que vigilan desde el ojo enorme y oscuro de las ventanas se tornan silenciosas. Tiemblan. El estruendo subitáneo de los cuarteles y el arreciar del silbido de los vigilantes irrumpen un rato en las mudas soledades de la ciudad. En sus calles, desde temprano, no hay más luz que la escasa y sucia de los faroles. Nadie camina. De cuando en cuando un borracho que tambalea de la vereda a la calle y alguna victoria a escape. Puertas de zaguán cerradas, vidrieras de negocios cerradas. Adentro dependientes y patrones sobrecogidos por los siniestros augurios del día, mientras las casas casi exhaustas escriben un doloroso epitafio. La industria está moribunda; el comercio está moribundo. Hay pánico. Se teme el triunfo del desorden y del pillaje victorioso; los hogares asaltados, robados los bancos y la turba canallesca ebria de caña y de sangre, furiosa en la bacanal, entregada en media calle a saturnales nefandos; el honor y la virtud muertos y la orgía de los bajos fondos y de la sentina hedionda de alcohol y de puchos galopando sobre el pavimento de asfalto con su cohorte de truhanes, la crápula sobre las vírgenes y las tríbadas sobre los altares. El terror enloquece. Se olvida que hace cuarenta años que las razas trabajadoras bregan por la civilización. ¡Vamos! ¡Hace rato que ha desaparecido el indio! ¿O es que realmente el miedo es una demencia? Esto explica los escalofríos que hacen tiritar a la gente por ciertos esplendores misteriosos que se suelen ver en algunas de las torres de la ciudad que alumbran un rato la tiniebla y se borra para reaparecer de nuevo en torres más lejanas con siniestras y fugitivas refulgencias. Eran las luces convenidas, los primeros fogonazos de la revolución. A veces son globos que surcan la noche con su mechón de fuego, astros pavorosos que en el espacio buscan a otros globos que lentamente caminan iluminando. Eso se contesta desde abajo con ruidos de armas, centinelas que se agazapan y aguzan el oído, batallones que forman y ganan silenciosos las afueras y estampidos de tiros que retumban en las calles por cada sombra que se escurre, un «¡quién vive, alto!» recio y sonoro y la línea brillante del fusil en la horizontal. De repente muchos días de silencio. Ni presos, ni destierros, ni tumultos. La incertidumbre aumenta con el sigilo y las precauciones y el tembladeral sobre que se marcha hace rato, se torna más peligroso. Aquello es una trampa. Los enemigos asedian y atisban y como la delación disminuye, todas son trepidaciones. La vigilancia crece con el silencio. Se vive con el arma al brazo, porque no es aire lo que se respira, ni día lo que se ve. Hay bochorno. Es el vaho caliente que agobia y aletarga, la ponzoña que da el sueño inquieto y las imaginaciones homicidas. Ya no es posible. La desesperación triunfa. La soldadesca quiere la calle para su desenfreno y al enemigo para su victoria. Un rato más y el motín sustituye a la revolución. Mientras tanto las azoteas se llenan de bolsas; los comités se agitan; llegan las armas; muchos jefes seducidos por la necesidad enfermiza de la venganza y del castigo entregan a Desiderio la espada. En las calles se traba de nuevo la reyerta sangrienta; pululan las asonadas en todos los barrios; algunos vigilantes amanecen muertos y en los sótanos de un cuartel se ha encontrado una carga de dinamita. Se llega a la indagación. ¡Nada! Algunos soldados concluyen su día en las mazmorras del cuartel, porque sí, porque se ha pensado que son culpables. Pero no confiesan. La mano del sicario se mueve en la tiniebla impenetrable y gira como un espectro y ronda, sin que su aleteo se oiga y vuela a ejecutar tal vez nuevos delitos, azotándose sobre las víctimas como un crespón. Después se acerca la hora de la sangre. No se sabe cómo empezará la lucha. Tal vez la barricada se trabe de pared a pared construida con calles desempedradas, con tranvías y carretas de punta y de través, ese mausoleo feroz hecho de heroísmo, de maldad y de genio y habrá que correr con la bayoneta baja y morir al lado de su zócalo, mientras de las azoteas los queman a balazos y de las puertas que se entreabren rápidas, sale la puñalada traidora que le rompe los riñones. Nada se sabe. Los delatores se contradicen. Los hay en las comisarías, los hay en el ejército. Muchos han obtenido empleos por Desiderio y lo sirven. Todo se sabe en los comités, que ya son cantones. Allí hay espías también; pero el ejército que espera el ataque sabe menos que el que va a atacar. Algunas casas, donde la policía penetra y cree hallar armas y conspiradores, han sido desalojados momentos antes; pero sucede algo que le hace creer que la guerra civil va a reventar muy pronto. En todas las estaciones de ferrocarriles desembarcan montones de gente y a toda hora. Llegan con ponchos y monturas. Se reconocen y se entregan a los caudillos de parroquia que los esperan. No son los viajeros que pasan sonriendo por los andenes con sus grandes valijas y caminan tranquilos. Es gente de los pueblos; se les conoce por los sacos que huelen a sastre de a peso el plato, por los pañuelos de seda que le ciñen el pescuezo, mientras los chiripaes, las camisetas y los tiradores anuncian al gaucho. Vienen a matar milicos y puebleros. Van a vengar así sus pobrezas y sus horas de esclavos. El nombre de Desiderio, el vengador de todas las ignominias, el amigo de los miserables y de los que sufren, emociona a los que bajan de los trenes. Lo pronuncian con reverencia como para el de Dios. Después se supo que Desiderio y su estado mayor corrían por la ciudad, entrando en las armerías y cambiando carruajes a cada rato y cuando el gobierno quiso adquirir fusiles, pólvora y revólveres, ya no había quedado uno solo. En media calle se hablaba del derecho a la revolución y algunos generales habían sido encerrados y separados del mando.
Mucho había averiguado, entonces el gobierno. Así como él tiene enemigos, Desiderio también. Algunos feroces. Juan Paloche vive de ese odio. Cuando salió de la cárcel después de la muerte de Genaro, su rostro había adquirido las líneas y la expresión de una feroz imbecilidad, el ojo sucio y apagado, caída la mandíbula y el labio inferior. Hablaba poco. En el día se pasaba ratos enteros, arrugado en cualquier rincón, dando sordos gruñidos, como un mastín rabioso. Su traje era un hediondo harapo lleno de remiendos y de colgajos. Nunca quiso vivir con la familia. En el último cuarto cerca de las letrinas, se lo pasaba tirado sobre un montón de lienzos, como un perro sarnoso, al lado de las alfombras raídas y sucias y de los muebles fracturados. Era un siniestro rincón, una covacha puerca, para todos los desperdicios, llena de caracuces que él arrojaba en cualquier parte, después de haberles mordido la carne con la brama de un demente. Sus manos eran callosas y amarillentas, siempre untadas de grasa; su fuerza muscular hercúlea; su gesto amenazador, con cierta tenaz frialdad en medio del impulso. Ya en ese tiempo la necesidad de matar lo había acometido de nuevo. Eso se conocía en seguida. Lo único que conservaba limpia y brillante era su enorme cuchilla de carnicero. A fuerza de empuñarla, el cabo de hueso había perdido su color amarillo y se había puesto negra; pero su hoja era un espejo y su filo delgadísimo. Donde corta, entra hondo. Juan Paloche lo sabe. Ensaya a cada rato, hundiendo la punta en los trebejos. Varias veces habría asesinado. D. Manuel lo contenía y Adela Paloche también con sus cariñosas dulzuras y cuando de Desiderio se hablaba en la casa y D. Manuel describía todos los males producidos por su acción política, Juan arrugaba el ceño y sentía como si una fiera le desgarrara el pecho. No entendía las reflecciones del padre; pero era tal el dominio de éste sobre él, que lo que en D. Manuel no era sino una dolorosa crítica, se transformó en un bárbaro rencor en el corazón del perseguido. Sus noches eran horribles y su sueño una pesadilla de lúgubres visiones. En su cueva cerrada, dentro de la tiniebla, vagan espectros que le hablan al oído y le cantan cosas infernales; una cohorte de calaveras rodando como bochas por el pavimento que en su fofo chapaleo gritan el nombre de Desiderio. Después una bandada de murciélagos que se precipitan y le castigan la cara con sus aletazos y por el suelo lauchas que lamen su hocico así con una baba suave, que lo espeluzna y después hombres que caminan por su inmundo cubil y lo quieren degollar y él siente el crujir del cuchillo en la barba tupida que rodea su cuello y en la mugre que lo ensucia. A veces era el mismo Desiderio. Entraba como siempre con su galera en la nuca, el ojo negro y triste, envuelto en el poncho clásico de largo fleco y se arrodillaba cerca de su colchón de trapos para escupirlo. Él veía que su mejilla se ponía roja. Desiderio lo había abofeteado y su voz le decía en la noche agitada:
-¡Chancho! Estás comiendo estiércol del chiquero. ¡Te revuelcas en su barro verde!
Es por eso que se oyen de noche en su cuarto estrépitos de pelea. Es Juan. Se ha levantado cuchillo en mano, a luchar con ésos que no lo dejan dormir y arremete contra todo a puñaladas. Clava la cuchilla en la pared, raja las esterillas de las sillas viejas y la hunde en las alfombras y cuando Desiderio huye con los malevos que lo acompañan, él se sienta en el suelo y se ríe con su carcajada de idiota. Es un bulto en la tiniebla, un informe montón de carne verdosa y llena de cascarria mal oliente. Su alma aletea en el limo de la miseria moral. Es una negación. Hay allí estrofas cochinas, con sabores de muladar; cantos impíos de cementerios, bajo las bóvedas de alguna derruida iglesia, atontamientos de ausencias epilépticas y vértigos con visiones de sangre y angurria de exterminio. Cara barbuda de idiota; una cosa entre los seres humanos, de ésos que a puntapiés se arrojan fuera de la vereda; alma llena de rencores; algo de escuerzo, de bicho baboso y de áspid; un deforme intelectual, hecho de ascos, de basuras y de monstruo, sin más reverencias que al látigo, sin más protestas que la cuchillada del bruto, sin más memorias que las escenas del presidio; un tembloroso cuando D. Manuel lo agarra del hombro y lo dobla y un esclavo bajo el dulce mirar de Adela, vasallo de su santa y marmórea belleza; un odio: Desiderio; un amor: su cuchitril de animal sarnoso.
En esa casa lóbrega, cuando él ladraba en su cueva, una voz purísima cantaba al Señor de los buenos y de los humildes las oraciones. ¡Era Adela! Vivía para amar al padre y compadecer al hermano; una diosa de blanco cuerpo, como la leche del higo verde, de piel fresca y tersa. Algo de corola naciente. Su ojo es negro y juvenil, lleno de paz alegre y su persona alta. Despierta en el modesto caminar la reverencia. Su vida es la virtud; casto su espíritu como sus labios, rojos como el carpo de la granada abierta; su cuarto un santuario, donde ella ha arreglado un altar pequeño para un crucifijo de marfil. María estaba allí, la virgen madre, arrodillada al pie del Calvario árido y melancólico, amable compañera del que ruega. Ilumina la celda. Adela es la novicia. Allí vive la estatua griega, agitada por el fervor de los catecúmenos primitivos, ésos que han iniciado una era rezando el himno al Dios de los humildes. Vive enamorada. Quiere a Jesús. Toda esa admirable belleza suya, átomo por átomo, a él le entregará más tarde cuando ya no exista el padre. Era una voluptuosa. El éxtasis la arroba a menudo. El cielo desciende hasta su cuarto con sus campos azules, la constelación brillante y el coro de ángeles y las vírgenes saturadas de la divina emanación del Gran Padre la saludan de noche, pasando entre nimbos en místicas cohortes, y mientras reza cruzan sinfonías de arpas celestes. La transfiguración se operó a los quince años. Hubo un hombre en su corazón. Estuvo allí, acariciado mucho tiempo, como sobre un altar, rodeado de los castos efluvios de la pubertad en flor. Ese amor no tuvo lenguaje. Fue un culto lleno de sonrisas y de silencio y cuando acaso su mirada alguna vez interrogó la pupila inquieta de su caballero, encontró en ella la indiferencia inocente. Él no se apercibió nunca de aquella sobrehumana belleza rendida, porque estaba ebrio de las glorias de su apostolado. Era un idólatra del humilde y un violento paladín de los buenos y de los sufrientes. En su casa muchas veces, en presencia del padre, aquella su tez trigueña y tempestuosa se transformaba en una sombra, rasgada a cada rato y estremecida por las chispas de su pupila triste, cuando se hablaba del pueblo sojuzgado, sin pan y sin derechos, la bestia de carga apaleada, que busca en vano a través del tiempo su bautismo de cristiana. Luego era necesario darle alma y libertad. Los tiranos debían morir. Por eso él no vio nunca aquella sobrehumana belleza rendida. ¡Estaba enamorado de la revolución y se llamaba Desiderio! Ella no hizo nada para apoderarse de su caballero, sino mirarlo y sufrir. Eso duró algunos años. Después fue perdiendo Desiderio todo lo humano; su frente se coronó de espinas y reflejos divinos iluminaron su rostro. El apóstol se transformó en maestro y Desiderio en Jesús. La virgen se hizo mística y en el sublime extravío, Jesús la tuvo. Era una estática. En el patio de su casa camina a veces entre las flores, los ojos en el cielo, saturados de aquella luz suave del éter, con toda la persona abalanzada hacia las visiones paradisíacas. El mundo afuera golpea puertas y paredes con su largo fragor. De sus ruidos ella no conoce sino la voz de D. Manuel de Paloche, los Méndez cariñosos y los gruñidos de Juan. A éste lo lava y cuida, le da de comer y cuando quiere huir de la casa, lo atrae y fascina y lo obliga de nuevo a ganar la cueva. Solamente a veces deja que acompañe al padre y si el perseguido amenaza a Desiderio, ella no sufre y le dice que ya está en el seno de Dios, que es su enviado y no se manche más con sangre.
Pero una noche en que Adela rezaba con extraordinario fervor, en esa ausencia que es como una honda nostalgia del cielo, el idiota, sacando la cabeza de la covacha, husmeó y como no viera a nadie, escurriose rozando las paredes como si quisiera rascar su sarna. Esa tarde el pueblo había pasado por la casa vivando a Desiderio, mientras Juan Paloche en su marcha nocturna por la ciudad, camina a la ventura mucho tiempo perdiéndose entre la obscuridad de las casas, iluminado a ratos por el esplendor mortecino de los faroles. Encuentra un comité y entra. Allí se queda. Está en plena revolución. Al día siguiente se hace el peón para los mandados. Entre cachetada y puntapiés soportados con sordos ladridos, su rostro de idiota se ve en todas partes, donde va dejando los malos olores de sus arambeles, una inmunda camisa llena de agujeros y los pies negros de mugre. No habla. Está siempre cerca, sobre todo cuando los hombres se reúnen para deliberaciones secretas, acostado por ahí, hecho una pelota, en un rincón cualquiera. Se hace el dormido, pero no pierde una palabra; escucha todas las decisiones y de repente se incorpora y se acerca arrastrándose por el suelo para oír mejor. Si lo observan, cae de nuevo sobre el piso como un fardo, lame y masca su pucho de cigarrillo negro. Gruñe para respirar y los revolucionarios apenas lo ven, lo apalean; hasta que una vez un rebencazo le dolió mucho. Lanza un rugido, y cuchilla en mano al compadre que estaba cerca riéndose, le abre un ojal en el vientre. Todo se ocultó hasta entonces siguiendo de sirviente, pero a pesar de sus estupefacciones de idiota, no pudieron transformarlo en bufón. Así conoció a todos los afiliados. Supo los propósitos y vio agigantarse la revolución. Lo tuvo a Desiderio cerca; pudo matarlo, pero entonces la obra de él quedaba y eso era poco para sus fascinaciones de homicida. Los rumores de esas agitadas noches, el humo de los cigarros, las copas de alcohol y los odios que había provocado el padre en sus predicaciones contra los propósitos de sangre de las asonadas que se producían, lo atormentaban. Un día oyó decir que era necesario apuñalear a D. Manuel de Paloche. No necesitó más para desaparecer. Anduvo mucho tiempo errante y rara coincidencia, el gobierno encontró más armas escondidas y desterró más ciudadanos; los batallones se movían de aquí para allá; la policía y los cuarteles se erizaron de bayonetas. Se notaba por todas partes una sorda inquietud. Entonces él volvía a los comités, a su vida de siempre, al escarnio y a la esclavitud para todos. Mientras tanto los signos de la desventura inminente se hacen más claros. La parálisis ha sobrecogido al comercio; mucha gente se ausenta del país y se han retirado sumas de dinero de los bancos, para esconderlas en las casas. Se observa que cada uno se arma y compra municiones. A cada paso hay una escena de sangre. El ciudadano insulta al soldado que pasa y al vigilante parado en la esquina. En el Parlamento la discusión degenera en disputa, ésta en diatriba y en duelo. Los diarios se baten a metralla. Cada pluma es un ariete; una calumnia y una villanía cada frase. Si alguno más fuerte y ecuánime aconseja la templanza y la paz, pierde sus suscriptores; la pobreza invade sus cajas y la ruina lo espera en breve tiempo. Triunfa el suelto fragua que echa brasa a la hoguera y enriquece a los redactores. En todas partes se reúnen grupos, que amenazan las imprentas cuyos diarios combaten el desorden y las apedrean. La ciudad está casi desierta. En pleno día en esas calles en que se trenzaban los carros e impedían el tráfico, en esos momentos hay una soledad llena de zozobras y una quietud preñada de augurios siniestros. Sus noches son pavorosas. Se puede caminar horas sin encontrar a nadie. Los negocios cerrados; los templos cerrados. En el interior ya está la revolución. Hay gobiernos derrocados. Vamos a llegar a la célebre noche en que D. Manuel hablaba del espíritu nuevo en la sociedad de artes y letras. Dos días antes hubo una asamblea, donde estaban todos los caudillos de la ciudad y los oficiales afiliados. El idiota andaba por ahí con un mate en cada mano. Se expuso el plan revolucionario. Cada uno fue un estratégico. Se nombraron las casas que iban a servir de reductos y se aseguró que los dos grandes depósitos de armas que existían en la ciudad, eran de la revolución. Juan Paloche seguía girando con su cara lívida y su mandíbula caída. Se habló al fin del estallido y se fijó el día. Fue entonces que el idiota se rió con su brutal carcajada y sentado en un rincón de la sala, los miraba a todos con el ojo sucio y burlón. Se le vio escurrirse puertas afuera y en el recinto, se oyó un gran rato el eco desagradable de su risa. Allí mismo dos horas después, Desiderio recibió uno de tantos avisos misteriosos. Todo lo sabía el gobierno y los esperaba. El idiota había delatado a los revolucionarios, mientras aquél preparaba la celada y abría la enorme trampa que los iba a desgarrar entre sus colmillos de hierro.
Entonces, ya en la noche alta, los hermanos de todas las logias renovaron sus juramentos, y armados, se arrojaron en batallones a la calle. Iban en marcha en son de guerra a concentrarse. Era la hora melancólica de la batalla fratricida y el estandarte rojo, dos días antes del momento establecido, se desplegó bajo los faroles sucios en las penumbras solitarias de la ciudad. Se estremecieron estas sacudidas por los fragores de la revolución. Salían de todas partes en silencio, y de los zaguanes oscuros, en grupos. De las puertas de algunas casas señoriales, se deslizaban elegantes armados de fusiles y revólveres. De los comités se echan a la calle en batallones que marchan sin habla, con el menor ruido posible. Por las veredas caminan niños que han huido de las casas y de los colegios, vigilantes que abandonaron sus guardias y soldados que se alejan de los cuarteles. Arrean consigo a todos los que encuentran. De repente aquí y allá, se cierran con violencia algunas puertas. Son muchachos, que han separado a las madres y se van y detrás quedan ellas en sollozos y retorciéndose las manos. Es la desesperación. Los ayes lastimeros se pierden en la noche sola y ellas concluyen por sentarse al lado de las camas, donde duermen los hijos y besan el hueco de la almohada donde acostaron sus cabezas. De repente una agudísima esquila de clarín. El tambor redobla. Hay un regimiento que se ha tirado sobre las armas. Forma en la calle con banderas y cañones. Los oficiales subalternos ya tienen sangre en las manos. Han herido a sus jefes al grito de: ¡Viva la revolución! Y de pies y manos, los ataron. El tambor redobla y marca el paso.
-¡Armas al hombro! ¡Marchen! ¡Viva Desiderio!
Adelante la bandera y de un lado y otro, el vaivén de las bayonetas. Refusilan cuando entran en la luz de los faroles. Encuentran en su camino largas cohortes de ciudadanos que forman de dos en dos detrás de ellos y a la cola una turba que corre a la ventura fascinada por los clarines y los gritos que anuncian la hora de la redención y de la venganza. De todas las bocacalles llega gente, bultos tenebrosos que se acercan y siguen; sombras y más sombras que se incrustan en la renegrida masa y en ella se pierden. A lo lejos descargas, ondulaciones pavorosas que van desmayando a todo viento. La tragedia empieza a cantar su sangrienta melopea. Ya hay lucha. Entre el fragor de la fusilería se oyen estrépitos de carros que se acercan a los cantones y entregan cajas de municiones y fusiles y mientras aparecen luces en las ventanas y asoman caras aterradas que hunden la mirada en la tiniebla, muchos negocios se abren y muchas azoteas se llenan de combatientes. Hacen parapetos con bolsas de harina, se reparan allí y esperan, mirando a sus jefes. El gobierno sabe. Los batallones fieles empiezan a marchar y los oficiales que faltan han sido reemplazados. El sargento que los vigilaba, ha tomado su puesto. ¡Al fin! Después de esto podrán dormir. La zozobra y el insomnio han durado tanto que no hay ya en sus corazones sino ansia de exterminio. Caminan con ardor, casi al trote. Esperan hacer fuego para que de una vez, la demencia los arrebate y les silben los oídos y el furor los empuje a la carga; pero el coronel sigue en su caballo que caracolea y salta a la cabeza del regimiento. Se sienten chasquidos ya; un pedazo de reboque se ha hecho trizas y salpicado las ropas de los soldados. Éstos miran. Sobre las azoteas hay espectros erguidos y largos fogonazos. Quieren empezar la lucha; acarician y estrujan al fusil con puñadas febriles. Nada. El coronel sigue mirando a lo lejos. Entonces los soldados los señalan.
-¡Allí están! ¡Allí están!
¡Uno de ellos da un grito! Una bala le ha roto el tórax. Se sienten olores de pólvoras y el estruendo de la revuelta azota los vidrios y precipita a la calle sus volúmenes de aire convulso.
-¡De una vez! ¡De una vez! ¡Sargento, nos queman! Déjenos hacer fuego.
Un alarido largo se oyó entonces. Dos cayeron. Un muslo fracturado y un agujero negro en el vientre. ¡El sargento sacude los hombros con indiferencia y sigue! Entonces atrás se siente el fragor de una descarga. Caen otros y otros. Aquí, allá y más allá suenan ayes lastimeros. Las balas llueven. Hay olor a sangre y a pólvora. La humareda cierra la penumbra escasa y los soldados hacen fuego.
-¡Nos queman, sargento! El coronel ha caído. ¡Está muerto! ¡Está muerto!
Se había doblado sobre el caballo, abrazado a su pescuezo. Cuando se acercaron, dijo:
-¡Rompan las puertas y a las azoteas! ¡A mí déjenme!
Lo sacaron y a culatazos derribaron las puertas. Las astillas saltaban en todas direcciones. Lo colocaron en una sala de casa señorial. Una niña lavó sus heridas mientras los soldados, con el rostro sucio llenos de lodo y de sudor, los muebles destrozados, arrojaban sobre la azotea y arriba... Como fieras enloquecidas hicieron parapetos y de allá, no se vieron desde entonces sino luces y estruendos, fulgurando y negreando frecuentes, espesos y rápidos, un repiqueteo graneado y el estampido de la descarga cerrada. En la sala se arrodillaron todos alrededor del cadáver. Le habían puesto un crucifijo en las manos entrelazadas. Rezaban el rosario. Sobre su pecho, al lado de un medallón que tenía un retrato de mujer y un mechón de pelo, colocaron un ramo de flores. Le cerraron los ojos. Un momento antes le habían secado una lágrima enorme que iba a resbalar por su mejilla, mientras en la azotea, sigue la fúnebre sinfonía de las descargas y la madrugada entra en la ciudad con sus clamores, llena de brumas bajo el cielo ceniciento.
A lo lejos, sobre el río desierto, están los barcos de guerra con los fuegos encendidos. En la noche hubo tiros en algunos de ellos y un extraño atropellamiento. Sin orden empezaron las chimeneas a dar humo, las hélices a repiquetear y en marcha... Antes, sobre dos botes que habían arriado, colocaron algunos heridos. El río empezó a hamacarlos. En los otros buques sospecharon entonces que había estallado el motín, recogieron a los que se balanceaban en los botes abandonados. Son los jefes. Hay uno muerto. Un balazo le ha hecho pedazos el corazón. Esos intrépidos mordieron la cubierta avanzando contra los sublevados, espada en mano y el pecho abierto y caballeresco. Ellos presentían la revolución. La habían leído en la mirada esquiva de los jóvenes oficiales y en el continente altanero. La ponzoña ha contaminado a la escuadra. Los jefes no duermen. Su descanso era cabecear un rato al aire libre, a popa, sobre la borda. El estruendo de los vivas y el estampido de los balazos saltar los hizo y atropellar al tumulto, revólver contra revólver. Después al arma blanca... Algunos de los facinerosos cayeron con las tripas afuera y sobre ellos, al rato, el cuerpo herido y mutilado de los jefes. Así en la tiniebla fue una horrenda bacanal. La sangre corría por la cubierta y las ropas de los miserables estaban empapadas. Algunos fieles yacían con la cabeza a un costado y en el cuello la enorme hendidura roja del degüello. Aquí y allá, por la cubierta, vómitos de borrachos, una inmunda papilla, borra de vino, cantos obscenos y blasfemias que cruzan la noche. ¡Sobre el crimen, el sarcasmo; sobre los muertos, la impiedad! La hélice gira. Voltea y sacude el buque con sus brutales y rítmicos garrotazos. Tiembla todo avanzando. De las chimeneas sale una columna de humo negro y como un esplendor de incendio y saltan en todas direcciones chispas y lenguas de fuego que iluminan un rato la tiniebla y se borran. Huyen los barcos. Tienen miedo, como si el delito tuviera muchas pupilas diáfanas, como espejos que reflejasen el espectro de los muertos. Ellos vuelan. El maderamen cruje y amenaza destartalarse. ¡Ojalá una roca antes que el remordimiento que ya aferra a los corazones juveniles! ¡Añicos nos hiciéramos! Y pasto fueran de las alimañas del río nuestros cuerpos triturados.
Vuelan, pero las pupilas los siguen. Ahí vienen atrás. Son largas columnas de humo, fuego y estentórea gritería contestada por los fugitivos con un rugido brutal.
-¡A toda máquina! ¡A toda máquina! ¡Zafarrancho!
Entre dos luces se alcanza a ver lejos a otros buques de guerra que los siguen. Las proas se alzan y se hunden, las quillas resbalan a diez y ocho nudos por hora. Vienen demasiado ligero. Creen a pesar de eso y de haber distinguido los marineros cerca de los cañones un poco inclinados como si hubieran colocado la mano sobre el gatillo, creen que los siguen arrastrados por el motín. Suena un hurra y un «viva Desiderio» brutal. Entonces, como si el cielo se agrietara, se vio un fuego vivísimo y rápido, humo y se oyó un estampido que hizo crujir la naturaleza. Era un cañonazo. Los venían cazando. La bala entra con su enorme bola de fuego, abolla y hunde la coraza y cae al agua chirriando. Las hélices apuran su rodar vertiginoso; bullen las olas bajo la popa de los barcos que huyen. Se siente un estampido y a lo lejos, allá atrás, cerca de las proas, salta un chorro de agua y se eleva en el aire y se enrosca como una tromba. Entonces todos los perseguidores rompen el fuego. El cañoneo es formidable; el rimbombo espantoso. Los barcos marchan en medio del humo como si reventaran entre todo el fragor, mientras la atmósfera espesa rebota por todas partes en bruscas y atropelladas ondulaciones. Los fugitivos se detienen. Aceptan el duelo. Se abren. Sus cañones contestan. Los marineros desnudos van y vienen, al hombro los proyectiles. Los oficiales sostienen su valor. En sus manos brilla el revólver. ¡El primer cobarde no cuente con sus sesos! Ya a uno que se encoje bajo la borda y se retira a veces detrás del palo de trinquete, le han hecho astillas el cráneo, y por sobre los cañones, en una violenta parábola, lo han hundido en el río. Todos los ruidos se oyen. Zumban las balas que pasan; crujen las maderas hechas pedazos; chirrían las cadenas rotas; una gavia se ha desprendido y ha dado sobre cubierta un tumbo; revientan las jarcias con los obenques cortados y los flechastes en arambeles; la coraza estalla aquí, allá y más allá. Las balas han penetrado. Se ven largas y caprichosas hendiduras en el hierro, como rayos que del enorme agujero partieran. De repente el palo de mesana empieza a inclinarse. Lo han herido. Tiene cerca de su base una enorme rasgadura. Así se queda en una oblicua pavorosa, con las jarcias rotas, sacudiéndose en el aire y las gavias prontas a desplomarse, mientras el acorazado no cesa sus maniobras entre la densa humareda y los estampidos. Gira más lentamente. Presenta la proa. Un cañonazo; el flanco después, y se siente el fragor de la andanada. El buque trepida y la atmósfera se raja en todas direcciones. Parece que va a huir, pero se ve al rato azotarse de popa a un borbotón de fuego y de humo; un nuevo cañonazo. El agua se hace pedazos en todas partes mientras los barcos perseguidores se precipitan a toda máquina, giran, serpean, se revuelven como víboras entre el ardor del combate. Uno queda atrás inundado de humo más claro que el de la pólvora. Han reventado las calderas y el cuerpo de los maquinistas se cocina en el agua hirviendo. Al rato, pedazos de puchero, sin forma humana un montón de fragmentos. La explosión los ha hecho astillas contra los fierros de la máquina. Por un momento sangre y quejidos, luego silencio... Empiezan a arder. El fuego lame, chirría, corre y devora. Un orbe de fuego, va a hacer saltar la cubierta. Se oye un clamoreo pavoroso...
-¡La Santa Bárbara! ¡La Santa Bárbara!
Las llamas asoman en lenguas. Devoran, devoran. ¡El aire es una hornaza! Lo cruzan banderas, penachos y conos de fuego, volcanes que rompen las tablas e incineran las velas. ¡Se asfixian!
-¡Los botes! ¡Los botes! ¡Arría!
Las roldanas rechinan y bajan los marineros desnudos. Los botes se alejan despacio, como sombras cansadas y al rato cien truenos estallan. El barco se ha abierto y vuelan en toda dirección gavias y jarcias, fragmentos de hierro, luces que cruzan el humo, proyectiles que revientan y cuerpos humanos rodando en pedazos. No se han detenido. La caza sigue. El cañoneo es brutal. Ya no son balazos de grandes cañones. Empiezan los de tiro rápido; una granizada de balas, que rompen los vientres, deshacen los cráneos y trituran los huesos. Sobre la cubierta hay grandes charcos de sangre, de grasa y de estiércol. Las vísceras rojas humean en pedazos al lado de torsos mutilados unos sobre otros, de cabezas mudas y siniestras, con pupilas dilatadas y frías, mientras el picadillo de los miembros hiede aplastado por todas partes. El barco hace agua y se sumerge... Muchos se tiran al río. Los que tienen balas en el cuerpo, o andan saltando con muñones sangrientos, ésos se ahogan. El casco desaparece y poco a poco entran en el agua las vergas. El acorazado toca fondo y se inclina para acostarse, como un gigante moribundo, ya sin alientos y sin sangre, que se hundiera amenazando todavía en silencio, para morir en el lecho de arenas sobre sus cofas y sus cañones hechos pedazos. Una violenta orzada desvió una proa que se venía volando a cien varas y se habría estrellado sobre aquella mole muerta. En la cubierta, los marineros hacha en mano, iban al abordaje. Sobre el río, tablones; pedazos de gavias y manotones de heridos que van a ahogarse; torsos informes de muertos sucios de sangre, alaridos pavorosos; una zambra infernal y una orgía lúbrica de la demencia homicida. ¡Crueldad helada! ¡Les hacen fuego! Hieren a los heridos y agujerean los muertos, mientras el estampido del cañón sigue y toda la escuadra se va sobre el único barco de la revolución. Lo espolonean; lo acribillan a balazos; lo sacuden para todos lados; le descompaginan y rompen la coraza. El fuego empieza aquí y allá.
-¡Ríndanse! ¡Ríndanse!
No contestan. Matan. Hay un grito horrendo.
-¡La bandera no se arría! ¡Viva la revolución!
-¡Al abordaje! ¡Al abordaje!
Cien marineros han saltado sobre cubierta. Las hachas brillan y vuelan fragmentos de cráneos. Hay rugidos feroces. Se baten cuerpo a cuerpo. Hay heridos de puñal, tripas afuera y moribundos que se arrastran; costillares desprendidos a hachazos; estampidos de revólveres y por todas partes espectros negruzcos que corren, van, vienen y se quiebran en la pelea sucios de sudor y de pólvora. Han muerto muchos. Sus cuerpos están hacinados aquí y allá en la cubierta. La tragedia les ha contraído los miembros y tienen espantosas rigideces. La imagen del odio se ha fijado en los rostros de los muertos. Al rato los rumores van callando. Muchos se arrojan de los puentes al agua. No se mueve el barco. Está herido en el corazón con la máquina hecha pedazos y el timón destrozado. Cerca de su rueda, muertos algunos oficiales y cuando el hurra de la victoria puebla los aires y la cubierta se llena de marineros, abajo por la puerta de la Santa Bárbara, un muchacho de veinte años, con un hachón de resinas de llamarada verde y larga, se tira por el vano cabeza abajo entre la pólvora y los proyectiles. Todos los estruendos aglomerados revientan y el reboato sordo y hondo del maremoto se dilata. Surgen las rabias de la borrasca; el río se levanta de su lecho de arenas y se aventa contra el cielo; ahoga los crac-crac formidables del barco que se raja y destroza y los estrépitos gigantescos de la atmósfera que aúlla enloquecida y huye a lo lejos. Se hace un silencio de muerte al rato. En la superficie del río nada el maderamen en fragmentos; pedazos de carne y largos regueros de sangre lo manchan, flotan, saltan y se zangolotean...
El sol entra con sus rayos e ilumina aquel cementerio sin tumbas, un osario siniestro y trágico sin sollozos de madres ni plegarias cristianas. El río echará después su crespón, para taparlo. Apenas si sobre el sueño eterno de los muertos pase más tarde el murmullo del agua en su cantinela indiferente o lo arrullen las barcarolas que cantan las alegrías de los felices. ¡Por ahí, empapados y flotantes sobre las aguas plomizas, los trozos de la bandera van a desaparecer en la infinita tristeza! ¡El río será la urna melancólica que guarde tus átomos lacrimosos, oh bandera! ¡Pobre y generoso emblema, lábaro que fuiste de los desheredados de América, sin pan, sin libertad y sin patria! ¡Eras el amor de la adolescencia y el orgullo de las horas varoniles! ¡El viento de las batallas sacudía tu trapo en el horizonte, saludado por la sonrisa de los victoriosos y de los héroes moribundos y América se prosternaba a tu paso con reverencias, en la hora de la leyenda, por gratitud hacia los viejos soldados que entregaban la vida para iniciar naciones! ¡Oh los tiempos aquellos en que era honesta el alma argentina, cuando en cada casa había un oratorio y los sagrados silencios se interrumpían por la plegaria de los jóvenes cruzados! Los esperaba la soledad, el frío y la muerte... ¡Así después, oh bandera! ¡Acostados en los sepulcros venerandos, durmieron en paz y envueltos los esqueletos en tu paño de gloria, viven todavía por tu perfume, oh flor incontaminada, acariciados por el calor de tus átomos! ¡Esta raza que busca su noche en la guerra fratricida, destroza tu lienzo y tu color, para llevarte tal vez consigo en el viaje misterioso y eterno, en la victoria y en la muerte, mientras por ahí desparramados en la pampa sola, y sobre el río plomizo, lleno de osarios, aúllan los espectros de los anónimos que sirvieron para fecundar la demencia de sangre y en el vasto silencio de la noche, suenan todavía como acerbos reproches los capítulos escritos por tus hijos en pro de la civilización humana! ¡Adiós cielo y sol! ¡Así la pluma del escritor va rayando la negra gota del llanto sobre el inmenso desastre, y pluguiera a Dios fuera a esconderse entre las sombras como una dolorida larva, desconsolada como tus colores oh emblema! ¡Triste como tú sol! ¡Así la mano ya sin sangre y sin linfas seca y paralítica, apenas se arrastra. Ha perdido la fe en el porvenir! ¡Dios le perdone! ¡Por eso escribe el epitafio sobre el sepulcro de una raza en cuya lóbrega cavidad está escrita la historia de tanto heroísmo estéril, donde vagan los mártires de la cruzada por la redención! ¡La herencia era inmortal; pero los hijos han destrozado el tesoro y siguen desgarrando la entraña generosa de la tierra donde nacieron; los unos contra los otros, cobijados por tu faja celeste oh bandera! cuyo renombre esta escrito con el humus de la pampa, con el granito de las cordilleras y las aguas de dos océanos. ¡Salve! ¡El sol ha roto el campo celeste con una ráfaga de luz blanca y los hogares de América entonan el himno a tu marcha vigorosa a través del tiempo oh norte de civilización! Y viste de luto cuando ven que la batalla que concluye sobre las aguas con la luz naciente, recién empieza y arde entre las calles de la ciudad. Siguen los revolucionarios su marcha en grupos y en batallones. Cada azotea es un cantón, cada puerta una trampa. Sobre los techos, relámpagos de fusiles, por el pavimento, sordo rodar de cañones. Pelean por todas partes. Hay un fragor de fusilazos aquí, allá y más allá. Ya no hay piedras. Han alzado la barricada y tumbado carros y tranvías. Un regimiento de caballería llega a la Acrópolis a galope tendido. Se ha sublevado y pasa de a uno en fondo por las portezuelas de los baluartes, enorme barra con agujeros y peldaños, donde esperan de barriga los jóvenes armados de fusil. Un rato después, cuatro piezas de artillería. Las colocan adelante y los protegen. El ojo pardo y redondo de los cañones asoma fuera del nuevo reducto. La revolución domina un perímetro alrededor de la Acrópolis. Los cantones son centinelas avanzadas y fuertes que la protegen. Una lluvia de balas cae sobre los soldados del gobierno que avanzan de azotea en azotea y los circuyen. Hay olores acres de pólvora, densas humaredas y por las calles de la ciudad, disparan los estampidos, los reboques se desprenden y se hacen agujeros en las paredes, que muestran millones de manchas negras sobre la cal del blanqueo. Hay puertas rotas, persianas desvencijadas, hilos de telégrafo colgando y el suelo está lleno de mochilas, de fusiles y bayonetas. Aquí y allá gemidos que ensordecen y silencios de muertos. La revolución defiende la Acrópolis que es su inteligencia y su nervio. Está situada frente a una plaza. Son cuatro enormes paralelepípedos de una cuadra cada uno con un gran patio en el centro, una fortaleza de la colonia con pisos de ladrillo, reboque sucio y descascarado y sin cielo raso. Adentro, las paredes y el ambiente hiede a cerrado, donde pululan a millones moléculas de ponzoña humana, de puchos viejos y barritos secos de escupidas seculares; algo de mazmorra y de cuartel, con pestilencias de cuerpo de guardia en invierno y ascos de bochorno quieto de casamata. A las diez de la mañana bulle. Hay cuatro mil hombres. Van y vienen, se agrupan y se enrarecen; un pandemónium, donde se mezclan sacos negros, ponchos, uniformes, fusiles en relámpagos, cañones y caballerías agitadas que saltan enloquecidas y relinchan de miedo. Sobre las azoteas, detrás de parapetos y de bolsas, la juventud echada sobre el fusil y abajo en la plaza detrás de cada árbol, un guerrero. En todas las bocacalles hormigueros de revolucionarios al lado de las baterías en actitud de hacer fuego; la gente llena de lodo; los caballos con la cola aglutinada y la barriga sucia de plastas y de barro denso; los prados de la plaza pisoteados y hendidos con la yerba rota y el fango del humus en la superficie; en el aire un sordo y largo clamoreo; voces de mando y precipitación de batallones que traspasan la turba con violencia; muchos niños blancos e imberbes que se arrebatan las armas. Alrededor, cantones en las casas de alto y más lejos en círculos excéntricos sobre las cumbres edificadas, torres, azoteas y campanarios y más cantones en muchas cuadras. Son reductos las casas alrededor y avanzadas de guerreros con ímpetus y corajes de invencibles. Las escaramuzas se hacen allí. Batallones de vigilantes incautos que marchan al asalto han sido diezmados, heridos en los tramways y en las bocacalles apuñaleados. Sobre el pavimento sangre, en las paredes sangre. La lucha sigue. Hay armas y municiones en la Acrópolis. A las cuatro de la mañana llegaban sombras y sombras. Sus puertas se abrieron, sin tirar un tiro. El jefe era al rato uno de los directores de la revolución; pero el gobierno comprendiendo el error de encerrarse en el corazón de la cuidad, toma toda las alturas alrededor. La tendencia es precipitar a los revolucionarios hacia la Acrópolis para ahogarlos allí. Con su siniestro serpear de culebra, los ha circuido. La batalla se traba a la tarde en toda la línea. Cantón contra cantón, barricada contra barricada. Hay una ansiosa y brutal actividad. En medio del estruendo, Desiderio cerca de la Acrópolis, se revuelve con una excitación satánica. Es un pavoroso espectro de mirada roja y melena al viento. Con un revólver en la mano, sin sombrero y envuelto en su poncho de guerra, corre por todas partes con valerosas palabras y con profecías aterradoras de exterminio, vigila los cañones, manda proyectiles, abraza a los muchachos que pelean; sale de la plaza, sube a los cantones y erguido en las azoteas, temerario entre las balas que silban, se cimbra con su alto cuerpo. Sus palabras son torrentes de cólera, sus ademanes hieren como puñaladas. Tiene la grandeza lúgubre y apocalíptica de los homicidas. Con su presencia, crece el ardor y el tumulto y sobre la ciudad corren entre estampidos y reboatos de artillerías, rumores de paredes que se desmoronan y brutales crujidos de hogares que se fracturan y crece gigantesco el aullido largo de los combatientes, una nota chillona y grave hecha de lamentos y de rugidos, como el hurahuhu de la tormenta que salta y destroza, como el fragor del mar que rompe los barcos, los tritura y los hunde en la tiniebla naufrágica.
-¡Fuego! ¡Fuego! -grita Desiderio convulso con espuma y sangre en la boca.
Ha llegado la hora de la venganza, los sepulcros levantan sus tapas y la boca oscura está pronta para tragar a los contaminados. Giran y corren los sepulcros por los sitios de la pelea y arrebatan en su cavidad podrida a los que defienden la crápula y han muerto. Allí van a encerrarse para siempre con los dineros robados, con sus afrodisías sensuales, con las sedas y el cuerpo lúbrico de las rameras que han disipado en la orgía los ahorros de los trabajadores honestos. ¡Mejor es que mueran! Si no el pueblo los va a estrangular con mano feroz y prisioneros sobre minas de pólvora sentados van a volar en pedazos. Han hecho llorar los hogares por la pobreza acercados al lupanar. ¡Ay de ellos! ¡Puede faltar el pan y en el seno de Dios, los hombres de hambre morirse, pero pobre de aquél que da escándalo y coloca a la inocencia cerca de la deshonra! Las iras del cielo han de aventar la ceniza con la basura impía.
Así, de repente, Desiderio está detrás de una barricada enseñando a los bisoños a apuntar. Con el revólver en la mano, sale fuera de ella al lado de los artilleros sudorosos y negros de pólvora. En el estruendo diabólico, envuelto en humo, en esa inquietud que lo hace dar vuelta por todas partes, con su figura erguida y valerosa, concita a todos, los inerva y les comunica sus bramas de venganza y de exterminio. A veces aparece su rostro sobre la barricada misma. No conoce el peligro sino para desafiarlo y entre el volar de las astillas, con el rostro herido, en medio de esquirlas y fragmentos de adoquines, mientras en su alrededor zumban y silban las balas, agachado hacia afuera, hunde la mirada, busca y descubre enemigos ocultos y los señala a sus combatientes. Estando así en una de ellas, vio a lo lejos y en frente una selva de lanzas detrás de la barricada enemiga. Poco a poco el fuego disminuye por su orden, hasta el silencio. Una idea satánica ha cruzado su cerebro. Es una celada. Al rato se siente como el despeñarse de una avalancha, el rodar de un formidable derrumbe. Toda la caballería enemiga carga, relampagueando las lanzas, a media rienda contra la batería silenciosa. Quieren ese trofeo en la loca furia, resonante de alaridos salvajes, pero a cien metros Desiderio, encaramado en lo alto de la barricada, manda hacer fuego y un torrente de fierro, de humo y de pólvora, se desboca y ametralla. Siguen descargas cerradas. Es una de rugidos y de blasfemias. Por el aire corren y voltean, chirrían y repiquetean las balas. Han rodado a lo lejos heridos o muertos patas arriba, corceles y jinetes; una trenza de muslos amputados y sangrientos, de monturas, de entrañas humeantes y escarlatas, de lanzas y de cráneos abiertos en rebanadas; cuerpos medios vivos aplastados bajo los cadáveres de los caballos, todo eso sobre una alfombra de cuajarones rojos, salpicados de esquirlas, pedazos de hueso y curvas de hemisferios cerebrales desgarrados. En la furia de la carrera, detenidos muchos salían por las orejas de los caballos; otros saltaban la nueva barricada de carne, pisoteando heridos y muertos, todo entre mugidos y lamentos, porque el fuego arrecia y los jinetes caen, algunos arrastrados hacia atrás por las cabalgaduras locas de miedo en la huida aquí y allá por las bocacalles laterales. Son caballos con un muñón sangriento que saltan fuera de la hornaza en tres patas y heridos que se tambalean como borrachos a lo lejos. El regimiento se retira destrozado. Los más están acostados a cien varas de la barricada, que arroja un ¡hurra! salvaje. Sobre ella, como una luz mala, Desiderio. Hay en él algo de leyenda pavorosa. No se le ha movido un músculo; los labios están fríos; los ojos están fríos. Aquella bacanal funeraria lo encuentra rígido sobre el baluarte. Parece una satánica visión. ¡El pueblo que sufre está vengado y los jóvenes que están allí sin vida no tienen madres! En la barricada hay muchos heridos. Tienen al rato que retirarse los que la defienden, porque el gobierno ha avanzado sobre ellos por los cantones y los hace arder a balazos. Las abandonan. ¡Ellos tampoco tienen madre, esos desventurados de veinte años!
La tarde mira a la batalla iluminando los techos donde zapatean soldados y pueblos y las flechas doradas de los campanarios. El sol pasó en su curva, como una grande ojera centellante, sobre el río desierto de mástiles y quieto hamacándose. Ese chorro de chispas, que corre por sus aguas turbias, ilumina y calienta muchos trozos de miembros arrancados en la batalla y sigue el sol como un Dios indiferente sobre los cantones, ilumina y refleja al cielo en los lodazales del suburbio y el disco rojo se hunde al fin lentamente detrás de la línea de la pampa. En los días normales, la ciudad se prosterna en esta sublime agonía de la tarde. Está cansada y a medida que la penumbra invade y los rumores huyen, la gente busca la paz de sus casas llenas todavía de claroscuros y de silencios. Llegan allí tañendo los toques de la Avemaría, la blanda melopea lenta que viene como del cielo y trae en sus notas el alma de la plegaria. Invita a rezar, como si esta reverencia de la mente, arrodillada ante la sombra de lo infinito, fuera el lenguaje de la nostalgia humana hacia Dios, en la hora indecisa y doliente en que el día de ciudad muere y desaparece como un atleta fatigado y triste. El cielo pierde su color, la ciudad su vida. Entre las casas de alto, el éter se ennegrece y la calle se entenebra. Apenas un rato después los faroles dan una luz escasa y amarilla, cuando ya el Ángelus, en las últimas esquilas, se pierde a lo lejos en un moribundo desvanecimiento. Los campanarios callan. El templo ha avisado al hombre que todo pasa y se dispersa como ha pasado el esplendor del sol y en su placidez religiosa y en la divina resignación de su ambiente, se oyen los salmos, con que recibe siempre a los que no duermen en su seno, en la inefable alegría del espíritu de Dios, cuyo grande ojo sereno, que no tiene noches, mira los mundos su obra idolatrada y llora por el dolor de los tristes y por las solitarias crucifixiones de la desventura. Por eso el Ángelus que revela las compasiones y las ternuras de la infinita caridad, derrama lágrimas tan melancólicas, como para significar a la humana estirpe que es necesario arrodillarse, porque el Eterno Perdón la espera siempre en la paz suavísima de sus misericordias. Por eso, a pesar de la sangre y de la suprema inquietud de esa tarde, algunos templos abrieron sus puertas y había mujeres arrodilladas en sus penumbras. Rezaban por la patria moribunda y por los hijos que ofendían al Señor para que los protegiera, porque se perderían si quedaban solos. Eran niños. Él podía hacer que cesara la guerra fratricida, derramando en el corazón de los que peleaban, la mansedumbre de su alma divina y Él que perdonaba tanto, haría que los hombres aprendiesen a perdonar. Son los amores de las casas solas. ¡En la niñez bendijeron su nombre! Por eso de rodillas le pedían al Señor que los iluminara. Estas plegarias eran interrumpidas por descargas, que resonaban como un augurio siniestro por el hondo silencio de la ciudad. El brusco chistar de las balas se oía mejor y se hundían en las paredes de algunos templos. De repente aquí caía herido un curioso, allá otro y la augusta quietud del Ángelus, que sosiega y endulza todas las iras y las asperezas, era dominada por el estruendo y por los sacudimientos lejanos. Los himnos de la matanza triunfan sobre el concierto angelical de la tarde que se despide, sobre las angustias de los hogares sin paz y el hedor de la carnicería cuajado de moléculas de sangre y de humedades grasientas, arroja lejos y se sustituye al sahumerio celeste de la familia arrodillada que reza el rosario. Por eso fue una trágica Ave María la de esa tarde, como sus penumbras, surcadas de fulgores cárdenos. Su sosiego no era la calma llena de beatitud del cuerpo y del corazón, que sigue al día turbulento. Había algo de féretro, algo de urna muda donde se ruega a sollozos por todos los amores que la muerte desgarra y se lleva para siempre en su sacrílego vértigo. Ya se veía. Muchos sepulcros se iban a abrir para cubrirse de mirtos y de anémonas; y el osario, el antro de los desheredados y de los anónimos con su fondo de putrílago y con la boca sucia abierta, espera carne muerta y juvenil para la gangrena. Los sepultureros van a ganar buen jornal. Se emborrachan a cuenta y saludan con canciones obscenas y carcajadas irreverentes a los carros que llegan. Por eso, de rodillas, el hogar reza al Dios infinito, inmaculado esplendor zafíreo, al Dios diseminado en el universo en las tardes melancólicas del mar, en la tristeza inmortal de la marea gris que murmura hacia lejanos amores los recuerdos del navegante, en la elegía de la ola solitaria que rueda, vaga y ondula de cielo a cielo, de playa a playa como una alma en pena, en eterna oración; diseminado en el Ángelus de los campos y saludado por el bálsamo húmedo del pastizal, la fragancia de la flor y la humareda de chimeneas a lo lejos y por esa solemne religión de la arboleda en silencio, mientras de rodillas ruega toda la naturaleza y recibe la lluvia de rocío, la divina Eucaristía, antes de acostarse a dormir bajo el cielo de la noche; al Dios, bondad y esperanza que se apodera en esa hora del alma materna que tiene el ritmo exquisito y la piedad profunda y canta la poesía de las cunas que ellas mecen con el pie y con la voz arrullan y habla de los regazos cariñosos donde los niños acuestan el cuerpo cansado y dormido bajo el beso, entre la melodía de sus nenias y cuenta cómo late el corazón, cuando estrechan la cabeza turbulenta de los adolescentes, heridos por la pasión y extraviados por el error fratricida y escribe los largos sollozos de dolor sin lágrimas de esas peregrinas de las calles ensangrentadas. Y todas quieren ver a sus hijos, y mientras el sufrimiento azota las casas de los que no han llegado, otras los buscan en ese camposanto tétrico de los cantones, en esa hora tranquila y triste, en que el mar y los campos acostados en el reposo, susurran todavía para dormir...
Una de ellas, envuelta en un reboso negro, caminaba lentamente hacia el lugar del combate. Había llorado mucho y cada reboar lejano de la artillería, la encontraba arrodillada rezando entre un doloroso sobresalto. En vano había abierto muchas veces la puerta de calle, creyendo que golpeaban. Su oído se equivocaba a cada rato. Vino la noche y con ella mucho tropel de gente disparando y muchos trabajadores indiferentes. Todos volvían a sus casas, menos su hijo. Por eso, antes de salir besó los pies de un crucifijo y se lo puso en el seno. Ya en la calle, siguió su camino sin mirar para atrás. Era una intrépida. El buen Dios ha de ayudar a la pobre madre en su viaje. A medida que se acercaba a la Acrópolis, crecían en todas partes los signos de la destrucción; charcos sin adoquines, caballos muertos, enormes trozos de reboque desmoronados, verjas de hierro fracturadas, puertas hundidas y derribadas. De cuando en cuando resbalaba en una pocilga de lodos y cuajarones. Aquí y allá algún muerto. Ella arrodillada, prendía un fósforo, para mirarles la cara y seguir entre el hedor de pólvora quemada y el putrílago del matete. A lo lejos oía lamentos angustiosos y como un quejumbroso relinchar de corceles heridos. De repente una mole negra, erguida delante de su persona que no la dejaba pasar. ¡Era un osario en media calle, una confusión de caballos destripados, resoplando de dolor y de miedo y muchos jinetes con los miembros y el vientre reventado por la metralla; una mole de carne que vive, grita, sufre y pide agua! ¡Más agua! Un osario que tiene sed con las fauces secas y calcinadas casi. Los heridos que vivían todavía, aplastados bajo el peso de los caballos, imploran, otros deliran; más allá hay uno que impreca y blasfema, mostrando los puños.
-¡Agua! ¡Agua! -se oye por todas partes-. ¡Señora, por sus hijos! ¡En las casas hay mucha! ¡Un jarro de agua! ¡Dios de misericordia!
La pobre madre consternada por aquel clamoreo, se arrimó a una puerta. Golpeó y no le abrieron; vuelve a otra y a otra, hasta que al fin llegó con un balde en una mano y un jarro adentro. Allí bajo la luz sucia de un farol de keroseno que colgaba de una casa, se agachó para buscar a los heridos con el jarro lleno. Coloca sobre su regazo muchas cabezas de viejos soldados, llenos de cicatrices y les da de beber, mientras otros se arrastran hacia ella como larvas, extendiendo los labios secos y manchados con sangre. Nadie había curado a los heridos. Allí en la fúnebre noche todavía estaba el regimiento de caballería, diezmado por la metralla, preparándose para morir. Ella les preguntaba a todos, si habían visto a su hijo en algún cantón, les decía el nombre y les describía su efigie.
-No sabemos -contestaban-. Allí cerca hay una barricada. Todos son muchachos. Peleaban ladrando como perros y mugiendo como toros. No querían estar detrás de los parapetos y salían al medio, a cuerpo descubierto para hacer fuego. Trizas nos han hecho. El coronel ha muerto; los capitanes han muerto. ¡Cristo padre! Como piedra llovían las balas. ¡Aquí hay más sangre que agua en los manantiales! ¡No lo busque por este lado, si era de la revolución! Más allá, buena mujer. En frente...
Entonces ella fue hacia la barricada, tropezando con los cuerpos muertos, agrupados sobre el lodo, como pelotones oscuros. A medida que se acerca, la marcha es más difícil. La calle está llena de túmulos por todas partes. Son monturas, armas rotas, cananas, mochilas y piedras acumuladas. Aquí vigas, allá una plataforma de tranvía, más allá un carro patas arriba, sombras extrañas de través, de canto, aplastadas en el barro o erguidas como torres, manchones pavorosos que interrumpían su camino, semejante a una línea negra moviéndose en zigzag por los senderos tortuosos que separan las pilas de ruinas silenciosas, entre cuyos intersticios salían, de cuando en cuando, gritos lastimeros y estertores que le hacían doler el corazón. Le pedían agua y la pobre madre, con las ropas empapadas en sangre, arrodillada a cada rato cerca de los heridos, en la escasa penumbra de los faroles, les miraba la cara, con caricias y consuelos en la palabra. A veces no los distinguía, tanta era la oscuridad. Sus fósforos estaban mojados y a pesar del largo viaje, la pobre mujer no había encontrado a su hijo. Casi desfallecida en aquella quietud se abandonó, asustada de aquel dolor suyo hondo, que no tenía palabras y llorando por todos, arrodillada entre los escombros de la barricada y sentada sobre los talones, entrelazó las manos adelante. Estaba sola en aquel cementerio, extendido sobre la pocilga. Arriba el cielo azul oscuro surcado, por la vía láctea, llena de brumas luminosas, abajo las ruinas de la barricada y a los costados los frentes oscuros de las casas de alto. Ella de rodillas como una dolorosa. En su alrededor entre el silencio fúnebre, interrumpido por los ayes de los heridos, se sentían golpes de piquetas y estruendo de masas. De cuando en cuando el fragor de un derrumbe. El gobierno estrechaba el círculo y un batallón de zapadores horadaba en ese momento las manzanas, construyendo un camino hasta la Acrópolis, enfrente de la artillería revolucionaria, mientras la madre escuchaba los quejidos rogando al Señor por su hijo. Aparecieron entonces por la barricada cuatro o cinco luces y ella distinguió algunos hombres con faroles que se acercaban a los heridos para curarlos. Uno de ellos hablaba mucho. Ella alcanzó a oír algunas palabras: «Es inútil, amigo Herzen. ¡Son aborígenes! ¡Es una raza que muere!».
Era D. Manuel de Paloche que iluminaba en ese momento el rostro de la mujer.
-¿Y Vd. -preguntó D. Manuel-, qué hace aquí? ¿Cómo ha venido? Tiene frío esta mujer, Herzen. Tome mi capote.
Se lo dio.
-Busco a mi hijo, Señor. Busco a mi hijo -contestó ella.
Los dos amigos se estremecieron ante esa pálida figura de rodillas yerta de dolor y de frío.
-Aquí tiene Vd., Herzen. Ésta es una madre -agregó D. Manuel con violencia-, y esta otra es sangre sacrílega. Con estos crímenes se matan las infinitas ternuras. ¿Y sabe Vd., amigo Herzen, lo que le contestan, cuando Vd. describe a estas ancianas solitarias, arrodilladas al lado de los retratos de los hijos muertos? Le contestan que la revolución es necesaria para constituirse y cuando Vd. protesta y diagnostica que eso es emanación de la inferioridad humana, lo mismo en el pueblo que la produce que en el gobierno que la provoca, entonces lo miran a Vd. llenos de asombro, como a un espécimen de la fauna del terreno terciario, como si se preguntaran en qué mundo vive Vd., le llaman ingenuo y al saludarlo le dicen: «Pero amigo, ¿cómo quiere Vd. que no haya en América asonadas, motines y revueltas, si se están constituyendo?». Con eso salvan su responsabilidad de pensadores. Lo moderno para ellos es eso en política. Esté tranquilo, amigo Herzen. Bolivia se constituye, el Perú también. El Ecuador se está constituyendo y la República Oriental vive en una constitución crónica.
-Señor -interrumpió la mujer tímidamente-. Vd. cura los heridos, ¿no es verdad? Yo estoy aturdida. Ya era el Avemaría y mi hijo no había ido a casa. Tuve miedo por él y salí a buscarlo. Por esto habrá sido, señor, que anoche antes de acostarse, me estrechó tan fuerte contra su corazón y me tomó las mejillas entre las manos y me miró hondo, hondo... A mí se me cayeron las lágrimas, porque sabe Vd., señor, él es más bien serio y adusto. No habla casi y me extrañó mucho porque me acariciaba el pelo y me pidió que le diera un poco, para poner en el relicario de su reloj. Me dijo: «Mamá, yo no tengo novia. Vos vas a ser mi novia para siempre. Dame un poco de este pelo blanco tuyo tan bonito». Y ve Vd. -seguía la mujer, levantándose con vivacidad, como si estuviera delirando-. Él debe estar herido. Tal vez Vd. lo ha curado, mi buen señor. Yo le voy a decir cómo es. Tiene diez y siete años y el pelo negro, como este poco que a mí me queda. Esa noche, le voy a seguir contando, yo le dije que se acostara temprano y se abrigase bien y que no estudiara, porque yo coso, sabe Vd., todo el día y toda la plata es para eso, pero al rato se volvió de su cuarto y me abrazó y me dijo que el pelo lo había puesto en el relicario. Fue entonces que yo sentí que su corazón saltaba y lo apreté contra el pecho porque me parecía que él iba a llorar. Vd. lo ha de haber curado, señor, allí en la barricada. ¿Si Vd. quisiera acompañarme a buscarlo? Hay mucha obscuridad aquí. Yo le voy a decir que me da miedo porque he visto algunos degollados.
Se pusieron a buscar entre los escombros. Encontraron muchos con profundas incisiones en el cuello. Algún cuchillo facineroso había andado por allí. Mucho rato caminaron por las sombras y de rodillas estuvieron curando heridos. Al fin dieron con él. La madre se sentó sobre el lodo y su regazo le sirvió de almohada. Era casi un niño. Cuando sintió que lo besaban, abrió los ojos grandes y moribundos. Tenía fatiga y escupía sangre. No hablaba. Ella, con un pañuelo de seda, le limpiaba el rostro, arrimando su mejilla a la del hijo para calentarlo. Estaba pálido de cera, iluminado apenas por los faroles puestos en el suelo. Sus ojos humedecidos por el llanto silencioso de la madre, empezaron a apagarse, mientras Paloche le curaba la herida del pecho, un agujero negro de donde salía sangre babeando. Hacía frío y una quietud lóbrega extendía su manto en todas partes, en momentos en que de lejos dio las horas el reloj de una iglesia y llegaba el tañido ondulando en el profundo sosiego, mientras se enfriaban las manos del enfermo entre las de la madre, llenas de suaves caricias. Las dos mejillas estaban cerca y los labios juntos y trémulos, sin palabras y sin besos, hasta que ella sintió que aquella adorada cabeza se iba inclinando para dormir sobre su corazón. Lo estrechó levemente y le dijo las dulces palabras en voz baja, casi la amorosa nenia con que en su niñez lo había adormecido. Lo arrullaba, meciéndolo y con los ojos grandes llenos de pavorosas interrogaciones, miraba a D. Manuel, que seguía vendando en silencio. Poco a poco el sueño vino; pero sin respiración y sin latidos, el descanso eterno de una cosa inerte que resbaló por el pecho de la madre manchándolo con sangre. Ya no tenía hijo, y ella lloró con un sollozo profundo sin desesperación y sin gritos, besando aquella pobre cabeza muerta. Después lo cubrió con un capote de guardia nacional para que no tuviera frío y lo cargó como cuando era chico, para extenderlo al rato sobre una camilla que traían algunos hombres que acompañaban a Paloche. Se perdieron entre las barricadas. Ella caminaba detrás de su hijo recomendándole a los camilleros que lo llevaran despacio, para que las heridas no le fueran a doler y cuando se detenían y dejaban sobre el barro descansar la camilla, la madre miraba al muerto sin decir una palabra y con un pañuelo de seda, le limpiaba la cara y el cuello. Así llegó a tocar el relicario. Había muerto con él sobre el corazón. Entonces tuvo una congoja profunda, rota en sollozos que no la dejaban caminar. Llegaron a una bocacalle desierta y quieta. No había trincheras. Por allí torcieron los camilleros y la mujer, hasta una casa de aspecto pobre, cerca de las afueras. La madre volvió a cargar al muerto suavemente y lo llevó hasta su cama para acostarlo. Unos pobres claveles rojos y unas ramitas de cedrón perfumaron sus manos entrelazadas alrededor de un crucifijo. Después lo besó en la frente y esperó la aurora sentada al lado de su muerto para velarlo, sola y abandonada en la penumbra del dormitorio, alumbrado apenas por la vela de sebo que aleteaba sobre la mesa de noche...
Paloche y Herzen siguieron su marcha en medio de las sombras, sin moverse a ratos y tropezando. Oían de repente gritos horribles y veían bultos escurrirse a favor de la oscuridad, entre gemidos y gorgoteos sofocados. Detrás de ellos, antes de llegar a la Acrópolis, donde no se dormía, alguien gritó con temblores de miedo en la voz:
-¡Por favor, no me mate! ¡No me mate!
Los dos se dieron vuelta. En frente de ellos estaba Juan Paloche con un fusil en la izquierda y una cuchilla en la boca con cuajarones de sangre roja. Su rostro era monstruoso, lleno de pegotes negros la barba y había una risa siniestra en su cara de idiota. Su odio por la revolución lo arrojó a combatirla. Peleó en las calles y en los cantones con que el gobierno estrechaba a los enemigos y entre descarga y descarga, se oían sus alaridos feroces. Después, cuando vino la noche, la necesidad de matar lo acometía sin dejarle descanso; sus horizontes eran esplendores bermejos; sus visiones heladas caras de muertos, de lívida y terrosa piel, labios caídos y ojo entreabierto y sin luz. Entonces se precipitó a la calle y su paso por las barricadas vencidas, fue señalado por su locura homicida.
Era la hora del exterminio sin testigos, cuando suena el ronco aullido del degüello entre la tiniebla, que todo lo oculta y apaga. Su cuchilla de carnicero entraba desapiadada en la garganta de los heridos y empapada y destilando sangre, buscaba sus vientres para abrirlos. No había nadie por allí sino jóvenes extenuados por la hemorragia. ¡A ellos, pues! ¡A concluirlos! El idiota ladraba como un perro sarnoso entre los aullidos de los moribundos. Él estaba herido también en la cabeza de un hachazo. Lo habían vendado, pero se veía en lo blanco de la curación una mancha enorme y roja. D. Manuel vio que se inclinaba sobre la cabeza de un caído y dejando el fusil, con la izquierda lo aferraba del pelo, mientras la cuchilla brilló a la luz de los faroles. Entonces de un puntapié en el vientre, hizo rodar aquel cuerpo inmundo como una bolsa de porquería por el matete. D. Manuel se echó sobre él y le agarró las muñecas. Al rato estaban atadas en cruz sobre su dorso.
-¡Sarnoso! A tu covacha -rugió D. Manuel-. ¡Éste era el asesino, amigo Herzen! ¡Animal! ¡Caminá! Éste no es mi hijo. Éste es la resultante de algún connubio de criminales, emanación infame de alguna ergástula -agregó con rabia el padre.
Herzen lo calmaba, pero D. Manuel a empujones hacía caminar a Juan. Éste refunfuñaba entre dientes:
-Lo he muerto cincuenta veces, lo he muerto.
-¿A quién? -preguntó Paloche, poniéndole la mano sobre el hombro.
-Todos ésos que he degollado, son Desiderio, agregó el idiota riéndose.
En el día, en medio del fuego, la figura de D. Manuel de Paloche había adquirido contornos heroicos. Al lado de los caídos estaba él con sus algodones y sus vendas. Los curaba con una intrepidez dolorosa. Todos sus esfuerzos para impedir la revolución habían sido inútiles. Ésa era su grima. Entonces lo que había que hacer era servir a las víctimas. Por eso, en los dos campos enemigos, su serena figura, llena de paz, ejerciendo misión, inspiraba respeto y se le perdonaban sus vociferaciones de orador. Así en las barricadas revolucionarias, criticaba con fulmíneos anatemas a la revolución y al lado de los del gobierno, hacía a grandes voces el proceso de la conducta de éste, que empobrecía los pueblos y los arrojaba a la sangre y al desorden. No le hacían caso. Le llamaban loco... Después en la noche, siempre acompañado por Herzen, había seguido en su tarea, en medio de la tiniebla y del peligro, expuesto a ser herido, cuando los centinelas con el «¡alto y quién vive!» descargaban sus remingtones. Ha curado muchos heridos en todo ese sitio desolado de la batalla y muchos muertos vio que había conocido con vida y después como conjeturase que los degollados que encontraba a cada rato, eran obra de su hijo, se fue retirando hacia la Acrópolis con un deseo intenso de morir. La madrugada se venía acercando. Los cantones de la revolución se habían agrupado, erizados de bayonetas. De casa a casa llegaron cerca de la Acrópolis, empujados por el círculo de los cantones enemigos, mientras a lo lejos la ciudad abría sus puertas para trabajar. Los obreros no se han movido de sus talleres, ni socorrieron a los revolucionarios, porque no comprendían la razón de la sangre derramada. En medio del frío de la mañana, en la plaza, caminaban de aquí para allá lívidos de insomnio los muchachos que esperaban la batalla. Aquello era un lodazal de estiércol y de barro. Todos estaban sucios, pero anhelosos y agarrando nerviosamente el fusil. Querían pelear avanzando. Gritos ensordecedores atronaban los aires, gritos de alegría y de coraje en momentos en que Desiderio de pie, al lado de un cañón, pensaba con tristeza, que el pueblo de la República no había sentido la revolución. Él se había equivocado y tal vez esa sangre era un delito estéril, una monstruosa depravación del ideal político. Como a Cristo, no lo habían comprendido y la Acrópolis era su Gólgota. Al lado suyo se había parado un hombre sin que se apercibiera. Era Paloche que llegaba con su cara de buen hombre transfigurado de ira y de congoja.
-Está contemplando su obra Desiderio -dijo D. Manuel con violencia-. Estas manos mías, ¿las ve usted? tienen sangre de inocentes. Es hora que se acabe esto. No haga herir más argentinos. Conserve los que quedan para entregarlos al porvenir. Ustedes están vencidos. El espíritu nuevo reprueba esta forma de hacer patria; por eso el país no los acompaña y la victoria no es de las armas; pertenece a los tiempos. Usted tiene su página en la historia. Es el último arquetipo de una índole que muere. Le llamarán el último de los caudillos y tenga entendido que ese gobierno que lo está venciendo, es también un gobierno muerto. Viene por la Pampa Central. Ni el olor conoce de la plaza de Mayo. Todavía está en la «velada literaria» y no se baña. Y adelantándose algunos pasos, amenazó a los cantones gritando: «Salve, morituri! ¡Sobre vuestros sarcófagos se ha de hacer gigante la era de los trabajadores que lleva la enseña del espíritu nuevo!».
Cuando Desiderio, después de estrecharle la mano iba a contestar, se desplomó enfrente un tugurio y un estruendo formidable, una lluvia de balas, de fierros y de cascotes, se azotó por la plaza en todas direcciones. Habían horadado las manzanas. A doscientos metros empezó el duelo de artillería. Al lado de Herzen, Juan Paloche se dobló todo. Una bala de cañón le había reventado el vientre y él quedó en el suelo hecho una pelota con los labios abiertos y los dientes apretados en un horrible trismos. La fiera había muerto enfrente de los cañones mirándolos con sus ojos de hiena cansada de osar en sus angurrias de necrófilo... Aquí y allá, heridos y muertos, ayes y blasfemias, brutales retumbamientos y estentóreas conmociones. Las baterías de la plaza contestaron con torrentes de metralla que despanzurraban caballos y jinetes y hacían volar pedazos de casas, mientras de los cantones y de las barricadas se hacía fuego. Ardían las plazas, ardían las azoteas y los edificios. Temblaban sus cimientos y la Acrópolis era un orbe convulsionario de pie, con su gigantesca mole condensando toda la furia de la resistencia. Sus vómitos eran de hierro, su resoplar de pólvora. Ha llegado la hora en que las pasiones, mundos del corazón enloquecidos, se despedacen y en que sea exterminio y pavorosos hundimientos el pataleo epiléptico de los combatientes. ¡Cañón contra cañón, metralla contra metralla! Tendales de heridos de este lado con brutales aullidos de dolor, muertos y más muertos; cadáveres encontrados, de través sobre las baterías, y cráneos desprendidos y pisoteados; papillas rojas y miembros mutilados y palpitantes y del otro lado la zinguizarra de los victoriosos y la marcha hacia adelante de los cantones del gobierno que cierran el círculo, de azotea saltando en azotea, entre los alaridos de triunfo y el silencio esquivo y siniestro de los que yacen sin vida. Todos los zumbidos, todos los rechinamientos; reboatos de descargas, crujir de maderámenes en pedazos; zambullidas ruidosas de techos que se hunden, temblores de desmoronamientos, resoplidos, chirriar y mugir de llamaradas, un vaivén espantable de todas las cosas en ondulación infernal. ¡Aquí Desiderio como un espectro, allá Desiderio; más allá! ¡Más allá! De pie sobre los cañones, encaramado con toda su alta persona sobre los parapetos, descargando su revólver, llevando a empujones a la pelea a los que retroceden, sanguinario y demente, aquí y allá, en todas partes, una luz mala veloz, al lado de todos los grupos, una lívida sombra con rugir intrépido y estentórea palabra, un monomaníaco de la ubicuidad y del homicidio. A medida que el gobierno cierra el anillo en el círculo implacable de fuego, crece el furor de su alma sincera. Sus gritos son feroces.
-¡A morir! ¡A morir! ¡No hay que dejarles sino cadáveres y escombro! ¡Viva la revolución!
Más lejos, rodeado de combatientes, habla D. Manuel de Paloche. Es su último discurso. Los estampidos lo interrumpen y su palabra cruza como la detonación de un anatema secular.
-¡Vamos, pues, aborígenes! ¡Vamos! ¡A los monumentos del pasado que recuerdan lo honesto, contestan todos con el silencio de las necrópolis! ¡Están quemando la historia en esta fragua! Las cenizas que quedan abonarán los campos para el extranjero que acecha a la virgen opulenta. ¡Os preparáis para entregaros! Solamente un nombre pronuncian vuestras baterías: ¡Chile! Sus guerreros meditan la ruina de la nación civilizadora. ¡Cuidado! La hemorragia extenúa y hace perder la virilidad y cuando los odios y la sangre alejen a los hermanos entre sí y mueran muchos y ya no haya fuerzas, la estrella solitaria describirá tarde o temprano, su curva de guadaña para segarnos. ¡Atención! Todavía es tiempo. ¡Sería bueno que en estos baluartes la raza que muere escribiera su último capítulo, para que fuera posible cuidar las glorias y preparar la grandeza futura! ¡Adiós! ¡Las granadas tocan la marcha fúnebre y los pueblos de América siguen el féretro que guarda los restos de la tendencia muerta! Por todas partes, de rodillas, el mundo reza por los extravíos misérrimos, mientras los tambores baten la funerala. ¡Adiós!
En este momento el horror del combate era extremo. Las casas no se veían entre el humo densísimo y mientras la fortaleza parecía reventar bajo sus baterías, el anillo se estrechaba cada vez más. La hora de la asfixia había llegado. Empezó a faltar la munición un rato después. Los cañonazos se hicieron más lentos. Se pedían cartuchos, se pedían granadas; pero los sótanos estaban vacíos. Los oficiales recomendaban no disparar tiros inútilmente. ¡A buena hora! El desaliento empezó a apoderarse de los defensores. Se pronuncia ya una palabra siniestra: «nos traicionan», mientras el gobierno sigue su fuego con implacable tenacidad. Los jefes están reunidos para deliberar. Desiderio aconseja quemar hasta el último cartucho y echarse cabeza abajo después en la vorágine de fuego y pelear a puñal. Una aureola lúgubre rodea su cabeza de iluminado. Arenga a los combatientes.
-¡Hasta morir! ¡Hasta morir! -gritan todos.
D. Manuel entra en ese momento todo manchado con sangre y detiene a Desiderio. Las dos tendencias se encontraron al fin frente a frente...
-Aquí -dijo Paloche-, cada uno tiene la vida para perderla. Eso no es una hazaña, pero es bueno que Vd. sepa que el extranjero acecha a la nación y que a ésta es preciso ahorrarle fuerzas. Después es híbrido resistir. ¡Ese gobierno, ya se lo he dicho, está muerto!
Desiderio mira un rato a su amigo, se transfigura y baja la cabeza sin decir palabra. Su alma caballeresca entristecida tiene la inefable amargura. Piensa en su patria y se apercibe entonces que era un equivocado. Por esa senda no se iba a la glorificación. La quería grande y eterna y con la pera entrecana, aplastada sobre el pecho, empezó a caminar entre los soldados como un sonámbulo inerte, en momentos en que una bandera blanca asomaba sobre la torre de la Acrópolis. El silencio había seguido a los estampidos, cuando Paloche llegaba hasta la asamblea del gobierno. Lo habían encargado de la capitulación.
-Voy a ser humano y breve -empezó D. Manuel-. Sé que estoy hablando con moribundos. La fortaleza se rinde. Quiere los honores que corresponden al valor y a la lealtad desventurada. Quiere salir sin armas; pero a banderas desplegadas. No habrá juicios, destierros, ni prisiones.
El gobierno asintió. En ese momento tenía cierto agreste tufillo a pasto fuerte, mientras en la plaza, al saberse lo del parlamento, se había producido una furiosa asonada. No querían entregar las armas ni rendirse. Vino la reyerta sangrienta. Los oficiales rompían las espadas y los soldados, agarrando por el caño a los fusiles, de arriba abajo zumbando, los hacían pedazos sobre las piedras. En medio del tumulto eran insultados los directores de la revolución. Eran felones. Habían vendido la conciencia. Algunos fueron lapidados y otros se quitaban la vida en un rincón cualquiera, antes de ser ludibrio. Los más, lentamente con la cabeza erguida sin agredir y sin miedo, pasaban a través de la muchedumbre heridos casi todos y se retiraban en silencio, mientras otros señalados como los consejeros de la entrega, a revolver defendían sus vidas. El furor de la turba había llegado a la demencia exacerbada por el dolor de la derrota, la vergüenza de la humillación y la brama del pillaje. Era una sombra demoníaca, cuyo centro la Acrópolis rompía en un concierto de amenazas y de muerte, un estrépito lleno de horror que se dilataba lejos, contaminando barricadas y cantones sobre la ciudad despavorida. En ese momento llegaba sonriendo D. Manuel de Paloche, con su serenidad de fuerte y con su tranquilo heroísmo. Los tumultuarios lo rodearon. Eran ojos feroces, gruesas mandíbulas de homicidas y lenguas facinerosas.
-Hable -le gritaban-. ¿Qué ha habido?
-Se conceden todos los honores de la guerra. Así se rinde la revolución -dijo D. Manuel con frialdad y casi con desprecio.
-¡Canalla! Nos ha vendido, rugía la multitud. Es un espía. Hablaba contra nosotros.
Entonces se oyó una voz estentórea. Un soldado gigantesco lanza una piedra y le rompe la frente.
-¡Tomá, viejo de m...! -le dice y lo atropella, en momentos en que en la plaza arreciaba la bárbara gritería, entre la lucha de la multitud jadeante. Hay una batalla alrededor de su cuerpo; suenan tiros, horrorosos lamentos y chasquidos de cuchillos que revuelven las tripas. Caen algunos muertos; los heridos se revuelcan en su sangre con ayes y contracciones de dolor. Entonces, en presencia de ese delito, cuando lo vieron a D. Manuel postrado con un agujero negro en el tórax, pálido de muerte, sostenido por Herzen, el populacho huyó en todas direcciones. Desiderio, gigantesco y lívido, llenos de iras los ojos, y la espada manchada de sangre, con todo su cuerpo había cubierto al grupo. Su rostro tenía todas las lobregueces y todos los ímpetus, mientras a sus pies, atravesado de parte a parte, yace el gigante que ha iniciado la lucha y gorgoteando en su garganta suenan los últimos estertores. Desiderio al rato se aleja y sigue caminando entre los soldados y las barricadas con su lenta ondulación de sonámbulo. Poco a poco la fortaleza queda desierta. La plaza está llena de escombros de lodo y de sangre. Los aullidos de la turba van desapareciendo a lo lejos bajo el gran sol meridiano que alumbra aquel vasto horror. Llega el silencio y detrás del paso del último revolucionario que se retira, Desiderio contempla en el fondo la masa de su pueblo en desorden y siente como un renacimiento todo alrededor, como una fiesta, que quisiera desbordarse en un torrente de alegrías.
Camina hacia su casa con las manos juntas sobre el dorso, la galera echada atrás y el ojo triste, mirando al suelo, solitario en medio de la muchedumbre indiferente, que no conoce a su ídolo. No hay aplausos, ni flores en su camino y nadie besa ya su mano benéfica. El abandono empieza; la perspectiva de la vida sola, entristecida por la ingratitud, sin el calor fecundo de la sonrisa amiga, sin la fruición de los bienhechores. Y después, en esa hora suprema, se había dispersado todo el poema de su corazón, la infinita idolatría de sus días trabajados y de las noches de insomnio tan largas e inquietas. Era la libertad de su pueblo, sepultado bajo aquellas ruinas, para que de nuevo empiece el pasado, abriendo la mazmorra sin luz y las angustias del destierro lagrimoso. En su peregrinación, los talleres lo llamaban con la voz elocuente de sus máquinas, con las cantinelas de los trabajadores, mientras las calles llenas de estruendos y de repiqueteos, no entendían la revolución. Por eso él comprendió que se había equivocado. Quería iluminar los tiempos y suscitar el heroísmo en el alma popular. Tal vez era un atávico, idólatra de alguna generosa quimera muerta, ya sin átomos y sin religión en la memoria humana. A su casa fue llegando, cruzado entristecido de una fe ya vieja y cuando entró por sus cuartos solos y vio los cuadros donde pintada estaba la efigie de los creadores de la leyenda heroica, una melancolía infinita embargó su mente, en cuyas sombras estaba escrita su noble vida que no había servido sino para la esterilidad y que no serviría en adelante para nada, que no fuese despertar la conmiseración ajena. Él era un pobre cadáver y para no incomodar, debía esconderse en su sepulcro. Entonces brilló rapidísima cerca de su sien la boca oscura de un revólver de níquel y salió el tiro. Con el estampido cayó su cuerpo para no moverse más. Desiderio, el último de los caudillos argentinos, había muerto, mientras no muy lejos de allí, sobre el campo de batalla, en pleno sol, D. Manuel de Paloche deliraba todavía con los esplendores de sus visiones para el porvenir. Herzen, arrodillado en el suelo detrás de él, lo sostenía un poco erguido, apoyándolo sobre su pecho para que respirase mejor. Tenía mucha fatiga y el aire escapaba de la herida con resoplidos siniestros. Sonreía en el delirio. Tal vez acariciaba alguna imagen de su espíritu amable y mordaz. De repente se incorpora un poco y le estrecha a Herzen la mano llamándolo.
Herzen acercó el oído a sus labios, porque la palabra no tenía fuerza.
-¡Vivan las razas! ¡Son la virtud! ¡Viva la evolución! -dijo don Manuel.
En seguida se iluminó su semblante. Sus ojos turbios, donde la muerte iba tendiendo su crespón, se agrandaron. Estaban tristes.
-¡Qué gran país éste! -murmuró-. ¡Mata a sus civilizadores!
Luego entrecerró los párpados y se estuvo quieto. La fatiga no le dejaba hablar. Tal vez recordaba sus ironías profundas en esos últimos claroscuros de su inteligencia. Parecía indicarlo un pliegue brusco de su labio inferior y algunas palabras entre dientes que apenas se oyeron. Herzen se acercó más y vio que el moribundo se reía. Una alegre visión había cruzado por su cabeza.
-¡Gran país -dijo-; pero cuánto aborigen, amigo Herzen! Hay mucho que desasnar -agregó con voz entrecortada.
En eso se sintieron agudas esquilas de clarines que tocaban diana. El gobierno entraba a la Acrópolis. Entonces D. Manuel irguió su cabeza y en un supremo esfuerzo, hundiendo los talones en el barro, se levantó, mientras Herzen de pie, lo sostenía. Con el brazo extendido y el índice lejos, Paloche era un espectro. Hizo una mueca y soltó una sonora carcajada y cuando el gobierno estuvo cerca, dijo:
-¡Pasto fuerte! ¡No se bañan, amigo Herzen! Y un rato después murmuraba sonriendo melancólicamente:
-¡Ahí van! ¡Pasto fuerte! ¡Insuficientes! ¡No se bañan, amigo Herzen!
Todos sus músculos se aflojaron. Herzen de atrás lo abrazó para que no cayera, arrastrándolo poco a poco hasta acostarlo. Su cabeza descansó a la sombra bajo un árbol corpulento. Tuvo una respiración más. Luego su tórax permaneció quieto y sus pupilas se dilataron. La muerte agitaba allí sus banderas y dentro de ese sosiego, cuando ya habían cesado las dianas, entre los rayos del sol meridiano, en el Gran Todo se desvanecía el espíritu inmortal de D. Manuel de Paloche.