Prólogo

El libro toca a su término. Ya era tiempo. Ha pasado a través de muchos dolores y ha disecado un gran trozo de alma humana. Los pobres fronterizos que lo han hecho entraron en el sepulcro sin esplendores, ni ruidos, como todos los anónimos, después de haber poblado las noches del escritor, arrulladas por el tic-tac del reloj en la casa honda y silenciosa. Han sufrido y han rezado. Más de una vez el puñal fue la suprema ratio y los callejones del suburbio y la ciudad en guerra civil se impregnaron de sangre. Por eso sus páginas tienen aletazos de alma y rugidos de bestia, todo entre las tormentas, los crepúsculos suaves, las madrugadas y las noches serenas de astros maravillosos en el azul profundo de la naturaleza de mi tierra, impregnada de emanaciones de trebolares y cardos, de perfumes acres de alfalfas y sina-sina, de selváticos tufos de ombúes resecos, esos esqueletos que no quieren salir todavía del humus patricio, melancólicas ruinas y amables refugios muertos del corazón vagabundo del pueblo viejo... Por eso si algo hermoso tienen sus páginas, reflejo es de la hermosura de mi tierra y todo lo imperfecto que es lo más, reflejo es de la imperfección humana, porque el instinto de arte tiene como instrumento a la lira salvaje y descompuesta con esplendores intermitentes y sombras gigantescas. Por eso también la perfección es un desiderátum o tal vez una gloriosa megalomanía.

Tengo para mí que para llegar a ella los poetas debieran tragar el humus de los campos, llenarse la boca del barro fecundo y escupirlo a chorros sobre las páginas. Así crearían la selva, la maleza, la covacha de la fiera y el nido y debieran pedirle al éter los colores, a los astros las carolas luminosas y al océano el misterioso idioma de las mareas, el zumbar de las borrascas y la tranquila y solemne elocuencia de sus calinas. De esa manera estrofa estaría llena de la ansiosa vitalidad de la naturaleza. Sería la verdad y sería lo digno. Porque mientras los escritores hagan servir el divino arte para la miniatura insulsa, y los desmayos y el numen de la fuerza que conforta y levanta no agite y sacuda las cuerdas del plectro, esta virginal tierra de América no tendrá nada que agradecerles. Han despreciado sus bellezas vigorosas. ¡Es una diosa que quiere parir y no encuentra quien la fecunde!

A veces uno piensa que no hay virilidad intelectual. Todo es medido y pequeño. El artista gigante que esculpa la verdad en los granitos y en los mármoles de la montaña no existe, ni el poeta que revele las alegrías y las lágrimas de las cosas. ¡Parecen en el pasado visiones espectrales los grandes muertos! Ellos auscultaban a la madre tierra, ellos sabían el alma del ritmo, mientras aquí los colores están impregnados de luz purísima, nacen, viven y se van sin dejar nada en el pincel humano, como una estéril tristeza. Late el corazón; las generaciones se mueven. En vano el primero es cítara de cuerdas sangrientas con amor, con dolor, con hondos ensueños que narran la leyenda generosa y describen las sombras del delito y en vano orquestas son las muchedumbres, que ruedan a través del tiempo en una marcha interminable consolidando sus índoles, grabando etapas históricas, en pos de objetivos distintos. ¡En vano! Sus clamoreos se pierden, sus cánticos de gloria se dispersan; sus retrocesos desaparecen en las tinieblas. Nadie escribe el poema de nuestra marcha en la odisea del presente. Será porque ya no hay patria, porque ya no hay mundo, ni tiranos, ni esclavos, ni ergástulas políticas. ¡De manera que los pobres electos que aman la libertad pueden morirse! La desventura no se socorre, ni la mano está hecha para acariciar la mejilla macilenta del que sufre hambre. Por eso hoy, después de tanta peregrinación de siglos, en presencia de las razas sanas y fuertes, hemos vuelto de nuevo al madrigal. ¡Cantamos la poesía de las blancas pelucas y los afeites de los abades elegantes y lascivos! El himno al sastre triunfa y endiosamos los perfumes acres de las casas de modas y de las peluquerías. O si no los artistas escriben el lupanar. Se han apercibido que si no hacen eso, el hambre los va a devorar y los hijos que no tienen la culpa de haber nacido serán miserable ludibrio, si hombres y carnes de dolor y de infamias si mujeres. Y la degeneración ha llegado hasta olvidar su propia psicología. Usan la ajena estética y roban el alma ajena y si por casualidad pasa algún salvaje de melena hirsuta y ojo revuelto que marche como un sonámbulo solitario y derrame de su pluma tinta con olor a macho, los efebos y estetas delicuescentes arrugan la nariz y exclaman:

-¡Puff! ¡Porquería! Para volver y para siempre al regazo estéril de las marquesas en decadencia, transformados en perritos lanudos y concupiscentes. ¡No haya miedo! No serán fecundadas porque no tienen ovarios... ¡El progreso ha creado la laparotomía para arrancarlos!

Por eso he pensado que los sanos y los fuertes siembran en la estepa. La semilla no cuaja y el árbol no retoña. Así sus libros tienen la vida precaria y llenos de tierra, rotos y manchados de mohos y de humedad desaparecen en los rincones de la casa del escritor. Los pocos amigos que no saben esto lo ven pasar y lo saludan como a una esperanza; los demás usan con él alta conmiseración y siguen ganando plata. Mientras tanto el alma se encoge y se llena de enconos sordos; la telaraña envuelve y mata las alegrías ingenuas y las fruiciones de la creación y la mente se acostumbra a creer inútil la virtud. Ya no estima a las madres que se encierran para amar y sufrir, ni elogia el trabajo pertinaz y silencioso que forma la casa. Lo que sabe es que el triunfo acompaña a la hetaira semidesnuda de pechos procaces. Esa es una pródiga. La concepción no la deforma y el artificio da esmaltes a sus carnes, agranda el ojo y ennegrece la pestaña, mientras las otras palidecen y encuentran la vejez prematura. Han alimentado a los hijos y no duermen para velar su sueño. ¡Tristes criaturas, como los escritores que hacen la obra honesta y profunda! Menos mal si detrás de ellos hay un alma de hierro, de esas que no quiebra la indiferencia, ni la diatriba conmueve, ni el elogio vulgar y mentido tuerce en su nativa fertilidad, una de esas almas resueltas hasta morir por las viriles energías de su credo de arte, porque entonces las malas pasiones se hacen pedazos en su coraza de caballeros, el sendero se abre y en la hora de la vejez o de la muerte se llega al triunfo sin discusión, a la apoteosis consentida. No siempre es así. Los aristarcos suelen triunfar. El corazón a ratos es frágil como el cristal; la indiferencia y la injusticia deshilachan sus carnes de seda; el desaliento amarga los soliloquios sombríos del artista quebrado y la mente saturada de aristócratas delicadezas sucumbe al estrujón de la mano áspera y plebeya. ¡Ah! ¡Esos canallescos insuficientes, corolarios de rameras y de innobles truhanes! Yo los conozco. No tienen sangre roja en las arterias. Son puro hígado. El genio los desazona. Se enfurecen y se trastornan. Usan lívido el polen y la pluma grosera como vidrio de papel de lija. Se sientan a escribir. ¡Tuvieran siquiera la grandeza de los iconoclastas, fueran sectarios de esas colosales revoluciones de pueblos o heraldos de las nuevas ideas! Nada. Lo que quieren es destruir. La envidia los aguijonea. Hay que matar en germen las iniciativas, no consentir que los jóvenes escriban, que tengan ideas y sensaciones, que amen y sufran, para que lo hidalgo y las tentativas audaces y todo ese orbe caliente y agitado del alma juvenil se agoste batido por la frase siniestramente simiesca o se aletargue en la fría ponzoña de la crítica maligna. ¡Si habrán amado alguna vez estos degenerados, si se habrán sentido alguna vez égida de cosas nobles, amparo de bellas criaturas o sombras robustas de purezas amables y delicadas! Por eso muchos escritores mueren jóvenes, cuando el latigazo cae demasiado pronto y hiere las fibras virginales de la corola naciente. Acostados en los sarcófagos, larga y blanca la persona, lamentan hasta la vejez extrema aquellas fantasías acariciadas y muertas en plena frescura, los pobres versos en amarillento papel, los bocetos de verdes naturalezas tirados en el rincón más obscuro de los roperos. Son luego remordimientos. Suenan como una reprehensión, como una falta dolorosa al deber. Esa es la obra de los verdugos. Así queman muchas páginas de gloria estos traidores a la patria, que destruyen los bloques marmóreos destinados a formar más tarde su monumento, y a darle efigie honda y vigorosa. ¡Por eso los escritores que no buscan el elogio y ven pasar la diatriba con un vigoroso sacudón de hombros, blandiendo la pluma con ahínco, más salvaje todavía y escribiendo porque son persona y voluntad, deben enviar a los jóvenes artistas la palabra de aliento y de esperanzas y concitarlos a ser... a nutrir su Yo y a agigantarlo! Deben saludar a estos formidables que bajan al estadio para la lucha, a los perseverantes, a los inquebrantables, a los irreductibles y a los buenos que estrechan la mano de los que empiezan la vida intelectual y los acompañan en el difícil camino, porque son los jóvenes los que han hecho esta tierra, muriendo en los combates y derrochándose en el trabajo y en la vida pública. ¡Oh! ¡Jóvenes! ¡Es necesario ser! Los aristarcos desaparecen ante la tenacidad y la fuerza. Es necesario ser porque la patria quiere que nadie se esterilice y desea hombres para el porvenir...

Y ya van faltando. El momento presente es gelatinoso. Los gobiernos son blandos; los pueblos son blandos. No hay la educación constante y tenaz. Por eso cuando se hace una manifestación de energía, eso se llama revolución, que resulta un corolario enfermizo porque después el músculo se agota y el alma también. Así se explica que crezca con lujuria la maleza y abrase y mate la planta juvenil. ¡Así se explica que lo podrido se acumule y triunfe en Dinamarca! De aquí la necesidad de las letras viriles y del apostolado frío de todos los momentos, porque es necesario que los escritores se convenzan que no serán persona en esta tierra, mientras no sean combatientes. Ya es bueno que cese la risa sardónica de las insuficiencias que ocupan las alturas y no es la primera vez que los gavilanes negros de la pluma se han trocado en catapultas. Si no hacen esto no gozarán derechos y si se quejan de la injusticia o mengua en que se les tuviere, eso se dispersará entre el rumor de cualquier carcajada compadre o en la vulgar lástima de los sibaritas triunfantes. Menos madrigales. Es necesario que la pluma sea temida entre y se revuelva entre las carnes sangrientas. ¡Es necesario empujar al país hacia la honra! ¡Detrás de nosotros hay un pasado que puede servir de ejemplo! Hay monumentos en las plazas de la República, trozos de bronce pardo, que bajo el gran sol escriben el poema de la gloria honesta y hay esfuerzos de trabajadores diseminados en todo el territorio, que dicen a grito herido que esta es tierra capaz de grandezas, y puede ser cuna, fragua y crisol de civilizaciones, alma de desamparados, savia para estériles y resurrección de tristes. Por eso yo afirmo que las páginas que se escriben con lodo no entran en el ciclo de nuestra marcha y los truhanes no forman en la corte de las realezas de nuestra historia. ¡Son manchas que no empañan, basuras que se apartan con el taco, caracuces que se tiran a los perros! El gran sol de los cielos brilla siempre aún a través del nubarrón que cruza por delante!

Pero es bueno que no pululen. Para eso el culto al pasado, a lo que queda en la historia, a todo lo que sin mancha traspone los tiempos y cubierto de polvo vive todavía salvado por el recuerdo. ¡Oh! ¡La eterna primavera de las ruinas! ¡Oh! ¡Niñez de mi ciudad natal! Todavía hay cercos perfumados que limitan los callejones del suburbio, trenzas obscuras de moras y corolas de rosas selváticas. Adentro de ellos viven los cuices, la lagartija curiosa que sale al camino y espía, canta el jilguero, procrea el sapo y la ratona gorjea la alegre melodía. Por lo mismo que es un mundo que se va, vosotros que amáis esta tierra, sacaos el sombrero cuando pase Genaro con su guitarra de cantor del suburbio a la espalda, porque la reverencia no es al hombre, ni al que escribe, sino el pobre y melancólico símbolo de ese mismo mundo, al extraño y dulce poeta de las viejas cosas adoradas, para que nunca mueran los ombúes, ni los sauzales, ni las alhucemas, ni los roperos de caoba, que guardan todavía ricas sedas, encajes y peinetones, con que vistieron sus carnes las que ya pasaron. ¡Inmortales así mismo! A través del silencio, cuando las campanas tocan ánimas en la tiniebla, como si fueran voces del infinito desasosiego humano, bajo el cielo obscuro y sobre los esplendores de las calles iluminadas, en la hora en que los niños juntan las manos para rezar, entran en la casa solariega las viejas abuelas, las compañeras de la fuerte raza, las hembras castas y venerables sobre cuyo corazón durmieron los guerreros patricios... Porque después ellas envolvían en los grandes rebozos de espumilla perfumados de cedrón y de retamas el cuerpo herido de los héroes y paso a paso camino de la Recoleta siguieron sus féretros, iluminados por su mirar grande y sereno. A esa hora entran en la casa solariega las viejas abuelas, ¡¡las hembras castas y venerables de los caballeros de la fuerte raza!! Porque si es cierto que todas las cosas tienen estrofas en la entraña, son de granito las que conservan las edades fenecidas, almas vivientes de los dioses tutelares y sollozando van hacia el olvido tristes historias de dolor y de quereres, hondos sonidos de lágrimas que no se ven y virtudes de sacrificios silenciosos. ¡Por eso Genaro es un canto de reverencia y la suprema piedad de un espíritu! En la niñez esos panoramas enriquecieron nuestra retina y los bálsamos de los pastos enriquecieron nuestra sangre. El ombú nos dio su sombra y los callejones oyeron el estrépito de los juegos y reyertas infantiles. La mente vagabunda abierta a las sensaciones se formó entre los estremecimientos del fecundo suelo, vivió en pleno sol, con la visión de los charcos lejanos, mirando con asombro la mancha escarlata de los hornos en ignición. La leyenda de la viuda ese fantasma blanco, ese nocturno y gigantesco caminador de los callejones obscuros y el cuento de Juan sin miedo en la cueva del campanario entre la mueca y los besos glaciales de un ejército de cráneos, eran el misterioso terror de las noches sin sueño, la arcana trepidación, la pavorosa sospecha de muchos más allá, la adivinación casi de los peligros de la edad futura. Así estos recuerdos tienen en sus átomos fragmentos, gritos e impetuosas sensaciones de la grande y eterna alma de niño, y serán como ella inmortales, aunque su larva material vaya desapareciendo. Por eso también el poeta escribe la tierna despedida con los latidos lentos y profundos del corazón melancólico, el adiós a las lágrimas de las cosas viejas de nuestra tierra adorada. ¡Adiós madres de nuestra niñez, alma naturaleza de las afueras! La religión del recuerdo os salve ¡oh! ¡Divinas cabezas blancas desaparecidas! De cuando en cuando se oye todavía el tañido de una guitarra y tuerce su copa algún ombú a lo lejos porque el Pampero pasa. Entonces esos murmullos suenan en la casa silenciosa como un crujir de cunas, como cadencias de amables nenias y el poeta repite las palabras de la elegía:

-¡Adiós Genaro! Adiós madres de nuestra niñez, ¡oh! ¡Divinas cabezas blancas desaparecidas!

Porque el progreso transformó al erial en ciudad y sustituyó al alma de la naturaleza por el alma del hombre. Las manzanas se cuajaron de casas y la callada orquesta de las soledades fue vencida por el estruendo tartáreo de las máquinas. Sobre las raíces secas, sobre las linfas quietas y muertas, sobre las alfalfas podridas en los prados y las ciénagas ponzoñosas pobladas de carroñas, al lado de la tapera, de los cercos de moras y sina-sina arrancados de cuajo y tirados de través en los callejones estrechos, sobre los esqueletos de la arboleda hachada y sobre el frío de nieve del cementerio que cubre los restos del mundo viejo, -¡el sol que alumbra los techos y hace chispear los vidrios, que calienta el agua azulada de las bateas y resplandece sobre la cabecera de las cunas y la gloria del músculo que se contrae y crea, las viriles energías de los corazones trabajadores en marcha, los polvorientos huracanes de antaño asoladores y bárbaros, detenidos por las paredes de ladrillo rojo, como baluarte de civilización, las plegarias de misteriosas voces y el arcano salmo de la naturaleza desierta vencido por los rosarios, que la familia reza en los nuevo, hogares, el grito humano más sublime que el treno sin palabras de los mundos, la sensualidad de la fuerza sana en triunfo, el día sobre la noche y la vida sobre la muerte! Y a pesar de haber desaparecido casi las formas materiales, la vieja raza pendenciera y brava deja sus gérmenes dispersos en la República. Por eso en el tercer tomo D. Manuel de Paloche escribe el poema del trabajo y Desiderio el poema de la revolución. En él la ciudad crece y se agiganta, las razas bregan y sudan; sus índoles y sus familias se confunden; cambia y se vigoriza el organismo y del choque fecundo surge un arquetipo de hombre físico y va formándose el ciudadano de los nuevos tiempos, la fresca y sana civilización que ha creado la Avenida de Mayo y necesita el cuarto de baño. Por eso Paloche megalómano e iluminado hacia el porvenir es un símbolo y Desiderio apóstol del pasado es un símbolo, un emblema de la mente fosca y sanguinaria de la edad bárbara, dos creaciones monstruosas que guardan en el tórax ancho y en el intelecto potente muchos años de evolución argentina, dos sombras que agitarán siempre la vida de nuestra tierra, mientras haya trabajadores que plasmen y sectarios de la revolución que destruyan, porque hasta ahora esa va siendo nuestra historia de adentro y una generosa utopía la paz. Por eso D. Manuel de Paloche es una tendencia, el deseo de la perfección social y la voz misteriosa y profunda que suena en la mente de los que desean el triunfo de la civilización política. Su martirio significa la muerte de muchos ideales que se quieren para la patria tal vez demasiado pronto y sus visiones proféticas son el esplendor futuro. Y termina como los precursores en medio de la hornaza que ha querido evitar y su burla amable cruza todo el libro como un rayo de sol fecundo... Déjenlo marchar. Puede ser montero nervudo que derribe la selva a hachazos y entre en la luz y montañez que trepe y no se canse como un áspero y formidable espectro que busque la cumbre.

Después el libro de Carlos Méndez; la historia de un redimido por el hogar, un poeta suicida que encuentra estrofas en los gritos de las chimeneas prendidas y canta las quimeras, los ensueños y las esperanzas de la familia en marcha. Ese libro cuenta las bregas del trabajo, el esplendor de los días de sol en los patios floridos y narra los estrépitos de los niños que apuran el crecer lozano y suena al revelar las hondas canciones de las cunas, detrás de las cuales está el Ángel de la Guarda con las alas extendidas... Así el poeta escucha los besos en la penumbra y escribe los pensativos y castos amores y así también va narrando el dolor del hogar envejecido y el descenso del trabajador hacia la muerte. En esa odisea de años algunos árboles se secaron; los muebles de roble cambiaron de color; la casa ha perdido mucho revoque; hay verdín en las paredes y la yedra se ha encaramado hasta el techo con su colchón verdinegro; faltan algunos seres queridos que ya no volverán y los roperos están llenos de recuerdo, entre las alhucemas marchitas. Carlos Méndez está triste y fatigado. Tiene arrugas en la frente y canas en la cabeza. Fue bueno; por eso tiró su cuerpo en la pelea sin mirar para atrás, intrépido, sin jactancias y de el se apoderó la vejez prematura, porque esta es tierra que ama a los jóvenes como los dioses griegos y los mata por eso en edad temprano. Con este sacrificio es permitido aquí formar casa, tener hijos e incrustar apellidos nuevos en su historia.

Estos tres libros nacieron de un tronco común: el primer tomo. Ha sido hecho a la diabla. No tiene plan, el último capítulo antes que el primero, un borbotón de palabras, de cuadros, de olores y de sonidos, una zinguizarra brutal de la mente calcinada como un volcán, un hervidero de escorias y de metales, un vértigo de creación en que fueron lanzados al estadio cuatro familias de psicópatas, suicidas como Carlos Méndez, homicidas como Genaro, locos morales como Valverde, megalómanos, perseguidos y místicos como la familia de D. Manuel de Paloche. En este empiezan las horas juveniles los personajes y el suburbio se inicia con el espectáculo de sus estaciones, con sus naturalezas, sus pájaros, los cielos azules y serenos y, el estruendo fulmíneo de sus tormentas. Allí está el rancho y el ombú y los largos y hondos callejones llenos de pantanos bajo la lluvia copiosa. Los eucaliptos de alta y negra cimera, las pitas, los alambres que dividen las quintas, los cercos de mora y sina-sina detienen en su carrera bellaca a los vendavales que suenan, rugen, mugen, zumban y gimen en el largo y furioso aullido. Aquí el labrador de camiseta a cuadros guía el arado con las botas entre el humus bajo las bandadas de gaviotas que siguen y picotean los vermes del surco, mientras más lejos hacia la ciudad surge la casa de dos piezas, donde viven los albañiles y los carpinteros. Este libro señala la primera etapa de la evolución que tiene por casa el rancho, mientras Genaro, Paloche y Méndez construyen la ciudad de ladrillo que llega en la Avenida de Mayo a la eximia forma. En el primero hay todavía un gran abuelo heroico, de esos que mordieron heridos la cuesta de Chacabuco y los llanos de Maipo; en los otros va van sonando las alegrías y las elegancias de las nuevas civilizaciones -el viejo del Río, un cruzado cuyo emblema contenía el color del cielo con el fulgurante sol que alumbró las batallas de nuestros homéridas y D. Manuel de Paloche enamorado del asfalto, del mosaico y del cristal, y cultor de las profundas y amables concepciones del espíritu nuevo, la misma psique generosa modificada por la savia de años y por el alma de todas las razas de la tierra.

El último libro será para los que sufren y delinquen porque son pobres. Estarán en él las nuevas formas que precipitan al mundo en pos del ideal de justicia y católicos, socialistas y sectarios del anarquismo harán en él el drama doloroso. Es el libro de los cruzados modernos. Puede ser que sus páginas tengan el consuelo de las profundas conmiseraciones y que la noción del perdón se extienda por él un poco más en la conciencia humana y es así como en toda la obra se asiste a la metamorfosis sucesiva del alma nacional y como los jóvenes del primer tomo llegan envejecidos y caducos a escribir su libro antes de la muerte.

Siquiera porque ya no existen es bueno ser amables y contentarse con haberle negado en vida el agua y el fuego y aunque fuera alrededor de su sarcófago reconocer que un alma zahareña de artista sacude todas sus páginas y que se ha cumplido el granítico aforismo del testamento de Bohemio de que «el arte envejece cuando los hombres le arrebatan las adustas energías de la vida libre, para encerrarlo en los burdos liminares de la imitación y de las escuelas. ¡Que sea licencioso y loco antes que ser esclavo!». Así ha sido, tal vez licencioso pero no tiene huellas de esposas en la muñeca, ni arrastra grillete. ¡Ha sido iconoclasta sin quererlo, libre como el Pampero, apasionado como el corazón indomable de la tierra y puro como sus éteres como que fue escrito con estos amores, con la pluma mojada en el humus, en las turquesas del divino cielo y en las linfas y clorofilas de sus praderas y de sus bosques! Y a fin de no quebrar la pluma para siempre, puesto que dos mil páginas de psicología humana y de psicología de pueblos no han logrado convencer, sería generoso que siquiera desde que mucho amó el libro, le sea mucho perdonado. ¡Amén!

En invierno

La casa no había quedado sola. Todo hablaba allí del gran corazón de Méndez. En la mesa del comedor, su asiento vacío parecía esperarlo y el sillón estaba cerca de la estufa como en las noches de invierno, cuando él conversaba de sus trabajos y de sus torturas de médico. Cual si fueran heraldos de su vuelta, en todas partes se oían ecos de la voz de Carlos como si quisiera todavía acompañarlos a vivir y a esperar. Eso sucede cuando hay familia. Los muertos tardan en irse. Siempre hay reflejos de cabellos blancos, frentes serenas y amables pupilas llenas de dulzuras. El viejo reloj seguía andando; la leña crepitaba en la estufa en ese invierno crudo; mojados estaban los vidrios de la ventana, que él solía secar a veces para ver las ramas desnudas de los perales viejos y sobre su mesa de escribir, un poco en desorden, los libros y los papeles borroneados no se habían tocado. Todo esto era un santuario y una religión. La familia de rodillas rezaba al Señor para que diera resignación a los pobres que muertos los padres, tenían que deshacer la casa. ¡Que el destino ahorre a todos ese dolor! Porque no es bueno que manos extrañas, se lleven las cimas donde durmieron los niños, ni el comedor, mudo testigo de tanto diálogo de amor y de virtud. Son como hijos esos silenciosos fantasmas que se envejecen con uno, los sillones, los cuadros que adornan las paredes, las alfombras y cortinas que entibian los cuartos y la arboleda que da frescura y perfumes. Así tal vez fuera útil que los hermanos llevaran consigo lo que pudiesen para que se transformaran en los nuevos hogares en mensajeros de las dulces memorias, en eslabones de la tradición. Después, es claro; ellos también se van; pero antes dejan allí los poemas recogidos en la vida del gran abuelo, su fortaleza, su ecuanimidad y benevolencia, sus caridades o sus hazañas, los ímpetus de ardor juvenil y las robustas esperanzas. Porque así se consigue que la historia de las familias sea un libro sin páginas rotas, ni capítulos manchados, puesto que lo que escriben los hijos tiene siempre algo que fue del padre, la trama o el estilo y muchas cosas del alma. Por eso si no fuera porque los viejos entregan cada minuto su psicología, ellos no llenarían tanto la casa y cuando se van, habría menos soledad y menos tristezas.

Esa tarde cuando el sol invadía el estudio Ricardo y Angélica revisaban los papeles del padre. Era un informe montón de sobres de todos colores, cuentas, cartas, cuadernos y folletos. Después de haberlos leído, muchos se guardaban, otros iban a la llama de la estufa, donde se retorcían gimiendo y resoplando para carbonizarse. Algunas cartas les costaba mucho leerlas. Se detenían y se miraban los dos hermanos con los ojos llenos de lágrimas. Eran de los pocos agradecidos que escriben al médico sus gratitudes. Otras se las pasaban en silencio, conteniendo los sollozos. Eran versos del médico escritor. Hablaba de sus hijos. Bendecía al hogar que lo había redimido. Al revolver los papeles saltaron algunos retratos; Angélica y Ricardo cuando eran chicos, Dolores cuando era novia. Tenían manchas blancas de humedad; las caras estaban desvanecidas. Detrás había escrito Méndez; pero la tinta se había borrado en parte. Apenas se entendía. Todos estos recuerdos los envolvían en papeles de seda para conservarlos, mientras lo indiferente caía a la estufa a quemarse en largas llamaradas. Llegaron a un pequeño bulto, envuelto en un pañuelo de espumilla. Era un retrato de Catalina y sus cartas. Tenían olor a cedrón. Estaban perfumados por una ramita llena de hojas secas. Con la unción con que se arrodillaba a rezar, abrió Angélica aquellas cartas y leyó en ellas toda una vida de madre santa. Después las besó en silencio y alrededor de aquel retrato las fue colocando.

-¡Pobre papá! -exclamó la niña un rato después. ¡Qué bueno era!

-Tienes razón, -añadió Ricardo con voz grave. Pero yo le he dado muchos disgustos. ¡Cómo siento! ¡Soy un maldito!

Los dos hermanos se abrazaron. Ricardo besó el cabello de Angélica, mientras Dolores entraba en ese momento con un sobre de luto que tenía lacre negro. Era el testamento de Carlos Méndez.

Se confesaba cristiano. Hizo todo el bien que pudo. Perdonaba a los que lo habían herido y pedía a su vez perdón. Quería a sus hijos y no deseaba morir con la esperanza de darles mayor bienestar; pero el trabajo y las pasiones habían demasiado pronto esclerosado el corazón y los músculos. Por eso se iba aunque fuera con el alma triste hasta la muerte como la de Jesús. Dolores era una exquisita y había en ella una delicada alma de mujer. Era buena; por eso tenía talento, porque la bondad es la amable consejera, la solitaria estrella del derrotero virtuoso. Siempre se conservaba así. Si no hubiera temido herirla, él habría dicho que tal vez eso fuese una deliciosa forma de su instinto. Le aconsejaba al hijo que si se casaba, respetara siempre y fuera amable con la compañera, porque la mujer buena, decía, hace en la casa los inviernos tibios, sin cielos grises y sin cierzos y ofrece veranos perfumados y frescos. Es el decoro, la forma cortés y el hondo aliento que conforta la marcha. Nunca pudo comprender a los hombres que no les piden disculpas, después de sus arrebatos. Él la había tomado muchas veces de las manos, la había mirado en los ojos y besado la frente en silencio. Recién entonces estaba contento. Hablaba de sus hijos. Ricardo iba a ser todo un hombre. El tiempo encauzaría su exuberante naturaleza porque tenía condiciones fundamentales. Era honesto y leal. Amaba a sus padres. De la hija no decía sino esto: «no me ha causado nunca un pesar. Es Angélica». Hablaba de su patria y decía: «Ha respetado siempre la dignidad humana. Vence para civilizar no para hacer vasallos. Sus hombres de Estado, creándola magnánima han dejado resuelto el problema de su grandeza. Todas las razas son hermanas y los nacidos aquí, vengan de donde vinieren, encuentran anchos senderos para marcha, pueden ser fecundos, fundar familias y grabar en la historia apellidos. Cumple con los destinos del Continente, llamando a su seno y cuidando a todos los pobres de la tierra, da esperanzas al desaliento, carnes a las familias extenuadas por hambres seculares y resurrecciones a los que tienen en el espíritu la desesperanza suicida de muchas generaciones de abatimiento. Sentía morir, cuando la evolución que iba a dar formas y efigie a la nueva nacionalidad no estaba acabada. Todos sus libros eran para la gloria de esta metamorfosis y los esplendores del porvenir no resultaban una visión profética, sino el corolario profundo y lógico de la base existente. Porque aquí hay, dígase lo que se quiera, mucho respeto por los principios y la libertad humana se cuida hasta donde es posible, porque eso es tan absoluto como Dios o como el derecho. Los que dicen lo contrario no saben comparar. Consideraba ese respeto como fundamental y agregaba que los pueblos que por ser fuertes olvidaban eso conquistando o sojuzgando creaban en su propia entraña un cáncer, destinado tarde o temprano a devorarlos. Hacía a su país una crítica. Éramos imprevisores. No veíamos las acechanzas de los codiciosos de nuestras riquezas. Señalaba a Chile como el más ávido, pensando que sus tendencias eran claras. Primero todas las costas del Pacífico y después parte del otro Océano, porque creía que estas naciones viven de las savias Europeas y era necesario para sus progresos estar lo más cerca posible de ellas. Así muchas veces sufrió por las indolencias de los hombres de estado y fulminó a las revoluciones que rompían nuestras energías. Se imaginaba a ratos que no era sino un pobre soñador. Acaso él estuviera viviendo en la utopía. En sus libros aquí y allá aparecían estos recelos, pero a pesar de escribir tanto, había permanecido anónimo. No había experimentado amarguras por esto, ni había dicho palabras acres. Era un resignado. El país tiene que trabajar; la vida es apurada. Aquí todo es acción y no hay tiempo para leer. Confiaba a pesar de todo en la justicia. Para su hijo había escrito sus sensaciones de arte, las alegrías sanas de los trabajadores, los silenciosos cariños por la religión de sus padres, su amor por la humanidad, y su caridad por los pobres, estudiando los problemas que les mejoraran la vida. De alma indomable, sus poemas eran salvajes como las selvas primitivas, abruptos como los barrancos por donde se azotan los torrentes. Era casi un instintivo. Esas armonías habían nacido con él. No sabía de reglas, ni de ritmos; por esto tenía sentimiento de no poder satisfacer a los críticos. Estas cosas significaban la mejor herencia que dejaba a sus hijos. Lo demás, los bienes materiales, deseaba fueran distribuidos, obedeciendo a la ley y aunque para obtenerlos se había envejecido en su vida un poco agitada, no sufría por eso, habiendo pagado tributo a su orgullo de hombre y a su altivez de trabajador. Hablaba de Elbio Errécar, y lo recomendaba, encargando a Ricardo leyera alguna vez la biografía del viejo Errécar escrita por él, si quería saber cuales son en el mundo los resultados de la vida honesta. Concluía su testamento, repitiendo que sus bienes se dividieran, obedeciendo a la ley y ¡de nuevo se confesaba cristiano!

Cuando se acabó la lectura, los dos hermanos habían abrazado a Dolores para decirle que todo era para ella, que ellos nada necesitaban. Después la acompañaron a su aposento, llevándola de la mano. Ella había llorado. Para esto venía la noche. La sombra y el silencio alejaban los ruidos; algunos de ellos se hacían más intensos con la desaparición de casi todos. Las locomotoras silbaban más fuerte; el zumbido del trowley se oía mejor. Los pocos carros, pasando al trote, dejaban distinguir chasquidos de herraduras, tableteos violentos de ruedas a saltos. Había en la calle cantos de cuando en cuando, ruidos de pasos y diálogos animados de peatones que se mezclaban al roce grave de los trenvías sobre los rieles y el tañer de las cornetas en las boca-calles. Los rumores seguían huyendo y se sentían a lo lejos como un largo y monótono rezongo. Ricardo se quedó solo en el patio con los brazos cruzados. Pensaba en el padre muerto y sintió penetrar en todo su cuerpo algo como una austera hombría. Era una transfiguración de su mente, los dolores del deber, una sensación honda y severa que le arrebataba en un instante la juventud del corazón. Se sentía padre él también de las dos mujeres que sollozaban en el aposento. Era un triste y un fuerte en aquella noche fría y espléndida entre las penumbras aglomerados alrededor de su cuerpo inmóvil, bajo la glacial hermosura del cielo tachonado de astros serenos. El patio estaba oscuro. A lo lejos se veía como un fulgor en el horizonte. La ciudad se había iluminado en momentos en que las campanas de la iglesia tocaban ánimas Se entreveían las ramas yertas y desnudas de los perales y la curva de hierro de la parra se hundía adentro. Eran las plantas amadas que por años dieron a la familia primaveras y frutas, y el arco del aljibe se divisaba sobre su brocal tapizado de baldosas azules. ¡Por cuánto tiempo sus aguas cristalinas extinguieron la sed de todos! ¡Cómo se complacía Carlos de aquella agua rica y pura! Por primera vez entró en su alma una extrema dulzura. Hubiera querido arrodillarse y rezar con la melancólica plegaria de las campanas, así cerca de Dios, allí mismo en esa casa, tan llena todavía del espíritu del padre. Le parecía que sobre el pecho tenía una cruz grabada y de rodillas sobre la baldosa, con la cara levantada hacia las estrellas, esperaba aquella grande y melancólica sombra desaparecida para que lo armase caballero. Recibió esa noche la Eucaristía. La Fe entró a raudales con todos sus éxtasis y todas sus energías a lastimarle el tórax. Su corazón cantaba apurado el himno de la metamorfosis celeste y los misioneros llegaban en tropel a través de las penumbras para armarlo caballero. Ricardo Méndez sintió entonces una profunda alegría y cuando entró de nuevo al estudio, entre los libros del padre, una robustez juvenil calentó su alma aterida. Su pecho tenía una coraza de hierro. Era un cruzado. Se disponía a la vida nueva, serenamente, dentro de aquella metamorfosis fuerte y tranquila. Eso sucede en la desventura. Crece el amor del bien, se borran las pasiones pequeñas, se exacerban los afectos y se suelen tomar las resoluciones heroicas, como si los que se van para siempre de la familia fueran ramas podadas del árbol fecundo que dejan a las que quedan más linfas y más lozanas para rejuvenecerlo y hacer la planta rica y frondosa. En adelante él formaría entre los obreros de la Iglesia como un apóstol del Catolicismo y se iba a lanzar a la lucha contra los socialistas que perturban y la anarquía que esfacela y mata. A Jesús le pedía fuerzas; a la plegaria ardor de misionero. Estaba consagrado. Su alma impetuosa descansaba en la resolución heroica. El humilde había adquirido en ese fervoroso un sostén y un baluarte, y las pobrezas de todos iban a ser mitigadas. Así pensaba esa mente de luchador, votado todo entero al sacrificio, habiendo despertado la muerte del padre todos los místicos poemas escondidos en su psicología...

En las tardes siguientes vino mucha gente a visitarlos. Amigos pocos. Indiferentes que cumplían un deber social muchos. Hasta los que lo criticaban en vida acudían presurosos.

Los muertos no incomodan y no desalojan. No perjudica por consiguiente su recuerdo, ni molesta elogiarlos. En esas conversaciones resultaba Carlos con muchas virtudes, un diagnosticador poderoso, un gran escritor y un poeta gigantesco en medio de su desaliño montaraz. No era lo mismo antes. Desde que escribía, era incapaz de ser médico, como si observar una naturaleza o un momento del alma humana no exigiera las mismas prerrogativas y el mismo ímpetu intelectual que la observación de los enfermos. Tal vez es mejor y conviene más perder sus noches en los garitos, embriagarse en la orgía, con tal que al día siguiente sepa uno tomar el pulso con seriedad nigromántica. El muerto era bueno. Siempre es así aunque en vida todos los epítetos soeces hayan zumbado alrededor de su cabeza. Bien es verdad que su espíritu era un poco intolerante y que su alma sagaz penetraba las cosas misteriosas de muchas almas imbéciles y criminales, porque hay inteligencias, que son sentinas y psicologías que tienen olor a barro de estercoleros. Por eso el disgusto de lo real, lo había hecho misántropo. Eso no le fue perdonado. Marchó erguido sin doblar el torso jamás. La línea recta le había parecido el decoro y no recogió en el camino ninguna mancha de lodo. Hería a ratos con violencia y despedazaba al adversario mal trecho; pero en la hora de la muerte de los que han sido fuertes, dentro del silencio que rodea al cadáver estirado e inerte sobre el sarcófago, de ébano, mueren también muchos rencores y el dolor de los sobrevivientes encuentra a su paso reverencias. Después se fue la casa quedando sola y solamente los más cariñosos acompañaban a la familia.

Martín Errécar iba siempre a visitarlos. Sabía poco de usos sociales, como que toda su vida no había hecho sino trabajar para educar a sus hijos. Era sencillo y fuerte. Cuando vino de Europa, muchachón de veinte y cinco años, tenía el pecho robusto y los brazos musculosos y muchas esperanzas y alma bravía. Agachado sobre su banco de carpintero, cepillaba todo el día y se le veía darle a la sierra arriba y abajo, serruchando tirantes y alfajías. No gastaba. Nunca se acercó a los almacenes, ni jugó. En las horas de descanso cuando llegaba la noche, su talento de narrador jovial entretenía a los compañeros. Poco a poco, merced a los ahorros, pudo comprar un taller para trabajar con más bríos. Se enamoró de una mujer y se casó, no sin que esta pasión despertara en él algunas sensaciones de artista. Escribía versos para ella, unos pobres pensamientos que le brotaban de la pluma sin ningún arte, con la fluidez límpida de un manantial. Eso nadie leía sino la compañera de su vida, para la cual, aun muchos años después, tenían misteriosos encantos aquellos papeles amarillentos guardados en la cómoda. Trabajaron los dos hasta comprar un terreno. Sobre él edificó una casa de madera, donde nacieron sus hijos, y a medida que ellos crecían, en el alma del padre entraba hondo el cariño por la tierra hospitalaria, tanto que al recordar a veces la nativa aldea, los dos amores se confundían se estrechaban en una sola idolatría. Donde había construido su casa era entonces el suburbio; uno que otro rancho, con grandes intervalos baldíos; muchos huecos, llenos de basuras y de podredumbre; muchos cercos de moras, largas hileras de pitas e higos de tuna y algunos ombúes tupidos y seculares; calles sin empedrar, polvaredas en los veranos secos, hondos pantanos en los días lluviosos. Algunas veces, cunando los ciclones se desparramaban como locos para hacer pedazos lo que cayera entre sus vértices, él ponía puntales a la casa que va empezaba a crujir como si fuera a caerse. Los niños dormían en las cunas de madera, luego era necesario cuidarlos. Ella, levantada desde temprano, arrojando un montón de viruta en el fogón, prendía fuego y la llamarada calentaba la pava negra y redonda abrazándola por todos lados. Al rato hervía el café para los peones. Después vestía a sus hijos y se arrodillaba con ellos para rezar, y en momentos en que Martín pasaba cerca para su taller, los miraba en silencio, haciéndose el nombre del Padre. Al rato el cepillo mordía la madera, la viruta se enroscaba como una víbora y caía en el suelo, y se sentían después los golpes del martillo. Había allí el rico perfume del cedro y el olor acre del quebracho, dejos desagradables de cola en ebullición y emanaciones de pinturas de todos colores. Los muebles estaban en la pieza que daba a la calle, esperando al comprador; grandes roperos rojos, con hedores de barniz, colchones de cotín, rellenados con lana bien escarmenada, catres, bateas y camas de hierro pintadas de azul. En el suelo, unos sobre otros, largos bebederos para los animales en las secas desolantes de la campaña, y colgando del techo, sostenidas por ganchos clavados en los tirantes, sillas de todas clases, con asientos cribados de esterilla, de madera negra o de paja amarillenta. Después la mujer cocinaba el almuerzo. Venían los muchachos a narrar a los padres las peripecias de ese día de escuela. Se comía el sabroso puchero y en las tardes lavaba y remendaba la ropa. Era fuerte, rosada y sana. Cuando llegaba la noche, sentados en el patio, mientras los hijos dormían, ellos conversaban largo rato, pensando en su porvenir y esperando que de hombres, serían buenos, ilustrados y felices. Elbio iba a ser médico y a Carlos le darían carrera. Eran altos y delgados. Martín temía por la salud de ellos. No podían ser trabajadores; pero él era robusto y se bastaba. Entonces se dispuso con la compañera al sacrificio, y de rodillas, antes de acostarse, los dos rezaban el rosario y le pedían a Dios conservara a los chicos que dormían en los cuartos de al lado.

Fueron creciendo. Se criaban por el espacio abierto, en el espléndido sol del suburbio, el día entero en movimiento, rosadas las mejillas bajo el riego de la rica sangre bermeja, vigorosos los músculos y calientes en las bruscas atropelladas de los juegos infantiles. Mientras se oía la sierra dividir crujiendo la madera, ellos en la calle cubierta de polvo jugaban a la rayuela y al rescate. Después, entre las pandillas de distintos barrios, había sus enconos. Se formaban batallones y se empeñaban verdaderos combates. Las piedras se cruzaban zumbando; corría sangre entre los gritos, del odio; alguno caía con la frente partida. Eso arreciaba el ardor. Los peleadores, cada vez más cerca, llegaban al pugilato; salían de los bolsillos los cortaplumas y entraban en el vientre desapiadadamente, hasta que la derrota, dispersando a uno de los grupos, lo echaba en todas direcciones hacia sus casas. Sin saber ellos mismos, hacían en el rescate y en esas reyertas la miniatura de la guerra, como que el macho quiere ser conquistador del suelo que pisa, y este amor del peligro, la necesidad del dominio sobre los otros y el temerario arrojo de los primeros años son necesidades del sexo, los inconscientes sobresaltos de la virilidad en embrión. Los chicos tienen mucha inquietud. Los fascina el misterio de lo desconocido. Por eso Elbio Errécar, en pandilla, corría por los callejones del suburbio, entre los pantanos, a toda carrera sobre cualquier caballo, apedreando pájaros y arañándose las carnes por entre los cercos de moras. Era como el jefe de todos ellos, un alma valiente y audaz en su temerario coraje. En las peleas estaba siempre al lado de los más chicos para defenderlos. Daba todo lo que tenía: pan que traía de su casa y los cobres escasos eran de todos para los almuerzos a la sombra de los ombúes lejanos. A veces en esas correrías encontraba viejas agobiadas bajo las cargas de leña recogidas en los cercos. Elbio las ayudaba a llevarlas, y a los harapientos que cruzan los callejones del suburbio con la mejilla marchita y la nariz roja de alcohol y de pobrezas, él les daba pan de su casa y sacos viejos para que se abrigaran en invierno. Se quedaba largo rato escuchando la vida de los miserables. Ya desde entonces comprendió que en el mundo había injusticias y dolores no merecidos y germinó en su corazón el odio contra los que oprimen y la piedad hacia los oprimidos. Muchas cosas le contaron sus hambrientos del suburbio. Habían sido felices en sus mocedades y habían tenido su hogar; pero envueltos en la melancólica odisea de esta trabajada tierra, todo le entregaron, riquezas y sangre para venir a menos y entrar apellidos ilustres en el silencioso anónimo, donde ya no hay pan, ni techo, ni amistades, porque la pobreza queda solitaria y la cubre el frío del abandono. Conoció muchas tragedias de las tiranías; supo muchos crímenes de las revoluciones. Los viejos que recibían sus dádivas le narraban terribles cuentos de desolaciones y de muerte, y cuando él volvía a su casa llevaba en el corazón una lúgubre sombra. ¡Cuántos dormían en inmundas covachas, que habían nacido entre sedas y espumillas! ¡Qué fortuna desventurada la de esas familias, decoro antaño de la tierra y destinados a desaparecer bajo las cicutas y las polvaredas del suburbio! Por eso Elbio sintió desde niño la necesidad de la protesta. Su lenguaje era violento y lleno de caridad humana. Amaba a los humildes, y al lado de la madre rezaba en la noche por ellos y mientras les llevaba pan y ropas viejas de su casa pobre, Martín Errécar seguía cepillando el lado de su banco y ahorrando para sus hijos y en la noche sudorosa, sentado al lado de la compañera, bajo la higuera del patio, hablaba de ellos, lleno de fuertes esperanzas. Sin embargo, el dolor y la desventura no lo respetaron. Las revoluciones lo hicieron retroceder, y mientras la miseria abría más de una vez las puertas de su casa para entrarse, su alma bravía no cedió en la lucha. La sierra seguía cortando tirantes; el cepillo mordiendo la madera y los sudores empapaban su robusto pecho de trabajador. Así los obreros han respondido siempre a los rumores y a la sangre de los combates. Miran el desgarramiento de los héroes y asisten a estas convulsiones de muerte que destruyen a través de las luchas fratricidas la obra honesta y generosa y contemplan los funerales del alma vieja destrozada por los cañones. Ellos siembran la tierra pisoteada por los ejércitos y transforman en vivienda útil el escombro que las artillerías desmoronan y, levantan el taller sobre los cementerios para que la vida fecunde otra vez los fúnebres polvos. Pero... ¡hay que tener cuidado! Las casas se visten de luto; el pan escasea; las enfermedades acechan a los que comen mal; muchas almas se abaten, obligadas a contemplar eternamente las rebeliones sacrílegas. Por eso Martín algunas veces levantaba el puño hacia el techo, sacudiéndolo vigorosamente, y preguntaba, en sus foscos soliloquios, ¿por qué lo empobrecían, por qué daban tristezas a su mujer para que a sus hijos les diera también leche triste, y en vez de tener sanos los colores, fueran flacos y enfermos? ¡Oh! ¿Qué importa eso? ¿Quién nos obliga a hacer grande la patria? ¿Por qué no hemos de ser la gloriosa nación suicida y las madres no han de dar a sus hijos leche contaminada por la tristeza?

Por eso se enfermó Carlitos y fue entonces que Martín llamó a Méndez para que lo asistiera. En ese invierno llovió mucho. Casi todos los días corren bajo el cielo tropas de nubes plomizas, gruesas nubes apresuradas, mientras el viento vuela haciendo silbar los alambres. A veces garúa; otras cae el agua a cántaros mansamente implacable. De cuando en cuando sopla una racha y las gotas oblicuas hieren el rostro a latigazos, se precipitan sobre las combas de los paraguas ganan su hueco, mojan las ropas y las hacen sopas. El cielo está plomizo y termina a trechos en el horizonte en una enorme mancha negra amenazadora, dentro de cuya masa revientan y fulguran unos tras otros los relámpagos sin hacer ruido. Amanece sin sol. El día avanza, se agranda, desciende y muere en el ocaso gris, siempre sin sol. Así meses, de la mañana a la noche. El alma de los hombres se transfigura bajo el temporal tétrico. Las casas están obscuras, húmedo el ambiente, los cielos rasos manchados y sucios, mojado el papel de las paredes, que se prepara a desprenderse en colgajos. En vano en la madrugada se abren las celosías, para que penetren los esplendores de un sol, que no sale nunca, ocultado por la muralla del cielo color ceniza que mira con su apagada pupila a los hogares tristes, a los palacios de las calles estrechas, que van tomando relieve entre las penumbras. Los obreros, los pocos que tienen trabajo, caminan bajo la llovizna fastidiosa con las botas llenas de barro con el único traje empapado sobre las carnes que tiritan. Caminan sin paraguas deslizándose a lo largo de las paredes cual delincuentes que quisieran ocultarse, resbalan por las veredas, hacen saltar el lodo de los charcos y llevan el corazón blasfemo como moléculas desheredadas y malditas. Llegan al taller donde las máquinas chirrían bajo la luz amarilla del gas que ilumina las estrechas zahúrdas contaminadas por las hediondeces de rancias grasas, tufos de carbón y podredumbres de venenos de cuerpos sucios y sudorosos en los impíos hacinamientos. En esas casamatas trabajan los pobres y piensan que en la casucha miserable donde viven los hijos, están los techos rotos y se llueve como afuera, y del piso de ladrillo mana agua negra del pantano que hay en el subsuelo. ¡Jipen no más, muéranse tuberculosos, bestias de carga, gusanos anónimos de todas las naciones! ¡Con esa fría piel de sapo, con ese asco que da vuestro cuero calloso y hediondo encerraos melancólicos parias, destinados al espoliarium! Antes estaba Dios para defender vuestros amores, la alegre alma de los hijos y la casta religión de la compañera arrodillada; pero hace tiempo que Él también está arrepentido de su divina obra. Ya no tienen sol los trabajadores. Hace meses que el cielo de plomo quiebra sus dorsos; hace meses que llueve y que las compañeras de los pobres tienen tristezas. A lo lejos asoma el hambre con su máscara de espectro y camina a saltos haciendo crujir las canillas. Sus largos brazos y sus manos de esqueleto echan por delante generaciones enteras de demacrados que aúllan con lúgubres, lamentaciones y piden pan. ¿Qué importa que alguna vez la pluma del escritor grabe la palabra de la protesta y señale a la piedad cristiana la familia que perece? Los llaman iluminados, les dicen profetas. Tienen en contra del acento y de las varoniles palabras de consuelo capítulos de ciencia. ¡Son neurópatas! ¡Están clasificados! Mientras tanto ¡oh! melancólicos parias, pobres de todos los pueblos, hermanos de Jesús el sol ha muerto; los talleres están sombríos; las aguas inundan las casas y las arrastran y despedazan entre el cieno y cuando el escritor narra con sangre de dolor las amnistías de los miserables, los pseudofelices de los palacios que tienen el deber de velar por los pseudofelices de los conventillos no impiden que el hombre construya chiqueros para el hombre, ¡piara vagabunda no nacida como ellos a imagen y semejanza de Dios! ¡Cuidado! Muchos muladares, llamadas casas por error, existen diseminados en la ciudad. Los chaparrones aumentan sus gangrenas y sus podredumbres y los microbios pululan y se enardecen en esos maravillosos caldos de cultivo. De allí parten ellos en falange necrófila y cuando en el palacio separa la gente las cortinas para contemplar como llueve sobre los pavimentos de madera -esa lluvia aburrida que no cesa y la obliga a un encierro de presidio, la falange va llegando con su siniestro serpear homicida a morder la garganta o los pulmones de los hijos señoriales. Mientras tanto los albañiles no pueden trabajar; la obra está allí entre el barro mirándolos: las paredes a medio concluir parece que van a caerse como ruinas cansadas de esperar el sol que seque la mezcla y trabe al ladrillo, y los marcos de las puertas esperan inútilmente también que los batientes cierren su vano rectangular. Sigue lloviendo. En cada hueco cuadrado destinado a ser cuarto alguna vez, hay un pantano de cal y de tierra. Los albañiles no trabajan y no tienen que comer. Los hornos no se encienden; el cono truncado está bajo la lluvia como una masa inerte; las canchas son lodazales; mojados están los cardos que sirven para el fuego; las yeguas se alejan a paso lento flacas, con el pelo aglutinado entre pelotones de barro; el pisadero está hecho una laguna. No hay nada que pisar. Los peones no trabajan y los dueños de las manadas no ganan plata para mantener los animales a pesebre. Ya no hay praderas, porque todo está bajo el agua. El cielo tiene siempre color plomo viejo aun en las treguas en que no llueve. Son breves. Al rato no más se pone negro en esa quietud; hay truenos y centellas y el agua vuelve a caer sobre techos y calles con su rezongo monótono. Las tierras están fangosas y las raíces de los pastos se disgregan y se pudren. Las yeguas no tienen que comer. Son puro hueso y caminan lentamente bajando el hocico para roer alguna mata de pasto verde que encuentran de trecho en trecho, para seguir después su marcha a través de los pantanos de las calles que reflejan los esqueletos vagabundos. Pero la lluvia sigue; las yerbas están cargadas de lodo. Entonces empiezan para esos animales las largas y fúnebres agonías. Se recuestan contra los cercos de sina-sina o de alambres; pasan los días flagelados por los chaparrones, condenados a morir bajo el látigo que les lastima las úlceras de la inanición. Poco a poco pierden las fuerzas; sus miembros se quiebran y dan en tierra con la osamenta. No se levantan más y llega la muerte a darles descanso y silencio, mientras por ahí cerca no más alguna compañera que ha entrado a un fangal, ya no puede salir. No tiene fuerzas, da manotones y coces y cada vez más se hunde poco a poco en la torva sima tragada por el abismo. Desaparecen las patas; el vientre se va hundiendo por pulgadas cada vez más hacia abajo en el lúgubre itinerario, hasta que las vértebras se esconden y el animal despavorido queda con la cabeza de fuera y mira a uno y otro lado como implorando. Allí permanece poco tiempo. El hambre y la asfixia lo acosan; cae el hocico al fin y muere en un supremo esfuerzo, presa de las convulsas desesperaciones, que hacen saltar el lodo a lo lejos en el horrible remolino. Por ahí cerca las quintas están inundadas; el agua surge de la tierra como si fuera de manantial y corre llevándose las semillas y los pobres ven de adentro de los tugurios irse hacia los bajos el pan de los hijos. Los pozos están llenos; vierten fuera del brocal de ladrillo agua cristalina. Esta en aquel diluvio pasa los techos y encharca los pisos de tierra, mientras los ventarrones rompen las ramas de la arboleda. Nadie trabaja. Siguen los días turbios y melancólicos y si se abre el cielo alguna vez y dentro del ambiente claro sale el sol, el vaho caliente aprieta los pulmones, no deja respirar y cuando se espera que eso va a durar y la evaporación permita sembrar de nuevo, no tarda en verse que aquello no es posible, que hace demasiado calor y que es precursor de nuevas lluvias dolorosas ese sol de bochorno que sale y entra detrás de negros nubarrones suspendidos y meciéndose lentamente como si los estremecieran las tormentas que guardan en la entraña. Estas estallan muy pronto y transforman a las calles en lodazales, donde se hunden y se encajan los carros, y, sobre los adoquines del centro se extiende una capa de lodo. En el suburbio hay una mar de barro blando por donde nadie puede pasar. Así se ve caminar a pie a los vendedores con la carne al hombro, sudando bajo el inmenso peso, con canastas los panaderos, atravesando las boca-calles con el fango a la rodilla. En la ciudad los empedrados están detenidos, los obreros no trabajan; está el machuco, las barretas, y las carretillas acostadas por ahí sobre el agua y los adoquines aglomerados en montones, mientras en las chacras nadie vende sus verduras, porque no las pueden llevar a los mercados. Sigue lloviendo y sigue el hambre su marcha de víbora a través de las casas pobres, húmedas y obscuras, bajo el cielo de plomo. Para esto los arroyos crecen, no basta su cauce y se desbordan. Quietas y terribles al principio las aguas invaden las calles, penetran a los sotanos, entran a los cuartos y se encaraman con un silencio homicida y se llevan poco a poco los revoques y ablandan los cimientos de las casas. A pesar del peligro nadie quiere abandonar los pocos muebles y los trapos de los hijos. Todos están en la calle, cargan a los niños, conversan con los vecinos y toman lenguas de lo que sucede, pálidos de miedo, indecisos por las incertidumbres de un porvenir funesto. Las aguas suben lentamente bajo la lluvia espesa a través de la atmósfera en calma y cuando llega la noche las casas se vuelven ansiosas, se duerme mal, con el oído atento a los ruidos de afuera en los dormitorios donde se ve vagar la luz mortecina de las velos de sebo. De repente la lluvia arrecia con un largo rumor; aturde su estruendo sobre los techos; el vendaval atropella las calles con su mugir funerario y brama rompiéndose en todos los ángulos como si le apuñalearan el vientre. Entonces las aguas abandonan su trágico y lento subir; se azotan de aquí para allá como si le espoleasen la entraña con acicate de fuego, salta el barro de los pisos y se revuelve en remolinos, en momentos en que se empiezan a mover hacia los bajos con ese fragor sordo y lejano preñado de espantos. Quiebran los postes, arrastran los alambres, devastan y arrollan los sembrados, escarban con garra frenética las raíces de la arboleda y la tumban, arrebatan la hacienda, la tuercen y la matan en los remanses, desencuadernan, desgajan y destruyen los ranchos miserables y ahogan en el furioso, oleaje a los niños, que los padres llevan sobre sus cabezas para salvarlos. Así la inundación transforma a la campiña en un mar de muertas desolaciones, sobre cuya superficie erizada boyan a millares las osamentas del ganado y los palos de los ranchos hechos pedazos. ¡Ya no hay familia; ya no hay estancia; el puesto no existe; los trigales han sido arrebatados; el mar está formado por las lágrimas de una provincia empobrecida! Los animales que se han guarecido en los albardones no tienen que comer; están destinados a morir... y sobre la loma secular la estancia, que antes vibraba en la amorosa emoción de la familia, está solitaria como un viejo castillo abandonado, como si su destino fuera transformarse más tarde en el silencioso mausoleo de toda aquella cohorte de cadáveres, que se mecen y chocan todavía en esa cuna del mar agitado y parece anunciar de lejos que la miseria va ser mucha, que ya no hay campos y se ha secado la ubre que alimentaba a la nación. En la gran marisma después, cuando el sol de verano caliente su limo va a empezar la gangrena de los pastizales, de las semillas y de las hojas revueltas. Entonces sobre las praderas perfumadas de otros tiempos se levantará una densa bruma cargada de hediondeces y de vahos mefíticos. Es lo podrido que apura su desaparición; son los muertos pastizales que abren sus fauces de muladar; es el lenguaje que usa la materia sin sangre y sin linfas en su frenesí de metamorfosis y el eterno poema del esfacelo que transforma los campos en paludes necrófilas, mientras alrededor de ellos una horda de hambrientos va a arrastrar sus esqueletos lívidos, lamentando las fortunas perdidas y los hijos muertos y se desvanecerán en las infecundos soledades los dolorosos aullidos. ¡Tal vez sean estériles los ayes como las plegarias y las rogativas de los templos cristianos, por que parece la nuestra tierra impía, condenada a llevar por años una cadena maldita! Mientras tanto no se trabaja. La miseria asoma por las casas con su escuálido espectro, inmundo de harapos y de roñas y en los barriales contaminados las miasmas germinan, pululan los microbios y preparan carnes para el osario. ¡Aquí, allá y más allá las epidemias se apoderan del hombre que pide pan en el ardiente delirio, pobre morador del mechinal estrecho, donde se condensan las hediondeces de la calle, el tufo de las paredes y de los pisos húmedos, destinado a morir entre las ponzoñas, del estercolero!

Las aguas han empezado a subir en el suburbio, los arroyos a desencauzarse. La casa de Martín Errécar, mordida por la corriente ha perdido su revoque. Adentro pasan los largos días de angustia al lado de la cama de Carlos enfermo y cuando Méndez llega observarlo, suele retirarse entristecido, moviendo la cabeza en silencio. En las horribles noches de invierno, mientras el niño tose y la madre descansa un rato, Martín mira a su hijo fatigado y le cubre el cuerpo, con su único saco. Afuera zumba la lluvia y cruje la tormenta de agua sobre el techo de zinc, que resuena en un largo y espantoso fragor, en momentos en que el padre reza y con su áspera mano de trabajador se seca las lágrimas en silencio. La vela de sebo prendida aletea en el aposento, ilumina apenas el bulto de las camas, donde duermen la madre y Elbio y de cuando en cuando se ve luz sobre el rostro arrugado de Errécar. Tiembla la casa a ratos en las furiosas arremetidas del viento y los relámpagos se entran fulgurando y alumbran la figura ansiosa del viejo que se acerca y tantea las paredes, como si temiera fueran a desplomarse. Las horas de la noche son tristes en las casas donde hay enfermos, sobre todo bajo el temporal, sin una sola estrella en el cielo pavoroso. Este encorva su masa obscura sobre las luces de las calles y las zahúrdas del suburbio, donde no hay un farol prendido y los caminantes que atraviesan el barrial a tropezones no tienen más antorcha que la llamarada brusca y fulmínea de la centella que los deja ciegos y hace saltar por un momento en el aire luminoso, casas, lagunas y pantanos. Entre el chirriar del viento parecían oírse gritos humanos llenos de desesperación. Hay ruidos de pasos apurados de gente, que corre en todas direcciones y estampidos de puertas que se abren y se cierran. Algunos jinetes pasaban vociferando. Martín abrió el postigo y vio a lo lejos, en la luz de los relámpagos, un gran mar que se le venía encima y un tropel despavorido huyendo a la carrera. Le golpeaban la puerta, lo concitaban a levantarse a los gritos de terror:

-¡La inundación! ¡La inundación!

-¡Dios! ¡Dios! -dijo Martín apretando los puños levantados hacia el techo, mientras la mujer y Elbio, ya de pie, esperaban la decisión del padre y Carlos extendía fuera de la cama los pobres brazos enflaquecidos para que no lo fueran a dejar. Llovía a torrentes. Todas las calles se inundaron y llenos los sótanos, el agua entraba en los aposentos en esa noche ciega, bajo el frío brutal. Algunas paredes son derribadas, vuelan las chapas de zinc, se tuercen los eucaliptos y el mar viene cada vez más alto con no se qué sorda y siniestra voz en la entraña. Sigue el tropel; ya es muchedumbre que huye. Los muebles son arrojados fuera de las casas y la gente desatinada echa por delante a los hijos y los viejos entre exclamaciones de miedo. La casa del carpintero se llueve. Una chapa de zinc arrancada vuela en el aire y se estremece el techo sobre su cabeza. Al lado de él la mujer y Elbio miran al padre, que no sabe que hacer con el enfermo, que abre los ojos en la semi-obscuridad. Mientras tanto Martín ve en los relámpagos una horrible escena. El mar crece y se acerca y los vecinos huyen. Toda su casa cruje. Andan botes a dos cuadras y los ruidos de la tormenta son dominados por los alaridos de los fugitivos. Entonces no titubeó más y derribó de una patada la puerta.

-¡Elbio! -le gritó al hijo. ¡Cuida a tu madre y sígueme!

El joven sacudió la cabeza melenuda con una brusca fiereza, estremecido todo su cuerpo por un escalofrío de macho y salió afuera. Apoyado en su brazo la madre iba detrás de Martín que caminaba lentamente por el barro, cargando al enfermo, cubierto con frazadas, la cabeza tapada. con su saco viejo de trabajador. Así largo rato bajo el cielo negro, a través del hielo de la noche negra, entre la lluvia copiosa entraron en las calles de ta ciudad en medio de la muchedumbre que había abandonado sus hogares. Siquiera hay luz. Los faroles de gas iluminan el matete. Una cohorte de harapientos los rodea por todas partes, mujeres y chicos a medio vestir y robustos trabajadores, llevando al hombro colchones y frazadas. Iban con destino desconocido, buscando en el sendero la caridad cristiana, sin encontrarla, sollozando por los hogares destruidos y temblorosos de frío y de miedo al futuro incierto y desconsolado. La creciente se lo lleva todo. El Maldonado, ese cajón puerco y fangoso del estío, transformado en torrente sigue de atrás levantando sus aguas, las azota más lejos... más lejos contra la casa construida con el hambre y la desnudes del ahorro, y por donde quiera que pasen en la peregrinación siniestra se oye el clamoreo de la muchedumbre que sale de los tugurios, arrastrando lo que puede para taparse y mira hacia atrás en la fuga las nuevas gentes que llegan huyendo de la amenaza. En las calles casi en tinieblas el viento arremete furioso, sacude de aquí para allá a la turba famélica y la tira desencuadernada entre el llanto enloquecido de los chicos, la carcajada histérica y los lamentos que parecen aullidos. Hay allí un silencio de abandono; las puertas están cerradas; los pisos son rías sucias y sobre ellos marchan en remolino todos ateridos, sin que nadie alcance de las casas un poco de alcohol para calentar los miembros yertos, bajo la catarata huracánica que se desploma del cielo. Por ahí vagando el espectro de Don Manuel de Paloche, yergue por el medio de la calle su largo y escuálido fantasma para vociferar el sermón sempiterno:

-¡Qué gran país éste! Aquí la gente se ahoga. No hay duda estamos muy civilizados. Somos un país muy rico; pero estos pobres diablos ni saco tienen. ¡Y después habrá quien niegue que la gran metrópoli está metida entre el barro!...

Entonces en medio de aquel tumulto se levantó una voz que estremeció a todos. Era de un hombre joven. Su cara se veía a ratos en las súbitas brillazones. Su piel estaba lívida y macilenta, el ojo feroz y con insolencias de burdel. El crimen enronquecía la palabra que, tenía un eco estridente.

-Estos miserables se ahogan, decía. Están muertos de frío y de hambre. Ellos tienen la culpa. Debían exterminar a esa burguesía cochina, que está metida entre las sábanas y robarles las casas. Y esos ricos que no han hecho nada por serlo, ¿con qué derecho tienen calor, comida, hembras y vino, mientras el pobre ajado arrastra a sus hijos en el lodo y la miseria? Esas herencias debían ser de todos. Ellos están gozando lo que robaron los padres, una manga de gauchos salteadores, una turba de asesinos. Después nos insultan con el espectáculo de sus riquezas, con las sedas y los perfumes de las rameras que tienen en sus palacios, con las cuales no hay que meterse.

Son ricas, luego son virtuosas, aunque deshonren a los maridos mañana, tarde y noche. Son ricas, luego se les perdona todo hasta lo malo que hacen en las envidiosas maledicencias. Son muy religiosas. Eso sí. Sermones, retretas, eucaristías; sino no se vale en esta tierra. Cumpliendo con esos preceptos ya uno puede ser adultero, robar a sus pupilos y al estado, arruinar al prójimo en todas las formas, no servir a la patria y ser un degenerado sexual. Es rico, afirman. Luego hay que callarse, porque con el dinero todo lo corrompen en provecho propio. ¡Qué recua de imbéciles son estos hombres del pueblo! Trabajan corno burros sin tener un cobre nunca. Cansado estoy de decirles que hagan de una vez la hecatombe. Ahí está. Ahora se han quedado sin casas, sin pan y sin ropas. ¡Sigan trabajando animales, para que los ricos vivan del trabajo de ustedes y los dejen sin tuétanos!

A la luz de un relámpago brilló en las manos del orador un tubo de bronce y cuando hizo un ademán como para tirarlo en medio del tropel, muchos retrocedieron en fuga precipitadamente. Era una bomba de dinamita. Habían visto al anarquista que andaba por el barrio hacia tiempo, haciendo prosélitos en la sombra y concitándolos al rencor homicida. Y cuando el joven se retiraba dejando en su alrededor una siniestra sensación de asco, Martín lo conoció.

-¡Guárdate! -le dijo a Elbio, que se acercaba con la madre. Ese miserable es hijo de un cínico. El padre era una basura infame. ¡Se llama Germán Valverde!

Elbio sintió entonces un salvaje escozor, como un deseo de abalanzarse sobre Valverde; pero la madre lo contuvo y su gran pupila serena se dilató en la sombra, siguiendo los pasos del anarquista. Ya sabía quien era y después de entrar a la casa de Méndez que se había abierto para todos, el enfermo tuvo cama y calor, abrigo y alimento los pobres y cuando se distribuían, Elbio salió afuera y buscaba todavía a lo lejos la siniestra silueta del bandido.

El chico siguió mal. El hielo de esa noche se ensañó contra el pobre cuerpo. La pulmonía le daba mucha fatiga y mucho sufrir. Méndez y Dolores no lo abandonaron un instante, mientras los padres lloraban porque lo veían morirse. Cuando Carlitos, algunos días después, a media noche, cesó de respirar y las manos se le pusieron de escarcha, la madre lo tenía en las faldas y le mojaba el pecho con lágrimas, mientras Martín de rodillas rezaba y ofrecía a Dios el dolor de su compañera. Lo extendieron en la madrugada en el cajoncito de ébano. Dolores trajo muchas flores del jardín para rodearlo y Errécar sintió que le rompían las fibras del corazón... Méndez siguió al lado de su amigo hasta el cementerio. Entre los dos llevaban al muerto a través de aquel hondo y doloroso silencio, por los senderos desiertos y cuando lo bajaron con cuerdas al sepulcro, Martín se asomó por la portezuela y con el dorso de la mano secó dos grandes lágrimas que resbalaban por su mejilla...

Germán

Germán desapareció en la sombra, llevando consigo todos sus rencores. Odiaba a los hombres, sobre todo si eran ricos, porque era hijo de cortesana y nacido en conventillo sucio. Había tenido una niñez fría y desolada, contemplando trapos corroídos y almas viciosas. Era un producto del hacinamiento, el corolario del lupanar, y su cuerpo, en el ambiente escaso de oxígeno, con muchas horas de hambre y de sed, había crecido largo y endeble. Conservaba recuerdos dolorosos. Le pegaban mucho cuando chico. Lo estropearon muchas veces. El frío lo hizo vivir horas acurrucado con su cuerpo semidesnudo en los rincones del conventillo. Alguna vez pidió pan, sin conseguir más que sordos gruñidos y algún puntapié que lo echaba a rodar, como si fuera un sarnoso. En los cuartos de al lado había madres, y se oían en la noche cantos suavísimos de amorosa melancolía, en el momento en que, agrupado en su covacha sobre el colchón de paja, dilataba los ojos en la tiniebla. En el otro rincón roncaba la vieja que le daba de comer: un montón de carne fétida cubierta de andrajos, un deshecho del burdel, una venal rufiana, que escribía, deshonrando doncellas, el último episodio de la mala vida. ¡Para él nunca un beso, ni una palabra de perdón! Por eso se ven desfibrarse muchos corazones abandonados y tristes, carnes para el osario anónimo, ángeles solitarios sin cielos en la vida, sin cruces en la muerte. Eso es injusto, porque no ofendieron a nadie con nacer esas precoces, destinadas a empañar temprano la flor de la castidad y esos pequeños galeotes que preparan el tobillo para las cadenas del presidio. ¡Ojalá se quiebren todos en la niñez y los acuesten muertos en las cajas de pino de la caridad humana, antes que ser profanadas ellas y antes que ellos tengan alma homicida, para que así recoja el cielo cristiano entre sus alegrías a los pequeños desterrados, a los hijos de la miseria culpable! Pero otros acumulan amarguras desde chicos y miran con odio a las cosas. Entonces huyen como Germán Valverde y se hacen vagabundos. No tienen casa. Duermen en las zanjas comen zoquetes y desparraman los cajones de basura como los perros y roen las pocas carnes pegadas a los huesos y las legumbres marchitas. Pero ellos se vengan. Deshacen los nidos, lastiman a los pequeñuelos, hieren a los caballos moribundos. Son crueles y fríos. Hacen daño sin remordimientos. Esa fue la vida de Germán mucho tiempo. A veces asistía a reuniones de criminales, en los antros tenebrosos donde se estudia y se medita el delito, donde beben el odio las almas desarrapadas, en esos zaquizamíes de que está la ciudad llena, manantiales de todas las depravaciones, donde la moral ha muerto. Sobre ella ha caído un crespón. El ocio ha transformado a esos seres esquivos en larvas siniestras. Odian todo lo que brilla y luce; aborrecen todo lo que trabajo y crea, no porque esto sea un reproche que ellos no podrían conocer, sino porque la envidia los encoge, los llena de ira y los transforma en bestias hurañas y siniestras. Por eso en sus diálogos contaminados hasta el extravío, se imaginan que los otros son felices porque los pobres trabajan para ellos y son ricos por la injusticia divina. No entienden los corolarios de la labor virtuosa. Se creen insultados. Suponen que para los ricos ellos son miserables gusanos de las podredumbres de la sentina humana, y cuando los ven en el coche lujoso por los parques de la ciudad y contemplan luego su propia miseria y los arambeles de que están cubiertos, asoma en el pensamiento sombrío la idea de la venganza por el exterminio colectivo. ¡Eso ha creado la bomba de dinamita!

Después es necesario ver lo que resulta la historia a través de esa psicología. A Germán lo arrancaron un día de la vida errante y bestial, para ponerlo en un colegio. Pagaba un desconocido que se decía su padre. Entró allí con su espíritu amargo y sombrío. Tuvo lengua malvada. Cuando uno de los muchachos quiso un día probarlo y le pegó un puntapié, Germán saltó como un tigre y le metió los dientes en el gañote. Desde entones lo dejaron quieto. Estuvo algunos años. Ya en lo último no leía sino libros que estudiaban la vida de los criminales y los que por defender a los pobres predicaban el desorden y la anarquía. La historia se transformó en su cabeza en una larga brega llena de sangre entre verdugos y víctimas. Los proletarios eran siervos; los proletarios eran los soldados del trono ambicioso. Para que éste viviera en el fausto dorado en medio de la danza alegre de las cortesanas, ellos morían en las batallas, y las talegas de sus tesoros llenas estaban de los ahorros de los obreros. Para eso inventaron el impuesto. De los reyes era todo, cabañas, sembrados y doncellas. Los hogares vivían contaminados y los templos del Dios bueno no servían sino para el sacrilegio. Las cortes eran lupanares; sus mujeres elegantes prostitutas semidesnudas y los acontecimientos a veces corolarios de las embriagueces caprichosas. En las locas orgías, acostada en el florido triclinio la hetaira de pecho marmóreo y labio húmedo y ardiente, tenía a veces la fantasía funeraria. Quería el ataúd. Soñaba con el sarcófago. En pleno sol miraba a través de los anchos ventanales del palacio, mientras sobre el negro cadalso el alfiler de oro hería el corazón de la rival voluptuosa o la espada tronchaba alguna varonil cabeza. De esa sangre de mártires hay mucha en la historia. Los reyes no aman la libertad. La cárcel está abierta para encerrar generosos y las largas melancolías del destierro entristecen la vida de los pobres, que alguna vez se acordaron que tenían derechos. En cada página escrita por ellos hay infortunios, y de las grandes desolaciones se salvaron siempre con el sacrificio de los miserables. Cuando hay carestías, los tronos visten de seda; los ricos escarnecen a la turba famélica, mientras una multitud de esqueletos lívidos, con calaveras huecas y largas y desnudas canillas, mujeres, hombres y niños vagan por los campos desiertos, con las pupilas en la demencia imbécil, para morir a millares cayendo los unos sobre los otros y sonando las costillas casi mondadas como siniestras arpas, y sobre el horror de la carnicería, entre la náusea de todas las putrefacciones, el festín de los reyes de lejos resplandece de diamantino fulgor y los cantos de la bacanal borracha al vasto cementerio en la noche de los tristes y de los moribundos. Una ira sorda se apoderaba en aquellas lecturas del corazón de Germán. Era violento, irascible, indisciplinado. Más de una vez fue, a dar al calabozo y en el cuartujo estrecho bajo la luz escasa de una ventanilla, las horas enteras seguía leyendo sus libros. Estaban prohibidos en el colegio; pero la astucia le servía para ocultarlos. Así se apasionó por la blasfemia. Los autócratas necesitan un cómplice y lo eligen a Dios. La religión es hermana de las tiranías; el auto de Fe es hermano de la prisión de estado; los obispos se dan la mano con los generales de artillería, y en el fondo de la mansedumbre de las congregaciones se descubre la avaricia sórdida, la avidez del oro y el deseo de apoderarse de la conciencia humana para dominar el mundo. La educación es el medio que usan; la salvación del alma al pretexto; la verdad profunda es la tendencia a transformar a los hombres en catecúmenos. Hoy necesitan luchar más porque ya no tienen la fuerza. Los tiempos modernos crearon la energía popular, y la necesidad del monarca de conservarla para sí, los arrojó del gobierno; pero ellos, serpeando silenciosos como los reptiles, entran en los hogares y se apoderan del alma de la mujer. Esta le entrega los hijos para que sean de Dios. Con ellos crean el colegio se hacen ricos y se preparan para la revancha. Ejercen misión especialmente en la familia aristocrática. Con tal que les den el cielo, ésta da el dinero. Por eso siempre marcharon juntos, en la historia que está llena de horrores en las guerras religiosas. En el nombre del Dios bueno fueron destrozados los pueblos, quemadas sus casas y asolados los campos; el destierro abrió sus desiertos senderos y el hambre fue dejando esqueletos diseminados en nombre de la Cruz. En el mundo la acción del clero fue igual a la de los monarcas. Después aquél inventó la tortura, que fue una degeneración de la justicia, y éstos inventaron la cárcel perpetua, el hielo obscuro de la mazmorra, donde las almas bravías y los espíritus más egregios morían en la mortal angustia de las soledades. ¡Ni madres, ni esposas, ni hijos, ni epistolario siquiera! En la noche alta se acostaban sobre la dura piedra, oyendo a lo lejos los ruidos del mundo, y viendo a través de la estrecha ventana sucia la luminaria de las libres ciudades. En los rincones de la ergástula, por donde se deslizan las ratas y la humedad crea el sapo, están los fragmentos de las liras rotas; están las paletas desgarradas; está el mármol informe hecho pedazos y las páginas del libro se han borrado y yacen sobre el piso transformadas en inmunda papilla. Ellos hicieron morir al arte. No quieren la luz que ilumina los cielos, las praderas y el mar, ni la estrofa, ni el encanto de las diosas de mármol, ni la melodía que suena en todas las cosas, mientras los filósofos, sentados sobre los escombros de los monumentos, consagrados a la libertad de la mente, huraños anacoretas, se dejaban morir antes que manchar su emblema y rechazaban todas las tiranías en los anatemas fulmíneos, para acostarse en los féretros como caballeros antiguos, vestidos de la armadura bruñida, adornada la coraza de blanco y puro cendal. ¡Ni el clero, ni los reyes, ni los ricos, tienen un capítulo para la virtud, y sobre esos cadáveres y sobre esos crímenes consolidaron sus tiranías!

En nuestra tierra es lo mismo. La odisea de los parias tiene tanto dolor como en las viejas naciones. La desnudez acompaña al hombre primitivo de alma salvaje, bruto de músculos, con la mente llena de instintos. Son negaciones. Viven y mueren como los vegetales y los cadáveres se pudren en los desiertos vastos, sin que en vida hayan sido nada en la marcha humana. ¡Estériles y desventuradas sombras! Ha vagado la horda por siglos, muerta de hambre y de frío entregada a todos los desenfrenos, con todas las hediondeces de la piara agusanado y presa del lúgubre ardor de la matanza. ¡Nunca tuvo alma, nunca tuvo derechos! En nuestra tierra pasaron como aglomeraciones informes y en vez de parecer hombres, parecen hondos silencios de épocas caóticas, una fúnebre marcha sobre la pradera enorme de gigantescos esqueletos sin historia y sin arte. ¡Oh! ¡Yo estoy seguro -pensaba Germán leyendo- que han habido tiranos allí también y sacerdotes y que los humildes sufrieron y que las mujeres fueron recua vil!

Estamos en la conquista. La hacen a sangre y fuego. La niñez muere a manos de bandidos, y a los viejos les destrozan las vísceras. No hay respeto por los que se rinden en aquellas hecatombes colectivas. Los sobrevivientes huyen al desierto desolado, los otros se transforman en esclavos de los déspotas, mientras se planta la cruz entre un charco de sangre y los brazos a un lado y otro tendidos sobre otros charcos echan su sombra. Entonces los guerreros arrodillados oyen misa de campo bajo el cielo infinito y comulgan. ¡Oh! ¡Divinas Eucaristías! ¡No valen esas albas purezas increadas para redimir el crimen impenitente que hizo casi desaparecer una fuerte raza secular! ¡Oh! ¡Obispos mitrados de violeta sérica vestidos, obispos de la mano blanca! ¡Han cruzado los tiempos las sacrílegas bendiciones! ¿Por qué iluminó el celestial esplendor de la amatista las corazas contaminadas? Cuando ya no fueron enemigos, sometidos a trabajos superiores a sus fuerzas, siguen pereciendo los parias de hambre, de miserias y de insomnios y encorvados en las villanas faenas los altivos salvajes de la llanura y los bravíos montaraces acuestan el cuerpo moribundo sobre la nativa tierra, ¡para que los cementerios los escondan en silencio bajo el humus esclavo! ¡Obispos mitrados, obispos de la mano blanca! ¿Por qué iluminó el suave esplendor de la amatista las corazas contaminadas? Solamente uno protesta, Las Casas y queda en la historia como una gloria humana. Han destruido la raza. Hay que buscar nuevos esclavos. Llegan los negros de África, vendidos como bestias. Sigue la esclavitud. Los blancos se enriquecen con el hambre y la desnudez. Tanto los ultrajan, y los vejan, se alimentan tan mal y tienen tan poco abrigo, que de generación en generación esos robustos robles se van contaminando, pierden vigor y concluyen mordidos y muertos por la tuberculosis, donde otros gruñen por ahí como animales, embrutecidos de alcohol y de miserias. Así los ricos y el clero han escrito en su libro de oro esas dos destrucciones, cuando tal vez hubiera sido posible una aplicación más benigna de la conquista y el Evangelio manejado por místicos enfermos, resultó hoguera y potro, pudiendo ser paz, amor y caridades.

El rencor se acumulaba en esas lecturas en el corazón de Germán. No era compasión para las víctimas; eran odios feroces para los opresores que se agigantaban por la mentira y las exageraciones de las pseudohistorias. Los libros son muy capaces de modelar almas y ese corolario del lupanar y del cinismo que tuvo niñez triste, se hizo a través de aquellas páginas un adolescente tétrico. Fue un facineroso, creyéndose un vengador; fue un espíritu satánico, creyéndose predestinado a redimir generaciones deprimidas por seculares oprobios. La luz se apagaba muy tarde en su cuarto del colegio y la madrugada lo encontraba muchas veces sentado, recibiendo en el rostro lívido y entrando a través de sus fúnebres pupilas las primeras claridades. ¡Ni un rayo de alegría en su corazón, ni un movimiento de amor hacia el despertar del mundo! Tosía a ratos para volver a bajar la cabeza sobre el libro abierto. Entonces seguía leyendo los horrendos crímenes. Veía la destrucción de muchas civilizaciones, los reyes de América fusilados y el alma suave de muchas razas amigas del Sol, volverse torvas por la contemplación de las muertes inicuas y de la deshonra. Todavía desparramados en el vasto suelo yacen los trozos de las antiguas ciudades, enormes macizos abandonados entre los matorrales llenos de polvo, torsos hechos pedazos de dioses y columnas y altos pórticos rotos. de templos, desmoronados por los iconoclastas sedientos de oro y de sangre. Las ruinas cantan los estridentes poemas. Hablan de la familia destruida, del amor ultrajado y de las vírgenes estupradas por la horda salvaje y dicen, a los desamparados silencios de las soledades nunca más pobladas, el rugir feroz de la matanza y las nenias largas y hondas de las lágrimas despavoridas. Huyen las generaciones atropelladas por la sombra de la Cruz; las espadas de los antiguos caballeros pierden la honra y se transforman en hachas de verdugos y los templos consagrados por la pureza del culto a la divina naturaleza, a la del sol fecundo, a los mansos rocíos del cielo azul, se bambolean en el huracán de la conquista y son sustituidos por la capilla húmeda y sombría. La religión fue una cosa torva. Hasta entonces había sido un cántico de gloria y una excelsa veneración a las maravillas de los mundos. La religión se llamó tortura y los sacerdotes eran los ministros de esa inicua forma. Mientras tanto las madrugadas de la naturaleza cantan sobre los escombros el himno eterno, más infinito que las cosas materiales, más inmortal que la criatura humana. Hechas de sol y de humus trepan las plantas alrededor de lo destruido, agarran con sus barbas a los macizos solitarios, cuajadas de polen y de perfumes, para rodearlos bajo el peplo verde obscuro de sus injuriantes malezas. Las ciudades muertas y ocultadas al brazo humano en las tupidas trenzas de la selva salvaje, tiemblan en susultos al paso de las sinfonías del alba y beben con mística plegaria su luz eucarística y el susurro del éter estremecido y cubiertas cada vez más las ruinas dentro de las frescuras del ramaje sombrío, viven a pesar del hombre, salvadas bajo el peplo de la piadosa naturaleza. Los mediodías calientan los gérmenes allí acumulados y las savias, con olores de macho en celo, penetran los helechos y los algarrobos que irguen sus tallos y sacuden las altas melenas verdes en la cópula fecunda y las semillas virginales se abren, crepitan y derraman licores que entregan a los besos de la madre tierra.

-Esa es la antítesis -gritaba en la noche Germán, amenazando al cielo con el puño. La espada y la cruz pasan dejando en su camino desolaciones y transforman en estepas los campos floridos, mientras el alma angélica de la naturaleza ama, protege y crea sobre el sepulcro de los parias desaparecidos en el crimen de la conquista. ¡Aquéllos son mis odios, mis torvos odios!...

Después leía los poemas de la tarde en las soledades tan llenas de la religión del dolor y las Ave-Marías de las ruinas calladas, cuando vaga y solloza por la sombra que va llegando el amor del buen Dios. Entonces se oyen como gemidos de arpas en la espesura y un glorioso trinar de bandadas, pero así... a lo lejos como saludos tristes, como el aletear del pañuelo blanco del peregrino que abandona los nativos alcores. Parece que en esa hora, en que las cosas anhelan el descanso, surgieran de aquellos restos las memorias de la vida antigua, un desfile de amor y de heroísmo y una serie de hogares en marcha, nobles por la virtud y el trabajo y parece también que sobre ellos arrodillados en piadosa cohorte dejaran sobre el tapiz de musgos los besos dolorosos los viejos moradores y humedecieran los adorados fragmentos con la caridad infinita de sus lágrimas. Por eso es tan triste la Ave-María de las ruinas porque cada piedra forma parte de un féretro y estos, son tristes en su fúnebre silencio. Allí hubieron casas y templos, vírgenes y soldados, donde ahora se tiende la tarde melancólicamente a través de la serena religión de la selva. La luz huye poco a poco, abandonando el corazón de la espesura. Las ruinas se van borrando, mientras los gorjeos son cada vez más callados. Entra una dolorosa quietud. Alguna cosa flota en el ambiente que parece una angustia de nostalgia, una pena de infortunio eterno, como si la luz fuera la alegre novia de las malezas que caminara en triunfo arrojando rasos y aromas y la risueña cantora de los madrigales en el día apacible. Así los monumentos rotos sollozan en la intensa paz de la noche que llega. Se oyen cantos de grillos, los mismos que ganaban los huecos de las paredes cerca de la lumbre en las noches de invierno, mientras los monumentos sollozan en la intensa paz de la noche, que corona la frente del Ángelus de las ruinas con las primeras estrellas. A flor de suelo y entre el ramaje brillan las luciérnagas; saltan por todas partes las chispas de luz. Ya no hay gorjeos. Los pájaros y las fieras duermen en el vasto silencio. El alma salvaje de la maraña se ha acostado en la sombra, sobre los escombros de las ciudades destruidas y sobre los cementerios de las viejas generaciones, bajo el quieto azul obscuro, entre el divino misterio de las cosas, mientras la mente de Germán ve vagar en cohorte los esqueletos temblorosos de los diezmados a puñal y aparece en el horizonte la hoguera roja, dilatando el horror de la carnicería que no acabará nunca a pesar del paso de los siglos y de las mansedumbres celestes de las religiones.

Sigue leyendo su libro y cada día que pasa crece el rencor contra los ricos. En el colegio a él no lo visita nadie. Envidia a los compañeros que reciben besos y alegrías. Las madres llegan con sus hermosos trajes de seda, con la opulencia de la carne feliz y las hermanas llenan los corredores, ríen, y conversan del brazo de los hermanos. Es una fiesta. Son los quince años de las ricas, dichosas bajo los sombreros de paja de Italia con ramos de cerezas. Todas hablan a un tiempo como una bulliciosa bandada de primavera. Los muchachos están contentos. El domingo van a salir y a comer con los padres. Tendrán libertad ese día y el abierto y embalsamado aire de los jardines. Las calles dilatadas serán de ellos. Entonces vaga solitario por los corredores sin que nadie se le acerque. No había recibido nunca besos. Es una sombra silenciosa en medio del vaivén de la muchedumbre de visitantes. Por eso él no quedaba mucho rato. Le hace mal el bienestar ajeno y aborrece todo eso que es amor y él cree liviandad inútil. A veces piensa lo más inicuo. ¡Si la deshonra echara un crespón infame sobre esos apellidos! Entonces se retira al estudio para volver a sus autores sombríos y el pesimismo demoniaco le aferra de nuevo el corazón. De cuando en cuando tosía. Una vez sintió un gusto salado en la boca. Era un esputo con sangre. No hizo caso y bajó de nuevo la cabeza sobre sus autores sombríos.

No concluyen jamás los dolores para los parias en esta tierra. La raza fuerte y vagabunda nacida después, quiere ser libre. Aprende eso a través de los campos sin fin, en la rica comarca entre el relincho, el retozar frenético de los baguales y las carreras bravías del toro de erguida nuca y narices humeantes y dilatadas. Tiene la sangre llena de fibrina y glóbulo rojo levantisco, la sangre férrea calentada en las lujurias de las praderas desiertas. Nace el Vir de la ferocidad castellana engendrado en cepa aborigen en plena naturaleza y los muchachos maman cuajada de pechos cobrizos de nómadas tolderías. Domina el Vir sólo el peligro de los desamparos y se transforma en dueño del suelo, conquistado con el caballo y toma su alimento a lazo limpio, entrando a cuchillo a través de las carótidas y se oyen entonces en la pampa sola, alrededor de la res desplomada sobre los pastos, los lamentos lastimeros de las compañeras. Ve que la sangre es fecunda y se hace el amante frío de la matanza que lo consagra soberano señor. Empieza a comprender que el extranjero no es ya dominante por derecho humano y no cree que las tiranías puedan heredarse. Además se pretende arrebatarles las tierras que sojuzgaron con su coraje y reducirles el pan y las ropas. Entonces en muchas partes a la vez, en los suburbios de las ciudades, en los ranchos y taperas de los campos, los parias inician el alma rebelde; la nación retoña aquí, allá y más allá, fresca y potente de juveniles energías y el fusil de la conquista los derriba con el pecho roto y los presidios abren su ponzoñosa entraña para asfixiarlos. Los ricos llegan siempre tarde. Tienen miedo. Guardan los títulos de sus propiedades bajo los pisos de sus mansiones. ¿Para qué modificar las cosas? ¿Qué tienen que hacer estos iconoclastas que exacerban las iras de los conquistadores por derecho divino? Pero la marea se agita, los iconoclastas triunfan y la borrasca formidable azota sus furias contra los diques y los despedaza. Entonces los ricos de un salto se colocan a la cabeza de la innovación revolucionaria para salvar sus vidas y sus dineros y los parias siempre detrás mueren en los combates o arrastran los cuerpos escuálidos de hambre y de sed en las marchas penosas.

-¡Mandrias los ricos -rugía Valverde golpeando al libro-, mandrias siempre!

Miraba de nuevo la pseudohistoria y seguía leyendo. Hay muchos muertos. Quedan innumerables familias en el desamparo, porque para sostenerse venden sus predios a vil precio; pero los sobrevivientes conocen su fuerza a través del humo del combate y entre la embriaguez de la victoria. Entonces la plebe quiere el gobierno propio. Nada de procónsules. Que mande el más fuerte. Para saber quién es, es preciso probarse, porque todos son hombres y a todos agita la libertad con su alma bárbara y sanguinaria. He ahí la razón de las guerras civiles. Los héroes vueltos a su tierra temen volver a la esclavitud. Luego faltos de educación política, llegan al desenfreno. Los ricos y el clero que pudieron conducirlos se asustan, esconden sus personas y sus dineros y los abandonan. Uno que otro queda en la brecha no por amor el humilde, sino por bajas y ambiciosas pasiones. Entonces lo de la anarquía. De punta a punta epilepsia y sangre a fusil y a cuchillo. Nada de honor, nada de moral. En la entraña de cada provincia, batallas; en la nación alma de exterminio; en el hogar la deshonra; en la propiedad el robo homicida; en la ley una sombra; en la familia los hermanos contra los hermanos; los padres contra los hijos; la noción de la patria perdida; perdidos los esfuerzos por la independencia; cementerios aquí y allá y más allá, venenosos de vísceras corrompidas y sobre la pampa, a través de las cuchillas escuetas y entre las trenzas del monte inextricable, las furias de un vendaval de muerte; los ricos asustados, los frailes asustados y el deseo de llegar a la paz a través de un monarca.

-¡Es demasiado pronto! -rugía Valverde. No se ha de cerrar a pesar de ustedes el cielo. Hace muy poco que hemos arrojado a uno. No queremos otro. Es necesario que mueran muchos parias todavía. Esperen. Ya viene para vuestras cobardías el chucho de miedo que hace dar diente con diente y temblar las piernas. ¡Ya vienen los que confiscarán vuestros tesoros y os cortarán la cabeza!

Germán volvía a sus pseudohistorias, mientras el silencio de la noche alta penetra las cosas en el universo. El colegio duerme. En sus vastos corredores no hay un solo ruido.

Es una negra y quieta mole el vasto edificio y él desde la ventana de su cuarto contempla los patios obscuros. Ningún hijo de rico estudia a esa hora. Duermen hondo, porque no tienen ásperos recuerdos de pobrezas pasadas, de hambres y de andrajos. Siente a lo lejos los rumores de la ciudad que se divierte y ve en el horizonte el reflejo de sus iluminaciones, como si fuera una diáfana cortina de polvo de luz, esparcida bajo el cielo. Él está solo en medio de la noche como un siniestro ángel, ocupando el vacío de la ventana con su larga línea de fantasma. Extendió su brazo en la tiniebla. ¡Tal vez cruzaban por su corazón graznando los buitres del rencor y arañándole las fibras con la aguda zarpa! Había un aire tibio de primavera; había en la noche una celeste paz y bajo el cielo lleno de estrellas susurraba aleteando apenas la brisa leve como en concierto angélico. Un grillo modulaba sobre su cabeza el grito monótono y los rumores de la ciudad se iban apagando. Germán levantó los ojos y había paz; miró alrededor en la sombra, los bajó hacia la calle. Ningún caminante. ¡Había paz! La calle iluminada se perdía a lo lejos y las casas cerradas estaban en silencio. Hasta el convento de enfrente callaba con su alto paredón de fortaleza, con su único ventanal obscuro, espiando como una apagada pupila. Bajó los brazos el anarquista. Estuvo agitado un rato en un acerbo soliloquio. ¡¡En la naturaleza había paz!!

-Solamente yo no duermo -pensaba. Me arde la cara y tengo fiebre. Me duele el pecho. Esta tos me lastima las entrañas; pero estos dolores míos dan vigor y hacen hombres, mientras la dicha que da el sueño, enerva, la dicha que no necesita buscar alimentos, disminuye la virilidad y empequeñece la naturaleza humana. ¡Oh! ¡Los ricos están muy cerca del manicomio! Después de dos o tres generaciones sus rostros pierden la expresión, el ojo se apaga y con el labio caído gruñen como los idiotas. ¡Asimétricos! ¡En esta tierra, donde el pueblo ha sufrido tanto, ya va a llegar quien os ha de cortar la cabeza!

Y abrió de nuevo su libro y el silencio de la noche alta seguía penetrando las cosas en el Universo...

Han triunfado los más astutos y los más fuertes; pero la violencia exige la violencia. En cada provincia un déspota; en la tierra nuestra un banquete constante de orgía babilónica. ¡Días tétricos y noches pavorosas! No hay alma popular. La demagogia, villana escoria, golpea con el facón las puertas de los que duermen, de las trenzas arrastra a las señoras, del pescuezo a los ricos que por cuidar tesoros abandonaron a los inexpertos a su suerte. ¡Peor para ellos! La avaricia cobarde no los ha salvado. El relámpago de una cuchilla de carnicero les desarticula la cabeza; sus mujeres son deshonradas; el vientre de los hijos entra hasta el mango en los puñales asesinos. Lástima es que con ellos mueren muchos hombres del pueblo, generosos que se sacrifican así mismo por sus verdugos. Los matan en montón, sin lástima, fieles como perros de covachas sarnosas, mientras las barricas de alquitrán arden en las esquinas y devoran chirriando grasa y huesos de cristianos arrancados de los sótanos. Uno que otro rico salva el honor de la casta. Muere en los combates. Acepta el sacrificio sin deliquios femeninos, sin viles rogativas, sacudiendo la nuca, como los formidables, vigorosamente; pero es bueno observar que éstos ya habían sido héroes, cuando querían encauzar las anarquías dementes. Llega el terror. Hay fugitivos que cruzan la noche como sombras, que se ocultan de día y renuevan los galopes nocturnos. Detrás de ellos la mazorca. Hay tiros en las tinieblas y horribles blasfemias de los perseguidores. En esa caza jadeante se desploman muchos para siempre y muestran después el obscuro canal del degüello sobre la garganta llena de sangre. En los hogares no se duerme. Ya no hay amigos; los sirvientes traicionan a los amos. Son espías de los poderosos. Muchos ricos mueren asesinados. ¡Al fin! La canalla se venga. Demasiado tiempo la han ultrajado y escarnecido. Tiene en el rostro los cardenales de la bofetada y en los cuartos la equimosis de la coz salvaje y cuando sombrero en mano, imploraba piedad y pedía los dineros ganados con el trabajo y pedía justicia, el rebenque del rico se levantaba sobre su dorso y hería sin lástima, mientras los seides del juez lo empujaban maniatado al presidio a que pereciera de hambre y frío. ¡El pobre no tenía honor, ni hogar, ni propiedad, ni familia, ni nada! Es la bestia de las cocinas y el limpiador de todas las mugres señoriales, miserable asno apaleado, si hombre, cuyo destino es morir podrido de tubérculos, en el desamparo de una cama de hospital, manceba, si mujer, de los lupanares insomnes, sierva de criminales, ¡ahogada bajo el aliento impuro de los borrachos impotentes! Al fin ellos tienen el gobierno. La hora del terror ha llegado. La noche de la nación es lóbrega. En la calle poca luz; están desiertos. Hay una profunda tristeza y los escasos viajeros caminan mirando a los costados con desconfianza. Los negocios se cierran temprano; pero en las casas no duermen. Cualquier agitado rumor sobresalta, el zumbar del viento, una puerta que suena adentro sacudida contra el marco. Todos de pie escuchan en silencio y cuando el padre y los hermanos no llegan, rezan el rosario e imploran la divina misericordia, mientras en la profunda quietud siguen tañendo dolorosamente los relojes de los campanarios y a los lejos aúllan los perros, como si pregonaran lastimeros augurios. De repente un tropel; los encerrados huyen a los rincones. ¡Un estampido! Es una puerta derribada; son rumores de lucha y agudos gritos de dolor y una cohorte de pretorianos patibularios, arrastrando mi cuerpo muerto por las piedras, atado a la cola de sus caballos y al galope ¡patatán! ¡patatán! va dando tumbos el cadáver y dejando sobre el suelo lonjas sangrientas. Los caminos antes desiertos se llenan de desterrados. Sobre la soledad, la angustia del exilio, la funesta sensación de perder la patria y llegar a tierra extraña con familia y sin bienes. Transformados en miserables, los ricos tienen que trabajar, sus mujeres que coser. Ahora viven en tugurios los moradores de las viejas mansiones señoriales. A veces hay hambre y fríos, como en las taperas de los parias. Se mueren muchos chicos...

-¡Mejor! -exclamaba Germán. Así aprenderán a ser humanos en la hora feliz. No harán muecas de desprecio. Lo único que se le puede consentir es el trismo de dolor, enfrente del infortunio que no se acaba, enfrente de los tiranos que retoñan, florecen y se consolidan. ¡Para algo sirven siquiera estos taciturnos bufones! ¡Para nivelar la raza humana sirve esta impía piara, que arroja el chiquero y el muladar sobre las sedas, alimañas que osan en los cementerios de sus víctimas y gruñen, husmeando nuevos crímenes, con el hocico arriba lleno de estiércol! ¡Benditos sean! El buen Dios conserve tan preciosas joyas, aunque vivan borrachos, aunque sean sátiros de orgías nefandas, crueles maestros del disimulo y bandoleros. Todo por el bien de la patria, afirman ellos. ¡Vulgares histriones de máscara monstruosa, a quienes los Aristófanes de suburbio cantan ditirambos! ¡¡Dios conserve tan preciosas joyas!! ¡¡Siquiera estos taciturnos bufones sirven para nivelar la raza humana...!!

Una extraña expresión tenía en ese momento el rostro de Germán. La vela iluminaba su cara pálida, contraída en una guiñada diabólica, mientras por la ventana abierta llegaban hasta él los mil rumores indecisos y lejanos de la ciudad dormida. Respiraba hondo el anarquista el aire de la noche, un aire de ciénaga con olor a tierra y emanaciones de sucios pavimentos. Tosía a ratos. En ese momento por la calle desierta sintió pasos que se acercaban. Eran dos borrachos que escribían un zig-zag bajo el farol de la esquina y hablaban con calor.

-Me tiraron los muebles a la calle, decía uno, dando traspiés. Qué culpa tengo si no puedo pagar el alquiler... Allá fueron catres, colchones y ropas remendadas... Trabajo como un animal, amigo; pero la plata no alcanza. Mi mujer también. Todo el día lava. Dele al lado de la batea y echa cada año un chico a la calle. ¡Pobres marranos! Ya van seis. Siento amigo por ellos... ¿Ve usted? La nena ya tiene quince años... Está sirviendo en una casa y sucedió que el hijo mayor de esa familia... Ya sabe... Ella me contó que estaba sola... pero ellos son ricos... ¿qué se hace? ¡Si no fuera por estas copas de caña ya me había muerto!

-Tiene razón amigo, contestaba el otro borracho. Ya es así. Ellos son ricos. Yo no los veo trabajar. ¿Por qué serán ricos entonces? Yo ando en la mala también. El otro día se me murió tísico un muchacho. Estaba en el hospital... ¡Dele sangre, gargajos y sudores!... Se consumió como una vela de sebo... ¡Y qué ganas tenía de vivir!.. A la madre que estaba llorando la consolaba, porque él decía que iba a trabajar después cuando sanara, para que ella pudiera comer y descansar. Al revés fue... A nosotros no nos dejaron entrar, cuando se moría... ¡Cómo sufrimos amigo, pero hay un reglamento que para los pobres no tiene corazón!... Entonces fue que anduve tres días chupando... La pobre mi mujer me reta pero yo digo: ¿qué le queda que hacer a uno, cuando anda en la mala?

Siguieron los borrachos perdiéndose lejos, como bultos obscuros en marcha bajo los faroles, mientras Germán apretaba los puños sobre el libro abierto, pensando que a esos hombres la pobreza ya les había deshecho la hombría. Ni una protesta siquiera. Tenían el cuerpo doblado bajo los garrotazos e iban hacia la muerte resignados como los brutos. En frente, en el convento, parecía agitarse alguna cosa. Llegaban hasta él largos y monótonos rezongos, como si rezaran el rosario. De repente se oyó la melodía de un órgano, una melancólica sordina, impregnada de dulce y religiosa armonía. Parecía un salmo. Tal vez el canto de algún pueblo desterrado, llorando por las selvas nativas, por la cabaña destruida y por los campos asolados en la guerra; una triste plegaria al Señor, que alimenta con lluvias los prados y ampara a las familias en las horas de dolor. La música llegaba por ráfagas, callando de repente, pero era siempre, la nota mística, como una idolatría hacia Dios, y una esperanza de beatitud celeste. De repente, la ventana se iluminó cual un grande ojo brillante y Germán vio un ataúd desnudo. Las monjas, cubiertas de velo negro, lo llevaban a pulso. El canto se hizo más claro. Era el De profundis con que acompañaban a una novicia muerta. El anarquista se estremeció. La ira hizo centellear sus pupilas. Se levantó, apareciendo su cuerpo en la ventana como una sombra.

-Quién sabe lo que se lleva ésta al sepulcro -pensó. ¡Pobres mentecatas! El culto hipócrita les enseña que deben ser castas; es decir, la religión en contra de la naturaleza y de Dios, puesto que esta es su obra. Y se amontonan allí en las celdas obscuras, para sufrir hambre y herirse las carnes con el cilicio, en el sacrificio estéril, como si la novicia estuviera, más que la novia, cerca de Dios, como si la monja estuviera, más que la madre, cerca de Dios. ¡Desnaturalizadas! ¡Cuántos crímenes en esos cuartujos estrechos, con humedades de sótano; cuánta deshonra! ¡Religión sublime de amor! Los hombres practican esta degeneración: ¡el culto homicida!

Germán bajó otra vez la cabeza sobre sus pseudohistorias leyendo aquel libro que no tenía en sus páginas una palabra de perdón. Lo había escrito tal vez un alma enferma, un luchador de abajo, de juventud triste y dolorosa y virilidad escéptica, obligado por la suerte a vivir entre el mal, al conocimiento de todo lo artero y lo inconfesable, sin saber nada de la virtud. Así como esas psicologías son las páginas esquivas y así también es venganza lógica lo que es delito para una mente equilibrada. Por eso el elogio satánico de las tiranías; por eso ese libro no entendía la reacción.

La describía a su modo, siempre en perjuicio del harapiento. Los ricos dirigían desde el destierro las primeras conspiraciones, que concluyeron diezmando a los que no tenían plata; el motín a metralla y las asonadas a punta de bayoneta. ¡Cuántos valerosos murieron! ¡Cuántas familias desamparadas han caído en el anónimo infame y se han disuelto en las deyecciones de los bajos entresuelos! Los descendientes andan por ahí dispersos, luchando con la miseria, apellidos heroicos, perdidos en los conventillos, nietos de viejos soldados con la señal roja del alcohol en la nariz, ludibrio de los pilletes, teniendo en los ojos el reflejo atónito de la máscara idiota. Los que no murieron en las batallas de los despotismos, fueron ilotas de los ricos, apresurados en apoderarse de la tierra para hacerlas feudos. Así se concentró cada vez más la fortuna en pocas manos, mientras los parias seguían muriendo y en la guerra nacional y en las civiles cambiaba el alma de esta tierra; porque antes era lujo y honor servir a la patria, ser artista, hacer caridad o cuidar con acerada pasión el renombre de los dioses tutelares. En cambio hoy se adora el becerro de oro. Tenía que suceder. Todas las decadencias se distinguen por la zoolatría. Aquí el becerro. Menos mal. Podía haber sido cualquiera ave de rapiña, ¡tantos despojos hubieron, tanto ratero impune que usa frac, da comidas y tiene salones y mira de arriba abajo a la turba andrajosa, restos miserables de una cohorte inmaculada que ha ido entregando de generación en generación, a través de las décadas, sus virilidades y sus noblezas!

Y la odisea sigue a pesar de todo. Antes tenían el sepulcro en los campos en el aire libre y grande siquiera; hoy se hacen pedazos en los atrios, sirviendo lascivias ambiciosas de capitanejos barbiralos. Viven en los clubs políticos, donde acarician el cascarón aborigen de los candidatos insuficientes. Y la mayor parte están en las fábricas, tumbas ponzoñosas que beben minuto por minuto la vida de las células, largos tugurios escasos de luz, que saben a roñas de hacinamiento y sienten a sudores, de enfermos, a grasas rancias y vapores malsanos de maquinarias. Pasan el día entre el hedor de las suelas podridas, manejando tabacos y respirando nicotina, envenenados por las emanaciones del plomo, mal pagados, mal comidos, obligados al sueño escaso, con el espectáculo de los inviernos sin pan y sin calor. ¡Mala escuela el hacinamiento! Los sexos están cerca. El corolario es el vicio precoz. Por la calle se ve caminar una turba de muchachuelas de piel terrosa y cuerpo enflaquecido, vestidas de zarazas, maestras antes de la pubertad de todas las degeneraciones sexuales, más que rameras corrompidas, que entregan sus carnes venales en cada esquina a la salida de las fábricas, como si esas pobres larvas fueran la ofrenda para la bestialidad humana. Así, estas contaminadas por el escándalo, ángeles dolorosos caídos en el cieno, llegan envejecidas a la adolescencia. Han dejado en el camino, hace rato, los inocentes candores, botones marchitos y sin perfumes antes de ser flor, corazones manchados por la crápula, vírgenes muertas en la infancia, ¡deshonestas que nunca más tendrán primavera! Así, de peldaño en peldaño, van hacia la obscura zahúrda del lupanar. Si madres, por casualidad, meditan el crimen, y siquiera sea en la intención, se hacen infanticidas; si mujeres de algún desarrapado, llegan a la casa sin honra, para seguir dando tumbos, de adulterio en adulterio, ¡hasta la basura moral!

Lo mismo los muchachos. Se contaminan en las fábricas. Toman las primeras copas. Oyen hablar del delito. Conocen esa funesta aureola que lo rodea y el nombre de los delincuentes que se pronuncia en baja voz, esos perseguidos de la justicia, fugitivos de la noche, que marean la mente inexperta con el prestigio de las hazañas facinerosas. Viene la imitación. Se carga el primer cuchillo y salta en la pelea la sangre espesa y roja, con su olor de crimen. Luego el calabozo, los diálogos con los galeotes empedernidos y el odio a todos los que tienen aseo, ropas y pan. Entonces se hacen holgazanes y salen a la calle esos cachorros feroces, sabiendo el robo e idólatras del exterminio, cuando en las celdas no han aprendido lubricidades solitarias o servido de pederastas en la infamia de la sodomía. Ellos después desparraman por todas partes los gérmenes de la rebelión y del vicio, porque no saben de ningún respeto, no tienen religión y entregan para siempre el cuerpo y el alma al desorden y a la protesta. Puede ser que hayan entrado a los talleres con todas las alegrías de la infancia angelical, sabiendo rezar el Padre Nuestro, con la mejilla húmeda del beso de los padres, enamorados de los juegos violentos y pensando en sus trampas de arco y en los jilgueros cantores, que los llaman en la madrugada al aire abierto y a los libres y dilatados espacios. Porque muchos son buenos, estos pequeños batalladores de las calles que nutren cerca del hogar al corazón de savia generosa; pero la miseria los encierra; les quita el aire, les arrebata el espectáculo del cielo y los fija en la fábrica -en las diez horas de trabajo, respirando sucias moléculas- a ellos que son los fuertes vagabundos de todo el día, ¡pobres pájaros, encerrados en montón en la jaula estrecha, que miran a cada rato entre los alambres al éter lejano, que ya no es de ellos y piensan en las verdes alfalfas de las afueras, cuyos perfumes ya no reciben! Pronto la mayor parte vuelven a sus casas pálidos y tristes con las alas quebradas, quejumbrosos como arpas envejecidas y acuestan para siempre, sobre el pecho de la madre, la cabeza muerta al lado de las trampas de arco colgadas de la pared. Tal vez sobre los cajones chicos; forrados de coleta azul -en la noche del velorio- canten asimismo los jilgueros en voz baja, como si fueran el adiós, lleno de pena, al compañerito que les ofrecía alpiste todos los días y ponía agua fresca en el vasito de cristal. Ya no lo oyen hace tiempo. Ya no lo ven. A sus jaulas llegan los quejidos de la enfermedad, hasta que sobre la mesa cubierto con una sábana blanca, allí debajo de ellos extendieron una noche su cuerpo inerte, cubierto de hojas de cedrón, con un ramo de rojos claveles entre las manos. ¡Por eso mientras los padres rezan el rosario, ellos conversan en voz baja con el alma del compañerito que les daba alpiste todos los días y ponía agua fresca en el vasito de cristal!... Así la vida encierra en los talleres a los que tendrán sepulcro prematuro, cuando en la casa rica florecen las mejillas rosadas, los pectorales se robustecen y se desarrollan los huesos, preparados para la longevidad.

-¡Den pues un poco, ricos sórdidos! -pensaba Germán. ¡Den para que los talleres tengan grandes ventanas, pisos secos y estufas en invierno, para que no se mueran de frío los que trabajan y no se asfixien tragando inmundicias de conventillos! ¡Eso no es indiferente para ustedes! Mañana las niñeras, que cuidan a vuestros hijos, los besarán con los labios partidos por la sífilis hereditaria mal cuidada, y al lado de ellas las criaturas respirarán alientos de podridos tubérculos. ¡Mucho cuidado! Eso no es indiferente. La pobreza que no se cuida y mejora es como los pantanos de barro negro, donde hierve desde siglos el esfacelo de muchos vegetales. ¡No los sequen y verán la cortina de muerte que se va a extender sobre vuestras viviendas!...

Las noches seguían rodando sobre la cabeza hirsuta del anarquista. Él se quedaba en ratos pensativo, con las pupilas fijas hacia arriba, sin ver la paz infinita del cielo abierto y sereno. Su cuerpo se había enflaquecido y tiritaba en plena primavera, como si estuviese enfermo. De cuando en cuando se sentía en el fondo de su garganta como un redoble de tambor. Era un acceso de tos seca y estridente. Algún espectro batía la marcha fúnebre en su tórax estrecho. Sentado al lado de la ventana, leía siempre el libro de alma ponzoñosa y ruda expresión, en cuyas páginas iban dejando los ilotas de esta tierra la ira de sus miserias y los crueles propósitos de sus venganzas, en esa larga y salvaje odisea, por lo mismo que se acerca la hora de la redención y porque fue verbo, en la aurora del siglo, ¡el respeto por los derechos del hombre y verbo sangre, religión y Dios conductor ha de ser en su ocaso el respeto por los derechos del pobre! Así los hombres que trabajan en el campo y que mueren en las faenas peligrosas, con la aorta herida y las clavículas rotas, se levantarán airados contra los feudatarios de las estancias, que viven y tienen mansiones por el sudor de sus trabajos, por los cansancios de sus músculos, por el hambre y la desnudez de sus ranchos y mueren a los cuarenta años para multiplicar sus riquezas. ¡Estas muertes prematuras caigan sobre sus conciencias! ¡Los hijos mantenidos en la miseria intelectual, para que no dejen de ser siervos, -allá abandonados en las soledades desiertas, sin escuelas y sin Dios- han de preguntar más tarde por qué violan la natural tendencia de las familias a mejorar y por qué no contribuyen educando al progreso humano! Estéril es la peroración. Los salarios son escasos. La lucha con el toro es bárbara y el potro se hace pedazos por las cortaderas, arrancando los costillares del jinete, abandonados sobre el pasto en el fúnebre magullamiento y la Naturaleza, que no tiene confines -sin árboles y sin montañas en la dilatada estepa- se azota sobre las taperas de los pobres, con todas las supremas bestialidades de su furor. Por eso el hielo sin fuego y sin ropas; los ciclones sin baluartes para detenerlos en sus frenesíes de devastación; las lluvias sin reparos y sin sombras, el estío con su llamarada implacable y por eso la familia se vuelve raquítica, los niños perecen a montones y los adolescentes empobrecidos, sin tener nociones del honor y sabiendo que no terminará nunca la pobreza, porque vieron fallecer a los padres sobre los jergones sucios, sin médicos y sin alimentos de enfermos, beben la caña de las pulperías y se transforman en larvas idiotas y en negaciones en el libro de nuestro progreso. ¡Pobres tontos! ¡Todavía no se han apercibido que los salarios son escasos y que para ellos ha muerto el porvenir! No conocen nada de sus derechos; no saben leer ni escribir. El deber más que una altivez, como es en los conscientes, resulta en ellos un corolario del yugo, una especie de paciencia de bruto manso y la resignación pasiva de las almas esclavas. Así recua seguidora y enfermos de supersticiones, son arrastrados como cosas por los caudillejos melenudos, que tienen el calabozo para los pocos rebeldes o por el feudatario, que amenaza con el hambre al que se atreve a no ser humilde. ¡Para los recalcitrantes no hay pan, ni techo, ni derechos, ni ley! Algunos austeros se hacen vagabundos. La persecución los destierra y el encono, fúnebre consejero, les carga el trabuco o les afila la punta del puñal. ¡No eduquen, ricos todopoderosos! No hagan conocer a Dios. No enseñen que hay una patria. No enseñen que la tendencia del hombre en todos los pueblos civiles es a transformarse en Vir. No les digan que son ciudadanos. No mejoren la familia del proletario. No prediquen el aseo y el descanso periódico, para que no haya en este país longevidad sana, porque tal vez para vuestros nobles caletres, el muerto de los cuarenta años, hace la misma cantidad de patria, que el octogenario virtuoso, el bisabuelo robusto y fecundo, de piel áspera y rojiza, el creador de la casa solariega, de blancas barbas, erguidos pectorales y fuerte corazón de patriarca. Permanezcan en la edad media; enciérrense en los privilegios de casta, como en castillo, enhiesto sobre abruptos despeñaderos; miren desde sus torreones el dorso encorvado de los labriegos de la gleba; no los paguen y si llega la huelga amenazadora a los fosos, ordenen a los arqueros la destrucción de la villana plebe. Vivan en la edad media, sin observar las conquistas de la civilización humana. No miren que todo tiende a la nivelación y que el concierto no es posible sin que el rico dé al pobre parte de su bienestar y el ilustrado dé sus conocimientos, para que aquél a su vez entregue con buena voluntad los frutos de su trabajo virtuoso. Sean políticos de la legua, haciéndose idólatras del campanario y no sepan que antes que eso está la nación y más antes todavía el mundo, que en todo el siglo ha bregado por la independencia individual a través de la riqueza honestamente adquirida. Sean ciegos. Crean que lo que dirige es el frac y el escote marmóreo con olor de lirios y no sientan el clamoreo de las fuerzas populares que marchan ganando con el trabajo el derecho de ser felices. ¡Ilusos! Las multitudes son las conquistadoras finiseculares. Los grandes fastos y las poderosas nacionalidades constituidas se hicieron a hombro de atletas, regados los campos de batalla con sangre de héroes anónimos, iluminadas las maquinarias del taller a chispazos de pueblo. El error está en creer que son los hombres de Estado los creadores. Estos no han triunfado,¡apelamos a la historia! sino cuando fueron símbolo y síntesis de las sensaciones colectivas. Hay siempre, antes que el hecho, un designio y una voluntad anónima. En ella se apoyan los dirigentes para la victoria. Una alma italiana había antes que Italia y antes que Alemania, una alma alemana. Hasta en las fiestas que el mundo celebra, en los areópagos universales, se ve la tendencia a la igualdad positiva, no la de la ley escrita, que es estéril casi siempre, sino la de las leyes naturales, que establecen el respeto y las recíprocas consideraciones entre los hombres. La estirpe va siendo un artículo de calidad inferior. Ha sido derrotada por el mérito intrínseco. Ya se les pide cuenta a los herederos del uso que han hecho de la noble herencia. Un libro escrito, una industria consolidada, una riqueza por esfuerzo propio, un descubrimiento científico, o una obra de arte cualquiera, son títulos que dan soberanía y las almas caritativas que cuidan la niñez, aman a los pobres y recogen al viejo desvalido para que muera entre sábanas limpias, son superiores a los blasones pálidos, a los cuales el tiempo desvaneció el color y la esterilidad quitó hidalguías... Así mismo los emblemas hacen el supremo esfuerzo. Se han reunido alrededor del altar, y en vez de buscar las alegrías de la luz, que calienta el sudor de los trabajadores, en vez de caminar mezclados a las energías que mueven el mundo, han preferido, melancólicos anacoretas, vivir sin sol, en los augustos misterios de las viejas hazañas gloriosas, en el silencio de las mansiones frías, donde ya no hay jóvenes primaveras, aislados e inertes entre el fervor de las ciudades. Así han venido a menos. Tienen delgados los músculos, la piel fina y azulada. La salud con ímpetos de sangre roja ha ido desapareciendo. Poco de hombre hay en ellos, mucho de escuálida larva y lo que crece en esos mausoleos en medio del bullicio de las calles son mentes estrechas, cultores todavía de la fórmula triste: ¡Dios y mi blasón! Así el caminante que pasa al lado de esas criptas, donde no se vive sino para adorar los restos de un mundo muerto, siente olor a lirios marchitos, dejos todavía salvajes de encinas decrépitas y rotas, emanaciones que salen de los escombros de fracturados castillos y suenan los alaridos de los tronos, hechos pedazos y el rugir moribundo de leones y leopardos, que huyen y mueren sobre los emblemas incinerados y así también el caminante tropieza con una montaña de panoplias mordidas por el orín, una revuelta confusión de armas, yelmos, corazas, guanteletes, troncos de alabardas, astillas de viejos espadones, mosquetes y culebrinas, un cementerio de hierro muerto al lado de las rubias cabelleras que todavía adornan calaveras de castellanas, entre la elegía de los laudes rotos, el canto fúnebre del último juglar y la mueca estridente de enanos y bufones, degeneraciones y espectros que cierran la marcha de la columna de siglos ya desaparecida en la noche. Mucho dolor de pobres se han llevado, y hambre de siervos, y sangre de somatenes, mucha humillación de dignidad y mucho crimen de grandes. La injusticia ha durado ya demasiado tiempo y la hora de la igualdad positiva se acerca. Teman los que quieren volver el alma de la civilización hacia sus fuentes primitivos. Cuánta lástima hay que tener por esa última cohorte de vencidos, por estos adoradores atávicos, lívidos penitentes, que rezan las oraciones del desierto, enfrente de las fraguas que funden el hierro, del arado que rompe los campos y de las aleluyas, que cantan las formidables remezones de la turbina, que acercando a la humanidad, va a destruir las suspicacias y los odios abonados por la falta de consorcio y de conciliación, corolario del alejamiento y va a predicar mejor que el Evangelio, la religión de la paz y del perdón. Teman los que no remuneren el trabajo, los que no enseñen la libertad y el aseo, los que no protejan la inocencia, los que no ayuden al humilde. Aquí sobre todo donde la avaricia no ha dado todavía la civilización a la República y donde el viajero del interior no ve sino la soledad del desierto, el tugurio de barro o el toldito de cuero plantado a flor de tierra. Allí debajo duermen casi sin ropas, como salvajes, las familias, procreando los padres al lado de las vírgenes; gente que se alimenta como los cerdos de bellotas y se sacian de yerbas como los baguales, razas primitivas que no han aprendido ni una docena de palabras. Allí están como hombres de la naturaleza. Ven pasar los torrentes a saltos, sin que sientan la necesidad de sacarse la mugre. Por eso los sexos se unen allí, sin más altar que el bosque, sin más sensación que la brama instintiva, mormones vagabundos, que desparraman la semilla sin tener la noción del hogar y de la familia. No son religiosos en el alto sentido de la frase. Viven de ridículos terrores y de agoreras supersticiones. No hay escuelas. No conocen la patria, ni saben de los derechos del trabajo. Jipan por la comida, el día entero en los latifundios como los glebarios de antaño. Si hubiera ejército de ciudadanos, tal vez pudieran ser traídos a las capitales y ver entonces pavimentos, universidades y cuartos de baño; pero el enganche lo ha transformado en refugio de criminales o en legión de mercenarios. Así nacen, así viven abdicando en manos ajenas sus iniciativas, mansas bestias colocadas bajo el yugo de una disimulada esclavitud, sin más horizontes que el que le quieran mostrar los pocos ricos que les arrebatan las savias raquíticas. En el interior hay una edad media disimulada. Por poco que uno escarbe sale el feudatario y la ley en todas sus formas es cosa acomodaticia. Se cumple cuando conviene. En todas partes se asiste al triunfo del latifundio, sin que los sórdidos Schyloks tengan siquiera la lúgubre grandeza del personaje, ¡míseras criaturas, ignorantes del ímpetu de caridad universal, que agita la hora presente, reptiles infecundos de escamas de oro, destinados a morir! Con el siglo que se va desaparecerán ellos, arrebatados en el estertor de su gigantesca agonía, quedando suprimida la injusticia de la riqueza oligarca por la justicia del bienestar de los más, acompañados en su despeñadero por los emblemas apolillados, el crujir macabro de los tronos moribundos y el chasquear de las mitras, al zambullir en la nada eterna!...

Cerró el anarquista el libro, mientras la noche cobijaba en la ciudad las cosas dormidas. ¡Tanta paz en la naturaleza y tanta salud, al lado de ese hombre enfermo! Por la ventana abierta entraba el fresco de la suavísima penumbra y lejos la vista se tendía sobre las chimeneas y los campanarios en la sombra. Los faroles de la ciudad al horizonte arrojaban como un esplendor en la serena quietud nocturna. De cuando en cuando había un extraño ruido. Un carro pasaba veloz. Su cuarto parecía moverse en el violento tableteo de las ruedas. Después el tañido de una corneta de trenvía y en las huertas cercanas un piar de pájaros en voz baja, algo como el principio del despertar en la ciudad, alrededor de la obscura mole del colegio. Un poco más de brisa en el aire y emanaciones de yerbas húmedas y así todo alrededor más ruidos como en largos círculos excéntricos. La luz de los faroles empezó a desvanecerse. Llegaba la aurora con su color rosa pálido del horizonte y se veían sobre los techos más claros chimeneas, alambres y campanarios. Uno que otro caminante y peones de saco al hombro. Germán se hacía asomado a la ventana y pensaba que esos miserables empezaban temprano a aumentar la fortuna de los ricos. De repente vio venir apurada una mujer en la semiclaridad de la calle. Parecía una diosa de pálido mármol, con el cabello rubio en desorden. Huía perseguida por un elegante calavera de pelo canoso, y cuando la alcanzó, ella dijo con voz sofocada:

-Déjame. Te odio, miserable. Estoy harta. Ya no te acuerdas. Yo tenía doce años, y aquí fue, en esta misma casa, y señalaba un palacio.

Germán oyó claramente las palabras y apretó los puños.

-Dónde entrarás ahora -replicó el hombre tironeándola de los brazos.

-¡No entraré! ¡No entraré! -contestó ella forcejeando. Ni mujer era -agregó. Por favor te pedí me dejarás ir a casa de mi madre y tú, ¡cobarde! me sofocaste sobre la cama y me hiciste llorar... ¡Te odio! y le rompió el abanico en la cara.

-Goga -suplicó con ira el hombre. Entra. Había abierto la puerta y la arrastraba.

Entonces Germán abalanzó su cuerpo fuera de la ventana y gritó con voz de trueno:

-¡Déjela, déjela! ¡No sea canalla!

El hombre entró, cerrando con un portazo que sacudió la casa y Goga levantó su rostro hacia Germán. Era un divino rostro marchito y un esbelto cuerpo de diosa, envuelto en su traje de seda celeste. Sus ojos húmedos tenían una inenarrable dulzura.

-No sé quien sos -le dijo. Te agradezco. Has tenido lástima de esta pobre basura. ¡Con todos, pero con éste nunca! Adiós.

Germán la miró hasta que no fue sino una mancha a lo lejos y colocó la mano abierta sobre la pseudohistoria, como si meditara en silencio un rencoroso juramento.

La mala vida

Un día recibió un legajo. Era un manuscrito. Sobre la tapa decía: memorias de Enrique Valverde para su hijo. Entonces supo quién era y de dónde venía. Se pasó muchas noches leyendo y volviendo a leer. Cuando concluyó, abrigaba nuevos odios, más crueldad y más ironías. Eran capítulos feroces esas memorias, medio borradas, con los bordes de las páginas corroídas, con manchas a trechos verdosas y viejas -el poema de un abismo moral, los castigos a la humanidad por un alma depravada...

Deseo que mi hijo, empezaba el manuscrito, sea igual a mí, que no he respetado nada y no he perdonado nunca. En este estudio de la vida no he encontrado sino hipócritas. La virtud suele ser el ropaje; el fondo de los hombres es un lodazal hediondo. No tienen más norte que el interés sórdido y no conocen el honor sino para mancharlo. En todos los gremios se roba y se falsifica. A la estafa le llaman negocio. En esto los de abajo imitan a los de arriba, que viven de la coima inmoral. A esto le llaman Gobierno. Este podía ser un hecho augusto; pero cuando uno ve que no hay libertad, que no se elige, que los dineros populares se despilfarran, que la sorna y la ironía acogen las generosas protestas, que no hay más Ley que la fuerza, entonces está tentado uno de pensar que Gobierno es sinónimo de deshonra y tahures son en la esencia los que lo dirigen, puesto que juegan con la riqueza pública, impasibles, con cinismos de ruleta tramposa. No se contentan con esto. Juegan también con la dignidad. Reducen al hombre, que se dobla bajo el látigo o el infortunio y pasa a través del muladar resignado y triste, inferior al asno que suele fracturar de una coz las costillas del arriero que lo lastima. ¡Dejémonos de jeremiadas! El error está en creer que el hombre vale algo. Los observadores saben que muy poca distancia hay entre él y el bruto. Quiero que mi hijo los conozca desde temprano. Es bueno que entre a la vida sin ingenuidades y le ruego me escuche con mucha atención. Para que se vea toda la insuficiencia que hay en ellos, diré que respetan cuando tienen miedo. Si saben que uno es capaz de atravesarlos de una estocada o de despachurrarles el cráneo de un tiro, lo dejan marchar, lo favorecen y hasta lo adulan. Así se explica la aureola que rodea al duelista vencedor, no siendo los duelos, en general, sino asesinatos disimulados. Es cierto que el homicida inspira horror; tal vez se vea después en el mundo abandonado y solitario; pero si se acerca a pedir, le dan, y cuando encuentra resistencia, no tiene más que arrugar el ceño. Llega luego el terror y obtiene lo que desea. Por esta razón también los guerreros, que pueden herir o matar, son eficaces, mientras los filósofos predican en desierto y sus fulminaciones o apologías son estériles. Para ellos el adagio aquél: «Se les oye como quien oye llover». Conozco muchos artistas. Hacen obras inmortales. Apenas si en la brega de toda la vida logran modificar un poco la estética. Un general de caballería, que llegue a tiempo, se lleva en una carga por delante y destruye poemas, mármoles, cuadros y armonías, la obra de un siglo, el esfuerzo de los más eximios en una nación y arrebata civilizaciones bajo el relámpago del sable, con el encuentro del corcel en furia, para arrastrarlos por el lodo y vuelve las cosas, si se le ocurre, a los primitivos embrutecimientos. Es bueno que mi hijo aprenda temprano a hacerse temer y no descuide las armas. Sepa también que los hombres, por la vida difícil, por la brama de fausto y de ostentación, van cayendo con los años, peldaño tras peldaño, hasta la sima infame y se vuelven pérfidos y arteros. Son capaces de robar si pueden ocultar el robo, y no temen la deshonra de la familia, hasta hacer mancebas de sus hijos, si eso no trasciende afuera. Conozco algunos, que prostituyen sus mujeres, alegres y pacíficos bicornes, que digieren bien a pesar de eso, sin ser ludibrio de los demás; mientras en la casa todos comen esa plata de la ignominia y engordan plácidamente. He visto, en mis correrías de médico, mujeres histéricas y pervertidas exigir el macho con todas las rabias de la lascivia y maridos complacientes acercarlo a la alcoba y empujarlo sobre el cuerpo ansioso y desnudo de las barraganas que guardan en sus casas. Entonces ellas se tranquilizan y los dejan en paz. A ratos les tiran a los maridos con mendrugos sucios. ¡Y decir que estos lenones han sido creados también a imagen y semejanza de Dios! Yo he desconfiado siempre de las mujeres castas. O son anafrodisíacas o saben ocultar muy bien lo deshonesto, estas aburridas del eterno «lo mismo» estas inquietas enfermas de curiosidades pecaminosas. Mi hijo no debe creer en el ángel. No existe. La necesidad del sexo se manifiesta a cada rato. Por eso se busca el calor de la danza, la trenza y el vértigo loco del vals. Es preciso saber lo que significa entonces un brazo musculoso y peludo que rodea la cintura, el roce de una rodilla y el choque de dos vientres que giran, saltan y tropiezan, en el calor de los salones, entre los perfumes embriagadores y el bullicioso clamoreo de los diálogos, bajo el esplendor y las reverberaciones multicolores de los regios lampadaries. Esté seguro, hijo mío, que de todo esto no resulta el ángel, sino el abandono del cuerpo a las sensaciones naturales y cuando llega la madrugada y palidecen las luces, hay en los salones muchas más corolas marchitas, que las que están en los ramos. Hay petalos en el suelo arrugados y llenos de manchas de humedad enfermiza, cuando todos abren paso y saludan a las que entraron vírgenes y bajan envueltas en tapados de pieles, tiritando de frío las marmóreas escalinatas. Si existiera el ángel, debiera este fijarse en los ojos hermosos y en la belleza del corazón. No es así, hijo mío. Prefiere miembros de estatuaria y torsos de atletas. ¡Puedo asegurarte que ellos han visto muchas otras cosas, antes que ver la frente! Yo soy un observador frío. No debo engañarte. La mujer del poeta es una; la del psicólogo otra. Podrá ser la primera rayo de sol o flor de ideal primavera, ¡la del segundo es sexo! Nada más felino; nada más lujurioso. ¡Cómo descienden! Las he visto ser ministras de las más bajas abyecciones y sacerdotisas bramosas de cultos bestiales. No hay aberración que no cultiven estas pervertidas elegantes. Conozco mujeres enamoradas de otras mujeres con rabias y celos de furias. Sé que buscan sus cuerpos en la noche y cuando nadie sospecha por la igualdad de sexo, se confunden y extenúan en lascivias inconfesables, entre las sabanas tibias, con los miembros convulsos en sus abrazos de culebras desnudas. ¡Oh! Esto no es nada. Hay muchas que aborrecen el cuerpo aseado del marido, ¡para acariciar con la imaginación sombría y voluptuosa el muslo áspero y sudoroso del obrero que huele mal! No inútilmente entra uno a tantas casas ajenas. Es cierto que no le muestran lo malo; pero esto es a veces tanto que el menos observador lo ve. No creo en la sublimidad de la mujer madre. Ninguna tiene placer en tener hijos, si eso le ha de costar unos cuantos calambres. A esto se debe el triunfo del cloroformo. Y después el chico chillón y sucio incomoda de noche. Afuera con él. Venga la hembra mercenaria, para que la madre no se marchite, entregando la leche de su cuerpo y no pierda sueño, para conservar mórbidas y juveniles las formas. ¿Qué importa que las amas suelan ser brutales y flagelen los cuerpos delicados? Las madres se despiertan en pleno día en las anchas camas, se desperezan, estirando y contrayendo brazos y piernas y gimen de placer. Han dormido toda la noche, mientras llega el marranito de la bohardilla, con olor a ubre sucia y a sudor de aldeana rechoncha. Después a la calle con él, que esté lejos todo lo que se pueda. No tienen que incomodar a la señora, que hace su tocado, delante del espejo, que la refleja semidesnuda, ni al peluquero que tiñe la cabellera o a la modista que prueba y toca todas las audaces curvas. Tal vez el contacto con los cuerpos inmundos de las sirvientas, que no se bañan o tienen úlceras y botones sifilíticos, transformen a los chicos en larvas lívidas y ulceradas. Eso no importa. Las madres tienen sus tardes. Visitan. Recorren los salones, ávidas de chismes y maledicencias, mientras los niños andan por calles y plazas, vagando con las niñeras y aprendiendo el lenguaje de las caballerizas y de los cuarteles. ¡Muy sublimes las madres! Pero no para en esto. Llega la noche. Es hora de la comida. Venga el escote. Es necesario que muestren que tienen mamas, aunque ese apéndice no les sirva para nada, que no sea suscitar lascivias. Habría que preguntar cuantos chicos conocen el grueso de sus pardos pezones y cuantos duermen arrullados por la canción materna. ¡Diablos! ¿Por qué han de perder el teatro o el festival de moda? ¿Acaso no han de triunfar una vez más, arrojando sobre las otras el lujo de sus sedas y encajes y han de renunciar al choque de sus grandes vientres de jamonas estacionadas, con los ángulos huesosos de los jóvenes calaveras y elegantes? Han soñado pues en sus casas con ese cuarto de hora de perversión y necesitan ese poco de delito que no tiene castigo, ese rato de degradación pecaminosa, esa mezcla de sensualidad y de champagne, que las haga olvidar del hastío, que les producen los maridos, ese eterno lo mismo. ¿Y los chicos? Duermen solos, como trapos abandonados, mientras las niñeras mezclan sus muslos malolientes, con el sudor acre de los obreros borrachos, en los zaguanes obscuros o se pierden lejos bajo las arboledas de las piezas en la media noche solitaria, transformadas en frescos lupanares baratos. ¡Muy virtuosa la mujer! ¡Muy sublimes las madres! Y no para en esto. El trabajo del hombre suele no alcanzar. Gastan ellas más de lo que se gana, aturdidas y locas en las vanidades ridículas. Entonces las deudas aumentan; pero ellas no renuncian a sus fiestas. Se precisa la casa señorial. Hay que tener muchos vestidos para todas las horas del día. El encaje es muy rico con su adorable filigrana. De mañana debe salir la diosa marmórea y fresca, envuelta en el largo peinador de seda blanca abierto adelante para que asome en cada paso la babucha recamada de oro, en medio de los flotantes encajes. Y después trajes para salir; trajes para comidas y espléndidos atavíos nocturnos; el palco en el teatro y la lluvia de brillantes que fulguran desde la cabellera, desde los brazos, collares, anillos y diademas, una mujer tesoro, una deliciosa constelación muy cara. Mientras tanto las cuentas se amontonan. El marido no paga. A cada rato la campanilla estrepita con insolencia, mientras los sirvientes, que husmean la pobreza del amo, los miran con sorna, ensayan la risa irónica y la indisciplina llega a la desobediencia. Estas vulgares depravadas nada respetan, en frente del sombrío silencio del que pasea con la frente baja y las manos detrás de la espalda y la diosa corrompida ya no estima el trabajador, que no le trae dinero para gastar. Ella olvida al pasado deslumbrador, olvida que es la que ha escrito la tragedia. Entonces lleva su cuerpo afuera y lo tira sobre la cama del rico que puede dar oro, se hace manceba de la caja de hierro y vuelve a su casa con las blondas en arambeles y su traje de seda manchado. Ese día tal vez el hombre solitario, en la triste mansión, ha caído sobre la alfombra de la alcoba deshonrada, con un gran agujero negro en la sien derecha y largos hilos de sangre se han cuajado en su rostro y por el suelo desparramados blanquean pedazos de cráneo. ¡Ser sublime la mujer, hijo mío! No conozco ninguna que se alegre de la dicha ajena. Envidian todo en las demás, el garbo, el continente, el traje, la belleza, ¡todo! Así es que si alguna es feliz, debe esconder eso, como si fuera un tesoro. Si lo revela, está perdida. Pronto va a sentir el hielo de una mano cadavérica posarse sobre las blandas y alegres tibiezas de su bienestar. Va a sentir que algún cariño se enfría. Por ahí cerca anda tal vez la calumnia batiendo sus alas de murciélago. Entonces los hogares se vuelven infelices, sin saber por qué; los esposos se separan; los hijos maldicen de los padres y en los rincones de las casas se sientan los doloridos para acariciar su crucifixión en el silencio solitario. Más de una vez el idilio cantó, hijo mío, el glorioso poema de vivir. La naturaleza vio pasar la pareja enamorada, alegre como las claridades del éter. Dio para su sendero las flores, una alfombra de pétalos y un nimbo de embriagadoras esencias, y para sus pupilas el cielo azul. A lo largo de la ribera de un mar verde, he visto yo una vez un poema así. Las olas murmurantes escribían, en la playa con espumas parleras, los amores de las glaucas marinas y las brisas cuajadas de olores salinos aleteaban en el triunfo de sus frescuras. El sol con su centella meridiana calentaba el divino idilio. Sentada en la playa la pareja miraba lo infinito, soñando... bajo los cirrus blancos hamacándose, bajo el vuelo de la gaviota rauda y blanca. Se daban la mano. Eran felices. La tarde los encontraba así hablando el lenguaje de los madrigales, cuando los pescadores llegan a tierra, cuando las vacas que pastan en la colina, lentamente caminan con el morro agachado hacia las casas, en la quietud suprema del sol muriente, en la melancólica agonía de la luz fugitiva, bajo la esquila de las campanas lastimeras, narradoras de endechas tristes y de dolorosas historias. Los encontraban juntos la Ave María cristiana, hecha de amor y de penumbras, de hondos soliloquios, místicos como la paz de los altares y como las oraciones del mar que seguía yendo y viniendo, yendo y viniendo como un símbolo de eterna gloria. Y la noche también los encontraba juntos, bajo las estrellas entre la sombra, acariciados por deliciosos murmurios de diálogos marinos. ¡Paseaban como blancos fantasmas! Ese amor incomodó mucho tiempo. Eran demasiado felices, hasta que un día la calumnia rompió el lazo y una mano áspera lastimó el idilio. Eran un solo cuerpo; eran una alma sola; pero fueron demasiado felices. Ese es un delito que debe castigarse. Así una tarde tormentosa, desde un arrecife batido por el oleaje en furia, ¡ella se arrojó, cabeza abajo en la sirte, besada, acariciada por las aguas que la acostaron para morir en el fondo, sobre un lecho de algas y el que la había abandonado, se hizo después borracho y arrastró por el lodo de los prostíbulos a la elegante envidiosa que había deshecho el poema! Tú ves, hijo mío, cómo es el ángel. Y no es todo. Otras son más sombrías. Tienen ferocidades homicidas. Meditan el delito y lo consuman. A menudo contra el marido; menos contra el amante; mucho más contra las rivales, tristes furias enfermas, satánicas emanaciones del abismo moral. Yo he visto esto en mi vida de médico. Soy un observador. Siento mucho no poder decir lo contrario. Y después muy rateras. ¡Oh diablos! Enamoran al tendero para robarlo y al viejo verde que busca aventuras entre los claroscuros para arrebatarle el reloj. No hay que descuidarse. ¡Ángeles hasta por ahí! ¡Si supieras hijo mío! La carne sana tiene olor de fruta en sazón. Cuando te acerques a alguna mujer, ¡huélela! Muy feliz ha de ser, si de ella se desprende algún aroma sabroso, si no hiede a enervantes mixturas de peluquería o no se lleva en las ropas los gérmenes puercos de los barrios bajos. Guárdate. Pasa una cocina con sus olores de grasa rancia y de carbón. ¡Es una gentil vestida de seda, que deja un reguero de mugre en la atmósfera! ¡Hijo mío! ¡Hay que clasificar al ángel! La mitad de ellos saben a mala vida y a ropa sucia. Son las diosas del harapo, a veces vírgenes del tugurio estrecho, casi siempre siniestras flores del charco corrompido, mejillas para el beso de los truhanes, cuerpos para podrirse en el abrazo pecaminoso. Por eso yo te digo en verdad que no respetes a las que se te atraviesen en el camino. La mayor parte de ellas han de buscar tu juventud. Esa es la miel rara y fascinadora. Déjalas que liben y oblígalas aunque sea con un poco de violencia. Sábete que esto quieren ellas y no te asustes. No seas nunca el casto José, ni te dejes tirar de la capa. Sé audaz. Es la forma de no aparecer ridículo. Antes más bien es preferible ser temibles, porque siquiera por esto guardarán el secreto de tu derrota. Yo he conocido hombres muy deficientes, que creen en el honor y estiman la virtud. Cuando sepas de la vida te apercibirás que solamente los inferiores aprecian estas quisicosas. Puedo asegurarte que estos infelices ni novia encuentran, célibes, a pesar de ellos, forzados a pagar lo que la naturaleza ha desparramado para tomarlo. No veo motivo para que el hombre necesite el matrimonio, para fecundar esas encantadoras fragilidades. A pesar de esto, lo inventaron so pretexto de moralidad y de orden. Es lo especioso. La verdad está en que era necesario proveer de algún modo a las necesidades genésicas de los tontos. Si no existiera habría tal vez menos hastiadas y más felices. Y establecieron en su alta sabiduría que el lazo fuera eterno, a pesar del disgusto y del odio recíproco, obligados a contemplarse siempre a todas horas, mientras ella vive enamorada, como una rabiosa gata, de los pálidos calaveras, que pasan por la vereda de enfrente y él ha violado a la mucama joven, arrojándola sobre el atado hediondo de ropa sucia y ha rodado con ella en el espasmo epiléptico sobre las basuras del piso de ladrillo. Curiosa idea la del matrimonio. Yo pensé siempre que eso era una ridícula parodia y un pretexto para dar plata a la Iglesia. Los virtuosos han creado la institución. ¡Curiosos tipos! Qué cerebrales inferiores son. Viven enfermos del reglamento. Han suprimido el ímpetu de la pasión, lo necesario de la multiplicación de la especie en su brutal ingenuidad, en su potente brama. Crearon el matrimonio. El hombre contesta, desde las cuatro paredes de la alcoba obscura, con abrazos raquíticos y babosos al orgasmo salvaje y terrible de la fecundación en el seno de la naturaleza. Después sucede hijo mío que la juventud se va. Empiezan las arrugas y las canas. Las mujeres se hacen rotundas, marchan con cierto indolente andar de fragatas con rumbo abierto y su piel toma un olorcillo de jabón rancio. Es bueno que sepas que la mayor parte de ellas no mejoran con la edad. Si supieras lo que les pasa. ¡Beben esas venerables, hijo mío, beben! ¡Las mejillas se ponen escarlatas, el lóbulo nasal es un rubí con venas negruzcas y la cara un espejo purpúreo! ¡Diablos! ¡No se puede hacer poesía sin faltar a la verdad, hijo mío! Es una lástima; pero ¿qué se ha de hacer? Esas cincuentonas beben y sus borracheras tienen una grotesca amenidad. Vuelven al idilio. ¡La copa de alcohol triunfa! Otras ya no salen de la Iglesia. La mayor parte ha tenido sus pecados solitarios de solteras en perpetuo acecho de un marido que nunca llega. No pudiendo hacer otra cosa viven genuflexas ante el cirio pascual. Hay la confesión, después la Eucaristía, luego las novenas, lo pasan con un tufillo de sacristía crónica y mueren en olor de santidad. No hablo de las más peligrosas, esas viejas cazadoras de la carne joven, enfermas de sensualismo, que arrebatan los hombres a sus propias hijas, corruptoras de adolescentes inexpertos, noctámbulas de los callejones obscuros, acariciadoras lascivas de borrachos que se tambalean de vereda a vereda y obscenas galopadoras de los barrios siniestros, apurando la frenética decrepitud de la demencia sexual. No te rías, hijo mío. Usan un admirable disimulo para ocultar sus degeneraciones. Se acercan a las casas cubiertas con el manto de la religión más fervorosa. ¡Cuidado! ¡Son corruptoras peligrosas! No te hablo tampoco de las que se dedican al cuidado de sus dineros. El día entero viven sumando. Es una rabia de adquirir y de no gastar. Se aíslan cada vez más, imponiendo a los suyos el sacrificio del hambre y del desaseo. Lo regular es que la mugre destile por allí sus grasas y sus hediondeces. A veces fingen fiestas de caridad, loterías, rifas para quedarse con el dinero, con una astucia de Harpagones Luis XV. No te hablo de las histéricas ¡Qué tomos! Casi todas son un poco. Mienten como gascones en ayunas. Son intrigantes. Capaces de simular la mayor virtud, padecen los vicios más bajos y dominadoras por naturaleza, tienen siempre el recurso del desmayo o del gran ataque para producir miedo y obtener lo que pretenden. En las casas todo lo llevan revuelto. Donde están no hay felicidad. Volubles, caprichosas y maldicientes, no hay para ellas familia que sea honesta, ni reputación que sea buena. La artimaña y la perfidia es tan sutil, que escapan siempre al castigo. Siendo verdugos, tienen el arte de parecer víctimas. Han producido graves males, roto muchas venturas, enlutado hogares y han llegado algunas veces hasta simular el suicidio, consternando a los padres en las más sombrías desesperaciones. ¡Qué lejos está del ángel de los poetas, hijo mío, este degenerado y perjudicial animalito! ¡Cuidado! ¡No te fíes! Una histérica ha sido seguramente la que inventó el matrimonio. Fuera de lo que consiguen a fuer de pillas redomadas, han querido asimismo ser amparadas por la ley. Si después, de leer todo esto, crees todavía en la castidad y en la virtud, ¡te declaro un perfecto cretino hijo mío!

El alma de Germán se trastornó toda. Entonces sus ensueños de adolescente eran quimeras y en ese vago despertar de su nueva vida no estaría la bella diosa soñada. Los libros que hablaban de la mujer ángel mentían. No había más que sexo y la verdad estaba en esa vagabunda Goga marchita, en la belleza de oro de sus cabellos, en la vida enferma de su boca procaz. Él la veía caminar entre la seda crujiente y fascinadora, hacia los barrios obscuros, letal como una ponzoña, dando su cuerpo a cada paso y arrancando el honor y para el delito a los jóvenes. Era una lasciva cruel, Goga, una hermosa homicida, sin más puñal que el beso interminable, que seca las fuentes de las energías nativas y agosta las savias del bosque en sazón. ¡Oh! Acostarse con ella, sentir el mareo de su piel blanca, echarle los brazos a la cintura, como un par de tenazas y desaparecer después. Así bajaba a la media noche su cabeza cansada sobre los antebrazos y empezaba a soñar. Eran paganas historias de amor y leyendas de harems, pobladas de marmóreas circasianas anhelantes, divanes de terciopelo negro en la penumbra, sobre los cuales dormían las diosas desnudas; los margilés tirados sobre tapices de Persia y la humareda del opio en los vastos salones embriagadora y quieta, un susurrar de besos lejanos y gritos de pasión. Y en esa deliciosa fantasmagoría, aparecían bosques y jardines y faunos peludos persiguiendo en las sombras, a las ninfas, asustadas que detenían la carrera entre los brazos acariciadores, allí sobre el césped mezclando sus fecundidades a la fecundidad de la madre tierra. Y nidos calientes escondidos entre las copas y bramas calladas de hombres y mujeres a lo largo de la ribera sobre la playa nocturna, en las estrelladas noches serenas, delante de las mareas obscuras cantando los largos epitalamios. ¡Y Goga! En todas partes Goga. ¡En el harem sultana y en el bosque sus espaldas desnudas! Entonces sentía la sensación paradisiaca y despertaba.

El espectro del padre estaba allí en esas memorias perversas. Los hombres tampoco tenían virtud. La avaricia sórdida movía sus acciones. No eran generosos. ¡Querían dinero, más dinero! Precisaban el coche, la mesa opulenta, los vinos ricos y el teatro deslumbrador. ¡No importa la trampa, el juego cínico o el robo que pueda quedar impune! Son idólatras del becerro de oro. Falsifican y engañan. No hay almas abiertas. El disimulo reina e imperan todos los latrocinios, hasta el de las ideas, si éstas pueden producir dinero. En la vida agitada se ve la lucha sorda y profunda contra los demás. No tienen piedad y son capaces de estrangular a los hermanos, si incomodan sus intereses. No conocen el honor del hogar, ni su ternura, ni saben de la hombría que los arroja adelante en el porvenir. El animalito lúbrico cuida a la querida y le quita a los hijos para que a ella le sobre y en vez de seguir las leyes de la naturaleza, las insulta con el escándalo del fraude o mete el hocico en el estercolero y hoza como los cerdos. La patria es un nombre vano. No titubea en traicionarla. Hará cualquier cosa si le dan oro. Por eso en las desgracias colectivas ellos triunfan, estos criminales indiferentes. El que penetra un poco la esencia humana no tarda en descubrir la bestia. Las cárceles y las policías son muy civilizadoras. Sin ellas la vuelta al estado primitivo sería fácil y aún los más aristócratas en cualquiera situación emocionante tienen la lengua blasfema y muestran la garra atávica. Hay que desconfiar de los generosos. Detrás hay siempre algún designio oculto, alguna baja lascivia de dinero o meditan la deshonra de la mujer, a la cual favorecen. Al amigo lo roban y a la madre le quitan dinero para las cortesanas o los nocturnos tahures de las mesas de juego. Entiende, hijo mío, que te hablo de los que parecen mejores. No tienen compasión de la niñez. ¡Ay del muchacho que no tenga padres y esté obligado a servir a otros! Lo han de tratar a rebencazos y lo han de hacer sufrir hambre y frío. Da pena ver esas criaturas macilentas, con las ropas en andrajos, vivir en los patios y dormir en las cuevas sin piso entre el tufo malsano. Harían mucho más, si no fuera el miedo a las cárceles. Te repito, que te hablo de los mejores. No sé si la pluma tendrá ímpetus y colorido para describirte la tierra baja. ¡Oh! ¡Los hombres, hijo mío! Son capaces de las mayores descensos, para servir sus ambiciones. Se les ve en los comités políticos adular a los plebeyos, acariciar borrachos y mantener ladronzuelos. Son hermanos cuando los necesitan para llevarlos a los atrios, salen del brazo con ellos y los acompañan en sus libaciones. Para esto han llegado hasta allí, después de haber pasado a través de todos los partidos, medrando en cada uno, desleales siempre, reducidos, resbalando de peldaño en peldaño a la miseria moral y después que han perdido en la jornada los últimos mendrugos del pudor, juglares miserables de los poderosos, cosas infames que les sirven para todas las ignominias. La vida de estos hombres es una perenne abdicación. Son de juventud haragana y perversa. Para ellos el trabajo no tiene noblezas, ni encantos y virtud el estudio, ni el Sol alegrías, ni la patria glorias, ni la humanidad ideales. Son los búhos noctámbulos, sin más horizontes que las cuatro paredes de un garito o el revoque descascarado y el piso sucio de puchos de los comités políticos. Allí aprenden la coima, inventan el negocio deshonesto, estudian la estafa sutil contra los que mandan y meditan todas las abominaciones. Porque son jóvenes tal vez podría creerse que alguna pasión juvenil tuvieran. Es exacto. Aman a las rameras, se alimentan con sus prostituciones, robándoles a bofetadas los dineros de la deshonra. Forman aquí un gremio. Usan sombrero claro y blando de anchas alas, botín de charol, saco negro y pantalón ancho. A veces de flor en el ojal y prendedor de oro en la corbata. Viven de lo que ellas trabajan, estas cazadoras nocturnas, que pasan entre las penumbras de las calles, revolcándose en las posadas de la vencidad con los incautos clientes. A la salida ellos las esperan para arrebatarles el dinero ganado y las empujan de nuevo en pos de otros hombres. Si lo niegan, la bofetada les ensangrienta la boca y las coces les llenan los cuartos de equimosis. Viven aterrorizadas. Esos proxenetas son asesinos o vulgares y siniestros ladrones. Más te voy a decir. La ciudad está llena de lupanares. Hay mujeres que se pasan los años en la esclavitud deshonesta. La protesta es inútil; la ley no llega hasta ellas para ampararlas. Semidesnudas viven en los cuartos alfombrados, entre perfumes acres, bajo los espejos resplandecientes, sirviendo para las más bajas lascivias, entregadas a las más monstruosas y puercas degeneraciones. Es el reinado de la bestia y la lujuria abominable de Lesbos; son las obscenidades priapescas; son los himnos infames de nuestra Sodoma, que cruzan la noche con los chasquidos del espasmo lúbrico; es una cohorte de animales desnudos de curvas blancas y satinadas, que corren en cuatro patas sobre las alfombras, en medio de los claroscuros, jadeando entre los muslos convulsos con frenesíes, gritos y aullidos dementes. ¿Y los hombres? Hijo mío. Por ahí andan también buscándolas, presa de la lujuria sombría, alargando el hocico y viboreando la lengua en pos del húmedo muladar, trenzados después como espectros en la penumbra, rodando de aquí para allá entre susultos orgíacos, para escribir en el chiquero perfumado el maravilloso capítulo de la humana desvergüenza, ¡la oda funesta de los refinados sadismos! Cuántos conozco que van después a besar en la noche a la esposa, que está cansada de trabajar y a los hijos que duermen en sus pequeñas camas. ¡Oh los hombres! ¡Deben estar hechos sin duda a imagen y semejanza de Dios! ¡Qué Dios pequeño!

He visitado muchas veces de noche las cárceles de la ciudad. Qué sombríos y fríos corredores, en la escasa luz del gas mortecino. Allí están hacinados los criminales, tirados en el suelo con las ropas en pedazos y la piel llena de mugre, aceitosos y hediondos, con los ojos insolentes, abiertos en la penumbra, la boca procaz y blasfemo. Los himnos del cinismo suenan y retumban a lo lejos en las largas casamatas. Narran los poemas del vicio. Describen los descensos de las juveniles energías y en vez de las frescas maravillas del alma sana, facinerosas historias cuentan de noches lóbregas, de brillos de puñales entre la luz sucia de los faroles, de angustias y estertores de caídos y de gritos de misericordia, historias de corazones en podredumbre, lamentos interminables de la moral muerta. Y siempre el ataque al hombre, a su dinero, a su vida y honra, ¡a la casa inviolable! Más que personas así tirados sobre los pisos desnudos, buscando el sueño que no llega, o durmiendo inconscientes sobre sus delitos, parecen espectros con el rostro y el cuerpo escuálido en sus funestas demacraciones, una legión de larvas que no hubiera tenido nunca semblanza humana, los deshechos vivientes de un mundo que hubiera desaparecido, la tétrica concepción de un Dios demente y brutal. Yo he sentido hijo mío, visitando esas cárceles todas las satánicas soberbias. Allí los hombres retan a duelo a las leyes. Han robado, y estuprado; son asesinos y tienen las jactancias insolentes. ¡Contra todo y contra todos! Han perdido la libertad del cuerpo; pero no se resignan y saturada de enconos, la mente bebe la ponzoña en los diabólicos conciliábulos, protesta y amenaza. ¡Ay de los hombres el día que el sol les caliente las carnes! ¡Ay de ellos el día que hayan roto la cadena y el aire libre los envuelva! No habrá sido estéril la educación recibida en las puercas zahúrdas de los presidios, ni los días largos y solitarios, sin familia, obligados a ver siempre la mueca hostil de los carceleros, sin más melodías que el paso del centinela cerca de las puertas, el estampido de la culata del fusil el caer en descanso y el rechinar de los llaveros oxidados. Y han de recordar, en las horas de libertad, el hielo de los inviernos grises, que filtran apenas a través de los polvorientos tragaluces, y los eternos silencios de las noches tenebrosas, llenos de bruscas pavuras y de visiones. Recordarán los pies fríos, los orejas frías en su incipiente gangrena, la enfermedad sin medicamentos, las hambres sin más esperanzas, que el puchero lardáceo con ascos de carnes y de legumbres en putrefacción; porque en la cárcel desaparece el hombre y se transforma en una cosa sin dignidad y sin perdón. Por eso en ese salvaje sufrir, las fuerzas del delito se multiplican, las psicologías que llegan todavía allí con algún rayo de sol de bondad, se entenebran y lo que tal vez pudo ser corregido y mejorado por las benevolencias, se exacerba por el látigo y adquiere en la amoratada equimosis del grillete la crueldad incompasible. No te enojes, hijo mío. Los que castigan son iguales a los que delinquen, porque el hombre ha nacido para oprimir al hombre. No te entusiasmes por los apóstoles, que predican los divinos problemas de la caridad, el amor a los niños y el respeto por la vejez caduca. ¿Qué han conseguido? Pasaron sus catilinarias sobre la testuz de los conductores de pueblos, sin dejar retoños. Estos no se han incomodado, ni acercado siquiera a lamer las úlceras de los prisioneros para la cicatriz limpia y sana y aunque heridos alguna vez por el grito de la justicia, han abierto, a pesar de eso, las fauces, para precipitarse sobre la desventura delincuente y desgarrarla. Así las cárceles están llenas de muchachos desamparados, que duermen al lado de los grandes criminales. Yo los he visto. Uno me cuenta que los padres a bofetadas lo arrojaron de la casa. Robó un pan para comer. El dueño lo amenazó y el defendía su pan, cuando le enterraba el cuchillo en el vientre. ¿Quién le enseñó a trabajar? ¿Alguien le habló de Dios alguna vez? Por años la cárcel se cierra sobre su cuerpo. Allí nadie le dice que es preciso trabajar. Cuando salga volverá a tener hambre y a enterrar el cuchillo en otro vientre.

Aquel ha salido de la inclusa. Está solo en el mundo. Es hijo de los bulevares. Duerme sobre los umbrales, con los miembros contraídos, hecho una bolsa de trapos y camina después a través de las madrugadas de la ciudad y sigue caminando a través de las calles vagabundas, atónito de hambre y muerto de frío con su máscara sucia de imbécil. La cárcel se cierra sobre su cuerpo periódicamente y allí, a tragos intermitentes, bebe las nociones del mal. Ya hombre está preparado para el delito. Es un galeoto. Tal vez termine en el cadalso o desaparezca para siempre en los húmedos sótanos de un presidio. ¿Le habrán enseñado a éste la virtud para que sepa practicarla?

Aquel me dice que lo entregaron a una familia. No le daban ropa. La comida era escasa y el trabajo mucho. No había amanecido y tenía que fregar los patios, barrer y limpiar la cocina, siempre descalzo y mostrando pedazos de su cuerpo mugriento, a través de las ropas rotas. Los patrones vivían enojados, porque estaban pobres; pero él era alegre y juguetón. Tenía una linda voz y cantaba como los pájaros. Había aprendido a silbar como ellos y se entretenía en llamarlos. Por eso le cruzaban las espaldas con un rebenque, lo azotaban contra las baldosas, lo herían y maltrataban, sacándole sangre. Entonces huyó a la carrera, atropellando y jadeante. Se perdió por ahí de día y de noche. Comía los pastos en las afueras, porque le habían enseñado a no robar. Una mañana lo encontraron en una zanja lívido y la cárcel se cerró sobre el vagabundo. ¡Pobre delincuente! ¿No era mejor que los mastines de las quintas le hubieran mordido la carótida?

Ese otro que he ido a ver está enfermo en el cuadro. La sífilis le ha llenado de úlceras la nariz y la boca. Así lo engendraron los padres. Como no traía plata, porque nadie quería tenerlo, lo echaron a la calle. Entonces se perdió. En la prisión lo contaminaron. Era instrumento de perversas sensualidades. Está moribundo. Su destino será fallecer en una cama de hospital, sin haber sido niño siquiera, arrojado fuera del consorcio humano, siempre solo en el mundo, mirándole todos las lacras cenicientas con horror, sin que ningún bálsamo le mitigue el sufrir, ni palabra alguna endulce sus soledades. Después un cajón de pino sin cepillar, para la miserable basura de su cuerpo muerto. Así desfilan enflaquecidos y sucios, mezclados en los corredores a los grupos patibularios con la ropa en andrajos, teniendo algunos de ellos corazones llenos de bondad, ladrones otros, pervertidos los más, dados al vicio bajo y procaz.

Una vez vi a uno que estaba enfermo, sentado en el suelo cerca de la pared, donde se apoyaba. Sus ojos eran azules, rubio el cabello, la piel fina con venas azuladas. Tosía y tenía fatiga. Todos lo querían en la prisión. No decía blasfemias nunca. Era un alma dulce y amable. Tendría quince años y cuando lo interrogué, me dijo que el padrastro brutal había lastimado a la madre. Entonces él le rompió el pecho de un tiro y lo dio vuelta. Por eso lo metieron en la cárcel. Lo vi desaparecer después en una cama del hospital, sereno y sonriente, sin quejarse, rodeado de enfermos amigos, a quienes él había fascinado con el perfume de su bondad, con su resignación suavísima de predestinado a morir temprano.

Así desfilan con el cuello partido por las cicatrices de la escrófula, con la nariz roja de alcoholistas precoces, éstos que fueron vagabundos de los figones y de los sucios lupanares, sin más techo que un tramo de cielo, sin más habitación segura que los esfacelos de un pudridero. Y los conductores no ven nada, ni se puede exigir, transformaciones a inteligencias sibaritas. Es inútil enojarse, inútil el anatema. Las cárceles son obscuras y escuelas de vicios y la niñez sin amparo -los pobres pequeños, que no tienen la culpa del crimen, seguirán entrando y saliendo de los mechinales estrechos, para recomenzar la eterna y desolada historia de la tierra baja, donde hay muchos tristes y muchos abandonados. No te enojes y no te preocupes de mejorar a los otros. No podrás modificar la bestia. La niñez ha de ser ultrajada, porque no puede defenderse. No te preocupes. La inclusa tendrá noche a noche sus párvulos y la cárcel seguirá cerrándose sobre los pequeños cuerpos, ¡macilentos de hambre, desazonados por el desamor humano, inquietas moléculas, destinadas a desaparecer, sin conmiseraciones, con sus alegres almas muertas por el salvaje cinismo! Se te podrá ocurrir tal vez que la niñez solitaria necesita asilos y que las hermanas de caridad podrían ser amorosas madres. Tendrían pan, abrigo y jardines y de noche en el silencio de los dormitorios tibios, en la penumbra de las veladoras tranquilas, ellas arrodilladas con sus azules vestidos burdos y las largas tocas blancos, rezarían el señor de los humildes y de los desamparados, si el señor de los humildes existiera, para que protegiese a los chicos dormidos que no tienen madre. Tal vez alguna de ellas, de las pocas que suelen amar las cosas de la tierra, se inclinara sobre ellos a espiar sus respiraciones, y se inclinara a soñar, melancólicamente pensando, para esos hijos de la piedad dulcísima, los alegres futuros y los paraísos de las almas salvadas. Así podría ser grande la nación que cuidara a la niñez solitaria. Si tal te sucediera, serías bueno. Ese es mi temor. Mejor es que mueras hijo, si no has de llevar a la vida todas las bárbaras audacias del mal, si has de tener deliquios o escrúpulos. Mejor es que mueras, si el conocimiento de la humanidad no te mantiene el corazón frío de piedra. Estas memorias tienen por objeto ponerte sobre aviso. Temo el atavismo, porque tu madre era buena. Si tal te sucediera, prepárate. Serás como ella víctima y los verdugos te maltratarán con saña. Eres hijo de una mujer, a la cual yo perdí. Se llamaba Clarisa Paloche. Te revelo su nombre porque me bato hoy con Carlos Méndez y puedo morir. No seas bueno como tu madre. No hagas degenerar la prosapia de los Valverde. Hemos sembrado el camino con la desgracia ajena y nuestro apellido suena en la ciudad, como una nota de terror. ¡Guárdate! No seas tú virtuoso, en el sentido vulgar de la palabra. No degeneres. El día que cualquier canalla por tu culpa se compadeciera de un Valverde, se habría roto un salvaje y vigoroso molde, ¡¡se habría enlodado una tradición!! ¡Adiós!

Vuelvo ileso. Lo he herido a Méndez. Lo merecía por romántico y redentor. Creo lo habré curado de su manía de defender a los humildes y de predicar contra las injusticias. Éste es un ingenuo, que supone se pueda mejorar la bestia. Quiere modificar el mundo. Te lo recomiendo. Has de encontrar a sus descendientes en el camino y no les perdones. Han de ser como él orgullosos e ignorantes de la naturaleza humana. ¡Ahora voy a concluir estas memorias!

Las cárceles encierran muchas mujeres. Están allí en montón, como los hombres, sobre el piso sucio, entre el aire confinado, ojerosas de insomnio y de cóleras sordas, mezcladas las sedas de la señora delincuente con las zarazas de las callejeras empedernidas. Es un ejército vocinglero y procaz, inquieto el día entero, narrando sus desvergüenzas y sus vagabundas lascivias. Hay hermosos y juveniles rostros y ojos azules que han perdido el candor; tormentosas fisonomías con chispeante y oblicuo mirar y, pieles terrosas de largas inaniciones y rojas efigies de alcoholistas, que han dormido mal, con la pesadumbre pavorosa de las nocturnas visiones. Entre ellas, alegres cantoras de quince años, flores de la depravación temprana, que tienen gentil la persona, la voz fresca y la pequeña alma contaminada, ángeles de alas rotos, destinadas a barrer el lodo de los barrios obscuros. Ellas cantan asimismo, en las crujías, las obscenas baladas del burdel y la brama de las orgías desnudas y cruzan, a través de la atmósfera encerrada, los gritos de la bacanal. Cantan la carcajada perpetua y la inconsciente hilaridad del mal, los fantasmas de las borracheras festivas y las sordinas delirantes de los tálamos convulsos y venales. En ese hacinamiento hay la historia de muchas inocencias mancilladas y rotas por la violencia, después de largas horas de resistir al cinismo lujurioso, cediendo al fin en los abandonos sin amparo, bajo la máscara torva y bestial del hombre. Hay odiseas penosas en pos del pan que falta, hediondeces de cuerpos, amontonados en los tugurios y que no duermen de frío, muchachas que disparan y manos desesperadas abiertas, implorando en las esquinas al caminante corrompido que da dinero para quitar honra, mientras otras cuentan que el padre borracho las vició una noche y ellas cedieron sofocadas y tiritando de miedo. Aquellas no saben como fue. Se enamoraron, hasta que un día, la luz demasiado cercana les quemó las alas y el polvo de oro desapareció en aquel último día virginal, en el último beso inocente. Allá en un rincón, bajo aquellos vidrios sucios, mientras los carceleros pasan y distribuyen pan negro y carnes verdosas, están reunidas las que salieron a la calle a buscar hombres, azotadas a la ventura por el fuego sensual, una cohorte de locuelas precoces, que no supieron nunca rezar y que no aprendieron la virtud. Entregaron el cuerpo a cualquiera en la irresistible violencia de la carne joven y los hombres las despedazaron como furias y las precipitaron en la vida con la sangre contaminada. En la frente se les ve una corona. La sífilis la buriló con colores cobrizos y bajo las sedas manchadas de vino, serpean las úlceras, llenas de pus y de ponzoñas. En ese grupo de ojos procaces y lenguas desventuradas, cuentan ellas las anécdotas de la ignominia y escriben la historia monstruosa de las más bajas aberraciones, los descensos morales de los pseudohombres, entregados a los bestiales cultos y a las afrodisias infames y narran la vida de una cantidad de elegantes degenerados. Es un grupo locuaz. Divierten a las silenciosas con el madrigal chabacano. Son las sacerdotisas del carnaval lujurioso e impenitente y hablan todas las insolencias del vicio gárrulo. Te imaginarás tal vez, hijo mío, que alguna vez en las horas aburridas, ellas puedan pensar en una vida más sana, que quieran vivir una semana siquiera en el sol puro, en la divina consagración de una virtud cualquiera, que sean capaces de comparar sus turbulencias enfermizas con la robusta marcha de la mujer honesta. No te equivoques. Ellas no saben sino aquello y no podrán sentir estas nostalgias; saldrán a la calle, enloquecidas en la libertad recuperada, siempre buscando hombres para caer de nuevo, una noche cualquiera bajo las bóvedas sombrías de la cárcel, salir de nuevo y, volver a entrar y durante muchos años, hasta que la sífilis o la tuberculosis les gangrene las vísceras y las mate. Mientras tanto han diseminado por la ciudad gérmenes mortales. Han depravado a muchos, en las tristes correrías nocturnas, trabajando siempre para los proxenetas, que las esperan en las esquinas para robarlas. Así esas sedas, manchadas de vicio y de lujurias, fascinan al pasar con el brillo enfermo y esas psicologías dejan aquí y allá un reguero malsano, que corrompe inocencias y pudre organismos. Pero no te aflijas. Todo es inútil. Alguna cosa fatal cruza el camino de esas sombrías viajeras y las arrebata. Inútil es contraponerse. Los compasivos que trataran desviarlas serían mirados con extrañeza. ¿Acaso han aprendido ellas una vida mejor? Sigamos. Por eso muchas casas de trabajadores se han vuelto lóbregas. Una noche faltó la muchacha y en la mesa quedó un asiento vacío. Los hermanos con los puños crispados miran a los platos sin comer. En un rincón llora la madre y el viejo sacude desesperadamente la cabeza, como si el trabajo y los ahorros de toda una vida resultaran inútiles. El tubo de la lámpara a keroseno se ha ennegrecido en su base. Parece un carbón luminoso en aquella penumbra triste. Tal vez es un hogar detenido. El alcohol, que consuela quebrantos, arrojará a los hermanos en banda de vereda a vereda y el padre se morirá de pena arrugado y sucio en un rincón cualquiera. En otras partes seguirán comiendo. Para que eso sucediera la habían educado. El marido era un blasfemo; la mujer una libidinosa. Creció entre el ejemplo deshonesto y nadie sufrió en aquella casa el día del abandono. Así rueda el mundo. El estrépito de las ciudades se dilata y oculta los gemidos anónimos. ¿Quién va a saber que hay un hogar que sufre, quién a señalar con el dedo una deshonra más? Apenas si, de cuando en cuando, en el subir constante de la marea contaminada, el miedo a la asfixia reúne a los hombres para deliberar. Los ecos de la orgía golpean las puertas y pasan zumbando por los balcones, donde están las jóvenes inocentes. ¡A reprimir pues! Los lupanares se cierran y vuelve la cárcel a estar llena de locas desarrapadas. ¡Inútil todo! Germinan a lo lejos, retoñan y saltan de nuevo a la luz del sol, brillantes, fascinadores y obscenos y el mundo sigue rodando con las mismas formas y con los mismos estrépitos. ¡Inútil todo! El cuerpo muere por enfermedad y las sociedades por contaminaciones colectivas. Así como hay fuerzas y virtudes inconscientes que empujan a los pueblos a la grandeza, así hay degeneraciones posteriores que los precipitan. No tienen mérito citando ascienden, ni son criminales cuando caen. El instinto produce los dos fenómenos. No entra en ellos ni la razón, ni la voluntad. Por consiguiente es menester guardar los panegíricos y los anatemas y creer que, a pesar de los siglos, el fatum antiguo guía y conduce las acciones humanas. Por esto muchas mujeres se hacen adulteras, arrebatadas a pesar de ellas. El fatum las arrastra. No son tranquilas. Encuentran aburrida la vida del hogar quieto, y los elocuentes silencios del hombre que trabaja. No han nacido para estar contentas, en la dulce y amable poesía que canta el amor de las cunas y narra la historia de la familia, que conversa en la noche reunida alrededor de la mesa, en el alma augusta del comedor tibio. Los aromas de los floreros no tienen perfumes, ni el helecho del centro de mesa tiembla, en sus exquisitas fragilidades verdes. El dormitorio está allí con su gran cama de caoba y el que llega es siempre el mismo, un trabajador sudoroso o un neurasténico debilitado. El abrazo es frío; el espasmo es convencional. La inquieta piensa en el placer acre y violento que hace estremecer sus carnes de elegante delincuente, en la fuga hacia las posadas obscuras, a través de las trepidaciones de las calles luminosas, o en los crepúsculos vespertinos de las alcobas escondidas para el pecado, abrigadas con alfombras de Esmirna y cortinados de terciopelo rojo. Así algunas usan la complicidad de los sirvientes. Carta va y carta viene. Viven subyugadas con la obligación del silencio, con el miedo de la delación canalla, en el peligro constante y cuando se apoderan del macho, después de muchas horas de deseo enfermo, se entregan con toda la rabia del espasmo lúbrico, escribiendo su cuarto de hora de furias dementes. Llega entonces el odio al marido a esa cosa tonta, que se mueve e incomoda en la casa y no ve la silueta del corrompido que pasa por la acera de enfrente, arrastrando por el suelo su honra, hasta que llega un día en que él sabe y ella huye o la precipitan en una mazmorra. Y así va rodando el mundo, hijo mío, entre hogares que se forman y hogares que se deshacen, en una interminable marcha de creaciones y de ruinas, contestando al epitalamio une canta el perfume de los azahares y el pudor del velo nupcial, con los gritos de la naturaleza bruta, que quiere las embriagadoras fecundidades, con el mareo de las fragancias del polen, el único dios del Universo, lleno de zumos, de carpos húmedos y de cortezas, de troncos y hojas calientes, a través de cuyos vasos narra la linfa el poema de la necesidad sexual. ¡Paso pues! ¿A qué viene la ley? ¿Por qué no impiden que en pleno sol, bajo el infinito cielo, la semilla se rompa en el humus para entregarle sus carnes virginales? Así también podrían decirle a la tierra que no las fecundara entre su negra cuajada. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué no impiden que las fieras se desgarren en las noches desiertas y manchen con sangre las arenas y que las aves se cubran para esconder sus besos en las espesuras fragantes? Pero entonces sobre la ley, sobre los decretos, desde que han querido con el matrimonio circunscribir el derecho de las criaturas, la naturaleza vencedora, a pesar de todo, escribirá las sinfonías de las libres procreaciones, el zumbar de las selvas abrazados en el himeneo gigantesco, los gemidos de la madre tierra, hinchada para parir. Y sobre las hipocresías de una virtud que necesita códigos, la gran sinceridad de la naturaleza vencedora ha de establecer en los tiempos, que el hombre que no es sino una de sus formas, como las demás formas, tiene el derecho a los libres espasmos, buscando a la mujer donde quiera que esté para fecundarla, como los átomos todos buscan a los átomos en el eterno vértigo de metamorfosis. Y porque la ley es artificiosa se producen los adulterios, que son sus desviaciones, y que no resultan sino vasallajes a las leyes naturales. El mundo está enfermo, hijo mío, por el exceso de reglamentos. Todo cae bajo la acción de los virtuosos y de los sabios, un gremio perjudicial, que ha destruido la sinceridad, pretendiendo establecerla y que obliga a los humanos a vivir de la mentira y en la astucia hipócrita. ¿Por qué ha de ocultarse la mujer que ama a otro hombre que no es su marido? Acaso porque se oculta ¿no se produce lo que los virtuosos llaman delito? Con estas teorías, te contestan, todo se lo lleva el diablo. No te aflijas, hijo mío. Puedo asegurarte que así como están las cosas, hace rato que el diablo se lo está llevando todo.

La observación te va a dar la prueba de esto. Se ven muchas cosas, hijo mío, caminando por la ciudad. Yo no puedo olvidar su hora vespertina. La penumbra cae y todo lo invade, mientras el dilatado zumbido diurno se va desvaneciendo. Hay cuadras muy obscuras, rincones tenebrosos, que sirven para citas de amantes y mientras las campanas de las iglesias avisan, que el Ángelus reza la oración del perdón para todos, las adúlteras pasan, entre la luz escasa, como sombras agitadas. Es la hora peligrosa. Las penumbras signen cayendo y se amontonan en todas partes, mientras aquí y allá se iluminan los negocios. Aparecen después los faroles con luz y se agitan sobre el piso sus siluetas. Pasan debajo los coches y los trenvías se deslizan zumbando sobre los rieles. La noche del cielo está muy obscura. Las estrellas tardan en brillar, como si no sirvieran para nada en la vida de la ciudad, como si hubieran sido creadas solamente, para alegrar las soledades de los campos, veladoras de la infinita paz nocturna. Poco tienen que hacer, porque las adúlteras que se arrugan en el fondo de los carruajes con cortinas bajas, no asoman para mirarlas. En esa hora han muerto muchas honras y se han satisfecho muchas lascivias en las posadas obscuras. Las rufianas acechan y arrancan a las niñas del conventillo y de la casa pobre para precipitarlas en el abismo. Es una triste procesión infantil, es un dolor que marcha hacia la infamia. La piedad cristiana no las ve pasar y no las salva. Sirven a las lujurias más desventuradas, sin perder muchas la flor de la inocencia, tan niñas son, mientras las más vuelven a sus casas con todos los candores marchitos. Por todas partes, donde se sospeche una pobreza y donde los padres no cuiden demasiado a sus hijas, se siente el dejo malsano de los buitres dispuestos a desgarrarlas. Por eso hay tanta chicuela de mirada cínica y de rostro procaz. Son las que devuelven a la calle los zaguanes obscuros. Cuando crecen después siguen despeñándose. Caen en manos de los mercaderes miserables. Tienen un precio distinto. En los clubs que éstos poseen en la ciudad, se rematan sus cuerpos y se transforman en moradoras de las casas obscenas, para servir el ludibrio libidinoso entre las bofetadas y el escarnio. Vendidas como esclavas, ya son cosas. Instrumentos del vil negocio, valen por lo que pueden producir, mientras el club prospera y se enriquece con esas que poco a poco van muriendo, mordidas por todos los cuervos, los que sacian sus lubricidades y los que sacian sus avaricias, blancas osamentas arrojadas en inmunda sentina y dilaceradas en vida. Ellas pagan los anillos que los lenones llevan en los dedos; el alfiler de brillantes que adorna sus corbatas y el champagne de las orgías bulliciosas. Por otra parte, mientras tengan ellas vestidura juvenil y lozana serán esclavas. No pueden huir, ni amar, ni arrepentirse. El terror las tiene encerradas y el desprecio de todos y el abandono las hace vivir en un inmenso desierto, sin oasis y sin aguas cristalinas. Jesús perdería aquí su tiempo. Las Magdalenas que pudiera encontrar, serían las que ellos arrojaban a la calle, con la piel lívida y el cuerpo encorvado en las decrepitudes prematuras. ¡Ay de la que busque independencias! Los lenones reunidos decretan su ruina. Las acosan, las ultrajan, las comprometen en todas las formas. Les incendian las casas y las abofetean hasta que la pobreza y la cárcel las reducen de nuevo a las más sombrías humillaciones. Entonces vuelven a la liga tenebrosa a pagar de nuevo el champagne de la orgía o desaparecen para siempre. Y este es el siglo de la libertad y así Jesús perdió su tiempo, queriendo dar a la mujer persona, ¡sin darle al mismo tiempo la fuerza que es necesaria para imponer respeto! ¡Oh yo puedo contarte muchas historias! He visto mujeres con pasiones salvajes implorar la libertad a gritos. Abrazadas del hombre adorado hasta el frenesí, enfermas de ese amor imposible, trenzadas con él, entre besos y sollozos, ellas serán cualquier cosa, esclavas y bestias de carga, la sumisión sin palabras, un ser atónito y dócil y le entregarán su cuerpo para que se atore en sus bramas de animal, ¡con la única condición de salir de allí!, ¡de salir de allí!, de esa atmósfera fría de crimen, lejos de la mirada oblicua y sucia de la barragana, que ha adivinado su pasión. Es entonces que el rufián pasa con su torva y siniestra psicología, en momentos, en que el macho le ha abofeteado la mejilla y la hace rodar como un fardo sobre las alfombras, con un hielo de osario en el corazón, con una infinita soledad de muerte en todo su cuerpo. Es inútil. Por una Magdalena de éstas, cien más permanecen abyectas, mancebas de esos harems inconfesables. Y sobre todo, es necesario que los miembros del club sean ricos, que beban champagne y tengan orgías, enfrente de las sociedades civiles, y a pesar de ellas que buscan para la vida las alegrías honestas. ¿Hay acaso alguna ley que los moleste? Si la hay, no se cumple. Entonces ellos siguen vendiendo y comprando esclavas y éstas derrumbándose de burdel en burdel, hasta que llegan al fin a las sucias zahúrdas, a los pisos de ladrillos, a los cuartos sin cielo-rasos y sin ventanas, transformados en un miserable andrajo para los soldados noctámbulos y borrachos.

Todo termina al fin. La vejez sacude los cimientos de los lupanares. Estos crujen, se destartalan y empiezan la danza macabra hacia el abismo. Es un rechinar de honras rotas, una larga lamentación de juventudes marchitas y una horrible sinfonía de lascivias y de dolores sordos. Zumban en el aire y van pasando las sedas podridas, los encajes deshilvanados, los terciopelos desteñidos y un enjambre de miserias parleras, que acompañan a las diosas envejecidas y enfermas, y desparraman en el camino tufos de cuartos húmedos y alientos de roñas vetustas. Y sobre las orgías pasadas, la crucifixión de las pobrezas presentes. Y detrás de los días alegres, ¡la sombra de las noches sin fuego y sin luz! Así viven, rezando funerales a las embriagueces que ya no vuelven. Es una desventurada procesión. Los ojos no tienen brillo; las carnes están flacas y arrugadas, la piel llena de úlceras y de costras. Tosen. Se fatigan. Algunos enormes vientres de yeguas hidrópicas se balancean en las filas. Otras marchan sobre angarillas. Las compañeras las llevan a pulso. Son paralíticas. De cuando en cuando el grito estridente de alguna loca, los rugidos sordos de las histéricas convulsas, los temblores y el vómito hediondo de las borrachas de vino y de caña. Aquí y allá en el seno de la siniestra cohorte, caminan las niñas, que van a ser corrompidas, para alimentar las vejeces de las rameras decadentes, frescas flores ya manchadas en el lodazal. ¡Y blasfemias, rugidos y carcajadas! Una horda cínica desfila, cantando las baladas lúbricas e infames con estertores salvajes, donde suenan todavía las imprecaciones de las últimas y moribundas lujurias. ¡Por todas partes el mal, la enfermedad y el asco! A medida que avanzan hacia la sombra, acompañados por el estruendo de los prostíbulos fracturados y el volar horrísono de las alcobas pecaminosas, arrancadas de cuajo y azotadas hacia el abismo, a medida que avanzan, se oyen los llantos y las desesperaciones de los hijos abandonados y el chasquear de las placentas, empapadas de sangre y de estiércol en los abortos criminales. ¡Por todas partes el mal, la enfermedad y el asco! Así a medida que se despeñan, se van alojando en las camas de los hospitales, donde pasan la noche lóbrega o duermen en los conventillos, donde las gentes les conocen la dolorosa historia o se desparraman en los cafetines inmundos de la ribera y se acuestan en los más bajos tramos de la inmundicia. Después mueren esas pobres solitarias y las arrojan sin ataúd, patas arriba, entre las carnes gangrenadas del osario. Allí amontonan la podredumbre, que tiene fétido aliento, entre los músculos corrompidos, al lado de la papilla negra formada de harapos y líquidos mefíticos. Una oleada malsana salta fuera de la inmunda huaca, como una lúgubre protesta de muerte, como una sombría bofetada. Parece que en aquel silencio se agitaran las manos sin carnes, buscando culpables para estrujarles la mejilla y mientras el esfacelo roe los huesos, los gusanos se alimentan y engordan sus carnes nacaradas, resbalando apurados los unos sobre los otros, serpeando y deslizándose, bajando y subiendo en un hambriento frenesí de lascivia procreadora, que los destruye en el barro común, ¡en la hedionda y fúnebre sima! ¡Al fin la paz! ¡Al fin el descanso de la vida vagabunda sin dolor, sin hambres y sin crueles inviernos! ¡Al fin las flores enfermas encontraron la tiniebla para marchitarse y morir, mientras otras siguen retoñando detrás de ellas! Vestirán los hombres de sedas sus cuerpos juveniles; para desflorarlos y manchar hasta la muerte la piel fresca. ¡La orgía os espera infortunadas hetairas! El mundo quiere las precoces extenuaciones, quiere mataros pronto, para recomenzar los lúbricos homicidios. En rededor de esa cohorte en marcha, los lenones muestran los dineros ganados en las bacanales y caminan ellos también hacia el abismo, con sus máscaras truhanescas de delincuentes enflaquecidos en los garitos nocturnos. Esos sultanes del prostíbulo van dejando en el sendero sus oropeles y se transforman, bajo las imprecaciones, de las rameras moribundas, en una legión de enconados, que arrastran el hocico en el fango, donde terminan las vidas miserables, en el siniestro y frío silencio, donde desaparecen las almas canallas. En esa odisea se confunden con sus víctimas, heridos por ellas a zarpazos en el rostro, de donde manan podridas linfas, asfixiados por el vaho mefítico, dentro de ese turbión humano, que gira y gira hacia el pudridero de donde ya no se vuelve. Alrededor de ellos el estridente ulular de los ladrones, que bailan la danza macabra y la sombría guiñada del asesino hercúleo. Se mueven con sus cárceles, dando tumbos y meditan el delito aun en la hora postrera, sin conocer el mal que han hecho, fríos inconscientes, mal vestidas por el andrajo las carnes flacas, llenando los senderos de purulencias tuberculosas. Borrachos e idiotas, estos onanistas caminan hacia la muerte, cantando los himnos de la perversión de Sodoma, un ejército degenerado que deja un reguero malsano. Aquí y allá, por todas partes, la tierra baja confunde, en el supremo estertor, a las casas abyectas con las inmundas crujías y la gangrena devora a estos hermanos del delito y rameras, ladrones, rufianes, falsarios, adúlteros, arteros y asesinos, toda la hediondez humana escribe capítulos feroces y muere al fin la tierra baja y contamina todo al morir -acostada la persona llena de úlceras saniosas, con la calavera tirada de través en su mueca pavorosa. Y alrededor de esos muertos, que buscan el eterno silencio, hay un ejército de vengadores que blanden en alto la dinamita. Ellos son, hijo mío, los que protestan contra el dolor, los que zahieren las injusticias y justifican las deshonras que de pobrezas seculares derivan, los que castigan el ultraje a la niñez, matan los despotismos y gritan en las calles los derechos del pobre. De cuando en cuando brilla un puñal o suena el estampido de un tiro. Una bandera negra se agita en el aire. Un tirano ha muerto y un apóstol paga en el cadalso sus osadías de hombre. Ellos marchan, arreando la turba desconsolada y a grito herido anuncian la hora de la venganza definitiva. Les llaman anarquistas. Es un error. Debían llamarles jueces. Ya no sufrirán los pobres tanto. Los niños no han de morir niños, por las miserias y el trabajo, ni la mujer necesitará la deshonra para vivir. Los ricos darán lo suyo a los menesterosos equitativamente. No habrá autócratas, ni soldados, ni proletarios. Si no, es bueno que la humanidad sepa que existe la dinamita. Y al despedirme de ti, hijo mío, yo te digo en verdad que entre estos está tu acción. ¡¡¡No perdones, ni manches con vulgares deliquios la soberbia homicida de tu prosapia!!!

Pródromos

Cuando concluyó su lectura, la aurora de primavera ascendía gloriosamente, borrando las estrellas y dibujando en el éter techos y campanarios. Él se asomó a la ventana con los ojos turbios a contemplar la madrugada de la ciudad, cuando la sombra huye en derrota y se llena el ambiente de zumbidos. Una ira sorda se apoderó de Germán. Esa luz iba de nuevo a iluminar los quebrantos de todos. Los desgraciados salían de sus casas a trabajar para los que viven en el palacio y duermen. Veía pasar muchachas mal vestidas para las fábricas, carreros cabeceando todavía y trenvías al trote y mientras el bullicio aumentaba en aquella alegre fuerza del día que empieza, Germán se sintió enfermo. Quería irse, porque la imagen de Goga cruzaba por todas partes. Él la iba a buscar. Era la compañera de sus imaginaciones sucias. Era su alma lúbrica. La necesitaba para sus desenfrenos de bestia primitiva y para tenerla huyó del colegio ese día y se perdió por mucho tiempo. Entonces el genio del mal empezó a girar por las fábricas. Se oyó el himno del odio entre los trabajadores y en sus correrías nocturnas encontró a Goga. Vivió con ella. En las horas solitarias en su chiribitil estrecho, la fascinó con su elocuencia homicida. Fue un dúo de rencores y de miserias, que duró años y entre los frenesíes del abrazo prepotente, más de una vez se dijeron que no habían tenido niñez, que no habían tenido amor materno, ni techo, ni pan. En la adolescencia, en la hermosa primavera, ellos encontraron el frío y la congoja. El cuerpo de Goga fue pasto de buitres; el abandono y las soledades del colegio lo habían transformado a él en un espectro y mientras aquella siguió tirándose para todos, a fin de alimentarlo, apasionada y salvaje en sus borracheras de lujuria, cada día se incrustaban más el uno en el otro y las dos psicologías formaron el fin un odio gigantesco, como una enfermedad de exterminio. En ese camino los acechaba la muerte de lejos. Lo sabían; pero muchos iban a quedar en el camino, ¡antes que ellos entrarán en su gran calma y en su pavoroso silencio! ¿Qué les importaba, si no habían hecho otra cosa que ir muriendo? La virgen no había existido nunca; la mujer era una loba en su despeñadero. En todas partes encontraban el desprecio y el asco. La marcha era oblicua y esquiva; el sendero tétrico, como camino de cementerio. ¡Pobres funestos, que vagáis solitarios, lúgubres peregrinos! La muerte acecha de lejos a los que no han hecho otra cosa en la vida que disgregarse para morir!...

El trabajaba como podía, tosiendo a ratos. Escupía sangre. Entró en muchas fábricas, siempre irascible y violento. Adulaba a los obreros, y los concitaba contra Dios y contra los hombres. Les enseñaba las ajenas riquezas y el brillo de los festivales en las casas ricas. Mientras tanto ellos estaban llenos de hijos y de miserias, sin esperanzas, fatalmente votados a una desaparición temprana. Todo su dinero lo entregaba para los chicos enfermos y les decía a los obreros, que se enfermaban porque eran pobres, porque vivían en zahúrdas y comían mal. Era necesario entonces obtener por la violencia el bienestar.

-¿Por qué se les han de morir a ustedes los hijos? -exclamaba. Siempre el lado de las fraguas, como animales, sudando para los demás, o metidos en los talleres sin aire, sin luz, sin fuego. Es una injusticia. Por el trabajo de ustedes, los patrones tienen manjares y banquetes y sus mujeres sedas y amantes. Ahí pasan, miren, en los carruajes descubiertos, acostadas como odaliscas, vestidas de rasos y adornadas de encajes, ¡al lado de vuestras mujeres que piden limosna en las esquinas y de vuestras hijas, que caminan paso a paso hacia las cuevas de los malos barrios! ¿Por qué no las salvan? ¿Qué están esperando? No obtendrán nada sin la revolución social. El terror hace ceder a los hombres.

La indisciplina empezaba. Los obreros se volvían indolentes. Eran irrespetuosos y abandonaban el trabajo. Se oían amenazas. Y cuando los patrones, apercibidos de la funesta prédica, lo arrojaban fuera de la casa, Germán proseguía su obra, esperando a la gente en la tarde y concitándola a la huelga y al incendio. De cuando en cuando se le veía con bombas de dinamita. Era un fascinador. Su palabra enérgica se oía en todos los grupos y cruzaba el ambiente como una ponzoña. Había algo de delirio enfermizo en esas oraciones de media calle, saturadas de odios y de sarcasmos, en ese apostolado del desorden. Los trabajadores lo rodeaban. A los carpinteros les decía:

-Ustedes no ganan más que tres pesos, las mujeres uno y medio. Tú tienes cuatro hijos. Tú seis y tú ocho. ¿Cómo viven, pues? Uno encima de otro, comiendo carne malsana y escasa y bebiendo leche agria. A ti la sierra te llevó un dedo. ¿Quién te pagó la cura? ¿Acaso los patrones? Se acordaron ellos del mes y medio de trabajo perdido y de los chicos que quedaban en la miseria? ¿Te alcanzaron dinero acaso? Sin embargo, esa herida se produjo en el trabajo, para los lujos de sus familias. Y tú estás encorvado -le decía a otro obrero- y no tienes cuarenta años. Te has agachado demasiado sobre el banco y para los demás. El trabajo te ha vuelto tísico y cuando ya no puedas, ¿quién va a cuidar de tus hijos? ¿Por qué no te permiten que te cures? Acaso eso va a suceder, mientras tú vivas encerrado en el taller, dentro del frío del invierno? ¿Por qué no vas tú también a las sierras, donde dicen que hay aire puro y rica leche? Pero ellos van allí a sanar con los dineros, que han ganado con el trabajo de tus manos y las enfermedades de tu cuerpo. ¡Eso es inicuo, inicuo, inicuo! ¿Qué esperas tú? ¡Serás de los nuestros, pues! Hay que arrancarles, aunque sea con la vida, el robo que atesoran, a través del sepulcro de los obreros, que mueren para que ellos sean felices. No harás tú como ese que está allí -agregaba Germán con gesto hosco, señalando un viejo sentado en el cordón de la vereda. Ha estado cuarenta años en la fábrica. No tiene un centavo. Ahora ya no hay fuerza. ¿Y los hijos? No tenía plata para educarlos. Están en la cárcel, mientras las muchachas tiran su cuerpo de burdel en burdel. ¿Y sabes por qué? Ellas cosían y lavaban; pero él no podía cuidarlas. Entonces dos truhanes de noche las zamarrearon de los pechos, las hicieron caer en la zanja y las hicieron llorar... ¡Ah bueno! ¡Estás abriendo los ojos! Ahora vive borracho el viejo y los patrones lo arrojaron a la calle. Pide limosna. Tú no has de querer esa suerte. Y después, honor no hay más que uno -agregó Germán con voz sorda y tomando de un brazo al obrero.

Éste le estrechó la mano en silencio. Cuando se retiraba para su tugurio, pensaba con ira.

-No. Yo no quiero esa suerte. ¡Honor no hay más que uno! Mejor es morir en cualquier cosa entes que perderlo. Ya en su casa, en el claroscuro de una vela de sebo, prendida en un rincón, vio a la hija de catorce años y profundamente le miró las pupilas alegres y juveniles. En seguida la apretó contra su corazón y le mojó el pelo con lágrimas. Una dulzura infinita corrió por aquel cuarto. Ella sorprendida abrió grandes los ojos. Tenían aguas claras sus iris azules y toda su persona un casto perfume. Era como una corola, llena de candor y una amorosa gentileza y había rezado por el padre un momento antes la oración de la tarde... Un grito lo despertó:

-Hoy no has trabajado. ¡No hay que comer!

La voz era un rugido. Dos ojos agudos se fijaban en él como puñales. Era la mujer. La miseria la había enloquecido. Esa noche también como siempre le despedazaba su última alegría. Al día siguiente volvió a las reuniones de Germán, para repetirle que él no quería la suerte del viejo borracho...

Lo encontró en medio de un grupo de pintores. Estaban flacos y pálidos. Algunos tenían las manos temblorosas y los brazos secos por la parálisis. Otros tosían. Todos hablaban irritados. No ganaban sino tres pesos y medio por día. A penas para comer mal. Germán gesticulaba como un endemoniado, caminando de aquí para allá. Aconsejaba la huelga. Pedirían más salario; si no formarían parte de las logias tenebrosas. ¡Y después el incendio de los talleres y los cuerpos lúbricos de los patrones rodando a través de las llamas!...

-Ustedes esperan demasiado tiempo -agregaba. ¿Por qué? La hora de la justicia ha llegado. Es necesario saltar a la calle para exigirlo. ¿Qué has sacado tú del trabajo de toda la vida? -preguntaba a un obrero con la ropa en andrajos y llena de manchas verdosas de pinturas. ¿Qué has sacado? -repetía. El plomo se te ha ido a las tripas. Te duelen. Te las está hiriendo. Antes que encogerte así ¿por qué no te resuelves? Sé de los nuestros. O es mejor acaso que a cada rato entres al hospital, dando alaridos de dolor y pases diez días echado de barriga sobre la cama sucia y apretándote el vientre. Esos cólicos traen la gangrena y matan. Yo lo he leído. ¡Y tú tienes veinticinco años, tu madre vive y hay una muchacha que te ha calentado el corazón! ¿Y tu padre? Ahí está delirando. El plomo le ha mordido la cabeza. Eso es lo que ha hecho en toda su vida: trabajar para volverse loco. Ve visiones. Ha entristecido toda la casa. Valía la pena. Yo lo he visto, con sus fantasmas, correr de aquí para allá, dando aullidos, desgarrarse la ropa, tirarse contra el suelo, morderse la lengua en la epilepsia, y echar de la boca espuma colorada. ¡Y qué dolor cuando canta! Yo no sé como no lo has vengado. Lo han creído loco. ¡Es el plomo! ¡Es el plomo! Yo sé lo que te digo.

En el silencio que siguió a las frases violentas, se oyó un canto desgarrador. Era el viejo loco. Lloraba y le temblaban los brazos. Se le oyó gritar:

-Hay que darle al pincel de arriba abajo. Échale minio. La culpa no es mía. Se me ha podrido la boca y los dientes están podridos porque no se hace pintura sin aceite hediondo. ¡Ay! ¡Ay! Y lo peor de todo es que mi mujer me rechazó. ¿Qué culpa tengo si soy pintor? Quise besarla porque esa mujer era mía y me torció la cara porque yo olía mal. Entonces me acurruqué en el rincón del cuarto ¡porque el amor es triste! ¡El amor es triste! A ustedes les va a pasar lo mismo, agregó el viejo con la mirada en delirio y avanzando con ímpetu hacia el grupo. Yo me voy a reír a carcajadas. Ya los veo caminando por la calle con la cabeza agachada, porque el amor es triste si no lo acarician. ¡Ay qué dolor, aquí adentro del pecho! Me lo ha arañado mi mujer. A ustedes les va a pasar lo mismo y si tienen hijos, el tarro de pintura los va a envenenar. ¡Qué bocas podridas!

Las muchachas del barrio dicen en voz baja:

-No. No queremos. Tienen aliento de pesebre. Son pintores. No podemos amar los huecos de basuras y si se casan las mujeres les arañarán el pecho. Tienen un corazón ¿ustedes no? Prepárense y vístanlo de luto para cuando ellas les tuerzan la cara y se lo lastimen. ¿Ven esta mano? Y la enseñó.

Estaba seca y descarnada. La piel era lívida y se arrugaba en los movimientos del brazo como si no tuviera vida. En la muñeca había un tumor. Algunas venas negruzcas corrían por el dorso. Los dedos, doblados sobre la palma, parecían garra de animal carnicero, tan aguros eran.

-¿La ven? -repitió. Primero me empezó a temblar. Después la muñeca se puso gorda, como la carne echada a perder, como un bofe de osamenta. Entonces ya no moví la mano y se me secó. Siempre estuvo sucia de pintura ¡y eso es veneno! ¡Eso es veneno!...

El viejo se alejó, mientras los obreros se miraban los dientes con horror. Ya estaban enfermos. El saturnismo bordeaba sus encías con su siniestra espiral negruzca. Ellos comprendieron que el trabajo los iba a matar.

-Entonces vamos a morir, -exclamaban. Esto es estúpido. ¡No queremos morir! ¿Con qué derecho nos piden este sacrificio? ¿Hemos de pasar la vida apretándonos el vientre, para gangrenarnos, o concluir en el manicomio y hemos de tener este horrible miedo del veneno, que corre con nuestra sangre, para no ganar sino tres pesos y medio y no tener un cobre nunca y nuestros hijos han de ser raquíticos y hemos de dar asco a nuestras mujeres? ¡No! ¡No! Y todo para los ricos. ¡Perros sarnosos! Rodearon a Germán. Éste tenía en ese momento fría la mirada. Ningún músculo de su cara impasible se movió. Sus palabras cruzaron el alma de los obreros como puñaladas.

-No se quejen -les dijo. Ustedes merecen eso. Cansados estamos los hermanos de la logia de decirlo. ¡Son cobardes ustedes!

-¡No somos! -imprecaron muchos a la vez. Hable Germán. ¿Qué hacemos?

-¿Qué hacemos? -preguntó éste con violencia. ¿Y la huelga? ¿Qué esperan? Que les dupliquen el salario. Que el obrero sea socio del patrón. Que muestren los libros de sus escritorios esos tramposos. ¡Que les hagan casas aseadas! ¿O el sol es de ellos no más y ustedes tienen que vivir entre el estiércol de los conventillos? Hagan la huelga y no se detengan en eso. ¡Parece que ustedes no supieran que en los almacenes hay aguardiente y petroleo! ¿Hasta cuándo? ¡Por Cristo! No es solamente con los pintores. A ustedes les digo que son tipógrafos y se lo pasan el día entero componiendo imbecilidades. Tienen vómitos ustedes. ¡Eh! Se mueren de diarrea. Echan los bofes a pedazos como los tísicos. La sangre se les envenena. El hospital los espera si siguen trabajando. Allá se meten a aullar como perros apaleados, con esos manchones color pizarra que tienen en la cara. Sigan no más. ¡No van a durar mucho tiempo! No hagan la revolución social. ¿Con ganar tres pesos y medio por día van a resolver el porvenir? Y estos otros -seguía Germán con violencia. Mírenlos, se lo pasan el día entero manejando el fósforo. Tienen la boca llena de maleza. Parecen monstruos. Las mandíbulas se les caen a pedazos. Están pálidos como la cera, envenenados y sin fuerzas. Pierden sangre por todos lados. Y se están quietos y siguen tragando fósforos, vomitando como cerdos y con las tripas hechas pedazos. No se quejen, pues, si se mueren. Hacen todo lo posible para eso. Sigan a los católicos. Sigan trabajando con las pobres mujeres. Buena familia van a formar. Ahí andan los muchachos enclenques, dando lástima. ¡A ver si los rosarios les van a dar la salud que necesitan!

Concluyó de hablar con los ojos abiertos y grandes, y la mirada fría de piedra. Su cuerpo tenía la rigidez de un espectro y su cara una torva inmovilidad. Estaba insensible, mientras pintores y tipógrafos le estrechaban la mano vigorosamente, como si eso fuera un juramento silencioso. En la ciudad feliz y rica, entre los rayos alegres del sol meridiano, a esa plaza llena de sombra, que se aplastaba temblando sobre el piso, desde las copas opulentas, muchos obreros fueron llegando. Eran más tipógrafos y albañiles que dejaban el trabajo a las doce, con la cara sucia de cal, zapateros de las fábricas de manos negras, callosas y grietadas y herreros que iban a sus casas a almorzar. Rodeaban al anarquista sin moverse. No tenían hambre. Por la mañana habían bebido en los almacenes los malos alcoholes, que queman el estómago. Eso les bastaba para seguir viviendo; pero había muchas caras pálidas y muchos organismos flacos, bañados de caña y de ajenjo. Con el cuerpo enfermo, iba rodando el alma enferma de esos trabajadores. Los seducía la diatriba violenta y la aventura peligrosa. Se olvidaban de la labor continuada y honesta la única generosa y fecunda. En frente de ellos, la Avenida de Mayo abría su límpido y luminoso cauce, por donde corrían a torrentes los soles de oro del medio día, sobre el asfalto bruñido, entre las columnas pardas en hilera larga y sinuosa, quebrándose la luz en los globos que ocultan el arco voltaico y chisporroteando en los cristales de los palacios. Una infinita alegría de vida sana agitaba la calle y por todas partes se erguían casas y más casas, talleres y más talleres y así hasta muy lejos los trabajadores vigorosos seguían escribiendo el libro del ahorro, con que se ha edificado la ciudad bulliciosa; una historia de virtud y de actividad que tiene cien años y que hace cien años no ha encontrado más formas de progreso que la que deriva del constante trajinar y del ahorro constante. Venían a esta tierra los inmigrantes en busca de las nobles eucaristías del trabajo con recompensa. Poco tiempo después construían las casas pequeñas y esos formidables musculares entraban allí con la compañera del brazo, para transformarlas en santuarios. Las noches del suburbio, las frescas noches, llenas de estrellas y de fragancias de alfalfas, escuchaban los besos y los gritos sofocados de la transubstanciación potente. Cantos de bodas eran esos de ritmo cuotidiano y de impetuosas procreaciones y cada año ella, sentada en el umbral, tenía en la falda un nuevo chico prendido del pezón gordo y oscuro. Eran ricos y copiosos los chorros de leche, fuerte el esqueleto de los niños, bermeja y vivaz la sangre. La familia numerosa y robusta coronaba la vejez del obrero, del albañil de la gran ciudad, el cíclope que ha construido sus bloques interminables. Otros ganaron los campos para cultivarlos. Rompieron el césped y rastrillaron su polvo negro y fecundo. Crearon las colonias y construyeron los ferrocarriles para unir a los ciudadanos de la República. Eran fisiológicos de cuerpo y de alma y la obra resultó un prodigio. Son leguas de trigo y leguas de viñedos; es una multiplicación lujuriosa de haciendas. La pampa sola y salvaje se entregó a todas las razas, para que la poblaran de aldeas y de virtudes. Eso sucedió porque los jornales eran siempre suficientes y no se discutían. Se bebía menos y se trabajaba más. El resultado fue el bienestar de muchos y Dios nos perdone el error, de casi todos. No se pensaba en la asonada, sino en ahorrar. El obrero era el colaborador del dueño y no su enemigo. No se sabía la importancia de la frase rotunda: «Es necesario que el trabajo luche contra el capital» y la vida de los jornaleros de entonces tenía olor a fruta fresca, a mies sazonada, a vírgenes linfas. Era la primavera humana, llena de renuevos verdes y lozanos. Sudaban, comían bien y dormían hondo, después de haber rezado el rosario bajo las noches quietas y serenamente solitarias. ¡Oh benditos trabajadores, que no habéis conocido el otoño y que os habéis acostado en el sepulcro llenos, de amor y de fe! Nunca tuvieron los ojos de ellos un crespúsculo gris, ni el encono empañó el alma cristalina de esos viejos atletas. Fueron buenos y fuertes, creyentes en los beneficios de la labor sin degeneraciones. ¡Qué grandes son y qué páginas brillantes escribieron estos creadores de las casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo! Por eso el corazón de nuestros padres vaga aleteando, como una amable larva, alrededor de los hijos inquietos, los desazonados y tristes del día moderno y va cantando al obrero, que llega a su casa en la noche alta borracho y enfermo, una melancólica historia de amor, la dulcísima melodía de las madres que remiendan la ropa y cantan meciendo con el pie la cuna, mientras él cuenta a los hijos mayores la laboriosa jornada y habla del porvenir ¡y de su fe inquebrantable! ¡Oh nobles viejos desaparecidos! ¡Oh corazones vigorosos de verdad! Entonces en esta tierra no se conocía esa gangrena que se llama huelga. La Europa decrépita la inventó. Sobre ella pasaron seculares dolores y muchos hambres de generación en generación destruyeron sus energías. El espectáculo de innumerables delitos cometidos por pueblos contra pueblos, por reyes y aristócratas contra pueblos, enconó el alma de los sometidos. Aquella de Europa no fue historia, sino sucesión de nefandas turpitudes, en que no se respetó el derecho del hombre, ni el honor de la familia. Sus capítulos están manchados con estupros y una larga cohorte de crímenes, una lúbrica orgía de homicidios, de esclavitudes, de ergástulas, de devastaciones y de incendios, no el caminar de hombres sobre la tierra, sino la marcha antropófaga de un orbe de instintos, entristeció la salud moral del obrero. Estos comprendieron que el trabajo era inútil, porque las guerras y las exacciones destruían sus beneficios y vieron que la violencia empañaba el honor. El cadalso era el premio de la libertad y la miseria el premio del trabajo. De abuelos a padres y de éstos a hijos y nietos se trasmitió el escuálido espectáculo de las familias enflaquecidas de carestía y de inanición, a pesar de todas las virtudes. Luego la revolución contestó a las tiranías canallas, y merced a la huelga se quiso por la fuerza el bienestar, que no habían obtenido nunca la labor y el ahorro. Entonces se pensó que el miedo haría ceder a las avaricias señoriales. Así en todas partes se echa a la calle la horda, compuesta de dolorosos hereditarios y pide a grito herido su parte de vida feliz. Ellos exigen primero. Si los que pueden dar no escuchan, hieren, incendian o matan porque la huelga es enfermedad convulsionaria, es la epilepsia de la patología humana. La sombra de la anarquía conduce sus pasos y enorme debe ser el crimen de los que sojuzgan, cuando eso da lugar a tanto crimen de sometidos. Bueno sería por otra parte no ser demasiado duros contra los que protestan y la pluma del escritor, que ha grabado a puñaladas anatemas y abominaciones sobre la memoria de las formas y políticas malvadas que han dominado y todavía pretenden dominar al mundo; -la pluma del escritor, hecha una catapulta que reduce a polvo todas las degeneraciones de épocas nefastas, ¡no ha de manchar sus negros rasgos, hiriendo el alma de los que sufren y ha de encontrar en el sano ímpetu las robustas deprecaciones por la justicia! Allá no hay más remedio. Ese cuerpo de la Europa está agotado. Hay demasiada gente y poco espacio. Ya no caben. Entonces, no pudiendo marchar juntos, se destruyen. Y deben estar muy comprimidos, cuando se ve que los pueblos se lanzan fuera de sus confines en un imperialismo enfermizo. Necesitan lo ajeno para vivir y cuando no pueden tomarlo y aumenta la miseria, retoña de nuevo la anarquía, resurge el desorden con sus pavorosos remolinos y renace la psicología homicida de los corifeos. De cuando en cuando ellos tronchan una alta cabeza, se produce una sensación de miedo en las plutocracias y el escalofrío de la matanza corre por el corazón de los siniestros diseminados en las capitales. Pero no todos los siguen y lo que estos ignoran es que la mayor parte de los proletarios condenan el crimen y se alejan de ellos. Quieren aguas más límpidas en que bañarse y aires más puros para respirar. Necesitan una moral que los tranquilice y luchan por mejorar, buscando formas más ecuánimes. Se han convencido que la dinamita y el puñal no logran perfeccionar al mundo. Por eso muchos han dejado los sombríos sótanos, donde se conspira y se medita el incendio y el delito y se han cobijado bajo la cruz. Han formado sociedades católicas. Rezan; cantan; son peregrinos. Hacen procesiones y visitan santuarios. Son los amigos de Jesús, en cuyo seno eucarístico restauran sus fuerzas los cansados, recobran energías muchos mártires del tedio y esperanzas los castigados por la fortuna y los heridos por la injusticia. Cuando tienen un dolor, o pierden sus bienes, o las enfermedades matan a los hijos y los hambres hacen sufrir a la familia, de rodillas al Señor le piden alientos para el trabajo y fortaleza para su Fe y como la razón por la cual se reunieron en congregaciones, es el temor del desgajamiento universal, decretado por los errores de la anarquía, ellos se robustecen en el pensamiento de la resurrección de todos, en la eterna vida y en la eterna dicha. Allí van a asistir al triunfo de la virtud que trabaja y a vivir en el gran santuario celeste, en plena luz, en la paz de Dios, en el amable e infinito misterio de su bondad. Por eso la sensación trágica y universal de muerte, inspirada por el anarquismo, desparramado en todas partes con su bandera roja de terror, con su bandera negra de desesperanza, este nuevo milenario, en cuya tiniebla iba a caer la civilización y a bambolearse el mundo en horrible y destructora apocalipsis, la sensación trágica de muerte creó el alma de los nuevos cruzados y los catecúmenos se multiplicaron. El obrero católico ha renacido y ha formado ejército. Va hacia Tierra Santa bajo las banderas del trabajo. Es la nueva fe. El claustro medioeval ha desaparecido. La sustituye el taller que inicia y concluye la labor con una plegaria. Y marchan y se consolidan los nuevos fuertes con la cabeza cubierta por el glorioso solideo de los trabajadores. Así aquellos pregonan la destrucción del trono y estos combaten por la restauración del Papa-Rey. Aquellos son iconoclastas y quieren el ateísmo, estos son apóstoles y sectarios de la idea cristiano. Los primeros son los blasfemos; los segundos son los místicos. La anarquía no se detendrá ante ningún extremo; arrasará con lo existente, para dar vida a la fantasmagoría demoníaca de su psicología enferma y crear a carrera frenética lo que ella reputa lo vida nueva, la constitución de la nueva sociedad, con la utopía de la riqueza, del bienestar y de la felicidad para todos. Y como los tiempos no se modifican con el apresuramiento deseado, porque es así como marchan las cosas, ellos buscan los culpables e hieren entonces lo que está más encumbrado y ven más, hieren a los jefes de pueblos a los cuales acusan de impedir la metamorfosis. Por su parte, el obrero católico colocado en la antítesis, no se parará tampoco ante ningún extremo. Por más que las ideas se hayan modificado estos caballeros de Jerusalén no detendrán su camino hacia Tierra Santa. A lo lejos está Roma, que sigue siendo para ellos la capital cristiana. Allá van. Para esto están dispuestos a todos los sacrificios y si posible fuera, si existieran los circos de antaño, llenos de rugidos, dilatándose sobre la púrpura de las arenas rojas de sangre, ellos reharían en el siglo presente historias de mártires, muriendo con la sonrisa en los ojos de la fe divina. ¡Extraño antagonismo! Los anarquistas, sinceros equivocados, matan por querer la brusca conquista del porvenir, los católicos, sinceros idólatras, quieren el dominio del presente y del porvenir, arrastrándolo hacia las ideas del pasado. Las cohortes de los primeros se componen de desheredados y sus tribunos aman la blusa y el tugurio, símbolos de la pobreza, mientras los apóstoles de los otros son la aristocracia y los plutócratas de todo el mundo cristiano. En los buenos tiempos de Jesús eran apóstoles los pobres pescadores de los lagos de Judea y los labriegos. Vivían en chozas y las catacumbas eran refugio y templo de los perseguidos de la era neroniana. Quizás por eso triunfaron. Hoy tienen tesoros. Viven en palacio y educan a todos los hijos de ricos. La disciplina, el orden y el talento los han hecho poderosos. El objetivo es la salud moral del obrero y es la reconquista de esa hermosa ciudad de Roma, que ellos consideran el hogar de todos. Según el concepto católico han sido de allí desterrados; luego viven con la nostalgia del retorno y se olvidan que antes que capital del mundo cristiano fue la creadora de las instituciones civiles. El foro todavía resuena por las aclamaciones del alma libre del pueblo y los nuevos tiempos han triunfado sobre todas las hierocracias. ¿Llegarán a Roma estos cruzados a esa grande y monumental tristeza, a la gloriosa seductora de las Estancias, la inmortal primavera plástica y volverán a sentarse sobre el Coliseo en ruinas, en la tarde muriente y desvanecida en la melancolía honda del Ángelus? Han crecido mucho. Aquí son una fuerza. Construyen templos y colegios por todas partes. Los obreros afluyen y rodean a los que prometen el cielo, porque la fe y la oración mitigan sus amarguras y consuelan sus pobrezas. Dan parte de sus ahorros para el óbolo, como darían su sangre en la cruzada redentora por el Papa-Rey. Han contribuido a este crecimiento los años de arte canallesco que han escandalizado al mundo. Los escritores usaban estiércol para escribir libros. No encontraban la belleza sino en el pantano. Sus descripciones olían a esfacelo; sus personajes eran la síntesis de la humanidad ruin y malvada. No se oían sino elogios a la desnudez procaz y ditirambos a las pornografías más infames y a todas las bestiales aberraciones. En cambio de rayos de sol, las páginas estaban llenas de inmundos vómitos. La carroña triunfó sobre las sanas naturalezas y cuando no era la gruesa inmoralidad, las lascivias aparecían a través de tules transparentes, con la intensa seducción de la forma exquisita. El asco agarró el alma de casi todos. Los hombres huyeron de ese montón de basuras y buscaron un refugio. Cada uno había tenido un hogar, donde se rezaba. El Evangelio estaba allí con su virtud sencilla y fuerte, con mucha paz y mucho aseo. Poco costó para que los hijos pródigos volvieran al hogar paterno, cerca de las ancianas que los esperaban siempre, para las amables adoraciones de los dioses tutelares. Por eso, arrojados lejos de la sociedad, por las repugnancias de un arte sin belleza, sin amor y sin moral, la idea católica reconquistó muchos soldados. Sus centros se multiplicaron y se notó en seguida en las naciones la tendencia a lo místico. No importa que los civilizadores hayan consagrado a Roma Italiana. Los neófitos no aceptan eso en sus entusiasmos. Velan las armas como los antiguos caballeros, hasta que llegue la hora de la batalla. Este crecer constante ha puesto a todos sobre aviso. Tienen muchos enemigos y más de una vez en sus reuniones han sido atropellados. Inquietan. Las otras asociaciones temen sus autocracias y aunque es muy posible que ellos hayan modificado la índole de antaño y no piensen seguramente en hacerse inquisidores, sino más bien marchar dentro de ideas de relativa libertad, no por esto el antagonismo es menos violento. Entre los anarquistas y ellos, la batalla ha producido alguna vez sangre. Están desafiados. Tal vez algún día el choque sea cruento, porque parece que los católicos de hoy no usan mucho la resignación. Quieren la victoria con la menor cantidad de martirio posible y no olvidan que tienen ceñida al cinto la espada de los combatientes. Y así como muchos son anarquistas, porque nacen homicidas, muchos hay hereditarios de la locura mística, que pueden ir al delito, convencidos de servir a Dios. La mujer es la gran triunfadora. Forma ella también en sociedades. Rezan y trabajan para los pobres. En la aristocracia esto es de buen tono y de allí salen las propagandistas más ardorosas. Son las elegantes de las peregrinaciones, las ricas que dan de comer y visten a muchos menesterosos.

En la ciudad tienen un jefe. Se llama Ricardo Méndez. Está enfrente de Germán. El espectro y el santo van a encontrarse alguna vez en las calles sacudidas por la matanza y asoladas por el incendio. ¡Cuánto rezó el joven convertido después de la muerte del padre! ¡Qué metamorfosis tan profunda esa de su espíritu! Ya no vivió sino para hacer penitencia. Su cuarto fue celda. Los libros profanos fueron arrojados. Él no leía sino la vida de los predicadores y de los mártires, embelesados en la plegaria, bendiciendo el cilicio, las hambres y las vastas soledades, tan llenas y elocuentes así mismo por el espíritu de Dios. Del padre heredó alma de poeta. Escribía. Sus versos tenían sabor de Evangelio. Eran himnos a Jesús, a esa terrible y dulce majestad, el enamorado de la mujer caída, el fuerte morador de la Cruz. Eran naturalezas tristes las suyas, escuetos y desolados yermos. Había mucho ímpetu en sus creaciones y mucho dolor. Quería la gracia para todos los hombres, porque pocos se daban cuenta, que el paso sobre la tierra era de prueba, mientras los más morían en la ciénaga pecando. Inferiores eran en esto a las yerbas del campo que por amor a Dios exhalan aromas y a los pájaros de los bosques que dicen sus plegarias en el canto armonioso. En todas partes en la tranquila majestad del cielo, a través del maravilloso equilibrio de los astros, en las sobreexcitaciones del mar, en todo el prodigio de la naturaleza fecunda, nunca vio Ricardo la ley física en su fuerza fatal de metamorfosis, ¡sino el espíritu de Dios! Y en la marcha de la humanidad, no comprendió que las extenuaciones de la orgía, el desbarajuste moral, la pérdida de la robustez física y la disminución en la inteligencia de los corrompidos, esclavizaba a las naciones. Para él la causa del azote estaba en Dios. Así se vengaba de la ingratitud de los malos hijos. Desataba los ciclones para destruir sus viviendas y sus sementeras. Por eso los hombres quedaban transformados en una turba de hambrientos y mal vestidos de harapos bajaban pronto hacia la muerte. Así el Eterno arroja los ejércitos virtuosos sobre los pretorianos, podridos en todas las crápulas y sobre las demagogias, podridas en todas las lascivias y cambia la suerte de las naciones para que eso sirva de ejemplo y de prueba de su poder infinito. Los conquistadores no se movían por la natural brama de adquirir más riquezas, ni porque quisieran saciar la ambición de dominio. Eran siervos ellos a su vez de la voz del creador. Obedecían. Así pensaba Ricardo en ese misticismo guerrero, que no aceptaba el esfuerzo humano ni en el arte siquiera. Dios estaba sobre todas las cosas. Él solo era el gran poeta. Guiaba la mano del escritor y daba color y alma a la paleta del artista: devastaba el mármol, sirviéndose del brazo del escultor; escribía las músicas de las naturalezas y el hondo estrépito de las pasiones, y derramaba su magnificencia en el esplendor arquitectónico de las catedrales. Todo desaparecía en su yo infinito, la conciencia, la mente y la voluntad. Nosotros no somos sino almas desvalidas y errantes romeros hacia lejanas y desconocidas tierras, un ejército frágil, nacido del pecado, duendes entristecidos sin derechos y esclavos de la divina esencia. En sus arrobamientos llegaba algunas veces hasta las visiones. Veía a todos los hombres en fraternal consorcio, salvados por la religión. Moradores del cielo, tenían la felicidad imperecedera en el seno de Dios, en la corte saturada de belleza y espléndida de amor divino, en el empíreo, cuyas auroras no tienen crepúsculos y cuyas noches están iluminadas por la fulgurante luminaria de los eternos soles. Así se hizo el cantor de las maceraciones y de las penitencias, capaces de redimir el yo humano hacia la gloria perdurable. Sublimó la Tebaida. Hizo la apología de los estáticos y de los castos. Idolatró a los cruzados, a los férreos medioevales en marcha hacia el Sepulcro Santo. Sus odas eran alabanzas para la Roma católica y anatemas contra Italia, que a metralla destruyó sus seculares murallas, y salmos los que brotaban de sus labios, llenos de iras fulmíneas y excomuniones contra el pueblo sacrílego. Lamentaba con encono el muerto poderío católico y pensaba en la reconquista. Era menester repristinar esa historia, con nuevos apóstoles y con todas las necesarias crucifixiones. ¡A la lucha! ¡A la lucha! El mundo era una gran catacumba enferma. Para salvarlo, ellos estaban allí prontos para morir, como los antiguos cristianos y si necesario fuera la guerra y la muerte para que retoñara en vigoroso triunfo la idea católica... ¡A la guerra, pues, y al exterminio! Enhorabuena. ¡Todo por amor de Dios! Para eso él era un gladiador de fuerte músculo y de carnes juveniles, y podía arrojar su vida entera en la nueva cruzada, a fuer de caballero de corazón leonino y espíritu de acero. La fe era su egida y su guía el Dios de Godofredo y del duque de Alba. Pero los soldados estaban dispersos. Era necesario hacer ejército, llevar a los hombres hacia Dios, para ir después a Roma con ellos. Con la madre conversó mucho de esto, porque ella era la gran caritativa, el ángel de todos los menesterosos y el amparo de la niñez desvalida. Los pobres acudían a su casa en tropel, a recibir el pan de cada día de manos de Dolores y santa le dijeron entonces a esa hermosa solitaria de cabellos blancos. Era la vestal de la vieja casa, donde en copa de alabastro ardía la llama sagrada del recuerdo, mientras en urna de oro, en el viejo comedor de roble, dormía la lira fuerte del poeta médico. ¡Oh memorias! ¡Oh amables diosas, que os quedáis cuidando las virtudes, que en la casa dejan los muertos! Porque Dolores vivió con aquel gran corazón que ya no latía y perfumó, con las violetas de los canteros primaverales, la honesta y bravía leyenda de su caballero. Fue la divina enamorada de su sepulcro. Todas las tardes bajó el ancho corredor de la casa, vestida de negro, en la hora en que con la luz parece morir el alma de las cosas, de rodillas rezaba las oraciones crepusculares, tan hondamente llenas de caridad y de silencio. Amó en los hijos el alma del padre y pensó que todos los niños debían ser amados. Fundó sociedades para darles alimento y educación; la infancia tuvo su gran abuela y su apostolado ardoroso conmovía a todos; los ricos daban dinero y las niñas vendían flores en los festivales piadosos, en la noche primaveral de los parques ducales, caminando entre el azulado fulgor de los globos eléctricos, sobre la fotografía metálica del bosque, acostada en los aromados senderos, mientras los cisnes resbalan silenciosos sobre el lago dormido y luciente y las góndolas surcan la sombra, llena de madrigales. Así los novios servían a la caridad cristiana. En otras partes los escritores daban conferencias; los poetas declamaban versos y la música congregaba a los hombres. Así el arte servía para la caridad cristiana, fecundada por sus fuertes aristocracias. En el alma popular hubo un profundo sacudimiento. Los obreros se reunían. Se trataba de la infancia. Ricardo enardecía la muchedumbre, hablando de la fe y de la necesidad de salvar la inocencia. En sus bailes recogían dinero para la gran obra Los gobiernos fueron también subyugados por el fervor sincero, que agitaba a la nación. Surgieron hospitales y casas para la infancia desvalida. Llegaban los chicos, manchados de suciedad y de miserias, con la piel terrosa y el cuerpo enflaquecido. Había muchos enfermos por el hambre y otros que traían en los órganos dolorosas herencias de predestinados a morir temprano. Para los más la cama limpia y el buen pan era una resurrección. Se ponían alegres como los pájaros y rosados como las cerezas. Dolores era la madre de todos ellos. Caminaba por las salas cuidando todo amorosamente, con su sentir suave y con el alma llena de melancólica ternura. Algunas hermanas de caridad la ayudaban en la labor piadosa, en su ausencia sobre todo, cuando ella se preocupaba de los talleres instituidos para las jóvenes pobres.

Mucho trabajó, salvando almas de la deshonra, pero en ese cambiar a través de la ciudad, ella sentía que había otra fuerza que destruía su obra. Algo siniestro serpeaba por los conventillos. Hablaban de una mujer diosa, vestida de raso, que arrastraba a las muchachas al mal. En los barrios lejanos, cuando la divisaban, corría por todas las casas como un calofrío de terror y señalaban la víctima que desaparecía pronto para no reaparecer jamás. Una leyenda de mujer invulnerable la rodeaba. Era la querida de los poderosos. Los mareaba con las carnes tibias y blancas, diseminadas en la forma perfecta; se desprendía de su cuerpo un aroma acre de hembra en celo irresistible y muchos caían en el abrazo insaciable de esa Friné desnuda. Era una corruptora esa ninfómana febril; manchaba inocencias y las entregaba a los obreros para que las despedazaran. Al rato las muchachas eran sectarias de la anarquía. Era Goga la cortesana, un violento apóstol, dominada siempre por el alma sombría de Germán. Se encontraron una vez con Dolores en un miserable tugurio. Un anciano moribundo estaba acostado sobre un catre. De rodillas rezaba la hija, con el rostro apenas iluminado por la luz mortecina de una vela de sebo, puesta en una botella, en el rincón del cuarto. Al entrar Dolores vio a Goga que parecía enojada. Había como un relámpago oblicuo en sus ojos y sus senos hinchados subían y bajaban. Crujía la seda. Dolores saludó, sin que Goga le contestara y cuando se acercó a la niña a decirle palabras de consuelo, la cortesana contestó con aspereza:

-Siempre llegan tarde ustedes los ricos. Vienen en busca de ángeles y se olvidan que cuando uno es un miserable y un harapiento, no se puede ser ángeles. ¡La indigencia mancha las alas y ensucia los ojos, señora! Ustedes que no tienen nada que hacer, podían prevenir las pobrezas. Cuando se nace en ellas todo es inútil. Las alas se manchan y los ojos se ensucian, ¡lo repito!

Dolores la miró con dulzura y quedó deslumbrada ante la cabellera de oro de la cortesana, que caía en bucles sobre el rostro, casi ocultando su marmórea belleza, aún más egregio en ese momento de pasión. El corazón amable de Dolores se entristeció, mientras el moribundo había cesado de respirar, entre la desesperación sollozante de la hija. Esta salía al patio llorando. Hubo en el cuarto un momento de silencio, que Dolores interrumpió:

-¿No quiere usted, que las dos amemos a la huérfana? ¿No quiere usted acompañarme a ser la madre de ella? Le pido disculpa si la he interrumpido; pero yo pensé que usted quería acompañarme en esta obra de piedad cristiana. Lo que usted ha dicho, es cierto, señora. Mejor es prevenir los males que curarlos después.

-¿Usted? ¿Conmigo? -exclamó Goga con violencia. Entonces ¿usted no me conoce? Yo soy Goga, una prostituta, ¿oye? Ha debido ver pues usted, que yo tengo la cara procaz y las pupilas lujuriosas. O se imagina que una se ha revolcado en todos los chiqueros y que le puede todavía quedar corazón para ser madre de nadie y que los hombres con el cuerpo, que le roban a pedazos, obligándola a una a las más infames bajezas, ¿no le roban también todo lo demás, el amor, el dolor, la piedad y la fe y todo? ¡Cómo se conoce que usted no ha vivido en el pantano! ¿Yo madre? ¡Eso es ridículo! ¡A mí que he abortado siempre! Pregúntele lo que le han enseñado los hombres a ésta.

-¡Ya! ¡Ya! tan joven -preguntó Dolores con dolor y temblándole la voz.

-Hace rato, señora. Hace mucho rato -contestó Goga. En qué mundo vive usted señora Dolores.

-¿Usted me conoce? -dijo sorprendida ésta.

-A cada paso la encuentro a usted -replicó la mujer. Y la admiro, sobre todo porque usted no aprende. Ha venido aquí a salvar a esta muchacha, como va a muchos conventillos. Bueno. Siempre llega tarde como aquí. Yo le voy a contar su historia delante de este muerto. A los trece años, ¿entiende? Un rico la despedazó, como a mí, como a mí, ¿entiende? ¿Entiende usted?

La voz de la ramera se hizo estridente. Las frases saltan silbando como lonjazos.

-Tuvo un hijo de él -siguió Goga. Fue a dar a un hueco de basuras. Allí murió de frío y de hambre. Después ella se hundió de cabeza donde se hunden todas; se hizo una inmunda, y este viejo entonces resolvió morirse y ha cumplido su promesa. ¡Qué sencillo es todo esto, señora Dolores, y qué cruel! Es inútil que usted trate de salvarle. No lo conseguirá. Yo la admiro así mismo. Usted quiere redimir a todos los que sufren y levantar a todos los caídos; pero se olvida que la carne que se pudre tiene que desaparecer y que el alma muere podrida como el corazón. ¡Oh señora! A nosotras que no estamos contentas, si no nos revolcamos con diez hombres todos los días, es mejor que nos dejen. No podemos, ni queremos servir para ser lástima y repugnancia. Déjennos morir tranquilas en nuestros chiqueros, vestidas de seda y borrachas de orgías, un cuarto de hora en la vida siquiera. ¡Vaya por ustedes, pues, que viven la vida entera así! ¡No nos incomoden... pero cuídense! ¡Nosotras no estamos con las manos en la cintura! No hay cuidado. ¡A cada chancho su San Martín! Ya han de ir nuestros obreros a romperles las hijas a ustedes. Alguno ya lo dijo; ¡a ti se te hará lo que hayas hecho a tus semejantes!

Goga hablaba con la cabeza echada para atrás y el cuerpo erguido. Sus narices se dilataban en ese himno de odios y de venganzas. Una luz fría iluminaba el azul de sus ojos. Dolores la miró con tristeza y se acercó a ella y suavemente le contestó con voz llena de humana pena:

-Cuánto mal le habrán hecho los hombres, ¿no es verdad señora? ¿Qué culpables son? ¿Por qué pierden estas divinas hermosuras? -agregó Dolores levantando las manos al cielo como si rezara, ¿por qué las arrebatan a Dios? Venga Goga. Cálmese. Siéntese aquí.

Acercó una silla. Goga le dirigió una extraña mirada y se sentó.

-El error de ustedes -siguió Dolores lentamente- está en pensar que somos felices por que somos ricos. Se imaginan que no hay en nuestras casas silencios dolorosos y tristes crepúsculos. ¡Se equivocan pues! A nosotras también se nos mueren los hijos. Nosotras también nos quedamos sin padres.

-Pero siquiera los han tenido alguna vez -interrumpió Goga-, y hermanos, eso que llaman familia, para que haya un amparo para las que no usamos para defendernos sino las uñas. Son nuestras armas. Después usted sabe lo que sucede. El cuerpo se acostumbra al mal. Ya no retrocede uno. Se necesita el hombre. El sexo es déspota...

-Usted se olvida, Goga, de muchas cosas -añadió Dolores, tomando entre las suyas la mano de la ramera.

Tenía en ese momento en los ojos Dolores una luz de santa. Sus palabras eran como un sereno Evangelio.

-Usted se olvida -repitió- de muchas cosas. Así la voluntad, Goga ha permitido la redención. Los pecadores han podido rezar. Dios no desprecia a la criatura y Magdalena que tenía como usted el cabello de oro y el alma ardorosa, fue perdonada. Era como usted hermosa casi fuera de lo humano. Jesús, la salvó.

-Yo no se nada de eso, señora -contestó la mujer. Habrá que decir que hubo una que tuvo suerte. Es una no más y ese Jesús, de que usted habla, debía ser muy grande y muy bueno; pero es uno también. El mundo nos trata como a perros. Somos sarnosas. Nadie cree en la sinceridad de la prostituta que reza.

-Ese es otro error de ustedes -replicó Dolores. Yo sé de muchas almas amables que aman la desventura y esperan a los arrepentidos.

-Pero ¿dónde están? -preguntó Goga con ímpetu. ¿Por qué no nos salvan? ¿Y permiten que vivamos en el odio y nos venguemos corrompiendo todo lo que tocamos? Qué diferencia entre ese Jesús que usted nombra y Germán Valverde. ¿Quién es ese Jesús que usted nombra?

Dolores no contestó. De nuevo ese apellido se cruzaba en su camino. Estaba pálida. Tenía miedo por sus hijos; pero Goga había seguido hablando con violencia:

-Mejor es que no lo conozca, señora, a Germán. Viera cómo es. ¡Qué terror me inspira! Yo soy una cosa cobarde en sus manos. ¡Qué hielo tiene en los ojos! Asusta. Su alma es como un infierno. Cómo trabaja. Esta sembrando la huelga y el delito en todas partes. Él con los obreros, yo con las muchachas. A la revolución vamos. Conoce a sus enemigos. Son los obreros católicos. Los va a hacer pedazos. Su hijo, señora, es el jefe. Cuídelo. Yo le aviso porque usted es la primera mujer buena que encuentro en mi camino. Usted ha sido cariñosa conmigo... como una madre... como una santa; pero yo me voy a olvidar, porque tengo mucho vicio en el corazón. Germán lo sigue a su hijo. Si se encuentran, dígale que no lo vaya a herir a Germán. Yo lo amo. Yo soy su hembra, ¡sépalo! Quiere destruir las sociedades de obreros, que está formando su hijo y lo ha de conseguir. Ya la vez pasada se miraron como enemigos. Yo estaba presente. Que se cuide su hijo; pero que no lo hiera a Germán. Si lo hace, ¡que se guarde de mí! ¿oye? que se guarde de mí. Yo me voy a olvidar de usted, ¡porque tengo mucho vicio en el corazón!

El diálogo fue interrumpido. La muchacha había entrado y ya se hacía de noche. Había sombra en el cuarto y la luz de la vela parecía más viva. Llegaron algunos hombres para vestir al muerto, en momentos en que Dolores daba dinero a la huérfana, sin decirle una palabra. Ya afuera sintió que la seguían. Era Goga.

-¿Desea usted hablarme? -Goga preguntó Dolores deteniéndose.

-Quiero pedirle disculpa -contestó ella. No haga caso de lo que le he dicho. Ya sabe que yo soy una miserable. Soy un alma de burdel.

-No diga eso -exclamó Dolores. Usted no es sino una desventurada. No diga eso, porque la piedad de Jesús es infinita. Todos cabemos dentro de su perdón.

-¡Jesús! ¡Jesús! -repitió la cortesana con extraña curiosidad. ¿Quién es pues? Dígamelo de una vez. Lo único que sé de su vida es que murió en una cruz.

-¿Usted no sabe de veras Goga?

-¡No! ¡No! Nadie me ha enseñado. No sé. No sé -contestó con ímpetu la mujer. ¡Dígamelo pues!

-Yo se lo voy a decir. Escúcheme -agregó Dolores estrechándole la mano. Jesús es el bien. Es el amor casto. Es la resignación y el sacrificio. Es el martirio que sonríe, muere y redime. Es la caridad inagotable. Todos los humildes están en Él. Todos los buenos y los sufrientes están en Él. Cuando murió en la cruz, el sol se fue y los cielos se nublaron. El universo se sacudió, como si le arrancaran los cimientos y la tiniebla amortajó su cadáver. Entonces la naturaleza lloró, ¡porque había muerto la bondad! Una mujer se abrazó de la cruz en ese momento, con la cabeza echada hacia atrás en el divino éxtasis y el oro de sus cabellos, sueltos en la tormenta oscura. Era Magdalena, la meretriz. Mucho amó a Jesús y fue santa. Acuérdese de Él Goga, cuando tenga algún dolor, y no se olvide de mí tampoco. Recomiéndeme todos los pobres que quiera. Mi casa y mis bienes son para ellos. Una cosa sólo le exijo y es que crea que nosotras las ricas solemos tener también cosas cariñosas en el corazón y amamos a nuestro prójimo, ¡cómo quisiéramos ser amadas! Dolores desapareció en la sombra y Goga la vio perderse a lo lejos y se acordó mucho rato de sus palabras:

-Cuando tenga algún dolor, acuérdese de Jesús y de nosotros, porque amamos a nuestro prójimo, ¡cómo quisiéramos ser amadas! Una alegría profunda se apoderó de ella. También los ricos tenían noblezas entonces, pensaba en su camino a través de la ciudad. El dinero no hacía egoístas siempre y al lado de los perversos, había familias de caritativos silenciosos, y muchas santas llenas de amor hacia los demás y de modestia.

Ese momento feliz de su corazón duró poco. Germán la esperaba para entregarla de nuevo al lodazal... y ella, la lujuriosa, cayó esa misma noche con su cuerpo desnudo, de posada en posada, anhelando el abrazo de todos los vampiros, sin saciarse jamás, sombría y ávida de limo, como la flor de la ciénaga...

Elbio

Una noche Ricardo Méndez narraba, sentado en el patio, sus laboriosas jornadas de apóstol. Angélica y Dolores lo escuchaban en momentos, en que Martín y Elbio Errécar entraban a visitarlos. Elbio era médico. Mientras él estudiaba, la madre murió y el viejo Martín con su espesa barba blanca y la piel llena de arrugas, sin haber perdido su altivez formidable, sintió en aquella desgracia, como si le cavaran el sepulcro y pensó morir también. Se agarró de Elbio, para que eso no sucediera y éste se desparramó, como la yedra alrededor de la pared vetusta y lo sostuvo. Cada día las arrugas del viejo se hacían más hondas y más rosada la tez. Le salía más barba. Toda su cara estaba llena y blanca de seda. Los ojos brillaban entre la espesa ceja y las pestañas espesas. Se había encorvado un poco, sin que su cuerpo perdiera el músculo poderoso. En el dolor su alma se hizo más clara todavía y más intrépida. Conservó el aposento, como cuando vivía la vieja compañera y de noche, antes de acostarse, siguió rezando su rosario con más fervor, desde que había dos muertos más a quien cuidar. Ya no trabajaba. En el último cuarto de la casa, guardado estaba su banco de carpintero, el amigo de sus días viriles, el confidente silencioso de su fuerte acción. Los años lo habían gastado. En algunas partes faltaban pedazos y se veían profundos huecos; porque el brazo robusto de Martín, armado del martillo poderoso, había hecho más de una vez saltar astillas. Los cepillos y garlopas estaban ordenados sobre él y las sierras colgadas de la pared. Ese cuarto era como un templo, donde se guardaban las sagradas armas, una panoplia, que había grabado muchas horas de honesto sudor, en una vida útil. Martín los miraba sonriendo. Era su triunfo. Él había sido el atleta del taller, el alegre artista de aquella orquesta del trabajo, el creador de las estridentes y hercúleas sinfonías. Por eso amó sus herramientas, como el guerrero viejo la espada de acero. Casi sin querer, cuando las limpiaba hasta dejarlas lucientes, años tras años, iba recordando su pasado tan sereno y tan lógico, hasta producir el bienestar del presente. Un día después de otro, ocho o diez horas, pero todos los días; sin desertar jamás, sin huelgas, paciente y pertinaz, como uno de tantos laboriosos de esos que construyen ciudades y fecundan campos. Así se envejeció Martín Errécar y así educó a sus hijos. Por eso oyendo esa noche las narraciones de Ricardo y los tumultos de la ciudad, Martín movió la cabeza, pensando con pena, cómo podía el alma de la muchedumbre enfermarse hasta el delito y el espíritu sectario llegar hasta la injusticia. Así cuando Ricardo, con voz sonora y gesto brusco, lanzó anatemas contra los socialistas, y anarquistas que interrumpían su acción, Martín se levantó con ímpetu y poniendo la mano arrugada y con manchas de vejez sobre el hombro de aquél le dijo:

-¡Esto no anda! ¡Esto no anda! Ustedes rezan demasiado y trabajan poco y los anarquistas son holgazanes y obedecen a malos predicadores. ¡Vamos! Esto no sucedía antes. La fortuna nunca se hizo de repente. El día era corto para nosotros. No teníamos tiempo de pensar en la haraganería y en el incendio; pero también te digo Ricardo, que nuestra mejor oración era trabajar de sol a sol. Nunca pensamos, que se debía transformar al obrero en sacerdote. Es una exageración. Nos bastaba que fuera honesto y varonil. Yo no digo que no sea preciso rezar; pero a su tiempo. Creo que la mujer que abandona los quehaceres de la casa y vive en la Iglesia, hace mal. Dios no puede encontrar bueno eso. Todavía existen muchos compañeros, que han hecho como yo. Estos eran desiertos. No había sino ombúes, pitas y pantanos. Hemos construido manzanas enteras de casas; hemos puesto rieles de trenvías y empedrado las calles. Todo esto debe ser bueno, mejor que rezar el día entero, hacer huelgas y cometer delitos. Debe ser bueno, porque hemos formado familia y adquirido un modesto pasar. Después por algo se vive setenta años. Yo no he visto concluir bien a los que lo esperan todo del cielo, ni tampoco a los revoltosos, a los que gritan contra los patrones y contra los ricos. A nuestra vista se han empobrecido los primeros y los otros han concluido en los hospitales o en las cárceles. ¡Esto no anda! ¿No te parece Elbio que tengo razón en lo que hablo? Yo le dije, pues, te acuerdas, a ese Germán una tarde, que hacía mal en seguir echando a perder a los obreros; pero ese hombre parece loco. Eran albañiles y carpinteros. Todos me rodearon. Yo estaba tomando sol en la plaza, en ese día de invierno. ¿Te acuerdas Elbio? Es el rico Martín. Será como todos, decían. ¿Qué le importa a él que el trabajo nos enferme y que la paga sea miserable? ¿Acaso ha sido pobre nunca y le ha faltado pan, como a nuestros hijos? Usted los ha asistido pues, Don Elbio. Bien sabe que es de hambre que se enferman. Entonces ¿por qué lo reta a Germán? ¿Qué quiere que hagamos con tres pesos por día? Necesitamos uno y medio para comer con la familia y lo demás para casa y vestido. No nos alcanza. Las cosas están muy caras. No sabemos por qué. Entonces Germán que se retiraba dio vuelta y gritó con los ojos descompuestos:

-Yo les voy a decir por qué están caras las cosas.

El pueblo dio como un rugido. ¿Te acuerdas Elbio? Se hizo un remolino. A mí me tiraron de aquí para allá y cien voces se oyeron que parecían de trueno:

-¡Díganos! ¡Díganos! ¡Viva Germán!

-Porque aquí, amigos míos, los gobiernos no se ocupan del pobre. No hacen otra cosa que ayudar y proteger el trabajo de los ricos, para que aumenten su fortuna. No tiene nada que hacer el pueblo aquí. Esto no es sino una plutocracia, un gobierno de ricos y si no protegieran tanto las fábricas y dejaran que entrasen de Europa con más libertad las cosas de allí, que son tan baratas, ustedes se vestirían y comerían con la mitad de lo que gastan ahora. Cuando Germán concluyó de hablar había un gran silencio. Me acuerdo muy bien.

Arriba de nosotros el viento torcía las ramas de los árboles. Yo estaba oyendo las respiraciones de todo ese pueblo y me sentía renacer al lado de los obreros; porque esa fuerza tenía yo también cuando joven. Ellos se miraban callados. No habían entendido a Germán. Entonces éste tomó de un brazo a un albañil y le dijo a dos dedos de la cara:

-No has comprendido. Ya lo veo. Ese sombrero que tienes puesto te cuesta seis pesos, ¿no es cierto? Bueno, los de Europa los podrías tener por tres; pero, si los traen de allí, les hacen pagar muchos derechos. Entonces no se pueden vender menos de ocho pesos; luego todos compran los de aquí. Esto lo hacen, para que las fábricas ganen lo que quieran, con perjuicio del obrero. ¿Por qué te han de obligar a gastar seis pesos? Esos tres que das de más, te los roban los ricos. ¿Empiezas a entender ahora? Lo mismo pasa con tu calzado, con tu saco, con el vestido de tu mujer, con la cartera de cuero, que tu hijo lleva a la espalda, cuando va a la escuela, y con los fideos de tus sopas. Y pagas el azúcar malo el doble de un buen azúcar y te obligan a beber el vino malo de aquí, el vino protegido por muchos centavos de peso el litro, cuando, el bueno de Europa, vale centavos de franco y se tira a la calle por demasiado abundante. Tú eres trabajador. Necesitas el vino, como el aire que respiras y la carne que comes. Y como no puedes comprarlo, bebes los aguardientes venenosos de los almacenes y eres un borracho de mala bebida. ¿Entiendes ahora por qué es cara la vida? Y después este país, tan grande, se lo han repartido entre cien familias de ricos. La tierra nadie la cultiva. El desierto está por todas partes y al labrador, que lo pide para sembrarlo, lo sacrifican siempre. Yo no hablaría, si todos fueran como este viejo -y me señaló- a quien respeto; porque éste necesitó treinta años para educar a sus hijos y hacer su fortuna, mientras que ahora, con la sangre y los ahorros de ustedes, se enriquecen y se sacian los protegidos en poco tiempo, sin escrúpulos. Hay que hacer la América al galope. Es decir: hay que robarla y después irse. Por eso los salarios de ustedes son escasos y muchas las horas de trabajo. No se respeta a la mujer, ni a los niños. ¡Jipen, brutos! ¡Para eso han nacido! Vuestras mujeres os dan un hijo cada año. Saldrá raquítico, porque no ha podido ella descansar en la preñez y después de los partos, a los pocos días, tiene que trabajar. Así se envejece pronto, cansándose antes de haberse repuesto y se muere. Les repito esto para que se fijen: los hijos de ustedes saldrán raquíticos, porque la mujer del pobre no descansa en el embarazo y se muere pronto, porque no se puede reponer después de los partos, desde que tiene que trabajar. Esas fortunas rápidas crecen sobre una generación de desaparecidos miserables, como los cipreses sobre el cementerio. Esto no se arregla con padres-nuestros. No hay más que una forma: ¡empobrecerlos! Para eso está el fuego y está la huelga. Que entreguen lo que han quitado. ¡Que repartan sus riquezas! Acaso ellos no más han de tener frazadas en invierno y han de estar bien nutridos ¡Y nos tratan con insolencia! ¡Y somos animales! ¡Y desprecian a nuestros hijos! Y cuando uno pide aumento de salario, reposo en los días de fiesta y disminución de las horas de trabajo, se encojen de hombros, cuando no contestan con la bofetada o el garrotazo que queda impune. ¡Vamos! Es preciso que una vez por todas se convenzan. ¡Esto no se arregla con padre-nuestros! Y si los poderosos se meten, ya saben ustedes lo que hay que hacer. No serían los primeros, que iban a conocer, ¡cómo despachurra las tripas la dinamita!

Al llegar aquí se calló Martín, moviendo tristemente la cabeza como si quisiera así repetir su estribillo: «¡Esto no anda! ¡Esto no anda! Se acordaba del pavoroso espectro y tuvo un gesto de asco varonil. El sol occidente iluminaba, en ese momento, los ojos lúgubres de Germán y el resplandor del rojo horizonte difundía el rededor de su persona, como una aureola de incendio. La muchedumbre estrepitaba fascinada por el anarquista.

Así en algunos años de sorda labor y de tenaces luchas, la huelga se había desparramado por toda la ciudad. Reventaba hoy en una fábrica, mañana en un taller y los que resistían eran ultrajados, cuando no los ensangrentaban a palos o a puñal. Había mucho hambre y mucho arambel. Los obreros vivían en una inquietud muy cercana de la demencia y la deshonra entraba a menudo a polucionar sus casas. Los figones estaban llenos de borrachos. Allí entre el humo de las pipas y sobre las copas de caña, estudiaban los jefes las formas violentas para dejar desierto al trabajo y meditaban las venganzas. Allí llegaban los cuentos horribles de los que en invierno se habían muerto de frío y se sabían los vejámenes de los patrones y de los poderosos contra los proletarios miserables que los servía. Cuando salían de la sentina y entraban en sus tugurios, el espectáculo de la familia harapienta aumentaba el encono y por todas partes se sentía el estrépito del subsuelo, con tonalidades de borrasca. El alma lóbrega de Germán atizaba las malas pasiones, saltando de taberna en taberna, de mechinal en mechinal, siempre agitado, siempre consejero del delito, mientras Goga, la meretriz, corrompía las muchachas de los talleres. Pero muchas veces se volvía indócil, resistiendo las órdenes del anarquista. Entonces éste la abofeteaba hasta sacarte sangre y cuando ella se quejaba exclamando: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dolores sálveme!»; Germán la arrastraba de las mechas por el pavimento de ladrillo. Huía ella después, perdiéndose días enteros y vagando por la ciudad como un alma desconsolada. Iba siempre hacia la casa de Méndez. Quería hablar con Dolores; pero cuando llegaba cerca, se la veía retroceder y perderse lejos de nuevo. Volvía a ser una orgiástica; volvía a Germán, hechizada por aquel corazón ponzoñoso. Mientras tanto, éste, en su propaganda, se había encontrado muchas veces con Ricardo. Habían tenido diálogos acres. Se arrebataban los prosélitos en esa lucha formidable, en que los católicos aumentaban sus sociedades y se fortalecían por la fe y la riqueza. Entre las dos fuerzas, Elbio Errécar trabajaba para que sus amigos no se afiliasen y una gran masa de obreros lo seguía, seducidos por su honesta palabra y porque preferían no ser sectarios. Eran un enorme grupo de robustos y de sanos, esos vencedores del porvenir. Se llamaban: ¡libres trabajadores! Los socialistas por su parte, se agitaban y se confundían con los de la anarquía, en su lucha contra los católicos. Eran conferencias, reuniones en media calle, protestas, amenazas y un furioso bregar por enfermos, mientras otros arrastraban como podían sus organismos convalecientes, señalados todavía con el lívido estigma de la enfermedad pasada, ¡porque María la dulce madre había mitigado sus dolores, acariciando de noche la frente exacerbada por el insomnio y visitándolos en sus delirios, rodeada de luz, entre los cánticos paradisiacos, acompañada por millares de ángeles, volando en largas espirales y susurrando las palabras de la esperanza! Entonces las flores frescas de sus jardines eran para la divina madre, que da pan a los pobres, rocíos a la naturaleza y salud a los chicos enfermos, que ellas cargan en ese momento, para ofrecerlos en su santuario. Así se ven algunos rostros, llenos de costras negruzcas y cicatrices de viruela, pieles manchadas, tumores, infelices que van a pedir paz para sus espasmos histéricos, coreicos que saltan por la calle, con la cara descompuesta por horribles muecas. Y mientras la peregrinación blanca marcha entre las avemarías del rosario, entre el perfume de las flores votivas, todo alrededor se difunde como una hediondez de hospital, como un vaho malsano desprendido del pecho aplastado de los tuberculosos, sucios de sudores, que arrastran consigo ese calor acre de la cama enferma, donde se condensan las náuseas y las podredumbres... Y se ven caras flacas y amarillas; enormes vientres de hidrópicos y monstruosas fisonomías de leprosos delirantes; se huelen bochornos pecaminosos de ocultas apostemas y se adivina en las mortales palideces la ponzoña de las fétidas malezas, que cuajan las ropas y señalan a lo lejos el camino del sepulcro. Aquí un alucinado, allá un epiléptico, más lejos un hemipléjico, describiendo curvas pera arrastrar su pierna paralítica y algún aullido entre la monótona letanía, interrumpida a ratos por el patalear de los atáxicos sobre el piso de madera; el templo y el hospital en marcha, la religión de los felices y la religión de los desventurados y de los miserables. Todos rezan, mirando como fascinados a las madonas milagrosas de los palios de seda y cuando la muchedumbre va a llegar al tren, del centro de la romería blanca, donde caminan las niñas, se levantó un coro de melodía suavísima, el himno a María, la madre de los desamparados y de los tristes, la compañera de las vírgenes castas. Eran salmos. Cada uno le ofrece su dolor, para que lo mitigue y a ella le narran los melancólicos poemas, ¡que se escriben en las casas desoladas, al lado de los padres enfermos, al lado de los hijos de quince años, que pueden morir, las crucifixiones de las noches largas, la eterna noche de la enfermedad, que no cura y los ímpetus de gratitud del alma arrodillada! Los más son los vigorosos de los círculos obreros, que aman a Dios porque sí, en la profunda y fuerte ingenuidad de la fe y que proceden, sosteniendo a las hermanas y a las madres, como si fueran un baluarte de combatientes, de cabeza descubierta y alma leonina. Cantan todos, y la melodía tiene la dulzura de las almas puras y sencillas. Algún poema, de la niñez de todas las casas, cruza a través del corazón de los peregrinos y algún reflejo azul del cielo misericordioso anima las pupilas de esa muchedumbre, que, en sus cantares, entrega a la divina madre, las flores de la naturaleza, a porfía, como enamorados fervorosos, mientras los paralíticos arrastran el pie muerto por el pavimento; los atáxicos hacen sonar su lúgubre pataleo; los tísicos empujan sus lívidas momias y en los leprosos asoman los rojos tubérculos, como una monstruosa máscara, como una evocación de algún carnaval fúnebre de leyenda y rezan y cantan ellos, agradeciendo que no los rechacen, con las lágrimas en los ojos, esos pobres abandonados, ¡como ermitaños malditos y solitarios! Los romeros los ayudan a caminar piadosamente. La deformidad no les repugna y no quieren alejar a los malolientes, que van a pedir a la Virgen la salud de sus cuerpos anquilosados. Por eso, los himnos de gloria a María dilataban en la calle, a lo lejos, sus cadencias celestialmente tranquilas, hablando al corazón de los desvalidos y de los sufrientes y recordando las claridades de las místicas auroras, que no tienen dolor nunca, ni noches nunca, ni soledades; donde no hay huérfanos, ni esclavos, ni desterrados, ni crujías, ni delitos, ni novias abandonadas, ni malos hijos, ni felonías; donde no hay doloridos de la mente, esos inquietos a quienes la vida no sacia, con la cruz del Calvario en el corazón, que no saben, porque han nacido, ni para adónde van y recordando a las ciudades que prevarican, a las sentinas del subsuelo, donde se cuaja la inmundicia moral, que hay esplendores de caridad que iluminan y redimen todas las tinieblas y devuelven la virginidad del alma a los cuerpos corrompidos, como las rosas y los lirios, como los pastos perfumados crecen sobre las podredumbres y regeneran los valles muertos... Así fue llegando a la estación, entre rezos y cantares, la muchedumbre de peregrinos, rodeando a las niñas vestidas de blanco, muchas de ellas con el rostro cubierto, por el tul de la inmaculada pureza. Se sintió un silbido; luego el caño de la locomotora se llenó de humo y empezó a resoplar. Cada bufido arrojaba nubes cenicientas y abollonadas, bajo el gran techo de vidrio Se sintió un chirrido, de vapor de agua, que se levantó de un costado, luego algunos apurados resoplidos. Bramó largo la máquina en marcha y empezó a entrar en la luz, arrastrando los vagones. Iban pasando casas y más casas, huertas y patios sucios, una boca-calle, luego de nuevo las paredes de los fondos, algún palacio, más allá un monte de eucaliptos y siempre el riel bruñido, escondiéndose bajo las ruedas, como si huyese hacia atrás y un ruido, sordo y continuo, acompañado por una trepidación brusca y argentina de vidrios, por sonidos más violentos, como de hierros que chocaran, más sonoros y más rítmicos y siempre jardines y cercos de alambres y más fondos de casas, a ratos breves praderas y el riel huyendo, huyendo siempre bajo la mole negra de la locomotora, que raja el aire, con ímpetu de conquista y arroja el paralelepípedo de los vagones en fuga, la mole larga y enorme, precipitada en una carga brutal, siempre adelante, envuelta en un nubarrón de polvo. Nadie hablaba en el tren. Los peregrinos pensaban en Dios. Era el silencio de la meditación piadosa, la plegaria que no tiene palabras, la genuflexión callada de la mente, ante la grandeza del infinito misterio y las reverencias silenciosas de las almas contritas; el recogimiento de los que iban al santuario, a implorar el perdón, que consuela y la salud, que alegra la existencia. Así agradecían al milagro y a la inagotable caridad de María. Nadie hablaba. El sosiego era profundo. Parecía el tren un gigantesco solitario, una grande alma desolada, un cenobita apurado hacia algún desierto, que no tuviera confines, como si fuera a hacerse pedazos al final de la fuga en alguna sombra estéril y a disolverse en millares de átomos infecundos. Todas las alegrías humanas y todas las fuerzas habían desaparecido en aquellas criaturas, ¡el fanatismo solo estaba allí en toda su inercia infinita! Los romeros no hablaban. Eran contemplativos, como ermitaños de alguna lúgubre estepa, donde nunca se oyeran sino himnos de soledad, donde los vientos no trajeran sitio soplos de yermos y vastos cementerios. Mientras tanto la máquina azota adelante su pecho redondo y negro; crujen las ruedas y las palancas; la hornaza deja, en el camino, carbones y chispas de fuego; estrepitan los vagones y la vida bulle y tripudia en esa gran cosa inanimada, devoradora del espacio, con su correr huracánico. Adentro, sentados en los vagones, los peregrinos empezaron a rezar el rosado. El tren silencioso, que volaba, como un fantástico enigma, habló entonces pero así en voz baja, cual si fuera un soliloquio, en un tono quejumbroso y monótono, como la expresión de algún mundo destinado a quebrarse y a morir, o el lenguaje lánguido y triste de alguna época, de cuyo recuerdo ya no quedarán, en la historia humana, sino átomos que fueran a perderse, ¡líneas tétricas o manchas espectrales de alguna gloria muerta! ¡Los cantos a María, no son gritos triunfales! El tren se tornó silencioso de nuevo y los viajeros callados. Y en la profunda quietud se oía un largo rumor, el interminable jadeo de la marcha, contestando a las místicas ausencias, a las serenas y religiosas quietudes, con el furor del trabajo. Pasan ranchos, ombúes, hondas sombras de bosques y parece el horizonte describir un gigantesco semi-círculo, acercando las poblaciones, para que desaparezcan en seguida y vuelvan otras, para desvanecerse. Y labriegos, majadas, arados, trilladoras, altos conos de parvas, largas zonas de tierra negra y verdes praderas, llenas de flores. Y más bosques y más ranchos y alambrados y la máquina siempre en pos de ese horizonte, cerrado adelante y que se retira cada vez más lejos, sin ser nunca alcanzado, ¡como la dicha humana! Por todos partes el tren silencioso, que huye enfermo de misticismo y de desgracias, rodeado, acosado, empujado, herido casi por las alegres canciones fecundas, por las zozobras inmortales de la vida, en los campos en flor y aromas, zumos calientes, mugidos de toros, estrépitos de trabajadores, muchachos y terneros que brincan, corren y juguetean; familias numerosas y mujeres de grandes y fuertes caderas, como diosas creadoras de sanas energías. Y saludando al tren, que parece ir a estrellarse en alguna inanición tristísima se elevan y van de la campaña, ardiente bajo el sol meridiano, los lamentos de las húmedas preñeces y los cantos de las cunas, escondidas en los altos pastizales, mientras responden al bramar del fugitivo, a los rezongos de los rosarios reiniciados, el relinchar de las yeguas mordidas por el potro, acariciándolas en sus caracoleos lascivos, subyugadas al fin y reventadas en las praderas, entre el fulgor genésico de la pampa abierta, sobre el humus preñado de semen y el himno de los trabajadores que hacen fructificar, con el sudor de sus cuerpos, a los gérmenes, ¡escondidos en las matrices sangrientas de la madre tierra! Tal vez esto era la victoria de la verdad, erguida en frente de los vagones, que disparaban a lo lejos con su negra línea de féretro, y lo que decía en ese momento el suelo cultivado, toda la salud moral de los campos, en su labor virtuosa, eran los anatemas a las degeneraciones, que detienen la vida en el ascetismo y a las degeneraciones, ¡que meditan el desorden por la anarquía homicida! La máquina soltó un largo reboato y empezó a detenerse. Descendieron los peregrinos. Se formó de nuevo la procesión blanca en el centro y alrededor el cortejo de los obreros católicos. Caminan, rezando el rosario, por el medio de la calle y de cuando en cuando cantan las alabanzas a la Virgen. Los enfermos siguen la marcha difícil con las pupilas y el alma trémulas de esperanzas y ayudados por los jóvenes se dirigen al santuario. La emoción religiosa es profunda, casi el éxtasis. Y mientras el enorme grupo adelanta camino, se arrastran penosamente, algunos puestos de rodillas, cumpliendo sus votos. Aparecieron las agujas de la iglesia gótica; un estremecimiento se apoderó de la multitud y los cantos, más sonoros y más llenos de unción, poblaban el éter azul y tranquilo. Llegaron debajo las naves, sostenidas por columnas, bajo las pinturas murales, que escriben la historia de celestiales milagros, donde está pintado el dolor de María, madre del Crucificado, en medio del poema del Calvario y de las glorias de la resurrección; donde están pintadas las cortes celestes, animados por toda la familia angélica, lleno de luz el rostro de los santos y de plácida beatitud y consagradas por el llanto de las arrepentidas, a cuya cabeza camina Magdalena, de sublime cabellera de oro, la bendita, porque mucho amó. Debajo de las naves se fueron los romeros lentamente arrodillando, para oír misa y comulgar después, cerca del altar florido, de cuya central hornacina de oro, la Virgen los bendecía, vestida de manto azul, de benigna efigie y de serena pupila santa, la madre enamorada de los humildes, la mártir que consuela todos los ajenos martirios. Un orador subió al púlpito; un joven sacerdote, un batallador que, con Ricardo Méndez, mantenía en los círculos católicos el fuego de la fe sagrada. Habló del mundo y de los peligros de su índole contaminada. Habló de la carne, del torvo ardor de la carne que mancillaba a los virginales y dijo mucho de las enervadas imaginaciones, que habían perdido la religión, para precipitarse en la diabólica orgía y dijo mucho de Jesús el bueno, que perdonaba a los caídos en el pecado y a los que delinquían en la tiniebla del delito. Habló de las sectas y estigmatizó a los liberales, por destructores y pobres dementes los llamó de una civilización corrompida y destinada a morir. El socialismo no se salvó del anatema. Ellos pretendían sustituir el culto de la razón humana, las leyes del trabajo y de la lógica a las verdades reveladas, el libro de la vida al libro de Dios y juzgaban el progreso del mundo, como un corolario de la virtud del hombre, sin apercibirse que el Omnipotente guiaba pueblos, cosas y naturalezas hacia el empíreo, hacia la luz de gloria, ¡que no tiene noches! ¡Pobres soberbios los llamaba, emponzoñados de luzbelianas formas, y caducos temerarios que iban a perecer en el incendio, producido por el satánico orgullo! Lo único sano eran los obreros católicos, que debían vivir unidos y multiplicarse. Ellos practicaban la virtud; ellos cultivaban las purezas inmaculadas. Dios en el cielo y la plegaria sobre la tierra, los llevarían al triunfo.

-Perseverad, hermanos míos -exclamó al final. Vuestros centros pululan en toda la República; la victoria asoma ya con sus banderas desplegadas y día ha de llegar en que, por vuestro esfuerzo y por vuestra hombría de bien, los pecadores cedan el campo y el Estado hecho por el hombre y para él, sea cambiado por la nación de Dios, gobernada por los católicos, que son sus caballeros cruzados, para que los gobernados se salven todos en su infinita caridad, ¡en el paraíso de la eterna vida!

Desde arriba, sobre la cabeza de los fieles arrodillados, el órgano saluda la fe victoriosa con la gloria de sus sinfonías. Todas las sonoridades estallan. Vibran los clarines el himno de la guerra santa, las conquistas de la idea cristiana, la fuga de los enemigos, hacia el anonadamiento, que no tiene resurrecciones, heridos y hechos pedazos por las iras del salmo. Los violoncelos sollozan. Narran tal vez la odisea de los desterrados, bajo los sauces de Babilonia, tan dolorosa, como la nostalgia del cielo, que está tan lejos, como si los hombres estuvieran tristes hasta la muerte... tan lejos que está el cielo, ¡¡tan lleno de piadosos amores!!... Y corría, desde el coro al altar, con ímpetu, la brama de vivir con Dios en extático arrobamiento, toda la vida para merecerlo y a pesar de eso se sentía el llanto de la duda melancólica y el pesar de no alcanzarlo. Los peregrinos acompañan con sus cantos la melodía dulcísima y triste. Dicen adiós a las cosas de la tierra; a la casa paterna, a las madres, que de rodillas mecieron las cunas, a los ángeles que arrullan los sueños infantiles. ¡Oh amables memorias!, ¡oh santas ancianas de cabellos blancos! ¿Para qué la niñez, si todo es estéril, si la tierra no tranquiliza? Y piensan los adolescentes en la comarca nativa, en sus vírgenes naturalezas, llenas de aromas y de bálsamos, en el poema de sus serenos firmamentos, en las frescuras de sus aguas diáfanas y en los enamorados fantasmas que cruzaron la adolescencia vagabunda. ¡Adiós! ¡La tierra no tranquiliza! ¡Oh novias! ¡Oh gentilezas! ¿Por qué adornan la cabellera negra, como la selva salvaje, que no ha sido contaminada por paso humano, por qué la adornan con la rosa roja que es flor de pasión, si la tierra no tranquiliza, si al cielo vamos a descansar en Dios, en su amor infinito, por qué el idilio de las criaturas es pasajero, como la luz que se esconde en la pena silenciosa del crepúsculo, como las hojas que caen y se acuestan en el otoño y ya no renacen? ¡Al cielo vamos! Allí dura eternamente el traje de raso blanco, el largo tul y la corona de azahares. ¡Adiós novias! ¡Oh gentilezas! ¡Todos los que allí rezan, quieren dejar el mundo! Hasta los hombres, que están de rodillas y a quienes la vida ha endurecido los músculos y las pesadumbres han puesto granitos en las arterias envejecidas, los hombres con tanto deber, con tanta virtud a producir, con tantos fragmentos de esperanzas y tanta sangre abandonada en el zarzal del camino, hasta ellos agachan la cabeza, conmovidos por el esplendor augusto de las armonías del órgano, que parecen coros celestes y que no hablan sino del Dios que ama, perdona y espera a los hijos pródigos. Quieren irse pronto con él. Quieren la agonía, ¡porque la tierra no tranquiliza! Están cansados del rudo combate y han bebido hasta el fondo de la copa la amarga ponzoña. ¿Para qué más? ¡Adiós ensueños de gloria, banderas, ejércitos y estruendos de batallas! ¡Los laureles se entristecen y se marchitan pronto! ¡Adiós larvas divinas del arte, creadoras de la belleza eterna, grimas inmortales del poeta! ¡Mueren y se van! ¡Las lágrimas de las cosas acompañan la marcha de los poemas, que desaparecen! ¡Oh! Esfuerzos, pasiones, odios, ambición y rencores, bondad y delitos, trabajos, sudores, miserias y dolor, energías humanas, susultantes y formidables, monstruos, genios y cíclopes, todo lo que brega y todo lo que marcha, símbolo gigantesco del alma viril, ¡adiós! Porque todo es estéril e inútiles las luchas ásperas y porque el órgano dice que al cielo vamos, ¡el seno de Dios que es la infinita alegría y la paz perdurable! ¡Cómo suena en sus armonías la infinita vanidad de todas las cosas! Y los viejos peregrinos que rezan de rodillas y que con una mano, acarician las mejillas de los nietos y en la otra llevan las anémonas sepulcrales, también quieren irse a descansar para siempre como caminantes fatigados. El ardor de la plegaria, las alegrías del éxtasis místico y el órgano, que sigue cantando las sinfonías celestes, producen en sus corazones como un anhelo de morir, ¡porque bebieron ellos también la ponzoña y encontraron en los últimos años la misma inquietud! ¿Para qué más? ¡Adiós entonces para siempre! La vejez ha roto las fibras y el alma se va como una cítara, que hubiera abandonado en la vida las cuerdas hechas pedazos. ¡Se va a buscar el aliento divino, el fresco rocío del firmamento y las celestiales praderas floridas! ¿Y los nietos? ¿Y las estufas prendidas en las noches de invierno, cuando los hijos escuchan la palabra solemne del gran abuelo? Y los trofeos y los recuerdos de amor, de heroísmo y de virtud? ¿Y la mesa tendida y las flores de los centros de plata y las amables purezas de las hijas? ¡Son los amores de la vejez; son sus caricias; es el besar de los nietos, que juegan sentados sobre nuestras rodillas! ¡Oh amores de la vejez! El abuelo se va lejos con sus cabellos de plata, con su mejilla roja de sangre sana, sonriendo siempre y perdonando siempre y cuando pasa el umbral para entrar en el seno de Dios, él cierra contra su torso de atleta, las cabezas juveniles y llora, ¡como la lira rota! ¡Adiós amores de la vejez! ¡¡Al cielo vamos, porque la tierra no tranquiliza, porque todo es estéril y la infinita vanidad de las cosas rueda y entenebra el Universo!!

Y cuando el sacerdote exclama: ¡Sanctus! ¡Sanctus! los dorsos se encorvan y el órgano revienta, por todos sus tubos, en una melodía formidable, en un himno de gigantesco triunfo, en que se mezclan todos los ruidos del mundo y los gritos de las pasiones seculares. Debajo, los fieles se sienten arrebatados en ese poema sinfónico, en que se acumulan las victorias sobre los genios del mal, sobre las adversidades, sobre los enemigos de la religión, sobre las catástrofes de la naturaleza, para entrar todos en Jerusalén, la ciudad de Dios y vivir la vida paradisíaca. Después, el sacerdote vuelto hacia los fieles, elevó la hostia cada vez más arriba, como si fuera a volar al cielo con su gran esplendor blanco. Los dorsos se encorvaron más; las frentes se encorvaron más y toda la epopeya del órgano murió en una sordina mística, en una lejana modulación, en un eco suavísimo y triste, como cántico de alguna ruina perdida entre la maleza de siglos, ¡como un sollozo prolongado que quisiera ocultarse! Luego en la bendición final, cuando los fieles salían, la música readquirió sus melopeas triunfales, acompañándolos hasta el camarín de la Virgen. Entraban de a dos a visitarla, rezaban y se iban. Casi todos ascendían de rodillas hasta el pedestal. Algunos lloraban; otros colgaban sus muletas y ponían a sus pies las joyas votivas. María los miraba. Sus ojos eran azules y tranquilos y sobre su cabeza descansaba la corona de brillante pedrería. Todo su manto de seda estaba recamado de oro y perlas, las paredes y el altar cubiertos y atestados de dádivas. Eran las reverencias a la reina majestuosa, a la madre caritativa del mundo cristiano. Eran brazos y piernas pequeñas de plata y oro, muletas y espadas, trenzas y velos nupciales, diademas de piedras, preciosas, azahares y crespones. Eran cascos y uniformes de guerreros, lazos, riendas, estatuas, miniaturas de barcos; copas de alabastro, urnas de cristal, retratos, arquitecturas y ramos de flores secas, todo mezclado y confundido, todo en desorden y polvoriento, ¡la piedad religiosa de la nación entera iluminando la cristiana y abigarrada ropavejería! Pero lo que salía de aquella opulenta riqueza era una epopeya de cantos dolorosos; historias de crueles sufrimientos; esperanzas perdidas para siempre y negros hastíos salvados por la plegaria; amores castos que la Virgen había protegido, viudeces inconsolables, por ella mitigadas; gratitud de soldados, vueltos incólumes de las guerras de la patria y de marineros arrodillados en las naves, mientras bufaban los ciclones, levantando al cielo las popas y zarandeando las aguas en un atropello, en un bramar de borrasca. Muchas lágrimas se habían secado sobre esos votos y muchas alegrías de los desahuciados por la ciencia humana, salvados por la Virgen buena, habían acompañado a los peregrinos al entregarlos. El milagro estaba allí, con todos sus arcanos misterios, con sus robusteces ocultas. ¡Los incrédulos podían venir para aprender hasta donde llega la omnipotencia del Creador! ¡Desgraciados! Y caminan por el mundo, hablando de los creyentes, como arquetipos de la ignorancia, que necesita el nigromante, que busca lo maravilloso para explicar las cosas, y los tratan como a pobres de espíritu, que se enamoran del sortilegio, fascinados por la cábala, infantiles cultores de la magia extrahumana. Porque han perdido la Fe, niegan el milagro y pretenden, que muchos de los que a la Virgen se acercan, no son enfermos, sino pobres histéricos, salvados por la sugestión y enervados que arrastran sus languideces en el cansancio moral. Entonces cualquier cosa es para ellos vigor; una plegaria, la Eucaristía, el sermón de un sacerdote. ¡Oh enfermos! María os espera, tuberculosos, paralíticos, leprosos, ¡oh artríticos, misérrimos anquilosados! La ciencia es deficiente por humana; la caridad del cielo es inagotable, tanto que la luz de gracia iluminó, alguna vez, el alma de los extraviados impíos, que han perdido la fe en el milagro, ¡que cura lo incurable! Muchos de ellos se han confesado y como los peregrinos han pasado por el camarín de la Virgen. Rezaron entonces a su vez, para salvar a los pecadores, que pululan sobre la tierra. ¡Así han creído en la divina terapéutica!...

El tren se puso en marcha. En él volvían los peregrinos y los sepulcrales de la ida se tornaron alegres y bulliciosos, con algo de fiesta en sus diálogos, como si hubieran dejado en el santuario remordimientos y tristezas. Habían comulgado. Estaban en paz con Dios, vivieron su día en procesión, por las calles, en la Iglesia, en el camarín de la Virgen. Los enfermos habían pedido la salud. Volvían enfermos, pero reconfortados. La ciencia había sido impotente. Se precisaba el milagro y lo esperaban con plácida beatitud. A pesar de todo, muchos de ellos ya no verían a María, porque el féretro estaba cerca y detrás, el sepulturero pálido con su mueca satírica. Y mientras los romeros terminan el día estéril, siguiendo su viaje festivo, a través de las praderas, entre el silbar de la máquina y la fuga de las haciendas curiosas, que se acercan; los campos, cansados de trabajar, terminan el día útil, abatidos y melancólicos, contemplando, como en el poniente el sol, su alma creadora, se hunde allá abajo en su tálamo de púrpura, como una gloriosa divinidad triste, como si fuera un victorioso, que quisiera desaparecer, para siempre, en su luminosa larva. Quieren descansar los campos. La jornada ha sido ruda y larga. Rezaron el día entero en ese culto del trabajo, bajo los rayos ardientes, entre los aromas de sus pastos. Quieren descansar ¡oh peregrinos, después del día útil! Y mientras la máquina los cruza con su negro borrón violento y los vagones corren entre las algazaras y las risas de los santificados, los campos imploran las frescas penumbras del crepúsculo, que les darán rocíos. Entonces se eleva de su manto verdinegro, de los lejanos caseríos que desaparecen, de los campanarios obscuros que se van, de las estancias, que huyen con sus bosques tenebrosos, del firmamento infinito y gris, se eleva el salmo de las castas plegarias, la tierna armonía de la tierra, el lamento religioso, con que ella despide a su sol, al novio que preña sus virginales entrañas. A esa hora la naturaleza es un templo. Adora al Dios que se ha ido; un efluvio de polen la inunda y perfuma el peplo, en que se envuelve, mientras incensarios invisibles derraman por los campos la mirra perfumada e invisibles sacerdotes elevan las Eucaristías, hacia las primeras estrellas, que aparecen. Hay un sosiego de paz angelical y como una amable dulzura de infinita bondad. En todas partes, mientras el tren va y va sin detenerse, las luciérnagas saltan por los pastos; se ven luces en el horizonte; las ranas gorgotean en los bajos; las haciendas mugen y balan en retirada, lentamente, hacia las casas y salen y van y vienen mil indecisos rumores, ecos de sonidos lejanos, notas de arcanas melopeas, como si, en el seno de la tierra, hubiera un armónium melodioso, que acompañara el santo y piadoso caminar del crepúsculo hacia la noche... La máquina sigue bufando; el tren corre; huyen los alambres y los postes del telégrafo; desaparecen las estaciones, con sus faroles sucios de keroseno y vuelve la fragancia fresca de los pastos a saturar a los peregrinos y mientras el insomnio agitado desvela a los que rezaron, quieren dormir los campos, cansados del trabajo sano y enmudecen y perecen morir, cubiertos por el ropaje obscuro de las sombras, que se han apoderado de la naturaleza, bajo las estrellas del cielo, tranquilamente encorvado, como una techumbre majestuosa, sobre las cabañas sin luz, sobre las praderas tenebrosas. Lo único que se ve es la máquina que resbala con su pupila de fuego adelante, y un largo rectángulo luminoso que corta la noche. Los peregrinos van llegando. El tren se mete entre las casas, entre el tufo de los fondos, entre el aire contaminado y escaso, que aprieta el tórax... De repente un rumor grave y sordo se dejó oír, mientras las ruedas detenían su marcha. Por la boca enorme de la estación entraban los vagones...

Cuando ya puestos en fila, los peregrinos se disponían a salir, Goga llegó a saltos con las ropas en desorden y con la cabellera rubia volando, detrás de la espalda semidesnuda. Una sensación de asco se apoderó de la muchedumbre. Extrañaron aquello. ¿Qué tenía que hacer allí esa prostituta? Algunas muchachas pobres, a las cuales ella quiso perder, apretaron el brazo de los hermanos. Tenían miedo. Recordaban el abismo, en que casi cayeron. Un movimiento brusco de retroceso se inicio, como si quisieran huir de aquel escándalo de carne, de aquella hermosa lujuria, que se acercaba como una triunfante procaz. Goga se detuvo. Había comprendido. Iba a hablar. Ya había dicho: «¡Dolores! Jesús muere y redime» cuando se apercibió, que todos pensaron, que esas palabras no podían ser pronunciadas por aquella boca sacrílega. Entonces se dio vuelta y lentamente caminando con la cabeza agachada, con los brazos caídos, empezó a alejarse. Parecía que le hubieran muerto en el corazón la última nobleza; pero antes de trasponer el gran vano del portón, Dolores se desprendió del grupo enorme, a duras penas, con una imponente severidad en los ojos, se acercó a ella y la llamó. Goga se detuvo moviendo tristemente la cabeza.

-¿Qué quiere Goga? -le dijo Dolores. Dígame ¿qué quiere? -le repitió.

Entonces la cortesana alzó hacia ella las pupilas, llenas de pena y le dijo bruscamente como deteniendo un sollozo.

-La llamé porque usted es tan buena, porque desde el otro día yo me imagino que usted es mi madre... porque cuando una mujer no ha bebido sino veneno y no han hecho otra cosa que pegarle en el cuerpo y lastimarle este corazón, que yo tengo tan podrido; cuando no ha respirado sino la basura y a esa mujer le hablan así, con ese dulce modo que usted tiene en los ojos, aunque uno sea peor que los perros pulguientos, peor que el barro de los huecos... como los trapos sucios... porque si de chica me hubieran sostenido Dolores, pero no... las dejan solas a las pobres hijas de la calle... ¡Solas! ¡Solas!...

Goga sacudía la cabeza. Sus ojos estaban secos y dolorosos. Se interrumpía a cada rato y mirando a los católicos, que se acercaban inquietos, agregó:

Ellos no saben, Dolores; no saben, que a uno le puede quedar algún pedazo serio en el cuerpo, que no haya sido tocado por la porquería y que uno es capaz de morir...

Dolores se estremeció.

-¡No! ¡Eso no Goga! -le dijo, apretándole la mano. ¿Por qué Goga? Si usted tiene tanto amor en el corazón; ¡si usted tiene tanta ternura! ¡Qué muchacha grande y buena es usted! ¡Jesús la salve!

Entonces pasó, por los ojos de la ramera, como un esplendor. Se acercó impetuosamente a Dolores.

Váyase -le gritó, con voz sofocada. Llévela a Angélica. Ustedes corren un gran peligro. Llévese a todas esas criaturas. Allá los veo venir.

-¿A quienes? -interrumpió Dolores asustada.

-¡Toda la canalla, como furias! ¡Son como furias!

-¿Dónde van?

-A la fábrica que está aquí en frente. La van a quemar. Llévense a esas criaturas. No las dejen solas. Como a mí, como a mí... En la obscuridad de la noche se sentían tiros lejanos. Los soldados deshacían otras asonadas a balazos. Una quietud de terror reinaba en los alrededores. Ni un coche. La huelga había hecho allí el silencio. Apresuradamente, escoltadas por muchos obreros, se retiraron las niñas y los católicos, que habían oído las últimas palabras de Goga, emprendieron su marcha lenta hacia los clubs del centro. Eran muy numerosos y cuando supieron que las hermanas y las madres habían encontrado seguro refugio, entonaron un himno a María, que se dilató por las calles, como un soplo de fe y de heroísmo...

A lo lejos, se veía venir el tumulto de los anarquistas, con hachones encendidos, que arrojaban en lo alto sus crenchas de llamas verdosas. Parecía un ejército de fantasmas, en un desenfrenado desorden, ocupando calles y veredas y furiosamente bramando hacia el gran portón de la fábrica. El edificio estaba silencioso y sin luz, como si hubiera sido abandonado, con algo de esquivo y tenebroso. Parecía esconder una celada. Para llegar a él, tenían que atravesar las filas de los católicos, que seguían cantando el himno a María. Por fin vino el choque. Las dos psicologías se prepararon a despedazarse. De un lado los cruzados, dispuestos y a morir y a matar por la religión; del otro los vengadores, dispuestos a morir y a matar por los sacrificados de todos los tiempos. El apostolado de las dos sectas había sido rudo y se habían encontrado muchas veces en los mismos conventillos, en pos de prosélitos y mientras aquellos prometían la felicidad futura, éstos hablaban del bienestar del presente. Aquellos conquistaban con el cielo, éstos profetizaban la caída de la injusticia humana. Así los católicos alababan las fuertes resignaciones y la alegría del martirio y los anarquistas concitaban a los proletarios a las energías feroces, aconsejaban la huelga y la sangre, para que el terror obligara a ceder, a lo que ellos creían la maldad de los hombres. Los primeros educaban la grey hacia atrás, hacia la revelación y el dogma; escribían la poesía de las catacumbas y la gloria de los circos enrojecidos de sangre cristiana; los otros apuraban el porvenir, a través de la utopía de la nivelación humana, para que todos tuvieran el mismo dinero, el mismo saber, los mismos derechos; desconociendo aquellos los beneficios de la libertad intelectual y éstos la necesidad de la selección paulatina y la superioridad de los selectos. Y como muchas ideas del presente incomodaban a los dos partidos, los católicos usaban el anatema para los herejes modernos, cuya ciencia había destruido muchos anacronismos y mucho dogma, conquistado el libre examen, el culto libre y que había transformado en zahareños y levantiscos a los catecúmenos de antaño, tan sometidos y los anarquistas usaban el anatema contra los burgueses cobardes, cuya avaricia sórdida y cuyas tiranías detenían el progreso del mundo. Ser ricos era un crimen. Ser poderosos era un crimen. Ellos no iban a tolerar la villana lascivia, que había formado las castas, el gobierno y las universidades para los menos y ¡el hambre, la enfermedad, el conventillo, la ignorancia y la muerte para los más! Por eso las dos demencias chocaron esa noche, los que habían hecho la peregrinación en beneficio del santuario y los que habían hecho la huelga contra los ricos; los del rosario tan dolorosamente estériles y los de la dinamita tan dolorosamente delincuentes. Un atavismo sombrío guiaba a las dos cohortes. Ambas eran redentoras. Uno tenía el Calvario, los cadalsos la otra y habían pasado y seguían pasando entre la incredulidad y el escarnio de las muchedumbres- El claustro encerraba a los místicos, estrecho y sin luz, con límites pequeños para la inteligencia y con una fría sordomudez para el corazón y la sociedad secreta a los anarquistas, el húmedo sótano que esconde a los afiliados el esplendor de la libertad y la lucha sana del aire abierto, que oculta el progreso por el trabajo tenaz y por el ahorro tenaz y predispone el pensamiento homicida y hace acariciar la obra destructora. Si dominaron al mundo alguna vez, fueron injustos. Levantaron patíbulos, los primeros en nombre de un Dios iracundo, pervirtiendo así ese ideal de infinita bondad y castigando herejes, se hicieron herejes a su vez y los otros, en nombre de los oprimidos, oprimieron, y mataron como lúgubres bandidos, Esas dos fuerzas, cuya meta era la desolación perniciosa y triste, la primera a través del anacoreta y del desierto, y la otra a través del regicidio y de la muerte del orden existente, se estrecharon en la pelea para dilaniarse. Brilló el cuchillo. Sonaron tiros. La imprecación llenó de baba las fauces secas y mientras los católicos peleaban por Dios y por la fe y los anarquistas por el pueblo sojuzgado y por los mártires, que regaron con sangre el sendero de la anarquía, los débiles cantaban el himno a la Virgen y cruzaban, por la penumbra, las estrofas violentas del himno de los vagabundos y de los descamisados. Los jefes se encontraron; Ricardo con un revólver, Germán con un puñal. Muchas veces, en la propaganda, se habían clavado los ojos, con odios de sectarios, los dos ardorosos, creyendo cada uno al otro profundamente perjudicial. Más que con palabras, en ese encuentro, se arrojaron con fragmentos de alma feroz. Se oían las frases en la barahúnda.

-Ustedes manchan la inocencia, ustedes contaminan, a los hombres -dijo Ricardo.

-Ustedes los aíslan -contestó Germán- y los hacen estériles. Ustedes los matan así.

Los gritos y el estruendo seguían. De cuando en cuando un estampido, ayes de dolor, y en toda la masa agitada, un vasto vaivén de pelea y un jipar de iras brutal.

-Lo que usted hace no le cuesta nada -gritó Méndez, acercándose amenazador. No tiene más que barro en el corazón. Agarra, tira y ensucia. ¡Su camino está lleno de deshonras!

Germán se aproximaba cada vez más, con el puñal arriba y con los ojos enloquecidos.

-¿Y ustedes clericales? ¡Bah! ¡Homicidas! ¡Sus centros son un gran cementerio! ¡Donde tocan, hacen la muerte moral! ¡No es el suicidio lo mejor!

Y cuando se iban a herir con furor, una oleada de pueblo los arrebató en alto y los separó, en una espantosa zinguizarra, arrastrándolos a través de la gritería y del estrépito. Aquí caía uno; allá otro, manchado de sangre; más allá un alarido de dolor, que sacudía la tiniebla; el sordo rodar de cuerpos por los adoquines, una marejada humana, aplastada contra las paredes y tirada por todas partes; el tambalear de una muchedumbre, que parecía borracha de cólera, en medio del desesperado pujar de brazos y cuerpos y del estertor sofocado de los que se asfixiaban. Una llamarada de incendio resplandeció bruscamente, en la calle tumultuaria y aparecieron, en la claridad, los rostros trágicos de los combatientes, iluminados por el fuego siniestro. En frente de ellos ardía la fábrica y detrás de los cristales sucios, se veía el fulgor de la hoguera y las llamas escapaban fuera, resoplando en medio de la estridente carbonización de los tabacos y del estampido de los techos al derrumbarse. El horizonte se tiñó de rojo y una nube de humo, salpicada de chispas y de haces ardientes, se dispersó en el aire caliginoso. Y mientras el calor quemaba las ropas y hacia retroceder y huir a la multitud agitada, una descarga de fusilería, llena de amenazas, apuró los miedos de los fugitivos, que se atropellaban por las calles iluminadas, en medio de alaridos feroces.

-¡Los soldados! ¡Los soldados! -gritaban. Los católicos los traen. ¡Asesinos! ¡A la casa de Méndez! ¡Al Jefe canalla! ¡La muerte! ¡La muerte!

Y cuando los anarquistas se dirigieron, rugiendo, hacia la casa de anchos corredores, los clericales se reunieron lejos silenciosos y resignados, en un enorme grupo, heroicamente lentos, aceptando aquel inmerecido martirio y desaparecieron, siempre tranquilos, en su marcha solemne por las calles desiertas, como si aquel morir de los amigos por la fe, fuera savia que robusteciera y manantial de divina gracia. Los heridos, que podían caminar, los acompañaban sin quejarse y agradecían, en silencio, al Dios de los fuertes, que los hubiera probado. Eran almas de grandeza estoica, que veían correr la sangre de sus cuerpos y la ofrecían en holocausto y ultrasectarios que rezaban muriendo, convencidos de redimir al mundo, mientras los anarquistas, que yacían con vida sobre el pavimento, aceptaban el sacrificio, que iba a mejorar la vida de los proletarios entristecidos, ¡los parias miserables de todas las épocas!

Detrás de los dos partidos destrozados, los trabajadores, que acompañaban a Elbio, siguen su marcha en triunfo. La columna es enorme; el caminar tranquilo. A medida que encuentran heridos, los curan, para llevarlos en camillas a los hospitales. Elbio es el médico y los obreros lo ayudan. Ellos practican la caridad humana. Ese ejército no conocía sectas. Sus soldados no son católicos, ni anarquistas, ni socialistas siquiera. No pertenecen a ninguna agrupación. Cultores de la labor sana y del ahorro constante han construido sus modestas viviendas en esta tierra, donde todos los pertinaces prosperan y formado la familia numerosa, cobijada bajo la virtud de esos santuarios. Almas ecuánimes estas, y robustos cuerpos, que beben la luz desde la madrugada, cuando se dedican a la obra sudorosa y saludan con este himno al sol fecundo, que hace nacer la vida sobre la tierra y en las horas del trabajo, el sol los bendice, haciendo rodar su disco por el firmamento, como una gran mano deslumbradora y buena, que acaricia los aposentos donde durmieron, calienta las mejillas rosadas de los hijos y entra por las puertas de las casas pequeñas, cuando los niños rezan el Padre Nuestro, antes de ir a la escuela y las compañeras lavan la ropa, en los patios estrechos. El sol los sigue en los calientes meridianos, cuando esos honestos no han dejado la obra, cuando chirrían las sierras, las fraguas estriden, se siente el rumoroso trajinar de las máquinas, en los apurados talleres, las marcas asan los glúteos de las haciendas, volteadas a lazo y los bueyes abren el surco lentamente, arrastrando el arado y miran los céspedes, con la mansedumbre del grande ojo glauco. Ya más tarde, cuando ellos están cansados y se retiran a sus casas, satisfechos en aquella gloria del día útil, el sol también busca la noche, quiere el descanso y se acuesta en las plegarias de las melancolías crepusculares y los hogares entonces rezan y duermen; porque, como él, hicieron el bien el día entero y como él, vivieron todas las horas, en la salud moral y en la fructificación vigorosa. Mientras curan heridos éstos, que conservaron en la pobreza el corazón hidalgo y se aglomeran cada vez más numerosos, en su marcha benéfica y las familias arrojan flores, para saludar esa fuerza vencedora, que no hace sino pensar el bien y hacerlo, estos creadores del presente, estos preparadores de un porvenir, que no ha de retroceder jamás, mientras curan heridos, pueden irse de esta tierra los que la han contaminado con la doctrina perversa, los criminales que alejan al hombre de la labor y a la mujer de la honra, criaturas malditas, dementes lúgubres y emanaciones de esclavos, ¡¡castigados por autocracias seculares!! Pueden irse. No hacen falta. ¡No tapen al sol con el crespón de la anarquía, ni con el palio místico! No opriman. Eso es doloroso. Se pretende manchar una tierra de promisión, llena de virginales gracias, donde el pobre puede dejar de serlo y donde se han rehecho muchas aristocracias, que tuvieron por años la mortal tristeza del recuerdo de los días felices. Esas familias rodeaban, de noche, la persona del padre trabajador. Colgado de la pared, está el emblema, que ha glorificado el apellido a través del tiempo. ¡Eso significa muchas hazañas, mucha caballería y mucho Dios! Lo trajeron a esta tierra, vestido de luto y mojado con las lágrimas de la miseria. El pampero lo secó; los trebolares lo perfumaron; la libertad y el trabajo lo llenaron de sanas robusteces; la riqueza honesta hizo la resurrección y los gloriosos, que duermen el sueño secular, en las tumbas de las viejas mansiones empobrecidas, bendicen a la tierra generosa, que ha permitido que se reinicien las alegres glorias de antaño, a través del blasón rejuvenecido. Y pretenden manchar una nación, cuya grandeza existe por la tesón de los artesanos, que jamás conocieron la huelga violenta, sino para condenarla, la huelga que destruye sin rehacer, la tiranía de los psicópatas de imaginación enferma y alma emponzoñada. ¡Váyanse! Esa es planta que no ha de retoñar aquí. Los obreros que marchan curando heridos, pasan sobre los fragmentos de las sectas, rotas en esa noche de lucha. ¡Pasan como los atletas, como los inmortales! ¡Váyanse! Vuelvan a la gleba, de donde salieron y sepan que las manzanas de casas, los alfalfares y los trigales están diciendo a gritos, que esa es riqueza de pobres que trabajaron. ¡Váyanse! ¡No contaminen! ¡Vuelvan a la gleba, de donde salieron! Y porque no son ni católicos, ni socialistas, ni anarquistas, es inmenso y tranquilo el pueblo, que sigue a Elbio. Allí están los peones que, un ladrillo sobre otro, construyen las pequeñas casas del arrabal, los peones de todos los oficios y de todos los talleres, los dependientes de las casas de comercio, todos los que quieren ser dueños pronto, los que buscan por el sacrificio su independencia, los que bregan y sudan de sol a sol, los que no tienen tiempo para perder en la iglesia, ni lo pasan oyendo filípicas de tumultuarios utopistas, ni entregan su dinero a los círculos místicos, ni a la asociación malsana, porque eso sirve para mantener a los padres viejos y educar a los hijos. La integridad moral guía los pasos de esa cohorte, a través de las penumbras, en las calles angostas. Entraron, de repente, en el claroscuro del incendio, ya casi extinguido. Una densa humareda mordía la garganta con su tufo acre. Por todas partes agua, muebles rotos, humeantes fardos de tabaco, rejas de hierro dobladas y tirantes hechos pedazos y carbonizados. Algunos muertos, como bultos obscuros por el suelo y mucho silencio; ¡un abandono de soledad y una tristeza de tragedia! De cuando en cuando pasaban hombres, huyendo delante del incendio, como manchas de espectros y el repentino fulgor de las últimas llamaradas iluminaba coágulos y regueros de sangre. Encontraron heridos. Elbio los curaba con el ceño adusto y el alma consternada. Todos los amigos lo rodeaban para ayudarlo y se veía, bajo el farol, la blancura de los algodones y de las vendas. Los más robustos emprenden la marcha, hacia los hospitales, llevando las camillas. Algunos chicos tienen heridas de sable en la cabeza; uno estaba muerto y apretaba un rosario entre las manos ensangrentadas. Elbio pasó cerca y se detuvo. Su alma caballeresca se entristeció. Le lavó las manos y dulcemente lo extendió en una camilla, colocándole el rosario sobre el pecho. Entonces, al lado de aquella pequeña cosa muerta, desfilaron los obreros, en afligido silencio, como si así hubieran querido manifestar su reverencia. Y cuando lo sacaron de allí, para llevarlo a la casa de la madre, Elbio bajó la cabeza sobre el pecho y se quedó pensando:

-Las madres crían a los hijos. Los mecen de noche en las cunas y les cantan las canciones de las amorosas ternuras. Los chicos salen a la calle. El desorden los envuelve y los soldados los matan. ¡De todo eso no queda sino un inmenso dolor y una casa triste! ¡Las sectas pasan cerca y no saben que han sido infanticidas! ¿Habrá algún utopía que justifique estos crímenes?

Siguió su tarea Elbio. Se arrodillaba para curar otros heridos. El pueblo enorme lo ayudaba en silencio. Uno de ellos, que tenía un agujero negro en el pecho y a quien Elbio vendaba, le estrechó la mano y le dijo con voz entrecortada:

-Usted salvó la vida de un hijo mío, doctor Errécar. Se van a quedar sin padre... ¡Usted es generoso!...

No pudo continuar. Tuvo un vómito de sangre. Al rato ya con voz moribunda agregó:

-Los compañeros han ido a quemar la casa de Méndez. Váyase... Son feroces... Los van a matar... ¡Salve mis hijos!...

Tuvo un estertor y golpeó con la frente los antebrazos del médico. Había muerto...

Era cierto. Un grupo de hombres, arrancado de la estación por la fuga, perseguido por las descargas de los soldados, borracho de alcohol y de rabia, se azotó, corriendo, hacia la casa de Méndez. En la punta Germán, con torvo gesto, lo animaba, con la blasfemia homicida. Su cara era tétrica; sus ropas estaban manchadas de sangre. En la carrera veloz, tosía a cada rato y arrojaba esputos rosados. Nunca, como en ese momento, había sido más lúgubre su alma de crimen, salvaje en el rencor de la derrota, enajenado, en aquella orgía del delito, en aquella lujuria de devastación y de muerte. Su voz no se oía, en el clamoreo horrendo de la horda; pero sus ojos daban miedo, rodeados de una vislumbre escarlata. Todas las puertas están cerradas; todas las ventanas están cerradas. Hay en la calle, entre las sombras de la noche, el terror de la estepa solitaria por donde pasan aquellos rastreros de la tierra baja. ¡Tristes malditos, arrebatados por la sombría demencia! Y Germán adelante siempre, gigantesco y lívido, como si caminaran con él las cárceles de todos los bandoleros, las sentinas y las zahúrdas, que cobijan y ocultan los vicios y las degeneraciones de la recua humana. Ya no era un hombre aquél; parecía un furioso orgasmo, que alzaba sobre todos la cabeza satánica, en un paroxismo de cólera, en esa agitación de exterminio y de venganza. El espectro de Enrique Valverde le gritaba al oído las palabras fatídicas:

-Te encontrarás con los Méndez. Han ofendido a tu padre. ¡Aniquílalos!

Cien varas adelante, corría Goga con las crenchas al viento, con las ropas desgarradas. Su carrera era vertiginosa. Sentía detrás el estrépito de los bandidos, que se acercaban. A lo lejos un redoblar de tambores; las casas temblaban. ¿Si llegaría en tiempo para salvar a Dolores? Agarró el llamador con toda su fuerza y la calle resonó de los estampidos del hierro. Acercó el oído a la cerradura y sintió como un murmullo tranquilo y largo. Goga había comprendido.

-Están rezando el Rosario -exclamó. ¡Jesús! ¡Los van a matar!

Y levantó el llamador y la calle resonó del grave estampido de los golpes. Entonces se azotó muchas veces como una loca, con todo su cuerpo, contra los batientes. Adentro se sentía el mismo murmullo tranquilo y largo. Seguían rezando el rosario, en momentos que aparecía la lívida máscara de Germán Valverde, iluminada por un hachón de resinas. Traía en la mano una daga brillante; otros blandían hachas. Cuando llegaron cerca, Goga daba espaldas a la puerta y había extendido los brazos para defenderla. En ese momento tenía en el rostro una serena hermosura de ángel y en los ojos una trasfiguración de cielo. Sus cabellos caían, como un río de oro, sobre el pecho desnudo. ¡Era casi una casta, en su tranquilo heroísmo de mártir!

El redoblar de tambores se oía más cerca. Los soldados ya dispersaban la retaguardia en momentos, en que las hachas caían sobre la puerta a despedazarla.

-¡Fuera Goga! Fuera -rugió Germán abalanzándose sobre ella. ¡Gran perra! ¡También vos los defiendes!

-¡No quiero! ¡No quiero! -gritó la mujer y se aplastó más contra la puerta, mientras las hachas seguían astillándola. Entonces hubo como un relámpago. La daga había fulgurado, de arriba abajo, en la mano de Germán. Se sintió un crac. Era la punta que había penetrado en la madera, pasando a través de las costillas de Goga y cuando los otros creyeron que iba a herirla de nuevo, vieron que éste se tambaleaba como un borracho, pálido de cera y que de su boca saltaba una oleada de sangre caliente. El pulmón tuberculoso se había hecho pedazos y había dado en tierra con su cuerpo patibulario. Entonces hubo un agitado remolino; se atropellaron los forajidos los unos sobre los otros; arrojaron las hachas y huyeron en una fuga pavorosa para perderse en las sombras. Y seguían huyendo con una carrera de fantasmas, como flagelados por la lubricidad del delito, mientras los soldados disparaban sus fusiles en las tinieblas. Cuando Goga sintió el frío del cuchillo, dio un grito y bajó la cabeza, murmurando con voz entrecortada:

-¡Jesús la salve!... Tanta ternura... en el corazón... Y empezó a resbalar hacia abajo sobre el filo de la daga. Después no supo más.

Los trabajadores habían llegado. Elbio reconoció a Germán, que se arrastraba por el pavimento. Una sensación de repugnancia le agarró el alma; pero viendo sus ropas llenas de sangre, se acercó a él para curarlo. Creyó que estaba herido. Germán lo miró con una luz de encono en los ojos. Se había puesto de pie y sin decir una palabra se alejó imponente y frío como un espectro...

-Alguna cama de hospital -exclamó Elbio- lo va a recibir en su última noche. ¡Qué doloroso fin!...

A Goga la colocaron en una camilla para curarla. Estaba pálida y fría. Un hilo de sangre caía sobre sus ropas y se cuajaba gota a gota y sintiendo que Dolores y Angélica le estrechaban la mano y lo miraban a Elbio ansiosamente, abrió más los ojos afligidos y sonrientes, mientras el médico vendaba en silencio el pecho fatigado. Goga tosió. Sus labios se mancharon con sangre. De cuando en cuando murmuraba, como en un tranquilo delirio:

-Sucedió, Dolores...

Ésta se acercó a sus labios.

Sucedió que usted ha tenido conmigo, con la pobre maldita, ese modo tan dulce y cariñoso...

Dolores se estremeció de pena.

Por eso -siguió Goga con voz débil- por eso yo tengo tanto amor en el corazón... ¡Jesús! ¡Dolores!

-¿Qué quiere? ¡Goga! Dígame lo que quiere -exclamó Dolores ansiosamente.

-Yo quiero -contestó Goga- antes de morir, que usted me diga que soy una muchacha grande... una muchacha buena.

-Más que eso -agregó Dolores con ímpetu- ¡Más que eso! Usted es una mártir, ¡una generosa mártir! ¡La han herido por querernos defender!

-¡Chist! -dijo la mujer poniendo el índice extendido sobre los labios. No quiero que se aflija. Todo esto ha sido muy sencillo. Usted ha sido tan buena... como si fuera mi madre.

No pudo continuar. La fatiga la ahogaba. Su cara se había puesto un poco obscura; las narices se dilataban apuradas, y en la penumbra se veía bajar y subir la blancura de las vendas. El médico había concluido su tarea.

-Hay que llevarla en seguida -dijo.

-Tengo frío -exclamó Goga. Tanto tiempo en la calle y tan desnuda. Llévenme al hospital. Dolores no se ofenda. De todos modos me voy a morir. No se va a ofender si le pido, que me bese antes de irme al hospital... Y después también yo temí que las ultrajaran... porque estaban solas...

-Nosotros la vamos a entrar a casa -dijo Dolores- hasta que esté un poco mejor. Así no puede ir al hospital. ¿Por qué me mira? ¿No es verdad Ricardo, que no vamos a dejar que la lleven así?

Éste, que llegaba en ese momento sudoroso y con las ropas desgarradas, contestó:

-Sí, mamá. No vamos a dejar que la lleven.

-No me mire así Goga, con ese dolor en los ojos -agregó Dolores. ¿No ha oído lo que dice Ricardo? Y tú Angélica, ¿tú también quieres?

-Yo voy a incomodar. Yo mancho todo. Yo ensucio todo -interrumpió Goga con una voz desgarradora.

-¿No es verdad, Angélica, que tú quieres que entre? -volvió a preguntar Dolores.

-Sí mamá. Yo quiero -contestó la niña con emoción. Yo le voy a dar mi cuarto a ella. ¿Sabe Usted Goga que mi cuarto tiene una linda ventana que da al jardín? Hay muchas flores. Yo voy a poner en frente la maceta que más le guste, para que usted la vea desde la cama.

-¡Ve Goga! Todos queremos. Y Elbio va a venir mañana a curarla -dijo Dolores.

-Yo la voy a cuidar, Goga -agregó Angélica. Voy a poner flores sobre su mesa de noche; me arrodillaré, al lado de la cama, para rezar el rosario con usted, para que Jesús la salve.

-¿El rosario replicó Goga? ¿Yo? Yo ensucio todo lo que toco y movía tristemente la cabeza.

-Sí usted -contestó Angélica. Con nosotros. Usted está triste y tiene las manos frías. No la vamos a dejar que vaya al hospital. Nosotras tenemos que agradecerle a Usted que nos avisó del peligro que corríamos.

Pero Goga no contestaba. Tenía los ojos abiertos desmesuradamente. Lloraban. Ningún sollozo. Las pupilas parecían dilatarse, en esa helada palidez de su rostro.

-¡Elbio! -gritó Dolores consternada. ¡Se muere Goga! ¡Se muere! ¡Sálvela!

Todos rodearon impetuosamente la camilla.

-Es un síncope. Adentro -ordenó bruscamente el médico.

Dos hombres colocaban a la moribunda suavemente, un rato después, en un sofá, en el cuarto de Angélica...

La salud moral

Angélica salió con Elbio. Se detuvieron en el umbral. Los dos jóvenes se estrecharon la mano sin hablar. En el claroscuro se habían mirado, para agradecerse mutuamente la obra buena. Fue un delicioso diálogo de amor sin palabras, y cuando los obreros siguieron a Elbio en su marcha, hacia el centro de la ciudad, la niña se quedó en el vano de la puerta, viéndolos pasar y pensando en su fuerte y sana pasión. Entró la enorme columna en las calles angostas. Estaban desiertas. El pavimento de madera resonaba de esa formidable marcha de vencedores, bajo la luz de los globos eléctricos. Ni un grito, ni una maledicencia, ni una diatriba. Parecía al contrario que, en ese ejército de buenos, hubiera hecho presa la inmensa tristeza de tanto delito. Aquí y allá encontraron signos de otras reyertas; sangre, una virgen de seda por el suelo sucio; una bandera roja desgarrada y una desolación de dolorosa tragedia. Iban a disolverse en la gran plaza de la ciudad. La luz eléctrica difundía mucho esplendor. Aparecían los monumentos, en un fulgor de escultural magnificencia, como bloques de gloria; la Catedral a la izquierda severa y majestuosa, donde el pueblo se congrega en los días triunfales de la patria; el puerto enfrente, dibujando en el éter lejano y obscuro una selva de mástiles, los brazos gigantescos que hienden las borrascas de los mares solitarios y llevan y traen la vida; el Capitolio rosa pálido, donde los gobiernos han escrito más de una vez capítulos de honor humano, para fijar, en letras de oro, los grandes ideales de tolerancia mutua, condición de progreso en la vida moderna y de cuyas gradas bajaron algunos para esconderse en la perpetua tiniebla; los que, prevaricando, fueron inferiores a su tiempo. En el centro un monolito; la pirámide, con esta sencilla epígrafe: «Mayo»; enfrente un guerrero y alrededor mucha ráfaga heroica y muchos trofeos. Una calle luminosa abre su amplio cauce. Es la Avenida, costeada por la soberbia mole de sus palacios, cuyas ventanas numerosas parecen grandes pupilas, destinados a saludar a los huéspedes, que de lejanas tierras llegan, para buscar una vida más feliz y en todas partes un himno de virtud que dice a gritos los triunfos del trabajo honesto. Elbio hablaba al pueblo. Dijo que muchas generaciones de obreros pasaron por esas calles y fundaron. Abuelos eran de blancas cabelleras, de hondas arrugas en el rostro, de músculos atléticos, que arrojaban a los hijos hercúleos, sobre los andamios, suspendidos en el espacio, en medio del gran sol del día. Hijos y padres eran, envueltos en el polvo de las obras, con las ropas y las botas blancas de cal y trabajadores de los pavimentos, armados de barretas y machucos, haciendo sonar los bronces de la acción titánica y consolidando civilizaciones, en el baluarte formidable de los palacios. ¡Nunca una huelga, nunca horas perdidas en las sinagogas de predicadores enfermizos! ¡Esos creadores no lastimaron jamás el sueño de la vieja patria! Los barrios surgieron por el vigor de los temerarios, que entregaban el cuerpo a las intemperies de las frías naturalezas, a las borrascas del viento y de las aguas, que encenagaban el arrabal y con iras de fuertes contestaban a los días lluviosos, que impedían el trabajo, con sordas rabias de querer seguirlo a pesar de todo. Desde la casa, que ellos habían construido con sus ahorros, rodeados de los hijos, cerca de la compañera robusta, espiaban el cielo ceniciento, por si el sol rajaba las nubes, para echarse fuera de nuevo con el pico al hombro. Así desparramaron por la ciudad un enjambre de muchachos, con ímpetus de conquistadores, con sañas bravías, para seguir las huellas paternas y engrandecerlas. Estos nunca oyeron en sus casas las quejas femeninas de los impotentes, ni la ironía amarga contra el rico, ni las sombrías meditaciones del delito para despojarlos. Eran émulos solamente. ¡Trabajan para ser tan ricos como ellos! Y por toda la ciudad, hasta hace poco tiempo, era un martillear estruendoso, un zumbar de colmena, una férvida alegría de vivir y de crecer, todos los músculos para la obra, toda la inteligencia para su perfección. El resultado de todo este honor fue que los hijos superaron a los padres. Y mientras la viejo raza se dilaniaba en la política y se despedazaba en la inercia y en el juego, entraron los nuevos retoños, repoblaron sobre las cenizas de la soledad y del abandono e hicieron rebrotar la vida, en la célula de los moribundos, que iban a desparecer en la noche. Fue como el reventar de una aurora, como un sacudimiento de luz. El alma vieja se saturó de los zumos frescos de las nuevas generaciones y vivió. Después vinieron de Europa los enfermos, que formaron el socialismo agresivo y los dementes que predicaron la anarquía y el obrero católico surgió enfrente, con sus sermones valetudinarios. Todo esto es un mal. Los trabajadores perdieron su libertad y se transformaron en sectarios.

-Nosotros no -gritaron todos los que rodeaban a Elbio; ¡nosotros no! ¡Mueran las sectas! ¡Vivan los libres trabajadores!

El médico estaba parado en un banco. Dominaba ese mar inquieto de varoniles cabezas. Su voz era vibrante. Había algo de gigantesco en esa historia, narrada así con sencilla palabra, en esa historia de salud moral, que había creado una ciudad y forjado una alma inmortal. Sin quererlo se había transformado en un conductor de razas. Era un selecto de cuerpo, una blanca estatua de varón fuerte, un corazón de sangre incontaminada y una sana integridad de intelecto. Amaba a los trabajadores y los guiaba hacia la justicia.

-Eso es, contestó irguiendo su cuerpo y levantando la mano al cielo. No pertenezcan a ninguna asociación. ¡Ni católicos, ni socialistas, ni anarquistas! Hay algo superior a todo eso: ¡ser libres!

Como el espasmo de una nueva vida saltaron esas palabras a través de la noche, con un aletear de banderas virginales hacia el porvenir, como la revelación de una religión nueva, cual si corrieran ellas en un rodar de ariete, a romper cadenas de esclavos...

-¡Eso es el supremo bien! Eso es lo honesto -repitió Elbio y su cuerpo pareció erguirse más, como el de un Dios y su mano se acercó más al cielo, mientras su alma de reformador, su alma severa y justa penetraba en el espíritu de la muchedumbre. Este había sentido la gloria de ese ideal y aclamaba a su caudillo...

-Es cierto eso, se oía gritar por todas partes. ¡Abajo las sectas! ¡Han ensangrentado! ¡Han entristecido! ¡Son la mentira! ¡Son la mentira! ¡Hemos de convencer a los hermanos trabajadores! ¡Hemos de arrancarlos de los sótanos donde los enferman! ¡Con la plata que ellos ganan, sudando como brutos, con la plata de los hijos se construyen conventos y santuarios! ¡Con la plata de los hijos se sostiene la huelga haragana! ¡Abajo las sectas!

-Sí -contestaba Elbio. ¡Sí, convenzanlos! ¡Digan que el fanatismo católico no crea! Digan que están contaminadas las zahúrdas, donde se predica el abandono del trabajo, donde se medita el desorden y el homicidio. Digan que hay una moral superior, que enseña la caridad para todos, que ordena y dirige a los hombres hacia la amistad benevolente, y cree en la piedad infinita de Dios, y hace sagrado el amor del hogar, el amor de nuestra patria, la ternura para los huérfanos y obliga a respetar la inocencia y ayudar a los viejos enfermos y que para comprender esto se necesita ser libres, para no torcer las naturales y afectuosas tendencias del corazón, en beneficio de las utopías casi todas sórdidas, casi todas malsanas y que sepan que solamente así se marcha hacia la justicia, ¡que es el beneficio supremo! Antes eran necesarias esas sociedades. El mundo era una tiniebla. No había hombres. No había ciudadanos. Eran parias, esclavos y libertos. No había naciones. Los déspotas aplastaban las conciencias, con el guantelete de hierro. La casa de los que deseaban la libertad, era la prisión de estado y los patíbulos se mancharon de mucha sangre de caballeros. Se comprende pues en esos tiempos lo imprescindible del misterio, el triunfo del secreto en las reuniones y la necesidad de la secta, para agruparse en la mutua defensa. Pero hoy ¿quién ataca a quién? La ley ha igualado a todos y ha suprimido las castas. Ese es la égida y el hombre ha recuperado todo su libre albedrío y puede marchar solo. ¿Qué necesidad de entregarlo a las sectas? ¿Qué necesidad de disminuirse? Háganlo fuerte ese yo, que ustedes tienen adentro, ¡háganlo desdeñoso y fiero! La asociación y el antiguo convento bregaban por gloriosas emancipaciones del espíritu; hoy enseñan la reacción o la licencia. Díganles eso a los amigos, que han entregado el alma altiva para que la recuperen y sean de nuevo los formidables solitarios. Acaso porque lleguen a esto, las almas honestas no han de respetar vuestras plegarias y cuando la familia se arrodille de noche para rogar, ¿habrá acaso quién se ría y escarnezca ese sublime momento? ¿Acaso van a ser ateos, porque se arranquen de esos círculos, donde pierden tiempo y dinero? Recen; pero salgan de los círculos católicos. Trabajen; pero no sean socialistas. No pierdan tiempo y dinero. ¿Acaso ellos solos aman al prójimo, protegen la pobreza, mejoran el estado de los proletarios, bregan por el mayor salario, por la mayor higiene y por el mayor descanso? ¿No es cierto que cada bien nacido es un socialista y un cristiano que pugna por lo mismo desinteresadamente, más que ellos y mejor que ellos? ¿De dónde salen esos caballeros siendo los únicos depositarios de la virtud y del progreso humano? Luchen; pero no sean anarquistas. No hagan la huelga. La mejor manera de demoler a los patrones, es hacerse uno mismo patrón. Eso no se consigue con la haraganería, sino con el trabajo constante y con el ahorro. ¿Acaso es imposible llegar? Se precisa no ser observadores, para afirmar semejante error y no haber vivido aquí. Y después la huelga resulta un plagio vulgar. Nunca podrá ser sino un artificio; nunca una emanación natural de esta tierra, donde hay trabajo para todos. ¡Un plagio es, si alguna vez no resultara una torva revelación de escondidos y mortales pudrideros! ¡Sean libres! ¡Ni socialistas, ni anarquistas, ni de círculos católicos! Sean trabajadores. ¡No rechacen nunca este glorioso epíteto! ¡Como emblema, eso basta y sobra!... ¡Es la bandera que ha hecho el bienestar de los que no beben, de los que no juegan y de los que no son mormones! La ciudad está sembrada de pequeñas fortunas; los campos se han dividido mucho. Es preciso que se dividan más. Asimismo la mayor parte de los agricultores pueden, con los ahorros educar a sus hijos y preparar su descanso para la vejez. Estos no han necesitado la secta para ser felices. No han creído en la peregrinación, ni han hecho jamás la huelga. Por última vez: ¡sean hombres libres!

En el silencio que siguió a estas palabras se oyeron aplausos y victoreos. La multitud, que llenaba la vasta plaza, se arremolinó para acercarse a Elbio. Un obrero encorvado y viejo le estrechó la mano y le dijo:

-Hay una cosa mala en todo esto. Son los patrones. No hacen caso. Abusan del jornalero. Nos enfermarnos en el trabajo y ellos nos echan. Las máquinas nos lastiman y nos arrancan los miembros y ellos nos tiran al hospital. Uno solo bueno conocí. Era Martín Errécar. ¡Era tu padre!...

El médico abrazó al obrero y lo tuvo largo tiempo sobre el corazón. Estaba triste, porque sabía todo, los silenciosos poemas de infortunio, que formaban la vida de los trabajadores.

-¡Oh mi viejo Pedro! -exclamo el joven, en medio de la mayor emoción. Tú has vivido veinte años en mi casa. Tú eras el amigo de mi niñez. Yo quiero decirle a todos los que están aquí presentes, cómo ha sido grande y noble tu vida y cómo tú eras hermano nuestro, ¡sin tener nuestro apellido! Pero tú te fuiste. ¿Dónde y por qué? Cuánto te buscamos. ¡Qué altivo, qué caballero eras mi viejo y querido Pedro!

Entonces el obrero se desvinculó suavemente y lo miro un largo rato.

-Estás fuerte y alto Elbio -contestó el viejo, dando vuelta su boina, entre las manos. Yo me fui de tu casa, porque una noche Martín me dijo: Ya no voy a trabajar más. No quiero que salgas de aquí. Vivirás con nosotros. Tendrás el mismo sueldo. ¡Hum! -le conteste. ¡Gracias! Eso parece limosna. Yo me voy. Tu padre no quería; pero me fui no más. Así rodé de patrón en patrón, hasta que uno me pegó aquí en la cara, porque yo defendía un compañero, que él maltrataba injustamente. Entonces agarré un formón y se lo enterré hasta el mango. Después una cárcel muy larga... muy larga. Ese hombre mejoró de la herida, y cuando salí me hizo decir, que fuera otra vez al taller; pero los hombres ya no se pueden juntar, cuando ha corrido sangre.

-Vuelve a nuestra casa -contestó Elbio. Es muy grande, ahora más que antes. Martín, el bueno, te espera siempre.

-Ya sé -replicó el obrero, con mi gran temblor en la voz. Carlitos se ha ido; la señora también. Eran dos cariñosos. ¡Nunca se fijaron, que uno era muy pobre! He rodado mucho para volver. Los católicos me llamaron. Tienen lindos reglamentos; pero al principio no más le hacen saber a uno, que han fundado los círculos, para pelear contra los socialistas y la impiedad. Es el primer artículo. Yo no quise entrar. De la impiedad no digo nada. Yo la combatiría, porque creo en Dios y soy religioso; pero ¿por qué me han de obligar a que yo lastime a mis amigos socialistas? Me he criado en las fábricas. Conozco a todos los obreros. Hay muchos buenos y honrados en el socialismo. ¿Por qué los he de maltratar? Los católicos hacen el bien; yo no digo menos. Quieren que uno sea casado, que no juegue, ni hable cosas deshonestas. Si uno se enferma, le dan médico y plata. Yo soy muy ignorante, pero a mí me parece, que las sociedades deben hacerse para el bien solamente, no para hacer «marcada oposición a la funesta propaganda del socialismo». Así dice, te juro Elbio, el primer artículo. Yo no entro. No puedo pelear con nadie. Lo he hecho una vez y no quiero saber más nada. Y después no sé, si no es, con plata de los trabajadores, que se levantan conventos y capillas por todas partes. La plata me cuesta ganarla. ¿Por qué se ha de entregar a los demás? Por eso te he hablado. Tú has dicho la verdad. Lo mejor es cortarse solos...

-Sí -gritaron los obreros arrebatados por aquella sencilla y clara elocuencia. ¡Queremos ser libres! ¡Nuestra plata es para los hijos!

-Tienen razón -añadió el viejo. He visto muchas cosas. He estado en los sótanos de los anarquistas. Creyeron que, porque yo salía de la cárcel, iba a tener el alma enferma de rabia. Me buscaron. ¡Qué cosas he visto! Parece imposible que sea gente juiciosa. Tienen cuartos enlutados con calaveras y puñales, para recibir a los que entran. Supongo que quieren asustarlos. Hablan de matar y de incendiar con una facilidad, que da miedo. Según ellos, la gente no se ocupa sino de hacer mal a los pobres; los ricos son unos puercos, que han robado la riqueza que tienen y los reyes y los gobiernos son los enemigos de sus pueblos y están podridos hasta los huesos. Las casas de ellos son casas malas, donde viven con las prostitutas más infames y es el dinero de los proletarios, como nos llaman a nosotros, el que mantiene las farras sucias... ¡Qué mal olor hay, cuando hablan de ellos! A uno le perece que está cerca del carnero, donde echan los cuerpos muertos de los miserables. Y después, según ellos, Dios los ha encargado de la venganza. Gritan y hacen gestos feroces, cuando hablan; pierden la cabeza; se ponen locos y furiosos y lo peor es que tienen escuelas y educan así a las mujeres y a los hijos. A vos te han perseguido, me decían. Te has muerto, de hambre y de frío en la cárcel. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no nos acompañas? Yo les contesté: ¡No! Yo no entro. ¿Por qué he de matar yo a los ricos? ¿Qué me han hecho a mí? Yo no quiero matar a nadie. Y después yo no veo, que estén tan corrompidos, como ustedes dicen. Al contrario. Sé que hacen muchas limosnas. Y sobre todo, ¿por qué los he de matar yo? ¿Qué me han hecho a mí? ¿Por qué he de tirarles a los gobiernos con dinamita? No entro. No quiero darles la plata de mi trabajo, para que compren puñales y pólvora. No quiero perder mi tiempo escuchando sermones. Yo no tengo nada que vengar. Mi patrón me dio una bofetada; yo debí contestar con otra. En cambio le enterré el formón. Eso fue una barbaridad. Yo había cometido un delito. Hicieron bien en zambullirme en una cárcel. No tengo nada que vengar. ¿Y saben ustedes lo que sucede cuando se comete un crimen? ¿Acaso es lo peor, que lo encajen a uno, en la cueva oscura por años?

La voz del viejo se había hecho profunda y dolorosa. Su cara tenía algo de profética. Alguna desventura iba a narrar Pedro. En medio del silencio, los obreros estrecharon más el círculo, para oír mejor.

-Sucede, continuó sin detenerse, que la casa de uno se deshace; la mujer tiene que hacer la comida y trabajar para comprar el pan y la carne; el tiempo es corto, lo que gana no le alcanza y los chicos tienen hambre. Entonces agarra, con su cuerpo, a través de las calles y lo sacude por los burdeles. Cuando vuelve, ya no puede besar a sus hijos, ¡porque ha perdido la pureza! Y sucede más. Nadie tiene lástima de la familia que se pierde. Los muchachos andan a monte y se hacen facinerosos y a las chicas las estropean, mucho, antes de que ellas sepan nada de nada... -Entonces ¿por qué los católicos me aconsejan que odie a los socialistas y por qué quieren los anarquistas que yo mate a los ricos y al gobierno? ¿Acaso ellos van a salvar a los míos? Un sólo hombre he conocido, que cuidaba las familias de los trabajadores, que caían a la cárcel. Era tu padre, Elbio. Era Martín el bueno, como le llamábamos sus peones. Y ¿por qué también he de entrar yo con los socialistas, que hacen nacer, en mi corazón, la rabia contra los patrones, que me obligan a que yo lastime sus intereses con la huelga y que yo desprecie a sus familias? Y si yo quiero trabajar, ¿con qué derecho han de obligarme a que no trabaje? ¡Y eso a garrotazos y a puñaladas! Han conseguido las ocho horas y que a las mujeres se les pague bien. Han conseguido la carne más barata y el pan más barato. ¿Qué quieren ahora? ¿Que yo cometa delitos, para obligarlos a que me den la plata, que tienen en las cajas? Ellos han sido obreros como nosotros. Han sufrido. Se han privado de todas las fiestas, y formado sus familias. Han trabajado, como bravos, para todo eso. ¿Y yo debo quitarles la plata, para los borrachones y los haraganes? Los socialistas han hecho enojar a mucha gente. Han tirado tanto de la cuerda, que ésta se ha hecho trizas. Han exigido tanto, que ellos mismos se han dividido y van a concluir por no ser una fuerza. Déjenme mi libertad. Yo no quiero estar con ellos. Elbio, tú tienes razón. ¡¡Se precisa ser hombres libres!!

El viejo calló, mientras los aplausos resonaban largos y formidables. Se oían voces por todas partes casi tumultuarias.

-¡No queremos sectas! ¡No queremos tiranías! ¡Vivan los libres trabajadores! ¡Que hable Elbio! Entonces ¿qué hacemos para defendernos? ¡Queremos la felicidad de nuestras casas, la salud de los hijos y la honra de las mujeres! ¡Abajo el delito!

Los aplausos seguían atronadores. Por la plaza se produjo un movimiento de vaivén. Todos querían acercarse más, y abrazar al viejo Pedro. Era una alegre fiesta de la virtud, era el palmoteo triunfal de una nueva vida, ¡la algazara de la salud moral, que fortalecía el alma de los obreros!

-¡Que hable Elbio! -gritaban. ¡Que hable! ¿Qué hacemos si nos perjudican?

-Yo ya sé lo que ustedes quieren preguntarme -replicó el joven en seguida. Ustedes hablan de las injusticias de los hombres, ustedes hablan de la brutalidad de los patrones.

-¡Eso es! Eso es, repitieron impetuosamente algunos obreros.

-Hay algunos muy malos, Elbio. Son sucios y tacaños -agregó Pedro con voz casi estridente. Alimentan mal a los trabajadores. En vez de carne, les dan sobras y porquerías. No quieren las ocho horas. Hacen trabajar a los chicos y a las mujeres, como animales. Los tienen en cuartos, que son cuevas, a la humedad y al frío y los hospitales están llenos de hombres, que se enferman en el trabajo. Eso lo sabes tú mejor que yo. Está bueno que yo creo que se deben respetar sus intereses, pero el mal corazón, ¡eso no se les debe perdonar! ¿Por qué se han de morir los obreros a los treinta y cinco años, cuando recién empiezan a formar sus familias? Y ellos, los ricos y los patrones, ¿por qué han de vivir sesenta? Eso es lo que te pregunto, Elbio. ¡¡Y yo digo entonces que solamente ellos tienen Dios!!... ¿Por qué no cuidan a los pobres? O no saben que se mueren de frío y de hambre, porque ellos les pagan poco, y de cansancio, porque trabajan demasiado? ¡Esto es injusto! Yo he vivido siempre con ellos. Los he oído conversar, a la noche, con sus familias y los he visto bajar la cabeza, cuando hablaban de que toda la vida iban a tener que trabajar, sin tener descanso, y los hijos también... los pobres hijos que no tienen la culpa de nada... ¿Por qué cuando han hecho una vida de hombres de bien, por qué tienen que trabajar toda la vida, Elbio? ¡Eso es lo que te pregunto! Cuántos he visto entristecerse y disparar de la gente, como perros rabiosos, andar como bandidos, por los callejones solitarios y buscando la bebida, con una sed de locos... Después, es claro. Sucede que hieren; sucede que matan. ¡A la cárcel! Y salen a los años, con las ropas sucias y el corazón roñoso. Y están mucho tiempo, porque la justicia quiere a los ricos y aborrece a los miserables. Yo soy el primero que respeta los bienes de ellos; ¡pero no les puedo perdonar el mal corazón! ¿Por qué hacen tanto convento y tanta iglesia? ¿Por qué los anarquistas y los socialistas tiran la plata, para sostener casas, pagar abogados y hacer huelgas? ¿No sería mejor juntar todo eso y hacer refugios, para los inválidos del trabajo? Que hubiera muchos; uno en cada barrio, donde pudieran ellos tener el buen pan, el agua fresca y pura y la carne rica y sana. ¡Yo no puedo perdonar el mal corazón de las mujeres, que dan su dinero, para enriquecer cofradías y se olvidan de las miserias de los infelices, de las criaturas que no comen, de las muchachas que no se visten! ¿Por qué no se juntan todos? ¿Por qué no hacen eso? Da rabia ver, ¡cómo no entienden, que todos deben tener su descanso! ¡Malos corazones! ¡Malos corazones!

Se sintió por toda la plaza como el estrépito de una gran bondad que pasara. El viejo había echado hacia atrás la cabeza y, en las pupilas dilatadas, cruzó como un esplendor de visionario. Se hizo un silencio profundo en ese temblor de almas, sobrecogidas por el vigor de aquellas fuertes verdades. De arriba el cielo mira a los trabajadores, como envolviéndolos en su grande ojo azul obscuro, lleno de paz serena y de divina benevolencia. Una armonía de luz astral llega hasta la tierra, una tranquila y suave armonía, en ese quieto titilar de las estrellas. La catedral abre sus intercolumnios, negreando de pueblo, y en la tiniebla de sus naves, los honestos de antaño rezan arrodillados las oraciones de la caridad y del perdón, blanqueando en los largos sudarios. Y mientras la multitud de las calles, de la plaza, de la Avenida, de las gradas del templo ha sufrido en las amarguras del viejo presidiario y a gritos pide el refugio para los obreros inválidos, que sustituya las salas desoladas de los hospitales, donde no hay madres, donde no hay hijos, los honestos de antaño cantan, en los largos sudarios, los TEDÉUMS triunfales, la victoria de la piedad cristiana sobre la avaricia sórdida, sobre los misticismos que detienen la vida, ¡y sobre las demencias que ensangrientan las calles! Y cuando el médico empezó a hablar, un escalofrío horripiló la enorme masa de hombres, que se le echaba encima. Nunca había sido más escultural su figura, nunca había tenido en su alma mayor tristeza.

-¡Qué honrado eres, Pedro! -dijo el médico. ¡Qué de cosas santas has dicho! Yo voy a abrazar en ti, a todos los trabajadores, que cumplen con su deber, a los que rezan, a los que aman a sus hijos, a los que se yerguen contra la injusticia, a los que consuelan la desgracia y lloran por las amarguras y las congojas de los pobres!

-No es a mí. No es a mí -interrumpió el viejo. Es a tu padre a quien debes abrazar. Es Martín Errécar, que me ha enseñado a pensar así. Muchas veces me decía después de las huelgas, en que corría sangre: ¡Oh, Pedro! Es necesario tener buen corazón. Hay que querer a los que sufren y ayudarlos. ¡Es preciso perdonar! ¡Es preciso perdonar! Los que tiran sobre los obreros, esos, que los matan en las calles, son unos miserables ¿Por qué no van mis peones? Esos no iban, Elbio, a la huelga, porque Martín era el padre de todos nosotros! ¡Miserables! -repetía tu padre. ¡Pretenden que sean sensatos los hombres, que se mueren de fatiga y de hambre y que tienen a los hijos en los hospitales! ¡Miserables!

-¡Oh! ese hombre -exclamó Elbio temblando de emoción. Qué justo es. ¡Cuánto vale Pedro ese hombre santo y generoso! Tienes razón. Los hospitales están llenos de pobres, que se enferman por el trabajo. Las arterias se les ponen como piedra. La tisis les gangrena el pulmón; se mueren por los venenos que están obligados a usar; el alcohol los enloquece y destruye. Son viejos a los veinte años. El exceso de trabajo les dilata la aorta. Son decrépitos por los hombres, por las desnudeces y por las miserias. A los treinta y cinco años se mueren. Tú lo has dicho. En las salas del hospital, en el desamparo, en la soledad fría, durante las noches largas sin caridad y sin amor, entre el quejarse de los que viven y el lamento desgarrador de los moribundos, llevándose esa estridente música de las desesperaciones siniestras, los cadáveres de los pobres salen arrastrados por los sirvientes y los prematuros de los treinta y cinco años, asesinados por las impías avaricias, por las ignorancias de una sociedad, que no ha encontrado formas serenas de justicia, que les permito una vida más feliz y más duradera, son arrojados desnudos a podrirse en los sepulcros, ¡donde no hay cruces, donde no flota sino un desierto y melancólico anónimo! Y la culpa llega a lo bestial, cuando ruedan las mujeres jóvenes y los niños hacia el silencio de la muerte, porque la fatiga destroza los débiles cuerpos, la fábrica emponzoña, y las mazmorras, que les sirven de casas, les gangrenan la sangre, que necesita la pureza para vivir. Y aquí estamos ¡oh! amigos míos, ¡oh! trabajadores fuertes y honestos, para que esto no suceda más, nunca más, nunca más...

Elbio se agigantó en aquellas palabras. Su rostro tenía algo de apocalíptico y parecía un sombrío dominador de acontecimientos. Había un silencio profundo en la plaza, donde estaban diez mil trabajadores reunidos y el horror religioso, inspirado por las vibraciones iracundas de aquella voz, preñada de anatemas, los mantenía quietos. Nunca el dolor humano había encontrado un himno más intenso, ¡nunca la verdad triste había tenido un intérprete más saturado de noble pasión! Elbio era un apóstol de lo bueno en su quintaesencia. ¿Qué mal hacía vilipendiando la indiferencia y la crueldad? ¡Oh! ¿no importa acaso nada el martirio de los millones, que mueren a los treinta y cinco años y qué culpa tiene Elbio si esa es la estadística, si esa es la verdad que no tiene objeciones? Nadie hablaba y cuando el joven empezó a sacudir dolorosamente su fuerte cabeza, un aplauso largo y terrible, un estentóreo bramar de voces casi amenazadoras, se levantó de la entraña de aquella masa, con algo de tumulto, como si fuera una sorda ira de protesta.

-¡Que hable! ¡Que diga lo que hay que hacer!

¡No queremos irnos a los treinta y cinco años!

¡De una vez! ¡De una vez!

-Bueno -siguió el médico. Ya vamos a concluir. Pedro pidió refugios para los inválidos. No se olviden de eso. Yo voy a agregar que la acción del socialismo ha sido útil. Y mientras el principio del pasado siglo creó los derechos del hombre, en su fin y en el principio de éste han sido consagrados los derechos del pobre. El socialismo reveló la fuerza de los obreros y sus miserias. Ha obtenido las ocho horas, pero no han ido más allá. Yo les pregunto a todos ellos, si creen, que los trabajadores que usan venenos, ¿pueden trabajar ocho horas? ¡¡Que contesten!! ¿Han ahondado acaso el problema? ¿O no saben, que, a pesar de eso, las salas del hospital están llenas de envenenados por el plomo y por el tabaco y que, de las trece mil costureras que hay en la ciudad, un gran número se tuberculiza a pesar de las ocho horas? ¡Contesten! Yo he estudiado eso un poco. El labrador puede. Vive en plena luz; suda en plena luz, en el vasto y sano vaivén del aire de los campos. Doce horas también puede. No así los que trabajan en los chiribitiles de las fábricas. Siempre pregunto a los tuberculosos, que van a mi sala, cuántas horas trabajaban. Son siempre ocho y los talleres sucios y húmedos, a pesar de eso, siguen llenando el hospital de físicos. Siempre pregunto lo mismo a los que andan con venenos. Contestan siempre ocho horas y a pesar de eso se mueren a los treinta años. Ese término no es sino una fórmula, una piadosa mentira, cuyos beneficios no se ven casi nunca. Los que observamos a los proletarios enfermos, sabemos bien eso. En vez de detenerse allí, en esa utopía, debieron enseñar y exigir la destrucción del hacinamiento e impedir con el grito cruel de la estadística que las costureras y las planchadoras, los pintores, los tipógrafos, los cigarreros, los pálidos de las tiendas y los encorvados sobre los libros y muchos otros trabajen ocho horas. No han resuelto el problema; por eso están detenidos; porque no es con sentencias y con axiomas que se gobierna al mundo. La muerte de los obreros a millares, es la contestación lúgubre a los que pretenden, que las ocho horas resuelven el problema de la salud. Se seguirán muriendo si no trabajan menos y si no les pagan mejor. Podrían, se me ocurre, los socialistas tratar de entrar a los parlamentos, para decir allí, que esos trabajadores han encontrado el modo de suicidarse a los treinta años; que esos sacrificios son cuotidianos y que tienen la culpa los que, en el gobierno, desconocen las necesidades y progresos de la vida moderna. Es natural. Aquí no se adelanta. Surgen partidos políticos en estos momentos, con las viejas banderas. En nombre de la libertad del sufragio exigida a balazos en los atrios y de la honradez administrativa conculcada siempre, ¡volveremos tal vez a las antiguas reyertas y a la sangre derramada en las guerras civiles, tan tristes y tan sacrílegas! ¡Y siempre lo mismo! ¡Y nada más que esto! Mientras tanto el mundo está sacudido por la necesidad de las mejoras económicas y cuando nosotros nos enronquecemos, gritando por las calles tumultuosas: «¡Viva la libertad del sufragio! Viva la honradez administrativa», los pueblos modernos se apoderan de la mayor cantidad de oro y de saber, para tener bienestar, dominio y longevidad. Y estudian y resuelven los problemas higiénicos, ¡que dan la fuerza y la salud del cuerpo y la mayor integridad de la mente y los hacen superiores! Así estos están en frente del problema obrero y cuando aquí clericales y socialistas se destrozan en la diatriba y en los choques callejeros, ellos han comprendido que para llegar a la sublime justicia de la nivelación en los hombres, es preciso enriquecerse e ilustrarse para tener riquezas y saber, qué repartir a todos. Por eso las sectas, que son tiranas y se dilanian entre ellas, malgastan fuerzas y se vuelven estériles; por eso es estúpida y dolorosa la lucha actual, entre católicos, anárquicos y socialistas. Ninguno llegará a la verdad, porque no son hombres modernos y no son hombres libres. ¡Es curioso lo que pasa! ¡Volvamos para atrás! Como antes, se pretende imponer el dogma, que significa la ausencia de la razón humana y por otro lado los despotismos, ¡que significan la ausencia de la justicia! No se entiende la tolerancia, ni el respeto mutuo y así no se triunfa. No hay más objetivo real, lo repito de nuevo, en estos momentos, que la riqueza por el trabajo perseverante y honesto, y que la mayor cantidad de saber! ¡Allí está la victoria. Pero para esto es necesario ser hombres modernos!

A cada rato los aplausos interrumpían esta arenga fulmínea, dicha con palabra caliente y gesto sobrio. Después de la última frase, estalló un largo victoreo, estruendoso y terrible, que se dilató por toda la plaza. Elbio al rato siguió hablando:

-Yo sé, que los socialistas han obtenido ventajas. Los niños han sido protegidos; los viejos han sido ayudados; los salarios han mejorado y los artesanos han tenido mejor casa y mejor alimento. El socialismo obtuvo estos triunfos y fue una religión sublime, que predicó la piedad y el amor a los desvalidos; pero en cuanto se sintieron fuertes, degeneraron en tiranía, estableciendo, que la huelga agresiva resolvía el problema de la justicia. No sabían, que los despotismos son malos, aunque vengan de abajo y se pretenda justificarlos por las congojas y las pobrezas seculares y olvidan que las violencias han perdido las más nobles causas. Por eso se han dividido y corren el riesgo de desaparecer. Yo pregunto: ¿han resuelto con la huelga violenta el problema de la justicia? ¡Contesten! Ese desorden perjudica a todos: a patrones y a obreros; encarece la vida; encona el alma, y desviando a los hombres de las fruiciones del trabajo rudo, los precipita en la indolencia, que no crea, ni tiene virtud, en la indolencia, que se emborracha, que enferma y desgaja. Una cosa, felizmente, ha ganado en estas luchas dolorosas. Es el buen sentido, que ya no cree en la utilidad del desorden y ha comprendido que la huelga no es una forma de progreso y a fuerza de ser trágica en apariencia, no resulta sino un lúgubre sainete, ¡que revela la insuficiencia humana! Y yo pregunto también a los católicos, si creen que van a resolver el problema de la felicidad con la peregrinación, con el exceso de iglesia y de plegaria, si van a llegar a lo justo, no creyendo en la energía de la razón y no enseñando la verdad científica. ¿Por qué no hacen amar la libertad en todas sus manifestaciones? ¿Qué necesidad hay de las férreas disciplinas jesuíticas, que suprimen las iniciativas individuales? ¿Quieren ser hombres o qué quieren ser? ¿O acaso de veinte siglos acá la humanidad no ha marchado? Quieren la tortura moral todavía; ¡quieren el vasallaje de la altivez humana! ¡Sépanlo! ¡El inquisidor ha muerto; el hierro del potro ha sido fundido para la regeneración de pueblos! Esos tatas se han concluido; ¡usen púrpura, o espada, o sean caudillos desgreñados y melenudos! ¡El nigromante ha muerto! Las aguas lustrales de las pilas marmóreas ya no curan! Los sueros empujan hacia la verdad terapéutica y los creyentes del milagro, los pobres místicos, que arrastran a las multitudes fuera de la ciencia, que es la verdad, los soñadores de lo maravilloso y los déspotas caerán, quebrados, como los árboles resecos caen, bajo el hacha del leñador moderno, ¡porque están muertos y la gangrena puede contaminar las saludables energías de la justicia! Así ¡oh mis amigos! ni huelgas, ni santuarios, ni tiranías ni demagogias!

Fueron vibrantes las últimas palabras entre el silencio profundo. Los obreros miraban a Elbio con una atención llena de fe. El médico siguió más lentamente, desde su púlpito de piedra y su voz se oía clara y solemne a través de la noche.

-¡Sean libres! -exclamó Elbio. Cuando tengan inconvenientes con los patrones, cada gremio debe reunirse y discutir con ellos. La razón ha resuelto más problemas que la asonada. Si no consiguen por la terquedad o la avaricia, deben recurrir al Estado, escúchenme bien, al Estado que ya no es enemigo de los trabajadores, sino que es su corolario, una emanación de su fuerza, dos capítulos de un mismo libro y que no podría existir, sino con esa condición, en la vida presente. Dentro del Estado, es preciso crear un nuevo poder. Debe llamarse: tribunal de arbitraje para obreros, compuesto de los más egregios, de los más sabios y de los más virtuosos, y resultar de la elección tumultuosa y fecunda de las asambleas populares. Ese será el árbitro de la discrepancia. Ése resolverá la disputa. Sus decisiones serán ley y estarán apoyadas por todo el vigor de la Nación y cuando ellos estudien profundamente la complicada sinergia social, los deberes y los derechos de patrones y jornaleros, la estadística de enfermos y las causas de los males, que afligen al proletario, aconsejarán el remedio y ordenarán su ejecución. Podrá tal vez así llegarse a la mayor justicia posible y el pueblo, que debe elegir a sus jueces, podrá elegir lo mejor. Muy superiores serán éstos, por cierto, a los que elijan los gobiernos, que suelen ser tan malos, ¡tan malos!

Yo me imagino lo que sucederá. Ha de estudiarse profundamente lo que gasta el obrero, cuándo ahorra, para que se sepa lo que debe ganar; la comida, las condiciones de la casa, el traje que precisa y la educación que necesitan sus hijos. De ese modo se establecerá el salario con justicia. Las horas de trabajo deben revisarse. Ese sería un estudio, lleno de generosidad, porque ahorraría la vida de muchos. Las ocho horas, ya les he dicho, nada resuelven. El estudio de la habitación se haría bien; el resultado tal vez fuera la higiene del conventillo y el aseo de sus mechinales. Yo no comprendo, cómo no se preocupan de ese refugio de inválidos, que tú aconsejas, Pedro. ¿Por qué no contribuyen los patrones con parte de sus beneficios? ¿Por qué los artesanos no dejan algo de lo que ganan para su vejez? ¿Por qué los ricos no dan dinero para los inválidos, que han entregado su juventud, para fomentar la riqueza de ellos? ¿Por qué desprecian la que ya no tiene fuerza, por los muchos años, que es desgracia y pobreza? ¿Por qué ultrajan, en los asilos, que significan caridad, el derecho de los altivos, que han trabajado? Y digo ultrajan, porque así reciben limosna, cuando en los refugios ellos serían los dueños. ¿Por qué no hay estas cosas acá; no gana más el obrero y no hay bienestar en una nación tan rica? Yo voy a decirles lo que pienso. Porque somos plagiarios y no observamos. Así se explica, que las leyes protectoras y de moneda hayan entronizado, la tiranía económica, en un país en formación, en cuyo crisol hierven las razas y la grandeza. El chico tiene sangre y estirpe; pero no crece. Los sabios le han aherrojado las muñecas y le han puesto una plancha de bronce sobre la cabeza; porque, según ellos, las otras naciones protegen su trabajo y se olvidan, que esas no necesitan crecer, sino consolidarse, mientras nosotros, que recién marchamos, debemos gozar de la mayor libertad, en todas sus manifestaciones, para engrandecernos.

El país está detenido. Las tiranías nunca han dado otro resultado. En este camino vamos a la muerte por inanición y vamos a morir como los decrépitos, que no han tenido juventud. En los funerales, usaremos el sofisma para consolarnos y la discusión bizantina nos ha de hacer creer, ¡que somos una gran nación! Mientras tanto ustedes sufren; no ganan más jornal; los hijos no son sanos; no viven sesenta años; corren el riesgo de caer en las trampas de los tenebrosos, que aconsejan el mal, o de perderse en los círculos místicos, que tienen plata. Serán arrebatados para atrás y serán obligados a bregar por el Papa-Rey y a olvidarse de la tierra, donde han nacido. Tengan cuidado. Eso no debe suceder. Conserven la independencia, que da el trabajo y la virtud. ¡Cuidado! ¡¡Eso no debe suceder!!

Elbio fue interrumpido por una voz poderosa. Todos se dieron vuelta. Un viejo atlético estaba apoyado a una de las columnas de la Catedral. Era Martín Errécar. Su barba lucía blanquísima, en el esplendor de la luz eléctrica. Parecía un profeta.

-¡Viva Martín! ¡¡Viva el padre de los obreros!! -se oyó gritar por todas partes.

Se descubrieron para saludarlo. Elbio miró al padre y se descubrió también, inclinando la cabeza sobre el pecho...

-Yo te quería hacer saber, hijo mío, que eso que acabas de decir es muy honesto -dijo Martín, con voz clara, que se oía por todas partes. ¡Cuántas veces he pensado yo que los más virtuosos deben cuidar a los obreros y que se debe hacer un libro de leyes, que estudien y castiguen los delitos de los patrones, que son crueles y de los jornaleros, que perjudican! ¡Muchos se mueren a pesar de las ocho horas! ¿Por qué no estudian eso? Los salarios son escasos. Solamente tres gremios conozco yo, que ganan cinco pesos por día: ¡los grabadores, los yeseros y los rayadores! Todos los demás están entre dos y tres. ¿Cómo pueden vivir con familia, Elbio, pagar alquiler, vestirla, educarla y salvar el honor de la casa? ¿Sabes tú lo que pasa ahora? ¡Te va a dar miedo lo que te voy a decir! Hay años, en que en esta ciudad, ha disminuido el consumo de los alimentos, aunque hayan aumentado los habitantes. Eso quiere decir que los obreros comen menos. Sufren hambre, porque no tienen plata. ¿Cómo va a ser alegre la niñez, que no come y fuertes los trabajadores; cómo van a ser puras las muchachas que no se visten; cómo va a ser grande un pueblo, que no ama a sus pobres y no paga bien el trabajo, que no cuida a sus proletarios, que son la sangre de su fuerza, que son los que sufren y mueren por los demás, cuando se precisa morir? Bueno, Elbio -siguió Martín con un dolor en el acento, que hizo temblar a todos. Yo bendigo ese pensamiento tuyo del tribunal de arbitraje; pero eso debe ser más de lo que tú has dicho, ¡eso debe ser todo el gobierno! Los trabajadores deben pedirlo en las calles con energía, reunirse, ir a los congresos, llenar su aire y su vida con esa idea, desparramarla en todas las casas, entrarla en todos los corazones, hacer amar, hacer sufrir, hacer llorar, gritando por todas partes, que no quieren la huelga, ni el delito, ni la sangre; pero que tampoco quieren la injusticia, ni la miseria no merecida, ni la deshonra no merecida, ni morirse a los treinta años, dejando a sus mujeres en el desamparo y a los hijos huérfanos... a los hijos, ¡eh! que son las lastimaduras de nuestras entrañas... ¡¡oh, trabajadores, oh, pobres y honestos hermanos míos!!

Un bramido hondo y largo se oyó. Diez mil voces retronaron en la atmósfera, voces con lágrimas, con protestas, con esperanzas...

-¡Sí, sí. Queremos eso! ¡Queremos eso! ¡El amparo! ¡La justicia! ¡La justicia! Que sea éste el Dios de nuestra vida, ¡el único Dios! ¡Que no haya más delitos, ni cárceles, ni hambrientos!

-Eso tiene que ser todo el gobierno, les repito -siguió el anciano. Nada se arreglará, mientras no haya justicia y los obreros no gocen el bienestar que merecen. Se gasta mucha plata inútilmente, que podría emplearse para eso. En armas, en soldados, en barcos tiramos nuestra fortuna. Los impuestos son muchos.

Los pobres no pueden soportarlos. Está bueno que paguen los que tienen; pero nadie tiene el derecho de hacer sufrir hambre a los que no tienen, cobrándoles impuestos todavía. La instrucción debe ser barata, muy barata, para que los trabajadores puedan ir ellos a las escuelas nocturnas y mandar a los hijos a las otras. ¡Pobre país si sus hijos no aprenden! ¡Yo sé todo lo que he sufrido con no saber y lo que he perdido con no saber! ¡Esto debes decirlo tú a gritos! Las casas donde viven los jornaleros son malas, por la avaricia de los patrones, que buscan siempre la usura. Quieren el doce por ciento, y para conseguirlo, construyen porquerías. Y los gobiernos callan siempre. ¡Eso es injusto! Y después los jornaleros se hieren en sus faenas. Nadie los sostiene y las familias perecen de hambre y de deshonras. En otras partes son socorridos. Se decreta plata para eso, mucha plata. Y las familias de los muertos, aplastados por las obras, magullados por las ruedas de las maquinarias, hechos pedazos en el trabajo de los campos, no se quedan sin amparo. No les falta el pan y por mucho tiempo. Se les considera como soldados y al taller como el campo de batalla. Por eso te digo que aquí no andan las cosas, ¡porque el gobierno se olvida de estos deberes! Pero no teman. Sean perseverantes y esperen. Yo soy viejo y he aprendido mucho viviendo y veo que las cosas mejoran, porque el mundo marcha hacia la justicia. En todo lo que pasa, se nota la necesidad de mitigar el dolor de los que sufren y hay un gran deseo, lleno de ímpetus irresistibles, para que todo viva dentro de la verdad. ¡Yo veo el futuro del mundo como una gran luz, llena de bondad y de gloria, extenderse sobre las mentiras de los tiempos pasados, sobre los cementerios, donde están enterradas las tiranías y los delitos, el hambre y las congojas de los pobres, las cárceles que encerraron inocentes, las deshonras injustas, todos los sacrificios de los miserables y las malas lujurias de los poderosos y de los ricos! ¡Los hombres serán buenos; los hombres serán justos y sinceros! Tendrán riqueza; tendrán saber, ¡porque habrán trabajado! El honor guiará el camino de las casas hacia la virtud, en medio de la pureza y las vírgenes serán castas y de alma limpia, como el tul y la corona de rosas, que les adorna la cabeza en el día de la primera comunión y las madres serán honestas compañeras hasta la muerte, ¡porque habrán trabajado! Todos vivirán muchos años, ¡porque habrá higiene, porque serán cristianos y respetarán la Ciencia y el Evangelio! Y después allá a lo lejos, cuando concluya el mundo, cuando a Dios tengamos que darle cuenta de lo que hemos hecho en la vida, yo veo, que esa Alma infinita y majestuosa, va a recibir en su seno de luz, en triunfo, en la gloria del cielo y en la felicidad que no tiene fin, a los pobres que sufrieron por el amor de los hijos y de los hermanos, por el cariño hacia la patria y va a recibir a los ricos que hicieron caridad, ¡que salvaron la inocencia y vistieron y dieron pan y vino a los menesterosos y a los hambrientos! Y porque esto va a suceder juren ¡oh hermanos míos! porque tienen madres, hijos y honor, que serán libres, ¡que no harán huelgas y que volverán al trabajo!

El viejo parecía un inspirado y un profeta. Había avanzado hasta la pirámide, para decir las últimas palabras. Los jornaleros gritaban, arrebatados:

-¡Sí juramos! ¡Viva Martín Errécar! ¡Sí juramos!

Entonces el anciano sacudió la gran melena blanca y estrechando la mano del hijo, como si quisiera sostenerse, como si esos vaticinios hubieran quebrado sus músculos, agregó:

-Y últimamente, porque ustedes aman la tierra donde nacieron, esta plaza que tiene tanta gloria, esa catedral, donde comulgaron cuando eran chicos, donde vienen a rezar las viejas de todas las casas y ese puerto y esa Avenida, llenos de luz de civilización, ¡juren oh hermanos míos, santificados por las abnegaciones, que por todos los esfuerzos y todos los sacrificios resolverán sus cuestiones por la razón y obtendrán el tribunal de arbitraje, formado por los más sabios y los más virtuosos de este país!

Los obreros pronunciaron de nuevo el juramento, mientras un esplendor de virtud rodeaba la cabeza del viejo obrero, ese ingenuo poeta de la utopía generosa, ese sublime cantor proletario y cruzado de la fe en la labor vigorosa y creyente fervoroso en su triunfo definitivo. Y todos se conmovieron cuando abrazó al viejo Pedro, que lo había seguido y les dijo a los obreros:

-¡Adiós muchachos, hermanos míos! ¡Yo abrazo en este amigo desgraciado y bueno al alma noble de todos y les digo en verdad, que es preciso cuidarlos porque se enferman en el trabajo!

Los obreros se iban saludándolo y estrechándole la mano. Un largo rato duró la procesión. Victoreaban a Elbio y a Martín y seguían pasando en gruesas columnas y se perdían a lo lejos. Y seguían desfilando vigorosos y alegres por la obra buena. Ellos iban a contarle a las mujeres lo que había sucedido. Las casas iban a ser más sanas; ¡los hijos iban a tener más pan! Y después de un largo rato de marcha como soldados, sin gritos, ni tumultos, los trabajadores fueron llenando la Avenida, siempre adelante hacia sus casas. Martín y Elbio los vieron alejarse...

Allá en la luz, muchas cuadras adentro, los últimos desaparecían. Cuando quedaron solos, el reloj de la vecina iglesia dio las doce de la noche. Las horas se oyen lentas y rítmicas y anuncian a los monumentos, con su esquila melancólica, la muerte de un día más, un triste día de crimen y de virtudes. Por la plaza se sienten callados murmullos, como si fueran plegarias de invisibles sacerdotes, entre las negras manchas de la arboleda diseminada. Una religiosa quietud reina por todas partes. Duermen las glorias; duermen los grandes, guardados en los sarcófagos de la catedral y envueltos en el polvo heroico de sus larvas. Dios reza en el hondo azul del cielo, tan apacible y tranquilo, un treno de piedad dolorosa, como un reproche y los astros siguen brillando, suspendidos en el éter, como si fueran almas bondadosas, que quisieran endulzar la noche de los desconsolados y de los vagabundos. Aletean y chispean arriba esas veladoras de la alcoba infinita, encorvadas sobre los mundos. En el puerto lejano, en el río lejano hay tinieblas y silencio y por la Avenida desierta, la luz eléctrica ilumina las veredas solitarias y la calle bruñida y sin rumores, mientras las manzanas de casas detrás y a los costados ocultan el reposo de la muchedumbre. Hay una paz de santuario en el éter, ¡una divina paz! Al lado de la pirámide, Elbio se había arrodillado a los pies del padre. Martín puso su mano temblorosa sobre aquella cabeza juvenil, sobre esa frente blanca y honesta y lo bendijo. El joven cruzó los brazos sobre el pecho, como si estuviera rezando, en esa larga genuflexión y miraba al padre. Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas, que caían sobre la frente del hijo. Ni una palabra se dijeron en la tranquila mansedumbre de aquella noche, donde Dios rezaba en el hondo azul y donde había una paz de santuario en el éter, ¡una augusta serenidad de altar taciturno! La catedral está en la penumbra; la plaza en silencio; los árboles quietos y la aguja de la pirámide más alta, más cerca de las estrellas,... un obscuro monolito, ¡elocuente como un poema de gloria! Aquí, allá y más allá, los globos eléctricos iluminan la verde grama de los canteros y al oeste, en el fondo, se espesa la hondo tiniebla del cielo encorvado sobre los mástiles. Cuando los hombres se fueron, la plaza enorme se quedó sola, impregnada de misteriosas inquietudes, gigantesca, ¡¡como una sombría vanguardia de la ciudad inmortal y bendecida por el espíritu de Dios, que vagaba a través de la noche!!...

Dolores del Río

Germán Valverde, a duras penas, atravesó la muchedumbre, rozando las paredes y agarrándose a cada rato, para sostenerse y cuando salió fuera del tumulto, quiso huir, escurriéndose, como una sombra. Otro vómito de sangre lo azotó contra las piedras. Una cama de hospital lo tuvo. En la sala, cuya puerta estaba guardada por un centinela armado, había otros heridos, mientras rezaba, arrodillado al lado de él, una hermana de caridad de celestial hermosura. Pedía, que el señor recibiera el moribundo, en su infinita misericordia. Cuando supo el nombre del enfermo, todo su cuerpo se estremeció. En la luz escasa de un farol de keroseno, nadie había visto su temblor y cuando se puso a rezar el rosario, algunos presos despiertos la acompañaban. En el hospital dormido, había una profunda quietud. A ratos el delirio del enfermo la interrumpía. Eran gritos sofocados y violentos sonidos de protesta, en que vivía el alma rugiente de las turbas desencadenadas, los desesperados por hambre, los mártires de todas las épocas, los deshonrados de todos los mechinales, en ese atropello brutal de gestos y de palabras. De repente se quedó callado. Miraba fijamente. Un relámpago de odio contrajo con saña sus cejas. Una visión pasaba. El rugido de Germán horripiló a todos.

-Allí van -decía extendiendo el puño, preñado de amenazas. Son los espectros. Los mártires de Montjuy han perdido sus carnes. Tienen agujeros en los pies y esquirlas en el tórax. ¡El potro les ha fracturado los huesos y la bofetada les cuaja la sangre sobre la boca! ¿Qué más quieren? Los degollaron en las cuevas del castillo. Se están pudriendo. ¿Qué delito cometieron? ¡Ahogar en sangre la tiranía! ¿Y qué creyeron los déspotas? ¿Acaso no estamos causados de ser la basura?

Una mueca satánica se dibujó en sus labios, mientras la monja, arrodillada, rezaba el rosario.

-¿Quién rezonga allí? -gritó el anarquista, inclinando la cabeza, como para escuchar.

-Yo soy -contestó la mujer. Ruego al señor por usted.

-¿El qué? -replicó Germán con violencia. ¿Rezar? ¿A quién? ¿Para qué? ¿Por qué no impidió que asesinaran al pueblo de Milán, ese Dios suyo? Caían los obreros, los unos sobre los otros, en montones. Los soldados tiraban contra ellos; porque pedían pan. Es claro. ¿Qué saben los Gobiernos de todo esto, si ellos no tienen hambre?

No podía hablar. La fatiga lo ahogaba y de cuando en cuando, sus labios se ponían rojos de sangre. De repente se le vio estirar el brazo derecho, que quedó rígido en el aire. Sus grandes ojos negros chispeaban en la penumbra...

-Ahí pasa, ahí va -dijo al rato.

Todos los enfermos miraban con terror. No había nadie. Era un nuevo fantasma, que cruzaba el salvaje misterio de su delirio.

-Vera Sassoulicht, -agregó al rato- ¡has triunfado! ¡Oh vengadora de las miserias de la estepa, de los fríos, sin pan, de todos los vagabundos! Las Universidades ya no mueren en los destierros de la Siberia y los hijos de Rusia van a sacudir las autocracias... Viene el esplendor de la luz. Ya no hay crujías... Los criminales, que huyen por el mundo, cubiertos de harapos, los pobres parias, los perseguidos, los asesinados han recobrado su vestimenta de hombres, ¡porque los mártires les han vuelto a entregar el alma, que vagaba, ululando como una pordiosera, como una melancólica desesperación solitaria!... Ahí va Caserio. Ahí pasa Bresci... ¡Déjenlos!... Son los vengadores de los ultrajes; son los enconos de los muertos por los poderosos, que han encontrado su brazo... ¡Cuidado a los sicarios que oprimen y roban la sangre del pobre!... ¡¡Quiero la dinamita, la dinamita!! ¡Ah! ¡El estruendo ese, que raja los granitos y despedaza y tritura miembros de tiranos y cráneos de ricos, que no han trabajado!

La cabeza de Germán se hundió en las almohadas. Estaba muy pálido. Tenía en la garganta como un estertor, en momentos en que, a su lado, la hermana seguía rezando, para que aquella alma desierta no fuera condenada.

-¿Qué hace usted aquí? -le preguntó Germán al rato con voz ronca. Está Usted perdiendo el tiempo. ¿Qué le importa a usted de mí?

-Me importa de todos los que sufren, ¡porque la misericordia de Dios es infinita!

-¡Oh la misericordia! -agregó el anarquista con ira sorda. ¡Qué estúpida mentira! ¡Qué mentira grosera! Mire los cuarteles. A los soldados los estiran en el cepo, los abofetean y los hieren. Mire las fábricas. ¡Los trabajadores están enfermos y podridos! Vea la campaña. Los Gobiernos la roban. ¡Los Gobiernos ajan allí la dignidad humana! ¿Dónde está la misericordia? ¿A caso en las calles, llenas de mendigos y de andrajos, en los lupanares, alimentados con carne de infelices, en las cárceles, que encierran tanto inocente, en los destierros, donde mueren los elegidos de todos los pueblos y en las guerras, que no producen sino sangre, dolor y vasallos? ¡Si vuestro Dios hubiera sido misericordioso, no habría creado esta infamia, que se llama vida, para que fuera pasto de verdugos! ¡Yo lo maldigo! ¡Yo lo maldigo!

Aquel hombre era el salvaje, que iba a morir, rugiendo, como las naturalezas desoladas y reventando en un brutal clamoreo, ¡como un símbolo de horda, que fuera a despedazarse! Ya no dijo sino delitos y su boca fue impía hasta el último rato... Bramaba sordamente, interrumpiéndose por momentos, mientras su cara de espectro se esfumaba cada vez más en su color ceniciento.

-¡La virtud es una quimera -gritaba- el honor una hipocresía, la mujer es cántaro de lascivia, los chicos recua de bestiales onanismos y el mundo una covacha de vicios puercos! Nosotros somos los doloridos y los libertadores. ¡Maldigamos! Hay que pisotear los tronos destruidos; aventar a la región del no ser a los ejércitos muertos; triturar los dientes y la mueca cadavérica de los reyes desaparecidos; pulverizar cálices, custodias y altares y hacer saltar en el aire templos, monumentos y hogares, con los dioses, ¡¡que no son sino esfinges y con la historia entera, que no es sino una lúgubre procesión de turpitudes y de delitos!! Somos los doloridos. ¡Maldigamos! ¡Somos los libertadores y los triunfantes! Sobre las ruinas, donde la gangrena hierve, ¡¡edifiquemos y maldigamos!!

Ya no eran palabras las de Germán, sino estridentes blasfemias. No continuó más, porque un chorro de sangre caliente saltó de su boca y fue a manchar la toca blanca de la monja. Luego la cara se contrajo en un trismo diabólico y un poco de espuma enrojeció sus labios. Germán Valverde se había quedado quieto y atónito con las pupilas dilatadas. ¡Había muerto, en medio de un silencio de sepulcro!...

Esa madrugada, en la casa de anchos corredores, entre una fiesta de deliciosa primavera, los gorriones saltan de rama en rama, en los perales en flor y por los canteros, las calas abren su cartucho nacarado. Hay en el aire un perfume de jazmines, húmedos del matinal rocío y el cielo arriba azul y riente, sin una nube, se encorva sobre el jardín, con una quietud de plegaria. Angélica, envuelta en un peinador de seda, con la cara fresca y plácida del buen descanso, cortó muchas rosas y entró a su cuarto. Se detuvo en la puerta. Goga había puesto el índice sobre sus labios y cuando la niña se acercó suavemente a la cama, le dijo, indicando a Dolores, sentada en un sillón:

-Recién se duerme. Toda la noche estuvo aquí al lado mío, como una madre.

Goga tenía fatiga. Estaba pálida. Había llorado.

-Yo no quiero que llore, yo no quiero que llore -repitió Angélica con una voz tan leve, que era un cuchicheo...

-¿Y qué voy a hacer? Angélica. Yo sufro mucho. Y después le voy a contar; pero no le diga a ella. Anoche yo cerré los ojos, para que Dolores creyese, que yo dormía. Entonces se arrodilló aquí al lado de mi cama. Había un silencio tan grande, que le oí, que rezaba por mí, por esta pobre maldita. Y cuando se levantó sentí, que se acercaba más, sentí el calor de su boca y que me besaba la frente. Entonces, ¿cómo no voy a llorar Angélica? Ya no puedo hablar. Me sofoco... Goga dijo estas cosas con voz lenta y honda. A cada rato se detenía. Cuando concluyó, el aposento entró en el silencio, y se sentía la respiración tranquila de Dolores dormida. Un rato después Goga habló de nuevo:

-¿Usted está triste Angélica? -le preguntó.

-¿Yo?

-Sí usted. ¿Por qué está triste?

-Porque usted llora, cuando yo le traía, para alegrarla, estas rosas, que son las flores de la Virgen. Son de un rosal, que da todo el año, aun en invierno, con la escarcha... Yo quería perfumar su cuarto.

-¿Mi cuarto? -murmuró con voz dolorosa la meretriz.

-Sí. Sí. Pero entonces ¿usted no sabe? Yo lo convencí a Ricardo. Quiero que sea para ella -le dije- para siempre. Él me miró. Se puso serio. ¿Y si yo quiero? -le repliqué. ¿No nos ha salvado la vida dos veces? ¿Qué tienes que fruncir el ceño tú? Eso es mío y mando yo. Le voy a llevar flores. La voy a entretener hasta que esté sana. Ahí tengo mi piano. Verás tú con que sentimiento voy a tocar. Eres un oso y un perverso. No voy a hacer caso de tu cara de tormenta. ¿No nos ha salvado la vida dos veces? Y ya he empezado. Tome. Tome y desparramó las rosas sobre la colcha y siguió conversando: He visto pasar Goga, como una luz por sus ojos. Usted se sonríe. Le voy a pedir un servicio. Me va a decir que flores tenía en su jardín. Las que más le gusten, yo se las voy a traer. ¡Quiero que sea feliz!

-Gracias, Angélica. No he tenido jardín, ni flores. ¡Nunca he sido feliz!

-Pero sus padres la habrán besado cuando chica.

-¿Mis padres? No. Nunca.

-Pero ¿por qué hicieron eso? ¿Por qué? ¿Por qué? -repetía Angélica.

-Porque hay muchas desgracias, que usted no conoce -replicó la mujer- y además, usted tiene un alma tan santa y tan buena y me dice cosas con tantas dulzuras, que me lastiman.

-Entonces ellos fueron malvados -interrumpió Angélica, con ímpetu. ¿No vieron que usted es de una divina hermosura y que se parece a la Virgen? ¿Por qué no la besaron, cuando chica? Los chicos están para eso, para que los besen y los acaricien. ¿Cómo van a vivir entonces, cómo van a crecer si no los besan? Yo lo voy a hacer por sus padres.

Angélica se acercó a la herida; pero esta ya le había puesto una mano, suavemente, sobre el pecho.

-No quiero -le dijo Goga. Usted no me puede besar a mí.

-¿No puedo yo? ¿Y por qué?

-Porque yo no merezco.

-¿Cómo no merece, si usted nos ha salvado la vida? -exclamó la niña.

Goga hablaba con dificultad. Tosía de cuando en cuando y su tórax se levantaba con frecuencia. Tuvo como un sollozo, que ella quiso detener en su garganta. Titubeaba.

-Usted solloza, Goga. Está muy mal usted. Yo la llamo a mamá. Déjeme llamarla -repitió Angélica.

-Espérese. Ella duerme. ¡Qué alma cariñosa es la suya Angélica! Usted sabe, que el doctor no quiere, que yo me emocione; por eso le puse la mano sobre el pecho.

-Entonces Elbio no sabe -contestó la niña. Le voy a contar todo, cómo usted vino a la estación, cómo habló con mamá y defendió la puerta, para que no lo echaran abajo. Y después la hirieron allí de tan mala manera, una dolorosa herida por culpa nuestra...

-Y tanto que yo lo amaba, se le escapó decir a la pobre mujer, sollozando.

-¿Y él la ha herido? ¿Y usted lo amaba?

-Estaba loco, Angélica.

-¿Usted lo amaba? ¿Usted se lo había dicho? ¿Y él la ha herido? ¿Pero por qué? Entonces ese hombre no conoce a Dios y no sabe, que uno no debe lastimar a los que nos aman.

La cortesana movía la cabeza melancólicamente. Sus ojos estaban llenos de lágrimas...

-¡Si yo lo hubiera conocido -seguía Angélica apurada y tierna- si yo lo hubiera conocido! Le habría dicho: ¿Por qué la hace sufrir? ¿Usted no ha visto, que su novia tiene los ojos como el cielo y los cabellos como los ángeles? ¡Ella lo ama, lo ama! Le regala su corazón. ¡Le regala todas las flores de su corazón! Y se arrodilla de noche para rezar por usted, para que el señor le de paz! No. No. ¡Usted está maldito! ¡Le he roto el pecho con el cuchillo! Pero se equivoca usted. Ella no va a morir. Nosotros no queremos que muera. Va a tener el consuelo de nuestra casa, de nuestro amor, ¡de nuestros besos!... ¿Cómo va a poder Elbio herirme a mí, si yo lo amo? Yo quiero que usted sane Goga. Usted va a tener el consuelo de nuestra casa, de nuestro amor, de nuestros besos... ¡Mamá! ¡Mamá! Goga se muere -gritó la niña, acercándose a ella, y le acariciaba el cabello, mientras las rosas caían por el suelo, sobre la alfombra y Dolores se despertaba en sobresalto y se acercaba a la cama...

La mujer había tenido un síncope. No sintió a la niña y no tuvo el dolor de saber, que había sido besada con tanta pureza. Un rayo de sol filtraba, a través de los vidrios, húmedos de rocío y la luz brillaba en el oro de su cabellera abundosa Era su cara un pálido alabastro, un egregio arquetipo de belleza y la orgía no pudo destruir sus delicadas formas. En el jardín, los gorriones saludaban a toda orquesta a la pobre bastarda del lodazal, mientras Dolores le limpiaba la frente con un pañuelo de seda perfumado...

-Que venga Elbio -le dijo a la niña. Hazlo llamar pronto. Ayúdame antes. Vamos a secar las almohadas. Hazlo llamar.

La cabeza de Goga se hundió pesadamente en el colchón. Dolores, ya sola, empezó a echarle viento, con un abanico de plumas, espiando ansiosamente. En ese momento el sol había llenado de esplendor el aposento; la luz chispeaba en el espejo de los roperos; las esencias del jardín embalsamaban el cuarto y los gorriones seguían saludando, a toda orquesta, a la pobre maldita del lodazal... Goga abrió los ojos. Un rato después, empezó a murmurar, como delirando:

-¡Cuánto sol! ¡Qué lindo sol! ¿Dónde estoy yo? ¡Oh, Germán! ¡Cómo me has herido! ¡Bárbaro! ¡¡Tanto que yo te amo!! ¿Y ella te hizo algún mal acaso? ¿Por qué querías matarlos? ¡Si supieras cómo me trataba... tan cariñosa, como si yo fuera una hija, tú la hubieras amado! ¡Cómo cantan los pájaros! ¡Cuánto sol! ¿Dónde estoy yo?

-¿Usted quiere, Goga, que yo le entorne los postigos, si le hace mal la luz? -dijo Dolores, acercándose a los ojos de la mujer.

-Yo la conozco a usted. Estaba como dormida -contestó Goga lentamente. Usted es Dolores, mi buena madre... la santa de mis noches solas. Me habló de Jesús y me dijo que para redimir murió... Usted es Dolores, la santa de mis noches solas... en aquella cueva obscura, donde yo vivía, entre tanto trapo sucio, entre tanta hediondez. No cierre, Dolores, los postigos. ¡Qué lindo es el sol! Nunca he tenido yo eso en mi cuarto. Déjeme la luz. Qué tarde ha venido todo esto. Me duele tanto el pecho... ¡Me voy a morir!...

-No, Goga. No diga eso. Yo le voy a rezar tanto a la Virgen y tanto le voy a pedir, que me ha de conceder su salud.

-Estoy herida en el corazón, Dolores. Mire el pañuelo. Está lleno de sangre.

-¿Qué dice? ¿Sangre? No. No puede ser -replicó asustada Dolores. ¡Y Elbio que no viene! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

-Dolores, no se vaya. No se acerque a la puerta. No me deje sola. Tengo frío y miedo de estar sola.

-Pero Elbio no viene, ¡Dios mío! ¡Angélica! ¡Angélica! ¡Que venga el médico! -gritó Dolores en el umbral de la puerta.

-¡No es eso, Dolores! No. Lo que quiero es a usted. Acérquese. Tengo una alegría para usted. Los dolores del cuerpo no son nada. Escuche.

-¿Una alegría, dice? -preguntó Dolores creyendo que deliraba.

-Sí. Escuche. Venga. ¿Sabe lo que he aprendido?

Dolores se sentó cerca de la cabecera y tomó, entre las suyas, la mano derecha de la mujer.

-He aprendido -y Goga alzó los ojos el cielo como en éxtasis- he aprendido, -repitió-, que hay en el mundo cuartos aseados y limpios, con ventanas, para que entre el sol bendito y jardines, llenos de flores y de pájaros que cantan... Yo no conocía más que sótanos y conventillos... y que hay casas, donde la flor del aire cuelga de las rejas en las ventanas, ¿no ve allí Dolores?

-¡Hija mía! No hable así. No se agite. Le va a hacer mal a la herida.

-Y después -agregó la joven, como si no la escuchara- hay en las camas, sábanas bordadas y blancas y alfombras, que dan calor y caricias, al lado de esos pisos de ladrillos, tan helados, tan helados, como si Dios no supiera que los pobres sufren.

-Sí sabe, Goga, y los espera en el cielo.

-Pero llegan allí con muchas bofetadas en la cara, con muchos moretones en el cuerpo, ¡con muchos días de martirio! ¿Para qué tanto dolor? -exclamó la mujer.

-Porque la vida, hija mía, es una dura prueba y un desierto camino de Calvario.

-Sí; pero para casi todos, la dicha eterna empieza sobre la tierra. ¡Cuánto he aprendido, en estas pocas horas, en su casa, Dolores! ¡Cuánta paz hay aquí! Los jóvenes aman. Angélica ama. Cultiva las flores para el novio de su corazón. Se entregará al sacrificio el día, que el padre la case y la santifique así. Tendrán hijos, cunas y besos. A nosotras nos quiebran el espinazo, sobre el borde las camas, porque somos lindas y nuestros hombres nos tiran, como carne agusanada, para que todos se la coman...

Goga de nuevo no pudo seguir. Le faltaba aire. Tosía, mientras Dolores la abanicaba suavemente y le decía:

-Usted no respira bien. No hable, Goga. Voy a abrir la ventana.

Entró al cuarto un raudal de brisa fresca, lleno de aromas, y el sol lo invadió todo, en un esplendor glorioso.

-¡Qué tarde llega todo esto! -murmuró la enferma, con una triste sonrisa.

-No tanto, Goga. El Dios de misericordia le ha traído entre nosotras. La tendremos acá para siempre, para que no le falte la luz y las flores; pero estese calladita, ¡vamos! Hablar le hace mal. Elbio lo ha dicho -contestó Dolores, secándole la frente, empapada en sudor.

-No sé qué tengo. No puedo contener este habladero -dijo la mujer. Me bulle la cabeza. ¿Por qué este apuro de decirlo todo, Dolores? «No hubiera sido mejor morir en la calle? ¿Por qué me dan ustedes todo este bien, que no merezco?

-¡Qué muchacha grande es usted, Goga! ¡Qué buen corazón tiene! -exclamó Dolores. Usted va a sanar y a vivir. Elbio dijo, que Usted iba a mejorar.

-Porque ahora me puedo ir sin pena, Dolores, -contestó la mujer. Ahora sé que hay otros modos de vivir, que el que yo he tenido. No se puede imaginar mi alegría y mi sorpresa. Antes creía, que todas las casas eran sótanos y que todos eran malvados y que la vida era un castigo y que el infierno estaba aquí, ¡cargado de delitos y de deshonras! ¡Pero no! No es así -agregó la cortesana, como acongojada.

-Vamos. Tranquilícese. Le vuelve la fatiga.

Tiene como un delirio doloroso -dijo Dolores.

-¡No es así! ¡No es así! -repitió Goga. Ustedes aman y besan. Socorren a los que sufren. Ustedes perdonan. ¡Oh mi mala vida, mi mala vida! ¡Cómo he podido yo pensar, que no había nada mejor y tener tanto encono y tanto pensamiento perverso! ¿No ve? Mire allí en el rincón, Dolores. ¿No ve lo que está escrito?: «Tu vida ha sido una mentira, una maldad, un crimen»...

Entonces Dolores se acercó más a ella, hasta rozar, con sus labios, los labios secos y febriles de la mujer.

-Bueno. No hable más -le suplicó. ¡No hable más! Usted está perdonada. Ha amado con dolor ¿no es cierto?

-¡Sí! ¡Sí! -contestó Goga, mientras un rayo de luz cruzaba por sus pupilas.

-¡Ha besado con dolor! ¡Ha sufrido y ha perdonado también! Hay tanta sublimidad generosa en su vida!...

-¿Y después, Dolores, y después? -interrogó la herida ansiosamente.

-A usted no le enseñaron, Goga. ¡Fue abandonada! ¡Era una pobre hija de las calles solas! Era como un símbolo de la miseria, que no tiene dónde apoyarse; un alma ingenua y desventurada, sin abrigo, sin caricias, una vagabunda, llena de afecto y de dulzuras. ¿Qué culpa tiene usted, si no le enseñaron a rezar, si su alma creció sin savias, así como una flor del desierto y si el viento la azotó y si le destruyó las fibras?

-Así ha sido no más -exclamó Goga. ¡Así ha sido!

Y a pesar de eso -siguió Dolores con una voz dulcísima, que parecía un susurro- a pesar de haber vivido entre el mal, ha conservado la frescura de su corazón; quiere todavía al que la lastimó; usted no odia y le pide al buen Dios del Calvario, que le perdone.

-¡Oh, sí! Que le perdone y lo salve -exclamó Goga, juntando hacia el cielo las manos.

-Luego los que aman, Goga, se salvan siempre y encuentran siempre, quien los ame y acaricie.

-¡Oh! ¡Gracias, gracias!

-Y el mal, que se ha hecho, nunca es tan grande, como el bien, que se puede hacer.

-¡Yo quiero vivir, Dolores, para eso! ¡Yo quiero vivir!

-Entonces es preciso, hija mía, que usted se deje amar por nosotras.

-¡Oh! ¡Qué cosa de cielo tengo en el corazón, Dolores! ¡Sí, sí!

-Y que permita, que le traigan las flores del jardín y se acostumbre a pensar, que este sol es suyo y que las brisas, que entran son suyas y suyo el cuarto y las alfombras y las sábanas aseadas y la gratitud de nuestras almas.

¡Oh! ¡Gracias, Dolores, gracias!

-Así también debe saber, que la angustia no es eterna sobre la tierra y que las que no han conocido madre, alguna madre pueden encontrar por ahí, que sea capaz de besarlas...

-¡Usted -exclamó Goga incorporándose hacia ella con ímpetu-, usted! ¡Usted!

Cayó otra vez sobre las almohadas. La fatiga era horrible. Sus narices se dilataban, mientras el sudor caía gota a gota, sobre la cabellera rubia, que le cubría el pecho.

-¡Ve, Goga -dijo Dolores- cómo es usted! Conversar le ha hecho mal, con esta vehemencia suya... con ese prodigio de corazón que tiene... Bueno ya no hable. No le voy a decir más ni una palabra.

Elbio entraba en ese momento. Se acercó a la enferma a tomar el pulso y estuvo así un largo rato, en medio de un profundo silencio. Luego la hizo sentar suavemente y empezó a auscultar. Puso su oído sobre el dorso del tórax mucho tiempo, mientras Angélica y Dolores, paradas a los pies de la cama, sujetaban de las manos a Goga, que tenía fatiga. Por momentos mucha tos, con un ritmo acelerado y estridente y cuando el médico hubo sacado las vendas y los algodones, el aire entraba por la herida y salía bruscamente soplando. Tomó nuevos algodones Elbio y los colocó sobre el agujero obscuro. Volvió a vendarla y la acostó muy despacio. Hizo una inyección de morfina... La enferma no decía una palabra. Miraba al médico, con gratitudes en las pupilas. Poco a poco se fue calmando y cerró los ojos. Dormía. Cuando Elbio salió, lo rodearon todos, en el patio, para interrogarlo. Este movía la cabeza. Estaba triste.

-Yo no tengo esperanzas -dijo. Está muy mal herida.

-Sálvela -contestó Dolores. Llame a sus compañeros. Nosotros queremos que viva. Es muy joven. Ha de mejorar. ¿Por qué no ha de mejorar Elbio?

-El corazón no puede más -agregó el médico. Está muy cansado.

-¡Siempre el corazón -exclamó Dolores- siempre el corazón! ¡Todo va allí, todo va allí para hacerlo morir!

-Que no hable -agregó el médico. Yo vuelvo pronto.

Ya en la calle, al trasponer el umbral, Ricardo le preguntó:

-¿Y?

-Mal -contestó Elbio.

-¡Tanta mala vida, pues! No es cristiana. Como la va a salvar Dios -agregó Ricardo.

-No es eso Ricardo.

-Jamás se ha confesado, Elbio.

-No hace falta eso.

-Ni ha rezado, ni conoce a Dios, ni es cristiana.

-No hace falta. No hace falta -repetía el médico.

-Y sobre todo, es preciso cuidar a Angélica -agregó Ricardo. Yo ayer no me di cuenta; pero la reflexión ha venido. ¿Cómo podemos consentir, que se manche de esta manera toda nuestra tradición? Si cura, ¿cómo va a vivir con nosotros? Es imposible.

-¡Es claro -rompió Elbio impetuosamente-, es claro! ¡Jesús perdonaba, pero ustedes lo han perfeccionado y ya no perdonan! ¡Son muy rígidos ustedes! ¿Sabes tú lo que exhala ese pobre cuerpo, sabes tú lo que exige esa alma, quebrada injustamente por la miseria y por el abandono? ¿Te callas no? No ves que lo que exige, es la compasión infinita, son todos los perdones, ¿no ves que es una moribunda? Lo que yo observo, es que, cuanto más sectarios son ustedes, ¡resultan menos cristianos!

Ricardo bajó la cabeza, sin contestar. Elbio no se movía. Era la primera vez, que una aspereza irritaba el alma de los dos amigos. Ricardo había puesto una mano, sobre el hombro del médico. Estuvieron callados un rato, hasta que el joven lo miró fijamente y le dijo:

-¡Te aseguro, Elbio, que yo no sabía que estaba tan mal!

Había mucha emoción en su voz. Un rato después los dos amigos se abrazaron. La religión de la caridad y del perdón los había reconciliado.

Llegó la hora de la siesta. Dolores se había retirado a descansar y Angélica velaba a la enferma. El cuarto estaba en la penumbra. Olía a rosas. En esa quietud de templo, solamente se oía el cantar de los gorriones y el respirar agitado de Goga. La niña se había arrodillado a rezar sus oraciones. Tenía la cabeza un poco levantado y las manos entrelazadas adelante. Sus ojos miraban, como arrobados, algún panorama del cielo; su alma estaba en Dios. ¡Era una santa!

Goga la llamó un rato después y le dijo:

-¡Usted ha rezado, Angélica, por los que sufren!

-Por usted, Goga, ¡para que Jesús la salve!

-Me dijo Dolores que murió en el Calvario y ¡que se había sacrificado por los demás!

-Es el hijo de Dios -contestó Angélica. Fundó la religión cristiana. Pero usted no hable. Elbio no quiere. Yo le voy a contar como fue eso para entretenerla. Era en el país de Judea, sabe usted; una tierra estéril y triste. Allí predicaba y los apóstoles lo seguían. Según su doctrina todos somos hermanos, pobres y ricos. Era un enamorado de la caridad. Respetaba a la mujer y los pueblos lo seguían, ¡porque en la vida eterna no entran sino los que padecen y los que lloran!

-Pero los pecadores no entran allí entonces -exclamó Goga con dolor.

-Magdalena lo amó, Goga, y está en el cielo -contestó Angélica. Antes que Él viniera, todos vivían en el pecado y ahora el reino del Señor está lleno de salvados por la religión, porque lo amaron como Magdalena. Después los cristianos sufrieron mucho. Hubieron suplicios. Las fieras los desgarraron en los circos. Las niñas morían de rodillas alabando al Señor; pero al fin triunfó la religión que reza y que perdona... No me conteste nada Goga. Elbio, no quiere que usted hable...

-Yo no he amado sino hombres... hombres -murmuraba la enferma.

-Eso no está prohibido -agregó Angélica.

-¿Entonces usted? -preguntó Goga.

-Yo amo a Elbio -contestó sonrojándose.

-Dios la haga feliz, Angélica -replicó la mujer.

-Si soy. Le voy a contar, pero usted no hable. Le voy a contar, porque usted es buena. Yo le regalo flores. Ruego al Señor por él. Pienso que es un caballero y tengo orgullo de amarlo. ¡Todos dicen que es un caballero! Si yo le dijera, que pienso el día entero en él. ¿Qué loca, no? Sabe usted que le gustan mucho los claveles? Una noche, ¿ve usted? estábamos los dos sentados en el jardín, al lado de unas macetas. Era como ahora, en primavera. La luz de la luna lo bañaba todo. Yo corté unos claveles y se los di. Me agradeció y me dijo:

-Hace bien, Angélica, en cultivarlos. Era la flor, que mi madre quería. Siempre había frescos, delante de la Virgen.

Me pareció muy conmovido. Yo no contesté nada; pero al día siguiente, yo misma con la regadera le echaba agua a las plantas y sostenía los tallos con cañitas y cintas de seda... Cuando usted se mejore, yo se las voy a enseñar. ¡Hay dobles con vivo color de carne! Y después la vamos a llevar a orillas del mar, para que la frescura de las aguas te dé fuerza. ¡Tenemos una casita allí! ¿Usted no conoce, Goga, el mar? ¡No conteste a esta preguntona! Una tarde le voy a contar. Era la hora de la tarde. La playa estaba sola. Yo y Elbio paseábamos por la orilla. No hablábamos. El mar cantaba adelante con ese rumor que tiene siempre, con esas espumas, que se rompen y crepitan... Yo tenía tanta tristeza en el corazón, porque estaba oyendo las campanas tocar ánimas, como si fueran lamentos... ¡Pensé que mamá podía morirse y que yo iba a quedar sola! Elbio se había sacado el sombrero y se había arrodillado sobre la arena. No había nadie en la playa... Era como una catedral la naturaleza, donde algún ángel tranquilo tocara un armónium, religiosamente melancólico... ¡como si fuera eso la plegaria moribunda de un coro de santas!... Los dos rezábamos, porque había tanta paz, tanta dulcísima paz,... rezábamos al Dios de nuestros corazones y pedíamos la salud para todos, el pan para todos, el amor y la caridad para todos... para que va no hubiera más desgracias, Goga, ¡para que ya no hubiera dolor!... Estábamos tan solos allí, donde todas las cosas rogaban a Dios, rodeados de toda esa campaña, que se iba acostando en la noche, para el descanso, así arrodillados, entre el murmullo de las aguas y las esquilas de las campanas, que tuvimos miedo de las sombras y nos acercamos más... tomados de la mano. Luego Elbio me miró con esos ojos grandes y generosos, que tiene, y me dijo:

-Recemos, Angélica, para que ya no haya miserias sobre la tierra... para que no haya dolor... y para que nunca vivamos solitarios;... porque la criatura necesita el amor de los besos y las dulzuras de la caridad humana.

Entonces, Goga, yo dije: «¡Ave María, llena eres de gracia, bendito sea tu nombre!» y Elbio contestó:

-«¡Santa María, ruega por ella, para que nunca sufra, para que no tenga nunca ni soledad, ni desamparos!»...

Luego, enfrente de nosotros, salió la luna e iluminó las aguas con una larga faja brillante y Elbio, de la mano, me fue acompañando a lo largo de la playa desierta y me contó la leyenda del astro, llena de divino amor, llena de humana pena. Veo que la molesto con mi charla; pero yo tengo tanta angustia, tanta angustia...

Angélica se calló bruscamente. Parecía que un sollozo la hubiera ahogado. Se dirigió lentamente hacia el piano y empezó a tocar, mientras la enferma balbuceaba, como si hablara consigo misma:

-¡Cuánta virtud hay que yo no conocía! ¡Cuántos hombres de honor hay! ¡Cómo le agradezco sus amables cuentos, Angélica!

-¡Chist! -dijo la niña, dándose vuelta y poniendo el índice sobre los labios. Tenía los ojos con lágrimas.

-Usted llora, mi buena Angélica -exclamó Goga.

-¡Chist! -replicó Angélica. Elbio no quiere que hable.

Volvió a tocar. Apretó el pedal de la sordina y los sonidos bajaron. Era más bien un murmurio... un diálogo entre esa alma exquisita y las melodías, la historia de un esplendor de luna, la égloga celeste de la elegante solitaria. Pobre reina triste, destinada a iluminar la noche del cielo, ¡oh peregrina de los campos azules! El mar saluda su luz suavísima, con los cantares de las aguas obscuras y ella acompaña al navegar de los barcos, con la fúlgida estela. Sobre la proa sentados los marineros, los pies reposando en las gruesas cadenas del ancla, las trovas modulan, que aprendieron en la niñez, en las nativas riberas, las trovas que narran los amores juveniles, en frente de las glaucas marinas, los tiernos adioses, cuando, desde la playa, agitan las muchachas el pañuelo blanco de seda, en que está escrito: «Recuerda». ¡Adiós! ¡Que la luna acompañe siempre la peligrosa travesía nocturna! Las niñas rezarán desde la playa la Salve, que protege a los navegantes y acompañarán a los viejos, que caminan encorvados, al lado del agua, mirando las velas, que cruzan el horizonte... Y si ellos, cansados de esperar a los hijos, que no vuelven, inclinan la cabeza sobre el pecho para morir, las niñas reanimarán la vida llenando sus cuartos, con los olores de las algas del mar, con los bálsamos de sus musgos salinos... Así, bajo los dedos de Angélica, el piano escribía, en el aposento quieto, la leyenda del astro, que de noche, suspendido en el éter navega sobre el silencio de los campos, iluminando las praderas dormidas y las manchas de las cabañas. Ella recitaba, en voz baja, los cantos de los pastores, en las vastas soledades nocturnas, cuando los ecos saltan de valle en valle y se confunden con el rumor de los torrentes y con las armonías misteriosas, que surgen de la madre tierra: murmullos de frondas, susurros de malezas, aleteos de águilas, en las serenas alturas, bajo las estrellas... y tal vez, en el enigma de las notas, el idilio, a lo largo de la ribera y sobre los campos perfumados por los pastizales, narra la historia de juveniles amores y describe los roces del largo vestido de vaso, cruzando la noche, como una visión blanca... Después se entristeció la música. Parecía un largo llanto, como si los azahares hubieran caído uno por uno a marchitarse, sobre algún sarcófago de piedra, sobre la pálida persona de alguna novia muerta, y envuelta, como en un sudario, en el largo tul transparente, mientras, sobre aquella gentileza, la luz del astro alumbra las bodas sepulcrales del amor y de la muerte...

De repente el piano cesó. Angélica había apoyado sus antebrazos sobre las teclas, que dieron un estridente sonido, y sobre ellos la cabeza... Por primera vez, su alma había presentido otras formas de vivir, en que el mal desgarraba la virtud y empañaba la inocencia y comprendió la odisea y las hondas crucifixiones de la pobre perdida, que estaba allí en su cuarto. Estuvo un rato así y entre los sollozos que no podía contener, oyó que Goga le decía con una voz que parecía de moribunda:

-Yo le pido perdón, Angélica, por la pena que le causo. Yo no quería venir acá, ¿se acuerda? Yo no la conocía a usted... Si me hubiera muerto ayer, me habría llevado un amor menos en el corazón... Cuando ya no esté y donde quiera que esté, le voy a pedir a Dios por ustedes... que han recogido a la miserable de las calles... ¡Oh! ¡Si yo supiera rezar!... ¿Por qué este recuerdo de los hombres me ensucia tanto el corazón?... Y después, usted es una flor delicada... como las violetas... como estas rosas, que me ha traído... luego yo he venido aquí, como los gusanos, a echar babas venenosas... ¡Le pido disculpa, por la pena que le causo! ¡Oh! ¡¡Si yo supiera rezar para después, cuando me muera... pedirle a Jesús!!...

Se interrumpía a cada rato. La fatiga la ahogaba.

-Yo le voy a enseñar -exclamó Angélica, en seguida, con ímpetu, adelantándose hacia ella y con el semblante iluminado, por un esplendor de alegría... Pero usted no hable. Elbio no quiere. ¡Se ha fatigado mucho usted!...

Angélica se arrodilló al lado de la cama y empezó a rezar...

-¡Padre nuestro, que estás en los cielos, sea tu nombre santificado, cuando amanece y das luz a la naturaleza, para que los hombres ganen el pan de cada día y alimenten a los que no pueden trabajar, y a los enfermos que necesitan la caridad cristiana!

-La caridad cristiana -concluía la mujer como un eco lejano.

-¡Bendito seas -siguió la niña, cuando sostienes a los chicos, cuando proteges la inocencia y das a los viejos, que ya están por dejar la tierra y que tienen frío, el abrigo de la chimenea prendida, en el comedor de la familia y los besos de los hijos y el calor de los nietos, que rodean, embelesados, la enflaquecida persona!

-¡Bendito seas! -exclamó Goga, con voz suplicante...

-Así sea tu nombre santificado, cuando vistes al pobre, cuando das limosna a los que mendigan, y sostienes, en la vida, a los que pierden sus hijos, cuando permites que las novias conserven, hasta la muerte, inmaculado, su corona de azahares... para entregarla blanca y pura, como la Hostia, después, cuando ya sean abuelas, a las otras novias, que dejan la casa paterna!...

-La casa paterna, -repetía Goga sollozando...

-Así, ¡oh señor! ¡Bendito, seas, cuando perdonas, y levantas del lodo a los caídos en el pecado, porque muchas veces no tienen la culpa de lo que hacen esos pobres abandonados, en el desierto del mundo, para que cuando llegue la noche, todos se arrodillen en las casas y santifiquen tu nombre; los que sonríen, para que la alegre sonrisa perdure y los que lloran, para que Tú ¡oh divino señor! seques sus lágrimas!

-Bendito seas -exclamó Goga con voz desfalleciente...

Las mujeres, callaron, porque Elbio entraba en ese momento. Tomó el pulso y no estaba en la radial. Buscó más arriba, con cierto apuro y lo encontró por fin cerca del codo. Las manos de la enferma estaban oscuras y frías. La disnea había aumentado. Elbio hizo algunas inyecciones bajo la piel. El pulso reapareció, como un hilo de agua, que resbalara bajo los dedos, como un aleteo débil de ala cansada... El médico se puso sombrío, mientras Angélica lo interrogaba con los ojos...

-¿Llamo a mamá, Elbio? -preguntó la niña.

-Sí. Angélica. Llámela -contestó el médico.

Cuando la niña salía, Goga estrechaba la mano del médico.

-Muchas gracias -le dijo la mujer- ya moribunda; pero todo es inútil... Hágala feliz.

El médico se estremeció.

-Y, además yo quería decirle -agregó Goga- que Angélica es una santa... ¡Que sea usted feliz!...

Ya no pudo hablar. Empezó la agonía. Fue lenta y dulce hasta el anochecer. Se apagaba, como el día, en una plácida penumbra, entre el tañido lejano de las campanas, que tocaban ánimas... En el cuarto, rezaban el rosario, arrodillados, en voz muy baja... Querían acompañar así a ese espíritu, que ya se iba hacia la noche infinita... Le trajeron el Extremaunción, mientras Dolores le pedía a Dios, que no abandonara, en la hora triste, a la desventurada, que había sufrido tanto... Goga miraba sin hablar y de sus ojos, celestiales aun en el extravío de la muerte, resbalaron dos grandes lágrimas silenciosas. Murmuró algunas palabras... Dolores se acercó y le oyó decir:

-¡Hombres!... ¡Adiós hombres!... ¡Más hombres y besos!...

Puso entonces, delante de ella, un pequeño crucifijo de bronce y el rostro de Goga se transfiguró.

-¡Dolores, mi dulce madre!...

¡Adiós Jesús! -murmuró de nuevo, ya casi sin voz.

Hubo un silencio profundo y en esa quietud, llena de amor y de piedad dolorosa, murió Goga, la pobre maldita del lodazal... La noche había entrado en el cuarto y la luz de la luna, a través de la ventana abierta, iluminaba la cabellera de oro y su rostro pálido y divino... Dolores rezaba de rodillas por los que sufren... Angélica había hecho cortar muchas rosas y las desparramó sobre la cama, a manos llenas... Una fragancia suavísima inundó el aposento, donde nadie interrumpía el hondo silencio. En el jardín dormían las flores y los árboles en su noche de primavera, sin que se moviera una fronda, sin que se agitara un pétalo... y el cielo escribía la palabra: ¡paz! con la luz de los astros...

Elbio y Angélica se amaron para casarse. Era una fuerte pasión, casi ecuánime. Ellos hicieron la fiesta, en el largo idilio desde niños, de manera, que las bodas no fueron un acontecimiento. Este corolario se compuso de una marcha nupcial, una corona de azahares, un largo traje de raso blanco y el tul de las novias rozando, hacia el altar mayor, las alfombras del templo, entre el esplendor de mil cirios, bajo las pinturas murales, que adornaban las naves. Y como nunca habían dudado que eso iba a suceder, sonriendo se cambiaron el anillo, símbolo de la eterna unión, delante del sacerdote. Ellos sabían, hacia tiempo, que ese juramento concluiría, cuando los dos muriesen... Entraron a la casa de Martín y la noche acompañó, con sus silencios, el canto fecundo, el principio de una nueva familia y el formidable estallar de una aurora... Martín, después de haber besado a sus hijos, fue a ponerse de rodillas en el santuario, cerca de su banco de carpintero. Había mucha luz allí y las herramientas bruñidas y nítidas brillaban en aquel esplendor. Soñó muchas cosas ese caballero del trabajo, entre aquellas panoplias y bendijo sus torturas y el varonil sufrir de tantos años. Una orquesta vigorosa de chirridos de sierras, de estampidos de máquinas, de ásperos roces de garlopas, el largo y violento choque de los martillos, agitados en la faena, acompañó los ensueños del valeroso. Su alma sana se estremecía de fiereza, contemplando aquellos instrumentos, sus compañeros en la batalla, sus colaboradores en la conquista. Los muertos lo acompañaron esa noche. Sacó de una caja de fierro un cofre, en que estaban las flores, que le había regalado su mujer. No había, allí adentro, sino un polvo oloroso y algunos ramitos secos. Inclinó su cabeza sobre el cofre y sus cabellos blancos, echados hacia adelante, lo protegieron. Después se apercibió, que allí estaban guardados los retratos de Carlitos y de su compañera. Se puso a mirarlos y lloró en silencio. Se acercó a la ventana abierta a rezar, en frente del cielo, cubierto de estrellas, oyendo los rumores lejanos y desvanecidos de la gran ciudad, que se acostaba a dormir. Se acordó que él había contribuido a construirla y rogó al Señor para que protegiera sus grandezas. Entonces fue pasando por su memoria un ejército de trabajadores, que habían sido sus amigos. Ellos no habían muerto. Perduraban, a pesar del frío del sepulcro y los hijos continuaban la labor llena de virtud. Luego pensó, que su vida iba a concluir pronto y a Dios le pidió unos días más, hasta que fuera posible la felicidad de los trabajadores, por la mejor salud y por el salario más alto. Eso iba a ser el triunfo del alma buena de Elbio. Así podía morir y se veía acostado en una caja de ébano, marchando hacia la eternidad, con aquel cofre sobre el corazón, acompañado, en el viaje misterioso, por la plegaria de los hijos y por los perfumes de aquellas flores secas, que eran todavía su religión de amor, después de tantos años...

Otra persona velaba también a esas horas en la casa de anchos corredores. Era Dolores del Río. Ricardo la abrazó antes de ir a acostarse y cuando él hubo desaparecido, hacia su dormitorio, Dolores abrió su ropero y empezó a colocar sobre la cama todos sus recuerdos. Uno por uno los fue besando. Era su larga vida de amor y de bondad, la que estaba escrita en ellos; eran los cantos de la piedad cristiana, sus queridos muertos y Carlos, su noble y profunda pasión. Así cuando ella se puso de rodillas para rezar, aquella gran sombra de poeta y de médico llegó al aposento, con un vigoroso estremecimiento de alas, como un fantasma lleno de ternuras y de gloria. Y le venía a decir, que no había muerto y que encontraba en toda la casa los fragmentos de su recuerdo, reviviendo en la primavera, como las flores de su jardín y le daba las gracias, acercándose al oído de aquella celestial Dolores, de los años juveniles y había en el aposento, en esa hora solitaria, un susurro de amor. En el silencio, contempló de nuevo el retrato de Carlos. Él estaba allí arrodillado cerca de su cuerpo y ella lo seguía adorando, como antes y le acariciaba la frente con su mano blanca. Y cuando le preguntó, si todavía se acordaba de su Dolores amable, de la compañera de los días tristes, una ráfaga de luz iluminó el dormitorio y los ecos lejanos de una voz suavísima, que la hicieron estremecer, le decían:

-Yo te amo, ¡oh madre de mis hijos, oh casta y angelical peregrina, que has cuidado el santuario! ¡Está todavía mi viejo comedor de roble, mis viejos perales y tú guardas, en el corazón, la memoria de tu muerto caballero! ¡Bendita seas!

Entonces, así vestida, se acostó, en medio de sus recuerdos... El sueño se apoderó poco a poco de su cuerpo inmóvil, mientras la sombra de Carlos Méndez vagaba por la casa y acompañaba a Dolores en su noche sola.

Pero en los días siguientes se empezó a morir. Sintió que el corazón le faltaba en ese tumulto de latidos, que le hacían saltar el pecho. La acostaron. Desde entonces, uno por uno se iban sus átomos. Palideció. En su cara de alabastro, brillaban todavía los ojos de terciopelo negro, resignados y tristes. Murió poco a poco, como las hojas de otoño, como mueren las penas del crepúsculo, en el crespón de la noche. Cada día estaba más delgada, cada día más blanca y llena de angelical transparencia. Los hijos la velaron muchos días, esperando, que el buen sol de primavera reanimase su sobrehumana hermosura, y le llevaban flores frescas, creyendo, que la exquisita fragancia le pudiera entregar la sangre sana, que le faltaba. Ella los besaba en silencio y sonreía a los ramos de violetas y a las rosas lozanas, mientras sus células se iban unas tras otras, apuradas por entrar en la eterna vida y su cuerpo se desvanecía y se esfumaba sin un dolor, sin un quejido, en un religioso silencio, como si eso fuera una cosa natural. Y ella dejaba, que la enfermedad la disgregara, sin quererse quedar más sobre la tierra, sin pedir ayuda, como si algún honesto caballero estuviera, esperándola allá lejos, detrás del éter infinito, que ella divisaba a través de la ventana. Debía ser cierto eso, porque en la noche, cuando los hijos dormitaban al lado de la cama, Carlos descendía hasta la cabecera, rompiendo el horizonte y fulgurando... Entonces ella lo besaba, y cuchicheaban los dos, sin que nadie supiera de esos coloquios, llenos de pasión. De repente se inclinaban para acariciar la negra cabellera de Ricardo, que descansaba su cabeza dormida, sobre el borde de la coma. Seguía muriendo, hasta que no fue ya sino una larva de alabastro, que respiraba apenas. Una mañana le trajeron la Eucaristía. Ella se sentó en la cama, para recibirla. Después pareció mejorar. Conversó tranquilamente con los hijos y con Elbio, y cuando éste salió del aposento, lo vieron alejarse, llorando, bajo los perales.

-Tú la salvarás -le dijo Ricardo, que había salido detrás. Tú la salvarás, Elbio -le repitió sollozando. Está mejor hoy.

Elbio se detuvo y lo miró profundamente en los ojos, sin hablar.

-Dime la verdad, Elbio -añadió Ricardo. Tú la salvarás ¿no es cierto?

Entonces el médico abrazó a Ricardo y le contestó al oído:

-¡Es preciso amar mucho todas las cosas de ella... como ella amó las de todos!...

Entraron al dormitorio. Dolores conversaba con Angélica. No sufría, y cuando vio a los dos jóvenes, que llegaban, tomados de la mano, su rostro se iluminó. Hablaba en voz baja. Sus hijos se acercaron más.

-Es necesario ser buenos -decía interrumpiéndose a cada rato- siempre buenos... siempre justos y perdonar en todas las horas de la vida, aun a los que nos hacen mal... ¡Esa es la única verdad!... Así fue Carlos, siempre bueno y justo...

Su voz se hacía cada vez más débil y la blancura más intensa. Tenía en las pupilas como una celestial belleza.

-Vengan, mis hijos, acérquense -añadió. Quiero repetirles, que Carlos fue siempre bueno, siempre justo... y que amó el dolor de los demás, como sus propios dolores... Y también es necesario perdonar... ¡perdonar siempre!...

No pudo seguir. Palideció mucho más todavía; sus rasgos se afilaron y su alma voló al rato, saliendo por las pupilas dilatadas y se fue al cielo, a través de los rayos del sol, que iluminaba el cuarto.

Ricardo tomó una mano de la madre, entre las suyas y la apretaba, llorando, como si quisiera tenerla todavía sobre la tierra, y Angélica se inclinó, para besar la frente de la muerta. Fue un beso largo, que no concluía... y cuando Elbio dulcemente la separó, ella tenía los ojos llenos de lágrimas, que rodaban silenciosas y grandes por sus mejillas. No hubo un solo grito, ni sollozos en aquel dolor hondo y severo. La envolvieron en una mortaja de raso y la acostaron en el cajón de ébano y sobre su cuerpo, plácidamente dormido en el sueño eterno, tejieron guirnaldas de rosas y de retamas. Los dos hermanos, de cuando en cuando, se acercaban a mirarla. Después, de rodillas, rezaban el rosario. La madrugada los encontró sentados, cerca de la madre, mientras los pájaros afuera cantaban la canción de primavera, los nietos tal vez de los que habían acompañado a Carlos y a Dolores en la hora juvenil, en las alegrías de los fuertes y fecundos amores. Y la saludaban, en el momento en que se llevaban el féretro, donde estaba encerrada la divina persona, tan tranquila, en la honesta gentileza de la muerte. Los amigos seguían detrás en silencio, inclinando la frente ante esa buena, ¡que se iba para siempre, después de haber dejado, sobre la tierra, tanta caridad para los desvalidos y los sufrientes! En ese momento por toda la casa de anchos corredores, se sintió una honda angustia y un eco doloroso y suave, que repetía sus últimas palabras:

-¡Es preciso ser justos! Es preciso perdonar... ¡¡perdonar siempre!!

Han pasado años. El médico lucha en el parlamento por su tribunal de arbitraje; Ricardo sigue su propaganda católica con el mismo fervor. Se ha casado y tiene hijos. Todos viven en la casa de anchos corredores, donde han llevado al viejo Martín. Es el día del santo de él. Lo encuentran sentado, bajo un peral frondoso, mientras los nietos juegan, corriendo por los patios. Angélica y Elbio, parados detrás de su sillón, le van alcanzando a los chicos, uno por uno. Hay muchos y son sanos y robustos. Es en día Domingo, a las doce. Ricardo llega de misa en ese momento, con la compañera del brazo, y otros niños hacen irrupción y se confunden en una bandada festiva y parlera, para rodear, todos juntos, al gran abuelo, sonriente, en aquel esplendor del mediodía.

-Serán, como nosotros, honestos y laboriosos, pensaba el anciano.

Y el escritor piensa, a su vez, que su tarea ha concluido y que las nuevas familias esperen también su nuevo escritor, ¡que narre cómo resultan honestos los que de honestos derivan! ¡Y así éste no vea, en la hora de la vejez, a sus pobres libros volver, mustios y desconsolados, al seno del hogar, donde hubieren sido escritos, como vuelven los hijos pródigos, al amor de los dioses tutelares y al calor de las viejas chimeneas prendidas, como vuelven, en busca de paz, los fragmentos del corazón, lastimado en las bregas del mundo, a través de las ásperas peregrinaciones!

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