Advertencia

Tan nueva es nuestra argentina patria, que el folklorismo nacional se está aún formando, y por cierto con elementos tan malos como los novelones gauchescos. En el deseo de mejorar en lo posible ese folklorismo, pan cotidiano de la imaginación del pueblo, improvisé en cortos días de vacaciones, el presente libro, sin duda harto defectuoso, pero inspirado en altos conceptos de ética y estética. Creí hacer obra de cultura... Y desgraciadamente no tuve tiempo de corregir los originales, y ni siquiera las pruebas de la primera edición, aparecida el año pasado en Barcelona; de ahí que se me deslizaran imperdonables errores...

El significativo éxito de librería que tuvo esa primera edición, a pesar de sus errores, me hacen pensar que hay materia en la novela para constituir con ella una obra estable de nuestra incipiente literatura nacional. Por esto he creído un deber enmendarla y mejorarla, limpiándola de muchos defectos...

Y así la entrego a la Biblioteca De "La Nación" para que la difunda, llenando, si cabe, el modesto fin con que fue escrita.

Carlos Octavio Bunge.
Buenos Aires, Agosto 1º de 1904.

Primera Parte

I

¡Aleluya! Terminada la ceremonia nupcial en el templo de Nuestra Señora de la Merced, en la noche del 18 de Septiembre de 1835, despedidos en la sacristía los muchos parientes y los pocos amigos, Regis y Blanca, los recién casados, llegaron, en la amplia carretela de familia, a su nido de novios.

Ella era una alma blanca y erguida como un lirio; él, una imaginación soñadora hasta el arrebato y un temperamento nervioso hasta la neurosis. Pasionista de Musset y de Byron, miembro de una generación de poetas, se había formado del matrimonio un concepto de elevada idealidad. Refundía en ese concepto el romanticismo de la época, su delicadeza idiosincrásica y el carácter sacramental que dieran al acto sus abuelos, hidalgos de Castilla.

Bajó las gradas del altar resuelto a mantenerse reservado hasta el supremo instante de la soledad, la sombra y el silencio; y como se sentía impulsivo, y entonces más que nunca, no queriendo exponerse a romper esa pasajera abstención durante el trayecto del templo hasta la casa, sus pupilas fosforescentes de amor, huían de las de su esposa... Temía que una mirada, una sola mirada, juntase las manos y los labios, dando en tierra con sus preconcebidos propósitos... Y había cierto encanto acre, cierto refinamiento de esteta en esa reserva, en la prolongación de la espera, espera que, por instantes, iba haciéndose penosa, más y más penosa, con todos los apremios de la angustia física... Ella, comprendiendo a medias esas sutilezas de poeta, era tal vez la que más sufría, contenida por su antigua altivez de patricia.

Diríase que se habían visto tanto, que se habían dicho tantas y tantas cosas durante el noviazgo, que ya nada tuvieran que decirse, ni con los ojos ni con los labios... Así vinieron todo el camino, cada cual en su rincón, sin mirarse, sin hablarse, en una atmósfera cargada, como si temieran romper aquella quietud, precursora de las grandes tormentas. Él miraba los ojos entreabiertos, por la ventanilla, sin ver lo, el panorama de la noche sobre la ciudad dormida; ella se mordía impaciente el labio con sus dientes, blancos y cortantes.

Cuando ya la exasperación de la demora iba a estallar en un doble grito, casi en un doble sollozo de amor, el carruaje se detuvo ante una casita castamente blanqueada, de techo de teja, con un primer patio español, lleno de tiestos floridos. Habían llegado. Apeáronse. Ella entró la primera y desapareció en el zaguán angosto y obscuro; él despacho al cochero, se enteró de que todo estaba en orden con una rápida mirada al patio, y mandó al criado mulato que les había esperado, que cerrara la puerta de la calle y se acostase. Luego, siguió a su esposa al interior de la casa.

Quedaron solos –¡al fin solos!– en una antesalita débilmente iluminada, de una puerta, por la luz de unas bujías que, en dos candelabros de maciza plata del Brasil, ardían en el cuarto contiguo, el dormitorio. Del patio, por otra puerta abierta, entraban el silencio de la noche, el resplandor del plenilunio y el aroma de unas florecidas matas de sangrientos claveles de Andalucía. Ella arrojó el velo y la corona de azahares sobre un sillón; él, el sombrero, el abrigo y los guantes. Ambos, la una con las manos apoyadas en una consola, el otro con las suyas en el respaldo de una silla, quedaron de pie, frente a frente, pálidos de emoción, la respiración suspendida; ella casi llorosa, él casi triunfante, los ojos en los ojos... Tales dos gladiadores que fueran a embestirse en la arena del circo.

Y como si de súbito estallase una chispa magnética, atraídos el uno hacia el otro, cayo ella sobre su pecho pasándole los brazos en derrededor del cuello; él le tomó rudamente entre las manos la deliciosa nuca... Sus miradas se confundieron en un relámpago de pasión; y sus afinidades electivas, tan largo tiempo contenidas durante el noviazgo, se sellaron sobre sus labios, que se buscaban ansiosamente en el primer beso libre, franco, sonoro, dado sin temor, sin testigos, ¡casi con ira!

...Cuando de pronto llegó a sus oídos la explosión de un tumulto, del amenazador tumulto de una patrulla rosista, que vociferaba sus mueras contra "los salvajes unitarios", ahí no más junto a las ventanas...Al oirla, en un movimiento de instintivo terror, se separaron...

–Gritan porque no hemos invitado a Rosas –observa Regis.– No es nada... Voy a verificar si están bien cerradas la puerta de calle y las ventanas.

Así lo hizo, mientras la federal patrulla se alejaba, habiendo sembrado ya su venenosa semilla de inquietud. Quedaron otra vez los novios frente a frente, dispuestos a no comentar el susto, aunque les pesara como una sombra sobre las almas. Iban a renovar el éxtasis... y los interrumpió bruscamente el insólito ruido de un reloj que, en la vecina pieza, daba la hora.

Quizás porque lo dejara sobreexcitado y predispuesto el vocerío de la patrulla, sonáronle a Regis los golpes como mazazos en el cráneo... Y en aquel instante en que iban a arrojarse, el uno en brazos del otro, separáronse otra vez, ella con la mirada baja, como avergonzada; él con los dientes apretados, como ofendido. Diríase que entre ambos habíase interpuesto un espectro.

Blanca, fruncido el ceño, ligeramente sonrosada, el busto echado hacia atrás, contó las campanadas.

–Una... dos... tres... seis... once. ¡Son las once! ¡Qué tarde hemos llegado!

Efectivamente, para aquellas épocas anormales en que el crimen político empezaba a enseñorearse de las vías de Buenos Aires durante la noche, era muy tarde. Después de las nueve, pocos intrépidos se aventuraban por las calles desiertas y obscuras como fauces de fieras. Habían llegado casi a deshora porque quisieron casarse en silencio, a las nueve, el tiempo de la cena, y porque al volver de la iglesia tuvieron que pasar a saludar a la madre de la novia, misia Mercedes, anciana cegatona que no pudo asistir a la ceremonia por sus achaques. Cuando la comitiva partiera para el templo, ella les rogó que a la vuelta fuesen a verla. La despedida de la buena señora y de Corina, una criatura huérfana, su sobrinita que la acompañaba como una hija menor, había sido larga y conmovedora.

Todo contribuía a la nerviosidad de los desposados: el recuerdo de esa despedida, el silencio, el naciente temor a las venganzas políticas de una dictadura triunfante, la neroniana dictadura de don Juan Manuel de Rosas, jefe de un partido demagogo que ya alzaba sobre el horizonte su rojo pendón...

De lejos, se oía la voz del sereno que cantaba en la calle, prolongando las notas como lamentos:

–¡Las once han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!

Algo de tétrico había en ese grito, que era como el agorero graznido de una gran ave nocturna que amenazase con la muerte a los enemigos del gobierno... En su fuero interno, Regis y Blanca no podían simpatizar con la demagogia vencedora y amenazadora...

Con sorda entonación, Regis se dijo, simplemente:

–Son las once.

Hubo una pausa extraña que interrumpió otra vez el canto del sereno, cuyas notas largas, largas, parecían un quejido de ultratumba:

–¡Las once han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!

Blanca hubiera querido hablar, decir cualquier cosa, pero no se le ocurría nada. En su mente surgió, vago aún, el fantasma del Terror, el recuerdo de los secuaces de Rosas, que ya empezaban a ejercer sus venganzas y persecuciones contra la gente culta, sus naturales enemigos. Un raro presentimiento le hizo subir el corazón a la garganta... Leve brisa cerró la puerta que comunicaba con el dormitorio, dejando a los amantes en la penumbra, bañados por la argentina claridad de la luna. Ella sintió irresistible impulso de arrojarse a los brazos del esposo, de ocultar en su pecho su cabeza, como avecilla que se refugia en el nido cuando el huracán estalla.

Y ya muy lejos, muy lejos, como eco fatídico, se oyó por tercera vez el canto del sereno:

–¡Las once han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!

Por un fenómeno de exacerbación nerviosa, los tic-tac del reloj, que antes no se oían, se empezaron a hacer sentir, metálicos, agudos.

–Es un reloj de pared que ha mandado poner mi madre en el comedor –dijo Blanca,– para sorprenderte con el regalo.

Sin responder, Regis se dirigió lenta y resueltamente, con pasos de sonámbulo, al comedor, pieza vecina donde el tic-tac le sonaba y sonaba, penetrándole como un clavo ardiendo en los tímpanos... Su esposa le seguía inquieta, con esa febril inquietud de quien espera, sin saber por qué, una revelación o una catástrofe.

A la luz de la luna, la penetrante mirada de Regis descubrió el reloj, de largo péndulo de bronce, colgado a una pared, y sonando, sonando, sonando... Le lanzo una mirada de odio, lo descolgó sin decir palabra, lo apretó en sus manos crispadas, lo arrojó al suelo con estrépito... y en sus labios se dibujó una sonrisa indefinible. El reloj hizo un crac doloroso, sus vidrios estallaron, dio dos o tres golpes dé péndulo más descompasados y desiguales como los últimos hipos de un moribundo; todo quedó otra vez en silencio. Y en el aire, vibró vaguísimo susurro, que podría bien ser el graznido de un buho o el último grito del sereno que se alejaba.

Rois dio un puntapié lanzando abajo de un mueble los restos del reloj y salió del comedor en dirección al dormitorio; tomó uno de los candelabros de plata y procedió a cerrar la única puerta abierta de la antesalita y a verificar si las demás estaban bien cerradas. Era entonces ésta una precaución necesaria, pues los disturbios políticos habían anulado la acción de la policía y una turbamulta de forajidos de la campaña asolaba la ciudad, so pretexto de descubrir y castigar conspiraciones.

Palideciendo, Blanca había espiado con femenina sagacidad los movimientos rápidos e impulsivos de su esposo, su ira contra un inocente objeto, su acto bárbaro de la destrucción del hermoso obsequio de su madre; y en su fuero interno la asaltó una duda terrible...

–¡Regis, Regis! –gritó en una exhalación de angustia. –¿Por qué has hecho eso? El reloj lo hizo poner ahí mi madre... ¿Por qué lo has roto? ¡Dios mío!

Sintiendo que sus rodillas temblaban, arrojóse a un profundo sillón, estilo imperio.

Siempre en silencio, Regis terminaba de verificar si todas las puertas estaban bien cerradas, la mirada incierta, la cabellera ligeramente en desorden... Al observarlo, cuando volvió a la antesala, sintióse Blanca más y más inmutada, dejó caer hacia atrás la cabeza, entornó los párpados... La respiración anhelante levantaba y bajaba rítmicamente sus senos... Recordaba que durante el noviazgo le habían dicho que Regis era un mal "candidato", que tenía sus rarezas, sus manías... Alguien había llegado hasta insinuarle que era "loco". Ella, muy enamorada, no había hecho caso; pero he ahí que en la noche de bodas parecía revelarse en un acto violento y absurdo...

"¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habéis engañado? pensaba, y en sus descoloridos labios vagaba una plegaria.

Regis depositó sobre una mesa el candelabro y quedó contemplándola en su postura de abandono. Sonriéndole con infinita ternura, sintió brutal deseo de tomarla por su flexible talle, de transportarla, de vivificarla abrazando su espléndido busto y de absorberle la vida por los entreabiertos labios... Con un esfuerzo doloroso se contuvo. Comprendiendo la inquietud de su esposa, le pareció mas prudente tranquilizarla primero, explicarle su acto irreflexivo y pedirle perdón... Sentóse a sus pies en un taburete, le tomó las manos, la sintió temblar bajo su caliente mirada...

–Como esposo adivino todos tus pensamientos, mi Blanca –le dijo en voz baja y con entonación monótona, firme y cariñosa.– Sé perfectamente que mi proceder te ha alarmado; que no esperabas ese incomprensible rapto de ira en nuestra noche de bodas... Todo tiene su explicación; escucha la mía y perdóname; te hablaré con sinceridad... ¡con el corazón en la mano, como siempre te he hablado, Blanca! En sus palabras había un ligero temblor, casi una humedad de lágrimas. La joven, cada vez más inquieta, aunque no le mirara, porque había cerrado los ojos, lo presentía titubeando, subyugado por histérica emoción...

–¡Te acuerdas, Blanca! –continuó,– de aquella larga enfermedad que, después de comprometernos, tanto me hizo sufrir? De allí data mi invencible horror a... ¡las campanas!

No pudo Blanca contener un ligero estremecimiento; a Regis le pareció más pálida...

–¿Recuerdas el día aquel en que fui a cenar a tu casa, afiebrado ya? Me retiré temprano. Lloviznaba. Me acosté enfermo.

En mi imaginación vibraban los más raros arabescos. Refinado en Europa, toda la barbarie gaucha me estremecía, como un acorde disonante, lenta, lentamente prolongado. Al oír proferir las violentas expresiones de odio del partido federal triunfante, creía que soñaba una roja pesadilla. Tu amor solo me sostenía en medio de un vértigo de pasiones políticas que melancolizaban mi alma joven y utopista de patricio... ¡Habíame soñado otra patria! Entonces acababa de volver, vencedor de los indios del Sur, Rosas. En Buenos Aires se le aclamaba, Héroe del Desierto. La plebe de la campaña venía con él, triunfante y ebria de odio... Las campanas de todas las iglesias saludaban al vencedor... Su repiqueteo, su continuo, su sonoro, su infernal repiqueteo sonaba en mis nervios de enfermo y de ciudadano... Porque entonces, y ahora aun, todos los argentinos estamos enfermos de una fiebre, mitad extenuación, mitad terror...

Ocurriósele a Blanca que el iniciado relato podía ser una treta de que se valía Regis para ganar tiempo sin alarmarla, vestido y listo, por si la federal patrulla que acababa de pasar vociferando amenazadoramente volviese a asaltar la casa... ¡No era prudente que los sorprendiera ya recogidos! Dejóse pues estar en su sillón, mientras el esposo, a su lado, a todas luces ganoso de terminar, continuaba:

–¡Paciencia, mi Blanca! –Eres una niña inteligente, muy inteligente... y quiero explicarte por qué he realizado acción tan inusitada en mi noche de bodas... como la de despedazar el regalo de tu madre. Para eso me veo obligado a narrarte el estado de mi espíritu aquella noche de delirio en que caí enfermo... En fin, te diré en una palabra, que la sobreexcitación general agravó mi estado particular... Cuando me acosté, me recorrían todo el cuerpo, como caravallas de hormigas, punzantes calofríos; quise dormirme, puse todo mi empeño en dormirme, y me dormí en mi desmantelado aposento de soltero... Me dormí enfermo de una doble enfermedad: mi enfermedad privada, que más tarde se diagnosticó, y mi enfermedad pública, que era como un estado de ansiosa expectativa...

Recordó entonces Blanca, aterrorizada, que un tío de su marido, don Francisco de Regis Válcena, en otro momento de gran conmoción, al perder a su mujer, había sufrido cierto pasajero ataque de locura en forma de interminable verborragia... Precisamente, fue para no ser confundido con ese su tío, que era también su padrino. Y su homónimo, por el que el joven, de acuerdo con los suyos, había reducido su nombre de pila al simple y eufónico diminutivo de "Regis".

–Haría un cuarto de hora que dormía, o dormitaban, mejor dicho, bajo el peso de febril pesadilla, cuando me despertó el tañido de las campanas de una iglesia vecina, que daba las doce. Principié a contar las campanadas: cinco... diez... doce... trece... veinte... cincuenta... Parecía como que una y otra iglesia se respondían enextinguible campaneo... Una a una, iban llamando todas las iglesias de la ciudad, lúgubremente, en la lluvia y la noche. Cada vez aumentaba más su diabólico ruido, y más y más y más... Encendí luz, me revolqué entre las sábanas, me tapé los oídos con ambas manos, me puse a pasear sobresaltado por el cuarto... las campanas seguían in crescendo, in crescendo!

Como para contener la confesión, Blanca extendió sus brazos suplicantes; Regis prosiguió sin mirarla, animándose poco a poco:

–¡Mi pesadilla era horrorosa! ¡Me volvía loco! Desperté a mi criado, le hice levantarse pronto y le pregunté si oía el tañer de todas las campànas de la ciudad... Me miró con asombro, creyendo que yo me burlaba de él, me repuso que no, y se retiró a dormir, malhumorado, sin esperar a que yo se lo ordenara. En tanto, en mi cerebro, como si estuviera hueco, resonaban los campanazos siempre en aumento, en aumento... Tocaban a ánimas, a misa, a muerto, a rebato, a alarma, a maitines, a gloria, todo a un tiempo, a un tiempo, a un tiempo... ¿Dormir? Era imposible en aquel suplicio de ruidos fantásticos... Desolado, me levanté... Daba vueltas en la pieza, a grandes pasos, como una fiera enjaulada y hambrienta... Corría, corría, y el estruendo, en vez de alejarse de mí se acercaba, se acercaba... ¡Y lo más extraordinario del caso era que yo comprendía que aquello era falso, que era ilusión de mis sentidos! Así pasaron horas y horas... Yo no me atrevía a despertar a nadie, esperando de un momento a otro el Silencio. ¡Oh, qué cosa más grata que el Silencio! ¿Tú no oyes el Silencio?

Dejo Blanca caer los brazos, como muertos, y fijó en el techo tan angustiosa, tan angustiosa mirada, que sus ojos parecían de vidrio. Las palabras de su esposo la convencían de su locura, de la locura de su amado, su único hombre...

–Todas las campanas del mundo se habían echado a vuelo en mis pobres tímpanos. Todos los suplicios del mundo escarbaban en mis oídos. No hubo medio que no intentara para arrancar de mí aquel horrísono, aquel infinito chirrido. Sumergía la cabeza en agua fría; cubríamela con almohadas; me la envolvía en los colchones; me hacía el muerto... Tapéme los oídos con cera: ¡oía más y mejor! Reía, gemía, lloraba... ¡Moríame! Y lo más espeluznante era que yo me daba cuenta de que aquellas campanas me sonaban a mí solo, ¡que eran mis campanas! Me creí loco, irremisiblemente loco, furiosamente loco.

En mi desesperación, me acordaba de ti, de mis padres, de los míos; y me apretaba, me apretaba la cabeza entre las manos, como si quisiera romperla; y tan frágil me parecía, que esperaba de un momento a otro su crujido, como si fuera un vaso de cristal. No sé cómo me vestí, qué idea inenarrable se clavó en mis sienes...

Resultó que cargué una pistola, la metí en el cinto, y salí a la calle con aquel horrible tiempo resuelto a... ¡a matar mis campanas! ¡A matar mis campanas!

Blanca lanzó un grito sordo por sus entrecerrados labios y quiso levantarse y huir, trémula, aterrada; contúvola Regis y siguió, con vibrante voz:

–Anduve vagando desesperadamente por las calles, en el fango, bajo la lluvia, calado hasta los huesos, inconsciente a todo lo que no fuera el prolongado trueno de mis campanas. Los serenos no me veían gracias a los mares de lluvia, y sólo los perros me ladraban. Alguno debió arrancar jirones de mi ropa y clavar, sin que yo lo sintiera, sus dientes en mis carnes... Anduve hasta por los suburbios, huyendo, huyendo, huyendo siempre del ruido que iba conmigo mismo, tenaz como un demonio que lleva una alma condenada... Cuando amaneció una aurora lúgubre me encontré, sin saber cómo, ante la puerta del doctor Alcorta, tiritando, próximo a desplomarme. Llamé, me abrieron; hice levantar al médico y le dije: "Estoy loco. Mi locura amenaza hacerse furiosa. –¡Enciérreme, enchaléqueme! "Con intenso asombro observó el doctor mi extraña catadura, pues yo estaba desgarrado, empapado, sangriento, moribundo... Él parecía no haber visto nunca un loco de este género... Llamó a su sirviente, dio ciertas órdenes y me preguntó: "¿Qué tiene usted mi amigo? ¿Qué siente?" En un arrebato de furia eché a rodar una mesa de un puñetazo, saqué una pistola, y, con los ojos fuera de sus órbitas, le dije: ¿Qué tengo? ¿Qué siento? –¡Tengo, siento mis campanas! ¡Todas las campanas están llamando en mis oídos! ¡Cúreme o me mato! Lo que pasó después, yo no lo sé; tú debes saberlo, Blanca...

La joven esposa, que bebía, hinoptizada, ese extraño relato, no contestó...

–¡Lo demás, tú lo sabes, Blanca! Me dio un síncope y me llevaron enfermísimo a casa. Había estado delirando con muy alta fiebre. Tres días estuve entre la vida y la muerte. Cuando volví en mí, estaba ya fuera de peligro. Me vi en mi cama, rodeado de mi familia, y mi primer cuidado fue llamarte... Parece que tú espiabas ese llamamiento, pues a pesar de los murmullos acerca de mi nerviosidad –vamos... ¡de mi locura!– desoyendo a tu madre, desafiando las conveniencias sociales, viniste hacia mí y tomaste mis manos entre las tuyas... ¡Desde ese instante, mi convalecencia fue rápida! En mi noche sombría, tú fuiste la estrella que me guiara hacia la Vida y la Felicidad...

Involuntariamente, sonrióse Blanca.

–¡Pero no me olvido, nunca podré olvidar mis campanas! ¡Odio las campanas! Cada vez que oigo sonar una me vuelve a la mente el pavoroso recuerdo de mi delirio y de mis horas de fiebre... Así, debes comprender que no puedo tolerar en mi casa relojes con campanas... ¡Perdóname! Esta es mi pequeña manía... –¡Sonó tan intempestivamente el reloj de tu madre! ¿Quién lo hubiera aguantado en mi caso? ¿Quién no tiene sus campanas? ¡Las mías son tan inofensivas! ¡Y tan incómodas las tienen otros: quienes en la política, quienes en la literatura, quienes en el vicio! Mira a nuestros amigos y conocidos: Echeverría las tiene en la poesía, Alberdi en su metafísica, en su ambición Rosas... ¡Pero mis campanas son tan simples! ¡Son mis únicas campanas! No tendrás, oh mi mujercita, que aguantarme otras... ¡Y las hay mortales!

Aquí, terminado que hubo, echóse Regis a los pies de su esposa... Ella, que conforme le escuchaba iba reponíéndose, pasóle la mano por la cabeza, como si alisara la sedosa piel de un gato en silencio, con serenidad de reina que sabe perdonar. Coronaba su alta y pálida figura, a modo de diadema, la negra masa de sus cabellos. Y sus claros ojos de patricia acusaban noble estirpe de antiguos conquistadores visigodos.

–Ahora, Blanca mía, de rodillas te lo pido, ¿me disculpas mis campanas?

Y como ella no le respondiera, Regis prosiguió exaltándose más y más, inconsciente del calor de sus frases, conteniendo la caricia que le hormigueaba en la sangre:

–Mírame, Blanca, mi Blanca, ¿Qué hallas en mí para no perdonarme, si todo lo que hay en mí eres tú misma? El mundo, la libertad, la vida, todo lo que he pospuesto a ti en mis afectos... ¡Es necesario que me comprendas! ¡Si queda el concepto de Dios en mi espíritu sobre todas las cosas, es porque pienso que Dios ha colocado en un hombre como yo, en un pobre y pequeño hombre, pasión tan pura y tan intensa! Dicen mis: amigos que soy el más capaz de entre ellos... ¡Pues yo no quiero el Talento porque me basta el Amor! Y si venero a Dios es porque venero en ti la bondad de Dios; y si amo a mi patria y a los míos, es porque encuentro en ti un reflejo de los míos y de la patria... ¡Blanca, Blanca! Todo lo que hay en mí es tuyo. Cada gota de mi sangre, es tuya. Cada fibra de mis nervios es tuya. Tuyos son cada sentimiento, cada idea, cada ideal de mí espíritu. ¡Tú eres la mejor parte de mí mismo! ¡Tú lo eres todo en mí mismo! Y ahora... Blanca, mi Blanca, ¿me has comprendido? ¿Me perdonas mis campanas?

Ante su ansiosa mirada, Blanca bajó los ojos, húmedos de felicidad... ¡Al fin había comprendido! El color volvía a sus mejillas; sus manos recuperaban el calor y la vida; y sus labios, otra vez rojos, dibujaron una amable sonrisa que parecía decir: "¡Gracias, Dios mío, de que haya pasado por mí este cáliz de amargura! ¡Gracias, mi esposo! ¡Te entiendo al fin, porque has disipado mis dudas más íntimas, y te perdono tus campanas! Si no te las disculpase, ¿podríamos vivir felices? ¡Cuán desgraciados los esposos que no se sepan perdonar sus pequeñas manías! Me has jurado que no tienes ni tendrás otras... ¡Gracias, mi Dios, gracias! "Entonces sus callados labios se encontraron otra vez reanudando el beso interrumpido, el beso al rojo blanco el beso eterno: el primer beso de desposados... ¡Aleluya!

Y escuchóse de nuevo la voz del sereno, que cantaba:

–¡Las doce han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes inmundos unitarios!

Y de súbito interrumpióse nuevamente el silencio de la noche por el pesado traqueteo de una numerosa cabalgata que llegaba por la calle a galope tendido y paraba ante la puerta de la casa... Oyeronse ruido de espuelas y broncos juramentos de soldados... Los vidrios temblaron sonoramente por unos violentos aldabonazos que se daban en la casa contigua, ocupada por don Valentín Válcena, el padre de Regis, y su familia.

–¡En nombre de Su Excelencia el Ilustre Restaurador de las Leyes, abran! –gritaron los de afuera, intercalando soeces interjecciones y golpeando la puerta como si quisieran forzarla.

Trémula voz de mujer respondió desde adentro.

–¡Un momento! Ya va.

II

En un céntrico paraje de la ciudad de Buenos Aires, sobre las calles de la Victoria y del Empedrado, poseía don Valentín Válcena una ancha propiedad de edificación antigua, de un solo piso y techo de teja. En la esquina funcionaba, bajo su dirección, un establecimiento comercial; una "tienda" al estilo de la época, en la que se vendían, por mayor y menor, variadísimas clases de artículos: telas, muebles, comestibles. A la calle del Empedrado daba frente la espaciosa casa colonial de la familia; familia compuesta por don Valentín, su hermana doña Dámasa, solterona, su señora doña Mauricía Villalta, cinco hijos varones (de los cuales estaba entonces uno ausente) y tres niñas. Después de Regis y del ausente, los dos mayores eran Silvio, estudiante de derecho, y Alicia, ya señorita. Pared por medio había hecho construir el señor Válcena una linda casita para que la habitara Francisco de Regis, su hijo mayor, cuando casase con Blanca Castellanos, entonces su prometida. Los tres edificios (el almacén, el caserón de la familia y el nido de los novios), se comunicaban por dentro, por los jardines del fondo, plantados de higueras; lo cual facilitaba la vida de familia y la inspección de la "tienda", que en breve quedaría a cargo exclusivo de Regis. En aquellos tiempos, ambas circunstancias eran atendibles. La primera, porque, no haciéndose casi vida social, las personas necesitaban más de la vida de familia para distender sus nervios. La segunda, porque, no habiendo policía bien organizada, cada comerciante debía velar por sí sobre sus mercaderías. Era uno de los rasgos de la época: cada cual por sí y el Gobierno fuerte por todos...

Ese Gobierno fuerte era el segundo de Juan Manuel de Rosas, el prestigioso caudillo de la campana, en cuyas manos había depositado la Sala de Representantes la "Suma del Poder Público". Después de reiteradas renuncias fingidas, habíase hecho cargo de tal poder el 13 de Abril de 1835. Cinco meses habrían pasado desde esa fecha, y el caudillo preludiaba ya el régimen del Terror, como único medio de retener, contra la oposición, el omnímodo mando.

Los espíritus cultos, sorprendidos por sangrientas y grotescas arbitrariedades, sentían pesar sobre la ciudad una como garra invisible; pero ¡ay de los que se rebelaban! Amenazábalos la destitución, el destierro, la cárcel, acaso el fusilamiento o el asesinato... Aunque Rosas no había dado sino el primer paso, ¿qué lo detendría una vez lanzado en la pendiente de la dictadura por el Terror?, Este problema llenaba de inquietud todas las imaginaciones; respirábase ese aire cargado que precede al simún en el desierto.

De vuelta de la ceremonia religiosa del casamiento de Regis y Blanca, la familia se había reunido en el patio, sentados todos en hemiciclo, bajo los naranjos prematuramente en flor aquel año, pues los calores habían anticipado la primavera.

Reinaba un viento caliente del Nordeste, que traía en sus alas ciertas vagas y acres emanaciones de los trópicos, de esas que exasperan los nervios de los temperamentos impresionables. En silencio, bien cerradas las puertas y ventanas exteriores –¡prudencia indispensable!– el capitoso perfume de los azahares esparcíase en hondas refrescantes. La reunión era de rigurosa intimidad. Estaban en familia. No había sino dos visitas, que podían considerarse como personas de la casa: Gabriel Villalta, primo carnal de la Válcena e inseparable compañero de estudios de Silvio, y Alberto Riglet, presunto novio de Alicia. Punto menos que en secreto, dos temas se comentaban: la boda, y la política.

Porque la gente sólo comentaba entonces la política en el seno de la familia, cuchicheando al oído cuando los negros del servicio, espías posibles, se detenían a escuchar...

–Se han casado de noche, tarde, en privado, y o la francesa –observaba Villalta, con su tono alegre y zumbón característico. –los amigos de Manuelita Rosas nos van a criticar. Lo merecemos.

Por broma, Alberto Riglet asintió.

La observación tenía, sin embargo, un grave retintín. En esos tiempos de lucha, la boda privada, sin invitarse al dictador, a Rosas, al "Ilustre Restaurador de las Leyes e Instituciones" y a los suyos, con quienes la familia de Válcena tenía amistad y hasta un lejano parentesco, podía importar algo como un desacato. Y otro desacato podría ser el casamiento "a la francesa", en épocas en que ciertas reclamaciones del cónsul francés inspiraban ya a la gente "federal" honda antipatía hacia Francia.

–Blanca está de luto por su padre –se apresuró a decir doña Mauricia, –y por lo tanto no es de extrañar que no hayamos invitado a nuestras relaciones.

–El casamiento no ha sido a la francesa, como dices tú, Gabriel –agregó alguien.– Yo no sé qué puede entenderse por casamiento "a la francesa"... En todo el mundo la gente se casa lo mismo... Di más bien que Regis y Blanca se han casado "á la inglesa", como nos cuenta que se casan en su tierra míster Mendeville, el cónsul inglés.

Esta aclaración era prudente. Si los federales estaban muy disgustados con los franceses (a quienes más adelante llamarían "chanchos", y a su rey Luis Felipe, el "Rey Guarda-Chanchos), en cambio Rosas simpatizaba con el representante de S. M. B... Todos quedaron, pues, convencidos de que debían propalar que el casamiento había sido "a la inglesa", aunque nadie supiera en qué consistía casarse a la inglesa. Y con esta idea algunos suspiraron, como si eso les quitase un peso de encima.

Alicia, a quien llamaban por el diminutivo de "Licia", aun alarmada, observó aparte a Riglet, su rendido adorador:

–¡Cuidado con repetir eso de "a la francesa", que por un descuido puede divulgarse!

Alberto se alzó de hombros, como respondiendo que él no era capaz de semejantes indiscreciones, y que aunque había asentido a la observación de Gabriel, esta observación era una broma, y de mal gusto.

Conmovida aún por el casamiento de su hijo mayor y quizás predilecto, con los ojos enrojecidos por el llanto, doña Mauricia exclamó, sencillamente:

–¡Dios nos proteja! Todos guardaron silencio, ensimismado cada cual en sus propios pensamientos. Había en el aire un algo de hostil, como si el fantasma del Presentimiento estuviera allí y les insinuase al oído frases obscuras e inquietantes; como si el espíritu del tiempo, de un tiempo de abusos y tiranía aun incipientes, se apareciese a enfriar las expansiones afectuosas; tal, en el festín de Macbeth, la sombra de Banko...

Alberto Riglet pensó en retirarse, siendo tarde entonces cualquier hora de la noche; pero se contuvo, mirando con expresión de cariño y temor el rostro de Licia... Diríase que el invisible fantasma lo retenía. Además, Regis y Blanca, que de la iglesia habían pasado a saludar a la madre de ésta, la vieja señora viuda, no habían vuelto aún; los oídos aguzados esperaban con ansía oírles llegar a la casita contigua... El criado de Regis estaba encargado de avisarles, por la puerta de comunicación del fondo, cuando arribaran.

En el silencio, llegaba de una puerta interior el monótono murmullo de una mujer que hacía rezar a un niño. Era la tía Dámasa, que dictaba en voz alta todas las noches sus oraciones cotidianas a Tito, su sobrino y ahijado queridísimo, el chico menor y mimado, el Benjamín de la casa, de once años de edad, que distraída y dócilmente las repetía.

–¡Falta el Credo, tía! –se oyó que objetaba el niño al terminar el Bendito.

–Pero ¿qué te pasa? –regañaba la tía– Ya hemos repetido dos veces tu Credo; si rezas así, papando moscas, la oración no vale y la Virgen Santísima te castigará por falta de devoción, Tito. Por esta noche basta. Persígnate.

El niño se persignó; dio un sonoro beso a su tía, y, cuando ésta apagó la luz, gritó para que le oyeran sus padres desde el patio:

–¡La bendición, papá! ¡La bendición, mamá! –Buenas noches, hijito, duerme –contestó doña Mauricia.

Panchito, el negro, pasó, descalzo y sigiloso, una bandeja con refrescos.

La tía Dámasa vino a sentarse, silenciosa, en el hemiciclo, bajo los naranjos en flor.

Y sonó una nota destemplada en aquella atmósfera de vaga expectativa: Licia, que reía de algo que le decía Alberto al oído... Doña Mauricia, tan complaciente siempre con la alegría de los demás y especialmente de sus hijos, la miró con severidad, acaso sin saber bien por qué, como si el buen humor le disonase en ese momento, haciéndola ruborizar... La brisa hacía mover las luces de las lámparas, que al proyectar sobre las paredes, las sombras de los árboles dibujaban extraños y temblorosos arabescos.

–¡Todavía no vuelven! –exclamó doña Mauricia, alarmada, como hablándose a sí misma.

Oyóse el chirriar de un grillo que, a saltos descompasados, se acercaba a la luz. Nadie le prestó atención.

–Ya volverán, mujer –replicó don Valentín a su señora, sin poder disimular también cierta inquietud.– ¿Qué puede haberles pasado?

–Nosotros ya hace media hora que hemos vuelto replicó a media voz la matrona.

–Sí, pero tú debes saber, mamá –observó Clarita, la niña menor, una charlatana que a duras penas contenía su lengua, que misia Mercedes quiso que fueran de la iglesia a su casa, a despedirse allí de ella... ¡Estaba tan triste por su luto y la separación de su hija y sus achaques, sus cataratas en los ojos! Porque tú sabes que está bastante ciega... ¡Todavía estará abrazándolos y llorando!

Alberto sacó el reloj y miró la hora: eran ya las once. Parecióle que ya podrían estar de vuelta los novios. Levantóse, fue a informarse por el fondo, volvió y nada dijo... Nada le preguntaron tampoco, porque todos tenían conciencia de que aun no habían vuelto. Un murmullo lejano, muy lejano, exasperó más los nervios, ya tan tirantes... Pero, como si este murmullo anunciara la llegada de los desposados, se distinguió el ruido de la pesada carretela que se acercaba al trote por la calle del Empedrado. Todos los rostros se animaron de tranquilizadora alegría. De nuevo se escuchó el suave crujir de una mecedora, antes inmoble.

–¡Ahí llegan! –exclamó doña Mauricia, poniéndose de pie a pesar de su gordura y de su calma habitual.

–Quédate ahí, mujer –le observó su esposo;– ya te has despedido de ellos.

¡Déjalos en paz esta noche! Mañana podrás verlos hasta cansarte.

–Si es que ellos se dejan ver –murmuró entro dientes Riglet, mirando en los ojos a Licia, la encantadora niña mayor...

Doña Mauricia se sentó con los ojos húmedos y volvió a suspirar, por centésima vez, en aquella noche de emociones.

–No es para tanto, señora –le objetó don Valentín, con forzada sonrisa, conmovido él también, acaso por contagio.

En la quietud de la espera, los alertas tímpanos de los circunstantes sintieron apearse a los novios, despachar la carretela, entrar, cerrar las puertas...

Aun tenían tendidos los oídos cuando pasó la patrulla federal vociferando sus vivas y sus mueras. Rápido estremecimiento corrió otra vez por todos los nervios, como si pertenecieran a un solo cuerpo. Nadie se atrevió a hablar por el momento; diríase que temían no fueran escuchadas sus palabras en el tremendo vocerío de intensa espera que rebullía en el silencio...

Aun duraba éste cuando vibró el lejano eco de la voz del sereno, que, rondando por el orden público, prolongaba en trémolos melancólicos su peculiarísimo canto:

–¡Las once han dado y sereno! ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva la Federación!

Doña Mauricia volvió a suspirar, y la tía Dámasa, como un eco, exclamando a su vez, sotto voce:

–¡Dios nos proteja!

Silvio, el estudiante de derecho, mozo de unos veinte años, fogoso, inteligente, aunque aficionado a la contradicción y a las ideas propias hasta la paradoja, miembro, así como su primo Gabriel, de un selecto grupo de jóvenes intelectuales, en el que sobresalían un tal Echeverría y un tal Alberdi, no pudo contener un movimiento de impaciencia:

–¿Dios nos proteja? ¿De qué? –exclamó abruptamente. Pero fue interrumpido por la voz de Tito, que gritaba de adentro, acostado en su cama: –¡Yo quiero darles las buenas noches a Regis y a Blanca!

–Mañana los verás –respondióle su madre. –Hoy duerme.

–Si no duermes –añadió la tía Dámasa– te voy a encerrar a obscuras.

–¡Buenas noches, madrina! –gritó entonces el chico a la tía.

–Buenas noches –respondióle ésta, secamente.

Como callara el niño, continuó Silvio:

–¿Dios nos proteja? ¿De qué? ¿Que Dios nos proteja contra las violencias del dictador Rosas, es lo que quieres decir tú, mamá? ¿Qué tenemos que temer nosotros, pacíficos ciudadanos, que nunca nos hemos inmiscuido en política? Se dice que el dictador está "amasando con sangre su gobierno"... ¿Es posible, me pregunto yo, que se afiance algún gobierno en esta época de crisis y en esta bendita tierra semibárbara sino por la sangre y el escarmiento?, ¡Y bien necesitamos un gobierno fuerte! ¿Qué sería de nosotros si continuáramos entregados a la anarquía, esa furia que nos desgarra las entrañas?

–¡Estás bien elocuente, Silvio! –interrumpió Alberto, a una burlona seña de Alicia.

–Y tanto –agregó ésta– que quizá convenga hacerte notar que no estamos en la clase del doctor Alcorta.

Mirando a otro lado, Gabriel callaba. Convencido republicano en política y celoso católico en religión, solía disentir hondamente con Silvio. Por eso callaba, temeroso de reanudar una polémica que en más de un momento enfrió su fraternal amistad para con el primo e intelectual compañero. ¿A qué discutir otra vez, sino podían entenderse? Limitóse pues a manifestar su radical desaprobación canturreando entro dientes, a Laura y a Clarita, una "milonga" que, a juzgar por la gracia que causaba a las chicas, bien graciosa debía ser. A quien maldita la gracia que le hizo, así como las observaciones de Riglet y de Licia, fue a Silvio, que, espoleado, continuó con mayores bríos, como si nada oyera:

–Por el Norte se nos prepara la guerra con Bolivia. Por el Oeste, y el Sur nos acosan los indios. Por el Este Ribera, Oribe, el Brasil... Francia nos amenaza... El gabinete británico intriga por medio de sus cónsules, ¡y ya sabemos cuánto codicia estas tierras! ¡Buena prueba nos acaba de dar de su ambición, robándonos las islas Malvinas! Esto por fuera. Por dentro, la nación segregada, herida, dividida en feudos salvajes, los unos en guerra con los otros, y todos en sorda hostilidad contra Buenos Aires, la hacendada, la orgullosa, ¡la que quería el gobierno unitario para imponer su voluntad a las demás! Y todavía, como si todo eso no bastara, las guerras civiles y las sequías y las inundaciones han mermado lamentablemente las últimas cosechas, las carnes y los cueros... ¿Qué, hacer en esta situación difícil? ¿Cuál provincia, como un hermano mayor, debe asumir ante el extranjero la representación de la nación, sino Buenos Aires? ¿Y cómo? ¿Por las utopías unitarias? ¡Hay que solidificar un gobierno local, porteño, dentro del federalismo impuesto por los caudillos del interior! Y no hay otro medio de afianzarlo sino la Fuerza.

Callóse un momento el estudiante, para tomar resuello. Visiblemente, a todos molestaba que la conversación familiar subiese a tan alto diapasón. Desaprobaban con silencioso gesto el desborde oratorio. Y aunque acaso en su fuero interno admirase enorgullecido la generosa vivacidad de su hijo, quien más descontento se mostraba era don Valentín, celoso de su autoridad, desconocida al parecer por aquella palabra rebelde. No obstante, Silvio prosiguió, sin poderse contener, excitándose por grados como le acontecía en sus raptos de entusiasmo, a modo de un joven potro que, huyendo a través de las pampas, cuanto más corre más acelera su carrera:

–Sí. Ese Gobierno fuerte, que es una necesidad fatal, no puede afianzarse sino por la Fuerza... ¡Por la Fuerza, contra los partidos enemigos de la misma provincia! ¡Por la Fuerza, contra los enemigos caudillos de las demás provincias, que vienen a robarnos nuestras haciendas hasta la plaza de la Victoria! ¡Por la Fuerza, contra las agresiones del extranjero, que nos desprecia, nos insulta y nos codicia! ¡Esta es la situación, que los calzonudos miopes del Cabildo no pueden ni quieren ver! El pueblo porteño, la plebe rural, el gauchaje analfabeto, con Rosas a la cabeza, esos sí tienen el instinto, si no la conciencia de nuestras miserias: ¡porque tienen más corazón! Rascóse perplejo su venerable calva don Valentín; pensaba si él, que hubo de ser cabildante en el año 1819, no era casi uno de esos "calzonudos miopes", a los cuales pertenecían indudablemente sus principales amigos, los que se reunían casi todas las tardes a tomar mate en casa de don Blas Santana... En doña Mauricia, las ideas de su hijo Silvio, tan vehementemente expresadas, producían dos impresiones contradictorias... Por una parte, alegrábase de que este muchacho, tan inteligente y bueno como impulsivo y fogoso, se separase de las audaces ideas antirrosistas de sus amigos Villalta, Burgos, Alberdi, Echeverría, Frías y otros, a quienes, con sus ojos maternales, veía acechados por ocultos peligros. Pero, por otra parte, sentía también una secreta amargura al ver a Silvio del lado del dictador, contra lo que ella llamaba la "gente decente"... Y optó por no decir nada, dejando correr vagamente sus resquemores.

Cuando Silvio pensaba proseguir su pedantesca arenga, sosteniendo que el pueblo no estaba preparado para las instituciones democráticas; que la inercia y la ignorancia de las masas imponían la dictadura como una dolorosa necesidad... interrumpiéronle, casi al propio tiempo, un ademán imperioso de su padre para que callase, una carcajada de Alberto Riglet, a quien Licia había dicho algo muy chusco en voz baja, y la irrupción de Tito en el patio...

Nervioso por la boda y desvelado por la conversación, el chicuelo no pudo aguantar tranquilo más tiempo. Saltó sigilosamente de la cama, calzóse y púsose un abrigo de lana blanca que caía de sus hombros sobre el camisón de dormir a modo de túnica griega; y así ataviado, se presentaba buscando refugio en las rodillas de su madre y mirando a todos con esa sonrisa graciosa peculiar de los niños mimados que esperan siempre el perdón de sus travesuras.

–¿Qué es esto? –exclamó severamente el padre.– ¡A la cama, pronto!

–No me voy a resfriar, papá, porque estoy bien abrigado –dijo con voz suplicante el chico, envolviéndose con el pañolón. –¡Déjame un ratito, por favor!

Tenían todos demasiado tirantes los nervios para discutir con Tito, y le dejaron allí, por el momento; la misma tía Dámasa, con toda su inquisítorial severidad, hizo como si no le viera... Tito le agradeció su benevolencia haciéndole morisquetas cuando, por distracción, ella diera vuelta, la cara hacia su lado.

–¡Este chico está insoportable! ¡Así no se puede educar, si todos le miman! –rezongó la solterona, quien hubiera acaso deseado ser la única persona con derecho de mimar a su ahijado y de reñirle.

Este llevó su audacia hasta pedir a Pancho, el negrito que les servía, y con alta y muy grave autoridad, "un mate de leche con mucho azúcar", que el criado, en vista de que nadie lo prohibiera, se lo sirvió, sonriendo con sus dientes blancos:

–¡Aquí lo tiene, amito, con muchísimo, muchísimo achuca!

–Dicen que Rosas es un malvado, un pillo, un loco –prosiguió al rato Silvio, sin poder guardar más silencio.– Puede que lo sea; pero hasta ahora se ha portado como un hombre hábil y cuerdo, que sabe donde ajusta la bota, de potro que calza. Yo quisiera ver qué harían en su lugar los que hablan... No se puede obrar en estas circunstancias sino con mano de hierro, acaso a sangre y fuego, ¡y hay que obrar! Puede que el Sumo Poder le maree, ¡pero ese marco de sangre es un accidente!

–¡Un accidente! ¡Un accidente! –interrumpió con impaciencia don Valentín.

–¡Desgraciados de nosotros si nos anegase ese marco!

–Esas crueldades no importan mucho a la historia, papá –prosiguió Silvio,– cuando la salus populi...

–Sí importa, sí importa –interrumpió enérgicamente Tito, deseoso de apoyar con su importante opinión la de su padre.

–¿Porqué, Tito? –le preguntó Alberto Riglet.

–¡Porque Rosas es un gancho malo! –contestó éste triunfante.– Yo no lo quiero nada. ¡Es un asesino!

La opinión de Tito cayó como bomba... ¿Dónde la había oído el niño? Indudablemente era prematura; pero todos abrigaban precisamente el secreto temor de que el dictador no fuera sino eso, un gaucho malo, siempre pronto a convertirse, según sus impulsos, en asesino... Y Tito se prendió ávidamente a la bombilla de su mate, para gozar, al mismo tiempo, del mucho azúcar de éste, que ya estaba bastante frío, y de su triunfo oratorio.

–No está caliente, amito –observóle el negrillo.– ¡Está bien! –repuso Tito, con dignidad de oidor.

Mas no pudo concluir su mate porque, alarmados todos con su imprudente frase, le increparon. Él comprendió que había soltado una necedad, una necedad tan grande como una "mala palabra", y se sintió próximo al llanto. Entonces don Valentín en persona le llevó a su cuarto y allí le prohibió terminantemente que repitiese, en público o en privado, lo que, sobre Rosas había dicho, amenazándole con serios castigos si reincidía. Acostóse él chico y se durmió lloriqueando.

–¡Hay que corregir a este muchachito! –dijo Carlos, un muchachón de diez y siete años, uno de los tantos de la familia, física y moralmente vivo retrato de su padre.

Al volver don Valentín a sentarse en el hemiciclo, reinaba de nuevo el silencio. Todos habían quedado molestos con las palabras de Tito. La tía Dámasa dió las buenas noches y se retiró, porque iría al día siguiente a la misa de seis a la iglesia de Monserrat. Carlos, Laura y Clarita, que muy poco o nada habían terciado en la conversación, como que en aquel tiempo los jóvenes de esa edad debían callar ante sus mayores mientras no fueran, interrogados, despidiéronse besando uno a uno a sus padres en la frente, y se retiraron a sus aposentos. Quedaron don Valentín, doña Mauricia, Alicia, Silvio, Gabriel y Alberto Riglet, prolongando la tertulia, animados todos por la conversación y por sus respectivas preocupaciones.

Y volvióse a oír la voz del sereno, larga, triste, fantástica en las soledades de la noche: –¡Las doce han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes inmundos unitarios!

E interrumpióse aquí también de pronto el silencio de la noche por el pesado traqueteo de una cabalgata que venía por las calles desiertas... Todos aguzaron los oídos, suspendiendo la respiración en nerviosa expectativa. Villalta y Riglet, que iban a despedirse en ese momento, acercáronse a la puerta a escuchar... Allí mismo, ante la casa, detúvose la cabalgata; oyóse el piatar de los caballos y los broncos juramentos de la soldadesca...

Como tocados de un resorte, pusiéronse todos de pie, aterrorizados ya... Violentos aldabonazos hicieron temblar y retemblar los vidrios de la casa...

–¡En nombre de Su Excelencia, el Ilustre Restaurador de las Leyes, abran! –gritaron los de afuera.

Sorprendidos los de adentro, nadie contestó en el primer instante... Se sintió crecer como una marea, con sus murmullos de blasfemias, la impaciencia de los de afuera... Sin más ni más, atropellaron éstos la puerta como para forzarla... Una voz imperiosa les contuvo...

Alicia fue la primera que respondió, trémulamente, colocándose junto a su madre:

–¡Un momento! Ya va.

Y Silvio abrió la puerta.

Entró sólo un vejete emponchado y de bombachas rojas, cuyo quepi ostentaba galones de coronel. Al reconocer en él a don Manuel Corvalán, edecán de Su Excelencia Rosas, adelantóse don Valentín a recibirle, extendiéndole afectuosamente la mano. Toda la familia esperaba de pie; y en el silencio de su espera, las pesadas espuelas de hierro del militar sonaron siniestramente sobre los ladrillos, con ruido de esposas.

No sin cortedad, avanzó también éste, saludando... sus ojos parpadeaban como los de un topo traído bruscamente a la luz... Con su inesperada presencia, los antes vagos presentimientos de los Válcena cuajábanse en ideas concretas, a modo de agua que se solidifica en escarcha cuando arrecia el frío. Como de frío, todas las fibras de la familia se estremecieron; diríase que de pronto se huhiera colado, con el intruso de bombachas rojas, en la tranquila noche de primavera, una racha glacial.

Sintiendo que las rodillas se lo doblaban, doña Mauricia se desplomó sobre su asiento... Silvio ofreció una silla al coronel, quien, no oyendo acaso el ofrecimiento, quedó de pie, al parecer vacilante... El silencio hacíase cada vez, cada minuto, cada segundo, más embarazoso.

Y al fin habló Corvalán, con voz un tanto turbia: –¡No se asuste, mi compadre don Valentín! Me manda don Juan Manuel, pero no es para nada malo... Él mismo siente mucho tenerlos que molestar a hora tan avanzada... Necesita a don Regis, a quien quiere encargar no se qué comisión... honrosa y delicada... Conoce las buenas prendas y buenas letras del mozo, y desea aprovecharlas para la Santa Causa de la Federación.

Nadie se atrevió a replicar en el primer momento, palpitantes todos... Sentóse don Valentín y apretó la frente entre las manos... Y Silvio, con mucha entereza, tomó la palabra:

–Todos queremos servir en esta casa a don Juan Manuel, a quien Dios guarde, y a la Federación... Buenos federales somos, y Regis más que ninguno... Pero, señor coronel, Regis se ha casado esta misma noche... Acaba de llegar a su casa con su mujercita... ¿No seré lo mismo yo para desempeñar esa comisión del señor gobernador? Voy a tomar mi sombrero y ahora mismo nos vamos. ¡Estoy ardiendo por prestar también mis servicios de federal a don Juan Manuel!

Corvalán movió la cabeza enérgicamente:

–No, no es a usted a quien busco, Silvio, sino a su hermano... y no debo retardarme en vanas discusiones.

Como si no lo comprendiera, Silvio fue a tomar su sombrero, que tenía ahí a la mano, sobre una silla, diciendo alegremente:

–Usted no puede impedirme, don Manuel, que yo sirva como deseo a la Federación... Don Juan Manuel necesita un hombre, un joven de confianza y de estudio. Y aquí estoy yo, que de mil amores voy... –Y dando un beso en la frente a su madre, añadió: –¡Hasta mañana! Me marcho con el coronel, que Su Excelencia manda dar mar a uno de nosotros; y ¡ojalá pueda servirlo a medida de mis deseos!

Más enérgicamente aun que antes, hizo un gesto negativo el militar:

–¡No! Su Excelencia quiere a Regis y no a Silvio. ¡Tú puedes quedarte, muchacho!

En esto aparecieron Regis y Blanca, que habían venido por la comunicación del fondo al sentir a los intrusos; él firme y decidido; ella, en su traje de desposada, el peinado semideshecho por los amantes dedos de su esposo, temblando como ebúrnea paloma que siente proyectarse sobre su cabeza la sombra del halcón.

–Esta discusión no tiene objeto –afirmó Regis con su autoridad de hermano mayor. –Si Su Excelencia me manda llamar, aquí estoy para servirlo, aunque sea en la misma noche de mi casamiento. ¡Vamos!

Comprendió Regis que con Rosas no era posible discutir; todos aquellos hombres tendrían orden de proceder de viva fuerza, si él cometía la torpeza de resistirse... ¡Y sabe Dios cuáles serían los efectos de una resistencia descabellada!

–Si Su Excelencia me llama –dijo con resolución a los suyos,– es porque me necesita urgentemente, yo siempre estoy dispuesto a servirlo. No hay de qué afligirse, ¡es un honor que se me dispensa!

–¡Y hay que partir ya, en seguida, sin perder un minuto! Así son las órdenes que he recibido del señor gobernador –añadió perentoriamente el coronel, muy contento de que el joven comprendiera el caso y no se rebelara ni acudiese a dilaciones o subterfugios que sólo podrían empeorar su causa y complicar a su familia; y agrego conciliadoramente: –No tengan cuidado, mi compadre, su señora y esta hermosa niña recién casada... Don Juan Manuel tiene mucho aprecio por Regis... Probablemente, si hubiera sabido que estaba de casorio, hubiese atrazado su orden de que comparezca inmediatamente... Pero, ¿qué le hemos de hacer? La Federación exige muchos sacrificios a los buenos federales; y todos tendrán su recompensa... Si quiere, puede montar ya, Regis... Don Juan Manuel me ha dado su caballo para usted, y ¡es un pingo de mi flor!

–Nosotros lo acompañaremos. –dijeron a un tiempo Silvio y Riglet.

–No, amiguitos, no es posible –objetó terminantemente el coronel –A él solo debo llevar, y hasta creo que es para una misión secreta...

Aunque doña Mauricia, inmóvil como una matrona romana, con la mirada baja, nada dijera, su anhelante respiración denotaba que se sentía presa de pavorosos pensamientos. Don Valentín, no menos alarmado, se acercó a Corvalán, y mirándolo en los ojos, con voz solemne y lacrimosa, díjole: –¡Usted sabe lo que es ser padre, amigo mío! Dígame si corre peligro Regis, se lo ruego, dígamelo...

–No creo que corra peligro –repuso el militar, recalcando las palabras, con voz un si es no es conmovida.

–¡Júremelo por Dios, usted que desde tantos años ha sido mi amigo!

Corvalán reflexionó, y en voz baja, casi al oído, repúsole:

–Le juro que creo que... al menos por ahora... no corre peligro. –Y como desagradado de su condescendencia, agregó en voz alta y destemplada, dirigiéndose a Regis: –¡Amigo, demasiado tiempo hemos perdido ya! ¡Partamos en seguida!

–¡Ve... y vuelve! –dijo Blanca a su esposo, conteniendo el llanto y besándolo en los labios y él se desprendió de sus brazos, ella, a pesar de su valentía, sintió un dolor indescriptible, casi físico, como si una fiera oculta le arrancara con sus garras las entrañas.

–Estoy pronto –repuso Regis; saludó a sus padres, y partió, seguido de Corvalán.

Un rayo que cayera en la casa no hubiese dejado más consternada a la familia. Prorrumpieron en llanto las mujeres, y los hombres mismos no pudieron disimular sus temores...

De la puerta, todavía les gritó, ya a caballo, Corvalán: –¡No os asustéis! Me olvidaba comunicaros de parte de don Juan Manuel que quiere guardéis un absoluto secreto sobre la misión que encomendará a Regis... Prohibe que se dé, hasta nueva orden, el menor paso para averiguarla... Si tratáis de descubrir su paradero, seréis considerados traidores a la Federación e inmundos unitarios... ¡Mucha discreción, pues, y esperar! ¡Buenas noches!

Ya afuera montado, Regis hizo varias recomendaciones al oído de Silvio, que le había seguido, agregando luego, en voz alta y tranquila como la de un guerrero seguro de su estrella:

–¡Hasta mañana! Tengo fe de mí; sabré servir a don Juan Manuel y volveré pronto. ¡Buenas noches!

Respondióle un grito atronador de la soldadesca:

–¡Viva don Juan Manuel, viva! ¡Mueran los salvajes inmundos traidores unitarios! ¡Mueran!

Y el convoy se alejó al galope entre las sombras de una ciudad que dormía bajo las grandes alas desplegadas del Angel del Terror.

III

En el trayecto hacia la casa del dictador, con extraordinaria lucidez de memoria, iba Regis representándose, silencioso, los últimos tiempos de su vida. En 1829, joven de veinte años, fue a Europa, mandado por su padre, en un buque a vela mercante, a terminar su educación. Recordaba con cuánto pesar, con qué desesperación juvenil había abandonado la patria, enamorado ya, con amor de adolescente, de Blanca. Su padre le había dicho que era preciso "hacerse hombre" para casarse; nada formaría mejor el carácter a un joven que siempre viviera en el regazo de la familia, que la independencia y la experiencia que iba a adquirir viajando solo en países extraños. A ser verdad que él amaba a Blanca y era correspondido, la ausencia probaría y consolidaría ese amor de niños...

Con su naturaleza dócil y razonable, él se dejó convencer; si su padre se lo mandaba, eso debía ser bueno... Además, no le desagradaba la idea de ver y palpar la civilización, la verdadera civilización, la europea, tan encomiada por quienes habían podido conocerla y valorarla.

Con todo, no fue feliz en la travesía; la graciosa imagen de Blanquita, capullo entonces de rosa blanca que se entreabría en la primavera de la vida, era la sombra inseparable de su inquieto pensamiento. En los primeros mareos maldijo más de una vez su mala suerte; creía morirse. Hubo de bajarse en Montevideo, pero el temor de incurrir en la desaprobación de los suyos y acaso en la rechifla de los amigos, le contuvo en el buque, en el que siguió viaje de tan mala gana como galeote cristiano amarrado a los remos de galera turca. El mar, con su variada monotonía, le distrajo.

Y pensando en Blanca y contemplando las ondas pasáronsele las nueve semanas de viaje menos largamente de lo que al principio temiera.

Una vez desembarcado, en el "otro mundo" ya, la civilización de las grandes ciudades europeas le absorbió, le fascinó, distrayéndose de su melancolía de enamorado romántico y de veinte años. Visitó Roma estuvo en París, y, de acuerdo con los deseos de su padre, fijó su residencia por ocho meses en Londres. Un año de expatriación fue lo que éste le impusiera; él creyó que ese año se le haría un siglo; que el cautiverio de su alma en Babilonia no tendría término... Y cuando terminó el año ¡oh, contradicciones de la juventud! le pareció que el plazo había vencido demasiado pronto, y de atreverse a sondar claramente su corazón, tal vez hallara que la idea de prolongar su extrañamiento no le era del todo ingrata...

De regreso, tuvo la felicidad de hallar bien a los suyos, un poco más crecidos los hermanos, un poco mas viejos los padres, y Blanca... Blanca se había transformado ya. ¡Era una mujer! Apartándose del tipo medio del ambiente, del común tipo criollo de viva y graciosa morocha, su presencia recordaba, sin duda por atavismo, a alguna gran dama visigoda de los lejanísimos tiempos hispanos de los Wamba y los Egica. Su porte era sobrio y señoril; sus claros ojos parecían pedir un cielo místico y grisáceo; en ciertos momentos, sus abaciales manos se dirían luminosas.

Al verla, Regis enmudeció casi extático. Hermosa y noble se la había imaginado siempre en el viaje, pero de hermosura y nobleza más simples y, por decirlo así, más humanas. Un instante, pasándose la mano por los párpados como deslumbrado, pensó que fuera un retrato antiguo visto en los museos europeos lo que ahora reveía viviente, tal vez sólo con la imaginación; uno de esos retratos de angelical princesa muerta virgen y en olor de santidad, cuyo recuerdo brota como una azucena en los sangrientos campos de la historia...

Aunque en el primer momento sintiera impulsos de besarle la mano de rodillas, pronto, por impremeditado arranque de uno y otro, recibió él en los brazos su busto palpitante de amor. Así se comprometieron formalmente, en una expansión natural de sus juventudes, antes aguzadas que reprimidas en la ausencia.

Diversas circunstancias, como la muerte del padre de la novia y las dificultades que tuvo el novio para crearse una posición independiente, demoraron aún algunos años el glorioso momento de las bodas. Día más, día menos, ¿qué les importaba? ¿No tenían segura la felicidad en el arca de oro del amor puro y recíproco?

Pero no era ¡ay! el amor la única preocupación de Regis. De vuelta a sus lares, ¡cuántas y qué inauditas cosas había visto sucederse en esos últimos años en la política de su país, casi bárbaro aun, absolutamente inepto para amoldarse a las bellas instituciones republicanas soñadas en 1810, por los prohombres de la Revolución de la Independencia! ¡Qué rápida y qué tumultuosamente se vivía en esas tierras! Los gobernantes, las guerras civiles, las batallas, se sucedían como sombras chinescas, llenando el alma de amargura y regando improductivamente el suelo de sangre y más sangre...

Había contemplado todo eso con ojos de europeo, y se sentía con el alma envenenada por el desencanto; poco o nada esperaba ya de su patria, a lo menos en aquel primer siglo de su vida como nación independiente... Las ilusiones del patriota de veinte años se fueron desvaneciendo una a una; caían muertas en su espíritu, como las pintadas mariposas del verano cuando llegan las primeras heladas.

Todas sus pasiones, todo el ideal de su generoso pecho se habían concentrado entonces en Blanca... astro radiante en cuyo seno iban a buscar el calor de la vida las últimas mariposas de la primavera de su alma.

Vio sucederse en pocos años, en el gobierno de su provincia y en el de su nación, a Rivadavia, Vicente López, Dorrego, Lavalle, Rosas, Balcarce, Maza... ¡Por todas partes el desorden, las facciones y los asesinatos, los motines y los combates! La Anarquía imperaba, y su reino era un reino de barbarie, de pobreza y de muerte...

¿Qué haría, qué podía hacer él, hombre culto, hombre europeo, casi un artista, en aquel torrente bramador? ¡No! El se retiraría a la vida privada, se casaría, formaría un hogar, trabajaría y se enriquecería para el futuro, para sus hijos...

Aunque lo inquietara, es verdad, la nostalgia del Leicester Square, de la civilización, esa nostalgia tenía fácil remedio en el amor de Blanca y en el cariño de los suyos. Se sentía fuerte para no huir, para esperar de pie la tormenta y presentarle, aunque desgarrado por dentro, sonrisa de fingida indiferencia.

Y he ahí que un inoportuno llamamiento del gobernador, del "Ilustre Restaurador de las Leyes", del "Héroe del Desierto", del déspota omnipotente, del terrible neurótico, que tenía en sus manos la "Suma del Poder Público", venía a sacarlo de su retiro, ¡y en qué momento! ¡Cuán refinada crueldad revelaba este acto de Rosas: Porque Rosas no podía ignorar su enlace, público y notorio en aquella capital-aldea. ¡Y en la misma noche de sus bodas lo arrancaba, apenas llegaba al nido de los brazos de la esposa; interrumpía su primer beso de amor con un toque de clarín, sembrando el espanto en el seno de su familia! Y rebelarse no era posible, so pena de atraer sobre sí y sobre los suyos la ira del tirano, el cuchillo de la Mazorca, compañía de "federales" desalmados, que ya empezaba a mellarse en gargantas inocentes...

¡Qué patria! ¡Qué tiempos! Y no podía menos de recordar con cierta amargura la civilización, la verdadera civilización, la europea, la de las grandes capitales, donde no se desconocía la dignidad humana y el hombre gozaba a su gusto de todos los adelantos, ¡de todos los admirables refinamientos del siglo XIX! ¡La veía tan distante, tan distinta, como si ella fuera patrimonio exclusivo de pueblos de otro planeta, de los dichosos habitantes de Marte o de Júpiter!

Vueltas sus miradas a la tierra, devanábase los sesos por adivinar qué quería de él el dictador, a esa hora y en ese día... Conocíale personalmente Rosas, pues durante su primer gobierno, en 1830, cuando volvió de Europa, había ido él a ofrecerle sus servicios, en la esperanza de que, por este acto de cortesía, se le dejara vivir tranquilo.

Pensó que era víctima de alguna broma, de alguno de esas sempiternas bromas trágicas del tirano. Trataba de recordar, como antecedentes, otras semejantes, y los recuerdos se agolpaban en su imaginación. Decíase que Rosas hacía comer inmundicias a los invitados en su propia mesa... Festejaba las barrabasadas de sus dos o tres locos familiares; pero les hacía apalear, atar, soplar... Teniendo que recibir a un diplomático muy galante, ponía a su hija a pisar maíz en un mortero, para que éste se comidiera a relevarla, y con tal motivo le obligaba a pasar la tarde en esa ingrata faena de negros. A otro diplomático que tenía miedo a las víboras, en una partida de campo, se las hacía enroscar, vivas o muertas, mientras durmiera la siesta sobre el verde en sus propias piernas; luego le despertaba, pinchándole de lejos con una picana, para que se creyera mordido del venenoso reptil... Otras veces sus burlas eran más graves, y diz que costaron, a más de un hombre, la vida... A los extranjeros que no sabían andar a caballo, a quienes el vulgo gauchesco llamaba despreciativamente gringos, les hacía montar potros, para verles caer, y quebrarse tal vez el espinazo... Acusaba de "traidores" ante los caudillos amigos a infelices indiferentes a quienes éstos hacían fusilar... ¿Qué broma le preparaba ese bufón siniestro, que solamente por su cultura debía odiarle, como odiaba todo lo que se oponía a su cacical poder?

Otros pensamientos más graves aun le inquietaban. Él no era unitario, no creía posible para su patria, en aquel estado de cosas, el régimen unitario; pero estaba vinculado a muchos unitarios, como lo eran la mayoría de los jóvenes distinguidos de Buenos Aires; y aun les había aconsejado para dar más eficacia a sus planes de oposición política, había traído ideas nuevas de Europa a Silvio, su hermano, y al grupo de sus condiscípulos y amigos, Villalta, Burgos, Echeverría y demás opositores entonces platónicos de Rosas, quienes le escucharon con respeto, como mayor y más experimentado en la vida; estas ideas eran propiamente políticas... y quizás revolucionarias.

Si todo eso había llegado a oídos de Rosas, bien podía temer por su cabeza. Este pensamiento le produjo una duda horrible, y tanto, que hasta pensó en apostatar de sus teorías europeas ante el dictador criollo. Recordó, entre otros casos, el de uno de sus antiguos compañeros de colegio, el joven teniente coronel Montero, a quien Rosas, previendo un opositor peligroso en 1829, en los albores de su primer gobierno, le mandó con una "carta de recomendación", a su hermano Prudencio, comandante militar del Sur. El joven entregó la carta, y Prudencio lo preguntó si sabía su contenido; Montero contestó que no; oído lo cual, díjole el hermano de Rosas que era una orden para fusilarlo; y así lo hizo sin otra forma de proceso, ¡sin darle siquiera confesor! Y otros muchos hechos recordaba de esa especie; fusilamientos de individuos indefensos y aun de masas rendidas y capituladas; los catorce capitulados de Córdoba, que fueron muertos por su orden, encontrándose entre ellos Montenegro, un niño de quince años; los cincuenta hombres del comandante Vázquez Novoa, degollados; y así tantas y tantas víctimas obscuras y olvidadas! ¡Y todo por conservar el poder, sólo por el poder sin miras ulteriores de progreso!

Aun en este caso, en caso de que se lo acusara de traidor, de unitario, pensaba jugar el todo por el todo; hacer al tirano cualquiera clase de promesas y juramentos... y sacar sano el pellejo. Una vez fuera de peligro inmediato, huiría de esta ciudad maldita, con su familia a donde Dios le permitiera...

Tres o cuatro meses no más habían transcurrido, desde que la Sala de Representantes, de Representantes "del Pueblo" naturalmente, había elegido gobernador a Rosas, entregándole la "Suma del Poder Público", dándole los títulos de "Ilustre Restaurador de las Leyes e Instituciones", y de "Héroe del Desierto"; tres o cuatro meses no más habían transcurrido de esa reelección por cinco años, y ya, ¡cuántos desmanes se habían cometido!

¡Y el Pueblo, el Pueblo mismo debía estar loco! ¡De otro modo no era explicable, para su criterio europeo, su actitud de fanática adoración! En un plebiscito, ese Pueblo había asentido casi por unanimidad a la elección de la Sala de Representantes, ¡confirmándole la "Suma del Poder Público! Ese Pueblo había embanderado sus calles; levantáronse arcos de triunfo para recibir al Restaurador; vivósele con el expansivo delirio de las multitudes; paseóse su retrato en carro triunfal; matronas de la sociedad más distinguida tiraron de ese carro; poetas populares alabáronle en versos heroicos; las iglesias repicaron echando a vuelo sus campanas; cantáronse, oficiando el obispo Medrano, Tedéums en acción de gracias por su exaltación al poder; los sacerdotes le aclamaban desde los púlpitos, ¡su retrato desalojaba la Cruz de los altares!

¡Sí, ese Pueblo, que otrora rechazase tan valerosamente las invasiones inglesas y proclamara su independencia, estaba loco, rematadamente loco! Sufría esa locura colectiva, ese Vértigo del Diablo que atacaba, en la edad media, las poblaciones en masa, lanzándolas en farándulas infernales a través de las calles, tomados todos de las manos, los menesterosos, los ricos, los magnates, macabramente bailando y bailando en frenético delirio, hasta caer extenuados, agotados, desarticulados, muertos. Era la Danza de la Muerte de las poesías medioevales: "¡A la danca mortal venit los nascidos!" Y la muerte les llamaba, por su orden, a todos: papas, emperadores, reyes, nobles, clérigos, mercaderes, burgueses, siervos... Ahora requería también a los argentinos; a la nación, a las provincias, a las ciudades, a los ejércitos, a los ciudadanos... ¡Y ya le tocaba su turno a él, Regis Válcena, que, lleno de un gran sueño, corría en fantástica carrera a través de las sombras de un cementerio que fue ciudad, acaso hacia la pálida, la fría, la victoriosa, la eterna Muerte!

Junto con Corvalán galopaba delante, seguidos ambos por el escuadrón. Iban en silencio el uno, absorbido en su exaltado pensamiento, que vivía, en una trayectoria de minutos, horas de horas; el otro, porque recibiera la consigna de callar. Pronto llegaron, deteniéndose en la esquina de la casa que habitaba el dictador. Aunque galopasen sólo cortísma distancia, Regis se admiró de que tardaran tanto en llegar. Ya desmontados, Corvalán le guió hasta el zaguán a obscuras. Y díjole que le a guardase un instante, penetrando él en el interior.

Regis, que quedó solo, esperando, se estremeció al ver que se le acercaba una sombra humana; pensó que se le quería matar allí, cobardemente. Los esbirros del tirano dirían luego que le habían pillado in fraganti delito de penetrar en la sagrada casa del Restaurador, sin duda con intención de asesinarle... Se arrinconó y acarició instintivamente el mango de un puñal, que se había colocado en el cinturón, al salir, resuelto a vender cara su vida... Adelantábase la sombra... Parecióle distinguir una mujer, cuando la luna, antes oculta tras de una nube, reapareció... Era doña Manuelita de Rosas, una niña, casi una criatura todavía, la hija, la predilecta del dictador, de precocidad admirable, que llegaba a su encuentro... Y le habló así, cariñosamente: –¿Esta usted ahí, don Regis? Sabiendo que usted venía, deseaba yo hablarle antes que mi padre... Usted sabe cuánto quiero a Blanquita, su mujer, y a su hermana Alicia... ¿Las ha dejado usted bien?

–Bien, gracias –repuso Regis, saliendo de la sombra y extendiendo la mano a su interlocutora.

–¡Cómo me alegro de verlo! –exclamó ésta, tomándole con zalamería la mano.– Quería hablarle a toda costa... Se dicen tantas atrocidades de tatita, que me temía que usted interpretase mal que se lo llamara esta noche... ¿Quién sabe? Tal vez usted y su familia creen que se le tiende una celada... ¡Calumnian tanto la generosidad de tatita esos pícaros unitarios! Además, me temo que usted, imprudentemente, quiera desconocer esta noche las órdenes de tatita...

Regis protestó con un gesto.

–Mire, Regis –prosiguió la niña con tono de firmeza y de afecto,– le aconsejo que baje la frente y cumpla... No se lo aconsejo sólo por la Causa de la Federación, sino por usted y por su familia... –Y casi al oído añadió: –Tatita no le quiere mal a usted; pero le han hablado mal de usted... Se lo han pintado como un furibundo unitario... Usted tiene que destruir esa impresión sirviéndolo como buen federal en lo que le mande, si no... su mujer, sus padres, sus hermanos, todo peligra; porque, aunque tatita sea clemente y perdone, la nueva Sociedad Popular es mala y no perdona a los enemigos de tatita... ¡Pobre tatita, sufre tanto con este gobierno! ¡Pero hay que ser buen patriota y aguantarlo todo por la Santa Causa de la Patria!

No pudo menos Regis de hacer un gesto de compasión con la cabeza, por aquel pobre "tata" de Manuelita. Esta prosiguió, acercándosele más aún:

–Si lo manda con alguna misión al Sur... o al Norte... nada tema usted... ¡le juro que no corre mas peligro que el de las balas unitarias! Vaya no más sin miedo, que pronto volvería... Yo misma iré a visitar a sus padres y a Blanquita, aunque usted no nos haya invitado a su casamiento... y les diré todo y los tranquilizaré. No tenga usted cuidado, que tatita lo quiere bien a don Valentín, y si lo ha mandado llamar a usted es porque sabe que usted es mozo ilustrado, y él necesita de federales ilustrados...

Aquí doña Manuelita tendió la mano a Regis y desapareció, diciendo:

–¡Valor y fortaleza, Válcena! Nada le pasará a usted, se lo aseguro, si sabe portarse... ¡Tenga fe mi tatita, y en mí, que soy su amiga! ¡Buen viaje!

Alejada la niña, Regis quedó otra vez solo, con sus alborotados pensamientos, meditando en la sombra. No se cansaba de lamentar su torpeza de gringo en haberse casado privadamente, sin invitar, sin "dar parte" siquiera a don Juan Manuel... En la capital-aldea no podía hacerse eso... Si don Juan Manuel le tuvo ojeriza antes del casamiento, como era de temerse por su cultura e ilustración, ¡cuánto más no le tendría hoy, después de su olvido, que podría tomar a desaire! Como don Valentín y doña Mauricia algo le observaran al respecto, él les había respondido que se casaba entre su familia y sus íntimos, que no quería extraños... Entonces sus buenos padres habían resuelto acudir a visitar y a "dar parte", a don Juan Manuel y a su esposa doña Encarnación de Ezcurra; por diversos motivos pasóseles el tiempo sin hacerlo; últimamente habían dejado la visita para la próxima semana... ¡Cuán arrepentidos debieran estar ahora todos de esta abstención y este aplazamiento, a los cuales asociarían el intempestivo llamado de Regis! ¡Y qué de recuerdos, de ejemplos terribles, evocaba este llamado, y de temores y de presentimientos!

Ocurríasele que Rosas no lo recibiría aquella noche, y que, sin verlo, le mandaría a cualquier parte, a una misión difícil, a un cuartel, a un calabozo, tal vez al cadalzo, porque, a pesar de la tranquilizadora palabra de doña Manuelita, todo era posible... Arrepintióse entonces de haber ido, dejándose engañar... Recordaba que Rosas no daba así no más audiencia a cualquiera; que hacía llamar a algunas personas, aun del campo, las retenía semanas, meses, acaso años, obligándolas a hacer infructuosamente antesalas diarias, posiblemente con el objeto de vigilarlas mejor, hasta que, cansadas de tanto esperar, solían volverse a sus casas, dejando una humilde súplica de disculpa al dictador... Algunos nunca llegaban a saber el objeto a que fueran llamados y por el cual se les obligase a abandonar sus trabajos y familias, así como hubo presos y aun condenados a muerte, que jamás conocieron el delito de que se les acusara...

En estas reflexiones sorprendióle el coronel Corvavalán, que venía a hacerlo pasar de parte de S. E. Regis adelantó, mudo, como soñando; hízosele entrar por una puerta del primer patio, la única iluminada; y penetró en una sala amplia, rectangular, pintada de blanco, embaldosada y casi desmantelada, pues no tenía más muebles que unas cuantas sillas y una mesa cuadrilonga en el centro, cubierta de papelotes y con un quinqué encendido. De un lado estaba sentado, en silencio, un amanuense, escribiendo; enfrente, el dictador parecía tan ensimismado, en la lectura de los documentos que tenía entre las manos, que cuando entró su edecán seguido de Regis ni levantó la cabeza, continuando su lectura. Los recién llegados esperaron, de pie, sin anunciarse, guardando respetuosa distancia.

–¡Estos infames unitarios! –exclamó de pronto Rosas, dirigiéndose al escribiente y dando un puñetazo sobre la mesa.– ¡Parece que están corrompiendo a la juventud, especialmente a los estudiantes de la Universidad, metiéndoles en la cabeza disparatadas ideas de desobediencia y rebelión! ¡No lo aguantaré, no, por nuestra Santa Causa Federal! ¡A ver Fernández, avise mañana a Mariño que es preciso que publique en La Gaceta un artículo contra los mequetrefes insolentes que se atreven a murmurar de la Federación en la Universidad! ¡Haré cerrar la Universidad si es necesario!

Regis comprendió, muy pálido, que Rosas le oyó entrar y sabía que él estaba allí esperando, de pie, a su lado; que toda su perorata era pérfida farsa, destinada a asustarle o a prepararle... Notó que el escribiente le miraba disimuladamente de reojo, bajo sus anteojos ahumados, plegando sus labios con sorda sonrisa irónica... Rosas continuó, animándose por grados:

–¡Es necesario escarmentar a los mocosos unitarios! –Y escarmentar también a los zánganos que los azuzan!

–Y aquí agregó unas enérgicas interjecciones.

Lo último fue un rayo de luz para Regis: recordó que varias veces había conversado en estas últimas semanas con jóvenes universitarios amigos de Silvio; les había combatido muchas ideas románticas inaplicables a la política argentina y les había asimismo esbozado lo que él creía el único medio de hacer oposición a la dictadura, describiéndoles las secretas logias italianas que tuviera ocasión de conocer en su viaje... ¡Rosas lo sabía y le llamaba para pedirle cuenta de sus imprudentes conversaciones!

–Al fin y al cabo los muchachos –continuó S. E., fingiendo que se hablase a sí mismo, desbordante de inquietud –no saben lo que hacen... Los culpables son los traidores y asquerosos unitarios que, disfrazados de federales, les aconsejan... ¡Sírvense de otros más jóvenes y más inocentes, porque ellos tienen miedo de obrar por sí mismos! ¡El preciso un escarmiento, y un gran escarmiento!

En esto tosió, sin querer, tal vez de emoción, Regis. Rosas se dio vuelta como sorprendido, afectando un estremecimiento de alarma...

–¡Caramba! ¡Estaba usted ahí! Me asustó... Los cobardes unitarios andan por asesinarme, según dicen, y temí fuera alguno... –Y ponía una cara de pavor y de asco que daría envidia al mejor cómico... Pero cambió instantáneamente de máscara, presentó un rostro afable de bienvenida, levantóse, y estirando la mano a Regis, como si sólo entonces lo notara y reconociera, exclamó: –¡Tanto gusto, joven, de ver a usted! Me ha de disculpar, amigo Válcena, que lo baya hecho esperar, ¡paso tantos trabajos con nuestra Santa Causa, que, abstraído en mis lecturas y meditaciones, no lo había visto! –Y volvió a sentarse, sin ofrecer una silla a Regis, que permaneció de pie, tembloroso como una laucha con la que un gato juega a zarpazos. –Necesito el concurso de todos vosotros, los jóvenes ilustrados, amigo Válcena, y espero que me lo prestaréis... Pero antes de continuar, dígame, ¿cómo sigue mi compradre don Valentín, a quien tanto tiempo hace que no veo?

–Mi padre sigue bien, gracias V. E.

–¡Cuanto me alegro! ¿Y su demás familia? –Bien, gracias, V. E.

–Manuelita me ha solido hablar de sus hermanas de usted, ¡las quiere mucho! Creo que casi somos parientes...

Y aquí, Rosas, como distrayéndose de nuevo, volvió a engolfarse en la lectura de sus documentos. Corvalán se sentó y Regís continuó de pie. Solo se oía el ruido de la pluma del escribiente que rasgaba el papel. Largos y largos momentos pasaron en esta cruel demora, hasta que Rosas, dejando los papeles y como recordando que tenía delante una persona a quien había hecho llamar a hora tan extemporánea, díjole, casi melifluamente:

–Me olvidaba de usted, amigo Válcena...

¡Perdone! Lo he llamado recordando que usted cuando llegó de Europa me visitó y me ofreció sus servicios... ¿No es verdad? –Es verdad, V. E.

–Yo le respondí que más adelante... alguna vez los utilizaría...

¿No es verdad? –Es verdad, V. E.

–Ahora ha llegado el momento de utilizarlos –agregó regligentemente, volviéndose a engolfar, otra vez distraído, en su absorbente e interminable lectura de solicitudes y comunicaciones.

Regis esperaba con harta paciencia, sabiendo que no se podía dirigir primero la palabra a aquel hombre, y que, por su temperamento irascible y variable, había siempre que esperar que él hablase. Sin embargo, no pudo contenerse y atrevidamente lo observó:

–Será para mí un honor y un alto placer servir a V. E. en lo que pueda...

Mis fuerzas y mi vida están a la disposición de V. E... Y estoy ansioso por saber en qué debo servir a V. E... ¡Mande, pues, V. E., y obedeceré!

Como si nada oyese, inmóvil en su actitud de estatua de la atención, continuó Rosas su lectura... Sintió el alma, altiva de Regis esta nueva farsa como un insulto; subiéronsele al rostro los colores; instintivamente, tocó el mango del puñal que llevaba al cinto, pensando si, nuevo Bruto, haría obra de razón clavándoselo en el pecho, allí mismo, a aquel gaucho ambicioso que tiranizaba su patria. Y al mírarlo de arriba a abajo, no pudo contener un gesto de desprecio y antipatía.

Era un hermoso tipo, rubio, blanco, de ojos claros, mirada penetrante y dominadora, nariz ligeramente aguileña, alta y pálida frente, facciones regulares, aristocráticas, labios delgados y boca pequeña, irónica y cruel. No vestía entonces su pintoresco y favorito traje de gaucho, sino sencilla y militarmente, chaqueta y pantalón de paño azul obscuro con visos rojos, siendo muy ancho el pantalón, ya porque estuviese acostumbrado al rústico chiripá, ya para disimular un leve defecto plástico de sus pantorrillas. Y allí le tenía Regis, al alcance, de su mano, burlándose como siempre, con su burla trágica...

Fingiendo nuevamente fastidio por sus distracciones Rosas se volvió hacia el joven, y con más dulzura que nunca, casi quejumbrosamente, díjole:

–¡Necesito de usted, mi buen amigo! Necesito del apoyo de todos los buenos federales, ¡y yo se que usted es un buen federal! ¡Sí! ¡Un buen federal!

–Lo seré, para servir a V. E.

–Déjese de Excelencias. Llámeme como todo el mundo... ¡Estos jóvenes que han ido a Europa vuelven llenos de finezas que nosotros no comprendemos!

–Lo seré para servir al señor gobernador...

–A don Juan Manuel.

–A don Juan Manuel.

¡Que lo será! ¿Y no lo ha sido siempre? ¿Cómo es eso? –interrumpió Rosas simulando una gran cólera –¿Qué no ha sido usted siempre Válcena, un buen federal? ¡Ya me habían dicho, aunque yo no quería creerlo, que usted no simpatizaba con la Federación! ¿Será posible que un hijo de mi compadre don Valentín sea un pérfido traidor unitario? –No, no –Protestó Regis, temeroso de que fuera a venderse con un gesto de indignación...

Sin oírlo, y afectando ahora dolíente mirada lacrimoso tono, prosiguió aquel extraordinario gobernante, que como camaleón mudaba de actitudes y colores en sus pláticas terribles y bufonas

–¡Sí! ¡Todos me abandonan, hasta los hijos de mis amigos más queridos! –Y pasando otra vez a un diapasón continuo, como hablándose a sí mismo: –Pero debo distinguir los buenos y los malos servidores para premiar a aquéllos y castigar a éstos... ¡Y, vive Dios, que los distinguiré y premiaré y castigaré! De usted, por ejemplo, amigo Válcena, me han dicho que le enseña cómo deben hacerme oposición varios mozalbetes estudiantes compañeros de su hermano Silvio, a unos mococitos Alberdi, Echeverría, Frías y otros... Yo no puedo creerlo, ¡porque si lo creyera!

–Y se contuvo lanzando chispas por los ojos o irguiéndose como cobra pisada al descuido.

–¡Me han informado a Don Juan Manuel y yo sabré probar por mis servicios cómo sé servir a la Santa Causa de la federación! –repuso Regis, con el aplomo, con la fría seguridad de ciertos movimientos de defensa instintiva. Y asombróse, al oírse, de la firmeza de su réplica, él, que odiaba la adulación y la mentira, que se creía incapaz de adular y de mentir...

Manifestándose satisfecho por esta contestación, Rosas, que adoptaba ahora un continente solemne y reservado:

–¡Pues te hago teniente de blandengues –díjole,– y desde esta noche te ocupo en una delicada comisión, en prueba de mi afecto!

A Regis mismo no extrañó este nuevo cambio en la actitud de su interlocutor, que ahora le tuteaba familiarmente, a lo que podía bien tener derecho por haberle conocido, como amigo de don Valentín, desde su infancia. Atribuyéndolo a sus protestas de fidelidad, sintióse algo más calmado.

Tampoco le extrañó mucho que se le improvisara militar, pues Rosas había comenzado su gobierno absoluto por el Terror administrativo, precursor del otro, del de la Sangre, destituyendo en masa innumerables funcionarios y empleados civiles y militares, que suponía no le fuesen enteramente adictos; y había que reemplazar a esos jefes y oficiales del ejército dados de baja, a esos magistrados y sacerdotes destituidos, y a falta de profesionales, el dictador les inventaba entre sus fieles.

–¡Ah! –exclamó de pronto Rosas, dándose una palmada en la frente, como si recordara algo importante, y desagradable; y dirigióse a Corvalán: –¡Despiérteme a don Eusebio, Coronel! Corvalán salió sin replicar; Regis quedó otra vez suspenso y vacilante, pensando para qué podía necesitarse a don Eusebio...

El tal don Eusebio era un pícaro redomado, uno de los bufones que acompañaban, generalmente al dictador, sirviéndole, ya como objeto directo de pesadas bromas, ya como instrumento de sus burlas a los demás, que tantas veces eran originales y sangrientas. Recordándolas, Regis sintió que le corría un temblor por todo el cuerpo; miró angustiosamente a su verdugo, cuyos delgados labios se contraían con una sonrisa diabólica, pero tan disimulada, que sólo los sagaces ojos de una víctima podían descubrirla. ¿Qué nueva ocurrencia había nacido de aquel singular cerebro de Falstaff injerto en Tiberio?

–Es que yo impongo a todos los empleados –dijo Rosas al joven, como disculpándose embarazosamente y evitando su mirada, –un juramento sagrado de fidelidad a la Santa Causa de la Federación, indispensable para hacerse cargo de sus funciones... ¡hay tantos traidores! –y aquí suspiró, como oprimido por dolorosa preocupación: –Y no quiero que sea Corvalán, por ser mi edecán, quien le tome el juramento, que yo tampoco puedo tomarle... Me disculpará, señor Válcena –aquí dejó ceremoniosamente de tutearle, –que no tenga otra persona despierta en casa a estas horas, para que le tome juramento, que... el Mariscal don Eusebio.

Otra vez sintió Regis que su indignación se transformaba en impulsiva cólera. Encendíansele las mejillas; apretábansele los dientes; chispeábanle los ojos; y la diestra acariciaba el mango del cuchillo oculto bajo el cinto. Rosas, no sin cierto temor instintivo, como calmándolo, le dijo:

–Usted me perdonará, mi amigo; pero es urgente que usted parta. Yo lo preciso; preciso mucho de sus luces y de su energía, como le he dicho. ¡La Patria lo llama! Y no tengo aquí a nadie más para tomarle el Juramento.

Después de una pausa, queriendo hablar con varonil firmeza y tartamudeando sin sentirlo, bajo la fría mirada del dictador, replicó Regis:

–No tengo el menor inconveniente en jurar por Dios fidelidad a mi Patria... y a la Santa Causa de la Federación, señor gobernador. ¡Pero desearía que una persona tan digna como yo me tomase ese juramento sagrado!

Las últimas palabras se le ahogaron en la garganta. Y Rosas fingió enfurecerse otra vez:

–¡Cómo! ¿Que usted cree que mi buen servidor don Eusebio no es una persona digna? –Y calmándose, piadosamente: –¡Así es el mundo! ¡Calumnia y desprecia a mis más fieles y queridos servidores!

Regis hizo un ademán de negación.

–¡Así es! ¡así es! Por allí se principia –y aquí volvió a enfadarse hasta gritar, –y luego se me calumnia a mí, a Encarnación, a Manuelita...

Su voz temblaba como por sincera pena; suspiró, tomóse la cabeza entre las manos y quedó pensativo... Cuando la levantó, ¡Regis creyó ver húmedos sus ojos!

–También desearía decir a V. E... don Juan Manuel me disculpara...

–¿Qué? ¿Que no quiere prestar el juramento?

–¡No, no, estoy dispuesto! Pero me he casado esta misma noche... Mañana serviré en lo que guste al señor gobernador... ¡Acababa de llegar a mi casa con mi esposa!

–¿Es posible? ¡Pero es posible! –exclamó Rosas, como embargado por el más profundo asombro, mientras que sus labios se estiraban en una sonrisa felina y sus ojos brillaban de alegría. –¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y cómo mi compadre don Valentín podría no haberme avisado a mí, su amigo, su pariente? ¡No, no, usted se burla, joven Válcena! ¡Y volvió a dar un puñetazo en la mesa, indignado de que se burlaran de él! Regis no sabía qué pensar de esta otra comedia, pues hubiera sido infantil admitir que Rosas ignoraba su reciente enlace, cuando su casa era el centro de los chismes de aquella aldea-capital...

–Papá y mamá iban a venir a darle parte a V. E. y a doña Encarnación, a quien Dios guarde muchos años... –repuso con timidez.– Nos hemos casado en familia por el luto de Blanca.

–¡Blanca! ¿Blanca? ¿Qué Blanca?

–Mi mujer –contestó Válcena, pensando que Rosas bien sabía con quién acababa él de casarse.

–¿Cómo se llama su mujer? ¡No puedo ser adivino, si todo me lo ocultan los amigos y compadres como Don Valentín!

¿Habrá sido un casamiento secreto?

–He tenido el honor de decir a V. E. Que mis padres pensaban venir a comunicárselo mañana. Por distinta causas independientes a voluntad, no han podido venir antes, como querían.

–Pero ¿con quién diablo se ha casado usted?

Regis vaciló un momento; luego, bajando la cabeza, pálido de ira, murmuró:

–Con Blanca Castellanos.

–¿La hija de Juan Pedro Castellanos, ese inmundo traidor emigrado a Montevideo?

–No... Su sobrina. –No tiene padre.

–¡Ah sí! ¡Ya recuerdo, sí! Creo que es amiga de Manuelita... Es decir, que lo era antes... –Y se detuvo a saborear este "antes", pasándose la lengua por los labios, como un gato goloso: –¡Sí, sí! Era amiga antes de que ustedes nos desairaran; porque creo que no han invitado tampoco a Manuelita... ¿No es así? Regis hizo un gesto de afirmación, sin darse cuenta clara de la pregunta, mecánicamente, fascinado casi por aquella larga tortura moral que le infligía el tirano, con el delicado arte de un suplicador chino.

–¡Pobre Manuelita, cómo lo ha de sentir cuando lo sepa! –continuó S. E., quejumbrosamente. –¡La quería tanto a su hermanita y a Blanca!

De repente, la puerta del patio se abrió de par en par, con huracanado estrépito. Empujado por violentos empellones de Corvalán y apareció un monstruo, un espectro, un vampiro... Bajo la luz de la lámpara, resultó ser un hombre. Era un individuo estrafalario, de simíaco proñatismo, facciones irregulares hasta lo fantástico, flaquísimo, mal oliente. Por toda indumentaria vestía, sobre sudada camiseta, raído poncho un tiempo rojo y ahora de indefinible color mugre, que le caía hasta los muslos, descubriendo unas piernas zambas, retorcidas, velludas, sobre dos anchas y despatarradas patazas de orangután. Por debajo del poncho, sacaba a ambos costados las largas y negras uñas de sus manos convulsamente abiertas, que, haciendo agitar el trapo, remedaban las pesadas alas de un gigantesco murciélago.

Furioso de haber sido despertado en el primer sueño, bajaba la hirsuta cabeza con aire de toro que embiste, echándose atrás como para tenderse en el suelo y cerrando a la luz los lagañosos ojos encandilados. Bajo la trompuda geta, bostezando, sus entrecerrados dientes amarillentos refunfuñaban rezongos y blasfemias inmundos. Sólo los "pechazos" del coronel y el miedo a la bota del amo le mantenían ahí de pie, ante la indiscreta lámpara, ¡oh curiosísima estampa de demencia, de bajeza, de miseria! Rosas se puso de pie, respetuosamente, como si entrara un emperador, y le presentó:

–¡Es el mariscal don Eusebio de la Santa Federación! En aquel cúmulo de locuras y perversidades, a Regis le pareció natural la intromisión de semejante aborto humano, y le saludó como si fuera el mismo S. E., ¡el "Héroe del Desierto", el "Ilustre Restaurador de las Leyes"!

Como a Pedro el Grande, gustábale a Rosas tributar farsaicamente a un tercero (se diría que burlándose de las vanidades propias) los supremos honores que reclamaba para sí; pero ese tercero era siempre alguno de los degenerados bufones familiares de que acostumbraba rodearse. Entre ellos, los más notables eran el loco Eusebio y el idiota Biguá. A Eusebio anteponíale siempre el "don" y le daba el tratamiento de "mariscal", que él no quiso aceptar cuando le fuera ofrecido por la Junta de Representantes (de la que recibiera otros dictados tanto más enfáticos, aunque menos declaradamente monárquicos.) Al llamado Biguá, nombre de un repelente pajarraco zambullidor que no vuela, denominábalo "Su Reverencia el Padre Biguá". Al loco mariscal rendíale todos los honores militares; al idiota reverendísimo, los religiosos. ¡Y permitiéndoles más familiaridades que a nadie, hacíase tutear de uno y otro, que, como su hija, le decían "mi padre" y "tata"! Pero, ¡guay de los histriones en sus horas de melancolía y en sus instantes de ira!

–¡Salude al teniente Válcena, pues, amigo! –ordenó imperiosamente Rosas a don Eusebio, cambiando ¡otra vez! de tono.

El idiota lanzó un juramento espantoso, que hizo reir al escribiente, por debajo de sus anteojos, se entiende, y al mismo Corvalán...

–¡Es que don Eusebio está de mal humor porque le hemos despertado! –apuntó Rosas.– ¡Desencandilaos, don Eusebio, desencandilaos, que venis en buena hora a tomar juramento al teniente Válcena! ¡Preguntadle si jura por Dios y por la Patria, como sabéis hacerlo, don Eusebio, fidelidad a nuestra Santa Causa!

Como hiciera don Eusebio irresistible ademán de echarse a dormir al suelo, recibió al punto en las posaderas un recio puntapié del amo. Enderezóse entonces, bien despabilado, y, agarrándose y sobándose con ambas manos la parte magullada por la bota, lanzó estridentes berridos... ¡Cosa extraña! De las piezas interiores, como un eco que saliera del fondo de una tumba, llegó muy apagado un sobrehumano bramar o maullar...

¡Era el R. P. Biguá, que contestaba, soñando, a su compañero de privanza y de martirio! –¡A ver si le tomas de una vez el juramento en la forma que te he enseñado, hijo de perra! –concluyó colérico Rosas.

Corvalán le repitió al loco la fórmula, y éste extendió la mano y dijo a Válcena, con dramática solemnidad:

–¿Juráis por Dios, teniente, fidelidad a la Patria?

Sin saber lo que contestaba, como un autómata:

–Sí, juro –repuso Regis.

–¡No, no, no –interrumpió Rosas,– falta el Crucifijo!

Corvalán salió a buscarlo. Mientras volvía, desperesóse formidablemente don Eusebio y se tendió en el suelo, esta vez efectivamente, cuan largo era... Un nuevo puntapié le enderezó, cuando Corvalán entraba, con aire solemne e inquisitorial, alzando a modo de pendón el pedido Crucifijo... Tomó al divino símbolo en la diestra el idiota, y lo levantó a su vez, lentamente, como lleno de místico recogimiento, que en ciertos momentos interrumpía sin embargo, para rascarse con la otra mano, refunfuñando, el muslo donde recibiera el último puntapié... Cumpliendo la conminatoria orden de una mirada del amo, calló al cabo, extendió majestuosamente la garra con que se rascara, con el ademán de un antiguo patriarca que bendice a un pueblo, y dirigióse a Regis, preguntándole con voz, no sólo inteligible, sino hasta firme:

–¿Juráis por Dios fidelidad eterna a la Santa Federación?

–Sí...

–¿Y a mi padre, el Ilustre Restaurador de las Leyes?

–Sí...

–¡Si cumplís, Dios os lo premie; si faltáis, Dios os castigue! Dijo y cayó pesadamente, muerto de sueño; y abrazándose al Crucifijo y roncand, quedó dormido como una piedra.

–¡Pobre don Eusebio! –exclamó Rosas– ¡Está cansado de tener que servir a la Federación! ¡Debían tomar ejemplo de él los malos federales!

Sintió Regis que por sus mejillas corrían sordamente dos lágrimas de indignación y de vergüenza. Agachó la frente y esperó: estaba resignado a sufrirlo todo, hasta que le llegara el momento oportuno de su venganza, ¡y de hombre y de ciudadano! ¡No valía la pena desahogarse entonces, para que esa misma noche se le fusilara anónimamente en el cuartel!

Con tono variable, ora perentorio, ora cariñoso, S. E., una comisión delicada ante su compadre don Estanislao Lopez, el caudillo gobernador de Santa Fe. Entrególe un pliego cerrado y le dijo que le acompañaría el capitán Julio Pantuci, con una partida de soldados que le esperaba ya montada. Tenían que partir aquella misma noche, aprovechando el plenilunio, y llegar cuanto antes al Rosario, donde se embarcarían con destino a la ciudad de Santa Fe. Allí Lopez le daría en su nombre nuevas órdenes...

Corvalán llamó luego al capitan Pantuci, que había sido amigo de la infancia de Regis; despidiéronse ambos del gobernador y de su edecán, y salieron, bajo los estruendosos ronquidos de don Eusebio de la Santa Federación.

–En el zaguán, doña Manuelita detuvo otra vez a Regis, muy bondadosa; le juró que "nada malo le pasaría", y que corría de su cuenta el instruir a su familia y hacerle volver pronto y seguro. Con su propia mano le prendió en la chaqueta, a la izquierda, sobre el corazón, una "divisa federal", rojo cintillo de seda en el que se había estampado esta leyenda: "¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes inmundos unitarios!" Y con nuevas demostraciones de aprecio, le despidió, obsequiándole con una dorada naranja, recién venida del Paraguay.

–Mañana visitaré a los suyos, Regis, y les llevaré un cesto de estas mismas naranjas, que están deliciosas... ¡Hasta pronto!

Regis le extendió la mano, saliendo acompañado de Pantuci. Montaron ambos a caballo, y, con la escolta que les había sido destinada, partieron, entre las sombras de la noche, a galopar cuarenta, cincuenta, cien leguas, por caminos desconocidos y solitarios, tal vez hacia la Muerte...

IV

¡Noche de ansiosa expectativa fue, para la familia de don Valentín Válcena, la de la imprevista partida de Regis! Nadie pensó ya en acostarse, por más que cada cual tratara de disimular su inquietud, para evitar explosiones de pesar en Blanca y doña Mauricia, la esposa y la madre. La esposa, infinitamente excitada por la brusca e ingrata sorpresa, parecía un ánima en pena, caminando de un lado a otro sin poder contenerse un instante, como arrastrada por el demonio de la movilidad; la madre, en su sillón, era la imagen del anonadamiento. Silvio, Gabriel Villalta y Alberto Riglet, habiendo decidido los dos últimos esperar allí la madrugada, trataban en vano de hacer argumentos tranquilizadores.

–Rosas es un bromista –decía Riglet,– y esto no pasa de ser una broma pesada.

–Claro, y una hábil advertencia, concluía Silvio. –Suponiéndonos tibios federales, o acaso opositores encubiertos, nos ha querido dar una lección... que, por cierto, ¡aprovecharemos!

Nada decía don Valentín, aunque se inclinaba a esta opinión. La tía Dámasa, que cuando llevaron a Regis estaba acostada, habíase levantado, y al saber la noticia, hizo al Corazón de Jesús una promesa para que saliese pronto su sobrino, sano y salvo de la aventura. Carlos, Laura y Clarita, todos se encontraron en el patio, sin pensar ya en acostarse. Tito mismo, despierto por el ruido de voces, con su inteligencia precoz comprendió algo del caso y muy quedo murmuró al oído de Alicia:

–¿No les dije? –Rosas es un gaucho malo... ¡Un asesino! Tenía razón mi padrino don Rodrigo cuando dijo que todos nos debíamos ir a Montevideo... ¡Es un asesino! Yo le hago "cruz diablo", "¡cruz diablo!" –y se echó a llorar, entristecido por la aflicción de su familia, en las faldas de su hermana, dónde poco a poco se durmió de nuevo.

Plantéaronse varios proyectos. Alicia y Blanca debían ir a visitar al día siguiente a Manuelita, la hija de Rosas, como si nada hubiera pasado; doña Mauricia escribiría una carta a doña Encarnación. Y las explicaciones vendrían entonces, y las protestas de amistad, y de fidelidad política... Todo se arreglaría con calma, sin apresuramiento. Era necesario demostrar la seguridad de la inocencia para que el dictador no les supusiese opositores. Luego, ¡Dios proveería!

Silvio explicó la política de Rosas. Demostró que se trataba de un simple acto de "intimación preventiva" que no tendría ulteriores consecuencias. Regis no corría peligro; él mismo, Silvio, en el caso del dictador y dada la situación de este país ingobernable, procedería así: "previendo e intimidando" con órdenes arbitrarias o insólitas. Había que esperar uno, dos o tres días más en resignado silencio, que ya volvería Regis, ¡y triunfante de la desconfianza del tirano!

–Y no hay que temer ninguna imprudencia de parte de Regis –añadía Silvio.– Es un muchacho circunspecto, reflexivo, que sabrá colocarse a la altura de las circunstancias, evitar los peligros y disimular sus antipatías...

En estas reflexiones, sin haber decidido todavía nada, les sorprendió la aurora, una rosada aurora de primavera.

En cuanto aclaró un poco, Blanca, que no había emitido todavía su opinión, escuchando a todos sin oirles, sin poder estarse quieta, traduciendo siempre su intranquilidad moral en movimiento físico, paróse y dijo, en tono firme y resuelto: –Así como estoy, voy a ver ahora mismo a Manuelita, a Encarnación o a Rosas... ¡Hasta luego!

Desencajada por aquellas cuatro o cinco horas de angustia, parecía convaleciente de terrible enfermedad... Hasta entonces había podido contener sus nervios y sus lágrimas rompiendo su pañuelo de encaje con las uñas y los dientes; ya no podía más... ¡Tenía que proceder! ¡Pero su decisión era insensata! Los serenos y los centinelas no la dejarían entrar a esa hora en casa del dictador; y si entraba, encontraría a todos durmiendo; nadie se atrevería a despertarles; y si se les despertaba, ¡cuál sería la cólera de S. E.!

–¡No, no! –protestaron todos.

–¡Es una locura, Blanquita! –dijo con inusitada autoridad don Valentín. –Ahora tú te acuestas, y luego, cuando sea tiempo, yo iré a ver a mi compadre don Juan Manuel y tú a Encarnación y a Manuelita, con Alicia, si quieres!

–Y ¿cuando será tiempo? ¿cuando será tiempo?

–Después de almorzar... A las dos o las tres de la tarde.

–¡A las dos o las tres de la tarde! ¡Esperar todavía cuatro o cinco horas! ¡No puedo, no puedo!

Y vencida por la fatiga, ocultó su cabeza en el seno de doña Mauricia y estalló ¡al fin! en sollozos vibrantes y secos como hipos, que, más que llanto eran un ataque de sus nervios, demasiado tiempo comprimidos. Se la transportó al lecho y le prodigaron toda clase de cuidados domésticos.

Poco después, Silvio y Carlos, apoyados por Villalta y Alberto Riglet, manifestaron su resolución de salir a la calle a buscar noticias, a pedirlas a algunos amigos militares, sin dirigirse directamente a Rosas y su familia. Riglet, que era amigo del ministro don Felipe Arana, proyectaba ir a verle. Mas don Valentín, usando de su autoridad de padre y jefe de la familia, les impuso a todos que aguardaran, encerrados, acuartelados en la casa.

En vista de lo que les advirtiera Corvalán, cualquier diligencia, pudiendo llegar a oídos del gobernador, era imprudente, y sus resultados serían, según todas las probabilidades, infructuosos. Porque Rosas buscaba, en aquellos primeros meses de su dictadura, la sombra y el silencio para sus arbitrariedades; no las dejaba trascender al público sino a la larga, después de consumadas; y aun entonces, las presentaba a su modo, en su diario, La Gaceta Mercantil, ocultando una parte de los hechos y desfigurando en su descargo la otra.

En aquellos instantes recordó con pena don Valentín que, a pesar de varias insinuaciones de los federales, unos meses antes, él, entonces miembro de la Sociedad del Estímulo, no había querido formar parte de la Sociedad Popular Restauradora, fundada para sostener la dictadura. El general Rolón, su presidente fundador, se lo propuso, cuando Rosas tomaba las riendas del gobierno, triunfalmente aclamado por todos, hasta en los púlpitos. Él se había negado, pues no quería meterse en política, deseoso de que se lo dejase en paz con su familia y su comercio, y temiendo, por otra parte, que alguna vez esa Sociedad Popular Restauradora, en momentos de revuelta, asumiese un carácter criminoso y trágico... Aunque había en ella gente buena, no le gustaban muchos de los miembros que la componían, cabezas ligeras y exaltadas, almas de fanáticos.

Y, en efecto, apenas constituida la tal sociedad, habíase congregado a su amparo una banda de forajidos "federales" que, so color de servir a la "Santa Causa", cometían inauditos atropellos contra los particulares que suponían "unitarios", e iban en vías de realizar espeluznantes crímenes. Habiendo adoptado como símbolo una mazorca de maíz, llamábase la compañía, que operaba con anuencia tácita del dictador y de las autoridades policiales, la Mazorca.

A eso de las nueve de la mañana presentóse en la casa de los Válcena un negro que venía con un cesto de naranjas del Paraguay y un recado de doña Manuelita Rosas a Alicia: ¡la hija del dictador anunciaba su visita para las diez! Y se la esperó con rabiosa impaciencia, toda la familia en conciliábulo, conjeturando... ¡Pocos Mesías fueron tan deseados! Contábanse los minutos, los segundos... Dieron las diez y doña Manuelita no aparecía...

Quiso otra vez Blanca salir a buscarla, y se la contuvo con esfuerzo. Alberto Riglet tomó el sombrero, para ir a la calle a ver si venía, con ánimo de volver pronto corriendo a traer la noticia... Pero no se le dio tiempo, pues topóse en el zaguan con la mismísima Manuelita, quien llegaba, amablemente saludando, acompañada de una criada.

Se la condujo a la sala; sentóse, y la familia se agrupó a su alrededor, esperando la tranquilizadora frase que prometían sus sonrisas.

Miró doña Manuelita a todos lados, y no pudo menos de sentir compasión por la ansiedad que en los pálidos rostros se reflejaba...

–No tienen ustedes nada que temer –dijo.– Tata aprecia mucho a su compadre don Valentín y conoce las buenas cualidades de Regis. Lo ha hecho teniente, y le ha confiado una misión secreta... ¡y sin peligros! de la que pronto volverá.

–¿Cuándo? –preguntó Blanca.

–¡Muy pronto, Blanquita! Te lo prometo, como a él le prometí, cuando lo vi al partir, que vendría a verlas para tranquilizarlas. ¡Ya ven cómo cumplo con mi palabra, como buena federala que soy!

–Aquí también, Manuelita, todos somos buenos federales y queremos mucho a su padre...

–Es mi padrino –dijo Silvio, que realmente era uno de los tantos ahijados del caudillo.

–Ya sé –repuso doña Manuelita, que tal vez no lo sabía.

–¿Y puede saberse a dónde se ha enviado a Regis? –preguntó don Valentín.

–¡No! Yo misma no lo sé... En fin, les diré que sí lo sé, pero no puedo decirlo... Es un secreto de Estado.

–¿Muy lejos? –preguntó doña Mauricia que, sentada al lado de la hija del dictador, acariciaba zalameramente su mano.

–Regular... Regular... ¡No puedo decirlo!

Hiciéronle a doña Manuelita las más vivas protestas de fino amor y respeto, informándose todos de la salud y bienestar de los suyos; agradeciéronsele, como si fueran de oro sus naranjas del Paraguay; se recordó la antigua amistad y el parentesco; se la obsequió como se pudo, rogándole que se quedase a almorzar... Lo que ella no aceptó, "no porque no lo quisiera, sino porque no podía, pues su tatita la esperaba". –Como se manifestase muy bon enfant, tendiéronsele muchas celadas para que dijese algo más sobre la misteriosa comisión confiada a Regis; pero ella se defendió con habilidad, evadiendo siempre el dar mayores datos.

Blanca la llamó aparte, y con lágrimas en los ojos, invocando la buena amistad de su infancia, la conjuró a que fuese, en reserva, más explícita. Defendióse vivamente doña Manuelita, riéndose de la inquietud de su amiga y prometiéndole siempre su apoyo. La conversación animada, alegre casi, se prolongó hasta las once, hora en que se retiró la visita, cargada de expresiones, de recuerdos y de gratitud para su madre y su tatita, prometiéndole todos más largos besamanos para más adelante.

Cuando se alejó, la inquietud volvió a reinar en la familia. Las cosas habían cambiado poco. Regis, era teniente; pero ¿de quién? ¿para qué? ¿hasta cuando?

Don Valentín se mostró entonces muy confiado, casi contento; infundió ánimo a todos: les garantizó que él no dudaba un momento de su compadre, quien en el fondo era un buen hombre; ese mismo día iría él a agradecerle la distinción con que había agraciado a su hijo, y a interceder para que, por ahora, se le diere licencia... Era cobardía y torpeza inquietarse... En fin, acabó por reír y bromear, a punto de que el almuerzo no fue del todo lánguido, haciéndose mil proyectos y combinaciones. Y en su afán por distraer y tranquilizar a la madre y a la esposa, todos se engañaban y tranquilizaban un poco a sí mismos, contagiados por la confianza que demostraba el jefe de la familia.

Pero cuando, después de terminado el almuerzo, se retiró a su aposento, don Valentín Válcena y se encerró con llave, diciendo que quería dormir, hundió su cabeza cana entre sus manos temblorosas y crispadas, y lloró como un niño. Recordó cuán feliz había sido en la vida de familia, en el viejo caserón colonial, donde casi era un patriarca; cuán dulcemente, se habían deslizado los años de su vida, junto a su buena y querida Mauricia, de angelical carácter, hoy encanecida también, pero no agobiada; cuán fecundo de robustas y buenas criaturas había sido ese matrimonio ejemplar, ¡cuántas bendiciones había derramado Dios hasta entonces sobre su frente!

¡Él no había sido bastante agradecido con el buen Dios! ¡Al contrario! Formado en la generación volteriana de Mariano Moreno y Bernardino Rivadavia, todo empapado en el espíritu de los filósofos y enciclopedistas del siglo XVIII, lleno de la Revolución francesa y de la época en que vivía, era un descreído, ¡y hasta un blasfemo! A pesar de su carácter tranquilo, allá en su juventud, a los veinte años, él también tuvo su revuelta contra las ingenuas creencias de sus mayores, ¡contra su religión española! Y había provocado con su rebelión religiosa las iras y hasta la maldición de su buen padre, don Sancho Velazco de Válcena y Castro, piadoso hidalgo de vieja cepa castellana, apresurando acaso con el disgusto su muerte de tísico. Con todo, en los últimos momentos, cuando se arrodillara ante el lecho del moribundo, éste le había perdonado, mas no sin pronosticarle un severo castigo del Cielo si persistía en su incredulidad.

Aunque el patriarca de hoy no olvidara este episodio de su juventud de ayer, tampoco había recuperado la fe de su infancia, moderando apenas sus chanzonetas de descreído revolucionario ante su bella y virtuosa mujer, buena católica.

Sólo al presentir la cuchilla de un déspota pendiente sobre la cabeza de su hijo mayor venían a zumbar en su memoria, como avispas alborotadas, los recuerdos de su cristianísima educación... ¿No sería éste el castigo de Dios con que lo amenazara la trémula mano de su padre, el hidalgo agonizante? ¡Su entereza mental empezaba a flaquear en la primera desgracia! Y dentro de su espíritu, debilitado por el tiempo, se trabó cruel lucha entre las reminiscencias religiosas de la infancia, y singularmente de su educación materna, y el volterianismo de su juventud y de su madurez. "¡Es la decrepitud –pensaba– que me arrastra hacia el fanatismo y la ignorancia!" Y otra voz le respondía, dentro de sí: "No, aplaca la ira de Dios, que hoy te castiga por tu ateísmo sobre

la cabeza de tu hijo Regis!" En esta lucha interna, sus rodillas vacilantes dieron en tierra y, después de cuarenta y tantos años de descreimiento, oró, ¡oró como en los mejores días de su infancia!

Tranquilizado por la oración y rendido de cansancio como estaba, quiso reposar un rato en el lecho, para ir más tarde a prestar homenaje a su compadre. Recostóse, y no tardó en entregarse a ese sueño nervioso de la angustia y la fatiga, en el que la imaginación trabaja como en vigilia. Soñó que oraba de rodillas, y que Mariano Moreno, Bernardino Rivadavia, los miembros de la antigua Sociedad del Estímulo, todos los amigos revolucionarios y anticatólicos de su juventud, los muertos y los vivos, los presentes y los ausentes, se burlaban de su piedad, riendo y blasfemando... ¡Habían llegado hasta a colocarle, como en la escuela, dos asnales orejas de cartulina! Y él, aunque de hazmerreír, oraba y oraba, para que Dios le perdonase y salvase a Regis...

Después, el sueño fue cambiando y cambiando... Y acabó por sentirse desliza, en frágil bajel, sobre la corriente de un arroyuelo que se ensanchaba y ensanchaba hasta convertirse en amplio y tranquilo río; su barca, con serenidad de cisne, cortaba las ondas suaves como pétalos de una flor gigantesca... ¡cuándo, de súbito, las aguas se derrumban en alta catarata cortada de riscos y rocas, que traga el buque con sus fauces siempre abiertas y lo masca con sus dientes de piedra! En aquella suprema sensación, llena la frente de un sudor helado, despertóse y pusóse de pie... ¡Ya era tiempo de ir a saludar a S. E. Rosas!

V

Al frente de un pelotón de caballería compuesto de unos quince hombres, cumpliendo urgentes órdenes de Rosas y aprovechando el plenilunio, galopaban el flamante teniente Regis Válcena y el capitán Julio Pantuci. Bajo y flaco, de enfermizo aspecto y cutis terroso, poseía éste, aunque deshonrada por un eczema, fisonomía juvenil y atrayente; el ojo vivo, la boca móvil y expresiva, bien arqueadas las cejas. Una ligera "tonada" cantante, algunas veces zumbona, otras afectuosa, muchas astuta, revelaba su origen provinciano.

Soldados y oficiales iban bien motivados, con instrucciones de llegar hasta Luján sin detenerse y cambiar allí algunas cabalgaduras para proseguir luego viaje hasta la población del Rosario. Guiábanles dos reputados baquianos, de esos que hallan siempre las huellas y el camino, aun a obscuras y en tierras desiertas y desconocidas.

Pensaba Regis en su extraño destino, jurándose vengarse, llegada la oportunidad, de la sangrienta broma del tirano... ¡Pero aun no había llegado la hora de desertar!

No habiéndosele dado tiempo para mudarse de ropa, vestía aún el traje de bodas, que contrastaba con los, rojos uniformes; antes parecía un preso que un oficial con mando. Sólo se le permitió cambiar sus escarpines, por gruesas botas de montar que Corvalán le entregara, juntamente con un poncho carmesí, que debía usar a modo de uniforme, unos pliegos cerrados para don Estanislao López, el gobernador de Santa Fe, y unos cincuenta pesos fuertes, como anticipo de sueldo para sus gastos. ¡Don Juan Manuel era tan generoso que todo lo preveía! Aunque con invencible repugnancia, Regis, que no llevaba un céntimo en el bolsillo, tuvo que tomar este dinero, en la creencia de que ya llegaría el momento de devolverlo, ¡y con intereses!

Capitán y teniente, trabando amable conversación, demostráronse, desde el primer instante, la mejor voluntad.

Recordaron el antiguo afecto que les había vinculado en la adolescencia, y se prometieron renovar el compañerismo del colegio en la camaradería de las armas. Habíanse querido, en otra época, como amigos íntimos, siendo Julio el primer confidente de la juvenil pasión de Regis.

Pero cuando éste volvió de Europa, le llegó el "chisme" de que Pantuci, enamorado a su vez de Blanca, la había cortejado durante su ausencia, traicionando sus confidencias y su amistad. Aunque nunca intentara Válcena esclarecer el hecho, la sola sospecha de la infidencia de su antiguo amigo, que en su fuero interno hallaba por cierto casi disculpable, enfrió su cariño, al punto de que dejó de verle y ni siquiera le invitó a su casamiento.

Ya porque se sintiese ofendido, ya porque no se hallara exento de reproches, Julio no trató de tener con Regis una explicación definitiva, rehuyéndola también por su parte. Es que, en efecto, violentamente apasionado por Blanca Castellanos, había empleado, en la ausencia de Válcena, todos los medios posibles para seducirla, aunque sin el menor éxito, hasta sufrir, en silencio, su desprecio. ¡Años hacía ya que se había secado su llanto de amor y despecho! Así es que abrió fraternalmente los brazos a Regis, quien, confiado y afectuoso como siempre, le estrechó en el amargo momento de la partida, derramando acaso sobre su pecho alguna lágrima.

–¿Te acuerdas? –decía Pantuci.

–Yo era un año menor que tú, y tú me protegías en el Colegio de San Carlos, cuando me peleaban los mayores, mofándose del provincianito.

–Es cierto. Pero tú eres hoy el capitán y yo el teniente. Me devolverás la antigua protección.

A pesar del carácter íntimo del diálogo, ni una palabra dijo el teniente a su capitán sobre Blanca y su enlace; y éste, por su parte, afectó ignorarlo todo. Era lo prudente. En cambio, Regis, llevado por su temperamento expansivo, no pudo ocultar a Pantuci sus temores respecto al destino que Rosas le diera...

–¿No llevaré aquí, en estos pliegos cerrados –le dijo sonriendo amargamente,– la orden de mi muerte, como aquel pobre Montero que de niño conocimos, te acuerdas? ¡El que llevó, creyendo que era una carta de recomendación, la orden de que se le fusilara, que mandaba Rosas a su hermano don Prudencio! Pantuci protestó, con convicción. Aseguró que los documentos de que era portador Regis eran de su propio puño y letra; Rosas se los había dictado a él mismo, no teniendo en aquel momento otro amanuense disponible; sólo iban en ellos instrucciones políticas para Estanislao López... Nada tenía que temer sino el desagrado de verso obligado a quedarse en

Santa Fe por unos cuantos días, a la orden de López, hasta que éste le despachase de regreso con las contestaciones pertinentes; porque, eso sí, con Rosas no había vueltas: o someterse al servicio o exponerse a castigos ejemplares...

Lo que no dijo Pantuci era que él también llevaba en sus faltriquras un pliego cerrado, con órdenes de Rosas ¡y respecto a Válcena! para López... Para ese mismo López que entregara al Restaurador los capitulados de Córdoba e hiciera de carcelero del general José María Paz durante años; para ese mismo López que, según decía ¡secretamente! la vox populi, había servido de cómplice al tirano en el asesinato del general Facundo Quiroga, y de verdugo en otras muchas muertes, ora aparentemente legales, ora alevosas...

–De todos modos, por esta vez –manifestó Regis– tengo el presentimiento de que saldré victorioso.

–Así lo espero y lo deseo de todo corazón –repuso Pantuci, con sinceridad y quizá no fingida melancolía.

En estas pláticas, a galope largo, atravesaron la ciudad, interrumpidos por uno que otro sereno, que les daba el: "¡Alto! ¿quién vive?", Respondían: "La Federación"; y continuaban su "marcha forzada", una vez que el centinela reconociese los uniformes. Cruzaron la calle del Empedrado, la plaza del Retiro, las calles Juncal y Larga de la Recoleta, Palermo, el arroyo Maldonado, fácilmente vadeable... Mas allá, entraban ya en las pampas, sometiéndose a los dos baquianos que como guías expertísimos llevaban.

La tormenta que amenazara habíase despejado; lucía una noche admirable, de esas que invitan al amor y al romanticismo. De cuando en cuando, Regis suspiraba con impaciencia al recordar su nido abandonado; y por un movimiento instintivo apretaba con la espuela los flancos de su caballería, como si al apurarla apresurase su vuelta. En su imaginación, llevaba a Blanca a su grupa, como una ninfa raptada por un centauro... Fue tan violenta la separación que, no acostumbrado a la idea, sentíala aún a su lado. Así, ciertos heridos a quienes se les ha amputado un órgano, lo siguen sintiendo cual si lo conservaran en su cuerpo.

Es que Blanca era como una parte integrante de Regis. Habíala tenido tantos años grabada en su pensamiento con letras de fuego, asociada a todas sus ideas, sus proyectos, sus afecciones, que formaba, en su naturaleza, una segunda naturaleza. No era posible pues apartarla de su mente, y menos en aquella santa noche de nupcias, que coincidía con un plateado plenilunio de primavera.

Estanciero de las pampas, Regis era buen jinete; pero, como cabalgara poco en los últimos años, su cuerpo, desacostumbrado a este ejercicio, sufría horriblemente en aquel largo galope. Aunque aguantó bien la primera legua, ya a la segunda empezábanle a doler todos los músculos; sentía sobre su espalda el peso de la fatiga como una joroba de plomo... Para colmo, su caballo resbaló una vez, y la caída, que no pudo evitar, le produjo una penosa recalcadura de la muñeca derecha... Y había que soportarlo todo sin quejarse, ante aquella tropa sufrida y burlona, que lo despreciaría si adivinase sus torturas, pues apreciaba el mérito de los hombres por su resistencia física.

Pronto se mancó su cabalgadura, sin duda por culpa, en parte, de su impericia y de su mal humor. Hubo que substituírsela por uno de los caballos que de repuesto llevaban, tomados al partir en el cuartel del Retiro... El incidente produjo sordas burlas, permitiéndose el sargento José Martínez, un gaucho semiindio, cejijunto y procaz, borracho de "pulpería", algunas guasadas de mal gusto, que denotaban una disciplina bastante equívoca.

–Si así andamos cambiando de parejero cada dos leguas –dijo con sorna,– no nos alcanzará ni la tropilla de azulejos de don Juan Manuel.

Una violenta carcajada se hizo eco de esta burla. Regis dióse vuelta rojo de ira, a ver quien lo insultaba con su risa. Era un cabo, llamado Lucas Ferragut, con el sobrenombre de "Mono-tuerto", también gaucho seimiindio, de siniestro aspecto, que llevaba retratados sus vilísimos antecedentes en su rostro, de ignoble fealdad.

Hombre de acción, había sido preso, durante el breve gobierno del coronel Dorrego, por varios robos y homicidios cometidos en la campaña. Condenado a muerte, conmutósele la pena, por gracia, un 9 de Julio, día de la patria, en presidio perpetuo. Rosas, que vació más de una vez las cárceles para aumentar la peonada de su estancia del río Salado y la soldadesca de su tropa cacical, le sacó de la prisión, en 1830, enrolándolo en las filas del ejército que reclutaba para la "campaña del desierto", contra los indios del Sur...

Esta liberación valióle al caudillo un servilismo sin límites de parte del "chino" liberado, quien se portó muy bien en esa "guerra", mejor dicho, en esa caza de indios. Allí se distinguió en perseguir cruelmente a estos infelices, que amaestraban sus caballos para que huyeran aún con las boleadoras enemigas enredadas en las cuatro patas. Corriendo a un indio que huía con el caballo así "boleado", éste se dio vuelta, y de feroz lanzazo le vació el ojo izquierdo, dejándole tuerto para siempre. De ahí que el antiguo apodo de Mono, con que se le llamaba por su pequeñez y fealdad, trocóse en el de "Mono-tuerto". Este era el personaje que apoyaba con su risa grotesca los sarcasmos del sargento Martínez.

Honda sacudida sintió Regis al encontrar la mirada de su ojo único, despestañado y sanguinoliento...

¡Aquel ojo, de diabólica pupila, le desafiaba, le increpaba, le befaba! Y la demás tropa, contagiada, reía también...

Algo como un vértigo de asco y de cólera se apoderó de Regis; pero felizmente, muy a tiempo, el capitán Pantuci lanzó un juramento e impuso silencio, recomendando amistosamente al teniente que cuidase mejor su nuevo caballo... Lo que éste, molido, triturado por sus dolores físicos y morales, aceptó sin responder, tragando saliva. A la alborada llegaron al caserío de Monte Caseros, donde debían hacer alto, dar resuello a los caballos, trocar algunos, desayunarse, y, después de dos horas de descanso, partir de nuevo.

Pantuci se llevó a Válcena y a los asistentes al rancho y "pulpería" de un tal don Benito Robles, quien, despierto ya y "mateando", les recibió con la afabilidad del amigo y hasta del correligionario político: como buen gaucho, era también buen federal. No se sorprendió de la inesperada llegada, pues estaba acostumbrado a ver ir y venir tropas con frecuencia, en aquellos tiempos de interminables guerras civiles.

No se bajó Regis, sino se arrojó del caballo. Sus piernas, doloridas por cuatro horas consecutivas de estar enorquetadas en la montura, apenas podían sostenerle, y el ardor de la muñeca derecha le arrancaba, sin que pudiera contenerse, sus quejas... Don Benito, gaucho viejo y redomado, le miró burlonamente, acariciándose su larga barba gris.

–Es bisoño –aclaró Pantuci, disculpando a su teniente. –Hace apenas algunas horas que don Juan Manuel lo ha hecho milico, y todavía no está acostumbrado...

–Ya... ya se ha de acostumbrar, con el tiempo –replicó don Benito, mirando de reojo, y no sin sospechas, a aquel teniente sin uniforme. Y como le dijeran que traía dislocada la muñeca derecha, ayudóle a estirarla y le dio algunas friegas de grasa de potro. Luego, Regis, sin esperar a que se le invitara, se tiró cuan largo era en un rincón, sobre el poncho. Pantuci, don Benito y un asistente, el cabo Perragut, le dieron una friega de aguardiente de "caña" con almidón, a objeto de curarle de curarle el cuerpo y refrescarlo... Y, antes de que le cebaran un mate, quedó dormido; tal era su fatiga.

Dejósele dormir durante hora y media, y a las seis, cuando ya había aclarado completamente, se le despertó, para que se desayunara y luego continuase con los demás su ruta.

En un asador, sobre el fuego encendido en el suelo, en medio del rancho, que no tenía otra alfombra que la tierra pelada, despedía un costillar de carnero excitante olor de campo y de salud. A su alrededor, Pantuci, don Benito, el cabo Ferragut y tres o cuatro gauchitos hijos del dueño de casa, "churrasqueaban"; comían a la moda criolla y campestre, sin tenedores, tomando con los dedos y cortando con el afilado "facón" del cinto.

–¡Atraque no más, teniente, y priéndale, que hay pa todos! –dijo don Benito a Regis, con gauchesca familiaridad.

Este se incorporó, un tanto sofocado por el humo que llenaba el rancho, como vivienda de esquimales, a pesar de tener la puerta y la ventana abiertas. Sintió apetito, un apetito nervioso... Desperezóse, tomó un leño que hacía de banco, acercóse al fuego, sacó su cuchillo, y empezó a comer con los dedos, a estilo campestre, que presenta a quienes lo ensayan por primera vez el inconveniente de quemarse y ensuciarse. Con un pedazo de dura galleta completó su almuerzo, no atreviéndose a tomar mate en la bombilla en que aquella plebe sorbía y babeaba. De nuevo sobre el caballo, prosiguieron su camino, con rapidez de cosacos, a través de las estepas. Acostumbrados a estas correrías, iban los jinetes tan frescos como si pasearan; sólo Regis sentía cala vez más cansancio. Dolíanle todas las coyunturas del cuerpo. Aunque hiciera sobrehumanos esfuerzos para mantenerse derecho, su espalda se combaba; en la cintura sentía un aro de hierro ardiente que le invisible apretaba los riñones; las piernas caían sueltas y sin vida, pesándole las botas como esas piedras que los inquisidores colgaban de los pies a condenados suspendidos de los brazos; temblábanle las manos a punto de que, incapaz de manejar el caballo, lo dejaba a su albedrío, sueltas las riendas... No había peligro de que el animal se desbocara y disparase, pues estaba para ello demasiado cansado; pero sí de que, galopando en línea recta, agachada como llevaba la cabeza, diese otro tropezón y cayese de nuevo... Así se lo advirtió Pantuci a Regis, quien, haciendo un esfuerzo, acortó las riendas con sus dedos doloridos.

Muchas leguas más galoparon a través de ilimitadas pampas. En el eterno verde, la vista se perdía y fatigaba hasta hacer pesar sobre los párpados, como un sueño, la sensación de la inmensidad. Todo llano, sin bosques, sin montes, sólo entrecortaban la monotonía del desierto, acá y allí, algún arroyuelo o lagunilla que reflejaban en sus aguas la viva púrpura de los flamencos. En la mudez de aquellas vastas soledades, la lechuza levantábase de la cueva, con su vuelo a ras de tierra, chirriando alarmada, para posarse más lejos sobre un cardo. De donde, haciendo girar perpendicularmente su cabeza como alrededor de un eje, seguía el paso de la cabalgata con sus vibrantes pupilas de mujer. A la distancia, respondían a su alerta confusos gritos selváticos: el pulmón de metal del elegante terutero; el alerta del chajá, que asentaba su gigantesco cuerpo de obscurísimo plumaje sobre dos cortas patas calzadas de terciopelo rosa; los mil graznidos de las aves acuáticas, que levantaban sus alas sobre el horizonte. Luego descendían a posarse en el matorral de juncos de las hondonadas, cuyo fondo aznlado salpicaban delicadísimas flores de estambres de plata y pétalos de un suave matiz lila, flores de "duraznillo" que parecían, caídas sobre la tierra, prematuras estrellitas del crepúsculo...

Pasado el alboroto que provocara el chirriar de la lechuza, extinguidos sus últimos ecos, el desierto volvía a su mortal silencio. De cuando en cuando, en la boca de una cueva que se abría bajo un montículo artificial de monda tierra, asomaba la vida, en forma de una vizcacha, que estaba ahí parada ante la puerta de su palacio subterráneo, luciendo su pardo pelaje de seda. Y muy de tarde en tarde, en las inmediaciones de algún corpulentísimo ombú silvestre, alzábanse miserables ranchos, a cuyas puertas se entreveía el perfil de una gaucha, quieta allí como la vizcacha. Sólo una vez, perdiéndose en lontananza, divisaron un copioso rebaño de potros salvajes, que a su aproximación huían más veloces que el relámpago, encendida la mirada de terror al hombre, humeantes las narices, al viento las crines...

Ya cerca de mediodía, llegó el escuadrón al pueblo de Luján, deteniéndose en la plaza pública, ante las puertas del Cabildo, en donde estaba preso, bajo la custodia del coronel Ramírez, jefe militar de la localidad, el general José María Paz. Pantuci traía instrucciones de Rosas para el coronel, respecto al ilustre cautivo, quien, al oír llegar la cabalgata, salió a un balcón que daba frente a la plaza.

Regis le contempló con franca simpatía, saludándole varias veces con la mano. El general prisionero, vestido sencillamente de paisano, no contestó al saludo, temiendo fuera de algún rosista que venía a mofarse de su impotencia, pues que al león agonizante hasta el asno lo cocea...

En efecto, cuando se hubo alejado Pantuci hacia la casa del coronel Ramírez, el cabo Ferragut gritó, señalando al general Paz en su balcón: –¡Mueran los cordobeses! ¡Comen piquillín y asesinan al general Quiroga!

Paz, hijo predilecto de Córdoba, palideció y entró a su prisión, cerrando el balcón con violencia. Hacía ya algunos meses que una banda de foragidos habían asesinado, en Barranca Yaco, al general Facundo Quiroga, caudillo de La Rioja, llamado el "Tigre de los Llanos"; y decíase que el crimen había sido cometido por los Reinafé, cordobeses, en connivencia con Rosas y con López, el gobernador cacique de Santa Fe.

Rosas acusaba del horrible asesinato a los Reinafé, y Paz temblaba ante la idea de que la calumnia le manchara como si hubiese él también instigado, desde su prisión, el homicidio...

Comprendiendo Válcena toda la perversa cobardía del cabo Ferragut al insultar con sus mueras a tan virtuoso ciudadano, le mandó callar imperiosamente. Ferragut calló rezongando contra los "maricas" unitarios que se disfrazaban de federales para traicionar mejor a don Juan Manuel... Con gran pena contuvo Regis su cólera, esperando la vuelta del capitán Pantuci para dar al insolente su merecido. Temía que aquel escuadrón soez se le rebelase y le prendiese, acusándole de traición y de comunicarse con el general Paz, preso incomunicado por orden del dictador.

Dejó la tropa al mando del sargento Martínez, entró en el Cabildo, bebió en un balde que había sobre el pozo del patio, y se recostó a la sombra de un cobertizo, rendido por el dolor y la fatiga. Quiso conciliar otra vez el sueño, pero no pudo... Tenaces pensamientos aguijoneaban su espíritu. No acertaba a resolver en qué calidad hacía este viaje: ¡si en la de oficial o en la de preso! Pantuci le había dejado siempre lugar a dudas: tenía orden de capturarle si desertaba, y hasta de matarle si se resistía... ¡Esto lo había comprendido bien el teniente! Pero, ¿qué es lo que se quería de él? ¿Alejarle de la capital? ¿Escarmentarle? ¿Atemorizar con él a su familia y a sus amigos, para que no soñasen en hacer política opositora, aunque sorda y subrepticia? ¡Bien verosímil era todo eso! Lo que no podía creer, era que, como Montero, estuviese destinado a morir fusilado después que entregare los pliegos recibidos...

¡No! Se trataba de "probarlo"; y después, ya conseguirían su "baja" o su libertad, sus padres, su mujer y sus hermanos, de don Juan Manuel, de doña Encarnación, de Manuelita, del ministro Arana... Todo lo que por el momento, debía él proponerse era no agravar su situación con la desobediencia; quería pasar inadvertido, empequeñecerse, humillarse, para hacerse perdonar el tremendo delito de haber pensado con independencia y de ser, como ciudadano culto y enérgico, hombre temible para la tiranía.

Fue presentado al coronel Ramírez, en cuya mesa almorzó, con Pantuciu, sufriendo, mudo de ira, ciertas cuchufletas del anfitrión, que era persona de la confianza del dictador. Y en esos momentos en que tan rudamente se ponía a prueba su paciencia, mordiéndose los labios hasta arrancarles sangre, recordaba la sublime frase del Redentor: "¡Haced, Señor, que pase de mí este cáliz de amargura!"

Durante, el almuerzo Ramírez anunció a sus huéspedes que antes de partir podrían contemplar un espectáculo hermoso: el fusilamiento de un "traidor unitario" que había asesinado, en una "pulpería", a una joven...

Porque todos los asesinos que se ejecutaban públicamente, eran, para las autoridades federales, "traidores unitarios", aunque nada se relacionase el delito con sus ideas políticas. Pantuci manifestó gran alegría porque el horrendo crimen, que el coronel describía con detalles naturalistas, no quedara impune... "para atemorizar con el castigo a los traidores unitarios".

Después de algún descanso, breve pero reconfortante, formóse el escuadrón frente al Cabildo para contemplar el homicidio militar que debía sufrir el homicida civil. Todo el pueblo acudía a la ejecución como a una fiesta. Y, previos los vivas y mueras de costumbre, aquéllos a Rosas y a la Federación y éstos a los "salvajes inmundos unitarios", sonaron los seis tiros, que dieron en el vientre y en la cabeza del desgraciado, a quien, ni en aquellos momentos, se le habían sacado los pesados grillos... ¡A esto se llamaba "hacer justicia"!

El comandante militar, hombre ignorante y brutal, era en realidad quien inquiría, quien juzgaba, quien condenaba, ¡y quien ejecutaba! El juez dé paz instruía el sumario; pasábanse al gobernador las notas rimbombantes de estilo; y éste, según ellas, redactadas siempre por el comandante militar, condenaba. Y como el comandante, para halagar al dictador, sólo quería muertes y más muertes, presentaba todos los casos de manera que Rosas los encontrase, ya predispuestísimo como se hallaba, dignos de la pena de... muerte. ¡Así se ahogaba el espíritu de rebelión!

Presenciado este castigo intimidatorio, el escuadrón prosiguió su galope hacia el arroyo del Medio, que separaba la provincia de Buenos Aires de la de Santa Fe, el feudo de Rosas del feudo de López, ducado el primero al cual rendía pleito homenaje el segundo, simple condado, aunque en teoría todos los gobiernos de la Confederación "fuesen republicanos y democráticos"... Pero, ¡qué Confederación, qué república, qué democracia... y qué gobernadores! Deteniéndose aquí y allí, a largas jornadas, descansando poco y mal, cambiando caballos cuando y cómo pudieran, acercábanse ya, después de varios días de galope tendido bajo el sol, la lluvia y el viento, al pueblo del Rosario.

Regis caía como un saco inerte sobre su montura. Aquel viaje era la primer pena que Rosas le imponía, en forma de servicio militar. Las sensaciones de la fatiga se iban sucediendo: dolores en el cuello, en la agobiada espalda, en el pecho, en la nuca, un caimiento general, sed febril, dos invisibles torniquetes que le apretaban las sienes... ¡Y todo al frente de su escuadrón de gauchos, que despreciaban, como afeminado, al hombre de ciudad, al "pueblero" no curtido aun para tan rudos ejercicios!

El cabo Ferragut, cejijunto, asimétrico, con su repugnante fealdad física, menor siempre que la moral, alentaba sus guasadas criollo –andaluzas, con su ojillo sanguinolento, relampagueante de siniestro regocijo... Cobarde y rastrero casi siempre, tan humilde con los fuertes como orgulloso con los caídos, sabía rastrear las víctimas a la distancia, y sobre ellas volcaba todas sus bajas pasiones antisociales. No considerando a Regis un superior, sino más bien su prisionero, pues secretamente le había encargado Pantuci que le vigilase, esperaba hallar el momento oportuno de ponerle una barra de grillos o de "estaquearlo".

Maestro era en este suplicio de las estacas, que consistía en clavar en el suelo cuatro sólidos postes, como vértices de un rectángulo, y atar respectivamente a cada uno de ellos una extremidad del penado, manos y pies, de modo que el hombre quedase suspendido en el aire, estirándole cuanto fuere posible... Dejábasele allí horas y horas, para que "se secase" al sol y al viento, como los cueros estaqueados, siendo esta especie de crucifixión horizontal uno de los más largos martirios que aplicaban, en campaña, los caciques gauchos, para arrancar confesiones a quienes se acusaba de traición o espionaje. Quienes se resistiesen a delatar lo que se les pidiera, morían en una agonía lenta, conservando por días el conocimiento, allí tendidos, siempre tendidos, agradeciendo la caridad de las aves de rapiña que, como para que no se viesen a sí mismos, bajaban a arrancarles los ojos.

Acostumbrados a aplicar terribles penas a los vencidos, la plebe de color de los ejércitos, acaso por atavismo indígena, realizábalas con arte y las paladeaba con voluptuosidad. Como verdugos de la verdadera China, profesaban la pasión del dolor; como bestias carniceras, saboreahan la sangre; y como perros de caza, olfateaban la presa.

Regis debía ser aquí la presa: por sus modales, su lenguaje, su vestimenta, sus manos finas y largas, su tez misma, demasiado blanca... Todos le seguían, le esperaban, le deseaban, como fieras golosas que eran, cebadas en sangre humana desde las primeras guerras civiles que estallaran en 1820, una vez consumada la de la Independencia. ¡Y a estas guerras civiles, se les llamaba luchas de la "Organización nacional"! Bien sentía Regis Válcena que hambrienta trailla de perdigueros le venía mordiendo los talones; y se explicaba el hecho por odios de raza. Pero no dudaba de que jamás esos perros chacales clavarían sus colmillos en sus flancos sin orden expresa de su cacique, don Juan Manuel; y creía que, al menos por entonces, no peligraba su vida en manos de Rosas, el compadre de su padre, amigo y pariente de su casa...

Valiente como era, conservaba un fondo de tranquilidad, una noble presencia de ánimo.

Si no hubiere temido que las venganzas del dictador cayeran sobre los suyos, habríase rebelado, huyendo a Montevideo, a engrosar las filas de la "oposición", como pensaba hacerlo alguna vez, si era que Dios permitía que la dictadura perdurase más tiempo... ¡Y por ahora había que someterse para acallar las sospechas, galopando, siempre galopando, aunque cada movimiento del caballo le arrancase puntadas como lancetazos, aunque sirviese de pifia y escarnio a una soldadesca estúpida y cobarde, en cuya sonrisa cruel leía el íntimo deseo de atarle, de llenarle de pólvora y de yesca, de colgarle así en la plaza pública, y de prenderle fuego, en aquel largo Carnaval de Sangre, como a un Judas de trapo!

VI

En el pueblo del Rosario, a donde llegaron al caer la tarde del tercer día de viaje, fueron obsequiosamente recibidos en la comandancia por el mayor Bayo, que, en ausencia del titular Esquivel, desempeñaba las funciones de comandante militar.

Pantuel despidió al sargento primero Martínez para que se volviese a Buenos Aires, a la mañana siguiente, con todo el pelotón de soldados, relevando su caballada en la estancia de don Francisco Javier Acevedo, en el arroyo del Medio; él, su ayudante el cabo Ferragut y Regis, seguirían solos su viaje en buque, remontando el río Paraná hasta la ciudad de Santa Fe... Admiróse el teniente Válcena de que el capitán se reservase un asistente sin darle a él ninguno, como era costumbre; recrudeciéronse sus temores, pero, valeroso y resuelto, nada dijo. Pensaba siempre que, cualesquiera que fueren las pruebas a que se le sometiese, su vida no estaba en peligro y su libertad se vería pronto a salvo.

–No te doy un asistente –observóle Pantuci,– porque los hombres que hemos traído se necesitan en Buenos Aires; Ferragut nos servirá a los dos. Aunque sólo tenga un ojo, sirve como si viera con millares. ¡Es un Argos!

Regis se encogió de hombros, como diciendo: "¡Puedes guardarlo para tí, que yo me entenderé solo!" Y miró de soslayo, casi involuntariamente, al cabo, cuyo único ojo, ciclópeo, sanguinolento, de pupila pequeña y viva, parpadeaba, pasando su visual de Válcena a Pantuci; con sus ademanes familiares de soldado de un ejército casi bárbaro, permitíase, mostrando sus largos y amarillentos colmillos de lobo, una destemplada sonrisa, que quería hacer de secreta inteligencia con su capitán sobre la condición y el destino de Regis.

El mayor Bayo se mostró todo un hombre culto, lo que en aquellas tierras y aquellos tiempos no era muy frecuente. Les presentó, en la comandancia, una cena reparadora, en la que no faltaban "locro" y "arroz con leche", y un cómodo alojamiento para pasar la noche.

Tan cansado se hallaba Regis, que casi no pudo comer, retirándose a la habitación que se le destinara y que debía compartir con Pantuci... Acompañóle Bayo hasta allí y lo proporcionó algunos remedios caseros para curarse de las llagaduras que le ocasionase el sol de primavera, en el rostro, el cuello y las manos. Su estado de postración era lastimoso. Dolíale todo el cuerpo como si le hubieran apaleado; las llagas de los muslos le ardían como el contacto de púas enrojecidas por el fuego; en las sienes, seguíanle apretando los dos invisibles torniquetes de su fiebre...

Y era tal su tortura, que hasta miró con indiferencia, después de varios días de traqueteo y de dormir incómodo sobre el "recado", las blancas y frescas sábanas del lecho... Al tenderse sobre ellas, su contacto parecía aguzar sus dolores, que le entraban como infinitas picaduras a lo largo de la piel...

Con todo, su natural fortaleza y su juventud triunfaron; pronto pudo conciliar un sueño de plomo. Durmió once horas seguidas, sin pesadillas, sin percatarse de que Pantuci se acostara a la noche y se levantase a la mañana de otro lecho que en la misma pieza estaba; sin sentir siquiera la diana que se tocó en el patio de la comandancia... Tal vez la oyera confusamente, cayendo otra vez, febricitante como estaba, en el sopor de su fatiga.

Cuando despertó, ya alto el sol, sintióse más triste y desamparado que nunca. ¡Era un teniente especialísimo, sin uniforme, sin espada, sin mando, sirviendo al dictador, ya de prisionero, ya de correo! Pensó entonces conversar con Bayo, que parecía un hombre bueno, abrirle su corazón, confiarle sus temores y pedirle un consejo; pero desechó esta idea, recordando que entonces todo soldado era un espía de su caudillo, todo caudillo un espía del déspota. Y en cuanto a interrogar definitivamente a Pantuci, deteníale instintiva e invencible repugnancia... El mismo no hubiera conseguido leer claro en su espíritu si intentara explicarse el origen de este sentimiento. Allí lo sentía, dentro de sí, sin saber cuando viniera ni para qué; era uno de esos tantos fantasmas que se levantan de pronto en la psiquis de un hombre, sin que éste extrañe su insólita, su ilógica presencia; como si su inexplicable aparición fuera ya explicada; como si siempre hubiese estado allí, oculto, larvado, centinela de lo Inconsciente.

Por haber sentido despierto y en vías de vestirse a Regis en su dormitorio, anunciósele Bayo, con dos discretos golpecitos a la puerta. Entró e hizo los cumplimientos de estilo, manifestándole que el capitán Pantuci estaba ya en el puerto, contratando el buque que debía transportarles a la capital de la provincia de Santa Fe, la ciudad de Santa Fe, donde residía su gobernador propietario, el general don Estanislao López. Sentándose confiadamente sobre la destendida cama, mientras Regis, ya bañado en una tinaja que al efecto le habían puesto en la habitación, acababa de vestirse, díjole en tono confidencial:

–He venido a verlo aquí, porque quiero hablar unas palabras reservadamente con usted, Válcena.

Regis levantó la cabeza, prestando singular atención...

–Sé que usted va con un mensaje para don Estanislao y unos oficios. Todo lo que se me ocurre decirle es que sea prudente, muy prudente, porque...

En esto entró Pantuci, saludando alegremente al "dormilón", y anunciándole que ya había contratado una lancha y que partirían esa misma tarde, después del almuerzo. –¡Lo que quiero es acabar allí pronto, para regresar! –exclamó atropelladamente, añadiendo luego: –¡Para que regresemos, se entiende!

El mayor Bayo, interrumpida su confidencial conversacion con la llegada de Pantuci, no trató de reanudarla. En efecto, eso no era posible, porque, como si lo hiciese exprofeso, Pantuci no dejó solo un instante a Válcena, siguiendole a sol y sombra.

–Algo habrá sospechado de que Bayo pueda servirme –díjose Regis,– y ¡sabe Dios qué órdenes ha recibido de Rosas y quiere cumplir!...

Entonces pensó Válcena formalmente en la "deserción", temiéndolo todo, aunque no fuese cobarde... Mas, ya no era tiempo, si no acudía a algún subterfugio muy cerca y le espiaba el hábil, pues Pantuci vigilábale de cerca y le espiaba el cabo Ferragut, con su ojo de demonio. Además, sentíase en una población hostil y desconocida. Había que esperar y esperar nuevamente el momento oportuno... La frase interrumpida de Bayo le preocupaba, le obsesionaba: ¿qué se le había querído decir? ¿qué se quería advertirle? De un momento a otro esperaba que el mayor le aclarase la duda, por signos, por un billetito secreto, de cualquier modo...

Pero Bayo, una vez presente Pantuci, parecía haberse olvidado de la frase principiada; era el militar estricto y discreto, fiel cumplidor de las órdenes superiores.

Regis preguntó distraídamente a Pantuci si ya había partido de vuelta para Buenos Aires, la escolta que hasta allí les acompañara, para defenderles de gauchos "cuatreros", de indios y acaso de enemigos... Se le repuso que había marchado al salir el sol, "aprovechando la fresca".

Notó Regis que la vista se le nublaba; la noticia, que ya conocía por cierto, parecióle nueva, y su situación, mas precaria aun...

Costóle dominarse y no preguntar, clara y categóricamente, una vez por todas, si iba en carácter de prisionero o de soldado.

Pero temía siempre empeorar inútilmente su causa: se le diría que iba como oficial del ejército de Rosas, ¡y se le vigilaría mas que nunca, no para evitar que se "fugara", sino para impedir que "desertase"!

Presumiendo Pantuci los amargos pensamientos del teniente por una involuntarla mirada despreciativa de éste, avergonzóse de que sospechara su deslealtad el antiguo compañero de su infancia, que, más fuerte o más valiente, había sido su eterno protector en el colegio, contra las burlas y atropellos de los mayores; y, sonrojándose, observóle que, cinco o seis días después de cumplida su misión ante el gobernador López, regresarían ambos a Buenos Aires, directamente, sin hacer escala en el puerto del Rosario, en el mismo buque que ahora les iba a transportar a Santa Fe.

Al escucharle, Regis no pudo disimular una nueva mirada llena de interrogaciones dolorosas, que Pantuci esquivó, encogiéndose de hombros. "Al fin y al cabo –pensaba quizá éste– yo no hago más que cumplir órdenes superiores; y espero que este buen muchacho se salve."

Dieron las diez en el reloj de una habitación vecina. Bayo indicó que era hora de pasar al comedor, si querían embarcarse temprano, a lo que prontamente asintió Pantuci...

Válcena, con voz insegura, manifestó que quería ir a comprar grasa de potro y otros ¡remedios que necesitaba para curar su lacerado cuerpo. Pero Pantuci, mirando fijamente a Bayo, dijo que ya se encargaría el asistente Ferragut de agenciárselo todo y de traerlo; él le había dado al efecto las instrucciones del caso, presumiendo que el teniente necesitaría esos curativos campesinos. Semejante respuesta hizo comprender a Regis que no era libre de ir a donde quisiera... Y Bayo parecía muy ocupado en observar, como si fuese un objeto raro que viera por primera vez, el brocal del pozo que se hallaba en el medio del patio que atravesaban para ir al comedor. El almuerzo, muy substancioso, componíase de "puchero", tortilla de huevo de avestruz silvestre y "mazamorra con leche". Sin embargo, por general desapetencia, no se le hizo grandes honores. Los platos pasaban en silencio. Ni Pantuci, ni Regis, ni siquiera Bayo, que tenía aspecto de hombre locuaz y comedido, parecían muy dispuestos a hablar, manifestando tanto desgano de conversación como de apetito. Tal vez, preocupados todos, cada cual hablaba para sí mismo.

Cuando terminaban, llegaron de visita dos sacerdotes, el cura don Nicasio Romero y el padre Lucero, probablemente atraídos por la curiosidad, oliendo alguna nueva aventura trágica. Presentados por Bayo, observaron con mal disimulada sorpresa a Regis, que apenas ocultaba ya su inquietud y su creciente mal humor...

–¿No podría encontrar aquí –dijoles de pronto, y firmementesastre que me proporcionase algo que pueda pasar por un uniforme militar, y quien me venda una espada? –Sí. ¿Cómo no? El Rosario es una población ya bastante provista –se apresuró a contestar el cura don Nicasio.

Pantuci lanzó una mirada terrible al mayor Bayo, y éste otra, también como advertencia urgente, al bueno de don Nicasio...

Comprendiendo el cura que no había sido discreto, sonrojóse hasta la frente y murmuró como enmienda:

–Sería necesario, señor teniente, dar tiempo para que se haga el uniforme... Hecho no lo ha de encontrar, no, seguramente... Habría que mandarlo hacer...

–Y tal vez no haya paño... Y en cuanto al morrión ¡no lo hay! –agregó el padre Lucero, a una muda y elocuente indicación de Bayo.

–¡Pero la espada! –exclamó Regis, sombrío. –Espadas ha de haber... ¡y esas no hay que mandarlas fabricar a medida!

Aquí intervino Bayo, conciliando:

–Espadas... es decir, sables, como los de ordenanza, difícilmente se hallarán en la tienda que tenemos frente a la plaza.

–¡Como de ordenanza o de cualquier forma que pudiera substituir la reglamentaria, por ahora! –replicó Regis, gesticulando casi y palpándose instintivamente el cinto de cuero, a ver si llevaba aún consigo el cuchillo en su vaina, tal cual lo colocase previsoriamente en su casa, al partir...

–¡Es que no hay tiempo! –observó Pantuci mirando su reloj –¡Tenemos que embarcarnos en seguida, y perderíamos horas y días en agenciarnos un uniforme y un sable!

–Creyendo que se quería desarmarle, Regis palideció; pero tranquilizóse al sentir por sobre la ropa el cuchillo que buscaba, y que se le había dejado, pues, consigo.

–¡Como quieras! –repuso con indiferencia. –Podemos partir ya.

–Lo que no me perdonaré –observó cortésmente Bayo a Regis– es no haber pensado anoche en presentarle una muda de ropa, Válcena pues ese traje que, según me han dicho, es el de sus bodas, no ha de ser el más cómodo para viajar.

–Estamos en Septiembre y ya hace calor. Mil gracias –contestó Regis, perdiendo las esperanzas que en la generosidad de Bayo fundara.

Terminado el almuerzo, despedidos los padres Romero y Lucero, Bayo, Pantuci y Válcena, con el cabo Ferragut, asistente común entonces del capitán y del teniente, partieron en dirección al puerto. Hallaron allí,una gran lancha, en la que les esperaban, además del patrón y de los marineros, dos gauchos achinados, vestidos de poncho y chiripá, que, al verles llegar, hicieron militarmente la venia al mayor Bayo.

–Estos dos hombres van con nosotros –dijo Pantuci.

–Son isleños y conocen el río.

Si alguna duda hubiera cabido a Válcena de que se le custodiaba, debió disipársele al ver aquellos dos rústicos "isleños" de malísima catadura, probablemente soldados disfrazados de paisanos, que debían acompañarles a Santa Fe. ¿Con qué objeto esta nueva escolta, sino para evitar su posible fuga que, para el capitán, no sería sino una "deserción"? Sin poder evitarlo, llenáronsele los ojos de lágrimas de ira...

Bayo, al despedirse, le abrazó, como si partiese para un largo viaje...

Embarcáronse el capitán, el teniente, el ayudante y los dos chinotes; soltáronse amarras y velas, y partió el buque, un lanchón de carga, a vela y de poco calado, cuyo destino era traer maderas del Chaco, Misiones y el Paraguay. Contemplándolo, Regis no pudo menos de decir a Pantuci, con imperceptible sonrisa sarcástica:

–¿Y este es, Julio, el buque en que regresaremos juntos después de cumplida nuestra misión, dentro de cinco o seis días, hasta Buenos Aires, sin hacer escala en el Rosario?

En efecto, no era esa una nave segura para bajar hasta el Río de la Plata, ni tenía una tripulación suficiente para resistir allí a ciertos piratuelos uruguayos, partidarios del caudillo oriental Rivera, quienes, aunque sin estar todavía en declarada guerra con Rosas, robaban a las naves argentinas, cuando podían sorprenderlas.

–Es verdad, me he equivocado. Tendremos que cambiar de embarcación en el Rosario –repuso embarazadamente Pantuci.

–Yo contraté el lanchón chico que usted mismo me ha indicado, capitán –observó con sorna Ferragut, el taimado cabo.

Al oír su maligna voz, Regis, que tomaba asiento en un banquillo de proa, le dirigió la vista, como tocado por un resorte. Allí lo tenía, frente a frente, al gaucho tuerto, sentado en el suelo, a la turca, clavándole como siempre, honda y agudamente, su ojo único, inyectado y rápido, cuya mirada le irritaba con su larga caricia de víbora. Allí estaba, espiándole como antes, con su rostro bestial, su lobuna sonrisa, su ojo que penetraba en las carnes como ardiente garfio... Hubiera deseado saltárselo, con la punta del cuchillo; y tanto que, sin quererlo, llevó otra vez, por debajo de la casaca, una mano al cinto, para palparse el arma... ¡Cuál sería pues su estupor al notar que en la vaina, en lugar del cuchillo, para desarmarle y engañarle, habíasele colocado un leño inofensivo! Entonces recordó su conversación con Bayo, al vestirse, y comprendió que esa plática no había tenido otro objeto que distraerle, mientras se arreglaba, para que no se diese cuenta del trueque, verificando mientras dormía! El corazón latíale como si le quisiera romper el pecho. Y tuvo que dominar el impulso de saltarle al cuello a Pantuci, el amigo traidor; pues sintió fijos sobre sí los cuatro ojos de los rústicos y la pupila única del "asistente"... Sin duda, los cancerberos tenían orden expresa de sorprender y sofocar todo movimiento de rebelión.

En la popa, tendido sobre un encerado, Pantuci parecía sumirse en la beatífica contemplación de las pintorescas riberas, con sus hondos barrancos...

El paisaje era realmente encantador, en una deliciosa tarde nublada. Todos los tintes del verde irisaban el follaje de las costas. Entrecortando el ancho río, hacia las orillas, emergían islas cubiertas de tiernísimo césped, y de profusos ceibos que ostentaban flores rojas como recientes heridas. De una de las islas levantóse una copiosísima bandada de garzas, que a modo de nube obscureció el cielo. Regis siguió, con distraída mirada, su majestuoso vuelo blanco bajo el combo firmamento azul.

Y sintió por primera vez, en aquellos momentos, la comezón fisica de la huida... Iba convencido de que, por entonces, debía beber hasta las heces el cáliz de sus humillaciones, como los filtros de guerra que preparaban las hechiceras, antes de la batalla, para los antiguos soldados germanos; y asimismo, consciente de que por entonces no había escapatoria racional, experimentaba esa sensación puramente corpórea de escaparse... Veía el campo, el agua, el aire, y sus brazos se tendían solos, sin que interviniera su albedrío, hacia la libertad que perdía... Tuvo que reunir todas sus fuerzas valientemente, para dominar esas impulsiones nerviosas, reflejas como el gesto con que se retira rápidamente la mano del fuego. Esta lucha de su firme voluntad, de su espíritu equilibrado, contra una ciega tendencia de sus músculos, desenvolviéndose en el interior de su alma, era una nueva tortura moral. Sentíase intelectualmente valoroso y corporalmente cobarde; pues eran de atribuir a latente cobardía sus tentaciones de arrojarse al agua, llegar a la costa a nado, como que no era mal nadador, y salvarse...

¡Absurda idea! Cansado y débil como estaba, arrastraríanle las correntosas aguas del río a una muerte casi segura. Además, la gente del lanchón le perseguiría, acaso tiroteándole; los dos "isleños", que sin duda nadaban como caimanes, lanzándose también al agua fácilmente le prenderían de nuevo; y aun suponiendo que llegase sano y salvo a la costa, sin armas y sin caballo, a la vista de sus cuatro custodios, bien pronto sería alcanzado, y vejado con escarnecedora rudeza, como era costumbre tratar en aquellos tiempos a los prisioneros que intentaran evadirse. ¡Las fuerzas morales le flaqueaban!

Mareábase, con angustioso mareo de estómago, en aquel río tranquilo como un lago. Helado sudor le corría por la frente; el esófago se le dilataba y convulsionaba, subiéndosele a la garganta... Temió desmayarse allí mismo, bajo la irónica mirada del cabo Ferragut, que, frente a él, sin moverse, le espiaba con su ojo único, con su ojillo inquisidor, cuyo redondo cristalino salía de una cuenca profunda como una tumba, profunda como un antro del infierno...

¡Allí estaba ese ojo, siempre fijo, siempre inexorable! Para cualquier parte que Regis mirase, sentía la mirada del guaso, como una disonancia, como un insulto prolongado, sin fin, ¡como un suplicio demoníaco y eterno! Bajo esa mirada, descompuesto, tuvo que vomitar todo lo que había almorzado, y hasta la bilis. En las últimas arcadas, creyó arrojar las propias entrañas... Los dos "isleños" señalaban las serenas aguas, mofándose groseramente de esa nueva prueba que suponían de orgánica debilidad. Pero Ferragut, aunque mostrase sus colmillos de lobo, no se reía con su boca; se reía con su ojillo, con su único ojo, parpadeando...

Regis quiso abstraerse por completo de los hombres bestias que le despreciaban con su burla brutal y a quienes no era posible latiguear en aquellos momentos, como bien se lo merecían; quiso abstraerse de la mirada de fuego de Ferragut, que una a una le arrancaba, como con pinzas, todas las fibras, todos los nervios de su paciencia. ¡Y entonces volvía a sus fatídicas dudas! El deseo de aclararlas hacíasele intolerable; su lengua se le movía casi sola, mecánicamente, automáticamente, para exhortar a su antiguo amigo Pantuci a que, por Dios, en nombre de su antiguo afecto, le expusiera la causa de su prisión y el "castigo" que le esperaba... Pero su dignidad y su desprecio, el alto concepto de sí mismo y la bajísima idea de su carcelero, le contenían.

Arrepentíase amargamente de haberse manifestado expansivo y afectuoso al partir de Buenos Aires.

Fue rememorando, con rara lucidez, la historia de su amistad; los malos recuerdos le brotaban en la agitada imaginación como hongos venenosos en humedades de tormenta. Aunque siempre había querido a aquel compañero más joven y más débil con cariño protector, éste, más de una vez, le había demostrado bajos sentimientos de celos, que él, afable y tolerante, nunca intentó ver. ¡Pero ahora sí que, en ese momento irreparable, los veía! ¡Ahora sí que, obligado a hacerse un juicio, iba haciéndoselo, acumulando hechos y más hechos, detalles y más detalles, y más y más síntomas que revelaban, en su Pantuci, un espíritu plebeyo devorado por la envidia! Y estos razonamientos eran una nueva lucha que se desarrollaba, sangrando, en su alma de patricio, altiva y silenciosa... Así como la quietud, sintiendo locos impulsos de huir, el silencio, sintiendo angustiosos deseos de hablar, ¡le fustigaba, le hería, le aniquilaba!

La idea de que debía ser fusilado por orden de Rosas y acto de López, que al principio desechara como insensata, iba poco a poco tomando cuerpo en su mente hasta constituirse en obstinada convicción... ¡Ahora, comprendía! ¡El dictador le mandaba matar para deshacerse del intelectual peligroso que había planeado a la juventud opositora un club logista!

La flexible figura de Blanca se le presentó entonces con tan nítidos de contornos, que era casi una aparición. Teníala ahí, amante y pura, al alcance de sus brazos, y no podía acariciarla; al alcance de sus labios, y no podía besarla... La sentía junto a sí, más bella que nunca, en momentos en que tal vez se le acerara a gigantescos pasos, la Muerte. Y recordaba también a los suyos, al noble anciano don Valentín, a su generosa madre, a sus hermanas, a sus hermanos, a Tito, el preferido, partiéndosele el corazón al pensar que nunca más les vería... Soñaba su casa desolada por el luto; los suyos quizá perseguidos y maltratados por la Mazorca...

Como doblegándose anticipadamente al golpe de hacha del verdugo, su cabeza cayó entre sus manos, y así quedó meditando, largo, largo rato... Comprendiendo la horrible falsedad de Pantuci, crecía por instantes su desprecio y se transformaba en cólera. Sus puilos se cerraban, encajándose las uñas en la palma de la mano...

En la tarde que empezaba a obscurecer, levantó su pálida cabeza: dos gruesas lágrimas de rabia rodaban por sus mejillas. Pantuci, siempre tendido de espaldas en la popa, sobre el encerado y bajo la vela, liaba tranquilamente un nuevo cigarrillo criollo, levantando el meñique con su afectada finura de provinciano. Al verle, sintió Regis que un nudo de hierro le constreñía la garganta y una nube de sangre le nublaba la vista... Y avanzó hacia él, con un impulso ciego ¡y esta vez invencible! de interrogarle... Vio que crispaba los delgados labios de su carcelero una sonrisa perversa que el conocía desde la infancia: la sonrisa de sus malos momentos, que acompañaba, como una sombra, sus malos actos... ¡Sí! ¡Bien conocía Regis esa sonrisa, que siempre había perdonado y olvidado, en razón de la misma debilidad del amigo de su infancia, a quien profesara la generosa ternura de los fuertes y los buenos! ¡Ya no podía perdonarla! Y, casi sin saber lo que decía, agolpándosele al corazón toda su sangre, se adelantó y le increpó con una sola palabra:

–¡Cobarde! –escupiéndole el rostro.

Pantuci saltó como si le atenaceara un escorpión, y vociferó, demudado:

–¡Hijo de perra! –¡Pónganle los grillos!

Antes de que terminase de formular su orden, ya dos mocetones isleños, que parecían acechar ese instante, sujetaron a Válcena brutalmente, y el cabo Ferragut, rápido como el rayo, sacó dos pares de esposas que ocultas y preparadas traía, procediendo a colocárselas en brazos y piernas.

–¡Así aprenderás a insultar a tus superiores! –rugió Pantuci fuera de sí, con una retahíla de palabrotas insultantes.

Y el Cabo Ferragut, mostrando sus colmillos de carnívoro, mandó al prisionero, con la autoridad de un sátrapa:

–¡A ver si te callas, o te apaleo! –y le aplicó, con el dorso de la mano derecha, un brusco bofetón en la boca...

Bamboleóse Regis, y cayó, sangrándole las encías y las narices. ¡Y al caer, tenía la indescriptible intuición del ojillo sanguinolento del cabo, que relampagueaba, dilatándose como al olor de exquisita presa, con la alegría de un triunfo de felino! Las esposas hicieron un gran ruido de cadenas, enllagándole al preso las manos y los pies... Tal, enfermo, escarnecido, engrillado, rodó hasta la quilla del buque, dejando un rastro de sangre... El cielo mismo se empurpuró, en aquella hora triste del crepúsculo, como si la sangre del sacrificio olímpico de alguna deidad adolescente se desbordase de lo alto. Con sus pétalos de nubes enrojecidas, diríase una inmensa rosa sangrienta que se abría.

Sonambulizado por sus golpes morales y físicos, Regis yacía en el fondo, casi sin sentido, mordiendo el maderamen de la quilla, como una rata, con su boca seca, áspera, ardiente de sed... Y en su estado general de inconsciencia sentía claramente ¡inaudito fenómeno! que le penetraba por la nuca, como largo y filoso estoque de acero, la mirada del ojo único, vivo, ¡y siempre vigilante! del ciclópeo Ferragut.

Pantuci, en tanto, vuelto a tumbarse de espaldas en la popa, con su pachorra de hijo de los climas tropicales del interior, encendía el cigarrillo, de chala que antes liaba, y, aunque algo pálido, silbaba entre dientes una "vidalita"...

VII

En tanto que Regis marchaba hacia Santa Fe, la familia, en Buenos Aires, no omitía medio de reconquistarse la confianza del dictador Rosas, su esposa doña Encarnación y su hija Manuelita. Las varias tentativas hechas para averiguar algo más de lo poco que les comunicase esta última, siquiera el paradero del novel "teniente", fueron infructuosas. Don Valentín había ido casi diariamente a hablar a su compadre don Juan Manuel, sin conseguir ni ser recibido... ¡Era para desesperarse!

Blanca, languideciente como un lirio a la sombra, habíase refugiado junto a su madre, misia Mercedes cuyos achaques hacían necesarios sus cuidados; pues Corina, la primita, era aun demasiado niña para atender a la anciana enferma.

La casa de los Válcena, hasta entonces tan alegre, sumíase en una profunda tristeza, como en duelo. La misma Licia, tan decidora siempre, había perdido su animación de antes. Carlos, Laura y Clarita celebraban, a solas, largos conciliábulos sobre el probable destino de Regis. Doña Mauricia iba casi todas las tardes a llorar sus cuitas a casa de una cuñada del dictador, doña María Josefa de Ezcurra, con quien la ligaba una antigua amistad. Esta mujer, nerviosa y absoluta, más rosista que, el mismo Rosas, la consolaba con su voz agria y breve, y despachábala luego con buenas palabras, disimulando su impaciencia de solterona insensible ante tantos lloriqueos...

–¡Vamos, doña Mauricia, no sea usted ridícula! –llegaba a decirle.

–¡Su hijo está de servicio, y en santas pascuas! ¡Juan Manuel no se lo ha de comer crudo!

–Pero usted que es tan buena, Pepita –insistía la madre con angelical resignación. –debe pedírselo a don Juan Manuel, que a usted nada le ha de negar...

–Pedirle ¿qué? ¿Que haga volver a la pobre criaturita?

Doña Mauricia alzaba sus húmedos ojos al cielo...

–¡Ya es bien crecidito para ciuidarse por sí mismo y para prestar sus servicios a la Federación! –añadía doña María Josefa, irónica; y dulcificándose: –Por usted, por usted solamente, doña Mauricia, se lo recomendaré a Juan Manuel. ¡Váyase tranquila!

Y cuando se iba doña Mauricia, doña María Josefa tenía siempre tiempo de murmurar contra esa "chinche" insoportable, que de puro tonta venía a incomodarla... Acaso era una traidora unitaria que había que vigilar... Sin embargo, doña Mauricia no era tan "traidora" como para rebelarse, ni tan tonta como para ignorar la mala voluntad de doña María Josefa; mas, sabiendo que ésta podría ejercer alguna influencia sobre su cuñado, no desesperaba aún de conquistarla con sus lágrimas.

Quiso también captarse a la madre de don Juan Manuel, doña Agustina López de Osornio de Rozas, que en otro tiempo fuera matrona enérgica si las hubo; de ella, y no de su padre, don León, había heredado el dictador su voluntarioso y tenaz carácter. Pero entonces, doña Agustina, postrada desde tiempo en su lecho de paralítica, aunque dirigiese todavía desde él a su familia y su hacienda, no tenía ánimos para ocuparse de los extraños.

–Lamento, Mauricia, que usted ande en estas cosas... –le dijo.– Yo no quiero saber nada ya de política... ¡Que Juan Manuel haga lo que quiera! Yo me lavo las manos.

El amargo acento con que estas últimas palabras pronunciara fue una revelación para doña Mauricia: era evidente que, por prudencia, para no exponerse a las negativas que hiciese presumir el espíritu independiente de Rosas, su vieja madre no quería ya pedirle nada. ¡Ella siempre había sido orgullosa, toda una antigua ricahembra castellana!

De doña Encarnación de Ezcurra, la esposa de Rosas, poco esperaba la señora de Válcena, pues era un espíritu sumiso e indolente. Y en cuanto a doña Pascuala Beláustegui de Arana, la mujer del ministro don Felipe Arana, poquísimo, o nada podría, dado que el mismo don Felipe no tenía gran poder de persuasión... ¡Como que, ya entonces, se decía que muchas veces, a modo de sangrienta bufonada, Rosas le daba a firmar en barbecho sus decretos, tapando el texto con la mano!

Vió asimismo a varias otras señoras para que intercedieran con don Juan Manuel, y ninguna se comprometía a nada... Doña Agustina de Rosas, hermana del dictador y esposa del general Mansilla, hombre que se suponía de influencia, tampoco demostró mucho interés por esas "pequeñeces", mujer bellísima como era e inteligente, pero de inteligencia un tanto frívola... ¿Es que no había entonces ni hombres ni mujeres en realidad influyentes sobre Su Omnipotencia Rosas? Sólo Manuelita, su hija, esa niña vivaracha y de buenas intenciones, era capaz de pedirle tregua o benevolencia; y ella ya había prometido a los Válcena hacer, por Regis, cuanto pudiera...

Don Valentín, Silvio, Gabriel, Alberto Riglet y otros amigos habían realizado, cada cual por su parte y todos discretamente, diversas indagaciones, mas sin llegar a descubrir cuál era esa misteriosa "misión" confiada a Regis... Quiénes le suponían en el Sur con el general don Prudencio Rosas, hermano de don Juan Manuel y comandante militar de aquella región; quiénes ante el Fraile Aldao, el sanguinario caudillo de Mendoza; quiénes, en fin, en Santa Fe, con don Estanislao López... Pero los datos eran suposiciones, más o menos fundadas, que ni coincidían ni se confirmaban.

Y viendo que el tiempo transcurría, días, semanas, sin traer las esperadas noticias, Silvio, en tan duro trance, resolvió consultar sobre lo que debía hacerse, al profesor de filosofía de la Universidad, don Diego de

Alcorta, doctor en medicina, su maestro y médico de su familia.

De carácter modesto y afectuoso, don Diego amaba a sus amigos como discípulos, a sus discípulos como hijos, como a sus únicos hijos, pues no tenía otros. Con su esposa doña Josefa Belgrano, y su cuñada doña Carmen, ambas hermosas jóvenes, vivía retirado, a la vuelta de las aulas, en la calle antes llamada de la Biblioteca, y entonces, en honor a Rosas, del Restaurador. Lugar de amena conversación era su casa, frecuentada por asiduos tertulianos de sobremesa (Belgrano, Montes de Oca, Alagón, Somellera, Argerich)... Y entre los visitantes, contábanse también, de cuando en cuando, algunos discípulos preferidos (Manuel Balcarce, Félix E. Frías, Vicente Fidel López), a quienes, joven y docto, trataba el doctor Alcorta como a compañeros, con la afable llaneza de los hombres que saben enseñar.

Sus discípulos habían resuelto, aquel fin de año, hacerle una demostración de aprecio y simpatía. Despuésd e mucho buscar en qué forma conviniera manifestarse, optaron por rogarle se dejara sacar un retrato a la acuarela por un ingeniero y pintor italiano, aunque nacido en Saboya bajo la dominación francesa, don Carlos Pellegrini, único artista notable que había entonces en la capital-aldea, retrato que todo el curso costease y que le sería obsequiado, como recuerdo. Antes de formularle la petición por escrito, en carta firmada por todos, comisionóse a varios compañeros para que fueran a tantear su aquiescencia, pues se temía ofender su conocida modestia. Los jóvenes comisionados eran Gabriel Villalta y Manolo Burgos, casualmente los dos más íntimos amigos de Silvio, quienes invitaron a éste para que les acompañase a casa del maestro, con el fin de pedir, en esa oportunidad, a espíritu tan prudente y sincero, sus consejos sobre el "caso" de Regis... Después de cenar, fueron pues Villalta, Burgos, Válcena y algún otro a visitarle, como embajada del curso estudiantil.

Recibióles don Diego familiarmente en el comedor, donde se hallaba platicando, terminada la cena, con doña Josefa, Carmen y el teniente coronel Maza, uno de los mas distinguidos jóvenes del ejército, hijo de don Manuel Vicente Maza, el presidente del Tribunal de Justicia y de la Sala de Representantes, el amigo y consejero de Rosas.

Balbuceando, con el temor de una negativa, expuso Villalta el unánime deseo del curso... Don Diego contestó, muy conmovido, que aceptaba esa generosa demostración, pero que desearía no le fuera formalmente formulada, por razones fáciles de entender, antes de los exámenes. Y así se convino, con el entusiasta aplauso de Maza, que profesaba el mayor respeto al profesor. También doña Josefa, con lágrimas en los ojos, agradeció la distinción de que era objeto su esposo, quien, para obsequiar a su vez a las visitas, hizo servir, un perfumado vino de Canarias que para las grandes ocasiones guardaba.

Como hacía calor, pasaron todos a conversar al patio, donde se sentaron en rueda, bajo el frondoso emparrado, haciendo retirar las luces, que atraían los mosquitos. Por ser general preocupación llevóse la charla a la política; se discutió a Rosas. Don Diego, que había renunciado su diputación a la Sala de Representantes, mostrábase pesimista, muy pesimista...

–Las cosas van mal –dijo, amargo, desalentado. –Yo dictaré mi cátedra y atenderé a mis enfermos, sin volverme a inmiscuir en la cosa pública. Nuestro pueblo no se halla preparado para ejercer la Democracia. Nuestra raza no está apta aún para el gobierno republicano. Los antecedentes coloniales, los negros y mulatos que forman casi una mitad o más de la población de esta capital, y el mismo factor indígena de los campos, no constituyen en manera alguna el conjunto de un pueblo homogeneo y capaz de gobernarse, ¡hum! ¡Tal vez no estaba tan descaminado como creíamos el buen general Be1grano cuando proyectó hacer del antiguo virreynato del Río de la Plata, un imperio americano, un imperio incásico, elevando al trono a un príncipe inca, aquel pobre indio que quería casar con una princesa europea de la casa de Borbón, al que nosotros, los muchachos, llamábamos riéndonos Su Alteza el "Príncipe Patas-Sucias"!

Después de una pausa, habló el joven Maza:

–Sea como fuere, yo cifro esperanzas en don Juan-Manuel. Creo que, en el fondo, es un hombre bien intencionado... Y si no lo es, ¡tanto peor! ¿Quién podría reemplazarle? ¡Antes la tiranía que una nueva crisis como la del año 20! ¡Antes la paz de Varsovia que las guerras civiles de Bizancio!

En esto llegaron dos viejos amigos del profesor (Alagón y Somellera), quienes se mezclaron en la franca plática, pues todos se conocían y apreciaban, sin temer allí, en aquel hogar modelo, espionajes ni indiscreciones. Por lo numeroso de la tertulia y por el calor, aplazóse la cotidiana partida de tresillo.

El estudiante Villalta se expresó con juvenil pasión contra la Suma del Poder público otorgada a Rosas por la legislatura y por un "plebiscito"...

–¡Era necesario! –observó Maza.

–¡Lo peor es que aun no conocemos el pantano en que nos hemos metido y todo el lodo que tragaremos! –observó Burgos, con el énfasis romántico peculiar de los jóvenes intelectuales de su generación, añadiendo: –¡Ahí tenemos ya una víctima, el pobre Regis!

–¡Regis! ¿Hay noticias de Regis? –preguntó alarmado don Diego.

–¡No, no! Lo malo es, precisamente, que hasta ahora no tenemos noticias! Nadie ha querido dárnoslas... –repuso Silvio, ceñudo, aprovechando la ocasión de hablar.

Todos interrogaron, inquietos; y Silvio tuvo que contar detalladamente cuanto sabía, pidiendo a don Diego, que se secaba el copioso sudor de su frente con un pañuelo de batista, su "ilustrado consejo de maestro y amigo"... Intercedió doña Josefa, deseosa de mantener alejado de la política a su esposo:

–¿Y que quieren ustedes que sepa Alcorta? Ahora él vive metido en su casa, entre sus libros, escribiendo su tratado de filosofía... Y además, desde los últimos acontecimientos de la Sala no se trata ya con don Juan Manuel... Debían consultar a don Felipe Arana, ver a los Anchorena, al general Mansilla, a don Manuel Vicente Maza...

Silvio hizo un gesto de desaliento, como contestando que, hasta entonces, no se habían escatimado diligencias, y que todo había sido infructuoso...

–¡Pues yo pienso que no hay nada grave en todo eso! –afirmó el joven Maza, con sinceridad. –Aquí, en confianza, puedo darles algunos datos ilustrativos para juzgar el carácter y la política de Rosas... Les diré que... que Rosas desconfía de todo el mundo, ¡hasta de mi padre, que es su mejor amigo! ¡Hasta de... mí mismo, que incondicionalmente he puesto mi espada a su servicio, y que tan bien me sabe, por conocerme desde niño, incapaz de toda traición! Muchas cosas tendría que contarles a ese respecto; pero más me valdrá callarlas... Tiene la desconfianza del gaucho, que siempre prejuzga que el hombre de ciudad quiere engañarlo y burlarlo. Con su chiripá, su bota de potro y sus espuelas nazarenas, es en cuerpo y alma en sus habilidades de domador y en sus malicias de caudillo, ¡la quinta-esencia del gaucho! ¡Ah, no cabe duda, y lo he experimentado ya en cabeza propia, que don Juan Manuel es un espíritu desconfiado hasta la exageración, hasta la locura, hasta sospechar de su amigo Maza, de su hermano Prudencio, de doña Agustina, su virtuosa madre! Pero si siente la desconfianza del gaucho, posee también algunas de sus virtudes: es generoso, agradecido, fiel amigo...

–Hum, hum... –interrumpió don Diego. –En fin, si tú lo dices, Ramoncito, así será... ¡Quiera el cielo que jamás cambies de opinión!

–¡Pues curioso me parece que haya quien todavía pueda pensar así, conociendo como tú conoces al asesino de los Cerrillos! –apostrofó Villalta a Maza.

Don Diego intervino, conciliadoramente, para evitar una réplica ofensiva del joven militar, cuyo carácter vehemente y firme conocía:

–¡Que haya paz entre los príncipes cristianos! –dijo sonriendo.

–Entre los "príncipes cristianos", es decir –continuó Villalta,– los príncipes que veneran a un mismo Dios: a Cristo. ¡Pero aquél que, como Ramón Maza, pone su Dios en Rosas, no profesa al mismo Dios que yo profeso, Dios de Bondad, Dios de Justicia! Por muy picado que se sintiera Maza por tan fogosa alusión, reprimiéndose y echándolo todo a broma, replicó:

–¡Estamos, no en el templo de Marte, sino en el de Venus! –y señaló galantemente a doña Carmen– O acaso en la academia, ¡y en presencia del mismo Platón! –e indicó a don Diego– ¡No me parece, pues, oportuno disputar como plebeyos!

–Deberías poner en el patio también el letrero que pensabas poner en el comedor, Alcorta –observó la dulce voz de doña Josefa,– con la leyenda de que "está prohibido hablar de religión y de política".

–Así debe ser en la casa de un verdadero filósofo como Diego –añadió, en serio, Belgrano– Porque un verdadero filósofo no discute: pontifica.

Los viejos (Alagón, Somellera y Argerich), pasaron entonces al comedor, ya decididos a jugar al tresillo; y Carmen, a petición general, trajo una guitarra y cantó, acompañándose con gusto, ardientes canciones populares andaluzas. La paz, que hubo de alterarse, reinaba de nuevo en la tranquila casa del profesor de filosofía.

Aprovechándola, Silvio preguntó otra vez, con la energía de la angustia, sobre el partido que debían tomar respecto a Regis...

Don Diego vaciló; volvióse a secar la frente con el pañuelo, y, exhalando un suspiro, repuso:

–¡Esperar!

Don Valentín, luego que Silvio le transmitió la opinión del doctor Alcorta, fue también, por su parte (y como última tentativa, dado que su compadre don Juan Manuel no quería aún concederle audiencia y los días y las semanas pasaban sin recibir noticias fidedignas), a consultar a su amigo el doctor don Manuel Vicente Maza...

Con atención, moviendo la venerable cabeza blanca a uno y otro lado, escuchóle don Manuel Vicente; y cuando terminó, como si se hubiese apalabrado con don Diego, dióle, con voz sorda, en la que vibraba una violenta emoción contenida, el mismo veredicto que a Sílvio diera el profesor de filosofía:

–¡Esperar!

Y todos los amigos, ansiosamente interrogados, pensaban y repetían lo mismo, a don Valentín, a doña Mauricia, a Blanca, a Silvio, a Villalta, a Alicia, a Alberto Riglet: ¡había que esperar! Pero ¿sabían ellos lo que significa "esperar", cuando el alma se halla al borde de la Desesperación, que atrae con su Vértigo de Abismo?

Segunda parte

I

Engrillado e inerme Regis sobre la quilla del lanchón que le transportaba a Santa Fé, Pantuci dejó vagar su mente. En el humo de su cigarrillo criollo veía formarse ¡él también! La figura de Blanca Castellanos, la esposa de su antiguo amigo, su prisionero. Recordaba a su vez su amistad de colegio, cuando Regis protegía al débil "provincianito", con la generosidad de sus puños de aristócrata. En agradecimiento, él le admiraba... Pero nunca ¡ah! nunca le había querido. Era Válcena demasiado superior para hacerse amar de un espíritu pequeño como el suyo. Su innata distinción, su inteligencia, su misma bondad, le chocaban, le herían como insultos. En vano él, por su propia conveniencia, disimulábase hasta a sí mismo ese bajo fondo de su alma plebeya; en frecuentes ocasiones, instintivas palabras y hasta actos demostraban la oculta antipatía, desbordada como la cicuta en una copa demasiado llena.

Regis, con la hermosa confianza de su superioridad, en nada reparaba; creía en el cariño de Julio como en el suyo propio. Cuando un tercero, su hermano Bernardo por ejemplo, le revelaba alguna infidencia de su amigo, se encogía de hombros con esa bella altivez de la ignorancia. Más de una vez alguna chocarrería de Pantuci hubo de enfadarle; pero entonces, éste pedía disculpas humildemente... "¿Cómo has podido suponer que yo tuviese una intención mala?" le decía; y Regis, siempre dispuesto a creer lo mejor, se disculpaba también de su sospecha, enternecido. En su fuero interno, Pantuci se repetía luego, por centésima vez, que decididamente Válcena era un tonto; y en secreto, con otros amigotes de almas villanas como la suya, burlábase de su hidalguía.

Pasada la adolescencia, Regis fue ya más prudente aunque conservando siempre su afecto. Había llegado a conocer un poco más a los hombres y sospechaba la inferioridad moral del compañero de su infancia. Y tanto que, cuando volvió de Europa, no le extrañó ya mucho que le contaran los festejos de Julio a Blanca, su prometida...

Si Pantuci hubiese podido leer claro en su propio espíritu; si no hubiere tendido por instinto a ser más o menos hipócrita consigo mismo, sabría cuánto pudo, sobre su pasión por Blanca, su vergonzante antipatía a Regis. ¡Vencerle, aniquilarle, hacerle morder el polvo de la derrota, siquiera una vez! Luego, como siempre, él perdonaría; creería en una atracción violenta, irresistible, que dominara, en la una, sus amorcillos de niña, en el otro, su amistad de adolescente... Pero las cosas no pasaron así; a pesar de su cautela y su firmeza, Julio fue rechazado. Este rechazo, enardeciéndolo más y más, acabó por encender en su pecho una verdadera pasión, la verdadera llama, la inextinguible.

Preso en sus propias redes, al volver Regis de Europa, se sintió agonizar de celos... Para distraerse ingresó al ejército; se entregó a Rosas en cuerpo y alma, acaso con el vago e inconfesable anhelo de que el Destino le deparara un desquite. ¡Y he aquí que este desquite se le presentaba solo, casualmente, en una oportunidad que él no buscara, pero que aprovecharía, ¡ah, sí, que aprovecharía! ¿Cómo? Eso lo ignoraba aún, esperando todavía circunstancias más favorables de ese caprichoso Destino que tantas veces favorece a los mal intencionados. Embargábale el firme presentimiento de que las hallaría, en días acaso no distantes, y esta idea le inspiraba una gozosa compasión...

Cavilando sobre todo ello, y después de vencer ciertos pequeños contratiempos de la navegación, llegó Pantuci con su compañía, mudos todos como si hubieran perdido el habla, sólo a la tarde del día siguiente de su partida del Rosario, al puerto de Santa Fe.

Desembarcaron en la noche creciente y llevaron a Regis, previo anuncio, a presencia del gobernador don Estanislao López, el caudillo aliado de Rosas.

Éste, un gaucho torvo y ladino, miró de soslayo a Válcena, escuchó en secreto a Pantuci, leyó las comunicaciones del dictador, y mandó que se pusiese al preso que conservaba sus grillos, en la "Aduana", en la misma cárcel que, unas semanas antes, después de cuatro años de cautiverio, había abandonado el general don José María Paz.

La Aduana era un edificio amplio, cuadrado de dos pisos, techo de teja, con un gran patio en el centro, edificio que al propio tiempo servía de casa de gobierno, de aduana, de cárcel y de cuartel para un corto piquete de soldados, custodios de los presos y de la sagrada persona del gobernador. Allí fue transportado y encerrado en una pieza del piso alto llena de polvo y telas arañas, ventilada por dos tragaluces que daban uno al patio y otro al campo. Vago y exótico murmullo e inmundo hedor de bestiario romano subían desde ciertos galpones-jaulas del piso bajo... En ellos se hacinaban los indios prisioneros, hasta la hora del sacrificio...

Habiéndosele dejado a Regis, por exceso de precaución o lujo de crueldad las esposas que le enllagában los tobillos y las muñecas, arrastrólas insomne toda la noche, de un extremo a otro de la prisión, como fiera encadenada. En algunos momentos, suspendíase el murmullo de los indiada de abajo... Era que todos hacían instintiva e interrogante pausa para escuchar el ruido que desde arriba les bajara, el canto de angustia de los hierros en el silencio de la noche.

Cuando amaneció la pálida aurora primera de la cárcel, Regis cayó rendido, en un sopor que casi era sueño. No pudo empero disfrutar de este descanso, porque muy pronto le despertó el chirrido de la cerradura; pensó que venían a anunciarle su muerte... Abrióse la puerta y presentósele el cabo Ferragut, el feroz Mono-tuerto, con un rebenque en la mano, de ancha lonja de cuero, y con su peculiar sarcasmo cabrilleando en su ojo único...

–¡Vamos a ver, maula, hasta qué horas piensas dormir! ¡Tengo orden del señor gobernador López de vigilarte, y aquí estoy pa servirte! –dijo, quebrando la cintura con su aire insolente de "compadre".

Regis se incorporó, cadavérico.

–¡Vamos a ver, pues, niño –agregó con pérfida ironía el cabo, –si no se encuentra cómodo con esos fierros que le pusimos ayer! Si promete portarse como Dios manda, se los sacaremos...

Por toda contestación, tendióse Regis de nuevo en el catre, que cimbraba bajo su peso, dando vuelta la cara a la pared.

–Diga, patroncito, si no quiere que le sirvamos ni mate... –agregó Ferragut con socarrona sumisión, haciendo chasquear su inseparable rebenque. –¡Conteste pues, el orgulloso, que a caballo mañero se le corrige a lonjazos! –y la lonja vibraba latigueando el suelo. Supongo que ya se le irán yendo los humos; porque hay que acostumbrarse...

Seguía Regis en su mutismo, que exasperaba a Ferragut, el de funesta pupila, quien, encolerizándose, con su cólera sonriente de gaucho perverso, dijo:

–Si no, patroncito, habrá que calentarle los lomos a rebencazos, como a un salvaje unitario qué es... ¿No es verdad, patroncito, que usted es unitario? ¡Pero no seás orgulloso, que pa nada te servirá aquí tu orgullo! Y sin más ni más, acercándosele, le pegó con su rebenque en la cadera un primer lonjazo, suave como una caricia. Regis saltó, como si le quemara; y sintiéndose amarrado e indefenso, lanzó un rugido que casi era un sollozo... El catre, bajo su cuerpo y sus movimientos, se desvencijó, cayendo estruendosamente al suelo...

Entonces, con ruidosas carcajadas, poniéndole un pie en el cuello como a potro boleado, Ferragut preparóse a descargar su ira en violentos rebencazos... En esto, le sorprendió la alta figura negra de un sacerdote de largos y ondeados cabellos blancos que, a modo de ángel salvador, llegó y se detuvo ante el umbral de la puerta...

–¿Qué haces? –preguntó al chino, con voz en que temblaba la indignación.

–Nada, padre –repuso hipócritamente Ferragut, suspendiendo el rebenque. –Ha insultado a Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes... y ha querido escaparse... y lo castigo –y aquí alzó su lonja otra vez, sobre el tendido cuerpo de Regis.

Sin dejarle continuar, el sacerdote le detuvo el brazo:

–¡Fuera de aquí, insolente! ¡Ya verás cómo don Estanislao te castigará también a ti, por pegar a sus presos!

–Este salvaje unitario no es preso del general López sino del general Rosas. Soy el encargao de vigilarlo y le pegaré cuando se me dé la rial gana, sin que pueda impedírmelo ni el fraile más pintao –exclamó el tuerto, y salió, sonriendo provocativamente...

Cuando quedaron solos, el sacerdote ayudó a Regis a levantarse, diciéndole, con ternura:

–¡Dios te dé paciencia, hijo mío!

–¿Viene a prepararme para la muerte, padre? –preguntó éste, alzándose, con la calma de la resignación.

No, vengo a visitarte. Soy el cura doctor Amenábar y conozco a don Valentín, tu padre... Vengo a ofrecerte mi ayuda, en lo poco que vale.

Conmovido, Regis agradeció.

–Tienes en mí un amigo –añadióle el cura.– Yo intercederé por ti ante el gobernador López.

Alzóse de hombros Regis, como diciendo: "¿Para qué? ¿No debo morir hoy o mañana?"

–¡No, hijo! –observó el cura, comprendiendo su gesto.

Hay un malentendido en lo que le pasa a usted... –Hay un malentendido por el cual seré fusilado.

–No se trata aún de fusilarte...

–¡Aun! Mañana se me dirá "todavía no se te fusila"; y al día siguiente... Vea, padre, aunque no soy muy buen católico, estoy dispuesto a confesarme, para darle ese gusto a mi madre, cuando le llegue la noticia de mi muerte.

–Te confesaré, si lo deseas. Pero en cuanto a tu muerte, nadie piensa en eso.

–Por ahora.

–Por ahora, si así lo quieres.

–¿Sabe lo que se me ocurre, padre...?

–Amenábar, hijo.

–Ocúrrese que más me valdría acabar hoy, que mañana, que dentro de un año, o cuatro o cinco, como el general Paz, mi antecesor en esta prisión.

–Por ahora nadie piensa tampoco en fusilar a Paz. ¡Pero tú te salvarás! ¡No te quepa la menor duda, salvarás! Pantuci me ha dicho que tu prisión es una broma de Rosas...

Al oír nombrar a Pantuci, Regis no pudo disimular, en su rostro, una expresión de ira:

–Si Pantuci lo ha dicho, así será –repuso, hosco.

–Me explico que estés enojado con tu antiguo amigo Pantuci; pero éste no ha hecho más que cumplir órdenes superiores. Está muy pesaroso... El me ha pedido que venga a infundirle ánimo, paciencia... ¡Pantuci te quiere! ¡Desengáñate! ¡Con los ojos húmedos ha ido a rogarme que interceda por ti ante López y te visite! Si él no me lo hubiera rogado, acaso no hubiese yo venido, porque no me gusta meterme en estas cosas de política. Tengo mi iglesia y eso me hasta.

–Y en suma, ¿qué es lo que ha venido usted a anunciarme, la muerte o la libertad?

–Ni la muerte ni la libertad, hijo: la vida. La vida basta en los tiempos que corren...

–La vida basta. Me echaré de bruces para que pase sobre mi espalda la tormenta de sangre –agregó Regis, irónico,– así como los árabes en el desierto cuando los sorprende la tormenta de arena.

–A eso vengo a exhortarte, a que te eches de bruces y dejes pasar la tormenta. Si quieres quedar de pie, te asfixiarás.

–¿Y qué debo hacer, padre?

–Debes principiar por hacer justicia a Pantuci...

–¡Hacer justicia a Pantuci! ¿Acaso no hago yo justicia a Pantuci?

–Debéis borrar uno y otro las ofensas recíprocas, para que él, de vuelta, no informe mal a Rosas.

–¿Eso es hacer justicia, padre? ¡Eso es hacer política!

–Sea lo que quieras. Justicia o política, debes hacerlo. Él se halla dispuesto a tenderte su mano. Ambos debéis olvidar el mal momento. –Si, es un mal momento, lo olvidaremos...

–¡Está en tu interés, Válcena! –¿Entonces no es por humildad cristiana por lo que usted me lo aconseja, padre? –preguntó Regis, más sarcástico que impaciente. –Es por caridad cristiana que te lo aconsejo. He conocido a tu padre, sé tu historia, te compadezco y té deseo el bien.

–Gracias. ¿Y no me aconseja también estirar mi mano al chino que me rebenqueaba? –agregó el joven, estremeciéndose de ira al recordar su humillación.

–No. Ese no es enemigo para ti.

–Pantuci lo es, entonces. ¿Y no me decía usted que Pantuci es mi amigo y que yo lo desconocía?

–El Capitán Pantuci ha tenido que cumplir un deber penoso...

–Muy penoso, hum.

–Y lo siente. Yo no pretendo que sea un santo, pero no lo creo un malvado. En fin, piénsalo... Me voy a ver a don Estanislao para pedirle que te haga sacar las esposas.

Iré con Pantuci.

–¡No! –pidió enérgicamente Regis.– ¡Que me dejen las esposas, pero que me quiten de carcelero a Ferragut! ¡Pida esto, padre, pídalo, si es usted cristiano, si usted es hombre!

Prometiólo el padre Amenábar, y salió, muy contrito, anunciando también que volvería pronto.

Regis quedó solo, sometido otra vez a Ferragut, que le alcanzó un almuerzo repugnante, compuesto de carne semicorrompida, impregnada del hedor de bestiario que subía de los galpones-jaulas del piso bajo.

Y en la tarde, volvió el padre Amenábar, y saludando alegremente a Regis, exclamó desde la puerta:

–¡Albricias!

–¿Qué me trae, padre? ¿Los santos sacramentos? –No, una orden para que te despojen de tus esposas... y algo más.

–La libertad, cuando menos...

–No, sentémonos y escucha.

–Ambos se sentaron, el padre sobre una silla de paja, Regis sobre un nuevo catre que le había sido traído para substituir al que de puro viejo se rompiera.

–¿Recuerdas lo que te dije de Julio Pantuci? –observó el cura, acercando su silla, confidencialmente. –Pues bien, el capitán no es tan mal muchacho como supones. Está muy arrepentido de haberte hecho engrillar cuando venías. Me rogó te presente sus disculpas y, si las aceptas, vendrá él mismo a reiterarlas... Se halla abajo, esperando tu contestación...

–Mi contestación es ésta: ¡que es un miserable! Llévesela de mi parte. Y si no quiere, se la gritaré yo mismo, desde esta ventanilla.

Como el joven hiciera ademán de realizarlo, levantándose con la aparente frialdad de un sentimiento muy meditado, el sacerdote le contuvo con suave gesto y su insinuante voz de clérigo:

–¡No harás eso, hijo! Puedes no quererlo; podrás no perdonarle, no perdonarle jamás... Pero, entiéndelo bien, mi hijo, te conviene que vuelva como amigo y no como enemigo, ¡te conviene!

–Y aunque yo cometiese la ingenuidad de admitir sus excusas, ¿no volverá siempre como enemigo? –interrogó Regis con silbante entonación.

–Tal vez. Pero la reconciliación no puede empeorar tu causa y podrá mejorarla.

–Talvez. Pero esa reconciliación, como usted la llama, me cuesta mucho, señor cura, ¡me cuesta mucho!

–¡Por tus padres, por tu esposa, hazla!

–¿Aunque se me caiga el rostro de vergüenza?

–Ponte una máscara. Además, nunca será acción indigna. Y en todo caso, adopta este temperamento hoy, que eres víctima; mañana, otra vez libre, pedirás las cuentas que creas se te deban...

–¡Diplomacia católica!

–¡Diplomacia humana, nada más que humana!

Y Regis, cortando la disputa, demudado por una violenta decisión, dijo:

–¡Hágalo subir, padre!

El cura Amenábar desconfió de esta mudanza de actitud. ¿No querría hacerle subir para insultarle mejor?

–Hágalo subir, padre –repitió Regis.

Pantuci, como si espiase la escena, se presentó entonces, entrando tímidamente...

–Tanto me hacían esperar, que me he atrevido a subir solo... a pedirte disculpas, Regis. No he hecho más que cumplir con mi odiosa obligación de militar...

–¡De esbirro, querrás decir!

–Lo siento en el alma; pero Rosas y Corvalán me impusieron esta ingrata tarea... ¡Perdóname!

–¿Y por qué no me dijiste la verdad cuando partimos?

–¡La verdad! La verdad es que yo no te traía como prisionero. Pero tenía orden de aprisionarte y engrillarte si querías desertar. Y tú, cuando me insultaste, no me diste tiempo para explicarme... ¡Estabas tan exaltado!

Así continuó, de pie, muy paciente, muy conmovido, dando razones, tendiendo sus manos conciliadoras... "¡No, ésta vez ya no me engañas! –pensaba Regis.– ¡Ya basta! ¡Ahora seré yo quien mejor disimule, víbora!" Y como obedeciendo a un nuevo impulso generoso, le tendió también las manos, que Pantuci apretó con el calor de la vieja amistad. Tal fue la "reconciliación" que apadrinaba el padre Amenábar; y, cual si se la festejase, llamó éste a Ferragut para que quitara al preso sus esposas; cumpliendo una orden de don Estanislao, que había accedido a la súplica.

El capitán y el cura abundaron en frases de consuelo y esperanza. López realizaba, al tener preso a Regis, un encargo secreto de Rosas; y el día menos pensado vendría otro encargo del mismo Rosas: el de la libertad...

Entre tanto, tratarían de hacerle pasadera su prisión, visitándole frecuentemente, hasta que llegara el momento de partir de nuevo... Pantuci debía volverse dentro de unos pocos días, y llevaría a don Juan Manuel los mejores informes sobre la sumisión, el estado de ánimo y las ideas de Válcena; y entonces daría fin el tirano a su pérfida broma... Sólo una cosa más debía Regis disculpar a Pantuci: que le entregara a tan odioso carcelero como Ferragut... ¡Era orden expresa del tirano!

Y pasaron días tristes y monótonos...

Una mañana, Pantuci anunció a Válcena que partía para Buenos Aires... Afectuoso como siempre, Regis sintió esta noticia, pues el trato diario y cariñoso de Julio había borrado algo en su ánimo el anterior sentimiento de repugnancia... Si no llegaba a disculparle aún, por lo menos ya no le odiaba, y hasta desconfiaba menos de sus amistosas protestas. ¡Un poco más, y le hubiera apreciado otra vez, con su antigua amistad de aristócrata! No poco influía en eso el venerable cura Amenábar, visitante asiduo y a todas luces bien intencionado, haciendo siempre su cristiano papel de conciliador y confidente.

Pantuci ofreció a Regis llevar secretamente a su familla la correspondencia que quisiera encomendarle, y éste, después de mucho meditar, escribió dos cartas, una a sus padres y otra a su esposa, ambas lacónicas, serias y alentadoras, pidiéndoles que, por ahora, no tratasen de verle y limitasen sus buenas intenciones a interceder ante el gobernador. Calló el lugar donde se hallaba, por prudencia, a petición de Pantuci, quien se encargó de comunicarlo verbalmente. Y aunque quiso también escribir al mismo S. E. y a algunos personajes federales, el emisario negóse terminantemente a llevar estas cartas, porque tenía especial consigna de no hacerlo.

–Bastante hago con encargarme de las dos cartas a tu familia, exponiendo mi vida –dijo.– Pero hablaré personalmente a don Juan Manuel, pidiéndole tu libertad. Al fin y al cabo, tú no eres un revoltoso, un preso político, puede decirse. ¡Ya verás como bien pronto él te mandará llamar, para que le sirvas efectivamente en el ejército, y con sueldo y grado!

II

La despedida de Pantuci produjo en el ánimo de Regis una melancólica sensación de soledad. ¡Ahora sí que quedaba solo, entregado a la merced del caudillo López! Verdad era que éste no se había mostrado nunca tan cruel como sus colegas Quiroga, de La Rioja, el Fraile Aldao, de Mendoza, o Rosas, de Buenos Aires; pero, con todo, en los últimos meses, al decir de las personas que le rodeaban, su carácter había cambiado, agriándose más y más, ya por una enfermedad, ya por las humillaciones que Rosas le imponía y que pesaban sobre su alma como la prematura sombra de una lápida.

Sentía también López ciertas desconfianzas acerca de su poder dentro de su mismo feudo, desconfianzas que debían contribuir a exasperarle... Habiendo vencido, en el año anterior, el término legal para el cual fuera elegido gobernador de Santa Fe por la Sala de Representantes tratóse de elegir quien le sucediese... Como él era el cacique nato de la región, se le reeligió, naturalmente. Pero, siguiendo en esto el ejemplo que le daba en Buenos Aires su compadre don Juan Manuel, renunció hipócritamente el mando que tanto deseaba conservar y que consideraba cosa propia e inalienable... Quería que, siendo él el único candidato posible, el pueblo le rogara de rodillas que lo aceptase, como si de él solo dependiera la general felicidad...

En momentos en que su inesperada renuncia causaba cierta indecisión y embarazo en la Sala de Representantes apareció un pasquín, tildando a éstos de irresolutos pusilánimes y manifestándoles que había otros santafecinos dignos de asumir el gobierno. Llegado el pasquín hasta el caudillo, su furor estalló como un rayo. Aceptó la reelección y procedió, ipso facto, a descubrir al panfletista. Ocurriósele que un señor Sañudo debía saber quién era, y le inventó un singular suplicio para que le denunciase: atáronsele las manos con una cuerda y suspendiósele de una viga, gravitando su cuerpo en el espacio hasta que hablara... Aunque decidido Sañudo a resistir, al sentirse desmayar ofrecía una revelación que le proporcionase una tregua, pues entonces se le descolgaba; y como, descolgado, nada tenía que decir y se limitaba a protestar de su inocencia y de su ignorancia, volvíasele a suspender de la viga... Este "jueguito" duró hasta que la víctima perdió el conocimiento, por los dolores y la debilidad... Y como no muriera, ordenósele saliese de la provincia con otro señor, un tal Francisco Benítez; fueronse ambos a Buenos Aires, donde Sañudo halló, más tarde, trágica muerte.

También se manifestó con los indios el exarcerbamiento de López. En medio de un gran baile que daba una noche en el Cabildo llególe la noticia de una sublevación en las Tolderías de San Javier, sitas a unas dos o tres horas de la ciudad. Los indios habían exterminado a lanzazos a un piquete de unos seis a ocho hombres, incluso su jefe, el comandante Oroño. Al saberlo, el gobernador mandó suspender la fiesta, determinado a hacer un escarmiento... ¡y qué escarmiento!

Tenía al efecto en una carcel especial, siempre a sus órdenes por lo que pudiere suceder, herméticamente encerrados, unos ciento cincuenta a doscientos indios, que ahora serían sus primeras víctimas expiatorias. Seguiría aquí, una vez más, el ejemplo de Rosas, que, para castigar otra rebelión semejante, había hecho matar a balazos, después de pasearlas maniatados por las calles de Buenos Aires, compactas masas de indios pampeanos prisioneros, hombres, mujeres y niños; y como la pólvora era cara para gastar en ellos "tiros de gracia", mal heridos por las primeras descargas, habíaseles ultimado a bayoneta calada, en la plaza del Retiro, que en el período colonial fue de Toros, ¡después de ser mercado de esclavos! entre las risas y los aplausos de un populacho ebrio de sangre.

Pero López, con distinto carácter, vengóse de otro modo de la muerte de Oroño y sus soldados. Todas las noches una partida de policía extraía dos indios de la cárcel, so pretexto de llevarlos a trabajar; los amarraba y arrastraba a latigazos, los ejecutores a caballo y los indios a pie, hasta un alto montículo de los barrancos del Paraná, llamado del Remanso. Allí se les degollaba, con sables desafilados, y arrojábanse sus cuerpos al río, enrojeciendo sus aguas... Los esbirros volvían siempre con algunos trofeos cortados a los cuerpos agonizantes, quien con una mano, quien con la cabeza; y como no faltaba nunca alguien que, bromeando siniestramente, mostrase esos despojos a los indios presos, éstos sabían de antemano, a pesar del pretexto del trabajo, el destino de los dos desgraciados que se sacaban al azar, noche a noche...

Conforme mermaban los presos, eran para éstos mayores las probabilidades de ser sacrificados ese mismo día. Entonces, cuando se iban a extraer las víctimas de la noche, reñían entre ellos, cada cual por no salir y porque otros salieran, sin armas, ¡hasta degollarse con las unas! Llegó a hacerse peligroso sacar así de noche, al tanteo, la consabida pareja. A pesar de las precauciones que se adoptaban, la desesperación podía irrumpir en confusa revuelta...

Por esto, López resolvió que se excarcelaran a la luz del día, todas las mañanas, siete, ocho o diez indios y se amarrasen de las manos, formando un "rosario" de grandes cuentas; transportábase así a los galpones del piso bajo de la Aduana, donde esperaban su hora... Y de allí se extraían; en el misterio inquietante del crepúsculo atábanse los extremos del "rosario" a las monturas de dos buenas cabalgaduras, y llevábaseles, en hilera, "a la cincha", es decir, a la rastra, custodiados los flancos por otros jinetes, hasta el Remanso. Ya al atarlos, como a animales domésticos, domesticados por el terror, hacían los verdugos sus curiosas predicciones, avezados como estaban en ese sport: "Este va a berrear como un cochino"; "aquél se dejará destripar como un cordero"; "el de más allá sí que es tigre, con ese nos divertiremos, ¡qué ojazos! "

Y sobre el promontorio de la ribera, frente al ancho río, con la austeridad de esos sacerdotes grabados en antiguos bajos relieves sacrificando los holocaustos sobre el ara, repasaban, una a una, las cuentas del rosario... Como complemento de sus ritos, arrojaban, después del sacrificio, los sangrientos cuerpos a las profundidades del Remanso, para pasto de los peces. Bajo la luna, que presidía el acto a modo de una divinidad pálida y triste, era tal el silencio de la noche, que se esperaba, como un grito, el ruido que producían los cadáveres al caer rompiendo las juguetonas olas.

Y es tradición que allí se criaban los dorados más sabrosos y más grandes, hasta de dos varas de largo; pero en la ciudad nadie quería comerlos, porque, al decir de la gente, tenían demasiado pronunciado cierto saborcillo dulzáceo peculiar de la carne humana, aun de la de indio. En efecto, vieron a veces los sacrificadores, al arrojar desde arriba los cuerpos exánimes, correr, entre las plateadas ondas, estremecimientos de oro. Lanzábanlos las metálicas armaduras de dorados gigantescos como delfines, que acudían, con sus grandes ojos negros y redondos y con sus mandíbulas abiertas, coleando, a devorar, antes de que las vislumbraran los dormilones caimanes, las ricas presas que bajaban envueltas en imperiales túnicas de liquida púrpura.

Regis, desde su ventanilla, veía siempre partir al grupo, mudo y taciturno bajo el cielo estrellado, en un convoy orientalmente fantasmagórico. Y algunas veces oyó exclamar a su jefe, el cabo Luna, un gran voluptuoso de la sangre:

–Y a ese niño que está ahí arriba, ¿cuándo lo llevaremos al Remanso?

El cabo Ferragut, que como gran aficionado ayudaba a las ejecuciones, respondía, "compadreando":

–Ese, dejémelo V. S., que a mí solo me corresponde, por especial encargo de don Juan Manuel.

–¡Qué don Juan Manuel! Donde manda don Estanislao, no manda naides más.

–Si V. S. lo dice, así será –agregaba Ferragut masticando un gajo de olorosa albahaca y misterioso como quien sabe muchas cosas que calla...

A pesar de haberse improvisado en el piso bajo de la Aduana una nueva cárcel de indios, pronto se colmó también ésta, por la copiosísima entrada de más y más prisioneros. Batíaseles en toda regla y lo más extraño era que los indios sociables que servían en el ejército y, tenían su cuartel en la Aduana, veían impávidos el sacrificio de sus hermanos. Eran Abipones del Chaco, entonces aplastados por la superioridad de los blancos y mestizos, pero antes sus feroces enemigos. Las hembras sobre todo, habían sido ¡y eran aún! habilísimas en el arte de supliciar, tan delicado y tan difícil.

En tiempos cercanos, habiendo enviado de regalo el gobernador de Corrientes tres indios principales a López, éste decapitó dos, después de hacerles bautizar por el doctor Amenábar, lo que nunca se efectuaba con otros (hecho que comunicó luego al obsequiante, como fina bendición); y al tercero, hijo de un antiguo cacique enemigo de los Abipones, le entregó a una toldería que éstos tenían en el Sauce, en prenda de amistad... Ellos, a su vez, le confiaron a una india cuyo padre había muerto en manos del cacique...

La india amarró bien al prisionero, fornido mocetón, a un árbol, y se entregó a su venganza sutil, sorbiéndola glotonamente, a traguitos: con sabia mano, mientras le corrían por el torso estremecimientos de placer, hundíale por todo el cuerpo, sin matarle, una larga y delgadísima aguja... Punzaba en silencio, la mirada encendida, serena como una reina que distribuye justicia, y punzaba y punzaba siempre, sacando y sumergiendo su aguja en aquella carne joven, como si la acariciase. A veces, llevaba a sus labios una perla roja y tibia que caía de la sedienta punta, y cerrando los ojos, paladeaba deliciosamente su acre sabor.

Con los puntillos obscuros que dejara la aguja en cada herida formaba, sobre la tersa piel del mancebo, figuras geométricas dotadas de esa admirable simetría que hace la belleza de los ingenuos dibujos de los pueblos primitivos. Cuando la sangre borraba las figuras, limpiábala con un copo de lana; y cuando éstas reaparecían, círculos de líneas punteadas, triángulos, estrellas, caprichosos arabescos, se retiraba hacia atrás para gozar su efecto estético, entornando los párpados...

Así tuvo a su víctima cinco días y sus noches, hasta que expiró, desangrándose, sin descanso, gota a gota... ¡y estos indios Abipones, que formaran parte de las misiones jesuíticas, tenían nombres de santos, su calendario, su culto católico! Ora por su asiduo visitante el doctor Amenábar, ora por un chinillo paraguayo que le alcanzaba a veces las comidas, todos esos hechos llegaban a oídos de Regis, distraían su imaginación, llenando de asombro su espíritu europeo. Porque en esos tiempos preocupaba la vecindad de ciertas tribus del Chaco, antes aliadas y ahora enemigas de López... No hacía mucho que entraron en la villa, en ausencia del gobernador, a sangre y fuego, robando cuanto quisieron. Después, otros excesos como la muerte de Oroño, habían colmado las hostilidades, y López, para intimidarles, usaba el terror de sus diarias ejecuciones en el Remanso...

Y amenazó repetidas veces Ferragut a Regis con entregarle a los indios del Sauce, por medio de una embajada de lenguaraces, a que le sacrificaran. Todo, hasta eso, podía esperar el preso bajo la fría mirada de su odioso guardián, cuya única pupila centelleaba, sanguinolenta y cruel...

Consultó Regis sobre el caso a Amenábar, quien se burló de sus temores. ¡No era posible que un buen día, entregara López, porque sí, a un cristiano selecto como Válcena, a esas garras de fieras! Lejos de ello, debía esperar más bien la libertad, que Rosas ordenaría en el primer "chasque" que enviase, acaso ya en camino...

–La bondad de Dios es infinita, hijo mío –le dijo,– y tu caso, lejos de ser desesperante, es de los más benígnos. Ayer he hablado de ti al señor Cullen, ese español que sirve de ministro al gobernador, y él me ha prometido pedir gracia para ti, por carta, al mismo Rosas. Te le traeré un día, para que hable contigo.

No muy lejos de la Aduana erguía sus campanarios una de las iglesias de la ciudad. Y ¡cosa extraña! en el estupor en que cayera Regis durante sus primeros días de prisión, no llegó ni a darse cuenta casi de la proximidad de esas campanas, que diariamente tocaban a misa, al despuntar el sol, y al hundirse, el Angelus. En el sacudimiento total que su naturaleza sufriera, parecía haberse curado de sus campanas, puerilidades que fueron de hombre feliz... Se diría que el aislamiento y la adversidad habían obrado sobre sus nervios fortaleciéndolos, como un buen sistema terapéutico, como larga y saludable ducha...

No obstante, los repiqueteos del vecino campanario no pudieron pasar inadvertidos a sus sensibles tímpanos. Poco a poco, cada día con más claridad, fueron evocándole, por misteriosa asociación de ideas, otros recuerdos: el momento en que otras campanadas interrumpieran, en a noche de bodas, las primeras expansiones de su cariño, allá lejos, muy lejos, en el nido de novios... Así fue notando mayor y mayormente el doble campaneo diario del templo... ¡Llegó a amar esas campanas argentinas como compañeras fieles y piadosas, como visitas puntuales y consoladoras!

Instintivamente, despertábase a la madrugada para oírlas, y, muy recogido, oíalas de nuevo al crepúsculo... Como si invisible arcángel le advirtiera cuando iban a sonar, él lo sabía, ¡porque el corazón se lo anunciaba! Para escucharlas mejor, poníase de pie en el momento preciso, esperaba, tendía el oído, paladeaba así sus metálicas vibraciones, y, cuando el último toque agonizaba en la atmósfera, caía sobre una silla como anonadado, al parecer sumido en un transporte de éxtasis...

Doblaba entonces la cabeza, apoyaba los codos sobra las piernas, apretábase ambas sienes con las manos, hundiendo los dedos febriles en los ensortijados cabellos, cerraba los ojos, y veía, veía tanto o mejor que si fuera la realidad misma, a Blanca, que en la noche nupcial, en su albo traje de encajes, despojándose del velo y de la corona de azahares, avanzaba hacia él tendiéndole los brazos y la fresca y sonriente boca, capullo que se entreabría al beso de la primavera... ¡Estas eran ahora sus campanas, este arrobamiento, este sueño que desfilaba, durante unos segundos, todos los días dos veces por su alma, dejando en ella un perfume de incienso y una estela de luz!

Para distraerse, pidió libros; pero en Santa Fe no había más libros en venta que cartillas y devocionarios. El padre Amenábar le prestó algunos tratados de teología escritos en castellano antiguo, y una Biblia. Y le consejo que matara las horas dedicándose a algún trabajo manual, como a tejer cestos de mimbre, que fuera la ocupación favorita de su antecesor, en esa celda, el general Paz... Pero, para abstraerse en tan plácido pasatiempo, Regis sentía una vida interior demasiado intensa, una vida interior que era el continuo ensueño de esfumado y doloroso idilio...

A veces distraíale el tumulto de un espectáculo favorito de López y de sus soldados, que periódicamente se repetía en el gran patio de la Aduana: la lucha de dos indias beodas. Excitábanlas previamente, como a gallos ingleses antes de presentarlos a la riña, y después las lanzaban, desnudas, vestidas sólo por un guiñapo roñoso en la cintura, una contra otra... La pelea, que comenzaba como un juego obsceno, terminaba en estridentes alaridos, arañazos y revolcones; la turba aplaudía con entusiasmo, prodigando una ovación a la vencedora. Y cuando ésta caía rendida por la fatiga, no faltaba en la soldadesca algún fauno que transportase en sus velludos brazos a la cobriza y trashumante niña cubierta de polvo amasado con sudor y sangre...

Ferragut, cuya ferocidad se había aplacado un tanto con la aparente sumisión de Válcena, permitíase también distraerle, de cuando en cuando, con sus "bromas" de chino cebado en sangre humana. Cierta noche, llego hasta robar un cadáver de indio a los hambrientos peces de oro del Remanso; y, aprovechando un sueño de mortal postración en el prisionero, introdújoselo sigilosamente en la celda. Lo colocó de pie, apoyado en unas sillas, junto al lecho, con una mano extendida sobre la cabeza de Regis, que dormía como narcotizado por la debilidad, el cansancio y la fiebre. Y saliendo con una sonrisa triunfal en su ancha Y carnosa boca, cerró el calabozo y dejó solos, frente a frente, al indio muerto y al blanco vivo...

Regis, que roncaba de espaldas, en la semi-inconsciencia de febril sueño, debió sentir vagamente la caricia de la mano helada sobre su nuca, como el cosquilleo que le produjese un insecto, un mosquito zumbador y tenaz. Tres o cuatro veces, sin despertar, con movimientos reflejos, pareció querer espantar el supuesto mosquito...

Después de algún tiempo, no consiguiendo librarse del importuno contacto, como si se le agotara ya la paciencia del sueño, dióse, medio dormido, bruscamente vuelta. Al hacerlo hacia el lado en que estaba el cadáver, chocando su cabeza con la mano que colgaba, hizo mover esa mano que, despertándole, le cayó pesadamente sobre el rostro... Abrió los ojos, ¡y vio que un fantasma descabezado, desnudo y sangriento le cacheteaba! Incorporóse, pasándose varias veces la mano por el rostro, como para substraerse de tétrica pesadilla...

Convencido de que aquello debía ser una alucinación, tendióse otra vez, cerró los ojos y quiso dormirse de nuevo; pero el fantasma le perseguía... Sintió sobre su cuello el contacto de los dedos de carne de culebra... Pasó minutos y horas tiritando, la piel hecha pellejo de gallina... Y así amaneció, creyendo volverse loco, con los ojos cerrados, acurrucándose contra la pared, refugiándose en la pared...

Allí mismo le fue penetrando poco a poco, por los oídos, por la boca, por todos los poros, cada vez más agudo, el nauseabundo hedor de las secreciones y de la incipiente descomposición del cadáver, hasta que, sintiéndose ya mareado, descompuesto, próximo al vómito, saltó del catre... Entonces si que vio definitivamente, con sus ojos materiales, con los propios ojos de su rostro, que no era un fantasma de pesadilla quien lo perseguía, sino un muerto, un verdadero muerto, de carne y hueso, al que derribó con rápido manotón... Y en el momento en que el pesado cuerpo chocaba contra el suelo con estrépito, abrióse suavemente la puerta y entraba Ferragut riendo y guiñando su ojillo de buho:

–¡A ver, niño, si me deja quieto a mis muertos!

Y se llevó al muerto, arrastrándolo, sin que le hiciera Válcena el honor, en el digno silencio que se había impuesto, de dirigirle un solo reproche.

Pocos días después, una tarde, visitó al prisionero, Cullen en persona, muy comedido, y tanto, que hasta le prometió libros profanos. Aprovechando esta favorable coyuntura, pidió Regis que le cambiaran su carcelero por cualquier otro.

–No es posible por ahora –repuso el ministro, despidiéndose. –Ha sido puesto ahí por Rosas mismo. Pero, a indicación del padre

Amenábar, yo le he hecho dar orden ya de que no lo maltrate... ¡Pierda usted cuidado!

Sintió Regis que su hidalga sangre se le subía al rostro, de vergüenza mortal, al recordar que había sido, ¡en efecto! maltratado por tan rastrero ser. ¡Aun tenía las señales en sus carnes flageladas por el rebenque!

Una idea fija le atormentaba: huir, pasando por sobre el cuerpo de su carcelero... Y era tan intenso su odio al cabo, que escapar sin dejarle tendido de una pufialada, le parecía absurdo.

Su espíritu había sufrido un vuelco completo: el hombre culto, el artista, el cristiano, tenía ahora también, a su vez, sed de sangre, y tan ardiente, que ni la seráfica visión de Blanca, que surgía en sus noches insomnes, podía aplacarla. Piedra sobre piedra había ido construyendo en su alma el baluarte de su Odio; un Odio inmenso, que abarcaba a todos los tiranos de su patria: Rosas, López, Aldao, a sus tenientes, a sus esbirros, a sus verdugos... Y tanto Odio profesaba a su carcelero Ferragut que, en la idea de su fuga, mucho entraba su libertad como pretexto para partirle el corazón, para apagar por siempre la cínica mirada de su ojo ciclópeo... Poco a poco, el Amor, que antes llenaba su espíritu, como perfume de jazmines, había ido rarificándose, hasta substituirse por aquel Odio implacable.

A su confianza innata había sucedido una profunda Desconfianza de hombres y cosas; a su sentimental Alegría, incurable Amargura...

Preocupábale singularmente el silencio de los suyos. ¿Por que no le escribían? ¿Cómo no habían ido todavía a verle? En su pesimismo, todo se le presentaba envuelto en trágicas tinieblas, hasta el amor de Blanca, del que dudaba en instantes de doloroso desvarío.

Pasábase los días y las noches mirando el campo por su ventanilla, a lo lejos, con codicia, con hambre. Acechaba el momento oportuno de reconquistar el aire, la acción, la vida. Y en su mente ya se había hecho una firme, una inquebrantable decisión del empleo que debía dar, una vez reconquistado, a esa vida: combatir, contra la barbarie, ¡por la libertad! No sabía aún en qué forma: si con la pluma, si con la espada, si con el puñal... No, no se daría tregua hasta vencer a aquellos malditos opresores, los Rosas, para que volviesen los Morenos, Belgranos y Rivadavias, la civilización; y después del triunfo ¡sólo después del triunfo de su causa! reposaría su cansada cabeza en el palpitante regazo de Blanca. ¡La suerte estaba tirada! Cumpliría primero con su patria, después con su hogar.

Apaciguábale en sus arranques de justicia el padre Amenábar, que parecía haberle cobrado sincero afecto.

–Una vez libre por las buenas, cuando Rosas lo ordene –decíale,– te vuelves a Buenos Aires. Haces de buen federal, liquidas lo que puedas de tus bienes, pides permiso para irte a Montevideo con tu familia, y emigras, esperando, para volver mejores tiempos. O bien, puedes retirarte de la ciudad, del foco, e irte a esa estancia que tu familia posee en el

Sur, cerca de Dolores, según me dijiste, y esperar allí que pase la tormenta...

–Sirviendo a Su Excelencia, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, ¿no?

–No. Viviendo alejado de toda política.

–Si Ferragut no me lo impide...

Y la mirada de Ferragut asomaba por la rendija de la mal cerrada puerta:

–¿Quiere algo el niño?

Válcena, sin contestar al espía, proseguía su conversación, rápido y exaltado.

Y así pasó, prisionero, visionario y reconroso, bajo la cancerbera vigilancia de aquel ojo maldito, días tan largos como semanas, semanas tan largas como años...

III

De vuelta en Buenos Aires, el capitán Julio Pantuci dio cuenta a S. E. el Ilustre Restaurador, del cumplimiento de su comisión. Insinuóle que volvía convencido de que Regis Válcena era un terrible revoltoso, un unitario apasionado, al que convenía alejar por años de años; y acaso suprimir...

Clavándole fijamente en el rostro sus ojos fríos y desconfiados, Rosas le repuso:

–¡Mucho me extraña lo que usted me cuenta, capitán, mucho! ¡Y yo que creía a Válcena tan buen muchacho!

Guardóse muy bien Pantuci, acostumbrado a las genialidades de S. E., de preguntarle por qué, si tan buen muchacho le creyera, se lo había enviado a López con el singular mensaje de que le retuviese en Santa Fe hasta nueva orden, de grado o por fuerza, ya como presunto desertor, ya como preso político... Limitóse pues el comisionado a hacerle una terrible pintura de la insubordinación de Válcena y de sus ideas "carbonarias" importadas de Italia, por lo cual se había visto obligado a presentárselo engrillado a don Estanislao...

–¡Cómo! ¿engrillado? –exclamó Rosas.

–¡No es posible, Pantuci, no es posible!

–Ha sido indispensable, señor, indispensable. ¡Y por su insolencia lo mantiene preso en la Aduana el gobernador general López, en la misma pieza que antes ocupaba el faccioso cabecilla salvaje unitario Paz!

Hizo Rosas a su capitán un gesto imperativo para que callase y se retirara, del cual era difícil colegir si quedaba satisfecho o descontento. Y Pantuci se volvió a su casa, donde vivía con su madre, doña Margarita Torres, indeciso sobre el partido que debía tomar respecto a la familia de Válcena.

Atraíale el recuerdo de Blanca, cada vez con mayor fuerza, no siéndole extraña ¡y ni siquiera amarga! la idea de que prematuramente viuda, llegase él a desposarla. Nunca podría perdonar a Regis su bondadosa protección del colegio, su superioridad moral, su corazón ingenuo, ¡y sus recientes desprecios! No le había dicho más que una palabra, "cobarde", escupiéndole en el rostro; pero ¡qué mundo de altanería había encerrado en esas tres miserables sílabas!

Como general que en vísperas de decisivo combate reconoce el campo de batalla, procedió a estudiar la situación de la familia de Válcena, con hábiles recursos de espionaje que su temperamento le sugería...

Don Valentín, en vista de que su compadre don Juan Manuel se negaba a recibirle, no deseando comprometer la crítica situación de Regís y temiendo siempre indiscreciones del turbulento carácter de Silvio, revestíase de la antigua firmeza de un patriarca, y ordenaba al estudiante y a Carlos que partieran inmediatamente a la estancia Baldelauquen, que en el Sur de la provincia poseía, a acompañar en sus tareas rurales al hermano Bernardo... Quedaríase él solo en Buenos Aires, con las mujeres y Tito, el Benjamín, de quien no podía separarse. Aunque muy contrariados, Silvio y Carlos cumplieron la paterna orden, dejando la casa aun más triste y silenciosa que antes.

Por otra parte, a misia Mercedes Ruiz de Castellanos, la madre de Blanca, que iba empeorando paulatinamente de su enfermedad a la vista y cada vez veía menos, habíale salido un tumor en la rodilla izquierda, el cual crecía y le causaba un continuo malestar. Bien que al principio quisiera ocultar a su única hija la novedad, denuncióla una incipiente cojera. Los doctores Cosme de Argerich, un caballero catalán de campanillas, y Diego de Alcorta, el profesor de filosofía, le aconsejaban el reposo, ensayando, para curarla, un régimen de dietas y muchos ungüentos y cataplasmas. Blanca, que estaba en casa de sus suegros, esperando de un día para otro a su esposo, se trasladó a casa de su madre, la doliente matrona, pues Corina, la sobrinita que vivía con ella, no podía, a pesar de sus cariñosos esfuerzos, por sus cortos años prodigarle los cuidados necesarios. Y Alberto Riglet y Alicia eran ya novios, con el consentimiento de sus respectivos padres. –Esta era la situación de las familias de Válcena y Castellanos, sospechadas ambas de unitarismo, marcadas ya tal vez con una cruz negra en las listas de la Mazorca...

Aprovechando una ocasión propicia, una noche en que estaban solas Blanca y misia Mercedes después de cenar, acostada ya Corina, presentóse Pantuci en la casa con su vistoso uniforme de capitán de blandengues, muy acicalado... Y anunció a la criada que acudiera al zaguán que traía noticias interesantes para las señoras... Recibiéronle éstas, que estaban sentadas en el patio "tomando el fresco", con inequívocas muestras de simpatías y de ansiedad.

Tartamudeando, como presa de una profunda emoción, Pantuci les dijo que venía a hablarles de Regis, reservadamente, contra órdenes expresas de don Juan Manuel, y pidióles, con misterio, que cerraran la puerta de la calle y pasasen a la sala... Hízose así, desfalleciendo Blanca.

–¿No ha muerto? –interrogó.

–No, no. Vive, y me ha dado una cartita para usted.

–¿Dónde está?

–Tengo especial encargo de callarlo. Aquí tiene la carta.

Con temblorosa mano tomó Blanca el papel que el apuesto capitán le entregaba devorándola con la vista...

–Pero aquí no me dice sino que vive –exclamó la joven, después de leer la carta de su esposo, junto a la lámpara, –que está sano y que espera verme pronto... ¡Dígame algo más usted, usted que lo sabe todo y que es tan bueno, usted que ha sido su amigo, nuestro amigo! ¡Hable, por Dios!

Estaba deliciosa, así, pálida y suplicante, con sus grandes ojos claros. Pantuci entornó los párpados como si lo deslumbrara, sintiendo locos impulsos de besarle la mática garganta que se entreveía por las blondas de su corpiño de verano... Y como embriagándose con el penetrante perfume de los jazmínes del Cabo que había en el patio, sentóse, sonriente y amistoso:

–Aun no hay de que afligirse tanto, señora...

–¡Aun!

–¿Aun? –repitió misia Mercedes, como un eco.

–Quiero decir que está preso... ¡no! retenido...

–¿Dónde? ¿dónde, por Dios?

–Está en... Mendoza.

–¿En manos de Aldao?

–Del Fraile Aldao; pero cumpliendo una comisión de Rosas...

Estremecióse Pantuci, indignado de su propia impostura, que había sido una pérfida inspiración del momento; las señoras dejaron caer sus cabezas en las manos, anonadadas... ¡Cuán horrible era en Buenos Aires la fama del llamado "Fraile Aldao", el más sanguinario de los caudillos del interior, el más criminal de los aliados de Rosas!

Este singularísimo personaje había sido sacerdote católico. Hacia 1815 acompañó en Chile, como capellán, al ejército del general San Martín, que iba a independizar de la metrópoli a medio continente. Entre el humo de las batallas de Maipo y Chacabueo levantaba en lo alto la Cruz, incitando a la matanza, ardiente como un fanático del Islam. Cuando los soldados se cansaban en la carnicería, dejaba la Cruz y tomaba la espada de algún caído, que, convertida en sus manos en una nueva Tizona, derribaba a diestra y siniestra. La pólvora y la sangre le embriagaban hasta enloquecerle. Amarillo, flaco y anguloso, parecía un muerto resucitado por los fragores del combate. Con su larga sotana toda salpicada de sangre, infundiendo espanto como los dragones que usaban los chinos en sus estandartes para asustar a los tártaros, diríase el Ángel del Exterminio. Su exaltación patriótica magnetizaba, haciendo de él, en la pelea, un núcleo de resistencia; mas que un hombre, una máquina de guerra. Su ciego empuje dominaba los ánimos; su cólera era contagiosa; su delirio encendía...

Terminada la guerra de la Independencia, no tardó en convertirse, colgando los hábitos de dominico, en prestigioso caudillo bárbaro. Una vez asentado su dominio entregóse, recordando los antiguos apóstatas cristianos, a todos los vicios: las mujeres, la embriaguez, el juego. Como buen caudillo federal de la época, gobernaba a Mendoza, provincia mediterránea, pobre y montañosa, por el Terror; poseía sus cárceles, su verdugo, y hasta un desierto para los desterrados, su pequeña Siberia. Y lo más curioso era que, en poblaciones que durante el coloniaje habían sido españolamente religiosas, añadía a sus excesos una alta dosis de supersticiones pseudos-católicas: ¡bendecía y consagraba! En momentos críticos, para hacerse respetar de las turbas que se insurreccionaban, dejaba el naipe y la botella, arrancabase de los brazos de las meretrices, bendecía una hostia en los altares, y presentábase en actitud inspirada imponiendo el noli me tangere... ¡Quien lo tocara, profanaba a Cristo! –Tal era el caudillo, harto más temible que Estanislao López, en cuyas manos había colocado a Regis Válcena una mentira de Julio Pantuci.

Después de dicha la mentira, trató éste de tranquilizar a Blanca y a misia Mercedes, en el temor de que en un acceso de desesperación, acabaran ellas por descubrirle...

–Pero si usted lo ha visto, díganos qué hace, que piensa, qué espera... –rogó la esposa, juntando sus manos transparentes, con el alma de rodillas.

–Sí, sí... Lo he visto... Está bien, como le escribe a usted, señora... Piensa en su pronta vuelta. Pero yo no puedo darles ahora más detalles; tengo que hacer; me esperan –y aquí sacó el reloj.– Volveré mañana a estas horas, a continuar mi conversación. Discúlpenme mi apuro; no puedo, no puedo quedarme ya más tiempo...

Sollozando en un sillón, Blanca besaba la esquela de su esposo. Había adelgazado notablemente durante su ausencia, afinándose los rasgos de su expresiva belleza, que el dolor aquilataba, como el crisol al oro. Recordaba, por sus formas hieráticas y su palidez extraterrestre, una Máter Dolorosa de las escuelas místicas prerrafaélicas...

Para concluir la penosa entrevista, aseguróles Pantuci que Regis no estaba preso; que era un oficial libre y que pronto volvería, cuando se lo permitiese el servicio militar impuesto por Rosas. Y hasta las intimó a que solemnemente le prometieran no descubrir lo que les comunicaba, ni a los Válcena, si querían que él, como amigo de Regis y federal insospechable, las protegiese... Las pobres mujeres lo prometieron, aterradas, invocando a Nuestra Señora del Carmen, Virgen de su devoción; y él, al retirarse, juróles, a su vez, visitarlas siempre que pudiere, y tenerlas al corriente de los sucesos, para proceder, llegado el caso...

Interrumpió la despedida la inoportuna entrada de un pobre idiota, un "cotudo", mocetón de unos veinticinco años, don Josecito Castellanos, hermano mayor de Corina, huérfanos ambos de don Eustaquio, un pariente. Inútil para todo trabajo, con su larga papada de buey, roja y gelatinosa, don Josecito vegetaba en el fondo de la casa, como inofensiva bestia. De tiempo en tiempo, curioso por instinto, cuando su obscuro cerebro presentía alguna novedad, hacía sus incursiones al primer patio.

–¡Conque tenías un nuevo novio, Blanca, y nada me habías dicho, nada! –exclamó al entrar, mirando al oficial, tartamudeando, babeando y sonriendo con su absurda sonrisa.

–Es un primo mío, hijo del finado tío Eustaquio –dijo Blanca a Pantuci; y la sangre que le subió a las pálidas mejillas parecía un clavel purpúreo florecido en la nieve...

Y misia Mercedes, después de expulsar severamente al recién llegado, acompañó, cojeando, a Julio Pantuci hasta la puerta, con trémulas protestas de gratitud... Allí se oía aún la voz del idiota, que, adentro, alborotado, riendo a carcajadas, gritaba a la gente de servicio:

–¿Sabés, Josefa, sabés? ¿Sabés, Juan, que Blanca tiene ya otro novio? ¿Sabés?

La casa de los Castellanos era, aunque decente, pobre. Ostentaba quizá como su mejor gala el llamado "jardincito de Corina". Pasionista precoz por las flores, la pequeña Corina lo cultivaba en el terreno del fondo. Apartado de la maléfica sombra de las higueras, lo había hecho cercar, donde mejor le diese el sol, con una empalizada bastante alta para precaverlo contra las injurias de las aves de corral que en el rústico patio pululaban. Y abrían en él sus perfumadas corolas, entre cuadros de arrayán, altivos claveles de matices varios y vivos, la aterciopelada clavelina, la modesta violeta, el alelí.

Don Josecito respetaba el jardín de su primita Corina, y hasta lo admiraba, revolviendo sus mudos ojos de idiota. Nunca se permitía la menor observación al respecto. Sin embargo, una mañana, la que siguió a la visita de Pantuci, habiendo salido a compras Blanca, cuando misia Mercedes cosía sola y tranquilamente en el comedor, después de almorzar, sorprendióla entrando en puntas de pie, embarazado y misterioso...

–¡Tía, tía! –le dijo casi al oído.– Corina tiene en su jardincito una planta mala... que la cuida y la esconde... Estoy seguro de que tiene una planta mala, seguro, seguro...

–¡Una planta mala! –murmuró sorprendida la matrona, que tenía la más alta idea de la rectitud y la obediencia de Corina –¡una planta mala! –Y, comprendiendo que la acusación sería alguna patraña de la hueca mollera del acusador, le echó del comedor con imperioso gesto, sin decir palabra.

–¡Fíjese bien, tía, fíjese! Yo le digo que Corina tiene una planta mala... muy mala...

–repetía aún el desgraciado, al salir de la pieza, hasta que, afuera, ya acabó en una de sus acostumbradas carcajadas...

Sin saber por qué, misia Mercedes quedó tan pensativa que abandonó la costura, fijando distraída los ojos en la puerta... Poco después reanudó la labor, para reabandonarla de nuevo... Al fin, como obedeciendo a un vaguísimo pero persistente presentimiento, se lanzó hacia el fondo de la casa, a dar órdenes a la cocinera... Mientras hablara con ésta, vio que don Josecito señalábale con el dedo a Corina, que estaba de rodillas en el suelo, mirando, podando y arreglando sus queridas matas. Pues como llegaba la primavera, ya algún clavel abría presuroso su cáliz de porcelana.

Intrigada por la insistencia del cotudo, acercóse misia Mercedes al jardín de la niña, quien, al verla, se levantó ruborizándose, como si se la sorprendiera en una mala acción...

–Preciosas flores tendrás este año, Corina.

Y como hiciera Corina ademán de cortar el primer clavel del año para presentarlo a su tía, ella la contuvo, clavando de pronto su vista, como en feroz serpiente, en una tierna enredadera de glycina que, arrimada al cerco, despuntaba sus pálidas flores lilas, en racimos, en cascadas.

–¡Cómo! –exclamó la matrona en tono de indescriptible severidad...

Los ojos bajos de la niña confesaban un delito... ¡el horrendo delito político y social delatado por aquellos graciosos e inocentes pimpollos! Es que todo Buenos Aires, federales y unitarios, admiraban como una de las mayores maravillas de la ciudad, y la más sagrada de las maravillas, una rarísima planta trepadora cuyo único ejemplar florecía en los jardines del Ilustre Restaurador de las Leyes. Ignorándose su nombre y su prosedencia, se la llamaba popularmente "la enredadera de Rosas".

Artística glorieta habían formado los peones con su tupida enramada. Y, falto de otras curiosidades, nada abundantes en la primitiva capital-aldea, el pueblo acudía en masa a contemplar, si florecía, su azulada lluvia de pétalos. Aun el paisanaje de lejanos suburbios y hasta algunos gauchos de la Pampa...

No disimulaba Rosas su afición a aquella enredadera, honra y prez de su quinta; teníala a la vista desde los "corredores" exteriores de la casa... Cuando el público la contemplaba embobado, él fisgaba al público paseándose por esos corredores con las manos en los bolsillos. Y se sentía tan orgulloso de la admiración popular a aquello que él solo poseía, que sólo él poseía en el país, como si él mismo fuera el admirado.

Lo que más le enorgullecía era la recatada codicia que inspiraba la planta. Era evidente que todos la deseaban, y nadie, sin embargo, le pedía una semilla; nadie se hubiera atrevido a tocarla ni a tener una semejante... ¡Tanto se temía incurrir en su desagrado, desafiar su ira leonis!

De Angelis, el favorito de Palermo, sin presumir seguramente que su observación se iba a cumplir como santa profecía alguna vez, cuando cayera el déspota, había dicho, con su suave sonrisa italiana: "Si el Restaurador muriera hoy, esta noche ya no quedarían ni las raíces de su enredadera, porque todo el pueblo la vendría a cortar en sarmientos, para plantarla cada cual en los arriates de su casa". Pero el hecho era que, aunque tanto se la codiciase, la planta había florecido intacta y, sin par en los jardines de Palermo ya cuatro o cinco primaveras...

Diríase, por la veneración que los ciudadanos le profesaban, que en su rugoso y retorcido tronco residía el genio protector de la ciudad.

Sólo Corina, que llevada por su tía acudiera alguna vez, el año anterior, como todo el mundo, a ver la enredadera, se había atrevido... ¡se había atrevido a cortarle disimuladamente un gajito, a ocultárselo en la manga, a llevárselo a su casa y a plantarlo, muy callada, en su minúsculo jardín! Bien cuidado, había prendido el sarmiento, manteniéndose desconocido el delito mientras no echara flores... ¡Y he aquí que hoy florecía y traidoramente denunciaba a la niña en pago de sus amorosos cuidados! Habíase hecho ella el día antes la resolución de hacer desaparecer los indiscretos capullos, mas aún no había podido... ¡Era como quebrarse una ramita del alma cortar esas bellas flores que se entreabrían al beso del sol! Menos sensible a belleza tanta, al reconocer el arbusto y comprender su origen, misia Mercedes clamó temerosa y entre dientes, como si ya se cerniera sobre su cabeza la vengativa daga de los esbirros del exclusivo dueño de la maravillosa enredadera:

–¿Es posible? ¡Qué locura! ¡La enredadera de Rosas! ¡Qué locura, Dios mío!

Y sin más ni más, ante la sentida faz de la pequeña hada del pensil, con sus crispadas manos, con un gesto patético que nunca antes mostrara, arrancó de raíz, la funesta planta, la quebró, la destruyó, la pisoteó... Y mientras don Josecito reía ruidosamente, Corina lloraba en silencio. Al verla tan afligida, la matrona, con los ojos húmedos, la besó... Como era vieja, todo lo comprendía, hasta la pasión por las flores; y como todo lo comprendía, lo perdonaba todo. Además, conociendo el buen corazoncito de su sobrina, sabía que era innecesario reñirla, pues ya su enojo la reprendía lo bastante...

Pero don Josecito, que nada comprendía ni perdonaba, gritó con sus pulmones de bruto, sin esperar siquiera a que la señora se hubiese alejado:

–¡Pícara Corina! ¡La enredadera de Rosas! ¿No te da vergüenza, Corina? ¡Uf! ¡La enredadera de Rosas!

Era el colmo de la torpeza gritar así el delito... Podía saberlo la servidumbre... Podía la servidumbre llevarlo a oídos de la terrible doña María Josefa... doña María Josefa a oídos de su hermano don Juan Manuel... ¡Y don Juan Manuel comunicarlo a la Mazorca, para que procediese contra los delincuentes!

Así fue que, roja de ira, misia Mercedes, que siempre era tan dueña de sí misma, dio entonces un bofetón, con el dorso de la mano, para que callara inmediatamente, a la estúpida boca de don Josecito.

Don Josecito fue a gemir a un rincón, misia Mercedes volvió a continuar su costura en el comedor, y Corinita quedó contemplando largamente la planta destrozada, con sus frescas mejillas húmedas de lágrimas... ¡Y todavía tuvo la tentación, ella, la niña más razonable del mundo, de replantar un pedacito, un pedacito muy chico! Para dominar tan perversa idea recogió piadosamente los restos de la planta, los llevó en su delantal a la cocina... y los echó al fuego. Cuando chisporretearon los verdes gajos, cruzó las manos, y, con los ojos cerrados para no ver el auto de fe, rezó un padre-nuestro.

IV

Preocupado, preocupadísimo se retiró Pantuci de su primera visita a las Castellanos. Blanca, con su dulzura, su belleza y su melancolía, prodújole, renovando lo pasado, y con mayor intensidad, una impresión inquietante e indeleble que le perseguía como el rencoroso fantasma de una víctima. Pensaba que ella podía descubrir el paradero de Regis y su mentira, hoy o mañana, por cualquier eventualidad, y que entonces le despreciaría más que nunca... Este amargo pensamiento hundíale en el corazón sus ponzoñosos colmillos de áspid.

¿Por qué había mentido? Él mismo lo ignoraba... Fue una ocurrencia del momento, cuyo objeto instintivo entreveía ahora vagamente: separar más y más un esposo del otro. Blanca podía ir hasta Santa Fe, puerto del Paraná, a verse con su marido, como antes lo hicieran la madre y la prima del general Paz; pero no tan fácilmente a las ásperas montañas de Mendoza, a arrostrar, ya la ira, ya la injuria del Fraile Aldao...

Comprendió que debía hablar con don Valentín Válcena, entregarle la respectiva carta de Regis, y tramar cualquier nueva intriga que, llegado el caso de descubrirse su impostura, le salvaguardase en el aprecio de Blanca... Y así lo hizo.

Fue a ver a don Valentín, en reserva, pidiéndole antes una entrevista secreta; contóle donde y cómo se hallaba Regis, presentándole la carta que éste le entregara, y le dijo también que ya había visitado a Blanca, y que al darle otra esquela habíase visto obligado a una "piadosa mentira"... Para que no fuera a aventurarse la joven hasta la ciudad de Santa Fe, cuyo estado dictatorial describió a don Valentín con negros colores, habíale asegurado que Regis estaba en Mendoza, en manos del Fraile Aldao... ¡Y convenía mantener el engaño, hasta la vuelta del ausente!

Don Valentín, muy conmovido, agradecidísimo al antiguo amigo de la infancia de su hijo, le abrazó, aprobando su conducta para con Blanca. Pantuci sintió entonces que le quemaba en la frente, como una estrella, una lágrima del patriarca. Y no tuvo que fingir para mostrar humedecidos sus vivos ojos de cóndor.

Dado que no le era posible entrevistarse con Rosas, porque el dictador se le negaba siempre bajo especiosos pretextos, propúsose don Valentín ir a Santa Fe y verse allí con Regis. Conocía al cura doctor Amenábar, y esperaba que éste intercediera a su favor ante al gauchipolítico López.

Mas en esos días llegó la noticia de que don Estanislao se venía a Buenos Aires, a ver a don Juan Manuel por "asuntos importantes". En la capital todos pensaban, secretamente, que el motivo de esta visita era cambiar ideas sobre el asunto de los Reynafé y Santos Pérez. Santos Pérez era el militarejo que mandara la partida que asesinó al general Juan Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, el feroz caudillo "que empapaba en sangre el suelo que pisaba", y a su secretario el general Ortiz, atropellando la galera en que éstos iban, de Buenos Aires hacia el interior, en Barranca-Yaco. Susurrábase que este crimen había sido preparado por los Reynafé, familia oligárquica de Córdoba, en complicidad con el caudillo santafecino López, y acaso por insinuaciones del mismo brigadier general Rosas...

Rosas, empero, a cuya política de absorción favorecía grandemente el asesinato de Barranca-Yaco, mandó traer de Córdoba, encepados, a tres de los cuatro hermanos Reynafé (uno escapó), y a Santos Pérez y comparsa. Preparó un proceso terrible, nombrando juez especial comisionado al doctor don Manuel Vicente Maza, el presidente del Superior Tribunal y de la Sala de Representantes de la provincia de Buenos Aires. Aunque su deseo parecía ser vengar el horrible delito, el pueblo sospechaba que su intento era despistar la opinión pública, que le suponía, o complicidad, o tácita aquiescencia...

Sea como fuere, los homicidios de Barranca-Yaco apasionaban la opinión, compadecida por la triste suerte que esperaba a los muchos acusados, a quienes, en sus cárceles respectivas, se daba ya inhumanísimo tratamiento. Y creíase que López, al cual también favoreciera extraordinariamente la muerte de su temible colega y rival Quiroga, vendría a pedir clemencia para los presuntos reos... Don Valentín pensaba agregarse a su comitiva, cuando ésta regresare a Santa Fe.

Pero pasaron los primeros meses del año 1836 sin que don Estanislao realizara la visita que, según generales decires, proyectaba; suponíase que temía afrontar la mirada clara y penetrante de su compadre don Juan Manuel... Si ni Quiroga ni los Reynafé estaban seguros de la protectora amistad de Rosas, ¿quién podía estarlo?

Escribió don Valenlín al doctor Amenábar, y al mes y medio recibió extensa respuesta: Regis estaba preso en la Aduana, donde el anciano sacerdote le visitaba con frecuencia; gozaba de relativa salud, y aun le enviaba, al dorso de la carta, unas cariñosas líneas escritas con lápiz. Pero en cuanto a S. E. López, no se decidía aún a visitar a S. E. Rosas... Entonces don Valentín se resolvió a ir sin más demora a Santa Fe, y lo comunicó a doña Mauricia que, dominada por una melancolía casi histérica, no cesaba un instante de pensar en su hijo preso...

–Iré contigo –le repuso ella.

Aquí don Valentín tuvo que imponer, casi por la violencia, quizá por primer vez, su autoridad de esposo:

–¡No es posible! Estás enferma y un viaje semejante te empeoraría. Primero iré yo, y si hay comodidades, luego te llevaré.

Pero ahora... ¡no es posible!

Aunque no sin dificultad resignóse doña Mauricia, a quien encargó don Valentín el más profundo sigilo. Dijo a Blanca y a sus niñas que él también se iba a Baldelauquen, a verse con Silvio, Bernardo y Carlos, y que volvería pronto... Alicia le miró con asombro, como interrogándole si ya había olvidado de que tenía otro hijo, ¡y en situación bien difícil! Sorprendiendo su mirada, don Valentín le contestó con un gesto, llevando, el índice de la diestra a los labios para que respetase su silencio.

–En ausencia mía y de mis hijos varones, eres tú quien queda de jefe de la familia –dijo con voz solemne y enternecida, como empapada en lágrimas, tuteándole por primera vez, a Alberto Riglet, cuyo casamiento con Licia se proyectaba para fines de año.

–Señor –contestó Riglet, enérgico y simple, –seré un hijo para doña Mauricia y un hermano para sus hijos.

Apretáronse virilmente las manos; y Licia, acordándose de Regis y pensando que su padre correría nuevos peligros, al despedirse de éste, lloró sobre su pecho.

Tito, muy descontento, nada dijo; una sombría preocupación martillaba su alma de niño... Al fin la descargó, observando muy serio a su padre, al oído, con amargo tono de reproche:

–¡Muy mal haces, papá, muy mal!

–¿Muy mal, yo, tu padre?

–Sí, tú, porque te vas a la estancia y abandonas a Regis...

–En la estancia trabajaré por Regis.

–¡Ah! –concluyó el chico, satisfecho por esta explicación que le sacaba un peso de su alma de criatura precoz y sensible, mimado hijo de viejos.

Acompañado de su sobrino Gabriel Villalta, cuyo carácter era más dócil y reservado que el de Silvio, partió don Valentín hacia mediados de Julio. En cuanto desembarcó en Santa Fe, visitó a Amenábar y supo que

López estaba ausente, en campaña contra los indios del Chaco. Ante los impaciencias por estrechar a su hijo entre los brazos, díjole el cura, y confirmóle Cullen, que eso no era posible mientras no se obtuviera permiso de don Estanislao; había que esperar su vuelta. Contentóse, una vez anunciado a Regis por el bondadoso sacerdote, con verle de lejos, asomándose el cautivo al ventanillo de su prisión en la Aduana... Padre e hijo saludáronse; el jóven tuvo que entrarse para ocultar su quebranto, la interna emoción que rugía en su pecho con ruidos de corriente subterránea... Veíanse así, a la distancia, entendiéndose por señas, dos veces al día, bajo la vigilancia del tuerto Ferragut, que de cuando en cuando mascullaba ante el anciano caballero sus siniestras bromas.

¡Y la vuelta de López se retardaba! Copiosas lluvias habíanle dificultado la "caza de indios", una de las diversiones favoritas de aquellos gauchos semi-indios, semi-inquisidores... Como se agravaran sus dolencias, tuvo que volverse al mes, con un puñado de unos cien prisioneros, para alimentar los grandes peces de oro del Remanso. Pero una vez regresado, no le fue fácil verle a don Valentín, a pesar de las instancias de Cullen y Amenábar. El caudillo, enfermo, se negaba, imitando hasta en ese detalle a su compadre don Juan Manuel, erigido entonces en Nemesis del crimen de Barranca-Yaco...

Y esperando el momento de que se le permitiera entrevistarse con Regis, don Valentín escribía largas cartas a su esposa y a sus hijos; les ordenaba siempre el silencio y la prudencia, infundiéndoles esperanzas y ocultándoles la cruda verdad: ¡que aun no había podido poner su ósculo de padre en la frente del preso!

A Blanca, una gran reserva, para no destruir más sus pobres nervios con nuevas crisis, y también para que cuidara mejor a su madre sin intentar una peligrosa escapatoria...

Entre tanto, Pantuci, cauto como hambrienta boa que ojea su presa, maniobraba... ¿Quién podría ahora descubrir su vergonzante pasión y castigarla, si todos los hombres de la familia estaban ausentes? Y pensaba con orgullo que, su habilidad de intrigante había tenido no poca parte en aislar a Blanca, la gacela rezagada que magnetizaban sus vibrantes pupilas.

Todas las noches acudía a verla, sentándose en el patio de la casa, bajo el asfixiante perfume de jazmines. Poco a poco iba ganándose su confianza, hablándole siempre de Regis e interesándola con nuevos detalles, nuevas anécdotas, nuevos chismes, que inventaba su fantasía espoleada por su pasión... Aseguraba que quería hacerse enviar junto a Válcena, para acompañarle, endulzándole su soledad con noticias amables de los suyos. Contaba sus incansables empeños ante Corvalán, Arana y el mismo Rosas, para que le hicieran volver pronto... Demostraba siempre un excelente corazón y sentimientos elevadísimos, renegando de la tiranía y sus excesos, que lamentaba pero no podía evitar, aunque para ello diera gustoso la vida... Sincerábase de antemano, demostrándose sencillo y buen muchacho, contra cualquier sospecha posible acerca de sus sentimientos de patriota y de hombre.

Para distraer a misia Mercedes, cuyo tumor en la rodilla no mejoraba y producíale una ligera fiebre intermitente y fuertes puntadas, le llevaba, en charla amena, todos los decires de la capital-aldea, haciéndola reir a veces con chanzas alegres e inocentes. Agradecíaselo Blanca con una luminosa mirada, instándole a que "no las olvidase, porque, cuando faltaba, la señora pasaba una mala noche"... Y como enternecido por los sufrimientos de la matrona, le trajo él más de una vez remedios caseros que le daba su madre, de los cuales misia Mercedes aseguraba que le probaban mejor que muchas de las drogas y ungüentos recetados por los doctores Alcorta y Argerich.

Así se sucedían las visitas, esperadas y agradecidas. Y, a pesar de su asiduidad bonachona, ni un instante dejaba traslucir Pantuci el estremecimiento mortalmente sensual que corría por sus vértebras cuando, sentado entre misia Mercedes y Blanca, aspiraba el cálido olor de la mujer también enamorada, mas ¡ay! de otro...

Las visitas, aunque tan frecuentes, eran rápidas, casi a hurtadillas, excusándose él siempre de disponer de poco tiempo; realizándolas como quien cumple un fatigante deber de amistad, por cariño a Válcena, por compasión a los males ajenos...

Era hábil hasta en sus ausencias, siempre bien calculadas para hacerse extrañar y desear.

Y esas visitas, encantadoras para misia Mercedes, tenían para Blanca un sabor ácido, peculiar... Reavivaban continuamente sus más punzantes recuerdos; rememorábanle las de Regis, que antes, como novio, venía así, diariamente, a las mismas horas, en el mismo sitio, para sentarse en las mismas sillas, y casi... para hablarle, aunque por cuenta propia, de las mismas cosas: el amor, el matrimonio.

En un principio tuvo, como mujer, una cierta intuición de que el continuo trato con Pantuci podría renovar en él ¡y bien peligrosamente! sus antiguos sentimientos.

Pero el capitán hacía gala de tanta indiferencia hacia ella, de tanta amistad hacia Regis y de tan respetuosa compasión a misia Mercedes, que se convenció a sí misma de que poco tenía que temer de sus desinteresadas asiduidades, ¡y sí mucho que esperar!

Quien no parecía pensar así era el idiota, el cotudo, don Josecito, que, a pesar de las consiguientes reprimendas, anunciaba siempre a grandes voces a Pantuci, cuando llegaba, conociéndole por el modo de llamar a la puerta:

–¡Corré, Josefa! ¡Corré, Juan, que ahí está el novio de Blanca!

¡Blanca, Blanca, ahí está tu novio!

Una mañana, el mismo don Josecito, que estaba tomando aire sentado en el umbral de la puerta de calle, sin permiso de su tía, como es de presumir, corrió adentro gritando que llegaba "¡mucha gente, mucha gente!"...

Hallábase aún en cama misia Mercedes, atendida por Corina. En la sala, el doctor don Diego de Alcorta, terminada su matinal visita de médico, despedíase de Blanca, haciéndole sus últimas recomendaciones, cuando entró, sin mayores preámbulos, la anunciada "mucha gente"... Eran doña Mauricia, Alicia y Manuelita de Rosas, a quien acompañaba una su criada mulata.

Después de los amables saludos de estilo, pasaron todos, hasta la criada de Manuelita, a la habitación de misia Mercedes; sentáronse en círculo alrededor del lecho... Dilatando de asombro sus grandes ojos cegatones, miraba la buena señora a la hija del dictador, con quien hacía años que no se visitara su hija...

Alicia explicó el caso: –Manuelita ha tenido la amabilidad de ir a visitarnos esta mañana... Tiene encargo de su señor padre de invitarnos al baile que se dará en la casa de gobierno el 24 de Mayo... Dice que don Juan Manuel quiere absolutamente que no faltemos Blanca y yo...

–Así es –continuó Manuelita;– y como no encontré a Blanca en la casa de Válcena, he querido venir en persona a saludarla y a visitarla, pues no me parecía bastante la circular oficial... ¡Hace tanto tiempo que no la veo! Además, vengo también a informarme de parte de mamita sobre la salud de misia Mercedes, que según parece ya sigue un tanto mejor, ¡a Dios gracias!

Y de esta suerte siguió charlando la joven un buen rato, sin dar lugar a que Blanca respondiese si aceptaba o no la invitación... Cuando, en efecto, ésta pretendió excusarse alegando "la ausencia" de su esposo y la enfermedad de su madre, la interrumpió Alicia, con enérgica y elocuente mirada:

–Aunque para Blanca sea un sacrificio, un gran sacrificio, yo creo que acabará por aceptar la invitación, que tanto agradecemos... Para nosotras, que somos buenas federales, un deseo de su tatita, Manuela, es una orden... ¡Sí! Blanquita hará un esfuerzo, y las dos iremos juntas.

–Pero se nos disculpará –agregó vacilando aun la mujer de Regis, si nos retiramos temprano... Tengo que cuidar a mamá... –Y preguntó a misia Mercedes: –¿Me dejarás ir, mamá?

–Yo vendré a cuidarla –interrumpió doña Mauricia, –hasta que vosotras volváis del baile... Silvio os acompañará... ¡Animo, pues! –"y divertirse" iba a agregar la buena matrona; pero su lengua, acostumbrada a no mentir jamás, se le negó a articular esas palabras...

Todos se entendieron perfectamente. Era un nuevo recurso a intentarse, el de ablandar a la fiera rindiéndole culto en sus propias fiestas. El mismo don Diego, que se quedara un momento más intrigado por la visita de la hija de Rosas, aprobó:

–Pienso que es una buena idea porque estas niñas necesitan distraerse, y lo que es misia Mercedes está ya muy mejorada. Casi esta sana del todo. Por ella, podéis ir. Lo garantizo como médico.

–Claro, y es preciso que salgáis y os distraigáis confirmó Manuelita, añadiendo, no sin recalcar las sílabas: –Y que veáis a tatita, que no es un ogro y que se halla tan bien dispuesto hacia todos vosotros...

De Regis, ni una palabra. No era prudente en aquellos momentos. Además, ¿para qué hablar? ¿No leía Manuelita en los inquietos semblantes unánime, mudo y apremiante ruego para que intercediera con su padre por el ausente? Respondiendo a eso, la niña les soltó como al descuido:

–Además, no tendríais excusa para faltar al baile. ¿Qué puede deteneros? Todos estáis bien, desde que la enfermedad de misia Mercedes no es cosa seria; no tenéis ningún luto... ¡y espero que ninguna preocupación desagradable! ¿No es verdad, doña Mauricia? –agregó, encarándose con la madre de la víctima, que sólo pudo responder con un equívoco movimiento de cabeza.

Después se habló de mil cosas insignificantes... Y, a la despedida, Blanca insistió en que se quedasen todos a comer, para probar un dulce de toronja que había hecho ella con sus señoriles manos.

–Otro día será –repuso la hija de Rosas.– Hoy no puedo. ¡Tengo que ayudar a tatita en tantos asuntos! Probablemente ya estará impaciente porque no vuelvo.

Entonces, a una indicación de misia Mercedes, Blanca ofreció a Manuelita enviarle el dulce, instándola a que "no la desairara y lo probase"... La obsequiada aceptó, muy agradecida, amenazando, por broma, con hacérselo llevar por la policía si no lo mandaban pronto.

Todavía en el zaguán se detuvo para recomendar a Blanca un emplasto que, puesto en la rodilla enferma de misia Mercedes, la curaría inmediatamente; era una receta secretísima de una negra cordobesa llamada Gumersinda, una iba de cuando en cuando a lo de su tía María Josefa; allí iría ella a encontrarla y a pedirle su mágico remedio. Don Diego debía disculpar porque a veces esos remedios caseros daban excelentes resultados... Blanca aceptó. ¡Cualquier cosa hubiera aceptado por dejar complacida a la hija del verdugo de su esposo! Satisfecha pues, Manuelita se fue con su sirvienta.

Y sin duda inspirada siempre en el caritativo deseo de que la familia de Regis conquistase a su padre insistió aun esa tarde, para vencer cualquier vacilación, en su gracioso convite... Así fue que, como recibiera después de llegar a su casa el prometido dulce de toronja, por la misma criada que lo llevara mandó de vuelta a Blanca, con unas empanadas tucumanas confeccionadas por la cocinera de su tía Mercedes Rosas, un amable recado de que "ya sabía que se contaba con ellas para el baile, y que su tatita no admitiría excusas"...

Con o sin ganas, había pues que resignarse a asistir a la federalísima fiesta "patriótica". Para ello, entre Blanca y Alicia, todo quedó pronto arreglado y convenido. Ambas irían acompañadas sólo por Silvio, porque esa noche Alberto Riglet iba a quedarse de servicio en el cuartel.

Ocupándose ya de los preparativos fueron ese mismo día, las dos jóvenes, a casa de un señor Masculino, fabricante único de ciertos enormes "peinetones" de labrado carey, de la forma y tamaño de un abanico común, exageración genuinamente porteña de la peineta andaluza, los cuales peinetones eran entonces la gran moda local. Adquirieron uno que por casualidad quedaba, pues la demanda era continua, uno en cuyo calado se leía esta leyenda en visibilísimos caracteres: "¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes inmundos unitarios!" Alicia lo destinó a Blanca, procurándose ella por su parte otro semejante de una amiga complaciente. También hubieron de procurarse divisas de raso punzó con los letreros de rigor, pues querían ir tan rosistamente ataviadas como la que más, para no despertar sospechas y captarse simpatías en el "mundo colorado", que decía burlonamente Silvio.

Llegó la noche del baile, una noche lluviosa y fría. Toda la familia de Válcena se trasladó a casa de las Castellanos, donde ambas niñas se vistieron con iguales trajes de vaporoso crespón blanco. Las rojas divisas, prendidas en el seno, a la izquierda, con sus colgantes puntas de cinta, parecían heridas abiertas y sangrando... ¡Extraño símbolo, porque en realidad, debajo de ellos sangraban un corazón de esposa y un corazón de hermana! Clavados muy atrás, en la masa de cabellos de la nuca, según la original costumbre porteña, los peinetones de carey se abrían e inclinaban como hieráticos nimbos, dando sombra a los rostros... ¡la siniestra sombra de los vivas y los mueras federales de su artístico calado!

Deseosas de pasar inadvertidas y de escapar cuanto antes, Blanca y Alicia, del brazo como dos hermanas y seguidas de Silvio, llegaron muy temprano al baile.

Manuelita, que las esperaba conversando con el capitán Pantuci y con el joven coronel Juan Ramón Maza, adelantóse a recibirlas con sus dos compañeros, a través de los aun casi desiertos salones. E hizogrupo aparte, con las recién venidas, en una antesala lateral.

–Pronto vendrá tatita –dijo a la esposa de Regis,– y es necesario qué la vea y converse con usted, Blanca. Por toda contestación, Blanca suspiró, en momentos en que Manuelita se veía forzada a abandonarlas para recibir al ministro inglés, uno de sus más asiduos cortejantes.

Como Silvio también se apartase a saludar hondamente a doña Agustina Rosas, hermana del dictador y esposa del general Mansilla, gran dama, que era por su espléndida belleza la reina de la fiesta, quedaron solos Alicia con el coronel Maza y Blanca con el capitán Pantuci...

–Me ha contado Silvio –decía a media voz Alicia a Maza, –que usted es un furibundo federal... Parece que él se encontró con usted, hace ya tiempo, en casa de don Diego Alcorta... Él iba a consultar al profesor sobre la desagradable aventura que ocurre a Regis... Y usted defendió apasionadamente al señor gobernador, contra los ataques de Villalta, me parece... ¿Se acuerda?

Con un gesto afirmativo respondió el interrogado, atuzándose los negros mostachos, mientras se le iban los ojos, elocuentes de sorpresa y admiración, hacia la esbelta figura de Blanca. Blanca, por su parte, escuchaba distraídamente a su compañero y apenas había notado la presencia del apuesto coronel; su soñadora pupila movíase sin ver, por que su alma, lejos de la fiesta, velaba, como ángel tutelar, el intranquilo sueño de Regis, en su prisión...

–Esa señora es mi cuñada, la mujer de Regis –continuó la señorita de Válcena, siguiendo, no sin femenil malicia, la codiciosa mirada de Maza. –Ahí la tiene usted, desolada por lo que ocurre a su marido...

Ha hecho un gran esfuerzo para venir, en el deseo de ganarse la voluntad del Restaurador. –É increpando de ex abrupto, aunque casi confidencialmente, a su interlocutor, añadió: –¿Pero cómo puede usted, un joven bien nacido, ser incondicional partidario de un hombre tan... absorbente como Rosas?

Aquí, Maza esquivó la mirada de la niña, sin saber cómo interpretar su aparente candidez...

–De todos modos –continuó Alicia, implacable,– yo me atrevo a esperar que usted no tenga ya los entusiasmos de antes...

Y como le interrogasen de nuevo sus límpidas pupilas, Maza contestó con un ademán mudo, pero que bien quería decir que era necesario dar tiempo al tiempo; que esperase si deseaba juzgar sus intenciones de patriota...

–Yo creo que Regis volverá pronto –añadió cambiando de conversación; –debéis tener un poco de paciencia.

Al oír el nombre de su esposo, Blanca se incorporó como tocada por eléctrico resorte... Pero en ese momento, saludando a derecha e izquierda, pues los salones ya estaban llenos de lo más selecto y granado del mundo federal, entraba, seguido de su hija Manuelita, S. E. Rosas. Perdiendo aquí el aire gauchesco que adquiriera en el diario trato con sus peones durante la larga residencia juvenil en su estancia de los Cerrillos, tenía el trato amable y cortesano que cuadraba a su hidálgica estirpe y a su rango. No obstante, para Blanca y Alicia apenas halló una sonrisa displicente, casi agria, que les heló el alma...

"¿Y para esto hemos venido?" parecían decir a Alicia los ojos de Blanca, cuajados de lágrimas. "Vámonos, pues, con cualquier pretexto, antes de que toda esta gente vulgar nos rodee y nos obligue a bailar sus pesados rigodones y cuadrillas."

Como quiera que fuese, ya había pasado más de una hora desde su llegada al baile...

–Podríamos evadirnos si quieres, Blanca, por la puerta del fondo –dijo después de algún rato Alicia, como respondiendo al pensamiento de su cuñada. –Manuelita nos ha de disculpar de antemano, porque sabe que tu mamá está enferma... Vamos, que ahí viene Silvio.

Y sin más, se fueron, burlando así las atenciones que les preparaban los Rolón, Mariño, Cuitiño, Parra y demás federales y militares y verdugos degolladores y simples amanuenses políticos...

Una vez en la calle, les pareció que respiraban mejor, en una atmósfera pura y saludable. Por no apesadumbrarlas más, nada les observó Silvio, muy contrariado por tan temprana retirada, que reputaba contraproducente... Los tres volvían, en el coche de la familia, silenciosos y taciturnos.

Al recibirles don Josecito, que les esperaba levantado a pesar de habérselo prohibido su bondadosa tía, anunció así la vuelta, en una de sus rútiscas videncias de loco:

–¡Ya vienen del entierro! ¡ya vienen del entierro!

Y venían, en efecto, de enterrar una de sus últimas esperanzas.

V

Al volver don Estanislao López, seriamente enfermo, de su incursión contra los indios del Chaco, como para compensar sus dolores físicos, tributáronsele grandes honores en toda la República. Las provincias de Tucumán, Salta y Jujuy, por medio de sus respectivas legislaturas, le otorgaron el supremo grado de "brigadier general"; poco después, también Catamarca. Presentóse entonces López ante la Honorable Junta de Santa Fe solicitando, por puro formulismo español, permiso para aceptar esos nombramientos. Naturalmente, sus paniaguados los "Representantes " se lo concedieron, por unanimidad.

Aprovechando la oportunidad de felicitarle, don Valentín Válcena consiguió verlo y pedirle la correspondiente autorización para visitar a Regis en su celda, lo que no se le pudo negar... Padre e hijo tuvieron, pues, una penosa entrevista. Presenciáronla el cura Amenábar y Gabriel Villalta, a quienes arrancó alguna lágrima furtiva... ¡Ya se había cumplido un año desde el casamiento y la prisión de Regis!

Con intenso descontento observó don Valentín que su hijo era otro hombre; su alma, demasiado llena de amargura, se desbordaba; una vez libre el preso, no habría ya medio de contener su apasionado rencor contra los "caciques blancos"... Todo lo abandonaría para servir a los opositores, ¡y en las conjuraciones y en las batallas! Limitóse el buen padre a pedirle que por ahora disimulase sus sentimientos bajo una fría máscara de servidumbre...

–Lo haré, padre mío, mientras pueda. ¡Pero le juro, por las cenizas de mis abuelos, que antes que ruede mi cabeza de su tronco, si Dios me concede algunos años de vida, me habré vengado como hombre y como ciudadano! –La victoria será de los que sepamos esperar –objetó don Valentín, resignándose.

Y después charlaron, honda y largamente, de Blanca, de doña Mauricia, Silvio, Bernardo, los niños, alegrándose sinceramente Regis de los esponsales de Alicia y Alberto Riglet, a cuyo joven todos en la casa estimaban altamente. Y como Regis callara el incidente que tuvo con Julio Pantuci, don Valentín le habló con elogio de éste y de sus amistosos sentimientos:

–Me dijo que en cierta ocasión se portó harto mal contigo; pero que eso fue por cumplir con su deber... Me pidió que te reiterase, en su nombre, sus disculpas. Es un buen muchacho.

Después de una larga pausa, repuso Regis, reconcentrado:

–Así debo creerlo, padre. Será un buen muchacho.

Gabriel frunció el entreceño, como permitiéndose dudarlo en silencio...

...No mejorando la salud de López, Rosas le mandó obsequiosamente al doctor Lepar para que le asistiese; y éste le aconsejó que hiciera un viaje a Buenos Aires; el cambio de clima y las distracciones debían probarle bien. Así se resolvió, para fines de año, y don Valentín, especialmente invitado por Amenábar, dispuso agregarse a la comitiva de ida, así como antes pensara, en Buenos Aires, ir con la de regreso, lo que no pudo entonces por el aplazamiento del viaje, que ahora se realizaba. Escribió al efecto a su casa diciendo que no se le esperase hasta los primeros días del año entrante, animando a todos, como de costumbre, con las mejores promesas. Pero, ¿creerían todavía esas promesas, aleccionados ya por la larga, la interminable espera?

Regis recibió dos cartas: una de su madre y otra de su esposa, escritas ambas en el primer aniversario de su prisión, muy tiernas, muy largas, elocuentes de angustia.

Ni en una ni en otra se mencionaba el nombre de Pantuci, silencio que extrañó Regis, pues éste había sido su primer mensajero...

–Es que Julio les ha de haber pedido reserva en sus confidencias –observó don Valentín.– Cualquier indiscreción podía perderlo en el concepto del tirano. ¡Es un buen muchacho!

Y Regis repitió también, mecánicamente:

–Es un buen muchacho...

Sólo Gabriel, que visitaba continuamente a Regis con su tío don Valentín, movía la cabeza con aire de desconfianza...

Y en los primeros días de Enero de 1837, embarcáronse, rumbo a Buenos Aires, el gobernador de Santa Fé, don Estanislao López, su señora y su comitiva, en la que iban, en primera línea, el cura doctor don José de Amenábar, el secretario don Manuel de Leiva y el edecán don Juan Manuel Echagüe, y como agregados casi anónimos, don Valentín Válcena y su sobrino Gabriel Villalta.

Decíase que el gobernador llevaba al cura por dos motivos principales: para que le ayudare a interceder por los Reynafé ante Rosas y apoyara su petición de que éste solicitara de Roma, como Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación, la creación de un obispado en la provincia santafecina. Cuyo obispado, naturalmente, correspondía a Amenábar, el sacerdote más notable de la futura diócesis, presidente de la Honorable Junta Provincial de Representantes. No creía Posible López que Rosas, su aliado de 1820, el fugitivo a quien asilara y encumbrase en 1829, podía negarle a él, ya anciano y achacoso, esos dos fáciles favores...

El "Héroe del Desierto", el tigre de los desiertos pampeanos, recibió calurosamente al leoncejo-puma de los bosques chaquenses. Alojó a López, su señora y a su comitiva en el antiguo Caserío de los Virreyes, llamado "El Fuerte"; púsoles guardias de honor, músicas militares, dianas y retretas, lujoso mueblaje, gran tren de mesa.

La capital-aldea presentaba entonces un cierto aspecto de pueblo de baños, que sorprendió a los santafecinos. Desde la fiesta de Nuestra Señora de la Concepción, 8 de Diciembre, en la cual los dominicos bendecían en solemne ceremonia las majestuosas aguas del río de la Plata, abríase la temporada balnearia. La gran diversión de los pobres y de los ricos que quedaban en la villa durante los grandes calores del estío era irse a bañar a la playa todas las tardes, como si en la fresca linfa hallaran un lenitivo a los ardores de las dictaduras y de las revoluciones...

Festejó Rosas a sus visitantes con una función de gala en el Teatro Argentino. De gran parada, lucía él su vistosísimo uniforme azul recamado de oro y púrpura, y ostentaba en el pecho una gran divisa de ancha cinta roja, en la que se leía: "Federación o Muerte. ¡Vivan los federales! ¡Mueran los salvajes asquerosos inmundos unitarios!" Todos los concurrentes llevaban idénticas divisas sobre sus corazones, mirando extrañados a don Estanislao que, vestido de paisano y sin divisa alguna, hacía, en el palco oficial, extraño contraste con el deslumbrante Restaurador de las Leyes.

Echagüe, edecán de López, le observó al oído:

–Señor, se admiran de que usted no lleve divisa punzó...

Y López, el decano de los gobernadores federales, a quien muchos llamaban el "Patriarca de la Federación", picado por el ceremonial rosista, contestó en voz bastante alta para ser oído de los circunstantes:

–Diles a quienes te pregunten la causa, que el gobernador de Santa Fe perdió su divisa en Puente de Márquez. ¡Si quieren que la use, que vayan a buscarla!

Todos los ojos espiaron de soslayo la fisonomía de Rosas, quien, como si no hubiese oído, conservaba siempre su impasible máscara de emperador romano...

Puente de Márquez había sido una de las primeras batallas en que triunfaran las fuerzas federales unidas de López y Rosas, contra las unitarias, al mando del general Lavalle, y la victoria se debió casi exclusivamente a la pericia y al valor de don Estanislao y sus tropas "montoneras", siendo medrosas y bisoñas las de don Juan Manuel. La frase, en contestación de una descortés exigencia, era pues impolítica, propia de un gaucho arrogante y guasón, y harto difícil de perdonar por un déspota tan engreído como el "Héroe"... Se hizo un frío, que trascendió a los corrillos.

Al día siguiente, en el primer momento oportuno, habló López a su aliado Rosas de los Reynafé y del obispado para Amenábar.

El dictador frunció el ceño, suspiró, meditó, tosió, y, después de una pausa, repuso socarronamente que recapacitaría sobre el "proceso de Barranca-Yaco", y que, aunque estaba muy deseoso de hacer justicia a los excepcionales méritos del padre Amenábar, tenía que consultar sobre el punto a "teólogos y canonistas"... Así quedaron las cosas, pendientes.

Y desde entonces don Juan Manuel, como ofendido de tan exorbitantes pretensiones, se hizo invisible para sus huéspedes; pretextó una enfermedad, se fue al campo... Cansó de tal manera a López, que éste, convenciéndose de su impotencia, corrido e indignado, resolvió un buen día regresar, sin dar aviso ni despedirse...

Don Valentín Válcena, que por su parte había cifrado grandes esperanzas en la visita de López y en el ascendiente que presumió adquiriría el padre Amenábar con su hermosa cabeza blanca, quien le había prometido interponer sus súplicas a favor de Regis; don Valentín Válcena, tan creído de que por último, en el regocijo de las consiguientes fiestas, iba a abordar a Rosas en hora propicia, ¡sintióse nuevamente defraudado! Embargóle mortal desaliento; dificultósele la digestión; agobiáronsele ligeramente las espaldas; y en sus manos, hasta entonces tan firmes como las de un muchacho, inicióse el temblequeo de la ancianidad. Amargado, su alegre genio de antes se transformaba en impaciencias de neurótico. Los ojos de doña Mauricia, que tanto lloraran por la libertad del hijo, derramaban ahora también sus lágrimas secretas por el espinoso estado de nervios del marido... Y don Valentín, comprendiendo cómo era de injusto en ciertos momentos, cuando la sobreexcitación de su ánimo estallaba en ira contra inocentes víctimas, sentíase más y más anonadado por un destino implacable. Para colmo, ese destino se personificaba en el que había sido quizá el más amado amigo de su juventud: ¡su pariente, su compadre don Juan Manuel!

¡Era indispensable reaccionar! Pero, ¿cómo reaccionar, mientras Regis continuara preso? Las gestiones de las mujeres ante Manuelita, doña Encarnación y demás, resultaban ineficaces; y, de la estancia, menudeaban las cartas de los muchachos, elocuentes de tácita rebeldía. Las almas estaban tirantes como cuerdas de violín. ¿Cuándo estallarían, desacordes y violentas, si invisible mano de hierro continuaba apretando las clavijas?

Además, la salud de Blanca decaía y las dolencias de su madre se agravaban... Y tanto, que para que ni intentase ir a verle, se siguió ocultando a la joven el lugar donde se hallaba su esposo, que creía siempre inaccesible en Mendoza, según los amables y asiduos informes de Julio Pantuci.

...Momentos antes de marcharse improvisadamente de regreso López y su comitiva, el padre Amenábar fue a despedirse de don Valentín y su familia, profundamente entristecido por la incalificable actitud de Rosas.

–Don Estanislao ha ordenado que nadie se despida de nadie –les dijo– Pero yo quiero hacer la única excepción con ustedes, para que tengan la seguridad de que, aunque bien poco influyente, Regis tiene un amigo que vela por él en Santa Fe. Lo visitaré frecuentemente, como hasta ahora, pues ese joven ha despertado en mi corazón sentimientos paternales... Les ruego que me den las cartas, dinero u objetos que quieran enviarle...

La escena fue conmovedora. Doña Mauricia, a quien la prisión de su hijo había hecho propensa al llanto, suplicaba llorando a don Valentía que la dejase partir a Santa Fe, ya que Blanca no podía hacerlo...

Perdiendo la paciencia don Valentín, como ahora frecuentemente le acontecía, dijo que aquello era una locura en esos momentos. Debía dejársele tentar un último esfuerzo ante el dictador; después... se pensaría. Y no queriendo dejar "irse solo" al digno sacerdote, prometió acompañar en su ancha carretela de familia a la comitiva hasta las afueras de la ciudad. Así lo hizo, con Alberto Riglet, su futuro hijo político, agregándose al convoy, que partió a la tarde.

López volvía más sombrío que si hubiera sido derrotado por una partida de indios Calchines... En la posta de Puente de Márquez, mitigado ya el fuego del sol de mediodía, detuviéronse todos a comer... e iba ya a despedirse para regresar don Valentín, cuando se divisaron varias galeras, grandes carros de cuatro ruedas tirados por cuatro o seis caballos, que a gran galope venían, llenas de gente, a alcanzar a la comitiva, cuya marcha era casi una huida... Pararon, bajáronse de ellas los que llegaban, y entre éstos... ¡Rosas el primero, muy efusivo, repartiendo abrazos, apretones de manos, obsequios!

–¿Cómo es eso, mi buen amigo López? –dijo a don Estanislao, fingiendo una gran pena. –¿Se va usted ya, y sin despedirse de mí?

–Estaba usted tan enfermo... –Es cierto. No me siento bien... Hoy mismo estoy bastante mal. Pero ¿cómo iba a permitir que se fuese sin verme mi amigo don Estanislao? ¡No, no! He hecho un gran esfuerzo y he venido a darle un abrazo.

–Gracias –repuso López, recobrando esperanzas de ser atendido siquiera respecto al asunto del obispado...

Preparóse la comida, tendióse la mesa, y Rosas y López con sus correspondientes comitivas, sentáronse a comer, en una sencilla expansión de interprovincial afecto, que parecía borrar para siempre las anteriores disidencias... Un edecán de don Juan Manuel hizo dejar desocupado en la mesa un asiento de honor, entre don Estanislao y el padre Amenábar, "para un convidado que no tardaría en llegar", y que todos supusieron fuera el ministro Arana...

Sirvióse la sopa y corrió el vino; las lenguas empezaron a desatarse. Rosas estaba locuaz como nunca; el mismo López sentía que su hosco humor se despejaba; el banquete iba resultando animado... Cuando de pronto, el mismo edecán del gobernador de Buenos Aires que había hecho reservar el asiento, entra solemnemente y anuncia al convidado que se esperaba:

–¡Acaba de llegar el Ilustrísimo y Reverendísimo Obispo de las Balchites!

Todos levantaron sus cabezas, pasmados; nadie conocía la existencia de tales "Balchites" ni de semejante obispo. Hizose un silencio supremamente interrogante...

Rosas, con ojos muy abiertos, en la más profunda admiración, miraba a todos lados, como diciendo: "¿Quién diablos puede ser ese obispo?" López espiábale de reojo, hormigueándole en las venas una terrible cólera instintiva; el padre Amenábar no levantaba su vista del plato, con el rostro tan blanco como su cabello...

Después de una pausa, balbució Rosas, perplejo:

–Que entre Su Señoría Ilustrísima...

De par en par abriéronse las puertas, y entró Su Señoría Ilustrísima el Obispo de las Balchites... En todos los rostros pintóse el más intenso asombro...

Con solemne, con hierática, con santa lentitud, apareció una caricatura inverosímil. Era la figura de un obispo, de un estrafalario obispo revestido con todos sus litúrgicos ornamentos: la dorada mitra sobre la frente, el báculo en la diestra, la ancha capa pluvial de rojo terciopelo flotando con armoniosos pliegues de asiática túnica. Baja la cabeza, caída la mirada en mística humildad, no se le veía del rostro más que unas desgreñadas barbas...

Detúvose en el umbral de la puerta y empezó a prodigar bendiciones. Bendecían sin cansarse, a una y otra parte, estirados los dos dedos medios de su mano derecha, en cuya mano, brillando suavemente un enorme amatista de vidrio, quizás el fondo de una botella rota parecía el ojo de un grotesco dios pagano.

Estáticos de asombro, todos reconocieron al intruso... ¡Era el primer loco de la compañía de Rosas, el popular don Eusebio, el célebre don Eusebio de la Santa Federación, que, muy posesionado de su magistral papel, lo representaba con la iconsciente inocencia, con la divina inconciencia de la locura! Seguíale, suspendiendo la flotante capa, el segundo loco, el apodado "Padre Biguá", lleno de sacratísima unción, vestido de rigurosa sotana...

Se hizo un silencio tan profundo, que los oídos se tendían esperando que estallasen, entre nubes de incienso, los sollozantes acordes del órgano. Los ánimos todos parecían suspendidos entre la risa y el llanto: tan trágicamente bufona era la inusitada aparición... Los poquísimos espíritus nobles se inclinaban al llanto; a la risa los innúmeros plebeyos. Y para dar rienda suelta a esa risa nerviosa que les cosquilleaba en la garganta, esperaba la concurrencia una seña del Restaurador; pero el Restaurador, como si no reconociese a su bufón bajo semejantes atavíos, como si fuera, no un obispo, sino un verdadero cardenal, levantóse y se adelantó a recibirle, besándole el anillo:

–¡Sea bienvenida Vuestra Señoría!

Siguiendo a Rosas, todos los comensales acudieron en masa a saludar al singular prelado, y con mayor respeto aun, quienes por adulonería, quienes por burla, y quienes, algunos incultos gauchos santafecinos, por ignorancia. Sólo siguieron inmóviles en sus asientos, como petrificados por una hada maléfica e invisible, López, su señora y el padre Amenábar. Y las reverencias, los besamanos y las genuflexiones sucedíanse, sin que faltaran guasones que, por agradar al Restaurador, besaran arrodillados las vestes del falso obispo, y aun se prosternasen hasta estampar los labios en la tierra que pisara... En tanto, él distribuía bendición sobre bendición, con un gesto tan grandioso como si quisiera abarcar el mundo con su brazo.

Don Valentín, que contemplaba anónimamente la escena desde un extremo de la mesa, preguntábase con hondísima amargura si todos aquellos hombres poseían como él un átomo de dignidad dentro del corazón, siquiera un corazón dentro del pecho...

Terminadas las salutaciones, todos quedaron quietos; y en la imponente pausa, con un ademán lleno de altísima dignidad, S. E. designó a S. S. el asiento reservado entre los de López y Amenábar:

–Si Monseñor quiere honrar nuestra humilde mesa...

Y Monseñor se dignó honrar la humilde mesa. Tal como venía tomó el indicado asiento, arrojando su capa fluvial sobre su vecino de la izquierda, el cura, y su báculo sobre el de la derecha, el gobernador de Santa Fe, mientras que el Padre Biguá, advertido tal vez por algún raro presentimiento, se eclipsaba prudentemente... Sentóse también Rosas, y tras él volvieron a ocupar sus asientos todos los demás comensales. López, su esposa y el anciano sacerdote continuaban siempre rígidos en sus puestos...

El mismísimo Corvalán, con su traje de gala y su espada al cinto, presentó entonces a S. S. I. un plato de sopa. Echóse éste atrás la mitra, ¡y se agachó a beber la sopa que le habían servido, con la ancha bocaza sobre el plato, a modo de sedienta bestia!

Como Rosas continuara callado y cortés, mirando de arriba abajo al loco sin reconocerle, todos imitaban su digna actitud. La señora de López desfallecía; don Manuel de Leiva, secretario de don Estanislao, mordíase las uñas; el edecán Echagüe los labios, hasta hacerles sangrar; de los ojos del padre Amenábar colgaba una lágrima; y el gobernador de Santa Fe, el "Patriarca de la Federación", temblaba como hoja arrebatada por huracán de otoño. De sus ojos salían chispas y su mano crispada desgarraba el mantel... Todos comprendieron que si la sangrienta farsa se prolongaba un instante más, la cólera del viejo caudillo se desbordaría con el ímpetu de un torrente que sale de su cauce.

¡Fue aquél un momento de sublime intensidad dramática! ¡La puma domesticada iba a saltar al cuello de su amo, el "Héroe del Desierto"! Rosas, con su singular sagacidad, lo comprendió, y, como dándose recién cuenta de quien era el pretendido obispo, pegóse una palmada en la frente, levantóse, lanzó un bufido, y se abalanzó ¡rojo de cólera! sobre el desgraciado histrión:

–¡Fuera de aquí, miserable, insolente, que así te permites burlarte de nosotros! –y le arrojó al suelo a puntapiés y bofetones. –¡Fuera, perro inmundo, que ahora mismo te haré ahorcar!

Y temblando como presa de la más fulminante indignación, hizo rodar a puntapiés al loco, que gemía con gruñidos de jabalí...

¡Fue una algazara indescriptible! Roto ya el hilo del respeto, cada uno, por agradar a Rosas, agregó su pequeño golpe contra el bufón, a quién sacaron de allí entre risas y bromas e imprecaciones, medio muerto...

A lo lejos, escucháronse entonces desaforados alaridos, como un eco simpático, como una respuesta a los del exobispo. ¡Era S. R. el Padre Biguá, que, aunque se escabullera y salvara a buen tiempo, revolcábase a solas y berreaba también, al oír a su colega, por puro compañerismo, por afinidad, por costumbre!

Cuando notó esta réplica don Eusebio, se puso de pie, calló, alzóse como un salta-perico, prorrumpió en convulsivas carcajadas... y corrió hacia su ex familiar, y le pisó a su vez y pateó, ¡agarrándose el vientre para no reventar de risa! Tenía esa costumbre: hacer en privado, a Biguá, que le adoraba, lo que a él Rosas le hiciera, ¡y en esto se divertía más que con él el mismo Rosas! Tal fue la forma en que resolvió el Restaurador ¡y bien astutamente! el proyecto de crear un obispado en Santa Fe, curando para siempre al padre Amenábar de sus legítimas ambiciones. ¡Eso estaba en su interés de cacique! En efecto, no existiendo en la Confederación más obispado que el de Buenos Aires, cuyo obispo Medrano tenía él dominado, pues por su senectud carecía de suficientes bríos para resistirle, todo el clero argentino, en la persona de su jefe, quedaba bajo su Suma del Poder Público. Y si se crease un obispado en Santa Fe y se colocaba en él a sacerdote tan prestigioso como el doctor Amenábar, la situación podía cambiar...

¡He ahí por qué el loco don Eusebio de la Santa Federación fue esa tarde Su Señoría Ilustrísima y Reverendísima el obispo del fantástico país, jamás señalado en mapa alguno, de las Balchites! ¡Y he ahí también por qué luego, por haber cumplido las órdenes de la fecunda inventiva de su amo, fue befado, pateado, ensangrentado y escupido por un imperator mestizo de cómico y una turbamulta más cobarde y rastrera que una jauría de perros sarnosos!

Después de estas escenas la comida terminó en silencio, rápida, casi vergonzantemente; todos parecían cansados. Diríase que los comensales se sintieran un poco arrepentidos de haberse reído tanto de sus antiguas creencias, de su propia dignidad humana, de sí mismos... Como en los velorios, un alma de difunto flotaba sobre sus pensamientos. En vano Rosas quiso animarles de nuevo con finas atenciones. La alegría había muerto.

Levantados ya de la mesa, en la primera ocasión favorable, el capitán Julio Pantuci, que venía en el cortejo del "Ilustre Restaurador", se acercó a saludar cariñosamente a don Valentín Válcena, como a amigo respetable por sus años y sus desgracias:

–En cuanto López se despida y parta con su comitiva –díjole– le llegará a usted la oportunidad, señor, de abordarlo y hablarle de su hijo a don Juan Manuel. ¡Abórdelo, pues! Hoy está contento. No se esconda... Haga ánimo y preséntese...

Y así lo hizo don Valentín. Apenas López se ponía en marcha con su gente, cada vez más sombrío, adelantóse Válcena a saludar a Rosas, en momentos en que éste iba a subir a la galera que lo transportaría de regreso a Buenos Aires. El dictador, zumbón como era, afectó no conocerle...

–¡Soy yo, compadre! –exclamó entonces Válcena, con forzada alegría, extendiéndole la mano. –¿Me ha olvidado ya S. E.?

–¡Don Valentín! ¿Estaba usted por aquí? ¡Tanto gusto de verlo! –repúsole Rosas efusivamente, apretando su mano hasta hacérsela doler. –Hace varios días que estaba para mandarlo llamar, porque tengo que hablar con usted de un grave asunto... muy grave...

–Hace varios meses, un año, mi compadre, que yo lo ando campeando sin conseguir audiencia...

–¡Varios meses! ¡Ah, son tan pesadas las tareas del gobierno que ni tiempo le queda a uno para ver a sus buenos amigos!

–Yo también quería hablarle, compadre –murmuró Válcena, ahogándosele la voz en la garganta; –quería pedirle...

–Me verá pues mañana en Palermo, que se nos va haciendo tarde, –concluyó Rosas, haciendo un ademán de despedirse y de subir a la galera.

–¡No! ¡ahora! ¡Se lo ruego, compadre, ahora! –suplicó don Valentín, con voz trémula.

–¿Y qué cosa tan especial tiene usted que decirme ahora? –preguntó Rosas, con inflexión cortante como cuchillo, frunciendo el olímpico entrecejo...

Entonces don Valentín, asiendo la ocasión por los cabellos, le habló del caso de Regis... Era un buen muchacho, se le tenía injustamente preso; todos sus anhelos eran servir a la Federación y a don Juan Manuel...

–¡Regis! ¿qué Regis? –preguntó Rosas con extrañeza, rascándose la frente.

–¡Mi hijo! ¡Francisco de Regis, mi hijo! –clamó el anciano, perdiendo la paciencia.

–¡Ah, sí! Ya me acuerdo... –replicó Rosas, después de una larga pausa –¿Y?

–Pido su libertad...

–Ese mozo no está preso.

–Está preso desde hace ya más de un año, desde la noche de su casamiento, en Santa Fe, compadre...

–Creo que es un salvajón unitario, que proyecta logias para los estudiantes...

–Nunca se ha metido en política.

–¡Hum! Lo pensaremos... Y si es posible se le pondrá en libertad.

–¿Pronto?

–Ya lo veré... ¡Me acordaré de su Regis, compadre! Pero ya atardece. ¿Quiere subir usted con nosotros, en la galera? ¿No? ¡Pues adiós, don Valentín! –y dándole un nuevo apretón de manos, subió a la galera, que inmediatamente se puso en marcha.

En tanto, don Estanislao López, también en marcha, embargado por el más negro desaliento, sentía en las entrañas los efectos del veneno de su humillación, y tal vez, después de la muerte política que acababa de sufrir, los primeros aleteos de la otra, de la verdadera, ¡la Eterna!

Tercera parte

I

En inútiles gestiones acerca de la libertad de Regis pasó todo el año de 1837 la familia de Válcena. La situación pública hacíase cada día más intolerable. A quienes desaprobaban la conducta del dictador no les quedaba más que una vida expedita: emigrar. Y todo el elemento de más representación social emigraba, a Montevideo, al Brasil, a Chile.

La juventud protestaba sordamente; en el gremio universitario, reducidísimo por cierto, crecía el descontento. Rosas dispuso entonces que nadie pudiese recibir un título facultativo sin jurar adhesión a la Santa Causa Federal. El decreto cayo como un rayo entre los jóvenes, los intelectuales. En vano, aunque no muy convencido, les exhortaba a la resignación, al menos por entonces, el doctor don Diego de Alcorta, el querido profesor de filosofía... En vano, porque los jóvenes más distinguidos emigraron también, en su mayoría a Montevideo, donde el núcleo de la

Asociación Mayo pudo publicar más tarde el proyectado Dogma Socialista, casi totalmente compuesto por el poeta Echeverría.

Temiendo, alguna imprudencia del carácter impetuoso de Silvio, que e indignado ahora con el gobierno de Rosas, declarara terminantemente que no prestaría el consabido juramento, don Valentín tomó la resolución de irse con toda su familia a la estancia de Dolores, Baldelauquen llamada. El estudiante manifestó intención de quedarse en la capital, y fue necesaria toda la autoridad del jefe de la familia, y hasta las lágrimas de doña Mauricia, para que les siguiera al campo. Partieron todos en una ancha galera, tirada por seis buenos caballos de posta, después de despedirse tiernamente de la pobre Blanca, que dejaban cuidando a su madre, enferma de su tumor en la rodilla. Alberto Riglet, sin acertar a separarse de su novia, la encantadora Alicia, les acompañó a caballo hasta más allá del puente de Barracas, prometiendo ir en breve a visitarles.

Quien no se apesadumbró del alejamiento de los Válcena, fue el capitán Julio Pantuci... Por fin quedaba solo, único dueño del campo de batalla, o, por lo menos, del campo de sus estratégicas operaciones... Pero Blanca, doncella, casada y viuda, parecía un baluarte inexpugnable, y por su pasión conyugal y por sus virtudes...

¡Únicamente el engaño o la fuerza podrían rendirla! Y bien lo sabía el furtivo galán, que poseía la cautelosa astucia de la serpiente y su paciencia para esperar el momento oportuno... ¡Ya llegaría!

Así corrió el año, lento, auspicioso... En su transcurso, Pantuci maniobraba. Por una parte, hacía saber a don Valentín que era imprudentísimo volver a Buenos Aires, porque había incurrido en las iras del tirano; y por otra, alimentaba la mala voluntad de Rosas hacia Regis, para que le mantuviera preso en la Aduana de Santa Fe. ¡Y todo aparentando, ante Blanca y misia Mercedes la más sincera intención de servirlas! Porque Blanca se desesperaba hasta el ascetismo.

Había sufrido un sacudimiento total, en el que, según el diagnóstico del doctor Alcorta, peligraba hasta su vida... Ahora parecía más tranquila; y era Pantuci quien, con sus asiduidades de amigo de Regis, la tranquilizaba, cuidando sin embargo de que no recibiera ni la más insignificante esquela de su esposo... Confiaba en que la ausencia favorecería el olvido; y luego, en aquella época terrible, un hombre como Regis no tenía muy segura su cabeza... ¿Quién garantizaba el porvenir?

...A principios de 1838 Pantuci anunció a misia Mercedes, postrada entonces en el lecho del dolor, y a Blanca, siempre languideciente, que él debía partir "en comisión" para Córdoba.

Fue de gran uniforme a despedirse; y la joven, en la esperanza de que se encontrase con Regis, confióle una larga, una inacabable carta. Él le prometió entregarla a su destinatario si lo hallaba, besándole respetuosamente la mano, como a una reina... cuando el idiota, Josesito, que espiara detrás de una cortina, les sorprendió con sus gritos destemplados:

–¡Hola, primita, conque te besa las manos tu lindo novio! ¡Bien, capitán, bien, mí primo!

Y temiendo una reprimenda de su anciana tía, escurrióse el infeliz hasta el fondo de la casa, desde donde anunciar otra vez, gritando a todos los vientos, la buena nueva del casamiento y su prima con el capitán Pantuci. Blanca, al oirle, pálida la frente y roja la mejilla, sentíase desfallecer de indignación contra su torpeza de idiota. En cambio Pantuci, que al besar la transparente mano sufriera un violento choque interno, sentía que la sangre se le agolpaba al pecho y las lágrimas a los ojos. Y para disimular su turbación, se marchó, guardando preciosamente la carta de Blanca, que le oyó alejarse con su ruido de espuelas y de espada...

Efectivamente, habiéndole dado Rosas una comisión, el capitán Pantuci partía esa misma noche en una galera, acompañado de dos asistentes.

En el primer alto, a la luz de un brumoso velón, rompió el sobre de la carta de Blanca y la leyó... Toda ella, desde la primera línea, respiraba hondísima tristeza; entre líneas cabrilleaba la desesperación, una desesperación de mujer martirizada que alza sus débiles brazos al cielo en demanda de una hora de tregua...

Y Pantuci sintió que sus lágrimas, sus lágrimas de aligator, corrían al fin por sus mejillas de soldado, tostadas por el sol de las pampas... Un nuevo sentimiento se rebelaba en su alma contra su indomable amor: ¡la piedad! Sentía piedad por Regis, por Blanca, por doña Mauricia, por los Válcena... Pero este desfallecimiento fue breve. Sacudiendo la cabeza se dijo que era necesario dominarse y vencer; recordó la dulce sonrisa de la virgen, y, frenético de pasión, se prometió una vez más que la haría suya, ¡para siempre suya!

Durante su ausencia en Buenos Aires, una noche, antes de la madrugada, llamó a las puertas de la casa de Blanca la Mazorca, ¡la Mazorca, la pavorosa asociación de sicarios que saqueaba y mataba con el beneplácito de las autoridades gubernativas, en nombre de la Santa Causa de la Federación! ¿Qué iba a buscar en aquella innocua casa donde vivían dos mujeres y un insano? Alguien, una voz anónima, denunció que allí existían, guardadas, loza y cortinas azul-celestes, color emblemático de unitarismo, y, por tanto, severamente prohibido por el dictador, cuyo partido usaba como distintivo el rojo...

"¡Es necesario escarmentar a esas salvajonas unitarias!" se decían Parra, Cuitiño, Troncoso y otros corifeos de la asociación, desde algún tiempo; pero las asiduidades de Pantuci, "federal neto", habíanles contenido... ¡Ahora era llegado el momento de aprovechar su ausencia! Pues, en efecto, no sólo como poseedoras de objetos azul-celestes, sino por sus vinculaciones con algunos unitarios y con el mismo Regis, las Castellanos eran gente sospechosa...

Blanca y misia Mercedes dormían en la misma habitación, bajo el suave resplandor de una lamparilla, muy fatigadas, la una como enfermera y la otra como enferma, cuando oyeron en la puerta, despertando sobrecogidas, los tétricos aldabonazos! Madre e hija tuvieron un mismo pensamiento: "Es la Muerte que llega. ¡Bien venida sea!"... Y escucharon en silencio, en el silencio de pánico, los juramentos, los golpes, los vivas al Restaurador de las Leyes y las amenazas de muerte que se oían en la soledad de la noche, confusamente, como sombras de ruidos.

–¡Mamá! ¡Es la Mazorca! –exclamó Blanca levantándose medio desnuda, cubiertas sus marmóreas carnes con amplio camisón blanco.

–¡Sí, pobre hija mía, sí, es la Mazorca!

Y misia Mercedes lanzó un gemido, abrazó a su hija que se sentaba al borde de su cama... Ambas prorrumpieron en angustiosos lamentos, mientras que los intrusos abrían la puerta de calle a puntapiés y penetraban tumultuariamente en la casa...

Bien pronto llegaron, vestidos con ponchos rojos y ostentando grandes divisas federales de cintas encarnadas. Detuvieronse ante las dos mujeres que se abrazaban llorando. Una linterna que alguien llevaba iluminaba con sus fantásticos clarobscuros el patético cuadro... Y como enmudecidos por un repentino sentimiento de conmiseración y respeto, los mazorqueros guardaron breve pausa...

–Se nos ha dicho que ustedes son unas salvajonas unitarias que tienen escondidos porcelana y trapos celestes... –balbució alguno.

–¡A ver pronto si nos dan las llaves para revisarlo todo! –exclamó otro.

Y si tienen ocultos papeles unitarios, avisen, que si no les daremos la rebenqueada que se merecen!

–¡Muévanse, pues, las muy zorras!

Como no contestasen las aterrorizadas mujeres, uno se adelantó, con un rebenque de ancha lonja levantado, para intimarles inmediata respuesta... Y Blanca, de pie, cubriéndose con un cobertor rosa del lecho de su madre, sacando fuerzas de flaqueza, exhortóles así:

–Nosotras somos buenas federalas. Esta señora que veis aquí es mi madre y está muy enferma... No tenemos papeles unitarios... La porcelana azul está en las alacenas del comedor; podéis sacarla, pero dejadnos solas por el amor de Dios, ¡que mi madre se muere!

Con las suplicantes manos extendidas, imploraba un poco de misericordia de aquellos rudos varones endurecidos en el crimen... Conmovidos algunos, más por su belleza que por su debilidad, quisieron apaciguarla:

–¡Las llaves, dénnos las llaves, y las dejaremos en paz!

Blanca tomó un llavero de la mesa de noche de su madre y lo entregó... Los asaltantes salieron en tropel... Solo quedó uno, un hombre barbudo, de fealdad repugnante y torva mirada, como vigilándolas; después de cerrar las puertas, repantigóse en un sillón...

–¿Y usted por qué no se va? –le interpeló Blanca con cierta altanería de patricia, que no pudo disimular en su voz trémula.

–Porque no quiero, palomita mía –repuso el bandido, requebrándola. –Me quedo aquí pa cuidarte...

–¡Usted debe irse!

–No te enojés que es pa pior, palomita –contestó el bandolero, cuyos pómulos se enrojecían y cuyas pupilas chispeaban ante la carne, blanca de la virgen, que se entreveía por su desaliñado atavío... –Estoy aquí pa cuidarte... No tengás miedo... No te voy a comer... ¡Porque te quiero mucho, mucho!

Blanca, temblorosa, ocultó la cabeza en el pecho de su madre. ¿Dónde estaban los criados? ¡Ah, mal podían esperar nada de los criados cuando se trataba de la Mazorca!

De las piezas interiores oíase el estrépito de los mazorqueros, que lo revolvían y destruían todo, con juramentos de beodos.

Porque, habiendo descubierto algunos toneles de vino en la bodega, muchos se embriagaban, prorrumpiendo en cantos, insultos y blasfemias... Misia Mercedes había cerrado los ojos, semi-desmayada y Blanca perdía poco a poco el sentido...

–Dame un beso, mi chinita, que te quiero mucho y no te haré ningún daño –oyó de pronto que le decía casi al oído, aterciopelando su voz aguardentosa, el mazorquero que las vigilaba en la habitación. –¡Dame un besito, mi china, un besito... y abrazame!

Como si ya sintiese su contacto degradante, Blanca se puso nuevamente de pie, tan pálida, tan fría, tan amenazadora, que se diría viviente estatua de piedra; sus labios se plegaban con un mohín de asco y de desprecio; sus manos abiertas se extendían como para ahogar al cobarde agresor, y como el abrigo que la envolviera había caído, su entreabierta veste descubría el seno agitado por febril oleaje de orgullosa sangre hidálgica... Tan imponente era su aspecto que el mismo mazorquero, como deslumbrado por un resplandor, se apartó, aunque diciendo:

–Vamos, no te enojés... Yo no te voy a hacer mal ninguno... Por el contrario, quiero hacerte feliz. Y Blanca se sentía desfallecer más y más, debilitada como estaba por las vigilias... Un pensamiento agudo le taladraba el alma: ¡si no se reponía estaba perdida! Esta idea le daba nuevas fuerzas; en medio de aquel infierno sentíase ángel; inconscientemente buscaba la espada flamígera que debía blandir su mano vengadora...

–Vamos, no te asustés, mi hijita –agregaba socarronamente el mazorquero, cerrando las puertas con misterio –Estás sola conmigo...

–¡Madre, madre mía! –gritó la joven, abrazándose al cuerpo de su madre, que, habiendo perdido por completo el conocimiento, no sentía su contacto ni podía oír sus desesperados sollozos...

De pronto la patricia sintió, como el calor de una brasa, sobre sus hombros desnudos, los labios del hombre... Instintivamente, sin conciencia de su arrebato, dio tan salto de pantera, y con un ademán rápido como relámpago, arrancóle del cinto, con su diestra crispada, una pistola... El mazorquero echóse violentamente hacia atrás, tomando a su vez impulso; y sintiéndose, con tan inopinada resistencia, más enardecido que nunca, una obscena interjección y se abalanzó sobre su presa... Sonó un tiro... Herido en el vientre y bañado en su sangre, el hombre lanzó un grito y todavía dio unos pasos hasta cerrar entre sus convulsivos brazos el busto de Blanca, en cuya mano humeaba la pistola descargada...

–¡Hija de perra! Aun así me abrazarás...

Sintiendo la doncella que las manos del herido la estrangulaban en una caricia de fiera, dejó caer la pistola, y de su misma cintura lo arrancó una daga... ¡la lucha era mortal! –Misia Mercedes, vuelta en sí por la detonación, al lanzarse del lecho había volteado y apagado la lámpara, pidiendo socorro en la palpitante obscuridad en que se oía el choque de dos cuerpos que peleaban...

La Mazorca acudió, y como las puertas estaban cerradas, derribólas a golpes... Un cuadro horroroso se desarrolló entonces ante la mirada atónita de los sicarios –El cuerpo del mazorquero yacía moribundo en el suelo, en un charco de sangre, con una bala en el vientre y el corazón partido por su propia daga, que aun tenía en las manos Blanca, de pie, ensangrentada y desgreñada como una bacante después de trágica orgía, en soberbia actitud de virgen y de reina.

En el primer instante, el estupor impuso general silencio, que interrumpió el último hipo de la agonía del sicario... Uno de sus compañeros lo auscultó entonces, en la semi-obscuridad que reinaba:

–Está muerto, requetemuerto –dijo.

É inmediatamente la turba irrumpió en infernales amenazas... Como obedeciendo a una orden militar, todos los mazorqueros sacaron instantáneamente sus grandes cuchillas, para vengarse allí mismo asesinando aquellas dos indefensas mujeres... La anciana permanecía desvanecida en su lecho; de pie, siempre inmóvil, la joven estaba imponente como la aparición de un querube...

Y en el tumulto, cuando se iban a arrojar todos confusamente sobre sus víctimas, contuvo a los bandoleros una voz imperativa, la de alguien que hablaba como jefe de la banda:

–¡No las maten, que el Restaurador no quiere que las matemos! ¡Después se las fusilará! ¡Por ahora, saquen los rebenques, y en la calle, azotémoslas por perras y unitarias!

A la palabra siguió la acción. Encolerizados hasta el paroxismo, los mazorqueros tomaron a la anciana y a la joven de los cabellos y las arrastraron, desnudas como estaban, a la vía pública... Don Josecito, el idiota, atraído por el barullo, se presentó entonces a defenderlas, esgrimiendo una barra de hierro...

–¡Afuera, asesinos, afuera, que yo los mataré a todos! –clamaba en un acceso de locura, riendo y llorando. –¡Dejen a mi tía y a mi prima, que si no, yo solo los mataré a todos, yo solo!

Prendiéronle y le arrastraron también hasta la calle, con feroces puntapiés de sus pesadas botas de gauchos y soldados. Y allí se procedió, primero, a latiguear los cuerpos inermes de Blanca y de misia Mercedes, que perdieron el sentido, sangrando sobre las piedras, bajo la recia lluvia de golpes...

Los vecinos, que habían oído el estrépito de la mazorcada y los chasquidos de los látigos, apuntalaban bien sus puertas, temerosos de que les tocara luego el turno si en él se entrometían. Y el sereno, de antemano avisado, dejábales hacer, y hasta ayudó un poco en el suplicio de Blanca, hallando quizá una extraña voluptuosidad en flagelar sus turgentes formas...

Para don Josecito, sobre quien no pesaba la prohibición superior de asesinarle, propusieron algunos la "resfalosa", y otros simplemente "tocarle el violín". "Tocarle el violín" significaba en la jerga de aquellos desalmados, degollarle con un cuchillo filoso; la "resfalosa", con una daga mellada, una especie de serrucho, lo que prolongaba y exarcerbaba el suplicio...

–Primero le afeitaremos la papada –propuso alguno.

Todos asintieron, celebrando la ocurrencia. Procedióse pues a "afeitarle" la monda, gruesa y rojiza papada de cotudo que le caía sobre el pecho; a rebanársela a lo largo, como si fuera un queso de Holanda... Arrojáronle al suelo, sujetáronle brazos y piernas, y uno de los mazorqueros hincándole una rodilla en el pecho, preparóse para la nunca vista operación...

–¡Ya te vamos a enseñar a insultar a los buenos federales! –le decían, riéndose.

Antes de sentir el cuchillo en su carne, don Josecito, que temblando de miedo ya no insultaba, se reía también con su cara de idiota, sin comprender lo que deseaban de él se reía... Pero al primer tajo comenzó a berrear como; un cerdo al que desuellan vivo... Hubo necesidad de muchos brazos para mantenerle de espaldas...

¡Y que mar de sangre contenía aquella vejiga del coto! El líquido viscoso y tibio corría a chorros, como de una fuente, mientras el idiota gemía, lloraba y suplicaba en todos los tonos que le perdonasen... En el colmo de la desesperación, con supremo esfuerzo, llegó hasta besar, implorando, las enrojecidas manos a sus verdugos, enrojeciéndose él a su vez, con la propia sangre, el propio hocico...

II

Al despuntar la aurora, la Mazorca se retiró. Llevaba consigo al mazorquero moribundo, y dejaba extendidos en la calle tres cuerpos exánimes que nadie se atrevía aún a tocar: misia Mercedes y Blanca, sin conocimiento, y don Josecito, desangrado y degollado. Además, numerosos trastos rotos que yacían esparcidos sobre la acera los mortales restos del malhadado Sévres de la familia, atestiguaban el vandálico paso de los seides de Cuitiño. Y la pálida luz lila arrancaba metálicos reflejos de esmalte al azul de la porcelana y al vívido rojo de la sangre...

Por una de esas curiosas coincidencias del destino, el capitán Julio Pantuci regresaba esa misma madrugada del cumplimiento de su comisión oficial. Y por uno de esos caprichos peculiares a los enamorados quiso él, antes de ir a su casa, pasar a caballo por frente a la de Blanca; ver aquellas ventanas tan queridas, que no se despintaran en su viaje un instante de su memoria... ¡Cuál no sería pues su espanto al contemplar, pocos momentos después de retirados los mazorqueros, en plena calle, el tétrico cuadro, cuyas causas se explicaban con una sola palabra: la Mazorca!

Espantado, se tiró del caballo. Con avidez de buitre cayó sobre el cuerpo de Blanca, aplicándole el oído al pecho... La respiración era agitada, los latidos de la sangre débiles y rápidos... ¡Vivía! y también vivía misia Mercedes... El único cadáver, la única presa que debía quedar allí para la nube de campestres gaviotas, que en plena calle se cernía sobre el grupo, era don Josecito.

Con imperativa voz llamó a los criados de la casa... No respondieron, como que habían huido... Entonces él solo cargó sobre sus hombros a la joven, depositándola en el revuelto lecho, donde cubrió sus blancas desnudeces con la fina batista de la sábana, tan religiosamente como si la amortajase. Allí, antes de continuar su salvadora tarea, la contempló un instante; y tuvo que cerrar los ojos para no verla, porque si la seguía mirando, caería de rodillas, bañándole con sus lágrimas de amor la blanca mano de princesa que pendía como muerta... Venciendo su emoción, acostó y cubrió también a misia Mercedes... Y no quiso abandonar a la madre y a la hija hasta dejarlas en buenas manos...

Tan cariñosa conducta tuvo su recompensa, pues Blanca, al volver en sí, dijole:

–Jamás podré agradecerle bastante lo que hoy ha hecho usted por mi madre, Julio...

Era la primera vez que la joven le llamaba por su nombre de pila, y ese "Julio", pronunciado por débil y doliente voz, le quedó vibrando en el oído como una dulce promesa...

Naturalmente, al inanimado cuerpo de don Josecito se le dejó en la calle para que, como era costumbre con los asesinados por la Mazorca, lo llevase el carro de basuras, cuando pasare, más tarde, y lo arrojara luego a los depósitos de inmundicias de las afueras de la ciudad... Porque el cadáver de un unitario era como el de un apestado; ninguna mano, por piadosa que fuese, se atrevía a recogerlo... Más aun, era como el de un hereje, ¡al que no se podía dar sepultura en camposanto!

En todo, Pantuci se portó como varón enérgico y generoso. Una vez en salvo las dos damas hizo llamar, para que las atendiesen, al doctor Alcorta, a sus criados, y a su propia madre, doña Margarita Torres.

–Por los golpes recibidos, el tumor de misia Mercedes había reventado prematuramente y supuraba; el médico urgía por una operación inmediata, so pena de gangrena...

Y extraña atonía nerviosa había invadido a Blanca. Cuando despertaba de ella, era para clavar los ojos en el sitio donde cayera el mazorquero a los golpes de su mano. Alucinada, veía aún allí el cuerpo tendido boca abajo en un charco de sangre y escuchaba otra vez el estertor de su agonía... Con la incoherencia de la locura, murmuraba entonces:

–¡Que lo saquen! ¡que se lo lleven! ¡Por Dios, madre mía, que lo entierren!

En la creencia de que se refería a don Josecito, calmábala el doctor Alcorta, diciéndole que ya estaba salvado y que buenas manos le curaban. Pero la joven no entendía razones, que no pasaban tal vez más allá de sus orejas... e instantes de sobrexcitación se alternaban con su desfallecimiento habitual. Desmayábase para despertar luego, repitiendo con la dilatada pupila fija en el sitio en que creía ver el, ensangrentado cadáver:

–¡Ahí está, ahí está aún! ¡Por Dios, madre, que lo entierren!

Por su parte, misia Mercedes, cuando más tarde, recobró el completo uso de sus facultades, no manifestó más que un deseo: irse de aquel federalísimo infierno; emigrar con su hija a Montevideo, donde debía hallarse su cuñado el señor Juan Pedro Castellanos, que las atendería; huir del mefistofélico poder de la dictadura... Si se le hablaba de la urgente necesidad de operarle el tumor, negábase: en Montevideo se la operaría... Y había que conformarse a este capricho, a esta obsesión de la enferma.

Pasado el primer ataque de postración, cuando se trató ya de cuidar y salvar a misia Mercedes, Blanca se repuso. Y era admirable su entereza para resistir a tantos horrores y sacrificarse por su madre. Había raciocinado; nuevamente era la valiente enfermera de antes, y la inmaculada esposa que esperaba, firme y resignada, el momento de estrechar entre sus brazos la cabeza adorada de su hombre...

A sus preguntas sobre Regis, Pantuci constestaba tranquilizándola que le habla mandado su carta, y que, aunque no le viera, pensaba que se hallaba bien... Y le prometía ir él también a visitarlas a Montevideo, si se iban, en cuanto pudiese, y con mejores noticias...

Decidido el viaje, él les arregló todas las dificultades; consiguió el permiso necesario para que se expatriaran; fletó un buquecillo; y a los dos días las embarcó con una criada y la niña Corina, que habían escapado a la Mazorca ocultándose en un altillo, para la Banda Oriental, para la tierra de promisión soñada por la anciana enferma...

Después de una travesía incómoda, llegaron las Castellanos a la otra margen del Plata...

Allí, en Montevideo, se respiraría mejor, en un ambiente de relativa libertad... Varios amigos recibieron a los nuevos emigrados, ávidos de novedades. Pero ¡ay! entre esos amigos no estaba don Juan Pedro Castellanos, a quien éstos iban a pedir hospitalidad: había partido la semana anterior para Europa. Y como la buena señora no traía sino una exigua suma de dinero y se hallaba seriamente enferma, con fiebre y el tumor de la rodilla supurando, ¡la situación era bien apremiante!

En tan tristes circunstancias, Blanca desplegó una hermosa energía de mujer fuerte. Pidió alojamiento a una familia de amigos emigrados, los Suárez; instalóse con su madre, su primita y la criada en dos estrechas habitaciones; reunió médicos en consulta; y como éstos coincidieran en su diagnóstico con el del doctor Alcorta, resolvió hacer operar a su madre, sin mayores dilaciones... Misia Mercedes se sometió, vencida ante la inquebrantable decisión de su hija...

–¡Es necesario que vivas, madre! –díjole Blanca. –No te lo pido por ti sino por mi misma... ¿Qué haría yo, abandonada en tierra extraña, sola con la pobrecita Corina, y tal vez viuda? ¡Ten piedad de nosotras, si no la tienes de ti misma!

Y como la joven no pudiese contener el llanto, salió de la alcoba, y no sin la promesa de la anciana de permitir la encarecida operación quirúrgica... ¡Lo que aun no sabía la enferma y sólo sospechaba la asistente, era que la tal operación consistía nada menos que en amputarle la pierna, mas arriba de la rodilla! Fue preciso declararlo, y los médicos lo declararon, titubeantes, conmovidos. Blanca misma, en los umbrales de la desesperación, vacilaba en repetírselo a su madre, cuando ésta, presumiendo lo que pasaba, se adelantó, con angélica mansedumbre:

–Quieren cortarme la pierna... ¿No es verdad, mi hija? ¡Pues que la corten si es necesario, que yo quiero vivir para, ti, hasta que te vea feliz!

–Gracias, madre repuso Blanca, simplemente.

Y la enferma continuó hablando con la halagadora esperanza de no morir antes de dejar a Blanca y a Regis felices, juntos en su nido de novios. La joven la escuchaba, de rodillas ante su lecho, sonriendo tristemente bajo la sombra protectora de la descarnada mano con que la anciana, como si su hija fuese aún chicuela, le acariciaba los cabellos.

¡La operación fue terrible! Acostaron a misia Mercedes sobre una mesa; desnudaron y laváronle la rodilla enferma, cuya llaga verdosa y amoratada despedía una supuración fétida; levantáronle la piel con el bisturí, más arriba del tumor, en círculo; cortaron su carne en derredor, como carpintero que tornea un tronco; luego le serrucharon el hueso... La paciente, con los cegatones ojos vendados, rigurosamente sujeta por tres hombres robustos, conservó su conciencia durante los dolorosísimos preliminares, sin exhalar una queja; Blanca, dando la espalda a los médicos, sin mirar la nauseabunda carnicería, la reconfortaba, con una mano de la paciente entre sus manos... En vano rogaron y exhortaron a la joven a que se retirase, diciéndole que no podría soportar la vista del desangre; quedó impertérrita junto a su madre, acariciándole la mano helada, calentándola con su propia fiebre...

Perdió misia Mercedes el conocimiento, y aun entonces su hija negóse a retirarse, siempre de pie, con los ojos fijos en las queridas facciones de la infeliz que la ciencia tan despiadadamente mutilaba. Y por una rara intuición de mujer nerviosa, por un extraño fenómeno psicológico, la joven veía ¡sí, veía! lo que pasaba a sus espaldas: el primer lavaje, el corte de la piel y sus músculos externos, la herida circular hasta el hueso, el serruchamiento del hueso, la separación completa del órgano amputado, la hemorragia...

Sólo entonces, cuando sin mirar vio que llevaba en sus brazos un ayudante la tumefacta pierna cortada, la cual chorreaba humores de todos los matices del iris, sólo entonces cayó de rodillas, con el rostro entre las manos, sollozando una plegaria suprema a la Virgen de los Dolores... ¡Y aun así, así aun, no permitió que se la transportara a su lecho, obcecadísima en permanecer hasta el fin, aunque postrada en el suelo, junto a su madre, cuya hemorragia le empapaba los vestidos! Y presenció el vendaje, la limpieza del aposento, la reinstalación de la operada en un lecho fresco y limpio...

Cuando ésta volvió en sí, el primer contacto que sintió fue el de la cabeza de su hija, que perdía el conocimiento cayendo, pálida y fría, sobre el lecho. Sin novedad pasó misia Mercedes los primeros días subsiguientes a la operación. No se quejaba ya de grandes dolores. Las diabólicas puntadas que antes sintiera y que todo su sistema nervioso conmovían, habíanse calmado. Mostrábase resignada en haber perdido su pierna, con tal de recobrar una relativa salud. En ciertos momentos, ya por un vago desequilibrio que sufriera su mentalidad, ya por animar a Blanca, mostrábase ilusa, risueña, hasta bromista.

–Todavía hemos de casar a Corinita antes de que yo muera –murmuraba sonriendo.

–¿Y por qué no, mamá –apuntaba Blanca– Los médicos prometen que usted recobrará por completo la salud, y yo se lo pido a Dios todos los días...

Una de las más tenaces preocupaciones de la anciana se refería a su sobrino don Josecito, el mártir idiota tan cobardemente asesinado por la Mazorca, cuyo destino se lo había ocultado. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía? ¿Quién le cuidaba ahora? ¿Por qué no se hallaba con ellos?

Blanca, que sabía la verdad por boca de Pantuci, no había tenido el valor de manifestársela a su madre y la engañaba; Josecito había quedado en Buenos Aires, a cargo de la familia de Mauro; estaba bien; ya habría tiempo, más adelante, cuando volvieran a su casa, de atenderle y quitarle las malas mañas que tomara lejos de su bondadosa y severa protectora... Y aunque misia Mercedes sospechaba la fúnebre realidad, en parte por cobardía moral y en parte por no angustiar a su hija, fingía y fingiase ignorarla.

Como la vida no era fácil en Montevideo y las dos señoras carecían de recursos, Blanca, ayudada por Corina, se dedicó a coser "para afuera", sin que faltaran familias que, compadecidas de sus infortunios, le pagasen sus labores como podían en aquella época de guerras y escaseces. Asimismo, y a pesar de todas las bondades de la familia de Suárez, que generosamente las hospedaba, y por ser ésta también pobre, pasaban todo género de privaciones. En cuanto a los Válcena, estaban incomunicados, a muchas millas de distancia, y seguramente ignorarían el precario estado en que la esposa de Regis se encontraba. Por entonces nada se podía esperar de ellos.

No les quedaba sino la Divina Providencia, que alimentó, por medio de las avecillas del cielo, a Daniel en la cueva de los leones; y la Providencia Divina, como si escuchara los interminables rosarios que aquellas mujeres abandonadas rezaban todas las tardes, les deparó un consuelo en una señora llamada doña Petrona Trelles de Altamirano, emigrada argentina que conservaba en la Banda Oriental alguna posición. Con un hijo mozo aislándose del mundo, habíase refugiado ésta en una hacienda que en la Colonia poseía. En otros tiempos, esta matrona fue grande amiga de misia Mercedes; y hallándola ahora emigrada también y en situación tan difícil, la instó pues con cariño para que la acompañase en su casa de campo, donde podría esperar tranquila que pasara la tormenta de sangre de la dictadura. Era doña Petrona una tabla salvadora que se presentaba y misia Mercedes se asió a ella, inundando de lágrimas, en un largo abrazo, el cuello de su amiga...

Así fue que, en cuanto se sintió mejor, en vías de una completa cicatrización de su herida, partió con su hija, Corina y la criada, a "San Antonio", que tal era el nombre de la hacienda de los Altamirano. Acogióselas allí con la respetuosa simpatía a que sus desgracias las hacían acreedoras. Doña Petrona era una mujer de corazón; sentíase feliz al haber encontrado aquellas compañeras que le endulzaran el poético aislamiento de su huerta. Aunque la casa era vieja y un tanto sucia el retiro era amable, sito sobre las altas y pintorescas orillas del río, rodeado de corpulentos árboles, y no demasiado lejos de la población, que lo ponía así a cubierto de los asaltos de las soldadescas y de las indiadas.

Con la asidua y alegre cháchara de su amiga, que le recordaba mejores épocas, misia Mercedes iba recobrando ánimo, poco a poco. Pero cuanto más ánimo misia Mercedes recobrara, tanto más lo perdía Blanca...

La continua preocupación de la salud de su madre había distraído hasta entonces la imaginación de la joven de sus propias preocupaciones. Casi tenía olvidadas la ausencia de Regis y la terrible noche en que la Mazorca asaltó su casa... Pero ahora, conforme iba tranquilizándose respecto a su madre, se intranquilizaba más y más respecto a sí misma... El recuerdo, hasta entonces vago y confuso, de los incidentes de la mazorcada de que fue víctima, tomaba cada día contornos más precisos. Las borrosas figuras de sus verdugos iban, rasgo a rasgo, animándose en el teatro interno de su memoria. Diríase que una malhadada vara mágica se complacía en movez aquellos espectros patibularios, y en hacerles andar, hablar y obrar, repitiendo siempre, en su fantasía de virgen impresionable, el mismo drama.

En vano recurría a la oración y basta a la penitencia. En vano la absolvía, en el confesonario, el viejo padre Filiberto Rodríguez, que todos los domingos decía misa en el templo de la Colonia; en vano repetíale que era una santa, que su alma era tan pura como un sueño de poeta... Ella sentía, en su conciencia, invencible horror. A veces, ya despierta, ya dormida, se miraba las manos teñidas en sangre, en sangre humana, y, como lady Macbeth, pensaba que todas las aguas de los mares no podían lavar esa pequeña mano; que todos los perfumes de la Arabia no podían quitarle su acre olor de crimen... El infausto episodio en que ella descargara una pistola y blandiera un puñal, volvía a su mente, como el asediante fantasma del Remordimiento.

"Pero yo he obrado en mi propia defensa, y hasta involuntariamente. Yo no he dado muerte a nadie. ¡Ese hombre se ha muerto a sí mismo! ¡Dios le perdone! ¡Dios le perdone!", se decía a veces, con su recto sentido de patricia. Y una voz interna le objetaba: "¡Caín! ¿Qué has hecho de tu hermano?" Entonces, allá en las soledades del templo, o del boscaje de San Antonio, o de su lecho, se sentía anegada en amarguísimo llanto... Se sentía la última de las criaturas; envidiaba a los desamparados, a las aves, las plantas, y hasta a los verdaderos criminales, que ignoran las agonías del arrepentimiento. En su habitación pasábase las noches en blanco, con las rodillas desgarradas sobre las frías baldosas, enjugándose las lágrimas con los cabellos. Y a la mañana siguiente comprendía, con su sana razón, que esos accesos y excesos de dolor minaban su salud; que el recuerdo tenaz de la muerte de su agresor iba conquistándola, como una monoidea, hasta que cayese en la locura...

¡Y ella conocía la Locura! La había visto pasar, vestida de roñosos andrajos y relumbrantes cascabeles, riendo y vociferando... Por la calle, los pilluelos le arrojaban lodo e inmundicias... "¡No pensaba, la Locura no, antes la Muerte, sí, la Muerte!" Pero entonces, ¿quién cuidaría de las últimas horas de su madre? ¿Quién expiaría su delito, si es que aquello fue delito? ¡Debía regenerarse! ¿Y cómo regenerarse? ¡Cuán injusto era Dios, cuán injusto!

¡Y esta blasfemia interna, provocábale nuevas penas, nuevos rezos, nuevas maceraciones! ¡Ah, debía ser muy fuerte para resistir, como un pino solitario en una cumbre, todos los huracanes del mundo!

El Secreto era una de las formas de su martirio. Hasta ahora, a nadie, salvo al padre Rodríguez en el confesionario, había dicho: "¡Yo he muerto a un hombre!" Su madre misma lo ignoraba, pues habiendo perdido la cabeza en el tumulto de la catástrofe, no llegó a comprender que de quince mazorqueros que asaltaron su casa, sólo catorce salieron vivos. La sangre, el pistoletazo, todo lo creía obra de ellos mismos; y su imaginación, debilitada por la edad y los achaques, no se representaba ya conscientemente los sucesos de que había sido semi-inconsciente testigo. No recordaba nada, ni quería recordar. Y en Buenos Aires era casi seguro que, por miedo a la cólera del Restaurador, los forajidos de la Mazorca habrían disimulado el pequeño drama íntimo, que permanecería así ad aeternum en la oscuridad. Esa oscuridad aterrorizaba a Blanca como una fantástica proyección de su virginal remordimiento. "¡Nadie sabe que yo he manchado mis manos en sangre, yo lo callo, yo lo oculto –decíase, –cuando debiera gritar mi abominación a todos; proclamarla en público, para que, por ese acto de suprema humillación, me perdonase Dios!"

Y en las primeras semanas de este tan inquietante despertar interior de sus recuerdos, hacía fervorosísimos votos por la pronta vuelta de Regis. Débil mujer, buscaba por instinto, en trance mortal, el apoyo de su hombre. A él se lo contaría todo; él la perdonaría; él le explicaría su inocencia absoluta, de la cual no la convencía, con todo su saber y todo su corazón, ni el buen padre Rodríguez. En el augusto aislamiento del matrimonio, la mitad fuerte y sana fortalecería y sanaría la mitad débil y enferma. Ella se lo diría todo, llorando sobre su pecho varonil, buscando el calor de su corazón varonil, como esos insectos tropicales que se agrupan alrededor de la llama para salvar su vida cuando soplan las frías ráfagas del invierno.

Como su espíritu se fuera quebrantando e histerizándose más y más, la asaltó una duda: ¿le perdonaría realmente su esposo haber muerto a un hombre, aunque fuese en defensa de su honor y de su vida? ¡Sí, debía perdonarla! Pero aun en el perdón, ¿no sufriría cierta repugnancia al sentir alrededor de su cuello manos tintas en sangre? Perdonaría, sí; mas ¿seguiría amándola como antes? Este pensamiento, que al principio desechara como inconcebible absurdo, iba tomando en su mente el cuerpo de un monstruo de piedra...

Mucho hizo por desecharlo primero y luego por combatirlo; su ángel guardián sucumbía en aquella perpetua lucha de dragones; cada vez sentíase más aislada, ¡y hasta terminó por convencerse de que ya no podría ser feliz con Regis! "Si me desprecia, moriré impenitente –pensaba.– Si me perdona, le contagiaré mis terrores y lo haré a él también desgraciado... ¿No vale más que me sacrifique y nunca más lo vea?"

¿No valía más hacerse religiosa para expiar el homicidio? Esta nueva idea la fascinaba hasta el punto de que, por un presentimiento loco, se suponía viuda, ¡se creía viuda! "Dios no permitirá que Regis padezca por mí; ha de haber muerto", se decía, soñando con que la paz del claustro aquietara alguna vez su pobre espíritu de mujer fuerte, neurastenizado por infernales pruebas...

En el colmo de esta exaltación paulatina creyó, como algunas místicas de la edad media, que estaba "maldita". Este nuevo concepto iluminó los vaivenes de su espíritu enfermo como una clave mágica: "¡Estoy maldita!"... Por eso derramo la desgracia en torno mío: la sufren Regis, mi madre, los Válcena... ¡No hay duda! ¡Estoy maldita!" Y sentía deseos, en el paroxismo de su nerviosidad, de gritarlo a todos los vientos...

Hasta entonces había sufrido reservadamente sus luchas internas; excepto el padre Rodríguez, todos las ignoraban. Con sobrehumana fuerza de voluntad, para no acongojar más a su madre, fingía melancólica placidez. Cuando la arrebataba un movimiento brusco, corría a orar en el reclinatorio de su habitación; y si el movimiento se traslucía, los presentes se lo explicaban considerando su destino singular. ¡Demasiado resignada se mostraba bajo el peso de tanta desgracia! Sin embargo su madre, el ojo avizor de la madre, enturbiábase en ciertos instantes, angustiado por un presentimiento vago, pero infinitamente doloroso... "¡Cuándo vendrá Regis!" se decía la anciana, esperándolo todo de la vuelta del esposo, el Mesías de paz...

Y una vez, Blanca no pudo contenerse. Era una hermosa tarde de primavera. En su cochecito de mano, misia Mercedes, a la sombra de un amplio sauce llorón, desde el borde de los barrancos, pasando maquinalmente las cuentas de un rosario, contemplaba con sus torpes ojos el magnífico paisaje del río de la Plata... De pronto dejó caer el rosario y exhaló una débil queja, y otra, y otra...

–¿Qué tiene madre? –Me duele...

–¿Qué?

–Me duele... la rodilla...

–¿Qué rodilla?

La anciana, en un arranque de dolor, sin poderío disimular más tiempo, exclamó:

–¡La rodilla que me han cortado y está enterrada en el cementerio de Montevideo!Aquello fue como una abrumadora revelación para Blanca. Ella sabía que su madre se quejaba a veces, aunque ocultamente; pero nunca habría llegado a suponer, en su ignorancia de medicina, que pudiera dolerle el miembro amputado...¿No era satánico sufrir dolores en una parte del cuerpo de la cual se carecía?¿Cómo calmarlos? ¿Dónde colocar entonces los emplastos y cataplasamas?

–¿Y el dolor, madre –preguntó después de una pausa, con inusitada frialdad, –es fuerte, tan fuerte como...antes?

–Sí, ya no te lo puedo ocultar, Blanca; es fuerte, ¡es muy fuerte! –repuso la anciana, vencida por el sufrimiento. –Me ha empezado hace unos días, y aumenta y aumenta...

Los ojos de Blanca giraron en sus órbitas, vidriosos, videntes; su faz se contrajo en una mueca rara, muy rara; extendió los temblorosos brazos; y, perdiendo su lucidez, sin poderse ya refrenar, con un acento en el que vibraba sordamente la locura, exclamó: –¡Soy yo, pobre madre, la causa soy yo! ¡Soy yo, que estoy maldita! ¡Soy yo, que derramo la desgracia, yo, yo! ¡Yo, que he traído la desgracia, a mí misma, a ti, a Regis, a los Válcena, a mi patria, a todos, a todos! ¡Soy yo que estoy maldita! ¿Sabes? ¡Estoy maldita!

Incorporándose en su cochecito y abriendo desmesuradamente sus ojos con cataratas, en un ademán de anonadamiento, la madre exclamó:

–¡Tú, hija mía! ¡Tú, mi buena, mi santa hija, tú maldita! –Y no pudo continuar, porque la voz se le ahogaba, en un grito...

Aquel grito casi afónico de la madre sonó de tal modo en el oído de Blanca que, como despertándola de una visión indefinible, trayéndola a la realidad, la hizo recobrar momentáneamente su lucidez:

–¡Es que soy tan desgraciada, madre mía! –clamó sollozando en el regazo de la inválida...

Y la anciana, que le besaba tan untuosamente los cabellos como si fueran la más sagrada reliquia, repetía, trémula, con los ojos clavados en el cielo:

–¡Tú tan bella, tan niña, tan santa, tú, maldita!

III

Recibió don Valentín Válcena, en Baldelauquen, dos o tres cartas de su amigo don Manuel Vicente Maza, el presidente de la Legislatura de Buenos Aires, quien, consultado al efecto, le aseguraba que había caído en desgracia con Su Excelencia Rosas. Era pues prudente permanecer con su familia en el retiro del campo, como antes le aconsejara el capitán Pantucí.

Largos meses transcurrieron en aquellas vastas soledades de la estancia que Bernardo administraba, sin que nada se supiera de Regis ni de Blanca; y esta ausencia y esta ignorancia hacíanse cada vez menos llevaderas a los cariñosos padres, que un buen día resolvieron trasladarse a la capital...

Empeñáronse Alicia y Silvio en acompañarles: Alicia porque su novio Alberto Riglet no pudiera ir a hacerles la prometida visita, pues ahora servía, obligado por ciertas circunstancias, en los ejércitos de la dictadura, y la joven desesperábase por verle; Silvio, porque su fogosa naturaleza vibraba por entrar en la acción, siquiera por contemplar de cerca el sistema político rosista... No halló inconveniente don Valentín en llevar a Alicia, pero sí a Silvio, de cuyo temperamento temía siempre funestas imprudencias. Mas el mozo abogó tan elocuentemente por su causa, llegando hasta amenazar con que en último caso prescindiría del permiso paterno, que los viejos, aunque embargados de un triste e inquietante presentimiento, accedieron. Bernardo asumiría entonces la jefatura de la familia que, en Baldelauquen, quedaba compuesta de la tía Dámasa, Carlos, Laura, Clarita y Tito, el Benjamín.

Los abrazos de despedida fueron enternecedores, especialmente de parte de doña Mauricia, cuyo pecho se desgarraba con aquella separación. En los últimos momentos quiso ella llevarse también a Tito; pero don Valentín se opuso por que no era cómodo ni juicioso arriesgar al niño en aquel viaje. Ya se verían otra vez pronto, dentro de dos o tres meses, cuando regresasen triunfantes, ¡con Blanca y Regis como trofeos!

Después de un penoso viaje, porque era tiempo de lluvias y la Pampa estaba anegada, cruzaron por fin, en la galera, el puente de Barracas, penetrando en Buenos Aires. Era la hora del crepúsculo y la ciudad dormía en un sueño prematuro. Las casas, cerradas, estaban pintadas de rojo u ostentaban grandes insignias rojas, en demostración de federalismo. Un gran "luto oficial" lo cubría todo con sus crespones: doña Encarnación de Ezcurra, la esposa del Ilustre Restaurador, llamada la "Heroína de la Federación", había muerto. Sus funerales fueron, como los de bizantina princesa, suntuosísimos. Gobernadores, obispos, diplomáticos, todos los funcionarios públicos, el clero, el ejército, la marina, habían tomado parte en una demostración imponente, cuyos voceros fueron los cañones del puerto. Desde los púlpitos aclamóse a la muerta "la más grande mujer de América",que nunca, ni en tiempo de los Incas, presenciara acaso exequias tan solemnes. Decretóse un luto general, ¡y guay del menguado que olvidase el crespón en el sombrero!

Sin embargo, la crónica secreta murmurada al oído contaba que la extinta, ahora tan honrada, había sido una mártir del caracter del tirano... Verdad o mentira, decíase que, habiendo solicitado un confesor en sus últimos momentos, él se lo había negado, so pretexto de que ella poseyera secretos políticos que no se debían revelar a un "fraile". Pero el "fraile", que espiaba la oportunidad en las antesalas, había pedido permiso a Rosas para confesar a la moribunda; el marido contestó, evasivamente, que aun no era tiempo; insistía el sacerdote, negábase Rosas, doña Encarnación se moría...

Y como el "fraile" no cejara en su tentativa, Su Excelencia le preparó una farsa monstruosa... Esperó a que expirase la agonizante, y, cuando estuvo bien muerta, llamó al loco Biguá, al bufón, metiéndole debajo de la mortuoria caina para que, a gatas, arqueando el lomo y sacudiendo así oétilto los elásticos y los colchones, prestase movimientos al cadáver... Entonces se dice que hizo pasar al sacerdote, manifestándole con delicado respeto que "tenía tiempo de confesarla y absolverla, porque aun vivía y se agitaba, tal vez por el remordimiento de algún pecadillo..."

Sentóse el religioso a la cabecera de la cama y quedó solo con la muerta, que de pronto, mientras Rosas espiaba con la peculiar sonrisa de sus delgados labios detrás de una cortina, por hábiles maniobras de Biguá, empezó a moverse, como incorporándose y cayendo y cayendo e incorporándose... El confesor, adivinando esos manejos de un grotesco sublime, oró largamente y salió de la estancia en silencio, aterrorizado, hasta jurarse que jamás volvería a intentar el menor entrometimiento en los asuntos de aquel singular gobernador histrión y demonio. E, instintivamente, en sus crispados labios flotaba la invocación del exorcismo...

¡Mal momento era aquel final del año de 1838 para acercarse a don Juan Manuel pidiendo gracia para Regis, cuya injustísima prisión duraba ya tres años! El tirano estaba inquieto. Sus bélicas cuestiones con Francia se dificultaban más y más; el nuevo plenipotenciario que le enviara ese país, el conde Walewski, era diplomático agudo y presuntuoso; en el congreso francés Thiers llamaba brigand a "Monsieur Rosas"; su escuadra le bloqueaba los puertos... Y, para colmo, los emigrados argentinos en Montevideo le hacían, por la prensa, una guerra sin cuartel; guerra que, bajo el amparo de los buques bloqueadores y los auspicios del gaucho Rivera, un muy ambisiosopardo presidente de le República del Uruguay, podría acaso pronto darle batalla en campo abierto. Además, el presidente Santa Cruz, de Bolivia, audaz indio aymará casi puro, oponíale las resistencias de una nueva guerra internacional... Como si todo esto no bastare, dentro de la Confederación misma amagábanle con franca rebeldía algunos gobernadores provinciales como Berón de Astrada, de Corrientes; Cullen, de Santa Fe; el mismísimo Ibarra, su antes fiel aliado, de Tucumán... ¡Bien crítica era la situación de la Santa Causa! Y Su Excelencia el Restaurador, nervioso y siempre trágicamente irónico, había englobado para el público todas sus inquietudes en la "pena eterna que le causaba la irreparable muerte de la Heroína de la Federación, su ilustre esposa..." Así es que diariamente le llovían las notas de adhesión en forma de pésames, redactadas en el estilo de moda, asiáticamente servil y altisonante.

En todas las ciudades y pueblos efectuábanse, por el alma de la "Heroína", ruidosas exequias que terminaban en banquetes, en cuyos brindis se decían décimas de oportunidad Luego, la amordazada prensa de Buenos Aires publicaba los partes oficiales de los alcaldes, las crónicas, los versos. El sistema terrorista, que daba cohesión a los elementos federales, se expandia ahora en una nota única, larga, monótona, de un fúnebre cómico: la condolencia, que venía a substituir a los plácemes de antes por el fracaso de cualquier fantástico atentado contra la preciosa vida del gobernador, o a las felicitaciones por no menos fantásticas victorias...

Don Valentín y doña Mauricia escribieron también respectivamente sus largas epístolas de condolencia a don Juan Manuel y a Manuelita, en las que se hablaba de las "virtudes casi divinas, y que podríamos llamar divinas, de la augusta finada..." Porque, como ni Su Excelencia ni su hija se dejaban ver en tan terrible trance de inenarrable congoja, sólo por escrito se les rendía homenaje.

Despistado en aquel tumulto del luto federal, Silvio halló, además de su primo Gabriel Villalta, pocos amigos en la ciudad. Julio Pántuci se hallaba en campaña, al mando del general Pacheco; Echeverría, el poeta, se había refugiado en su estancia; Alberdi, el novel sojólogo, disponíase a emigrar a Montevideo... Y lo que más contristaba a Silvio era saber a Alberto Riglet, su íntimo, casi su hermano, sirviendo en las tropas del déspota, si no por convicción, por circunstancias conminatorias, acaso por debilidad de carácter... ¡No lo reconocía en este acto!

Su círculo universitario había fundado una especie de logia política, tal cual Regis la planeara, llamada la Asociación Mayo, donde se estudiaba, se pensaba, se opinaba... hasta que la Mazorca pintó una noche, en las puertas del salón de estudio, varios palos rojos, símbolos que se llamaban "vergas federales". ¡Y bien se sabía que tal símbolo importaba intimidatoria advertencia de próximos crímenes y saqueos, la amenaza de sangrienta mazorcada! Así fue que, bajo la amenaza, la asociación se disolvió, al menos por el momento, desparramándose sus jóvenes miembros, que entonces preparaban un libro llamado el Dogma Socialista donde expondrían las doctrinas liberales de la filosofía romántica de Montesquieu, Diderot, D'Alembert, Rousseau... ¡Sólo en exaltadas cabezas de adolescentes que aun no han aprendido a apreciar la propia vida, podía existir la idea de componer y publicar semejante libro en Buenos Aires, bajo el sistema del Terror!

Como Silvio, también Alicia sufrió un hondo desencanto al no hallar a su prometido en la capital... Y aunque se esforzase en fingir indiferencia ante las exasperantes bromas de su hermano sobre el "apóstata", desconsolábase en secreto.

El general desasosiego de la época pesaba como una lápida sobre la tranquilidad de la casa de los Válcena, en la calle del Empedrado. La atmósfera era asfixiante, caruada de terrores, de súplicas, de fantasmas. Aquellos amplios patios plantados de naranjos, tan alegres antes con la presencia de la larga familia, veíanse ahora solitarios como los claustros de un convento en ruinas. Y la historia de la mazorcada que sufrieran misia Mercedes y Blanca, y su ausencia, venían a colmar la melancolía de aquellas cuatro personas, las dos viejas y las dos jóvenes, cuyos pechos, en el antiguo caserón, se poblaban de ecos y de sombras.

Otra vez Silvio manifestó a su padre su firme intención de ir a Santa Fe a ver a Regis, y hasta insinuó la idea de ayudar a éste a fugarce Montevideo, y otra vez don Valentín opuso una enérgica resistencia, considerando que eso traería nuevas dificultades a la familia... Al fin transigieron, dándose un plazo de tres meses, durante los cuales se intentarían, ante Rosas, los últimos esfuerzos; si éstos fracasaban, Silvio era libre de proceder como quisiere.

Ansioso de ver a Blanca y de socorrerla, si lo necesitaba, don Valentín solicitó un pasaporte para Montevideo, el cual le fue negado, en un decreto en que se hablaba de "prohibir terminantemente la escapatoria a la vecina villa de los inmundos traidores infames unitarios, vendidos al asqueroso oro francés..." ¡La réplica era contundente, y tanto, que don Valentín la ocultó a los suyos, diciendo que retardaba el viaje hasta que hubiese practicado más empeños respecto a Regis! Pero la nueva contrariedad, ¡bien sintómática de su desgracia con la Santa Causa! le dejó aniquilado, consumiéndose en sus preocupaciones; se sentía ya un hombre perdido por prematura senectud... Diríase que sus manos temblaban, cansadas del continuo esfuerzo que hicieran en levantar una invisible lesa de piedra.

Calurosísimo se inició el verano. El 8 de Diciembre a la madrugada, efectuóse la tradicional ceremonia de la inauguración de la temporada balnearia en las extensas playas del río de la Plata: los frailes dominicos bendijeron una vez más las aguas. La única diversión de las familias que quedaban en la ciudad consistía entonces en ir a pasear por la ribera, bajo los sauces y bañarse en la mansísima corriente.

Prohibíase toda u a fiesta por el " luto federal ", ¡y había que guardarlo, vive Dios, so pena de caer bajo la cuchilla de la Mazorca!

Como intentaran infructuosamente varias veces los esposos Válcena entreverse con la familia de Rosas, que se hallaba entonces en las afueras de la ciudad, en la hermosa quinta de Palermo, don Valentín devidióse, por consejo de su amigo Maza, a escribir al Restaurador. Al efecto redactó, con sumo cuidado, dos piezas una carta particular a su compadre don Juan Manuel y una solicitud oficial a Su Excelencia el magistrado. En ambas se sinceraba de ser federal de cuerpo y alma y pedía gracia para Regis, atribuyendo su prisión a error. El estilo era respetuoso, humilde, suplicante; la letra, por el decaimiento físico y la emoción, irregular y débil. Naturalmente, las dos misivas iban encabezadas en la forma de práctica: "Año tantos de la Independencia, tantos de la Libertad, tantos de la Confederación Argentina, el mes, el día. ¡Viva la Federación! Mueran los salvajes inmundos traidores unitarios", etc., acostumbrada retahila de federalísimos denuestos.

Aseguróse don Valentín de que el Restaurador recibiese personalmente sus empeños; los confió a persona fidedigna; y con todo, pasaron varias semanas, dos, tres, cinco, siete, los primeros meses del año 1839, sin que le llegase respuesta...

Exaltada doña Mauricia en vista de la inutilidad de esta tentativa, resolvióse a ir ella misma en persona a atacar a la fiera en su guarida; y una tarde, así lo hizo. Modestamente vestida se dirigió a Palermo y penetró en la quinta hasta el despacho de Su Excelencia; los guardias la dejaron pasar creyéndola una proveedora cualquiera de la casa... Y sorprendió al Restaurador, que conversaba con su edecán Corvalán y con un italiano, el señor De Angelis. Los tres suspendieron la charla al verla, de improviso, tan demudada y vacilante.

–¿Qué desea la señora? –preguntó el coronel Corvalán, no reconociéndola o fingiendo no reconocerla.

–Hablar al señor gobernador –respondió con segura voz la matrona.

–Aquí estoy a sus órdenes –interrumpió Rosas con entonación cortante mirada iracunda y fría sonrisa.

De Angelis se despidió y se fue; el mismo Corvalán pasó a otra habitación... Quedaron frente a frente, el verdugo de Regis y su madre.

–Puede sentárse, señora.

–Estoy bien así, gracias, don Juan Manuel... –Y sin poderse contener estalló: –Vengo a suplicarle, a suplicarle de rodillas, señor...

–Pero ante todo, ¿quién es usted? –interrumpió Rosas, que bien la conocía, frunciendo el entrecejo.

–La señora de Válcena, la madre de Regis Válcena... –Siéntese entonces, mi comadre –insistió Rosas con correcta amabilidad

–Perdone que no la hubiese reconocido. ¿Y qué es lo que la trae por aquí?

–¡Mi hijo!

–Sí... He sabido que don Valentín ha estado varias veces a verme; pero estoy tan ocupado con los asuntos públicos... ¡Y tan triste por la muerte de mi pobre esposa!

Aquí, el Restaurador esperó las ruidosas protestas de condolencia que estaba acostumbrado a recibir; pero doña Mauricia, siempre de pie, limitése a murmurar:

–Yo la quería mucho. ¡Pobre Encarnación! –y después de una breve pausa prosiguió: –Ella me había prometido también interceder por Regis, que es un buen federal, y hace ya más de tres años que está preso en Santa Fe por una equivocación, señor, ¡por equivocación!

–¡Hum! No recuerdo bien...

–¡Recuerde, recuerde Su Excelencia! –gimió la desolada mujer –Francisco de Regis Válcena, hijo de don Valentín Válcena, mi hijo, que es un buen mozo, sin vicios, sin defectos, absolutamente adicto al señor gobernador!

–¿Y qué quiere usted de mí, señora? –preguntó Rosas recalcando las sílabas con mal disimulada impaciencia, casi con dureza.

–¡Que le perdone, por la Virgen Santísima, por la memoria de Encarnación, a quien Dios salve, que lo perdone!

¡Nefasto día era aquel para pedir una gracia! El dictador acababa de recibir las más alarmantes noticias: el general Lavalle, prestigioso jefe unitario, preparaba un ejército en Montevideo para invadir la república; en el Sur se hablaba vagamente de una revuelta próxima a estallar; y en la misma capital, alguien le había insinuado la existencia de una conjuración secreta, la que se sospechaba fuera organizada por los jóvenes del círculo social de Regis... Precisamente hacía unos minutos que el gobernador conversaba sobre tan ingratos temas con De Angelis y Corvalán...

–¡Por ahora, señora –repuso duramente,– nada puedo hacer!

Y al escucharla, la impaciencia de Rosas, que no estaba para tales temas, crecía y crecía hasta troearse en súbito odio contra la importuna...

Mientras sonreían sus labios, envolvíala en una glacial mirada de ira, meditando acaso en su fuero interno el medio de deshacerse pronto de tan incómoda visita...

Meditando algo más... Como todo neurótico, era violentamente expansivo; su temperamento necesitaba proyectar sobre sus circunstantes las siempre exageradas impresiones íntimas, especialmente las dolorosas. Cuando sufría, tenía que hacer sufrir. Y en aquel momento crítico en que su poder amenazaba caer como una fruta podrida, en que su imperioso corazón sangraba horriblemente humillado, en que su espíritu hambriento de desquite abría en silencio sus venenosas fauces de serpiente... ¿Para tragar a quién? ¿En quién podía satisfacer su callada y epiléptica cólera?

Respetaba a De Angelis, Corvalán era demasiado innocuo, de sus locos esta aburrido... Y he aquí que en tal momento le deparaba la suerte, personificándose en augusta matrona, espléndida ocasión de desahogarse con un atropello tan grande como su impaciencia; espléndida ocasión de volearen el ancho receptáculo de esa otra alma de madre, toda la amargura que rebosaba en su alma de déspota... Era el instinto de su propia tranquilidad lo que le impulsaba a buscarse un alivio a costa de cualquiera, así como los movimientos reflejos del que se ahoga pugnan por ahogar a quien le socorre.

Y no tardó su fecunda inventiva en sugerirle la forma en que, con el dolor y la humillación ajenos, se desquitaría de la humillación y dolor propios... Apenas concebida no sé qué diabólica idea, habló así a doña Mauricia, muy comedido, casi triste, sin que le denunciase la más vaga sonrisa, escondiendo las aceradas garras en la sedosísima piel de su pesuña de felino:

–¿Dice usted que su hijo es un buen federal?

–¡Lo juro por Dios!

–Pues entonces, levántese, señora, y sométase a una prueba terminante; si Dios le ayuda, su hijo será inocente y merece perdón; si no, su hijo es culpable y quedará preso.

Sintió doña Mauricia transfigurársele el rostro; una esperanza secreta iluminaba su alma como un rayo de luz divina... ¡Dios no podía, si era justo, desoirla! Púsose de pie, con una plegaria en los labios, y dijo:

–Sea la voluntad de Dios.

Muy formal, Rosas llamó entonces a don Eusebio de la Santa Federación... Su rostro también se transfiguró, iluminándose recién con una sonrisa; con la triunfal sonrisa del histérico que, oprimido en angustioso día de lucha, siente al fin llegada la oportunidad de distender sus nervios...

En efecto, bajando la voz, dio a su loco, cuando acudió al llamamiento, una orden misteriosa, y éste, cumpliéndola, aunque no sin refunfuñar... ¡se puso en cuatro pies!

–Señora –dijo entonces solemnemente Rosas a la dama, entregándole un rebenque que estaba sobre la mesa, –esta es la prueba que le depara el Cielo. Monte usted a caballo en don Eusebio. Si don Eusebio no la voltea, indultaré a su hijo; si usted cae, Regis continuará en Santa Fe...

Sin comprender bien, con ojos espantados, la mirada de la matrona pasaba del déspota al histrión, que a gatas la esperaba, relinchando como un potro, y coceando y piafando... Tomó ella maquinalmente el rebenque y, conteniendo su sangre de ricahembra que la impulsaba a cruzar con él el rostro de su verdugo, lo arrojó y exclamó entre dientes:

–¡Es usted un cobarde!

Rosas, siempre, tan exigente y soberbio, sonrió ante aquel mortal insulto y adelantóse a detener en la puerta la matrona, que se retiraba, digna y pálida:

–No, señora, no es para tanto –le dijo, con suave, muy suave insinuación –No hay de qué enfadarse... Es una ocurrencia que Dios me ha inspirado... ¡Fíjese usted bien en lo que hace! Si usted se niega a esta prueba, yo debo creer que Regis sea aun más culpable de lo que lo suponía y lo mandaré fusilar. Sí, doña Mauricio –agrego cada vez más melifluo, –Me veré en la triste necesidad de hacerlo fusilar... ¡Pero Dios no lo puede querer! En cambio, si usted sale bien, lo quero, lo indulto... Y si cae, lo dejamos como está... ¡Fíjese bien en lo que hace! Por su orgullo usted perderá a su hijo, y luego se arrepentirá... Usted se arrepentirá de su orgullo, señora mía, ¡y ya será tarde, muy tarde!

Aquí se detuvo un momento, como para dejar que sus palabras, pronunciadas zalameramente con una voz acariciante que rarísimas veces usaba, produjesen todo su efecto; y, entrecerrando la puerta, prosiguió, siempre muy respetuoso:

–Y usted nada perderá, doña Mauricia, con someterse a la prueba... ¿Acaso le exijo yo algo que rebaje su honor? ¡Y le juro, le juro por la salvación de mi venerada esposa, que cumpliré mi palabra! Soy un caballero, aunque no siempre lo parezca –añadió con una melancolía que sentaba admirablemente a su belleza varonil. –¡Soy más caballero de lo que usted supone, y por sangre y por sentimientos! Sólo la política, esta endiablada política, me hace a veces aparecer como un mal hombre; pero, ¡nunca como un villano, señora, nunca!

Mareada por éste flujo de palabras, doña Mauricia se acercó instintivamente al loco, como para montarle; mientras éste cansado de la incómoda posición en que le colocara su amo, habíase enderezado, de rodillas... Al verle así, el Restaurador le arrojó otra vez sobre sus manos, de un tacazo tan violento, que la matrona, nuevamente sublevada en su dignidad de patricia, repitió su ademán de retirarse, de huir, enferma de asco...

Pero Rosas, deteniéndola como antes en el umbral de la puerta, díjole, con entonación triste, pero esta vez también amenazante:

–¡Usted juega con la cabeza de su hijo, señora! –agregando luego con su voz más aterciopelada: –¡Un esfuerzo, doña Mauricia, y acaso Dios la ayude! Nadie la verá; nadie lo sabrá –y cerró las puertas, y los postigos, para que no les vieran desde el patio. –¡Hágalo por su hijo, se lo ruego, aquí en secreto, entre cuatro paredes que no ven ni oyen!

Como inspirada por una resolución repentina, preguntó doña Mauricia:

–¿Jura usted por la salvación del alma de su esposa cumplir su palabra?

–¡Lo juro!

Y después de una pausa, abriendo violentamente todas las puertas, no dijo sino gritó la matrona, con energía de guerrera:

–¡Pues no a obscuras y solos, sino a la luz del sol, ante los ojos de los hombres como ante los de Dios, quiero someterme a su prueba, y demostrar, no sólo la inocencia de mi pobre hijo, sino que Juan Manuel Rosas, hijo de don León Ortiz de Rozas y de doña Agustina López de Osornio, es un canalla!

Y sin más, a la vista de algunos personajes que estaban en la inmediata galería esperando al gobernador, se enhorquilló en la arqueada espalda del bufón, que, bajo la mole de aquella gruesa dama, comenzó a correr en cuatro pies, a relinchar, a corcovear como epiléptico centauro...

De una habitación inmediata, el "Padre Biguá", el otro bufón, que había olfateado la escena, observábala por entre el cortinaje de la puerta abierta, con creciente interés, todo ojos, todo oídos... Sin quererlo ni saberlo, en atención delirante, arqueaba él también el espinazo imitando las salvajes sacudidas de su compinche... Tanta gracia le causaba el cuadro que, conteniendo la respiración y saltándosele las pupilas, apretábase el vientre, según su costumbre, como para no reventar de risa... Y se acercaba, y se acercaba, agitándose y riéndose, hasta olvidar sus temores y la presencia del mismo Rosas, hasta transponer el cortinaje y entrar en el aposento, tendiendo al bellaco don Eusebio sus dilatadas narices... Diríase que iba ya a olerlo, o acaso a metérselo entre las jadeantes mandíbulas, como un mono gris en las fauces de una serpiente india, magnetizado por las convulsiones de su danza del hambre...

En tanto, el bellaco humano bufaba y sudaba bajo el enorme peso... La escena duró todavía algunos instantes, porque la valerosa madre, abrazada a su cuello, apretando las cansadas rodillas, desplegaba un heroico vigor en mantenerse firme sobre el potro de ignominia...

Temiendo don Eusebio que si no volteaba a su jinete le castigase su amo con algún suplicio de su inventiva, hizo un gran esfuerzo, dio un berrinche estridente, y de un violento salto arrojó, en efecto, a la señora, cuya cabeza, al caer, chocó contra la esquina de un mueble, ensangrentándose sus canas...

Apenas se produjo el golpe, Biguá, despertando de su fascinación, tomóse las nalgas con ambas manos, como si ya sintiera en ellas la bota del amo; y, antes de que su colega se pusiera de pie y le notase, huyó veloz, desesperada, locamente...

Enderezándose don Eusebio, miró a todos lados con sus atónitos ojos de imbécil, sin ver a nadie, pues el mismo Rosas había desaparecido como por encanto... Y cuando fijó su vista en la gruesa matrona que yacía casi sin sentido, con la cabeza enrojecida por una herida traumática, irrumpió en una serie de soeces risotadas...

Presentóse un asistente, muy correcto, que levantó a doña Mauricia y la invitó respetuosamente a que se retirase, en vista de que la prueba había fracasado... Cubriéndose el rostro con las manos, la dama salió, sin ver que los hombres que del corredor habían contemplado la escena, oficiales y diplomáticos, haciendo contraste a las crecientes risotadas del bufón, lloraban de vergüenza.

En tanto, Biguá, que había atravesado el parque en su disparatada carrera, penetraba en el bosque de sauces llorones de la ribera y se detenía en un claro tapizado de injuriosa maleza. Allí miró para todos lados, sin ver a nadie... Una bandada de cuervos que se levantó graznando, sacudióle el cuerpo en un violento escalofrío, que le mantuvo algún rato suspenso... Luego, cuando quedó seguro de que nadie le espiaba en aquellas melancólicas soledades, púsose en cuatro pies, y, remedando precisamente a don Eusebio, relinchó, coceó, piafó, corrió corcoveó sin parar, hasta que, rendido de fatiga, cayó de boca, quedándose dormido...

Por su parte, el compañero don Eusebio, que calzara espuelas y blandía un enorme rebenque, buscábale desolado por toda la casa, para jinetearlo a su vez; y, como no le encontrase, exclamó entre dientes, jurando obscenamente:

–Esta vez te escapaste, maula; pero no te escaparás otra, no...

Y era tanto su furor que, gimiendo de cólera, acabó por acurrucarse en un rincón, con aire de bestia herida...

IV

Llegado era el momento de intentar el último recurso por la libertad de Regis; de facilitarle la fuga, para que, huyendo a la Banda Oriental del Uruguay, se reuniese allí a su esposa, cuya desolación bien se presumía... Y Silvio, autor del proyecto, decidió su realización.

Pero una serie de entorpecimientos le detenía, especialmente la precaria salud de sus padres. Ambos, debilitados por tantos sinsabores, sentían decaer diariamente sus fuerzas, a punto de que, a fines de 1838, no habían conseguido trasladarse aún a Baldelauquen, donde se hallaban Bernardo y el resto de la familia... Con ejemplar abnegación atendíalos Alicia, un tanto consolada porque su novio, Alberto Riglet, les visitaba ahora, cuando se lo permitía el servicio militar.

Sólo a principios del siguiente año, 1839, hallándose algo repuestos los viejos, determinóse Silvio a trasladarse, disfrazado de gaucho, a Santa Fe, para operar allí como fuere conveniente; y así lo hizo, juntándose en el Rosario a un grupo de cuatro isleños casi salvajes, quienes le prometieron ayudarle en sus planes, que, cauteloso, sólo les comunicó a medias.

Dándose maña, supo que Regis estaba aún preso en la Aduana. El gobernador de Santa Fe, don Estanislao López, había muerto, poco después de la humillación que sufriera en su última visita a Rosas. Para sucederle interinamente fue electo por la legislatura provincial don Domingo Cullen, un español de Canarias inmigrado, que por varios años desempeñara la secretaría general de la gobernación... No siendo este personaje simpático al Restaurador, los federales santafecinos le opusieron como candidato, para las elecciones definitivas, a un hermano natural del finado don Estanislao López, don Juan Pablo López, a quien llamaban, por su feo rostro picado de viruela, "Mascarilla". Ocupado en luchar contra Mascarilla, olvidó sin duda Cullen, que no comulgaba con Rosas, dar libertad a Regis.

En circunstancias de que los caudillos Cullen y Mascarilla se ponían en campaña con sus guerrilleros gauchos, una obscura noche de invierno, Silvio desembarcó sigilosamente en Santa Fe. Acompañábanle los cuatro isleños, adictos merced a una buena paga. Dejó dos en la lancha, disimulada en la maleza, y bajó a tierra con los otros dos. Todo estaba desierto, en un silencio de cementerio... Ocultándose atravesaron el puerto, descalzos para no hacer ruido, y llegaron hasta la Aduana sin que nadie les notase, salvo algún perro indiscreto, al que "despacharon" los isleños, de un diestro dagazo en la carótida...

En la puerta del edificio, casualmente, por ausencia de otros soldados, velaba el cabo Ferragut, el de funesta pupila, con su único ojo de cancerbero, vidrioso y sanguinolento... Dormido de pie en su casilla, y antes de que hubiese podido defenderse o dar la voz de alarma, sujetóle Silvio vigorosamente del cuello, arrojóle al suelo, estampóle una rodilla en el estómago, y púsole de punta, sobre el corazón, amenazador puñal, intimándole:

–¡Si no me entregas inmediatamente la llave del calabozo de Válcena, te mato!

–No la tengo... –replicó despabilándose atónito el chinote.

–¡Sí! ¡Sé que tú eres el cabo Ferragut, y las tienes! Entrégala inmediatamente o te clavo el cuchillo.

–Pero, si usted me tiene las manos... ¡nada puedo entregarle! –replicó vencido el centinela, después de un momento de reflexión.

A una señal de Silvio le registraron los isleños, sacándole del cinto un manojo de llaves.

–Ahora me dirás cuál es la de la prisión de Válcena...

–Si lo digo, me fusilarán...

–Y si no lo dices, te degüello...

Ferragut indicó una llave, tal vez al acaso...

De todos modos Silvio se conocía por descripciones, de memoria, aquel heterogéneo edificio, aquella aduana, cuartel, cárcel, supliciario y casa de gobierno. Ordenó pues a sus ayudantes que trincaran, amordazaran y vigilasen al cabo mientras él iba hacia el interior, con una linterna, en busca del prisionero. Fácilmente reconoció la celda. Quitó las barras de hierro que atrancaban la puerta; descorrió el cerrojo de un candado monstruo, e inmensamente conmovido, entró: –¡Regis!

El preso, que dormía, incorporóse sobresaltado en su lecho, pasándose la mano por la frente, como para distraer una ilusión inoportuna...

–Regis, soy Silvio y te traigo la libertad –añadió, siempre a media voz, el animoso joven, echando los brazos al cuello de su hermano.

Como tocado de un resorte, Regis, comprendiendo, púsose de pie...

–Vamos, no hay tiempo que perder, porque nos sorprenderían. ¡Vamos!

El preso señaló sus grillos, con dolorosa mirada... Sacando de sus faltriqueras una lima, Silvio los rozó hasta romperlos con nerviosa rapidez. ¡Y había algo de intensamente dramático en el premioso silencio de aquellos dos hermanos tan ávidos de hablarse!

–Ya está, vamos –repitió terminantemente Silvio, ayudando a vestirse al prisionero.

–¡Vamos!

Así, después de casi cuatro años de encierro, abandonó Regis ¡para siempre! su cárcel, sin lanzarle ni una última mirada de despedida. Sólo guardó en un bolsillo un trozo de sus hierros, diciéndose tal vez que ese sería el talismán para su premeditado desquite...

En la puerta vieron a Ferragut, trincado...

Por toda despedida, hallándole ahora demasiado miserable para imponerle su castigo, Regis le lanzó una mirada de desprecio...

–¿Este es –preguntóle Silvio– el infame que te vigilaba, según me han contado el padre Amenábar y papá?

–Sí, es –contestó Regis, adivinando una secreta intención de su hermano, –pero déjalo tranquilo. No merece nuestra atención, que debemos llevar a más altas miras... ¡Sigamos!

–Un momento –objetó firme Silvio, y sacando su daga cortó rápidamente ambas orejas al repelente chino, diciéndole irónico: –¡Para que lleves un recuerdo mío hasta la muerte!

Al sentirse desorejar, intentó el Mono-tuerto un bramido formidable; hizo desesperados esfuerzos para desasirse de sus cuerdas, sin conseguirlo; y a las risas de los isleños que con los Válcena se alejaban, balbució entre blasfemias e injurias, llenando de espumarajos sus gruesos labios, mortales amenazas... Y en el suelo, las orejas cortadas parecían dos gusanos carnosos y parduzcos que, manando rojiza baba, se enroscaban y contraían, como encolerizados.

Tan débil estaba Regis por su larga reclusión y engrillamiento, que hubo casi que arrastrarle hasta la lancha que les esperaba fondeada en la ribera...

Una vez embarcados y libres comunicóle Silvio, en una larga expansión fraternal, todas las novedades. Blanca se hallaba en la Banda Oriental y sus padres estarían ya en la estancia del Sur, Baldelauquen, donde Castelli, Rico y otros patriotas preparaban una gran campaña contra el dictador; lo sabía de buena fuente y comunicábaselo con el sigilo del caso. Hablaba inflamado de vivo ardor bélico; tenía fe en el triunfo de la revolución próxima a estallar...

–He pensado mucho sobre lo que te conviene hacer, Regis –terminó.– Puedes tomar uno de estos dos partidos: o escapar al Uruguay y juntarte a Blanca, que se halla allí con su madre, o cruzar la Pampa hasta Baldelauquen, donde hallarás a mamá, a papá y a toda la familia...

–¿No me decías que dejaste a mamá, a papá y a Alicia en Buenos Aires?

–Sí, pero cuando yo partía para acá, ellos se disponían a trasladarse a la estancia, donde tal vez te esperan.

–¡Ellos... y la Revolución! –agregó pensativo Regis.

–Y de Blanca ¿qué más sabes?

–Poco; que se hallan bien, ella y su madre, emigradas en Montevideo, como te dije –repuso Silvio, en el deseo de tranquilizar a su hermano, y aunque en realidad nada sabía por la interrupción de comunicaciones.

–¿Por qué han emigrado? –Por huir a la Mazorca... y por juntarse con don Juan Pedro Castellanos, el tío que, como sabes, es un segundo padre para Blanca.

–¡Por huir de la Mazorca! ¿Cómo, por huir de la Mazorca? Aunque titubeante y disimulando la crueldad del episodio, narróle Silvio que la terrible banda, cuando ellos estaban en Baldelauquen, había asaltado una noche la casa de misia Mercedes, buscando porcelana y cortinas celestes y correspondencia unitaria...

–Pero ahora se hallan a salvo, por suerte –agregó. –No así nuestros pobres padres, Regis.

–¿Qué tienen? –preguntó Regis, con sombría efervescencia.

Silvio, mientras la lancha bajaba plácidamente el Paraná, haciendo zig-zags entre las islas, negras como tumbas, contó, con reconcentradísima ira, cuanto sabía de los trabajos infructuosos que realizaran los padres por la libertad del preso; sus angustias, sus humillaciones, y hasta lo que ocurriera en Palermo a doña Mauricia, que sabía por boca de extraños, y de cuyas resultas tan enferma estaba...

–¿Y tú –preguntó Regis con voz ronca y ojos cuajados de lágrimas, –no has clavado aún un puñal en el pecho de ése?

–¡No! ¡Aun no ha llegado el momento! –respondió exaltado Silvio. –¡Pero ya se acerca, ya se acerca!

–¿Dónde?

–¡En la revolución del Sur, en la que Bernardo, Carlos, Gabriel, yo, todos colaboraremos! Menos Alberto, que por intimación de su padre sirve en los ejércitos de Oribe... ¿Y tú, qué harás tú? ¡Tu madre, por ti hoy acaso agonizante, nos espera allá, y tu madre patria, que también agoniza, Regis, que agoniza! –Y con indisimulable ansiedad preguntó: –¿Qué harás, pues?

Regis sacudió la cabeza, como rechazando un sueño carísimo, la extemporánea visión de Blanca, y, llevándose la mano al pecho, solemnemente repuso:

–He jurado, Silvio, vengarme del tirano; y hoy, ante ti, ante Dios, ¡juro otra vez, y por la felicidad de Blanca, mi esposa, que no pararé hasta cumplir mi venganza!

En silencio, ambos se estrecharon la mano, como sellando un pacto... ¡Se entendían!

Y por indicación de Silvio refugiáronse en una isla del delta del Parana, esperando que se disipara la tormenta de la guerra civil santafecina, para dirigirse después, en días de tregua, a Luján. De allí partiría Regis para Baldelauquen, cruzando las pampas con un baquiano que tenía apalabrado Silvio, mientras éste iba a Buenos Aires a comunicar a los conjurados de la capital con los revolucionarios del Sur, a quienes se incorporaría. Porque, iniciado en los secretos del coronel Juan Ramón Maza, esperaba que simultáneamente estallaran, de un día a otro, tres movimientos: la conjuración de Buenos Aires, encabezada por el joven coronel; la marcha del general Lavalle, con un "Ejército Libertador", de Montevideo sobre Buenos Aires; y la revolución del Sur, a la que pertenecía en cuerpo y alma... ¡No podía quedar la menor duda: Rosas, centro de tantas oposiciones, caería como ídolo de barro!

Alojados en una pobrísima choza de pescadores, de estilo lacustre, Regis y Silvio aguardaban la ocasión favorable de desembarcar en la ribera... Llegáronles allá algunas noticias. Mascarilla había vencido a Cullen en Cayastá. Cullen buscaba un refugio en Tucumán, donde pidió asilo al Gobernador Ibarra. Ibarra, dominado por el terror rosista, le entregó a Rosas. Rosas lo había hecho degollar en el Arroyo del Medio. ¡La provincia estaba pacificada! Y, por consiguiente, los dos Válcena hiciéronse transportar a Luján, desde donde Regis partió con el baquiano directamente a Baldelauquen, y Silvió a Buenos Aires, montados ambos en excelentes caballos.

Al despedirse, como angustiado por obscuro presentimiento Silvio murmuró a su hermano: –Si muero, di a mamá, a papá, a todos, que he muerto pensando en ellos. ¡Viva la Patria! ¡Adiós!

Cinco días después de la decapitación de Cullen entró Silvio en Buenos Aires, a prima noche. Apresurado, dirigiose a su casa,

dejando el caballo en una cuadra vecina al cuartel del Retiro. Y al pasar por la casa de la Sala de Representantes, notó un movimiento anormal... Preguntó qué había a don Pedro de Angelis, con quien tropezara...

–¡Váyase pronto a su casa, joven Válcena –repuso el amable extranjero, –que acaban de asesinar al doctor don Manuel Vicente Maza!

¿Quienes? ¡No había que preguntarlo! ¿Quienes podían ser sino los esbirros del tirano? Y Silvio sintió que la sangre le latía en el pecho como las olas de un mar agitado... ¿Habríase descubierto la conjuración, y por castigar al hijo se asesinaba al padre? Sobre la sangre del gobernador interino de Santa Fe, inmediatamente caía la del Presidente de la Sala de Representantes y del Supremo Tribunal, el juez adhoc de los Reinafé, ¡el que fuera el hombre de consejo del dictador y el hombre decorativo de la dictadura!

Unos minutos antes, habíase él hallado escribiendo en su despacho oficial. La mesa en que escribía daba frente a la puerta que comunicaba con el zaguán. Dos hombres embozados entraron; y mientras el uno le asía por los cabellos, acribillábale el otro a puñaladas... ¡Ahí estaba, caído de su silla, muerto, con su blanca cabeza en un charco de sangre! Y al oído se susurraba que los asesinos eran un tal Gaetán y un tal Moreira, del Cuerpo de Serenos, sucursal de la Mazorca.

Silvio corrió a su casa, donde halló solo a su padre, con la servidumbre... Acababa la cena, y al verle entrar tan demudado saltó de la silla:

–¿Qué ha pasado a Regis?

–¡Regis vive, padre! ¡Está bueno y salvo! Ahora se dirige, disfrazado de tropero, con buenos caballos, a la estancia... ¿Y mamá? ¿Y Alicia?

–En la estancia... Pero tú, ¿qué tienes? ¿De dónde llegas? ¿Qué has visto? ¡Serénate! Bebe una copa de vino.

–No... nada... ¡Padre! ¡Acaban de asesinar a don Manuel Vicente Maza! –exclamó el joven, con una mueca extraña, dejándose caer sobre un sofá.

–¡No es posible! ¡Te han informado mal! ¿Quiénes lo han asesinado?

–Los verdugos de Rosas, por orden de Rosas.

–¡No es posible! ¡Maza asesinado! ¡No, no, no es posible!

–¡Lo he visto! Y luego, sin transición, violentamente, exasperado, con una exasperación dominante, casi insolente, casi amenazador, el joven increpó a su padre:

–¿Y por qué no te has ido tú también con mamá y Alicia? ¿Qué piensas hacer aquí? ¿Por qué no te vas ahora mismo, mañana mismo?

–¿Qué? ¿Te estorbo? –replicó el anciano con irónica dignidad.

–No, padre, pero tú aquí corres peligro –repuso el joven, misterioso.

–¿Peligro?

–¡Sí! –¿Hay... revolución?

Silvio cerró las puertas y manifestó en secreto a su padre que creía que Juan Ramón Maza preparaba una conjuración...

–¿Por eso crees que han asesinado a su padre? –preguntó el anciano, añadiendo, solemne: –Mira, hijo, nunca fui un cobarde en mi juventud, y no quiero serlo ahora cuando debo daros ejemplo... ¡Si estás comprometido en la conjuración, vete, cumple con tu deber de ciudadano, que yo, tu padre, como viví sabré morir!

Enternecido, comunicóle Silvio lo que sabía respecto a la conjuración proyectada, a la marcha de Lavalle y a la revolución del Sur, añadiendo que él se había comprometido con Castelli, Rico y demás...

–Ve entonces allá, hijo, que yo me quedo.

–Pero tú, ¿por qué te quedas?

–Eso se lo dirás a Regis. Me quedo para socorrer a Blanca, que, según mis últimas noticias, tal vez se está hoy muriendo en Montevideo, de miseria, de hambre...

–¿Y su tío?

–Está en Europa. Las dos mujeres se hallaban abandonadas, con la chicuela Corina... No me verán por la estancia hasta que haya conseguido ayudarlas, o yéndome oculto o enviando un emisario.

–Pero eso es una empresa difícil... ¡Déjamela a mí!

–Tú estás comprometido con la gente del Sur, y yo, que ya estoy viejo y no puedo ya pelear, iré a socorrer a las mujeres! Pero dime, dime por Dios, ¿qué es eso de Maza?

Y así pasaron la noche don Valentín y Silvio, comentando los sucesos, y especialmente la evasión de Regis... Al día siguiente, después de un breve descanso, tuvieron nuevas noticias, ¡pero no muy alentadoras!

Verdad era que, con ayuda de muchos descontentos, el joven coronel Juan Ramón Maza había tramado una conjuración; conjuración que, por denuncias de un traidor, de un espía rosista, fuera descubierta. En seguida, Rosas hacía aprehender al militar rebelde... Momentos más tarde se asesinaba a su padre, aunque éste fuera a todas luces extraño al abortado movimiento... Y cuando alboreaba el día, fusilábase también al hijo, sin forma de proceso, en el patio del cuartel a donde antes se le transportara. Y cargáronse luego, a la madrugada, en un carro de basura, ambos cadáveres, que fueron arrojados a la fosa común del cementerio de los miserables, que devora hasta los nombres de los que en ella caen... Parecía terrorífico cuento. ¡Los dos más caballerescos federales, el gallardo coronelito de los mostachos negros y el venerable consejero de los cabellos blancos! Para los Válcena, que tanto conocían y apreciaban a uno y otro, su muerte era un positivo luto, ¡una partícula más del inmenso luto que envolvía en tinieblas sus corazones de patriotas!

Varios días transcurrieron, de mortal inquietud para don Valentín y Silvio, en el temor de que éste fuera sospechado como partícipe en la conjuración, o bien como cómplice en la fuga de Regis. Sin embargo, no hubo novedad, hasta que, dejando ya más tranquilo a su padre, quien no abandonaba su idea de comunicarse con Blanca, partió Silvio para Baldelaunquen, una madrugada, solo y bien montado. Iba a alcanzar, más adelante, la galera que hacía de posta.

A los primeros pasos, hubo de volverse. Sentíase oprimido por opresora ansiedad. Dos o tres veces tendió el oído y, notando que pasaba inadvertido en las calles aun desiertas, apretó los flancos de su caballo, apresurando el galope, con el corazón en la boca. Tenía que vencer, acaso por primera vez de su vida, sin saber por qué, una inexplicable cobardía instintiva... Al salir de la villa, cruzando el puente de Barracas, se dio cuenta por último de que galopaba hacia él una partida de policía, con sus amplios ponchos rojos flameantes en el aire como alas de sangre... Silvio, dudoso, afectó tranquilidad, esperando que pasaran de largo... Mas no fue así... De lejos los policiales, que le vigilaban desde algunos días, gritáronle:

–¡Alto, en nombre del Restaurador!

Instintivamente, el valeroso joven, viéndose acosado por cinco buenos jinetes, sacó del cinto una pistola y se detuvo:

–¡Al que, me toque lo mato!

Soy un buen federal que marcho a mi estancia... ¡Déjenme seguir!

Viendo que el pelotón avanzaba, ciego de ira descargó su pistola sobre el que parecía su jefe; y, sin mirar si acertara el tiro, emprendió la fuga, a uña de caballo... Como el pistoletazo no diese en el blanco, traspasando simplemente el poncho del policial, sus alas de sangre, los cinco esbirros, como lebreles detrás de un ciervo, iniciaron, a través de la Pampa verde, extendida y solitaria, una persecución desenfrenada... Tenían orden de prender al fugitivo, y de prenderle vivo o muerto, como eran tácitamente todas las órdenes de detención en aquellos tiempos.

Por ligera que fuera la cabalgadura de Silvio, no le iban en zaga las de sus perseguidores. Aquellos corceles de las llanuras, acostumbrados desde muchas generaciones salvajes a recorrer el desierto ilimitado, poseían incalculable resistencia... Y la carrera duraba extensas millas, sin que los lebreles rosistas recuperasen la ventaja que les ganara Silvio en el arranque... El caballo de uno de los polizontes rodó; quedaron cuatro siempre a la misma distancia del que huía... Silvio vadeó un arroyuelo; vadeáronlo también los rojos emponchados... De pronto uno de éstos empezó a "castigar" y a ganar terreno... Sacó unas "boleadoras" de la montura; enarbolólas, hízolas silbar en el aire con diestrísimo pulso: y partieron... El caballo de Silvio, boleado en las dos patas de atrás, cayó pesadamente, rompiéndose las delanteras y exhalando un relincho de dolor casi humano; el jinete saltó por las orejas del animal, cayó de frente contra el suelo, y quedó allí tendido, sin conocimiento.

Con un gesto de júbilo, los polizontes, cual bandada de hambrientos buitres, rodeáronle, le desarmaron, le ataron y le cargaron sobre el más robusto de sus "píngos", transportáronlo así al Cuartel de Serenos, que debía servirle de cárcel.

Instruyósele allí un sumario secreto, porque se había hallado su nombre en una lista de los conjurados y porque Rosas, sabedor de la evasión de Regis, temía fuera su cómplice... El joven defendióse como pudo de la primera imputación; y en cuanto a la segunda, después de algunas hábiles tretas de sus jueces y carceleros, declaró que era verdad, que había coadyuvado a la fuga de su hermano...

Y como se le preguntase donde se hallaba éste, deseando despistar a sus verdugos repuso que Regis, perseguido por la policía federal del Rosario, se arrojó al río con intención de pasar nadando a la vecina orilla, pero que, según le habían contado, faltáronle las fuerzas y se ahogó. Con esta mentira quería evitar persecuciones a su hermano, y acaso algunas mazorcadas a su familia... No hallándosele interés egoísta en esta declaración, puesto que ya había confesado su culpabilidad, le creyeron. Pero, como quedaban dudas sobre lo demás, el proceso, de carácter político–militar, siguió adelante, siempre secreto.

Mientras se substanciaba, entre otros espectáculos sangrientos, Silvio, desde su celda, desde su asquerosa pocilga, vió fusilar a Gaetán y luego a Moreira, los asesinos del doctor Maza. ¿Por qué, si ese crimen lo realizaron probablemente instigados por el mismo Restaurador? Un carcelero le respondió que era porque habían cometido luego dos homicidios "por cuenta propia".

¿Qué importaban a S. E. dos crímenes más? Dos crímenes más, nada; pero dos confidentes menos... Como Cleopatra a sus cómplices de amor de unos instantes, Rosas eliminaba a sus cómplices de odio.

V

En San Antonio, la propiedad de los Altamirano, separados del río de sangre de Buenos Aires por el ancho río de la Plata, conversaban doña Petrona, la dueña de casa, y su huésped, misia Mercedes, en presencia del padre Rodríguez. Tratábase de la salud de Blanca. Muy desasosegada, manifestó misia Mercedes los más graves temores...

–¡Si su esposo volviese pronto, se salvaría! –observó doña Petrona, haciéndose eco de un pensamiento de su amiga.

–Lo peor es que ahora ha dado en creer que Regis ha muerto –manifestó tristemente misia Mercedes.

–Es natural que después de tantos sustos –apuntó doña Petrona, –su sistema nervioso se desequilibre; pero ya sanará, ya sanará... ¿No lo cree usted así, padre Rodríguez? Como el sacerdote no respondiere, continuó misia Mercedes, fija en su idea:

–Lo peor es que cree que Regis ha muerto, y aunque no me lo ha dicho, mucho me temo que, suponiéndose viuda, quiera hacerse religiosa... ¿No es verdad, padre Rodríguez? ¡Díganoslo usted que la confiesa!

El anciano sacerdote, cuya piedad hacia Blanca se iba trocando en paternal pasión, respondió, melancólico:

–Es verdad, señora. Tiene ese pensamiento.

–¿Lo cree usted realizable, si no volviese Regis?

–Por ahora, no.

–Por ahora... sí, ya sé; mientras yo, su madre, viva, tiene que cuidarme –y aquí la anciana se interrumpió con un disimulado quejido. –Pero después...

–¿Después?

–Sí, después, cuando yo muera, lo que sabéis que no tardará mucho en ocurrir...

–Pues ya que usted me lo pregunta, señora, le diré que pienso que en ningún caso su hija debe hacerse religiosa, ni puede.

–¿Por qué? –Porque sus nervios, ya demasiados débiles, no resistirían la soledad. Sería un suicidio; yo se lo he dicho a ella misma.

–¿Cree usted que mi hija nunca podrá hallar en el claustro la tranquilidad y la salud?

–Nunca es mucho decir, misia Mercedes. Lo que sé, y permítale esta opinión a un viejo ingenuo, en lo que ella valga, es que Blanquita no podrá hacerse religiosa mientras no cure; y el médico dice que en menos de tres o cuatro años de seguir un sistema higiénico, no curará

–¡Usted teme que muera! –saltó de pronto la madre; y como el sacerdote nada respondiese, repitió: –Sí, usted teme que muera.

–Si no cura pronto... Y esa cura está en las manos de Dios. Es preciso que su marido vuelva. Un mes, dos, seis meses más, será quizá demasiado tarde... Esta es mi humilde opinión, la opinión del cariño –añadió, sonándose y secándose el sudor de la frente con un gran pañuelo a cuadros de chillones colores.

–Usted es demasiado pesimista, padre –interrumpió doña Petrona, observando huellas de la más honda pena en el rostro de misia Mercedes. –¡Dios salvará a esa buena niña!

–Todo está en las manos de Dios, señora.

–Todo está en las manos de Dios –repitió ansiosamente misia Mercedes, como eco...

Y en ese momento interrumpióse la conversación por la llegada de un apuesto jinete, en un caballo espumante de cansancio. Era el capitán Julio Pantuci, vestido de gaucho... Saludó con gravedad, tomó asiento, y a las apremiosas preguntas, dijo, con pesarosísima entonación:

–Venía a hablar particularmente con usted, misia Mercedes; pero ya que están aquí también doña Petrona y el padre, mejor... Traigo noticias... –Y aquí se cortó, demasiado enternecido... –Traigo noticias de allá. Las cosas van mal... Regis... ¡Ruégoles que tengan valor!

–¡Regis ha muerto! –exclamó lloriqueando misia Mercedes.

–Sí, señora. Ha muerto... Se ahogó en el río Paraná al evadirse de su cárcel... Está comprobado en un proceso que se sigue a Silvio, por complicidad en su evasión... Traigo los documentos...

Hízose un silencio, en el que se oían los sollozos de misia Meraedes, a quien consolaba su amiga doña Petrona con simpática solicitud... Y de pronto, como para ocultar su intensa emoción, Pantuci se despidió, prometiendo volver más adelante.

En el primer momento, las dos matronas resolvieron ocultar a Blanca la desgracia... Fue el padre Rodríguez quien las decidió a que se la revelaran, sin pérdida de tiempo, agregando misteriosamente:

–Es una gran pérdida. Pero nadie conoce los designios de la Divina Providencia. Tal vez el conocimiento de este suceso sea menos fatal a la salud de Blanca que su sempiterna duda... Después, ¡Dios proveerá!

Así fue que, en presencia de doña Petrona y del padre y mediando muchos circunloquios, misia Mercedes dio a entender a Blanca que había quedado viuda.

–Lo sabía repuso ésta simplemente.

–¡Cómo! ¿Lo sabías y nada me has dicho?

–Quiero decir que... tenía el presentimiento.

–Pobre hija mía –exclamó la buena matrona, abrazándola desde su coche de manos, anegada en lágrimas.

Menos el padre Rodríguez, ospedado también entonces en San Antonio, todos esperaban una natural explosión de amargura... Nada de eso: Blanca, al menos en público, no exhaló un solo suspiro, no derramó una sola lágrima. Parecía de antemano resignada. Su esbelta figura no se agobió un instante; siempre reconcentrada y pensativa, cuando pasaba diríase que sus plantas de ángel no tocaban la tierra... Y doña Petpona, misia Mercedes, el padre Rodríguez, hasta Corina, todos confabulados, prodigábanle atenciones y cariños para distraerla, consiguiendo apenas arrancar, de cuando en cuando, una pálida sonrisa de sus labios.

Pasáronse sin novedad algunas semanas, durante las cuales se hizo ver poco Pantuci en San Antonio. La situación era tétrica y tormentosa; un silencio de muerte reinaba en las almas...

Y un día, Pantuci, de visita, formando corro con misia Mercedes, doña Petrona y el padre Rodríguez, interrumpió ese silencio.

Con voz conmovida y balbuciante palabra, interrumpiendo una conversación indiferente sobre si iba o no a llover esa noche, dijo, encarándose con la madre de Blanca:

–Hace ya algún tiempo que tuve el sentimiento de anunciar la muerte de Regis... ¡Pobre Regis! Pero aun tengo algo más que comunicarle... que suplicarle... Y aunque debiera hablar con usted sola, misia Mercedes, me felicito de poderlo hacer también ante el padre y doña Petrona, que son como de la familia. –Y aquí se le anudó la voz en la garganta...

Viendo que Pantuci no continuaba, que la situación se hacía insostenible y que de un momento a otro podía llegar Blanca, el sacerdote, con modesta autoridad, tomó la palabra: –Este joven viene a pedir la mano de Blanca.

Pálido y asombrado miró Pantuci al sacerdote, con aire de preguntarle cómo lo sabía...

–Éste joven, misia Mercedes, que está locamente enamorado de Blanca, pide su mano. Yo lo sé por inducción. ¡No era difícil adivinarlo!

Suspendiendo un enorme suspiro, misia Mercedes interrogó al padre, atónita, sobre lo que debía hacer...

–Es un caso grave y hay que pensarlo.

Abrióse una pausa, que cortó Pantuci:

–Lo que el padre dice es verdad, señora. Vengo a pedirle la mano de su hija y deseo que se me responda pronto, porque de esa respuesta depende mi felicidad o mi desgracia. Además, estoy apremiado por mis deberes militares, y en el plazo de quince o veinte días, según lo que ustedes dispongan, debo tomar una resolución definitiva: la emigración o el servicio... El servicio si me rechazan; la emigración si me aceptan...

–Pero yo, ¿qué puedo contestar yo? –exclamó misia Mercedes, cogiéndose las sienes con ambas manos. –¿Que dice usted, Petrona? ¿Qué me aconseja usted, padre?

–Yo creo que la salvación de Blanca estaría en que aceptase a este mozo por marido –observó sentenciosamente la señora de Altamirano.

–¿Y usted, padre? ¿qué piensa usted?

–Creo que es muy posible que tenga razón doña Petrona, señora. Blanca necesita distraerse, sacudirse...

–¡Necesita amar! –interrumpió doña Petrona.

–Perfectamente, como ustedes quieran –prosiguió el padre, moviendo la cabeza, mientras misia Mercedes rezaba mentalmente un padre-nuestro y una salve. –Ya he dicho que su situación no puede prolongarse, y que en el claustro no podrá hallar más que la tranquilidad de... la tumba.

–¡Dios mío, apiadaos de nosotros! –clamó misia Mercedes; y, cuando se sintió más serena, dijo a Pantuci: –El caso no depende de mí sino de ella... Yo desde ahora doy mi consentimiento... ¡Pobre Regis! ¡Ojalá se pudiera! –Y continuó hablando, casi incoherentemente, aunque de sus palabras se colegía que tenía esperanzas en que, realizándose la boda, tal vez mejorara la situación de su hija...

–Hay que proceder con tino –manifestó doña Petrona,– porque Blanca está muy delicada... Todos trabajaremos por usted, señor Pantuci, pues sabemos que usted es una buena persona...

¡Quiera Dios que consigamos salvar con ese casamiento a Blanca!

–Y a mí, doña Petrona –repuso Pantuci, con sincera sencillez.

–Usted nos ayudará, padre, ¿no es verdad? –agregó la dama, encantada con la idea de volver a la vida física y moral a la desgraciada joven.

–Yo... ¿Qué puedo hacer yo? –exclamó timoratamente el viejo.

–¡Mucho, mucho!

Y acercándose a Pantuci, como inspirado por una súbita y fugitiva ocurrencia, díjole el sacerdote, casi en secreto:

–¿Está usted seguro que ha muerto su... amigo?

–Aquí tiene usted las pruebas del proceso –respondió Regis, entregándole unos papeles.

–Entonces... veremos.

Con una rápida hojeada observó el padre Rodríguez los documentos... Pantuci se despidió "hasta pronto", pues no era prudente que viera ya a la pretendida... Y, desde entonces, todos de acuerdo en San Antonio procedieron a catequizar a Blanca. Doña Petrona expuso el plan de campaña, que fue aceptado. Era un complot.

Después de algunos días, lejano ya el solemne funeral que se rezara por el alma de Regis Válcena en la iglesia de la Colonia, doña Petrona, con habilidad de matrona casamentera, comenzó a "preparar el terreno". El capitán Julio Pantuci venía diariamente a informarse de la salud de Blanca... ¡Era un joven tan simpático! Su hijo le había hablado mucho y muy bien de él... Debíasele recibir, a pesar del luto, para agradecerle sus infinitas atenciones... Y como Blanca nada objetara, recibiósele una tarde... Al verle, la joven, ya porque le recordase a su esposo, ya por las sugestiones de que era objeto, estalló, por primera vez acaso desde el día en que se le notificó su "desgracia", en nerviosísimos sollozos... Tuvo que retirarse a su habitación. Para la señora de Altamirano, éste era un síntoma favorable, y así lo manifestó. "¡Ya verían en una segunda visita!" Y en una segunda visita vieron, en efecto, que Blanca soportó mejor la vista del antiguo "amigo" de su esposo... En fin, tras de muchos preludios y reticencias, una mañana, misia Mercedes, considerando a su hija suficientemente preparada, la habló, suplicante y decidida:

–Julio ha pedido tu mano... Julio te ama... Es un buen muchacho... Yo lo quiero ya como a un hijo... Me haría muy feliz este casamiento... Entonces moriré tranquila... Doña Petrona y el padre Rodríguez apoyan su solicitud... Debes sacrificarte y contentar a todos... Yo te lo ruego, hija mía, ¡yo te lo ruego! Escucha tu corazón, que tal vez ya lo ama... Eso será para ti la salud, la vida... ¡Y para tu madre que tanto te quiere, para tu madre!

Dejó Blanca pasar aquella marea de frases rápidas y agitadas como olas, y luego repuso, con suave pero firme intención: –No puedo, madre. Perdóneme. Quiero quedarme a su lado.

–¡A mi lado! Pues a mi lado quedarás; pero con él, que será nuestro apoyo... Con él, digo, si no te repugna... –Nadie me repugna, madre, nadie; pero tampoco amo a nadie. Hace apenas unas cuantas semanas que me han traído la noticia de la muerte de Regis, y aunque no fuera más que por las conveniencias sociales debiera esperar siquiera unos cuantos años...

–¡Unos cuantos años! ¡En un par de años más morirás de tristeza, hija mía! ¡Las conveniencias! ¿Ha tenido el mundo conveniencias para nosotros? Además, el finado Regis, a quien Dios guarde, no ha sido para ti más que un novio, pues que en el instante de casarse se separó para siempre... ¡Has llevado más de cuatro años el luto de un novio, y no hay dos juventudes en una sola vida!

–Yo no tengo ya más juventud, madre.

–¡Que no tienes más juventud a los veintitrés años! ¡Eres una niña aun, y es tiempo de que te hagas mujer! ¡Tu pobre madre te suplica al borde de su tumba!

Y misia Mercedes argumentaba, exhortaba, imploraba, y tanto, que Blanca, por fin, dejó ver el fondo de su pensamiento: quería hacerse religiosa...

–¡Religiosa, hija! ¿Y me abandonarás? ¡No, madre, nunca!

–Entonces, si yo te abandonara, si yo muriera... ¡Pues bien! ¡Niégate a la razón, niégate a vivir, y yo me moriré! ¿Qué me atará ya a la vida? Así saldrás con la tuya y te encerrarás en un claustro... ¡Te haré el gusto!

Desesperada, extraviándose, perdiendo otra vez su lucidez, Blanca contestó, con las pupilas fijas y dilatadas:

–Soy muy culpable, madre... Tengo mucho que orar para salvar mi alma... ¡Deje que consagre mi vida a orar!

–¡A orar! Eso será matarte, pues no tienes salud para el claustro. Eso no es servir a Dios, ¡eso es cobardía! El médico, el sacerdote, la madre, todos te decimos que, por lo frágil de tus nervios, te será imposible soportar la vida religiosa... ¿Quieres entonces suicidarte? Te concedo ¡oh hija! que tengas que orar mucho, mucho, mucho; pero para orar necesitas vivir, y para vivir...

–¡Debo casarme! –y la joven, exaltada por aquella lucha de razones, demasiado fuerte para su debilidad, ya casi en los umbrales de la locura, exhaló una carcajada muy larga, muy sonora...

Acudieron el padre Rodríguez y doña Petrona, alarmadísimos por tan insólita risa, cuyos ecos llenaron la casa, mientras que Blanca, desvaneciéndose, reía aún y gritaba:

–¡No hay duda! ¡debo casarme! ¡debo casarme! Y le sobrevino una nueva crisis nerviosa, en la que su razón peligraba; y luego, cuando fuera en vías de mejorar, una aguda fiebre cerebral en la que peligraba su vida... Cuidósela con el más exquisito cariño, y a fuerza de cuidados se logró verla más tarde, si no restablecida, convaleciente.

Muy debilitada por su dolencia, había perdido la memoria. Al principio no recordaba nada... Luego, sólo la víspera, la última semana, el último mes... Después llegó a acordarse de toda su enfermedad, de los votos de su madre para que ella aceptara a Pantuci por esposo, de la proposición de éste... Su espíritu iba leyendo, sorprendido, como si no lo conociese, el libro de su vida; pero, al readquirir la perdida memoria, lo leía al revés, de atrás hacia adelante, principiando por la última página. Así llegó hasta la noche de su enlace con Regis Válcena, y ahí se detuvo de nuevo, como paralizada de terror... Cada vez sus recuerdos se hacían un sueño lejano y más lejano, obscuro y más obscuro... Representábase su propio casamiento y su pasado noviazgo como si hubiesen ocurrido a una persona extraña; su juventud y su niñez, como si fueran de una tercera más extraña aún... Sentía como superpuestas casi a tres individualidades distintas e independientes... Una, esfumadísima, perdiéndose en la noche, que desde su infancia llegaba hasta la desaparición de su esposo; otra, semi-obscura, en confusa penumbra, empezaba entonces para terminar con la noticia de su viudez; y en fin, una última, más nítida, más clara, en plena luz, que era su vida actual...

Había perdido, pues, la ilación de su personalidad, dividiéndola en tres hipóstasis.

En semejante estado de ánimo no era difícil sugerirle la idea de que aceptara a Pantuci por esposo. Estaba demasiado débil para resistirse a sugestiones exteriores... Por esto, las súplicas de su madre, las maniobras de doña Petrona y la aprobación del padre Rodríguez la decidieron...

Y aunque a la oblicua mirada de Pantuci no se le ocultase lo morboso del estado de su "futura", él no cejaba en su empresa. Su pasión le impulsaba ciegamente; su vanidad masculina le prometía que su amor iba a vencer esa estólida indiferencia, que su política iba a curar a la histérica...

Lo cierto fue que un buen día el capitán Julio Pantuci se retiraba del ejército de Rosas y liquidaba sus negocios para venirse a casar a la Banda Oriental del Uruguay.

Y así, una madrugada tuvo lugar el nuevo enlace, en la iglesia de la Colonia. Fue una ceremonia íntima, casi secreta. La novia, esa misma Blanca Castellanos que antaño entrara en el templo de Nuestra Señora de la Merced, en Buenos Aires, del brazo del hombre amado, con su alma blanca y erguida que se diría un lirio, postrábase hoy ante el altar, tan doblada y mustia como sí un huracán hubiera tronchado el flexible tallo del lirio. Allí, al arrodillarse junto a Pantuci bajo los brazos abiertos del Cristo, tuvo un instante de lucidez, un instante no más... Un instante en que vió, como se ve en un naufragio a la luz de un relámpago, su vida pasada... Honda angustia, pesada mole de piedra, el templo mismo, parecióle que caía sobre su nuca. Su pecho se agitó un momento... ¡Ah, las lágrimas, si hubieran venido las lágrimas! Pero, como en sus ojos no había ya lágrimas, la angustia pasó por sobre ella sin regenerarla, dejándola tanto o más fría, más incoherente, más espiritual que antes...

Apenas casados partieron los jóvenes esposos a instalarse en una casita que al efecto amueblara el novio en Montevideo...

Pero Julio Pantuci se engañó al creer que su desposada era la Blanca Castellanos que amase tantos, tantos años... Aquella niña romántica, llena de ideales y de vida interior, había muerto; en su cuerpo quedaba una mujer marmórea, indiferente, egoísta.

Y cuanto más nostálgica se revelaba la esposa, más amable, más obsequioso, más asiduo se mostraba el marido, devorando la pena que le roía el alma... Así esperaba, aunque débilmente, triunfar alguna vez de aquella figura bella y glacial, que adoraba con una pasión violenta, de día en día más violenta, acrecida por el obstáculo de sus estatuarias actitudes...

Poco a poco, el amor, un amor desgraciado, había venido domando el alma de Pantuci. Aquel hombre inclinado a triunfar por la astucia y el fraude veía a cada instante más impotentes esos recursos para vencer el orgullo de una mujer que, al no quererle, hasta le despreciaba. No era tan fácil de engañar el instinto femenino de Blanca como la masculina generosidad de Regis.

Ahora, él era el engañado, él el vencido... Si sofocara el sentimiento que le hervía en el pecho, hubieran renacido en él sus bajos instintos de vanidad y de venganza... Pero un hombre malo que amaba sin satisfacerse, no podía seguir siendo un hombre malo...

Aunque tuviese sus rebeliones, los dos viejos demonios de su espíritu, la Soberbia y la Envidia, estaban encadenados por una mano de hierro, por un cariño que la lucha enardecía hasta el sacrificio, ¡hasta el delirio! ¡Él era el vencido, ahora, él el engañado!

Al sentir la desdeñosa superioridad de su mujer, debía: u odiarla y ahogarla entre sus manos, o prestarle adoración arrodillado a sus plantas. Una solucion intermedia no era posible... Y como su amor era tan fuerte que no podía odiarla, arrodillado a sus plantas prestábale adoración. Ni en los momentos de mayor amargura se atrevía a inculparla por su frialdad. Aceptábala tal como era, devorando en silencio sus iras más negras, que sólo desahogaba fuera de su casa, cuando podía, en actos crueles y absurdos... Así, esa alma de Pantucí; que antes era como una flecha envenenada que partía silbando traidoramente hacia su codiciada presa, al dar, no con un blando pecho de mujer, sino con los duros senos de una quimera de piedra, esa alma, esa flecha envenenada, se quebró en mil astillas.

En más de una ocasión acordábase ahora de cierta niña criolla, de tez morena, fogosos ojos negros y cálido ademán que en su pasado conociera. Ese era otro tipo de mujer, tanto más simple y accesible, al que se arrepentía ahora no haber amado siempre. Blanca, con sus pupilas claras y enigmáticas de antigua hidalga visigoda, era como de distinta raza, mujer excepcional, mujer aristocrática que, por raro caso, conservara pura la azul sangre ancestral de algún hispánico conde de los lejanos tiempos de Egica y de Wamba... ¡Pero no! Era algo más que una mujer de otra raza: ¡no era ya una mujer! O era una mujer de otro mundo... Y esa mujer de otra raza, de otro mundo, esa helada esfinge, a tal estado de indiferencia llegaba, que ya no la conmovían ni los sufrimientos de su madre, cuyos males agravábanse de hora en hora.

En semejante situación, corrieron dos, cuatro, seis interminables meses, durante los cuales el tiempo se deslizaba como una sorda corriente subterránea.

Pero un día, la esfinge sintióse madre y se lo reveló a su hombre, sin exaltarse, sin temores, sin la menor emoción, abstraída siempre en su mundo impenetrable, siempre sonámbula, siempre volando por siderales regiones con sus alas de águila blanca... Mirándola en los ojos, el esposo, que apenas podía creerle, pensó qué monstruo de desafecto llevaría en su seno aquella singular mujer...

Misia Mercedes, que veía y no se explicaba el cambio de carácter de su hija, sin esperanzas ya de vislumbrar la felicidad en la tierra, clamaba por la Muerte. Y la Muerte, que nunca se hace esperar de quienes sinceramente la llaman, vino. Esta desgracia pareció al fin sacudir un poco el espíritu de Blanca. Su marido, al verla llorar a la cabecera del lecho mortuorio, descubriendo, que aun le quedaban sentimientos, le prodigó sus mejores consuelos...

–Éramos tres –decía gimiendo la huérfana: –papá, mamá y yo. Papá se fue. Mamá se ha ido. Yo quedo y ellos me llaman. ¡Yo también quiero irme! ¡Eramos tres, y queda uno, que también debe irse! ¡Sí! ¡Quiero irme!

Tomándole las manos y besándolas como un galán antiguo, el esposo le dijo, al oído, muy quedo, muy humilde:

–No erais tres, que erais cuatro, Blanca mía, erais cuatro... Quedáis dos.

La joven, muy asombrada, repuso:

–¿Cuáles? –y sin pensar en la criatura que palpitaba en sus entrañas, acordándose sólo de Regis, pero muy vagamente, muy vagamente, agregó, con la pupila fija en sus visiones. –¡Ah, si, ya se, cuatro!

VI

En una larga fuga fantástica a través de las pampas, burlando todo género de peligros y emboscadas rosistas con su disfraz de gaucho tropero, llegó Regis Válcena, sano y salvo a Baldelanquen, la estancia. Para despistar allí el posible espionaje de la servidumbre, presentóse como un peón sin trabajo que buscara conchavo. Pidió hablar a solas con el patrón.

Hiciéronle entrar, contra su voluntad, en el comedor, donde estaba reunida toda la familia menos doña Mauricia, entonces enferma en cama. Bajo el polvo del camino, la tostada tez, las desgreñadas barbas y el hirsuto cabello, nadie le reconoció; y Tito, que ya era al decir de las gentes por su reflexiva precocidad, todo un hombre, refugiose en las faldas de la tía Dámasa. Esfuerzo violento costó al recién llegado, cuyos ojos se arrasaban de lágrimas, contenerse y no gritar a todos, en un abrazo general, quien era... Pero temiendo descubrirse ante los criados que podían espiar, que espiarían seguramente a tan extraño intruso, limitóse a pedir a Bernardo una conferencia a solas. Al oir esa voz, miróle éste en los ojos y se levantó como tocado de un resorte; pero un gesto de doña Dámasa le contuvo: no era prudente recibir a solas, en aquellos tiempos, a un hombre de semejante catadura...

–Ahora te necesitamos aquí, Bernardo –dijo, la solterona. –Manda a ese hombre a aguardarte en las cocinas y más tarde podrás recibirlo en tu despacho.

–¡Sí! –asintió Tito.– Acuérdate, Bernardo, de que hoy, es domingo y que tienes que jugar a la lotería con nosotros, ahora mismo, como siempre.

Pero el extraño no se movía, ni pedía disculpa, ni insistía; ahí estaba, silencioso como la estatua del Comendador, mirando a todos con sus raros ojos de salvaje...

Carlos creyó deber intervenir:

–Si usted no ha almorzado, vaya a almorzar a la cocina de los peones, y luego vuelva, que el patrón lo atenderá entonces.

Asimismo, como petrificado, el vagabundo miraba fijamente, con tan penetrante mirada, que Laura y Clarita huyeron despavoridas al dormitorio de su madre, a cuyos oídos exclamaron:

–¡Madre, ahí hay un desconocido, creemos que un rosista, que quiere hablar a solas con Bernardo!

–¡Un desconocido! –e inspirada por un súbito e indefinible presentimiento, la matrona se incorporó y pidió sus ropas a las atónitas chiquillas.

–¡No, mamá, no salgas!

–¿Qué haces, mamá?

Sin oirlas, a medio vestir, rápida como una tigre que divisa a lo lejos su perdido cachorro, la madre se lanzó al comedor, y desde el umbral de la puerta donde se detuvo, envolviendo todo el cuadro en una mirada febril, reconoció una y mil veces, bajo su burdo disfraz, al hijo de sus entrañas... La curiosidad de los criados, a quienes vio espiar en la puerta de enfrente, la contuvo... Y Bernardo, sin decir una palabra más, iluminado por el rostro de la madre, hizo una seña al intruso, y ante sus asombrados hermanos le llevó a su despacho, donde se encerró con él hasta que llamó también a la puerta doña Mauricia.

Después de las efusiones y aclaraciones del caso, convinieron los tres, a puerta cerrada, que Regis permanecería de incógnito en la estancia, como capataz general, hasta que estallase la revolución. De esta manera, en continuo contacto con la peonada, constituíase él a su vez en espía del espionaje de abajo, el más peligroso.

También, si se hiciera querer de ese elemento gaucho, en ocasiones tan caballerescamente fiel, podría aportar después, como caudillo, un valioso contingente a los revolucionarios.

Y en cuanto a la familia, resolvieron que el capataz "Roque Núñez", que tal nombre adoptó Regis, debía evitar todo género de expansiones que pudiesen denunciar la superchería. Así fue que de los demás sólo Carlos, Alicia y la tía Dámasa, que por inducciones comprendieron lo que pasaba, abrazaron a escondidas al capataz Roque Núñez... Con el tiempo, también los chicuelos, Laura, Clara y Tito, familiarizados ya con el nuevo empleado, llegaron a honrarle con su amistad.

Tito, que acabó por hacerse su inseparable compañero en las horas de siesta, distraíale con sus largas chácharas confidenciales.

–Nosotros somos más hermanos –solíale decir.– Somos ocho. ¿Tú eres solo? ¡Debe ser aburrido ser uno solo! Tenemos en la familia, además de los que tú conoces, y de papá que está en Buenos Aires, un hermano que se llama Regis y otro que se llama Silvio; Regis esta preso por orden de Rosas, y papá y Silvio lo van a sacar... Pero no digas a Bernardo que te he contado estas cosas, porque me lo tiene prohibido y me reprendería... ¡Es que tengo tanto gusto en hablarte de Regis por lo que lo quiero! Era muy bueno, muy inteligente muy trabajador. Se había casado con Blanquita, una niña que lo quería mucho y que ahora debe estar esperándolo en Montevideo... ¡Pobre! ¡Debe ser tan desagradable estar preso entre cuatro paredes sin haber hecho nada malo, y tantos años! Por eso mamá y papá están siempre tristes.

–Pero si está preso, por algo ha de ser. Habrá hecho algo malo que tú no sabes... Habrá robado, asesinado...

–¡Robado, asesinado! ¿Estás loco, Núñez? ¡Si lo conocieras no dirías eso! ¡Y no lo repitas, porque si lo dices otra vez, me enojo para siempre contigo! –añadía el chiquillo casi llorando de indignación. –¡Era el mejor de nosotros! Todas las noches yo rezo por él con tía Dámasa, y hasta solo... Siempre me acuerdo de él. Me acuerdo muy bien, como si lo viera... ¿Y a ti no te gustaría verlo?

–¿A mí? ¡Hum! Como no lo conozco, no me importa.

–¿No, te importa? ¡Es que no lo conoces! Yo, si lo viera ¡ah, si lo viera! lo tengo tan presente que lo reconocería en seguida y le daría un gran abrazo.

Tres meses después de la llegada de Regis a Baldelauquen estalló la revolución del Sur. En la madrugada del 19 de Octubre de 1839, los habitantes del pueblo de Dolores despertaron sobresaltados. El redoble de un tambor, batiendo generala, retumbaba en las solitarias calles. Un grupo de hombres decididos, encabezado por el comandante don Manuel Rico, recorría la población y daba estrepitosos mueras a Rosas.

Alarmadas, las familias asomábanse a las puertas y ventanas para inquirir la causa de semejante alboroto; las casas de negocio permanecían cerradas y silenciosas, mientras que patrones, dependientes, artesanos y jornaleros, ricos y pobres, a pie o a caballo, con las armas que encontraban, acudían a engrosar las filas de los insurrectos. En las primeras horas de la mañana ya se formó en la plaza pública un pelotón de ciento setenta ciudadanos, y se mandaron sacar setenta lanzas, únicas armas existentes en la casa del comisario, para proveer de ellas a los desarmados.

Entonces Rico, cubierto aún con el polvo del camino y seguido de algunos oficiales, penetró a caballo en el cuadro de voluntarios, y lanzó una enérgica proclama, la que concluyó así:

–Este pueblo heroico, cansado de tanta humillación, y amenazado en la vida e intereses de sus hijos, se pone en armas. Juremos todos no dejarlas mientras no hayamos dado en tierra con el amo y el último de sus esclavos... ¡Patriotas del Sur! ¡Viva la libertad! ¡Abajo el tirano Rosas!

Estruendosos vítores acogieron estas palabras. El terreno estaba preparado. –Levantóse un acta del pronunciamiento, y leída que fue, aclamósela.

Luego, cinco hombres fueron a buscar el retrato del dictador, que ocupaba en el juzgado prominente lugar. Era un cuadro al óleo de vara y media de alto; representaba al Restaurador de las Leyes y Héroe del Desierto en gran uniforme de brigadier, conducido por la Fama al templo de la Inmortalidad. Lleváronlo ante Rico, gritando los pilluelos de la calle, exaltadísimos:

–¡Aquí va! ¡Aquí va la figura! ¡Aquí va!

Cuando llegó el retrato, pisoteáronlo y lo despedazaron, en la mayor algazara, mientras que Rico se arrancaba el obligado velillo negro que, en señal de luto por doña Encarnación de Ezcurra, la "Heroína de la Federación", la esposa del dictador, llevara en el sombrero; arrojándolo al suelo, exclamó:

–¿Por quién llevamos este luto? ¡Fuera con él! –Y haciendo lo propio con la divisa de cinta encarnada que llevaba al pecho: –¿Y qué significa esta marca ignominiosa que usamos sobre el corazón? ¡Ya no somos lacayos! ¡Abajo la librea!

Imitáronle los presentes, despojándose también de sus lutos y divisas federales, que substituyeron por la escarapela azul y blanca de la guerra de la Independencia. Y la plaza quedó sembrada de innumerables trapos negros y cintas rojas, cuyos colores, pisoteados, parecían simbolizar sangre y tinieblas...

El clamoreo de Dolores halló eco simpático en los pueblos comarcanos. En Chascomús y en Monsalvo congregáronse otros dos pelotones de revolucionarios. Regis y Carlos Válcena, con un grupo de peones adictos fueron de los primeros en incorporarse al pelotón de Castelli, en Monsalvo, dejando a la familia y la hacienda a cargo de Bernardo. En muy pocos días reuniéronse más de tres mil hombres bajo la bandera azul y blanca. Estas fuerzas, al mando del coronel Rico, debían operar en connivencia con el "Ejército Libertador" del general don Juan Lavalle, que invadiría por el Norte la provincia de Buenos Aires. Y como no llegase este ejército, acamparon los del Sur junto a la laguna de Chascomús...

Allí fueron desgraciadamente sorprendidos y derrotados por tropas regulares del Restaurador, al mando de su hermano Prudencio. Crámer, el caudillo de Chascomús, y Castelli, el de Monsalvo, murieron. Sus cabezas fueron puestas en sendas picas, para aterrorizar a la población, en la plaza pública del pueblo de Chascomús. Desbandáronse después de la sangrienta derrota los revolucionarios, huyendo al mando de Rico unos seiscientos, entre los cuales se hallaban los dos Válcena, que salieran ilesos del combate; y todos llegaron hasta el puerto del Tuyú, donde fueron recogidos por botes de los buques franceses que bloqueaban aquella costa. Embarcado, transportóles la escuadra extranjera hacia el Norte, a incorporarse al "ejército libertador" que operaba en Corrientes.

Después de un penoso viaje de cuarenta días, llegaron, el 12 de Enero de 1840, a ese ejército, que acampaba en un punto denominado "Ombú", y se pusieron, ardiendo de entusiasmo, a las órdenes del general Lavalle, que les recibió con los brazos abiertos en fraternal expansión cívica. A Regis Válcena, reconociéndole sus excelentes cualidades y recordando su vieja amistad con don Valentín, confirmóle en el grado de capitán con que había servido a las órdenes de Castelli, e hízole, al poco tiempo, su ayudante; a Carlos, antes sargento, graduóle de alférez. Y fue un gusto para los Válcena encontrarse con que varios jóvenes amigos, antes emigrandos a Montevideo, servían en ese ejército; entre ellos Gabriel Villalta y Manolo Burgos...

En sus nuevas funciones, el buen ojo de Regis no tardó en comprender ¡y con harta pena! que muy dificilmente podría triunfar aquel llamado "Ejército Libertador" de las tropas federales. En efecto, Rosas había comprendido la superioridad de las tropas regulares, bien disciplinadas, y el ejército del general Lavalle era, como él mismo lo había llamado, un "ejército-pueblo". Es decir, un gran conjunto de hombres armados y sometidos a jefes militares, pero que carecían de cohesión disciplinaria. Sus armas no eran uniformes, y sus movimientos lentísimos, porque iban seguidos de una enorme tropa de carretas y de innumerables "chinas", hembras semi-indias desposadas con los plebeyos soldados que en Entre Ríos se agregaran; muchas llevaban sus críos... Tal era la costumbre de aquellos ejércitos bárbaros: las mujeres debían seguir a sus hombres y ocuparse, como vivanderas, en hacer la comida y lavar la ropa. Y algunas de esas gauchas eran de armas llevar. En el propio ejército mandado por caballero tan culto como el general Lavalle, había más de un ciento que usaban, sin que el jefe pudiera evitarlo, el alto morrión de uniforme, con vistoso penacho rojo. Cuando sobraban caballos, montaban en ellos, enhorquilladas como hombres, formando a la derecha del ejército con la mayor compostura. Y es fama que en más de una retirada ensangrentaron sus lanzas hasta la cuja...

El "ejército-pueblo", más que un ejército regular como alguno del Restaurador, era pues un embrión de ejército, voluminoso pero débilmente vertebrado. Al primer golpe de vista, ya comprendió Regis que, a pesar del prestigio de su ahidalgado jefe, no podía dar batallas de gran valor estratégico ni coronar campañas definitivas. Así se lo dijo, aunque tímidamente, al general Lavalle, quien le replicó, con la arrogancia de un héroe jacobino:

–¡El Ejército Libertador es el ejército del pueblo, y el pueblo ya ha condenado a muerte a su tirano!

Aunque poco convencido por semejante respuesta, prometióle Regis, siguiendo la romántica moda de los antiguos unitarios, "acompañarle hasta la muerte"; "dar por la Causa de la Libertad hasta la última gota de su sangre". El general le tendió la mano en silencio.

La campaña se inició bajo auspicios favorables. El ejército colectivo derrotó al ejército organizado de los federales en Don

Cristóbal y Sauce Grande (provincia de Entre Ríos). Aunque estos triunfos no fueran de decisiva importancia, inflamaron de santo entusiasmo a los "Cruzados de la Libertad". Protegidos, por los buques bloqueadores, los "cruzados" avanzaron, derrotando otro ejército federal que mandaba el general Pacheco, en Tala, donde el alférez Carlos Válcena recibió una leve herida en un hombro.

Desde Tala, el ejército revolucionario adelantó hasta Merlo, sito a seis leguas de Buenos Aires, y allí acampó... ¡Lavalle estaba ad portas! Pero, ya por no considerarse este general bastante fuerte para tomar la ciudad, ya por sentirse amenazado de algunos caudillos del interior como Mascarilla y Echagüe, y por el general Oribe, después de seis días de prudente expectativa, emprendió retirada hacia el norte, de donde viniera...

Con esto renació el ánimo en el círculo oficial de Rosas, donde días antes reinara el desconcierto. ¡Lavalle, el general ad portas, se retiraba! ¡La capital estaba salvada del temido golpe de los nuevos "Cruzados"! Y, pasado el peligro, era necesario reconfortar a los federales... ¡y aterrorizar a los unitarios! Al afecto, inventáronse brillantes baladronadas y se ejecutaron siniestras venganzas.

Propalóse que los generales de Rosas habían rodeado a Lavalle –al "salvaje traidor unitario Lavalle, vendido al inmundo oro francés", –con diez mil hombres, y que éste había escapado en rapidísima fuga. Hubo las iluminaciones, festejos, borracheras, proclamas y odas de rigor. El retrato de Rosas se paseaba por las calles, en carros triunfales y procesiones que por su boato tanto se asemejaban a las del culto católico que, al verlas pasar, arrodillábanse las viejas y los niños. En acción de gracias al Todopoderoso oficiábanse solemnísimos Tedéums en todos los templos, al efecto embanderados, reemplazándose el Cristo en los altares por la imagen del Lustre Restaurador. Sólo los jesuitas opusieron resistencia a esta peregrina substitución, negándose a decir misa ante la imagen profana. ¡Cuánto debió indignar tan magna ingratitud al dictador, a quien esos mismos jesuitas, antes expulsados, debieran su reingreso en el país, y hasta la destitución de San Martín, el tradicional patrono de la ciudad, que trocó por San Ignacio de Loyola! Asi lo dispuso en un célebre decreto, que luego convirtió en ley la Legislatura: destituíase a San Martín "por salvaje inmundo unitario", y nombrábase a San Ignacio... "¡Por fervoroso y leal federal!"... Pero he ahí que ahora resistíanse los hijos de Loyola... y había que expulsarlos como antes, destituyendo a su padre ¡oh, pérfido y traidor! Y he ahí que, vacante el patronato de la ciudad, había que reconstituir al viejo patrono San Martín, sin duda porque este santo, arrepentido de sus ideas políticas unitarias, reconocía su yerro y se entregaba ¡por último! al federalismo, para vergüenza y confusión de su rival San Ignacio...

Y cabe lo grotesco, lo sublime: el martirio. Habiéndose prohibido las patillas, los federales afeitaban "en seco" con sus facas, en la calle, a quienes por ignorancia o descuido las llevaren; a las mujeres que se olvidaran de ponerse su escarapela federal en la cabeza, pegábansela con encendida brea. La Mazorca se desbordaba en ríos, en torrentes de sangre. Mujeres azotadas, hombres quemados vivos en barricas de alquitrán, fusilamientos y degüellos diarios, siempre sangre y más sangre...

En los negocios de carne de los mercados públicos, por ser el gremio de carniceros ejemplarmente federal, ostentábanse frescas cabezas de "unitarios" adornadas, como las de lechón, con perejil y rábanos. Los serenos de más garbo se paseaban por las calles luciendo colgantes de las colas de sus briosos caballos, otras cabezas de "unitarios" llenas de cintas y escarapelas celestes. En ciertos salones federalísimos veíanse orejas y manos de muertos sobre las elegantes consolas de estilo imperio. Y más de una vez los vendedores ambulantes de fruta que pasaban en carros por las calles pregonando a gritos su mercadería, "duraznos blancos y amarillos", sacaban, por broma, a la mulata que les detenía y preguntaba el precio de la docena, como les pidiera una muestra, cabezas rubias y morenas...

Ante tantos horrores, sabedor del descalabro de la revolución del Sur, pero ignorante de la suerte de sus hijos e imposibilitado de trasladarse a Baldelauquen, don Valentín Válcena encerróse en su casa de la calle del Empedrado, en la más triste soledad. Sabiendo que por la rebelión de los muchachos corría ahora peligro su persona, estaba más decidido que nunca a emigrar. A ese objeto apalabróse con cuatro compañeros para embarcarse sigilosamente una noche, en un barquichuelo fletado al efecto, para la Banda Oriental. Llegado el momento, deslizóse entre las sombras al punto de cita, donde se reunieron los cinco apalabrados.

Pero como el barquero, un italiano, aterrorizado por la Mazorca les denunciara, fueron sorprendidos en el momento de embarcase por diez o doce jinetes emponchados, que cayeron sobre ellos como angurrienta bandada de lobos...

Feliz casualidad deparó a don Valentín, en la playa, un hondo hoyo de arena donde se ocultó, agazapándose. De allí escuchó la lucha y la carnicería, los golpes de los verdugos y los ayes de las víctimas que le penetraban por los oídos y le helaban los nervios...

De súbito sintió que un líquido tibio y viscoso goteaba sobre su nuca, penetrábale por el cuello del gabán y le corría a lo largo del torso: era la sangre de sus compañeros, era un hilo de sangre que bajaba hasta la hondonada del foso...

–Son cuatro y eran cinco... ¿Dónde está el otro? –escuchó que vociferaba uno de los esbirros federales.

–¡No puede estar lejos, busquémoslo!

Y oyó, siempre agazapado, muy agazapado, que aquellos energúmenos lo revolvían todo en los alrededores. Friísimo sudor corría por su cuerpo; agitábanle espasmos de pánico; por la espina dorsal le entraban como puntas de hierro las gotas de la sangre que corría; la piel se le desprendía como en tiras... Sonaron pasos alrededor del pozo, y el anciano temió que le denunciaran, como golpes sobre un yunque, los latidos de su cansado corazón... Uno de los verdugos llegó a mirar al foso... Él sintió la aguda mirada sobre su cuello... Pero, demasiado indolente, el mazorquero nada vio.

–Se ha de haber escapado...

–¡Ya caerá otra vez! ¡Vámonos! –ordenó entonces una voz dominante.

Y oyó que montaban a caballo y se alejaban en la noche, como furias infernales sobre sus hipógrifos.

...Después de una hora de mortal espera, el anciano salió de su milagroso escondite, escurriéndose a lo largo de las calles hacia su casa. Pero esta vez no tuvo suerte; ya en la calle del Empedrado descubrióle un sereno que, al contemplar su extraña facha, todo salpicado de sangre y cieno, le llevó preso al cuartel, a pesar de sus altivas protestas... Encarcelósele en inmundo calabozo, y a la mañana siguiente fue presentado por el mismo sereno que le prendiera, el cual iba muy ufano con su presa, ante un oficial superior...

Este, un pardo de ojos crueles, exclamó al verle, como rendido por jubilosa emoción:

–¡Usted es don Valentín Válcena! ¡Sí, lo reconozco! Quería escaparse a Montevideo, y el sereno lo prendió anoche muy tarde, ¿no? ¡Bien, sereno, bien! –Aquí hizo, para liar y encender un cigarrillo de tabaco negro, una breve pausa, prosiguiendo luego: –Pues ya me habían dicho que usted era unitario... o por lo menos lomonegro... Esto lo sabemos con seguridad: ¡usted es lomonegro!

Por toda respuesta, don Valentín calló... Llamábase entonces lomonegros a personajes que, aunque pertenecientes al antiguo partido federal, no se manifestaban muy sinceros entusiastas de la dictadura. Gentes de ciudad, cultos y hasta colonialmente ceremoniosos, usaban, en vez del rústico poncho y a pesar del chaleco rojo de rigor, levita o frac negros: la espalda o... los "lomosnegros". La gauchesca chusma rosista les odiaba a muerte, y ahora condenábales el mismo Rosas, ¡y tanto como a los "salvajes inmundos unitarios"!

El oficial continuó, siempre sonriente:

–Llega usted muy a tiempo don Valentín, muy a tiempo, porque tengo para usted una gran sorpresa, una gran sorpresa...

Nada respondió el anciano, muy turbado ante la enigmática sonrisa de los dientes blancos y cortantes del galoneado mulato. Esperaba que la sorpresa fueran cuatro tiros en el pecho, y ardientemente los deseaba, anhelando concluir cuanto antes.

Ni en esto le hicieron el gusto. Transportáronle a una habitación limpia y clara, y le ataron fuertemente de los pies, de las manos, del cuello, de la cintura, a unos sólidos postes. "¿Qué suplicio me reservan? –pensaba.– Cualquiera será bueno si es rápido. "

¡Cualquiera sería bueno! Era que el caballero no podía concebir la "sorpresa" que se le reservaba... Pidió un sacerdote; negáronsele pretextando que "ya habría tiempo"...

Entonces él se abstrajo, aunque sentía a su alrededor un inusitado movimiento, cuchicheos de avispero, y cerró los ojos, preparándose a morir...

Toda su vida pasó vertiginosamente por su imaginación, en un archilúcido esfuerzo instintivo de su memoria; hizo un acto mental de contrición, y oró largamente, largamente, por sí y por todos los suyos, que uno por uno recordaba. El último que imaginó, al abrir lo ojos, cuando volvía a la realidad, tal vez porque era el secretamente preferido, pues sobre todos se hallaba igualmente inquieto e ignorante, fue Silvio...

Y vio, frente a él en una pica, una cabeza pálida y exangüe, ¡la cabeza da Silvio, del hijo querido! Sus ojos, fuera de las órbitas, no se atrevían, ¡no podían reconocerle, no! ¡Pero era él, era Silvio, sí, esperanza de su nombre y de su patria!

El cuerpo todo del padre, al tremendo choque, dio en sus ligaduras tan sobrehumana sacudida, que hizo temblar la casa y vibrar los cristales. ¡Y sus ojos miraron y volvieron a mirar aquella cabeza pálida, que la gentuza del cuartel, que curiosamente espiaba agolpándose en las puertas de la pieza, había puesto ahí, profanada, con los párpados altos como si fijase en su padre una eterna mirada de sus rígidas pupilas! Esas pupilas hipnotizaban al anciano, cuya vista no podía apartar, cuyas facciones se contraían en espasmos tales, que ahí, aherrojado al muro, su rostro, más que una figura humana, parecía una de esas espantables máscaras de piedra que los bárbaros esculpían en los frisos de sus templos.

El suplicio duraba días y noches, bajo la luz del sol y la luz de la luna...

Y cuando el anciano caballero llegó a delirar, ya completamente enloquecido, después de una agonía de sesenta horas, en la que le alimentaban a la fuerza sus verdugos para que no muriera de inanición, le desataron. Animarónle con duchas frías; vistiéronle de general, irrisoriamente, con grandes galones, plumas celestes en el sombrero elástico y una espadita de lata; cosiéronle en la espalda un letrero en que decía, con gruesos caracteres: "Soy el cabecilla Lavalle"... Y lanzáronle así a la plena luz de la vía pública.

Numerosos pilluelos federales, que avisados al efecto le esperaban, recibiéronle con una lluvia de gritos, silbidos e inmundicias a modo de sonámbulo, el delirante patriarca echó a huir, bajo aquella creciente mesnada de chacales que le perseguía, de la cual ninguna mano caritativa podía defenderle, so pena de caer cortada por la cuchilla de la Mazorca...

Cuando, faltándole fuerzas, rodaba al barro, los pilluelos a pedradas, obligábanle a andar y a andar bajo la befa y la rechifla...

VII

La retirada hacia el Norte del "Ejército Libertador" el "ejército pueblo" fue una creciente serie de desastres. Aprovechando Rosas el desahogo en que quedaba ordeno una "leva" o enrolamiento de los sirvientes, y antiguos esclavos de todas las familias de la ciudad; amenazó de muerte a los patrones o amos que les ocultasen o diesen escape; y como se supiera que no habría clemencia para quien desobedeciere sus mandatos, en pocos días, completando los deficientes cuadros acuartelados, formó siete batallones que daban un total de tres mil hombres. Y los lanzó a campaña, para que fueran a reforzar el ejército con que su aliado el general oriental, Oribe amagaba al general Lavalle.

La situación de éste, acampado en Santa Fe, era desesperante. Había perdido sus caballadas; quedábanle pocos víveres y escasísimas municiones; y en la gente, en número harto inferior a la del enemigo, cundían la desconfianza y el desorden. Para colmo de desventura la escuadra bloqueadora y aliada habíase retirado y Rivera, el presidente de la vecina República del Uruguay, olvidaba falazmente sus promesas a los unitarios para pactar con Rosas.

En estas circunstancias Tucumán, con don Marco Avellaneda a la cabeza, pronuncióse contra la dictadura; y el general Gregorio Aráoz de La Madrid, que servía a las órdenes del Restaurador, se sublevó allí con una escolta que hacía de ejército. Formáronse grupos revolucionarios también en Córdoba y Salta. Con estos movimientos parecía mejorar de nuevo la situación del ejército de Lavalle...

Pero no se pudo o no se supo aprovechar esta mejora. Oribe alcanzó a Lavalle, sin dar tiempo a que se le incorporara La Madrid, en Quebracho Herrado, y le derrotó completamente; decíase que se redujo su acción a "cañonear, arrollar y degollar hombres que de antemano iban deshechos, desorganizados, desmontados y, en una palabra, vencidos". Poco después, el general Pacheco, lugarteniente de Rotás, derrotaba a La Madrid en Rodeo del Medio. Y más tarde, en Septiembre de 1841, tenía lugar el desastre final del "ejército-pueblo", en la cruentísima batalla de Famaillac. Las tropas rosistas, incitadas a la venganza y al saqueo, decapitaban por millares a los vencidos, dando a los degüellos el pintoresco nombre de "overturas a violín y violón", ¡y el concierto federal era una estrepitosa sucesión de "overturas" de sangre! Avellaneda fue preso; enhastáronse su cabeza y sus miembros; y el cuero de la espalda, cortado en lonjas, sirvió para hacer "maniotas" a los caballos de los jefes del ejército rosista.

Salvándose del desastre y seguidos de un pelotón de sus soldados, Regis, Carlos y Burgos, ganaron las montañas.

Al anochecer, encontráronse con otros fugitivos del mismo ejército, que venían locos de terror. Por ellos supieron que en un punto cercano acampaban varios montoneros rosistas, los cuales tenían presos algunos oficiales amigos, y entre éstos a Gabriel Villalta... Aun no se les había ultimado...

Siguiendo un generoso impulso de su corazón, Regis, después de informarse de las circunstancias del caso, concibió el audaz proyecto de sorprender a los montotoneros durante la noche y arrancarles sus presos. Pidió al efecto ayuda a sus compañeros, quienes en el primer momento se negaron rotundamente, deseosos de ponerse pronto fuera del alcance de sus perseguidores.

–De todos modos –observó Regis– tenemos que pernoctar aquí, pues nuestros caballos están bien cansados. Podríamos pues aprovechar la noche curioseando alrededor de esos maulas rosistas, que con la fatiga del día y unos cuantos tragos de caña han de dormir como piedras... Además, no nos podrán ver, encandilados con la fogata que han encendido.

Así era. Cansados del bélico tráfago del día y seguros de su triunfo, dormíanse los montoneros federales alrededor de los fogones, que brillaban a lo lejos, parpadeando al viento como los rojos ojos de un diablo que asomara la cabeza sobre la cumbre de la sierra para refocilarse contemplando las iniquidades del mundo.

–Es necesario ir hasta allí y ver si se puede salvar a nuestros amigos y compañeros –insistía Regis– Si somos sorprendidos antes de llegar allí, huiremos, que seguramente no han de estar ellos en aptitud para perseguirnos...

En fin, tanto dijo el joven, apoyado por su hermano menor, que contagió en su entuslasino a Burgos y a dos baquianos de las sierras. Y protegidos por las sombras de la obscurísima noche, tentaron los cinco la peligrosa aventura.

Avanzaron a caballo hasta la distancia de unas trescientas varas. Dejaron allí sus cabalgaduras en manos de uno de los dos baquianos, y acompañados del otro, más cautelosos que serpientes, acercarónse poco a poco al vivaz enemigo... a la sangrienta luz de las fogatas, vieron grupos de montoneros que roncaban tendidos sobre el suelo, creyendo sin duda a los derrotados que se salvaran de la carnicería muy lejos ya de la punta de sus lanzas. Y cuando el viento agitaba las llamas, las sombras que éstas proyectaban, parecían una legión de diabólicos espectros velando el sueño de los federales, sabuesos de la Muerte.

De pronto, levantóse del suelo, a los pies de los atrevidos jóvenes, que avanzaban sin ver, ancha nube de enormes pájaros negros, una nube de buitres... Hediondo olor de podredumbre cundía en la atmósfera... Regis, Carlos, Burgos, el baquiano, echáronse de bruces y esperaron así durante angustiosísimos segundos... En eso, como por fantástico capricho, asomó la luna entre dos nubes... Y a la luz de la luna pudieron ver los asaltantes de donde provenían los buitres y el hedor... Eran cinco cadáveres de "estaqueados" que formaban una línea quebrada. Eran cinco cadáveres de hombres que sufrieran el terrible suplicio de la crucifixión horizontal, atados cada uno, de las manos y los pies, a cuatro estacas, tal que suspendidos sobre la tierra, la muerte se les produjese con lentitud divina... Eran cinco prometeos incógnitos, condenados probablemente por "espías unitarios". Habían muerto algunos días antes de la batalla, si no de inanición, bajo las garras y los picos de gigantescos buitres que, después de arrancarles los ojos y la lengua, les devoraban, todavía vivos, las blandas entrañas... Los montoneros habían venido a pernoctar cerca de ellos, tal vez porque tenían costumbre de refugiarse en ese sitio, lindero al camino y protegido por algunos raquíticos arbustos de la sierra.

Mostrando los cuerpos estaqueados:

–Esta es la muerte que espera a Gabriel –dijo Regio en voz baja.

–O la que nos espera a todos –rectificó Burgos.

Y, sin intimidarse por tal espectáculo, como impelidos por súbita indignación, adelantaron los cuatro unos pasos más hacia los siniestros fogones parpadeantes... Ya se divisaba, maniatados en el suelo, a los prisioneros... Reconocieron a Villalta... Y sonó un tiro...

¡Los asaltantes habían sido descubiertos!

Apenas tuvieron tiempo de correr hacia sus caballos, saltar sobre ellos y huir desesperadamente... No fueron perseguidos. Pronto se encontraron de nuevo entre los demás fugitivos, que les aguardaban... Pero allí se dieron cuenta de que, de los cinco que la empresa intentaran, sólo volvían cuatro... Vivo o muerto, ¡Burgos había quedado entre los montoneros!

Abandonándolo a su destino por la fuerza de las circunstancias, sin perder más tiempo, todos continuaron la fuga... Y no tardaron en encontrar al mismo general Lavalle, uniéndose al último núcleo que le rodeaba en su retirada hacia el Norte, siempre al Norte, pues del Sur y del Este lo batían los cañones; del Oeste la cordillera de los Andes. Derrotado en Famaillac, huía a Salta; pero, siéndole imposible sostenerse allí, porque lo acosaban las guerrillas de montoneros, y sin mas empeño que salvar a los que iban bajo su amparo, escapó hasta Jujuy... ¡Siempre al Norte! ¡Quedábanle apenas unos ciento y tantos hombres de los millares que le acompañaran al iniciar la desgraciada campaña!

Y alojáronse en la ciudad de Jujuy, en una casa frente a la plaza principal. Allí, por incidencia, supieron que Gabriel Villalta y Manolo Burgos habían sufrido la pena del "enchalecamiento". Consistía ésta en forrar el tronco del cuerpo del sujeto en un cuero de vaca o caballo fresco, recién arrancado... Bien cosido, pegábase el cuero al cuerpo con sus naturales humores, como con goma y, al secarse, se encogía y encogía estrechando cada vez más al hombre, hasta asfixiarle lentamente... El enchalecado corría y se revolcaba, pidiendo a gritos un pistoletazo o arrojándose desde algún alto peñasco... Si no, la agonía terminaba en copioso vómito de sangre.

...Una mañana, los hombres de Lavalle sintieron gritos y un tropel; era una partida de montoneros que venía a batirles en su última guarida... El centínela cerró el portón, y LavalIe en persona puso su ojo en la cerradura para ver pasar los montoneros, que seguramente, según su sistema de guerrear, viéndoles en estado de defensa, huirían al galope de sus caballos, para volver más tarde y sorprenderles... Pero varias balas atravesaron de pronto las maderas, y una de ellas hirió mortalmente al valiente general en la garganta.

Desde ese instante, los edecanes, los oficiales, los restos del ejército que se había llamado donosamente el "Libertador", no pensaron más que en salvar el cadáver del general-caudillo para que no fuese violado con las bárbaras mutilaciones de práctica en la gente de Rosas. Y emprendieron nuevamente la fuga, con los despojos mortuorios, hacia las infranqueables montañas de Bolivia, ¡siempre al Norte! El Restaurador pidió el cadáver del "inmundo cabecilla Lavalle", y decíase, sin duda calumniosamente, que el general Oribe lo había puesto a precio, despachando partidas para que persiguiesen a los fugitivos... Los cuales marchaban al ostracismo, después de regar ochocientas leguas con su generosa sangre, después de combatir por la patria en cien batallas, y después de perder, con la muerte del jefe, la última esperanza de redimirla.

Iban lentamente, anonadados, como un verdadero convoy fúnebre, cuando, no lejos de la ciudad que abandonaban hacia la frontera, la algazara de la fanatizada chusma que les perseguía vino a prevenirles que los enemigos estaban a retaguardia, sacándoles de su estupor... ¡Y al Norte, siempre al Norte, a través de las desoladísimas montañas, lanzáronse nuevamente a la carrera, con su piadosa reliquia a cuestas, como un símbolo, como una cruz!

A veinticuatro leguas de Jujuy, en un lugar llamado Guancalera, fue necesario hacer la autopsia del cadáver, pues despedía un hedor insoportable por su estado de putrefacción.

En medio de un páramo, a la luz de improvisado fogón, mientras unos velaban con los caballos listos, por si venían los guerrilleros, otros descarnaban los huesos de sus fétidas vísceras, para volver a emprender aquella huida macabra, a través de páramos y sierras cada vez más altas, cada paso más agrias...

Hambrientos, enfermos, moribundos, después de muchos días de una travesía inverosímil, llegaron al caer una noche, a la ciudad de Potosí. Al verles, los naturales debieron creer fueran espectros vomitados por las viejas tumbas españolas del tiempo de los conquistadores... Reconocidos, oyeron de los labios del prefecto de aquella capital boliviana palabras de respeto y de piedad, procediéndose, al siguiente día, a la ceremonia del sepelio.

Eran las once de la mañana cuando el prefecto de Potosí, acompañado de todas las corporaciones civiles y militares, así como de un batallón de línea vestido de gran gala, llamaba a las puertas de la posada que alojaba a los proscriptos. Y éstos, cubiertos de harapos sahumados de pólvora, con el semblante mustio y el corazón partido, colocábanse a la cabeza del cortejo, llevando en una urna los restos del Mártir. Depositáronlos en la Catedral, donde el teniente coronel Lacasa pronuncio una breve alocución fúnebre, en la que decía a sus hospitalarios amigos bolivianos:

–¡Potosinos! Queda entre vosotros este depósito sagrado. Conservadlo. Los argentinos desgraciados os lo encargan por el eco de mi voz. Algún día, cuando nuestros sucesos políticos hayan pasado por el crisol del tiempo, cesará el huracán de las pasiones, los hombres y las cosas tomarán su verdadero lugar, y entonces el pueblo de Buenos Aires os dará las gracias por haber conservado en vuestro seno al primer defensor de su libertad...

Y en los marchitos, escuálidos, bronceados, patibularios rostros de aquel puñado de campeones, formaban singular contraste, corriendo libremente, gruesas lágrimas de ternura.

Después de algunas semanas de reposo, cuando ya se suponía más calmada la fiebre de exterminio de los federales, Regis y Carlos proyectaron volverse, si no a su patria, cuyo territorio les era vedado pisar, a la Banda Oriental, a reunirse en Montevideo con los emigrados argentinos.

¡La empresa no era fácil! Podían elegir dos caminos: o dirigirse a Chile y de allí, por mar, al río de la Plata, o volver a Salta, atravesar el Chaco, llegar a Corrientes y allá embarcarse para Montevideo. Después de mucho titubear, optó Regis por el segundo, indudablemente el más peligroso; pero, en cambio, más rápido y más barato, circunstancias considerables para quien careciera de recursos pecuniarios y ardía en deseos de ver a su esposa idolatrada...

¿Qué sería de Blanca? Iba ya para ocho años de ausencia y de casi completa ignorancia de su destino... Pero Regis, siempre confiado por temperamento, no dudaba de que la hallaría fuerte y firme, junto a su madre, aguardándole en Montevideo, en casa de su tío don Juan Pedro, segura de que al fin triunfaría de su malhadada estrella.

¡Ni un instante en su largo éxodo había abandonado al joven esta esperanza! A través de las frías llanuras, de los desiertos montes, de los tropicales valles que había cruzado; dormitando al raso, en las tiendas de campaña, en las chozas del campo, en las casas de las ciudades; en el reposo como en la batalla, en las victorias como en las derrotas, siempre entreveía, a lo lejos, muy lejos, tendidos hacia el, los dos amantes brazos de su esposa, como diciéndole: "¡Aquí te espero!" Y ahora, agotados ya sus esfuerzos, llegaba el día de volver...

¡Volver! No era tan fácil la vuelta... Inacabables obstáculos y larguísimos retardos les detenían en una y otra parte. Tan lento cuán rápida fuera la huida hacia el Norte, amenazaba ser el regreso hacia el Sur... Ya en Potosí hubo que esperar semanas y meses a que cicatrizase la antigua herida del hombro de Carlos, que se había reabierto y se enconaba. Luego, en Jujuy, hubo que esconderse algún tiempo para no ser reconocidos y vejados por los federales.

Disfrazados con ponchos rojos y vistosas divisas entraron en Salta. Las antiguas familias altoperuanas da la ciudad les recibieron bien; pero se vieron forzados a esperar muchos meses, casi un año, a que llegara la buena estación para atravesar las vírgenes selvas del Chaco, guiados por un grupo de indios conocedores del camino, que al efecto contrataron.

Inenarrables fueron sus padecimientos del viaje, producidos por la sed, el sol, las serpientes, los felinos, los indios salvajes y ciertos tábanos más terribles que las fieras y hasta que el hombre... Por último, después de dos meses de travesía a lo largo del río Pilcomayo, y habiendo dejado en el camino dos de sus quince acompañantes, muertos, uno de insolación y otro de disentería, llegaron al río Paraná; y transponiéndolo en rústicas canoas desembarcaron en la ciudad de Corrientes.

Corrientes había sido siempre enemiga más o menos declarada de Rosas. Entonces, en 1843, un nuevo caudillo, el señor Madariaga, preparaba una campaña contra los federales. Carlos y los trece proscriptos que llegaban se incorporaron a sus fuerzas. Regis, que se sentía demasiado quebrantado para continuar guerreando, resolvió pasar a reunirse con su esposa... Para no causarle una sorpresa demasiado violenta, despachó con antelación un correo con una carta para la señora "Castellanos de Válcena", en la cual le anunciaba, con palabras vibrantes de pasión y de júbilo, ¡su próximo arribo!

Pero resultaba dificultosísima empresa llegar hasta Montevideo, ciudad a la sazón baluarte de la resistencia de un partido local contrario a Rosas, y especialmente a Oribe. Porque Oribe, después de terminar su campaña del interior contra Lavalle, había venido, titulándose "Presidente de la República Oriental del Uruguay", a ponerle sitio. Para entrar en ella era pues preciso atravesar sus aguerridas filas, que no daban cuartel a los enemigos de Rosas, como lo era ostensiblemente Regis Válcena.

Tal circunstancia demoró al joven todavía algún tiempo en terribles aventuras y peripecias sin término. Tuvo que refugiarse, durante larguísimos meses, en una pequeña población oriental...

Para colmo de contratiempos y malaventuras, allí cayó enfermó. Recogido en una humilde vivienda, pasó solitario largas noches de fiebre, asediado por trágica pesadilla. Deliraba que, de la abrupta cumbre de una montaña, pintoresco valle extendíase a sus pies. Apremiado por difusas sensaciones, él ansiaba llegar hasta el valle, pero en vano daba sus pasos hacia adelante, una fuerza extraña le retenía en el punto de partida, sobre las desnudas, las inhospitalarias piedras... En vano pretendía despeñarse, para llegar abajo de cualquier modo, vivo o muerto, por más esfuerzos que hiciera, un invisible poder le mantenía lejos del codiciado refugio, muriendo de hambre, de sed, de soledad, de silencio... Y en la nebulosa conciencia de su fiebre comprendía Regis que aquella pesadilla era un símbolo de los últimos años de su vida. Desde el momento en que franqueara las puertas su si cárcel no había tenido más anhelo íntimo que llegar cuanto antes a los brazos de su esposa, y entre ella y él se habían interpuesto, sucesivamente, desgraciadas incidencias y dificilísimos obstáculos: la emigración de Blanca, la revolución del Sur, la campaña de Lavalle, la huida a Bolivia, la herida de Carlos, las peripecias de Jujuy y Salta, la travesía del Chaco, la última revolución de Corrientes, la guerra de la Banda Oriental, el sitio de Montevideo, y de remate, su actual enfermedad... Como a los personajes malditos de la tragedia griega, un hado feroz e implacable le perseguía, mas no a él solo, no, sino a todos sus compatriotas, a sus amigos y enemigos, en fin, a su desgraciada patria...

¡Ese hado era la Barbarie!

Sin embargo, él no perdía aún su fe. Pensaba que debía llegarle alguna vez el suspirado momento del desquite. Y con sobrevoluntarias fuerzas se repuso, venció su debilidad, levantándose del lecho dispuesto a entrar de cualquier modo en la capital uruguaya... No era más valiente el guerrero romano que, caído en el combate, lavábase la herida, y, recogiendo la lanza y el broquel, iba a reforzar las mermadas filas de sus legiones... ¡Iba a vencer a los bárbaros!

Con muchos rodeos y argucias consiguió en efecto burlar el sitio que tenía puesto Oríbe, y una hermosa tarde, entró en Montevideo, ¡después de una odisea de diez años!

Un guía oficioso que hallara al paso le llevó a la redacción de El Nacional, periódico escrito por emigrados porteños, opositores decididos de Rosas. Encontró allí a dos de ellos en quienes su buena memoria reconoció, sin ser él reconocido, a don Florencio Varela y don José Rivera Indarte; hablaban de los sucesos argentinos... Sin otros preámbulos, les interpeló, preguntando donde vivía el doctor don Juan Pedro Castellanos...

–¿Don Juan Pedro? –repuso uno– Don Juan Pedro se fue a Europa desde hace unos cuatro años, y desde entonces no hemos tenido noticias de él...

–¿Y su hermana política misia Mercedes Ruiz de Castellanos?

–Su hermana política... ¿La recuerda usted, don Florencio? –preguntó Rivera Indarte.

–Sí hombre. Es aquella señora que vivió en la huerta de Altamirano, en la Colonia.

–¿Y esa señora? –interrogó ansioso Regis, agregando, como no se le respondiera. –¿Ha muerto?...

Los dos periodistas se miraron sin contestar.

–¿Cuando ha muerto? –concluyó Regis, con la autoridad de la pasión.

–Hace como unos dos o tres años... –respondió casi sin querer Rivera Indarte.

–¿Y su hija?

–Su hija vive, casualmente aquí cerca, a donde se ha instalado hace pocos días –aclaró Varela, acompañando a Regis hasta la puerta de calle, para mostrarle la casa que buscaba...

Tan hondamente turbado que no se acordó de dar las gracias ni de despedirse, lanzóse el joven hacia la casa indicada, a presurosísimos pasos, que fue acortando y retardando, como si le faltaran fuerzas, conforme se acercaba... Ya en la puerta, temeroso de un síncope, tuvo que apretarse el pecho con ambas manos, porque el corazón se le subía a la garganta. Llamó y entró. Una sala abría una puerta sobre el zaguán; penetró la sala. Allí, un hermoso chiquillo de cuatro o cinco años, que sentado en el suelo desplegaba en guerrillas sus soldaditos de cartón, al verle, levantóse con aire cómicamente amenazador...

–¿Qué quere? –le increpó en su media lengua infantil.

Sin responderle, llamando de nuevo, Regis golpeó las manos.

–No hay naide –observóle la criatura, muy seria. –La sirvienta fue hasta la esquina a comprar pan.

Sintiendo una opresión tan rara como si se asfixiara por falta de aire, Regis tomó asiento.

–¿Qué quere usté? –volvió a preguntar el niño, ya decididamente amenazador, mientras Regis observaba lívido, sus facciones...

–¿Quién eres tú? –preguntóle al fin, dominando su emoción para no asustarle, y atrayéndole sobre sus rodillas para que no escapase. –Soy el nene– replicó el chico, con la más absoluta convicción.

–¿Cómo te llamas?

–Me llamo... el nene. ¿Y usté?

–¿Quién es tu mamá?

–Mamá es mamá.

–¿Cómo se llama?

Poniéndose las manecitas atrás y mirando despreciativamente a interlocutor tan ignorante y curioso, no sin impaciencia, categórico como si cerrara un silogismo escólástico, respondió el pigmeo, después de una pausa:

–¡Yo soy el nene y mamá es mi mamá!

En esto, Válcena, que se había sentado de espaldas a la pared que daba al zaguán, sintió que entraba una mujer, sin verle ni ser vista... Púsose de pie... La sangre le golpeaba las sienes como martillazos...

–Es mamá –dijo el chicuelo.

Melodiosa voz de mujer llamó, en efecto, desde la pieza vecina:

–¡Nene! ¿Estás en la sala?

Al oír esta voz, Regis cerró los ojos, tendió los brazos y retrocedió instintivamente, como si invisible puñal le amagara el pecho... Sus nervios se tendían hasta romperse... Y el niño, con el índice sobre los labios, burlón y misterioso, se escondió detrás de un sofá. Hízose un silencio, interrumpido por el chillar de un grillo, en el crepúsculo que caía como un velo gris.

–¿Estás ahí, nene? –volvió a interrogar la voz.

–¡No! ¿A que no me encuentas? –gritó el niño chacotonamente.

La mujer entró, alta, esbelta, con majestad de reina de leyenda. Al ver a un hombre, a Regis, que se ponía de pie, vaciló, se estremeció, pasóse la mano por la frente como para arrancar de ella una tétrica alucinación que la imagen del intruso le sugiriese...

–¿A quién busca usted? –preguntó luego, ya serenada.

–¿A quién puedo buscar –exclamó Válcena fuera de sí, –a quien sino a mi esposa?

Blanca, que no había recibido la carta dirigida a la "señora de Válcena" anunciándole la llegada de su "esposo", lanzó un grito y quiso huir; pero quedó paralizada de terror... "¡Ah, indudablemente, esto es una nueva alucinación –decía con su buen sentido de mujer fuerte– Este es un hombre cualquiera a quien he confundido... Yo enloquezco... ¡Y es necesario vencer mi locura, por mi hijo!"

El hijo, asustado por el grito de su madre, refugiándose junto a sus polleras, la volvió a la realidad. Sin mirar al visitante, serenándose otra vez un tanto, dijo a éste la dama, incoherentemente como si se hablara a sí misma.

–Dispense usted... Estoy enferma... Había creído reconocer y oír... Yo no puedo atenderlo en este momento... llamaré a la criada.

Como hiciera ademán de irse con el niño de la mano, Regis la tomó brutalmente de la muñeca:

–¡No! Usted, Blanca Castellanos, no ha creído reconocer y oír, sino que ha oído y reconocido a su marido, ¡Regis Válcena!

¡Ah! ¡Esta vez no era una alucinación! No era la locura, sino un misterio mucho más horrible lo que la ponía frente a frente de Regis Válcena, el muerto...

–Yo creía que las tumbas no soltaban sus presas, así, en pleno día –murmuró extraviada, ya casi delirante.

Esta frase fue para Regis un golpe de luz deslumbradora. Como por intuición, todo lo presumió entonces todo, hasta el estado enfermizo de Blanca, la semi-inconciencia de sus gastados nervios. Esa joven, que al ver después de ausencia tan larga al hombre adorado, no gritaba, no lloraba, no se desmayaba, no llegaba siquiera a esa media tinta pasional de las crisis de ciertos temperamentos intensos; esa mujer, su mujer, no podía hallarse en su antigua normalidad; aunque respirara y se moviese y hablase, satánicos sufrimientos deberían haberle quebrado todos los resortes del alma... No era ya más que una sombra.

–¿Creíste que yo había muerto, Blanca? –le preguntó, con dulzura, soltándole la muñeca que le habían amoratado sus dedos de hierro...

De pronto apareció en el umbral de la puerta la figura de Julio Pantuci, cuyos ojos revelaban consternación y espanto...

–¿Creíste que yo había muerto y te casaste con ése... miserable? –preguntó Regis, con mayor dulzura aun.

–¡No! –clamó Blanca, visiblemente delirante –Ellos, ellos me casaron!

–¡Ellos! ¿Qué ellos?

–Ellos... Mamá, el padre, ellos...

–¿Y él te engañó, diciéndote que yo había... muerto? –Sí, él, el miserable...

Regis sacó y amartilló una pistola, apuntando al pecho de Pantuci, que no comprendía bien, paralizado, petrificado...

–¡Pero no lo mates, Regis! ¡Es el padre de mi hijo! Si lo mataras, yo creería que tú tienes celos de él, el miserable.

Bajó Regis la pistola y dijo, también como en un sueño:

–Tienes razón, Blanca. No es digno de que lo mate. ¡Adiós!

–¡No, no, espera! –gritó Blanca con un grito ardiente como un arroyo de lava. –¡Espera! ¡Quiero verte todavía un momento! Mirarte en los ojos como... ¡cuando nos amábamos! –¡Ah, cuando nos amábamos!

–¡No, Regis, no! ¡Ni un momento he dejado de amarte, te lo juro! ¡Muerto o vivo, te amo lo mismo, Regis, te amo! –y le tendía los brazos, como el soldado los había soñado allá lejos, muy lejos, bajo el fuego del cañón del enemigo. –¡El, el miserable, me engañó, pero yo te amo siempre, siempre!

Animándose por fin, trémulo de ira, protestó Pantuci:

–Te juro por mi sangre, por mi patria, por mi Dios, por nuestro hijo, Blanca que yo no te he engañado... ¡Regis Válcena había muerto! Al oir vibrar colérica la voz de su padre, el nene se escondió detrás del sofá, temblando de miedo; pero nadie se ocupaba de él, demasiado ocupados cada cual consigo mismo.

–¡Calla, miserable, calla! –interrumpió Blanca a Pantuci, con soberbia de visionaria –No quiero que me hables. Nada quiero saber de ti.

–¿Lo ves? –increpó Válcena al mismo Pantuci –Falso, perverso y envidioso, has creído vencerme con tus embustes, ¿Me has vencido? ¡Ah, no! Leo en tus ojos que idolatras a Blanca, tu esposa; pero ¡óyelo bien! esté yo presente o ausente, vivo o muerto, la madre de tu hijo no será más que mi viuda. Tú siempre serás el ser inferior, protegido o despreciado. ¡Gózate de tu obra! Yo nada más tengo que decirte. ¡Adiós!

–¡Un momento, Regis, un momento todavía! –suplicó Blanca en un rapto de ternura; pero de una ternura vaga, superficial, que le cosquilleaba en su piel hiperestésica sin calentarle el aterido corazón. –Deja que él se vaya; tú, quédate un instante más para que mis ojos te vean, para que mis ojos te acaricien.

Comprendiendo Pantuci que era peligroso prolongar su presencia ante aquella mujer enloquecida y aquel hombre desesperado, salió a vagar al acaso por las calles, corroído por los más contrarios sentimientos, rnientras Blanca murmuraba a Válcena:

–Un beso, Regis, y la despedida para siempre... ¡Nada más que un beso!

Sintió Regis que allí, de pie, iba perdiendo la conciencia de cuanto le rodeaba; contemplábase como a un tercero, sin la sensación de su propia vida... cuando le despertó a la realidad una campana que en la vecina iglesia daba el Ángelus. Sin saber cómo, transportado, desplomóse sobre una silla; clavó los codos sobre sus piernas; hundió sus dedos en los ensortijados cabellos de las sienes, palpando el latir de sus venas; y, siempre por una extraña asociación de ideas, las campanas evocaron en su alma, lo mismo que cuando estaba solo en la cárcel, una como aparición divina... ¡Era Blanca en su albo traje nupcial, coronada de azahares, que le tendía, sonriente como antes, sus labios y sus brazos! Y esta vez, respondiendo a la visión, oyó una voz, la voz tísica de esos labios y esos brazos, que repetía murmurando apasionadamente, quedo, muy quedo:

–Un beso, Regis, y la despedida para siempre... ¡Nada más que un beso!

Regis la rechazó con las manos, en un ademán inconsciente, y tan intenso, tan intenso, que mas que trágico parecía hierático... Y volvióse a oír, en la creciente noche, el grillo que lanzaba su triste, su fría, su diabólica disonancia.

Hizo Regis un esfuerzo heroico para levantarse y huir, sintiendo que, como una encina que se arranca violentamente del fecundo limo en que ha nacido y crecido, dejaba allí las raíces de su vida... Y huyó, por evitar aquel beso supremo, huyó... Pero, al querer pasar por el umbral de la puerta de calle, las piernas le flaquearon como si quisieran arraigar de nuevo allí, en el duro umbral de piedra... No pudiendo sostenerse más de pie, sentóse sobre ese umbral y se acurrucó contra la pared, apoyando en ella la desordenada cabeza... Bajo los labios exangües castañetéabanle los dientes...

Entretanto, en la sala, viendo sola a su madre, el nene salía de su escondite, llorando aterrorizado... La madre le abrazó, como despidiéndose de él.

–¿Te vas, mamá?

–Sí.

–Yo quero ir contigo... Quero ir contigo...

–¿No quieres quedarte con papá? –No, si tú no te quedas... ¡Quero ir contigo!

"Tal vez sea mejor que acabe también este niño de mala raza" –díjose Blanca, ya radicalmente trastornada, y asintió:

–Bueno, vámonos.

–Pero no puedo salir a la calle así con un delantal sucio... Voy a vetirme.

–¡No! ¡Vamos como estés, pronto!

Y, tomando de la mano al hijo, salió resuelta a buscar en la muerte un bálsamo definitivo a sus dolores...

Abstraída en su idea suicida transpuso el umbral de la puerta de calle, sin ver al hombre que estaba allí sentado, rígido y pálido como un mármol... Sólo le notó el niño, aunque sin reconocerle en la obscuridad; tomándole por un mendigo, su buen corazoncito protestó contra la indiferencia de su madre, a quien dijo, tirándole de la mano con que le guiaba:

–Allí hay un pobe sentado en el umbal, mamá. ¿Poque no le damos un pan antes de salir? Tal vez se este muriendo de hambe...

–Déjalo, que no se ha de morir antes que nosotros replicó Blanca con inusitada violencia, tirando a su vez de la mano al chico, para que no se rezagara.

El nervioso oído del pobe percibió este diálogo, y al oirlo, sintió Regis que se le helaban las raíces de los cabellos y le subía del pecho hasta los ojos un torrente de fuego... Y viendo que la mujer y el niño se alejaban rápidamente, les gritó, con uno de esos gritos que resuenan de tan hondo como si salieran del fondo de una tumba:

–¡Blanca!

Fija en su pensamiento, Blanca no oyó, o si oyó, creyó que eso era una ilusión de sus oídos, pues seguía firme avanzando en la desierta calle...

–¡Blanca! –volvió a gritar Regis, como en un hipo de agonía...

Y la joven, siempre sorda al llamamiento, con el niño de la mano, prosiguió su camino, determinada a perderse en las sombras de una noche sin aurora...

VIII

–¡Blanca! –vociferó otra vez el hombre, casi frenético; y, sin saber lo que hacía, se puso de pie para seguir a la mujer, cuya sombra, ya a lo lejos, se esfumaba como pensamiento de pesadilla, vago y sin embargo fuerte.

Conservando las distancias, ella delante y él detrás, en la infinita tristeza de la ciudad sitiada, cruzaron las callejuelas desiertas sin más encuentro que el de algún perro que, tomándolos quizá por sombras, les ladró con displicencia... Era como la fuga de una alma que huye sin mirar ni tocar la tierra, perseguida por un obstinado demonio.

Pronto llegaron a las orillas del mar. Noche tibia y límpida reinaba, noche de luna plena, que recordó ¡ay! a Regis, la eterna de su enlace... Bajo el plenilunio, opalizábanse las olas. El firmamento mismo, espléndidamente estrellado, tenía opalinos cambiantes que se deslizaban como escalofríos de las constelaciones. Y tan tranquilas murmuraban las aguas, que parecía escucharse, en el rumor de sus espumas, risas de tritones y sirenas.

En la playa, Blanca se detuvo un instante, buscando algo con la vista... No tardó en divisar lo que buscaba: una peña accesible que avanzase sobre el mar... Allí se dirigió resuelta, arrastrando casi al niño, que ahora embargado de intensísimo terror, comenzaba a resistirse:

–¿Porqué no volvemos a casa, mamá? Papá nos estará esperando...

Con insólita dureza replicó la madre:

–¿Quieres dejarme aquí sola y volverte? ¡Vete!

–No, yo no quiero dejarte sola... Volvamos los dos porque es muy tarde...

–Márchate tú si quieres, que yo me quedo aquí –observó algo más dulcemente Blanca.

Y el niño repitió, conteniendo el llanto:

–¡Yo no quiero dejarte aquí, mamá, no!

Ascendieron así hasta la cumbre del peñón, que caía casi a pique... Enfrente, el legendario cerro, erguido sobre las aguas, parecía un centinela del infinito en acecho.

–Vamos a rezar acá un padre-nuestro, pobre ángel mío –díjo Blanca al niño, besándole los sedosos rizos.

Ambos se arrodillaron. La madre dictaba, palabra por palabra; el hijo repetía fielmente, aunque con voz temblorosa, casi sollozante. Y era tan poético aquel grupo de la mujer y el niño rezando antes de morir sobre una peña arrullada por el mar, bajo un cielo opalescente, que Regis pensó un momento si eso no sería un sueño romántico, alguna imagen de Lamartine o de Byron que se reproducía en su espíritu febril... Sin embargo, no se detuvo, y él también llegó a la cumbre, en el momento preciso en que Blanca, de pie, habiendo terminado la oración, se dirigía al borde del abismo con el niño en los brazos... La detuvo bruscamente, ciñéndola de la cintura... Ella lanzó un grito, el grito de indefensa avecilla que siente en su carne la garra del águila...

–Soy yo, tu marido, Blanca mía –le murmuró calientemente Regis –Soy yo, que vengo a salvarte, pobre esposa de mi corazón... ¡Soy yo, que al fin llego y te traigo la Vida!

Transportada por una repentina alegría de locura, no dijo sino gritó entonces Blanca

–¿Es cierto que me perdonas?

–¿Perdonarte? ¡Si tú eres una santa! Todo lo he olvidado... Nada tengo que perdonarte. Todavía somos jóvenes, ¡y podemos ser tan felices!

–¡Me perdona, sí, me perdona, Dios mío! –exclamó la joven en un grito de júbilo; y luego, como herida por un cruel pensamiento, preguntó, mostrando al niño, cuyas dilatadas pupilas denotaban el paroxismo del espanto infantil: –¿Y a éste también le perdonas? ¡A éste no puedes perdonarle, no!

–¡Pobrecito! ¿Qué, culpa puede tener él? A él nada tengo que perdonarle... Además es hijo tuyo, es algo tuyo, y por eso solo ya lo quiero.

Después de una pausa, en voz muy baja, como dudando aún, Blanca repuso:

–Gracias. –Y con una súbita idea que acusaba honda crisis mental, increpó de nuevo a su esposo, esquivando su abrazo y mostrándole otra vez al chico: –¡Míralo bien, míralo bien! ¿A quién se parece?

Mecánicamente, Regis contestó:

–A su padre...

–Sí. Es moreno y de ojos negros como su padre pero, ¿no se parece también... a alguna otra persona? Sin hallar respuesta, Regis miró distraídamente el gracioso rostro oval del niño... Y más exaltada aun continuó Blanca:

–¿Y a mí? ¡A mí no se parece! Ya lo sé. Pero se parece a a1go mío... ¡Míralo bien! Aunque sea moreno y de ojos negros como su padre, sus facciones recuerdan otras facciones que, sana o enferma, cuerda o loca yo no he olvidado, no he podido olvidar un solo instante... ¡Fíjate, Regis, fíjate!

Por calmar a su esposa, comprendiendo ahora su extraña idea, díjole Regis, más complaciente que convencido:

–Es cierto, Blanca... Se parece... a mí.

–¡No, no, no! Lo dices por decirlo. ¡Míralo bien! Ya por sugestión, ya porque realmente, bien mirado el niño le recordara ahora tan raro parecido, con entonación de sincero asombro el marido consintió:

–Es verdad. Se parece a mí.

¿Y cómo no parecerse a ti, si yo no he pensado más que en ti, si mi alma no ha vivido más que para ti y en ti? –exclamó Blanca triunfante, mientras Regis tomaba el niño y depositábalo en el suelo, besándole el también la frente.

Al sentir una mano fuerte y amiga, el chico rogó:

–¡Volvamos a casa, volvamos ahora a casa!

–Ya vanios, nene –le repuso Regis, cuya piedad invocaba el niño con toda la fuerza de sus inocentes pupilas húmedas.

Esta respuesta tranquilizó a la criatura que, sin soltarse de la ropa de su nuevo amigo y salvador, se puso a contemplar el mar...

Sobre el casi luminoso oleaje, los delfines jugueteaban en parejas.

Sintióse aquí Blanca, en la sacudida suprema de aquel momento, renacer a la vida. Su alma se recomponía, refundía sus viejas hipóstasis de histerismo, cohesionaba los recuerdos de su pasado... ¡Ya no era más una sombra sino que volvía a ser como antes, toda una mujer! Y la mujer hundió su abatida cabeza en el pecho de su hombre, en el broncíneo pecho desnudo, pues las peripecias del viaje lo habían descubierto, quitándole el poncho desabrochando el corbatín y rasgando la deshilachada camisa... Sobre él estalló Blanca largamente en sollozos que eran como bramidos de júbilo... En su espasmo, llegó a clavarle los dientes con epiléptica violencia, hasta arrancarle lágrimas de sangre... Y su boca, sedienta de amor, bebía en sus gritos inarticulados esas tibias lágrimas de sangre.

–Bajemos a descansar un momento a la playa, vida mía –le insinuó suavemente al oído Regis, cuando ya, rendido de fatiga y de emoción, no podía soportar más su peso.

–Bajemos.

El joven se agachó a recoger al niño. Este ya no miraba distraído los juguetones delfines; sintiendo el cansancio de la jornada, se había sentado en el suelo, donde, como un hombre, lloraba en discreto silencio cubriéndose la cara con sus manecitas. Regis le cargó sobre el hombro izquierdo, y tomando a Blanca con la mano derecha por la cintura, descendieron los tres hasta la arena. Allí, sobre un pequeño montículo, depositó a la mujer, diciendo al niño:

–Vete a jugar un poco mientras tu madre descansa. Después yo te llevaré cargado a casa.

Con militar sumisión obedeció el niño, yéndose a sentar, él también, algo retirado.

Siguiendo una vieja costumbre, sus dedos se pusieron a hacer en la arena, para pasar el tiempo, pequeños hoyos que se llenaban solos de agua. Era esta una de sus distracciones favoritas, de la cual ahora de paso, podía gozar unos instantes, tranquilizado por la presencia de aquel hombre, tan bondadoso, al que instintivamente comprendió que debía su vida y la de su madre. De cuando en cuando echaba sus vistazos al extraño y a la madre, con ojos tan cándidos y penetrantes como los del angelito que, a orillas del Mediterráneo, se le apareciera a San Agustín.

Y queriendo Regis sentarse junto a su esposa, en la terrible placidez de aquel blanco plenilunio, tan blanco como el otro, la joven, asaltada de nuevo por sus dudas y terrores, no se lo permitía.

–¡Óyeme! –le dijo ella, poniéndose súbitamente de pie y volviendo a su antiguo delirio. –Tú crees saberlo todo y no lo sabes todo. Si lo supieras, no podrías perdonarme... ¡No! Hay algo que no podrías perdonarme.

–¡Por Dios, Blanca! Descansa ahora... Ya hablaremos más tarde... Ven, siéntate aquí, conmigo.

Como Regis intentase casi forzarla a que se sentara a su lado, ella, apoyando su cabeza bajo el hombro y enlazándolo con sus trágicos brazos, se arrodilló a sus pies...

–¡Óyeme! Tú crees saberlo todo y no lo sabes todo –repitió– ¿Por qué no me has dejado morir? –¡Créeme! Felices, no podremos ser jamás, jamás... Cuando tú lo sepas, me tendrás asco y te alejarás de mí.

Ahora era Regis quien, como antes Blanca, en la inolvidable noche nupcial, temía de su mitad adorada un incurable ataque de locura.

–¡Óyeme!

Y Blanca, en su conmovedora actitud, siempre de rodillas, la cabeza baja y apoyada en el seno de su esposo, contó su terrible historia, en la monótona entonación del que recita una melopea o un rezo. Todo lo explicó, con perfecta lucidez, acusándose de homicida y de adúltera...

Mientras la escuchaba, dos o tres veces tuvo Regis que alejar con imperativo gesto, ordenándole que se fuera a jugar más lejos, al nene, pues el nene se acercaba ahora atraído por la voz de su madre, como ciertos animalitos curiosos que, al sentir música, allegan su hociquillo a donde suena... Aunque con visible desgano, por fin obedeció definitivamente el chicuelo, yéndose a esperar, a muchos pasos de distancia, que terminase la larga y misteriosa conversación... Era la noche tan clara, que no había peligro en que corretease por la playa siguiendo los delfines, que en sus saltos sobre el agua parecían tomar baños de luna.

Dejó Regis concluir a la excitada mujer, y cuando termino, explicóle con varonil y lógica elocuencia cómo ella, lejos de ser culpable, era una alma inmaculada, más blanca que la nieve de las cumbres... Jamás abogado alguno abogó mejor, ¡y por mejor causa! Sus palabras fueron cayendo a modo de bálsamo celestial sobre las abiertas llagas... Poco a poco, la luz de la razón y de la verdad iba haciéndose en el antes tenebroso espíritu de la esposa. ¡Cosa extraña! Los mismos argumentos que otrora tan inútilmente le hiciera su confesor y amigo el padre Rodríguez, dichos ahora por Regis, la convencían, la tranquilizaban hasta la beatitud. ¡Sólo entonces los comprendía! De nuevo empezaba a creer en la Justicia Divina, porque, al creer en su hombre, ¡creía en Dios!

Fue aquel para Blanca el momento más intensamente feliz de su vida. Parecíale que una nueva sangre la vivificaba; que la sangre pura y sana de su marido, corriendo ahora por sus venas, embriagábala con delicioso calor y regularizaba los latidos de su corazón, antes tan descompasados y violentos.

¡Sí! Habíale llegado el momento de creer en Regis, en la felicidad, ¡en Dios!

Dulce llanto humedeció sus mejillas, un llanto como el que de niña había derramado alguna vez en el regazo de su madre. Las lágrimas, consoladoras lágrimas de dicha, fluyeron generosamente de sus ojos, de esos claros ojos visigóticos que tan enigmáticos parecieran a Pantuci...

Y al fin alzó esos ojos, libertados ya de su confusión y su vergüenza, fijándolos con expresión de infinita gratitud en los de su esposo, cuya vívida mirada de ternura la atraía sumiéndola en arrebatado éxtasis... Y así como al terminar la tormenta, heraldo de bonanza, surge en el cielo el arco-iris, apareció en su rostro, nuncio de paz, por primera vez después de muchos años, la sonrisa. No ya llorando sino sonriendo, aunque a través de sus últimas lágrimas, dijo pues al esposo:

–¿Recuerdas que en la noche de nuestro casamiento me pediste indulgencia para lo que llamabas... tus campanas? Ahora yo también tengo las mías... No, no me refiero a mis pecados, que tú hallas tan inocentes, o si no... ¿cómo decirte? ... Yo ya no soy, no seré nunca una mujer razonable como antes... Sólo tu cariño podrá mejorar un poco, a la larga, mis nervios enfermos por tantas, tantas emociones mortales... He tenido y tendré aun desvaríos, sueños, terrores... ¡Estas son... mis campanas! Acaso necesites angelical paciencia para aguantarlas, cuando suenen en tus oídos, distrayendo y despertándote en horas intempestivas! –Y con renaciente angustia preguntó: –¿Me las perdonarás siempre... siempre?

¡Aleluya! Por toda contestación, después de cruzarse el relámpago de una mirada, sus labios se encontraron, tremantes y divinos, encendidos al rojo blanco... ¡Era el beso antaño interrumpido, el primer beso de desposados, que se reanudaba, más ardiente que nunca, después de diez años de deseos!Y asaltada por un súbito pensamiento, Blanca echó repentinamente hacia atrás la cabeza y cortó el hilo de oro de aquel beso, exclamando, inquietísima:

Es muy tarde, Regis... Llama al nene... Llama al nene y volvamos a cualquier casa amiga, donde pediremos hospitalidad por esta noche... Vamos a casa de los Suárez, donde nos refugiamos ya otra vez con mamá y Corina, al llegar a Montevideo... Pero el nene... ¿Dónde está el nene?

–Voy a llamarlo –contestó Regis, poniéndose de pie para buscar el chiquillo, también inquieto él, sin saber por que...

Buscóle con la vista por las cercanías, sin divisarlo... Le llamó a voces; nadie respondió...

–¡Nene! ¿Dónde estás, nene, por Dios? –gritó ya casi desesperada la madre.

–Calma, Blanca... Vamos a buscarlo despacio... Ha de estar por ahí jugando.

–En esto, acercóse un grupo de cuatro o cinco pescadores, que iban cantando a sus faenas nocturnas, en la estival noche de luna.

–¿No habéis visto a un niñito que se nos ha perdido por aquí? –interrogó ansiosa la madre.

Los pescadores interrumpieron el canto, moviendo negativamente las cabezas.

–¡Entonces, pronto! ¡Ayudadnos a encontrarlo! No puede estar muy lejos... –mandó Regis, con voz perentoria y conminativa.

Todos se pusieron a buscar al niño, que en noche tan diáfana no podría hacerse invisible...

De súbito, la madre lanzó vibrante exclamación, señalando un punto fijo en la playa... Regis corrió hacia él, descubriendo allí, en efecto, los zapatos y las medias de niño, calientes aun del calor de sus piececitos, a la orilla de un hoyo lleno de agua que el mar retirado dejaba al descubierto... En lo alto, cerníase un gran pájaro marino de vientre gris y extendidas alas negras, graznando siniestramente.

Con nerviosa mirada sondeó Regis el hoyo: hacia el otro lado flotaba un cuerpo, como el de un niño vestido con un delantal blanco... Vio el joven que el hoyo no era hondo y se arrojó a él... Con el agua hasta la cintura, agarró el cuerpo flotante... Era el del nene; estaba helado... Saltaba a la vista que el chico, creyendo que el agua le llegaría apenas a las rodillas como en muchos otros hoyos semejantes que tantas veces viera en la playa, se había descalzado y metido en él, por el travieso espíritu de su edad, para distraerse, jugando, pues que le habían ordenado que jugase... Luego, una rápida pendiente arrastróle hasta el fondo, demasiado profundo para su estatura, y se ahogó, sin voz para pedir socorro, sin que se le tendiese ninguna mano amiga... ¡Pobre nene! En vano intentaba su madre oír latir de nuevo su corazoncito; en vano intentaban los pescadores, aplicando los recursos de práctica, volver el aire a sus pulmones de jilguero... Estaba muerto y bien muerto...

–Más muerto que mi agüelo –dijeron los pescadores, por toda oración fúnebre, mientras Blanca se desvanecía en los brazos de su esposo...

–¡Aun te quedo yo, Blanca mía! –insinuábale Regis.– Todavía puede darnos Dios muchos hijos con que reemplazar al angelito que Él ha querido llevarse al cielo...

Para reanimarla, le roció la frente con agua del mar y al hacerlo, figurábasele ese acto como un nuevo bautizo que la haría renacer a una nueva vida... ¿No le había cortado la Providencia, en efecto, con el aliento de la personita que acababa de morir, todo recuerdo, todo lazo con el terrible pasado? Y si la Providencia lo había querido así, ¿no sería eso mejor para el futuro hogar? No obstante esta idea mística, ¡cuánta piedad rebosaba en su pecho varonil por aquella cándida víctima de una predestinación funesta! ¡Cuánto hubiese deseado, ahora que se sentía fuerte y feliz, devolver la vida, como limosna de rico, a esa pequeña alma cariñosa y desamparada que acababa de levantar de la ingrata tierra su columbino vuelo!

Y después de un momento de tregua, emprendió Regis el penoso regreso. Sin permitir que nadie le ayudase, cargó solo con su desfallecida esposa. Uno de los pescadores llevaba en sus brazos el cadáver del niño. Los demás, seguían en silencio, las cabezas descubiertas. Así llegaron a la casa de los Suárez; pues allá pidió Válcena que le guiaran, recordando la indicación que antes le hiciera Blanca... El plenilunio envolvía al grupo en un ambiente de recogimiento luminoso; diríase que cantaba la muerte del Inocente.

Terminada la cena, los Suárez, piadosa gente al estilo colonial, preparábanse a rezar el rosario en familia, como acostumbraban, reunidos en la sala, todos, hasta una negra vieja que naciera esclava y la criada mulata, su hija. Además, habíanseles agregado dos valetudinarías que en la casa vivían. Acababan de arrodillarse, yendo a iniciar ya el gangoso fraseo en coro, cuando, previo rápido anuncio, cayó en la reunión, como un rayo, Regis Válcena, con su preciosa carga y sus acompañantes... Ante la azorada familia, dióse a conocer en breves términos; expuso su caso, cuya primera parte era por cierto bien conocida allí, y pidió una cama para la mujer y un ataúd para el niño... Inmediatamente fue transportada Blanca al vecino dormitorio, donde pudo atenderla su esposo, anhelante por que recobrase el sentido.

La anciana señora de Suárez, por su parte, hizo venir "al médico de enfrente", quien reconoció que no había esperanzas de que el pequeño ahogado volviese a la vida. Entonces mandó llamar a un sacerdote para que presidiere el duelo; y ayudada por las dos viejas adláteres que vivían en la casa, desnudó el helado cuerpecillo de las mojadas ropas que le quedaban, amortajólo, con una sábana blanca, lo tendió sobre una mesa en medio de la sala, púsole un crucifijo sobre el pecho, lo rodeó de cirios... Todos se arrodillaron alrededor, comenzando el rosario mientras venía el sacerdote. La antigua esclava, que poco o nada conocía al niño, daba la nota del dolor; gemía desaforadamente, hundiendo la frente en el polvo y arrancándose la canosa mota con los crispados dedos. A los pies del cadáver rezaban la señora de Suárez y sus dos compañeras, sin perder compostura, como tres dueñas españolas en la muerte de ducal infante.

Un amigo, a requisición de Válcena, fue a buscar a Pantuci, hallóle en el umbral de su casa en momentos en que su turbadísimo espíritu vacilaba sobre la conducta que debía adoptar ante la inusitada resurrección de Válcena...

–Su hijito ha muerto ahogado, don Julio. Lo están velando en casa de Suárez –díjole de súbito el mensajero, con la brutalidad de un plebeyo que anuncia a un superior irremediable desgracia.

Contrajéronse los músculos del rostro del padre en una mueca macabra, sellándose sus labios con sello de piedra... Siguió al mensajero... Pronto apareció en la sala del improvisado velorio... Ante su presencia, callaron los rezos y hasta los aullidos de la negra. Claváronse sus pupilas dilatadas y secas en las queridas facciones del niño, cuya boquita parecía sonreír aún... Y allí estuvo, rígido de emoción, muchos minutos, sin moverse, parecía que sin aliento. Sus manos tomaron los yertos y desnudos piececillos. Su cabeza, humillada por la desgracia fue bajando y doblándose hasta caer sobre aquellos un gran rato, diríase que para refrescar con el frío de la muerte la calenturienta frente...

Las viejas reanudaron el rosario. Y entró el sacerdote que habían mandado llamar, encarnado –¡oh extraña coincidencia del destino! –en aquel mismo padre Filiberto Rodríguez que seis años antes aprobara y bendijera el enlace de Julio y Blanca. Había envejecido mucho. Su cabello era más blanco que el vellón del cordero pascual; su espalda se encorvaba bajo el peso de sus abnegaciones y sus años; sus manos se extendían en doliente e inacabable temblor.

Pantuci, casi sin verle, adivinó su presencia... Púsose dé pie, le detuvo, y preguntó con voz fuerte y segura:

–¿Dónde está Regis Válcena?

Regis Válcena apareció en una puerta, junto a la cabecera del niño tendido sobre la mesa... Quedaron los dos, el falso y el verdadero esposo, en violentísima pausa, frente a frente, separados por el pequeño cadáver.

–¡Regis Válcena! Ante ti, ante el sacerdote que me casó, ante todos los testigos presentes, declaro que creí de buena fe en tu muerte. ¿Cómo has podido entonces sacrificar al Inocente?

–Dios lo ha querido. Ante Él juro yo también que su muerte me afecta casi como si fuera mi propio hijo –repuso Regis con ronca voz, tomando mecánicamente entre sus dedos los negros rizos del niño.

Tan dramático silencio se hizo, tanto era el silencio, que se oía el rugir de las almas.

–Te creo –replicó terminantemente Pantuci. De nada os inculpo, ni a ti, ni a... Blanca –y al decir Blanca su voz se enterneció, aunque recuperando pronto un timbre viril y decidido. –Ya nada tengo que hacer aquí...

Nada sacaría con matarte, porque ella... ella, que antes no me quiso, menos me querrá después. Mi casamiento, que se hizo por error, queda anulado con tu vuelta; tú eres el marido legítimo... Lo reconozco. El único vínculo que me podría atar a... ella, ha desaparecido. Yo, como nada tengo que hacer aquí, desapareceré también de este sitio maldito... Mañana después del entierro –su voz se enterneció de nuevo al decir "entierro", –me vuelvo a Buenos Aires a servir en los ejércitos de Rosas. Nadie me negará este consuelo. Acaso alguna vez nos veamos todavía las caras en el campo de batalla... Entre tanto, ¡sed felices!

Así habló Julio Pantuci, como si en aquel dolorosísimo trance diera un vuelco, probablemente pasajero, su índole envidiosa y maligna. Así habló, en una de esas crisis totales de la vida; una de esas crisis en que, conminados por inexorable fatalidad, los hombres malos tienen sentimientos buenos; los egoístas, impulsos generosos; los pequeños, ideas grandes... Y se acercó al cadáver, tomólo cuidadosamente en los brazos, como cosa preciosa y frágil, y agregó:

–Vaya alguno ahora mismo a casa del carpintero a mandar hacer un ataúd... Me lo enviarán a mi casa... Allí llevo a mi hijo, a velarle... Síganme los que quieran rezar por él. ¡Mañana le enterraremos!

En diciendo esto envolvió el ya amortajado cuerpecillo en su propio poncho, como para preservarlo del frío, y salió con él de la sala... Todos le siguieron en fúnebre cortejo.

Primero el padre Rodríguez, después las tres viejas, luego las jóvenes, la negra, los criados. Iban rezando a media voz en un monótono desfile de oraciones y de dolores, el desfile, en fin, de la miseria humana...

Desde la puerta de calle Regis les vió alejarse y perderse en lontananza... Quedando solo, volvió junto a su mujer, que parecía dormir el agitado sueño que sigue a las grandes sacudidas nerviosas... Después de contemplarla largo rato, se inclinó sobre ella... y le besó la frente. Blanca abrió los ojos a aquel beso. Era el beso mágico del príncipe salvador anunciado por el hada madrina; el mágico beso que venía a despertar a la princesa encantada que durmiera en el lecho desde un siglo. Pero ese lecho, que en la leyenda, al ser invadido por la maleza fuera de rosas, para Blanca no había sido más que de espinas. Sólo los labios del esposo podrían restañar ahora las llagas que dejaran esas espinas en el desfalleciente cuerpo, restañarlas una a una en un inacabable Himno de Amor, ¡en el Himno de la Vida! ¡Aleluya!

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